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LO FALSO EN

LITERATURA COMO

ILUSION DE VERDAD

Lluis Fernández

La lite�atura, co!ll� �1 resto de las artes fi­gurativas o mimeticas, parte de la idea de «ilusión de verdad», en contraposi­ción con la ciencia y la filosofía donde

la búsqueda de la verdad y la certeza está' indiso­ciablemente ligada al problema de la realidad y el conocimiento.

Resulta pues ocioso plantearse el problema de lo falso en literatura sabiendo de antemano que las «intuiciones estéticas», por muy verdaderas que puedan llegar a ser, no tienen como finali­dad en sí mismas esa búsqueda de la «verdad ontológica» de la filosofía, ni siquiera la «verdad lógica u objetiva» de la investigación científica. En realidad, los términos de «verdadero» o «fal­so» no_ �e pueden aplicar más que a asertos y proposic10nes.

Quizá donde la literatura y las demás artes participarían de un cierto tipo de verdad sería en las llamadas filosofías anti-intelectualistas o irra­cionalistas, de Heidegger, Unamuno o el mismo 9rtega y Gasset, en el sentido de que el hombre mventa la verdad para dar sentido a la vida a su

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propia existencia; y en la teoría semántica de la ver�ad de �lfred Tarski que apela al principio de e9.mvalencia, ya q1;1e para el filósofo polaco «de­cir que un enunciado es verdadero equivale a afirmar el enunciado».

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. �� la prime�a participaría de esa porción de ilus10n que la hteratura inventa para dar sentido tan!o al autor, como creador de mundos imagi­nar�os, como al lector que de ellos participa, a sabiendas de que es una construcción ideal pro-ducto de la fantasía del autor.

De la segunda, en la medida en que esta tau­tología participa de su condición de discurso se­mántica�ente constituido, el cual crea su propia verdad; siempre teniendo en cuenta que desde u_na perspecti_va _ racionalista, la espec�lación cientifica es distmta de la construcción de rela­tos, aunque ambas requieran que las intuiciones se transformen en expresiones de un sistema simbólico, ar�ificial o natural. ,La literatura, portanto, enuncia su «verdad poetica» articulando un discurso que pretende ser coherente con su propio relato, con esa individual y particular ma­nera de concebir el mundo real o imaginario

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que construye, y al cual da su asentimiento in-tuitivo el lector, voluntariamente.

D!ce_ �enry James: «En la proporción en que 13: Fi��10n nos _ lo ofrece, vemos la vida sin orga­rnzacion, sentimos que estamos tocando la ver­dad»; ya que el novelista prefiere sacrificar «la estructura y la verdad literal a una intensa ilu­sión de verdad». Es, pues, esta verdad literaria que James propugna desde una perspectiva «�ealista», pura ilusión de verdad lograda me­diante una ordenación artificial del arte de na­rrar; lo que él llama «una elaborada retórica del disimulo».

Partiendo de la idea de que una de las carac­terísticas esenciales del lenguaje literario es el de gen_erar ilusión d� verdad, es obvio que para el escntor resulte oc10so plantearse el problema de la distinción entre lo verdadero y lo falso «en la m�dida en que, reflexivamente, pero no �spe­culativamente, se confiere a sí mismo su propio valor de verdad: la ilusión que produce consti­tuye por sí misma su propia norma».

Esta cita de Pierre Macherey evidencia hasta qué punto el autor de ficciones sugiere el orden de verdad con el cual se relaciona.

El arte, desde_ su misma construcción, parte de una voluntana y a la vez necesaria elección d� lo falso, de la m�ntira fabulada, como princi­p10 de su estrategia generadora de sentido.

E. H. Gombrich nos advierte que si todo arte es conceptual, pues se origina en la mente hu­mana, «en nuestras reacciones frente al mundo más que en el mundo mismo» no cabe duda de que «los �onc·eptos, COI?O las pinturas, no pue­den ser rn verdaderos rn falsos. Sólo pueden ser más o menos útiles para la formulación de des­cripciones» (1).

En todo caso cabría hablar de verosimilitud en �1 sentido de cierta pretensión o grado de se� meJanza con la verdad, lograda mediante la «ló­gica de la ficción», que induce a creer que todo cuanto sucede en la obra de imaginación es pro­b�ble o al menos posible. Por lo cual podría de­cirse que la narración participa tanto de lo ver-

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dadero, pues consigue que el lector suspenda su juicio crítico y se abandone crédulamente al po­der encantatorio de lo narrado, como de lo falso, por ser una ficción, una invención imaginativa. Lo que plantea una relación dialéctica entre el texto producido y el lector, a fin de constituir el sentido del texto, la interpretación del «efecto estético» (2) mediante el proceso de lectura.

Jean Cayrol, en Les corps étrangers, se ve en la retórica necesidad de advertir al lector de la pa­radoja subyacente a todo relato: «si te he menti­do, lector, es porque debo mostrarte que la mentira es verdad».

Esta paradoja nos introduce de lleno en el de­limitado campo del lenguaje literario semántica­mente autónomo, su valor retórico para alcanzar su propia verdad mediante artificios compositi­vos verbales; «pues su verdad y su coherencia son de orden contextual interno» (3); explicitan­do el carácter simbólico e imaginario de la obra de arte.

Ya que, tanto si se trata de lo «verosímil ex­traordinario» como de lo «verosímil ordinario», el novelista intenta persuadirnos de que todo cuanto sucede es real; o, al menos, al estar en­marcado en el discurso literario, lograr, como dice Coleridge, «esa voluntaria y momentánea suspensión de la incredulidad que constituye la fe poética». No sería pues importante presentar lo probable como más adecuado que lo posible, sino esa «probable imposibilidad» de la que ha­bla Aristóteles.

Jerome Bruner distingue dos modalidades de la aplicación imaginativa, la paradigmática o ló­gico-científica, que se ocupa de causas generales y de su determinación, y emplea procedimientos para asegurar referencias verificables y verificar la verdad empírica, y la imaginación del novelis­ta, que difiere sustancialmente «en la capacidad de ver conexiones formales posibles antes de

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poder probarlas de cualquier forma» ( 4). Estas conexiones formales o particularidades del rela­to fueron calificadas por Joyce como «epifanías de lo ordinario».

«En lógica modal, continúa J. Bruner, no pre­guntamos si una proposición es verdadera o fal­sa sino en qué clase de mundo posible sería ver­dadera».

La convicción ontológica central de J. Bruner es que no existe una realidad «prístina» con la que se pueda comparar un mundo posible a fin de establecer alguna forma de correspondencia entre ese mundo y el mundo real; por lo cual, autor y lector redescubren la «inmensidad del lugar común». Reivindica por tanto, junto a los grandes autores de ficción, grandes lectores, y trata de demostrar que la función de la literatura como arte es «la de exponernos a dilemas, a lo hipotético, a la serie de mundos posibles a los que puede referirse un texto».

Desde esta perspectiva de la psicología cogni­tiva el efecto de las ideas no es causado por lo que tengan de verdaderas sino, al parecer, por el poder que ejercen como posibilidades encarna­das en las prácticas de una cultura. Esta no es otra que la visión que aporta la «antropología simbólica» de Geertz.

Dentro de la «antropología cultural», Clifford Geertz (5) propone una lectura del quehacer hu­mano como texto para ampliar el universo del discurso humano; lo que llama una lectura «densa» de la cultura: «Lo que nos interesa es no tanto resolver problemas como clarificar sen­timientos», pues no sólo las ideas sino también las emociones son artefactos culturales en el hombre, relativizando la brecha abierta entre lenguaje discursivo, procesos empíricos y mate­máticas, y el mito, el rito y el arte, como prácti­cas irracionales carentes de usos intelectuales: «Esta diferencia no debería trazarse de una ma-

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nera excesivamente aguda, pues la matemática tiene sus usos afectivos y la poesía sus usos in­telectuales; en todo caso la diferencia es sólo funcional, no sustancial»; ya que necesitamos la guía de los modelos simbólicos de emoción para orientar nuestro espíritu, «y para saber qué im­presión tenemos de las cosas necesitamos las imágenes públicas de sentimiento que sólo pue­den suministrar el rito, el mito y el arte».

No se trata de que habiendo perdido nuestra fe en «la iluminación progresiva de la razón», al saber que el lazo social es lingüístico y que la ciencia juega su propio juego, incapaz de legiti­mar a los demás juegos de lenguaje, como apun­ta Lyotard (6), caigamos de lleno en el irraciona­lismo, al cual fueron condenados los saberes metafóricos desde Platón por ser formas de co­nocimiento que apelan al sentimiento, es decir, sin ningún valor de conocimiento. Concepción duramente criticada por Feyerabend desde su particular «anarquismo epistemológico».

«Resulta obvio que ni la ciencia ni el raciona­lismo científico tienen ninguna prerrogativa es­pecial en lo que al saber se refiere. Son ideas va­liosas, pero lo mismo puede decirse de los mi­tos, la magia y las ontologías» (7).

Para Feyerabend la ciencia es una de las mu­chas formas de pensamiento que el hombre ha desarrollado y no necesariamente la mejor, mientras que la poesía al tiempo que garantiza un depósito de saber, cuando se expresa adecua­damente, también es transmisora de conoci­miento.

Se trata de oponer, frente al interrogante de cómo conocer la verdad, ese otro interrogante propuesto por Richard Rorty de «cómo llegamos a darle significado a la experiencia» (8), que es la preocupación principal del poeta y el narrador; ya que las formas simbólicas pueden servir para múltiples fines, tanto para la creación mítica, re-

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ligiosa o literaria como para la especulación científica.

También desde la perspectiva simbólica el problema de la falsedad del discurso narrativo vuelve a presentarse como no pertinente, irrele­vante en lo concerniente a la «actitud estética». La función de tal actitud o ilusión estética «no es 'hacer creer', sino todo lo contrario, desemba­razar de la creencia la contemplación de las cua­lidades sensoriales sin sus habituales significa­ciones ( ... ) El conocimiento de que lo que hay ante nosotros no tiene ninguna significación práctica en el mundo es lo que nos permite pres­tar atención a su apariencia como tal» (9).

Y a sea, por tanto, desde la postura retórica ge­neradora de ilusión de verdad, como desde la aceptación de que la ficción es productora de sentido, luego de deseo de verdad, quedaría por dilucidar el placer de la búsqueda de la verdad del lector en lo narrado, pues éste se rebelaría frente al engaño, la falsedad o la trivialización.

En los cuentos populares es la autoridad del narrador, la madre, quien sostiene la verdad de la ficción frente a la incredulidad que a veces despiertan en el niño los hechos maravillosos narrados. «lPero es verdad?» -pregunta encan­tado el niño. Si el narrador no sostuviera esta as­piración de verdad, el lector, o el niño maravilla­do, suspendería su credulidad y se desinteresa­ría al sentirse estafado.

Es pues condición imprescindible del efecto literario procurar esa simple verdad que el autor elige de forma consciente o inconsciente, desde el momento que, al escribir, rechaza eotras verdades, y que el lector acepta como coherencia ideal de lo narrado.

NOTAS

(1) Arte e ilusión, E. H. Gombrich, Ed. Gustavo Gili,1979.

(2) El acto de leer, Wolfgang Iser, Ed. Taurus, 1987.(3) Crítica del gusto, Galvano Della Volpe, Seix Barral,

1966. (4) Realidad mental y mundos posibles, Jerome Bruner,

Ed. Gedisa, 1988. (5) La interpretación de las culturas, Clifford Geertz, Ed.

Gedisa, 1987. (6) La condición postmoderna, Jean-Frarn;oise Lyotard,

Ed. Cátedra, 1984. (7) ¿Por qué no Platón?, Paul Feyerabend, Ed. Tecnos,

1985. (8) La filosofía y el espejo de la naturaleza, Richard Ror­

ty, Ed. Cátedra, 1983. (9) S. Langer, Sentimiento y Forma, Centro de Estudios

Filosóficos, 1967.