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Descripción de la literatura hispanoamericana desde el siglo XVI hasta la contemporaneidad.TRANSCRIPT
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Literatura hispanoamericanaGlosario
bucolismo: Evocación idealizada de la vida campestre o pastoril y sus personajes.
esperpento: Género literario creado por Valle-Inclán, caracterizado por la deformación de la
realidad mediante sus rasgos más grotescos.
parnasianismo: Corriente literaria que apareció en Francia durante la segunda mitad del s. XIX.
Su premisa era "el arte por el arte" y se caracterizó por dar la primacía a la belleza formal.
Los albores de la literatura hispanoamericana
Hasta la aparición de la primera generación de criollos nacidos en América en la
segunda mitad del s. XVI, no hubo autores propiamente hispanoamericanos. Aún
entonces los escritores se movían entre los dos mundos: algunos nacidos en la
metrópoli escribían desde América (Mateo Alemán) o sobre América, mientras
otros, como el Inca Garcilaso de la Vega, historiador nacido en Perú, o Juan Ruiz
de Alarcón, dramaturgo nacido en México, vivieron buena parte de su vida en la
Península.
La literatura se cultivó sobre todo en las cortes virreinales (México y Lima en los
ss. XVI y XVII, a los que se añadieron en el s. XVIII Bogotá, Caracas, Quito y
Buenos Aires como centros políticos y de cultura), donde se imitaba a los autores
metropolitanos y los estilos literarios europeos. Con todo, a pesar de los
inseparables lazos con Europa, existía una idiosincrasia propia, tanto por el origen
de los autores (criollos y algunos mestizos) como por algunos de los temas
tratados, en los que se refleja la nueva realidad americana.
• De las crónicas al Inca Garcilaso
Algunos autores consideran Las cartas de relación (1519-26) de Hernán Cortés
sobre la conquista de México la primera obra literaria hispanoamericana. Sin
embargo, durante el s. XVI la mayoría de la producción escrita en América
pertenece al género de la crónica histórica o etnográfica, debida a los agentes
coloniales (civiles o eclesiásticos), y, por tanto, no es, estrictamente hablando, ni
literatura ni hispanoamericana.
Sólo puede considerarse autor plenamente hispanoamericano en este género
histórico, al Inca Garcilaso de la Vega, hijo de un pariente del poeta español del
mismo apellido y de una prima del inca Atahualpa. En sus obras históricas se
refleja la problemática de la identidad mestiza, a caballo entre dos tradiciones.
Garcilaso, heredero de dos mundos, defendió su mestizaje con orgullo a través de
su obra y lo saludó como una nueva realidad a la que pertenecía el futuro de
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América. La Florida del Inca (1605) narra el descubrimiento de Florida, un tributo
a su sangre española conquistadora, mientras que el objetivo de los Comentarios
reales de los incas (1606) es rescatar la grandeza y dignidad de sus antepasados
quechuas, constructores de una gran civilización.
• De la épica a sor Juana Inés
Influidos por la poesía épica de Ariosto y Tasso, muchos poetas renacentistas se
lanzaron a versificar la epopeya de la conquista. De entre las muchas obras
escritas destacan La Araucana (1569, 1578 y 1589), del soldado y poeta español
Alonso de Ercilla, y el Arauco Domado (1596), de inferior calidad, obra del criollo
chileno Pedro de Oña, ambas sobre la conquista del pueblo araucano.
Las primeras obras teatrales escritas en Latinoamérica son de autores religiosos,
que recogían el tema evangélico, al estilo de los autos sacramentales utilizados
como vehículo literario para la conversión de los nativos.
Durante el s. XVII los criollos asimilaron perfectamente el estilo barroco: lenguaje
culto y recargado, profusión de imágenes, metáforas y conceptos, temas
metafísicos como la fugacidad y el sentido de la vida. La influencia del dramaturgo
Pedro Calderón de la Barca y los poetas Luis de Góngora y Francisco de Quevedo
generaron numerosos discípulos en América.
La gran figura del barroco colonial fue la monja mexicana sor Juana Inés de la
Cruz (1651-1695). Son destacables sus sonetos de amor y el poema Primero sueño,
una notable muestra de estilo barroco pleno de imaginación y alusiones mitológicas. Sor
Juana, adelantada a su tiempo, desafió el rol tradicional de la mujer en la sociedad
colonial y su incipiente feminismo le costó ser condenada al ostracismo social. Escribió
también autos sacramentales y comedias.
Los poemas de amor de sor
Juana Inés de la Cruz alcanzan
altas cotas de plasticidad y una
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inusitada belleza. Retrato de la
religiosa, 1772, por Andrés de
Islas (Museo de América,
Madrid, España).
El influjo quevediano se observa en autores como Juan del Valle y Caviedes.
• Del barroco al neoclasicismo
Durante buena parte del s. XVIII la poesía y la narrativa continuaron siendo
barrocas y el teatro se nutrió bastante tiempo de imitaciones de Lope de Vega y
Calderón. Conforme avanzaba el siglo, sin embargo, aparecieron más y más
traducciones y adaptaciones de autores extranjeros, en especial franceses como
resultado de la llegada de los Borbones al trono de España que abrió las colonias a
las influencias de Francia. Ello se manifestó en una tímida aceptación del
neoclasicismo con su claridad expresiva y sus rígidas reglas de composición, sobre
todo en el teatro.
A finales del s. XVIII se extendieron las ideas ilustradas, con hombres como Santa
Cruz y Espejo y Antonio Nariño. Entre los eruditos ilustrados pueden citarse el
jesuita José Mariano Vallarta, el naturalista José Celestino Mutis y el
enciclopedista Francisco José de Caldas. Paulatinamente el monopolio intelectual
de las metrópoli entró en decadencia y el movimiento emancipador, que era
ilustrado, trajo como consecuencia el nacimiento de la primera literatura
independiente latinoamericana en Brasil.
El romanticismo hispanoamericano
La lucha por la independencia y la aparición de los estados iberoamericanos fue
paralela al surgimiento de una primera literatura nacional que adoptó los moldes
del romanticismo imperante en Europa: la moderación y la regulación neoclásicas
dejaron paso a la individualidad, al poder creador y a la expresión de una nueva
sensibilidad. La pasión romántica por la naturaleza, los héroes nacionales y la
idealización del pasado como forma de exaltación del Volkgeist o espíritu nacional
convirtió a la literatura iberoamericana en un vehículo de construcción y expresión
del naciente sentimiento de identidad nacional, y le confirió toques muy distintivos:
los autores plasmaron en sus obras la vasta y maravillosa naturaleza americana,
cantaron a los héroes libertadores y a los forjadores de las nuevas naciones, y el
interés europeo por la edad media como fuente de identidad se vio sustituido por
la fascinación por el indio y las civilizaciones precolombinas. Fue un tiempo de
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escritores-políticos, hombres de la burguesía gobernante involucrados en los
asuntos públicos de las nuevas naciones.
Las primeras décadas del s. XIX hasta la independencia fueron prerrománticas. La
literatura se encontraba todavía dentro de marcos neoclásicos, si bien influida por
Young, Ossián y Chateaubriand. Así Periquillo Sarniento (1816), del mexicano
Fernández de Lizardi, considerada la primera novela de Hispanoamérica, o La
victoria de Junín (1825), del ecuatoriano José Joaquín de Olmedo y Maruri, un
canto exaltado de los triunfos de Bolívar. El venezolano Andrés Bello reveló su
sólida formación clásica en sus poemas e introdujo en ellos elementos indianistas,
al igual que el cubano José María Heredia, que vivió casi siempre en el exilio
mexicano cantando a las antiguas ruinas aztecas (En el teocalli de Cholula, 1820).
• La literatura gauchesca
Por razones de índole histórica, ante todo por la falta de tradición colonial
arraigada, el romanticismo prendió en la región del Río de la Plata antes que en el
resto del continente. La dictadura de Rosas provocó el destierro de buen número
de jóvenes escritores argentinos. Uno de ellos, Esteban Echeverría, vivió unos años
en Francia empapándose del romanticismo y con la intención de crear una
literatura nacional, fundó en 1838 la Joven Argentina, o Asociación de Mayo, entre
cuyos miembros estaban figuras como Juan Bautista Alberdi y Domingo Faustino
Sarmiento, encarnizado enemigo de Rosas y, luego, presidente de la República
Argentina entre 1868 y 1874. Su obra más famosa, Facundo. Civilización y
barbarie (1845), inauguró la literatura de género gauchesco, una corriente
original, que no se basa en prototipo europeo, que floreció en Argentina y en
Uruguay.
En ella, el gaucho, habitante de La Pampa, dedicado sobre todo a la cría de
ganado, su forma de vida, su particular habla, son convertidos por la literatura en
símbolos idealizados de la nacionalidad en los poemas de Hilario Ascasubi y
adquieren tonos épicos en el Martín Fierro (1872-1879), de José Hernández,
considerado el poema nacional argentino y una de las creaciones más destacadas
del s. XIX hispanoamericano.
• El indianismo romántico
Además de la literatura gauchesca, los géneros más cultivados fueron el poema
épico y, especialmente, la novela. En cuanto a los temas más tratados fueron la
independencia y el indianismo. Así, Grito de gloria (1893), del uruguayo Eduardo
Acevedo Díaz, y Durante la Reconquista (1897), del chileno Alberto Blest Gana. El
llamado indianismo romántico fue muy distinto a la literatura indigenista del s. XX.
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El indio del romanticismo es un nativo idealizado y ennoblecido, un indio del
pasado, que sirve a los criollos como referente simbólico para crear artificialmente
una nueva identidad, diferente de la española. Destacan Tabaré (1886), del
uruguayo Juan Zorrilla de San Martín, poema épico sobre la extinción de los indios
charrúas de su tierra; Cumandá (1879), del ecuatoriano Juan León Mera, con
descripciones de los indios jíbaros; Enriquillo (1879 y 1882), del dominicano
Manuel de Jesús Galván, cuya acción se sitúa en el primer tercio del s. XVI; y
Tradiciones peruanas, de Ricardo Palma, publicadas en seis series, de 1872 a
1883, que presentan un vasto cuadro de la historia del Perú.
No hay que olvidar a otros autores románticos como Jorge Isaacs, en Colombia, e
Ignacio Manuel Altamirano, en México.
En cuanto al teatro, siempre ha sido el género menos cultivado de la literatura
latinoamericana.
El realismo y el naturalismo
A mediados del s. XIX la prosa evolucionó hacia las características propias del
realismo y naturalismo franceses, aunque conservó elementos románticos. El
interés romántico por lo pintoresco y lo idiosincrático desarrolló el llamado cuadro
de costumbres, descripciones de la vida cotidiana local, que acabaron
desembocando en la novela realista costumbrista, despojada de los tonos heroicos
e idealizantes del romanticismo. La evolución se puede observar en el chileno
Alberto Blest Gana, quien, influido por Balzac, escribió novelas, como Martín Rivas
(1862), en las que presentó una especie de comedia humana de la vida chilena.
La influencia del naturalismo también se hizo sentir. Cualquier hecho observable
era válido como objeto de observación, pero hubo una atracción hacia lo marginal
y lo sórdido como testimonio ideal de los desajustes sociales y psicológicos que
habían provocado las rápidas mutaciones sociales experimentadas en el último
tercio del s. XIX.
El naturalismo latinoamericano compartió el gusto por la sordidez y el feísmo
estético premeditado, pero los autores no siguieron el determinismo del
movimiento europeo.
Por el contrario, en Hispanoamérica el naturalismo se inclinó hacia la crítica
social, con lo que se dejó al desnudo todas las lacras de la explotación oligárquica.
Surgió así, por ejemplo, en países como Cuba, la literatura antiesclavista, que
refleja y critica la vida de los esclavos negros. El alcance del naturalismo fue largo
pues su herencia se continuó en el s. XX a través de la literatura indigenista.
El modernismo como autonomía literaria
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El modernismo fue la primera expresión de autonomía literaria de
Hispanoamérica. Escritores como Rubén Darío o Amado Nervo supieron combinar
dos movimientos líricos surgidos en Francia en la segunda mitad del s. XIX, el
parnasianismo y el simbolismo, creando un estilo y un lenguaje propios.
Representa la inquietud de la intelectualidad finisecular que pretende alejarse de
la mentalidad burguesa y de su materialismo por medio de un arte refinado y
estetizante.
El nuevo escritor es exclusivamente un artista y puede dedicarse a la búsqueda de
la belleza. Reacciona tanto contra el retoricismo y el descuido formal del
romanticismo como contra la vulgaridad del realismo y naturalismo, aportando un
cambio definitivo en el manejo expresivo del idioma y construyendo un lenguaje
hispanoamericano propio, reconocido como distinto por los mismos españoles. Por
eso, el modernismo es la base sobre la que se desarrolló la literatura
hispanoamericana del s. XX.
• Características del modernismo hispanoamericano
De la escuela parnasiana el modernismo heredó el sentido aristocrático, el rechazo
de la vulgaridad, la valoración de la estética, el cosmopolitismo, la literatura
gauchesca y los temas exquisitos y exóticos. Esto alejó a la corriente mayoritaria
del modernismo de la crítica social que había predominado en décadas anteriores:
el autor no se comprometía con el medio sino que se encerraba en su metafórica
torre de marfil. Así, por ejemplo, los escritores cultivaron el tema del indio o del
negro pero tan solo en lo que tienen de representaciones exóticas, con el único
objetivo de generar composiciones preciosistas de alcance puramente estético.
Del simbolismo se tomó el subjetivismo y la concepción del mundo como una trama
misteriosa que presenta correspondencias entre los objetos que lo forman. La
misión del poeta es sugerir esas alianzas por las que un objeto evoca a otro, con un
lenguaje imaginativo lleno de símbolos. Para mejorar esas evocaciones, los
modernistas practicaron el acercamiento a otras artes, dándole al verso efectos
musicales, de color y de plasticidad; utilizando el impresionismo descriptivo
(descripción de las impresiones que causan las cosas y no las cosas mismas), y
decantándose por palabras exóticas y neologismos.
• El padre del modernismo: Rubén Darío
El cubano José Martí, prócer del movimiento independentista en la isla, el
mexicano Manuel Gutiérrez Nájera y el colombiano José Asunción Silva
constituyen la generación premodernista (1882-1896), que inició el trabajo de
actualización de la lengua, sobre todo en la prosa. El padre del modernismo fue el
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poeta nicaragüense Rubén Darío (1867-1916), uno de los grandes autores de la
literatura en lengua española de todos los tiempos. Su labor como periodista y
diplomático en Chile, Argentina, Francia y España le convirtió en un auténtico
divulgador de la nueva revolución estética, de la que fue su principal impulsor. Su
poemario Azul (1888) es el punto de partida del modernismo como movimiento
continental y la publicación en 1896 de Prosas profanas, significó su consolidación.
Desde el punto de vista de la temática la obra de Darío marcó dos etapas en el
desarrollo del modernismo:
— la preciosista, representada por Prosas profanas, en la que predominan
los temas exóticos, los símbolos de la antigüedad clásica y la estética de
evasión;
— la mundonovista, en que se valorizan las raíces hispánicas de América y
reaparece el interés por los temas sociales y políticos, representada por el
Darío de Cantos de vida y esperanza (1905) y seguida por Lugones en Odas
seculares (1910).
• Los continuadores del modernismo
Consagrado Darío como líder de la escuela, cuando los precursores ya habían
muerto prematuramente, los escritores de la segunda generación modernista
continuaron el desarrollo del movimiento con sus aportaciones personales. Ellos
fueron, entre otros, el boliviano Ricardo Jaimes Freyre, el uruguayo Julio Herrera y
Reissig o el peruano José Santos Chocano, pero, sobre todos, sobresalieron dos
figuras: el argentino Leopoldo Lugones y el mexicano Amado Nervo, que durante
algún tiempo fue el escritor más admirado en el mundo hispánico, autor de cuentos
fantásticos y de poemas como Perlas negras (1898).
El s. XX hasta la década de 1960
Los escritores hispanoamericanos del s. XX continuaron la obra iniciada por el
modernismo: renovaron la lengua literaria, acabaron por desterrar definitivamente
el lenguaje grave y afectado propio de la prosa romántica depurando el idioma
hasta aproximarlo al lenguaje hablado.
• La poesía
La poesía de la primera mitad del s. XX bebe de una forma u otra de la tradición
modernista. Casi todos los poetas comenzaron su andadura como epígonos de este
movimiento. Posteriormente, algunos recurrieron a una expresión más íntima,
sencilla y humana, y muchos otros fueron modelados durante el período de
entreguerras por las vanguardias europeas, los ismos, y por el clima mundial
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general de compromiso de la literatura con las injusticias y luchas sociales. Hacia
1925 predominaban en la poesía la influencia del surrealismo al estilo de
Apollinaire y Breton; la de la poesía pura y desnuda de Paul Valéry, que cuajó
sobre todo por mediación de Juan Ramón Jiménez; y la del ultraísmo de Jorge Luis
Borges. Pero los autores se multiplicaron y las direcciones se entrecruzaron hasta
el punto de que resulta difícil establecer clasificaciones precisas, tanto más cuanto
que en su larga andadura literaria manifestaron tendencias muy diversas.
Las vanguardias
En lo que respecta a las vanguardias más reconocibles, Borges lanzó en 1921 el
denominado ultraísmo, movimiento iniciado en España y que él llevó a Argentina,
donde tuvo entre otros seguidores a Ricardo E. Molinari. Según sus palabras, se
trata de la «reducción de la lírica a su elemento primordial: la metáfora». Sin
embargo, la poesía de Borges no se limita a esto, sino que también muestra una
grave inquietud metafísica: el hombre y su destino, la finalidad del Universo y el
tiempo.
El chileno Vicente Huidobro viajó a Francia y se incorporó al grupo poético de
Apollinaire, postulando en Altazor (1931) el llamado creacionismo, que propugnaba
la creación por parte del poeta de un mundo autónomo de la naturaleza a través de
la metáfora sin referencia alguna a la realidad, e incluso escapando de la tipografía
mediante los caligramas.
Los poetas comprometidos con la realidad social
La introducción de la preocupación social la ejemplificó el peruano César Vallejo,
que la mezcló con el surrealismo y una total renovación del lenguaje. Perteneció a
la generación de intelectuales hispanoamericanos de izquierdas que participó en la
Guerra Civil española, y que recuperó el lazo de solidaridad histórica con España
que había iniciado Darío. En Trilce (1922), escrito en versos libres, de gran
audacia imaginativa y gramatical, expresa su interpretación amarga y desesperada
de la vida. La Guerra Civil española le inspiró Poemas humanos (1939).
El chileno Pablo Neruda fue otro autor de militancia comunista que pasó del
modernismo (Veinte poemas de amor y una canción desesperada, 1924) al
surrealismo (Residencia en la tierra, 1933) para acabar en la poesía comprometida
(España en el corazón, 1937; Canto general, 1950).
En México destacó especialmente Octavio Paz, cuya participación en la Guerra
Civil española le inspiró versos de circunstancias como ¡No pasarán! (1936). Los
volúmenes posteriores, Entre la piedra y la flor (1941) y Libertad bajo palabra
(1960), resultan más significativos. Su larga y prolifica carrera (Ladera Este; 1969;
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Vuelta, 1976; árbol adentro, 1987) fue coronada con la obtención del Nobel de
Literatura en 1990.
Un género poético original hispanoamericano que surgió en este período es el de
la poesía de tema afrocaribeño, de la mano sobre todo del poeta cubano Nicolás
Guillén: Sóngoro cosongo (1931), de carácter folclorista, con ritmo de danza
afrocubana; en West Indies, Ltd. (1934) donde denunció las ínfimas condiciones de
vida de los negros cubanos con acentos antiimperialistas. También en Cuba
destacó la figura de José Lezama Lima, creador de una poesía hermética y barroca.
La lírica interior
La poesía lírica, interior y sensible, enfocada a la expresión de sentimientos
amorosos, también alcanzó grandes cimas en este período gracias sobre todo a la
obra de varias mujeres, como la uruguaya Juana de Ibarbourou, la chilena Gabriela
Mistral y la argentina Alfonsina Storni.
Gabriela Mistral se convirtió en 1945 en el primer premio Nobel de Literatura
hispanoamericano. Su poesía, sincera y tierna, intensamente humana, se separa
del retoricismo y emplea provincialismos y vulgarismos en su afán de dotar de
autenticidad al lenguaje.
• La prosa y el teatro
En cuanto a la prosa no experimentó transformaciones tan tajantes como la poesía.
Se cultivó el relato subjetivo y preciosista, pero el peso fundamental recayó sobre
la novela realista y naturalista, enriquecida por la novela psicológica introducida
por influencia de autores franceses e ingleses, y por la renovación modernista del
lenguaje.
En teatro merece destacarse la fundación del Teatro del Pueblo en Buenos Aires en
1931 por Leónidas Barletta, entre cuyos integrantes descolló Roberto Arlt por su
originalidad, que mezcla en sus obras lo fantástico con la farsa y lo grotesco.
La novela de la revolución
En México surgió la novela centrada temáticamente en la revolución, iniciada por
Mariano Azuela (Los de abajo, 1916) y al que siguió Martín Luis Guzmán (La
sombra del caudillo, 1930). Al venezolano Rómulo Gallegosse debe Doña Bárbara
(1929), que relata la vida, áspera y brutal en una hacienda de la sabana.
También son muy destacables las figuras del argentino Ricardo Güiraldes (Don
Segundo Sombra, 1926), que retomó el tema del gaucho; del colombiano José
Eustasio Rivera (La vorágine, 1924), y del uruguayo Horacio Quiroga (Cuentos de
la selva, 1918). La vida en la selva es la temática central de estos dos últimos.
La novela indigenista
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Un género idiosincrático dentro de la corriente comprometida fue la literatura
indigenista. Escrita por criollos y mestizos, pretendía poner de manifiesto las
infrahumanas condiciones de explotación y marginación de los indígenas del
continente con el tremendismo propio de la estética naturalista. Floreció
fundamentalmente en los países con mayor porcentaje de población india,
paralelamente al indigenismo político y antropológico, esto es, en México,
Guatemala, Perú, Ecuador y Bolivia. Cabe diferenciar dos etapas:
— Indigenismo (1919-1950): En la que se aborda al indio desde una
perspectiva básicamente socioeconómica influida por el marxismo. El nativo
interesa como clase explotada, sin indagar en su psicología y universo
cultural. La novela seminal es Raza de bronce (1919), del boliviano Alcides
Arguedas. En la zona andina fue fundamental la influencia del pensador
marxista peruano José Carlos Mariátegui, y el problema indio se relacionó
con la posesión de la tierra, como en Huasipungo (1934), del ecuatoriano
Jorge Icaza, y en El mundo es ancho y ajeno (1941), del peruano Ciro
Alegría. En México, la narrativa indigenista, condicionada por la ideología
de la revolución, surgió durante el gobierno de Lázaro Cárdenas, y fue
inaugurada por El indio (1935), de Gregorio López y Fuentes.
— Neoindigenismo: A partir de la década de 1950 se trataba de ir más allá
de los problemas sociales del indio para adentrarse en su visión del mundo
como en Los ríos profundos (1959) y Todas las sangres (1965), del peruano
José María Arguedas, o en Oficio de Tinieblas (1962), de la mexicana
Rosario Castellanos.
Miguel ángel Asturias
La figura más sobresaliente de la primera mitad del s. XX, cultivador de la novela
pero también de otros géneros, entre ellos la poesía y el teatro, es el guatemalteco
Miguel ángel Asturias. En la colección de relatos Leyendas de Guatemala (1933)
presentó el mundo de los mayas. En El señor Presidente (1946), obra en que se
mezcla la influencia del surrealismo y del esperpento de Valle-Inclán,
especialmente de Tirano Banderas, describió un país imaginario explotado por un
dictador, y en Hombres de maíz (1949), el enfrentamiento de los indios y los
criollos.
Desde el boom hasta la actualidad
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La década de los sesenta marcó un hito en el devenir de la literatura
hispanoamericana. El surgimiento de una serie de autores de talento, el ascenso en
Europa y América de un público lector de clase media, el relativo agotamiento de
ideas que presentaba la literatura en las metrópolis –desde donde procedían
siempre las vanguardias literarias–, la preocupación mundial por el desarrollo del
Tercer Mundo, muy particularmente por América Latina, así como el proceso
cubano como experimento autónomo antiimperialista, fueron factores que
manejados de forma inteligente por las casas editoriales y los agentes de
escritores, desembocaron en el llamado boom de la década de 1960. Este
emergente movimiento literario de América Latina se comprometió,
mayoritariamente, con las causas libertarias, democráticas y antidictatoriales y
también contra el imperialismo de EUA.
El éxito fue protagonizado fundamentalmente por la narrativa y por el enfoque del
realismo mágico, la última aportación original de Latinoamérica a la literatura
universal. El símbolo de este boom es el colombiano Gabriel García Márquez y su
obra Cien años de soledad, publicada en 1967, aunque existen muchos autores y
obras anteriores a esa fecha que se han vinculado al fenómeno: el guatemalteco
Miguel ángel Asturias, el cubano Alejo Carpentier, el mexicano Juan Rulfo o el
argentino Julio Cortázar, ya estaban consagrados como escritores pero no eran
ampliamente conocidos, lo que solo ocurrió a partir de la década de 1960. El boom
vino refrendado por la concesión de varios premios Nobel: Asturias (1967), Neruda
(1971), García Márquez (1982) y Octavio Paz (1990).
• El realismo mágico
El término realismo mágico define una tendencia bastante extendida en la
narrativa hispanoamericana desde 1950: el interés en mostrar lo irreal o extraño
como algo común y cotidiano. La estrategia del escritor consiste en sugerir un
clima sobrenatural sin apartarse de lo natural. Lo maravilloso no es algo fuera de
lo normal sino natural. Lo insólito deja de ser lo desconocido para incorporarse a lo
real. A fin de introducir el elemento mágico en la realidad se recurre a las
impresionantes dimensiones de la naturaleza americana, a una cierta cosmovisión,
creencias y leyendas de origen indígena o afroamericano, y al mismo acervo de
imágenes, metáforas y símbolos creados por el modernismo y la subsiguiente
revolución estética del lenguaje hispanoamericano en el s. XX.
Escritores como Asturias pueden considerarse precursores de esta tendencia, pero
el patriarca del realismo mágico fue, sin duda, el cubano Alejo Carpentier, que lo
utilizó para describir el mundo maravilloso de las Antillas. La prosa de Carpentier
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está entre las más eruditas de la literatura en lengua española contemporánea,
caracterizada por un léxico barroco prodigiosamente extenso. El reino de este
mundo (1949) describe la naturaleza antillana, y El siglo de las luces (1962) narra
la historia de un comerciante antillano que implanta en la isla de Guadalupe las
ideas de la revolución francesa. En Colombia, Gabriel García Márquez es el otro
gran nombre del realismo mágico, con obras que se ambientan en Macondo,
población imaginaria situada en el Caribe colombiano: La hojarasca (1955), Los
funerales de Mamá Grande (1962), culminan en Cien años de soledad (1967), su
obra maestra. Más joven es el peruano Mario Vargas Llosa, que introduce los
ambientes urbanos en La ciudad y los perros (1962) y en Conversación en La
Catedral (1969) o describe el mundo de los milenarismos sudamericanos en La
guerra del fin del mundo (1981).
• Otras tendencias
Otro de los géneros cultivado de forma profunda y excelente, precedente al
realismo mágico, es la literatura fantástica. Destacan en este sentido los escritores
argentinos, cuyas producciones se remontan ya a la década de 1940: Jorge Luis
Borges, con Ficciones (1944) y El Aleph (1949); Adolfo Bioy Casares, con La
invención de Morel (1940), y Julio Cortázar, con los cuentos de Bestiario (1951) y
su novela Rayuela (1963).
Otros escritores han renovado la literatura hispanoamericana introduciendo en ella
algunas de las técnicas literarias surgidas en otros países. En México, Juan Rulfo
aplicó las técnicas de introspección psicológica de William Faulkner en El llano en
llamas (1953) y Pedro Páramo (1955); Carlos Fuentes también siguió al
estadounidense en La muerte de Artemio Cruz (1962).
• La literatura contemporánea
Entre los autores contemporáneos cabría citar a los chilenos Jorge Edwards (El
inútil de la familia, 2005), José Donoso, cuyo ensayo Historia personal del boom
(1972) analiza este fenómeno literario, Isabel Allende (La casa de los espíritus
1978; Hija de la fortuna, 1999; Mi país inventado, 2002), y Antonio Skármeta, cuya
novela Ardiente Paciencia (1985), toma al Neruda del exilio como protagonista; en
Perú, Alfredo Bryce Echenique (Permiso para sentir (Antimemorias), 2005); en
Colombia, álvaro Mutis (Ilona llega con la lluvia, 1987; Tríptico de mar y tierra,
1993); en México, Laura Esquivel (Como agua para chocolate, 1989), Elena
Poniatowska (La flor de lis, 1988) y ángeles Mastretta (Arráncame la vida, 1991;
Mujeres de ojos grandes, 2001); en Paraguay, Augusto Roa Bastos (Yo, el supremo,
1974); en Venezuela, Arturo Uslar Pietri, cultivador de la novela histórica sobre la
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época de la independencia; en Cuba, los opositores al castrismo Reinaldo Arenas y
Guillermo Cabrera Infante (Tres tristes tigres, 1967; Ella cantaba boleros; 1996);
en Argentina, Ernesto Sábato (Sobre héroes y tumbas, 1961; Antes del fin, 1996), y
en Uruguay, Juan Carlos Onetti (El astillero, 1961), y sobre todo, Mario Benedetti,
que adquirió trascendencia internacional con La tregua (1960), pero cuya vasta
producción literaria abarca todos los géneros y le convierte en uno de los grandes
de la literatura latinoamericana (Canciones del más acá, 2000; El mundo que
respiro, 2001).
La escritora cubana Zoé Valdés,
exiliada en París, se ha
distinguido por su militancia
anticastrista. En la primavera de
2003 fue galardonada con el
premio Fernando Lara de novela
por Lobas de mar.
Los nuevos temas y las realidades de la sociedad hispanoamericana urbana,
cosmopolita y posmoderna, no muy distinta a la europea, se ven reflejadas en El
beso de la mujer araña (1976), del argentino Manuel Puig, autor asimismo de
Boquitas pintadas (1969) y Los ojos de Greta Garbo (1993) entre otras, o No se lo
digas a nadie (1994) y La mujer de mi hermano (2002), de Jaime Bayly, que
introducen temas como la homosexualidad o las drogas. Junto a éstos cabría añadir
los nombres de la argentina Marcela Serrano (Hasta siempre, Mujercitas, 2004); la
cubana Zoé Valdés (Te di la vida entera, 1996 o Lobas de mar, 2003), el argentino
Alan Pauls (El pasado, 2003) o los mexicanos Jorge Volpi (Un viaje a Patmos,
2000), Carmen Boullosa (La otra mano de Lepanto, 2005), Ignacio Padilla (Espiral
de artillería, 2003) y Sergio Pitol (El mago de Viena, 2005).