literatura ecuatoriana del siglo xx
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UTPL
LITERATURA DEL SI
ISAAC J. BARRERA
LEOPOLDO BENITES VINUEZA
BENJAMÍN CARRIÓN
GABRIEL CEVALLOS GARCÍA
AURELIO ESPINOSA PÓUT
G O N ZA LO ZALDUMBIDE
BIBLIOTECA B/ÍSICA DE AUTORES ECUATORIANOS
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Los autores que comparecen
en este volumen represen-tan las diversas tendencias que tuvo la prosa ensayística
ecuatoriana durante la pri-
mera mitad del siglo XX. Gonzalo Zaldumbide, Benja-
mín Carrión, Isaac J. Barre-
ra y Aurelio Espinosa Pólit
(nacidos entre 1884 y 1889) pertenecieron a la primera
vertiente de aquella genera-
ción ecuatoriana que empe-
zó a influir a partir de 1914.
En cambio, Leopoldo Beni
tes y Gabriel Cevallos García
(nacidos entre 1899 y 1914)
formaron parte del grupo
generacional más joven, el
cual se manifestó a partir de
1929. Sin embargo, más allá
de convivir una misma expe-
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UTPLUNIYIRÍIDAO TÉCNICA PARTICULAR DI LOJA
Literatura del siglo XX(VII)
B1BIIOTEC \ B VSK A
1)F AUTORES ECUATORIANOS
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BIBLIOTECA BÁSICADE AUTORES ECUATORIANOS
Univers idad T écn i ca Pa r t ic u l a r de Lo ja
Proyecto editorial de la u t p l (2015)
Literatura del siglo XX (VII)Primera edición 2015ISBN de la Colección: 978-9942-08-773-7ISBN-978-9942-08-771-3
Comit é de hono r u t pl :
José Barbosa Corbacho M. Id. Santiago Acosta M. Id. Gabriel García TorresRector Vicerrector Secretario General
A u t o r í a y d i r e c c i ón g e n e r a l :
Juan ValdanoMiembro de número de la Academia Ecuatoriana de la Lengua y miembro correspondiente de la Real Española
Coo rd i n a c i ón:
Francisco Proaño ArandiMiembro de número de la Academia Ecuatoriana de la Lengua
y miembro correspondiente de la Real EspañolaR evis ión de t e x t o s :
Pamela Lalama QuinterosD iseño y d i a g ramac i ón:
Ernesto Proaño VinuezaInves t i g a c i ón y a s e so r í a en diseño g r á f i c o :
Departamento de Marketing de la u t p l , sede LojaDi g it a l i za c ión de t e x t o s :
Pablo Tacuri (u t p l , sede Loja)
Impresió n y en cu ad e rna c i ón: e d il o j a O j l Ltda.
URL: http://autoresecuatorianos.utpl.edu.ee/
Loja, Ecuador, 2015
http://autoresecuatorianos.utpl.edu.ee/http://autoresecuatorianos.utpl.edu.ee/
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Literatura del siglo XX
Isaac J. Barrera
Leopoldo Benites VinuezaBenjamín Carrión
Gabriel Cevallos García Aurelio Espinosa Pólit
Gonzalo Zaldumbide
Estudios introductorios:Juan Valdano
Francisco Proaño Arandi
Aclaración: En la presente edición se conservó la
versión original de los textos literarios seleccionados.
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In d i c e
Is a a c J. B a r r e r a
Sobre el autor 11
H i s t o r i a d e l a l i t e r a t u r a e c u a t o r i a n a
Capítulo XVIII. Fray G aspar de Villarroel / 15
Capítulo XXII / 29
L e o po l d o B e n i t e s V i n u e z a
Sobre el autor 39
A manera de prólogo
(De Los argonauta s de la selva) / 43
Una encrucijada de la geografía
(De Ecuador: drama y paradoja) / 53
B e n j a m í n C a r r i ó n
Sobre el autor / 67
Anocheció en la mitad del día
(De Atahuallpa) / 71
Pablo Palacio
(De M apa de A m érica) / 78
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índice
G a b r i e l C e v a l l o s G a r c í a
Sobre el autor / 95
Cervantes y el ser en sí (Fragm ento) / 101
A u r e l i o E s p i n o s a P ó l i t
Sobre el autor / 129
Cuarta clase. Tres campos de educación literaria
(De D ieciocho cla ses de Literatura) / 135
Capítulo séptimo. Originalidad romana
(De Virgilio: el po eta y su m isión prov iden cial) / 139
G o n z a l o Z a l d u m b i d e
Sobre el autor / 147
Panoram a de la literatura h ispano-am ericana / 151
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Isaac J. Barrera
No t a b io g r á f ic a
Historiador, periodista y crítico de literatura ecuatoriana.
Nació en Otavalo el 4 de febrero de 1884. Desde 1934
colaboró como editorialista v crítico de la literatura en
las páginas de diario El Comercio de Quito. Por muchos años fue
profesor de Literatura en el Colegio Mejía. Fue subsecretario de
Gobierno en la administración del presidente Isidro Ayora y di-
putado y senador por Imbabura en varias ocasiones, así como
miembro de número de la Academia Ecuatoriana de la Lengua.
En 1915, el historiador y arzobispo, Federico González Suárez, le
invitó a que formara parte de la Sociedad de Estudios Históricos
Americanos, institución que, luego, pasó a ser la Academia
Ecuatoriana de Historia. El periodista Manuel de J. Real emitió
el siguiente juicio sobre Isaac J. Barrera:
La cultura fue el quehacer, la pasión, la vocación de Barrera, dedicado aella con plenitud de entrega y con fecunda cosecha. El culto a la letra im-presa lo acompañó todas sus horas, dejando una de las bibliotecas másricas del país. Lo más hermoso de esta noble adhesión es que Barrera fueun autodidacta, un hijo de su propio esfuerzo, de sus largas y ambiciosaslecturas. Un hombre hecho a sí mismo1.
Ensayista erudito, crítico ecuánime y justiciero, gran lector de excepcio-
nal memoria. Su obra grande es la Historia de la literatura ecuatoriana y su mejor momento el año 1944, en que la comenzó a editar, de allí enadelante vino la declinación natural a todo ser humano, pues ya no dio
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nada de tanto interés y penetración. [...] Falleció el 29 de Junio de 1970de 86 años, a causa de insuficiencia cardiaca y vejez. Fue un gran tra
bajador de la cultura y un sujeto de excepcionales prendas personales, verdaderamente ejemplar2.
O b r a
Isaac J. Barrera ñie un fecundo ensayista; sus obras se relacio
nan con la historia, la cultura, el arte y la literatura de Ecuador
e Hispanoamérica. De entre ellas, destacamos las siguientes:
Rocafuerte: Estudio histórico biográfico (1911); Quito colonial,
siglo xvin, comienzos del siglo XIX (1922); Estudios de literatu-
ra castellana: el Siglo de Oro (1935); Literatura hispanoame-
ricana (1935); Los grandes maestros de la literatura universal
(1935); Historia de la literatura ecuatoriana (1954); De nuestra
América; hombres y cosas de la República del Ecuador (1956);
Ensayo de interpretación histórica; introducción a los aconteci-mientos del 10 de Agosto de 1809 (1959); Del vivir, reflexiones
de juventud (1972); Epistolario a Isaac J. Barrera. Recolección
postuma (1981). De todas estas obras, aquella que dio mayor re
nombre a su autor es, sin duda, su Historia de la literatura ecua-
toriana, publicada en cuatro tomos.
V a l o r a c ió n
El crítico literario Antonio Sacoto ha hecho un certero balance
del aporte de Isaac J. Barrera en el ámbito de la historiografía
literaria. En su opinión:
Barrera, más que creador es investigador y crítico. Su labor investiga-tiva ha sido incansable, a pesar de trabajar en un medio que carece derecursos adecuados para el conocimiento del devenir histórico literario
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Isaac J. Barrera
del país. Para valorar su trabajo en su justa dimensión habría que tener en mente que como antecedentes de esta obra solo se encuentran el
Ensayo sobre literatura ecuatoriana de Pablo Herrera (1860) y Ojeada históricocrítica sobre la poesía ecuatoriana desde la época más remo-ta hasta nuestros días, de Mera (1868). Las dos del siglo XIX. De estose desprende que su radical importancia consiste en ser la primera verdadera historia de la literatura ecuatoriana; además, la primera con unmarcado afán didáctico y que ha hecho amplio uso de la investigación.
Barrera amplía y renueva los anteriores estudios sobre literatura ecua
toriana; hace un buen sondeo sobre la época colonial estableciendonombres claves como el de Gaspar de Villarroel, Juan Bautista Aguirre,Jacinto de Evia y otros. Emite juicios consagratorios en referencia aEspejo, el padre Juan de Velasco, Mejía, Mera, Montalvo y otros. Si bienes verdad que desde una perspectiva actual, la historia carece de algunoselementos de la disciplina, tales como una bibliografía al final o citas delas fuentes, en su época recibió el elogio unánime: Gonzalo Zaldumbidela reseña y reconoce su valor; Augusto Arias la comenta muy positivamente y Aurelio Espinosa Pólit dice al respecto que es «la consagración
de toda una existencia»3.
JV
N o t a s :
’ Manuel de J. Real. Rebelión contra el olvido, pág. 116.
2 Pérez Pimentel, Rodolfo. Disponible en www.diccionariobiográficoecuador.com
3Sacoto, Antonio. «El ensayo y la crítica literaria en el Ecuador». En Historia de las literaturas del Ecuador, Literaturas de la República 19251960, Vol.
V. Quito: Universidad Andina Simón Bolívar/Corporación Editora Nacional,2007. págs. 252-253.
B ib l i o g r a f í a s o b r e e l a u t o r :
Arias, Augusto. Panorama de la literatura ecuatoriana. Quito: El Comercio,1946, págs. 231-234.
Pareja Diezcanseco, Alfredo. «El ensayo en la literatura ecuatoriana actual». EnCuadernos americanos, n.° 4. México, julio-agosto de 1957.
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Literatura del siglo x x
Sacoto, Antonio. «El ensayo y la crítica literaria en el Ecuador». En Historia
de las literaturas del Ecuador, Literaturas de la República 1925-1960, Vol.
V. Quito: Universidad Andina Simón Bolívar/Corporación Editora Nacional,
2007. págs. 252-253.
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Historia de la literatura 1
(Fragmentos)
Capítulo XVIII
Fray Gaspar de Villarroel2
La suerte ha querido que la literatura ecuatoriana abriera
las páginas de su historia con el nombre de un escritor de
verdad. Hemos visto cómo la expresión literaria se mos-
traba con timidez en escritos de escaso valor, y es asombroso por
lo mismo, encontrarse de pronto con una figura de extraordina-
rias dimensiones, que toma puesto holgado y de honor en toda laliteratura continental. Fray Gaspar de Villarroel es la representa-
ción de una época cultural, aquella en que se establece el equili-
brio administrativo en las agitadas Colonias. Son las ordenanzas
reales y los privilegios eclesiásticos los que encuentran doctrina
abundante en los libros de este ilustre quiteño.
La literatura ecuatoriana tiene que vanagloriarse de contar en
su haber la obra de este admirable escritor, porque fue en Quitoen donde nació, aun cuando la educación superior la obtuvo en
un centro de mayor importancia social, como el de Lima. En esa
América en formación, que era todavía el siglo x v i i , los hombres
recorrían las regiones descubiertas y las otras que guardaban
el secreto de misteriosas riquezas, emprendiendo en múltiples
aventuras.
Además, la organización de los Virreinatos fijaba por anticipado
el hito de varias empresas. La fama del Peni atraía a muchos
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españoles de otros establecimientos y a los criollos ambiciosos
que buscaban centro propicio para hacer la demostración de susmerecimientos. Y era así como se trasvasaban los hombres de
Norte a Sur, en busca de fortuna o de ocasión para sobresalir y
ganar provecho.
Los padres de Villarroel permanecieron por más de tres años en
la ciudad de Quito. El 3 de octubre de 1588, los vecinos de Pas-
to conferían poder al abogado de la Real Audiencia, Licenciado
Gaspar de Villarroel y Coruña, para efectuar gestiones ante el Ca- bildo de esta ciudad, con el fin de procurar el establecimiento,
en Pasto, de un convento de monjas de la Concepción. No puede
precisarse el tiempo que tardó el matrimonio en seguir a Lima, la
capital que podía prometer fortuna a quienes en ella trabajaran
con talento y decisión. Como había estado en Santa Fe, vino a
Quito, pasó a Lima y al Cuzco para avecindarse definitivamente
en la capital del Virreinato del Perú. El P. Rubén Vargas Ugarte,S. J., anota en el interesante estudio que dedicó al quiteño Villa-
rroel, que el Licenciado hizo oficio de Relator de la Audiencia de
Quito, por espacio de tres años. En este lapso nació el escritor,
quien lo recordará con cariño, con el amor que se guarda para
el lugar de nacimiento, circunstancia decisiva en la vida de todo
hombre.
La importancia de la obra de Villarroel ha hecho que se ocuparanen estudiar a esta notable figura varios escritores antiguos y mo-
dernos. Los cronistas de la orden agustiniana reunieron valiosos
documentos sobre Villarroel. Historiadores y eruditos chilenos;
historiadores del Perú, y escritores ecuatorianos nos han deja-
do estudios de gran consideración y de los cuales tenemos que
aprovechar los datos que nos permitan reconstruir la vida y los
hechos de este notable ingenio.
Además, Villarroel se ha cuidado de referirnos circunstancias de
su vida. La anécdota toma el carácter de ejemplo y se constituye
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en confidencia que nos hace penetrar en la vida de ese tiempo
y en el pensamiento del escritor. Los últimos años de Villarroel
serán los menos conocidos, acaso porque al dejar la pluma, cesó
de consignar la anécdota que lo conservaba viviente para la
posteridad.
A cinco estudios principales tenemos que referirnos para tratar
de este escritor ecuatoriano, y que son los compuestos por Pa-
blo Herrera, el P. Nicolás Concetti, Honorato Vásquez, Gonzalo
Zaldumbide y el citado jesuita P. Vargas Ugarte. Ellos nos dancuanto podíamos necesitar para trazar los contornos de esta ad-
mirable figura: el dato biográfico, la bibliografía de las obras que
escribió Villarroel, la exégesis de sus libros y la apreciación críti-
ca de su literatura.
Cuando Fr. Bernardo Torres, cronista agustiniano de la Provin-
cia del Perú pidió a Villarroel datos acerca de su vida, el Obispo
contestó desde Arequipa, en 8 de agosto de 1654, lo siguiente:«Nací en Quito, en una casa pobre, sin tener mi madre un pañal
en que envolverme, porque se había ido mi padre a España». Por
datos de escritores contemporáneos a Villarroel se había fijado el
año de 1587 como el del nacimiento de este escritor ecuatoriano,
si bien el último estudio del P. Vargas Ugarte induce a la duda
respecto de la fecha, que habría que fijar más bien hacia el año de
1590, para concordar con la de regreso de España del padre delescritor y la afirmación hecha por este mismo cuando escribía:
«entróme fraile muy niño». Villarroel entró en la Orden de San
Agustín en 1607 y profesó el 6 de octubre del año siguiente. De
nacer en 1587 no se habría creído muy niño a la edad de más de
veintiún años.
El escritor era hijo del Licenciado Gaspar de Villarroel y Coruña,
natural de la ciudad de Guatemala y de Ana Ordóñez de Cárdenas, venezolana. ¿Por qué azares de la fortuna llegó a Quito este ma-
trimonio? Se sabe por lo consignado en el Gobierno Eclesiástico
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Pacífico, que residía en Bogotá en 1583; lo encontramos después
en Quito y luego en el Perú. ¿Iba buscando tierra dónde acomo-
darse? ¿Fue la intención establecerse en Quito o en alguna de las
ciudades de este Reino? Ya hemos leído en la carta de Villarroel al
P. Torres el señalamiento del lugar en que vino al mundo el escri-
tor. Nació en Quito; pero esta denominación, para entonces, no
precisaba el lugar, porque con el nombre de Quito se designaba a
toda la Provincia, es decir, a todo el Reino, como con la denomi-
nación de Perú se comprendieron todas las Provincias que que-
daban bajo su jurisdicción, y así también la de Quito.
Si hemos de creer a Fr. Bernardo Torres, a Ascaray y a Pablo He-
rrera, Villarroel nació en la ciudad de Quito; pero si se ha de dar
crédito a Fr. Francisco de Loyola de Vergara, que fue quien pro-
nunció la oración fúnebre del escritor, el lugar de nacimiento se-
ría el de Riobamba, cosa igual que aseveraron Peralta, el autor de
Lima Fundada, otros cronistas agustinianos y también Alcedo.
Por supuesto que tampoco faltó quien hiciera nacer a Villarroel
en Lima; equivocación muy explicable por cierto, dados los nexos
que guardó durante toda su vida con la capital peruana.
En alguna historia de la literatura ecuatoriana se asegura que Vi-
llarroel nació en Alangasí, sin que haya sido posible hallar nin-
guna comprobación, pues en la parroquia expresada, el libro más
antiguo del archivo parroquial alcanza solamente al año de 1667;esto es, mucho tiempo posterior al que suponemos debe corres-
ponder el del nacimiento según todas las hipótesis. El P. Vargas
Ugarte opina que, mientras no se pruebe lo contrario, habrá que
considerarse a Quito como la ciudad de nacimiento de Villarroel.
«En Quito tratamos de encontrar su partida bautismal, pero,
desgraciadamente, en la parroquia del Sagrario de la Catedral ni
en la de Santa Bárbara, que son las más antiguas de la ciudad, seconservan libros parroquiales de esa época».3
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A medida que van publicándose noticias biográficas referentes a
este ilustre escritor de la Colonia hay que rectificar criterios quese habían mantenido antes de ahora. No fue casual el nacimiento
de Villarroel en Quito desde el momento que se sabe que el Licen-
ciado, su padre, ejerció el oficio de Relator de esta Audiencia por
el tiempo de tres años.4 De Quito se trasladó la familia al Cuzco
y solamente aparece en Lima a fines de 1596 con la solicitud pre-
sentada al claustro de San Marcos para obtener la exoneración
del pago de la mitad de las propinas para graduarse en Cánones.
En la solicitud se consigna otro dato relacionado con la familia
del escritor. Fueron siete hermanos: tres mujeres y cuatro varo-
nes. En 1608, dos de estos hermanos eran ya religiosos de Santo
Domingo y de San Francisco. Gaspar entró en la Orden de San
Agustín en 1607, poco después del fallecimiento de su madre, y
profesó el 6 de octubre de 1608.
El Licenciado Villarroel fue uno de los mayores letrados que se
vieron en las Indias, si se ha de creer a su hijo. También fue poe-
ta y han quedado varias composiciones que escribió para que se
publicaran como introducción de libros de poetas célebres de la
corte de Lima. Tenía nobles y valiosos entronques. Era pariente
del Arzobispo de Bogotá, Fr. Luis Zapata de Cárdenas. Pero la
mala suerte le persiguió por todas partes; y después de que hubo
llegado a Lima, la meta de su ambición tal vez, tuvo que acogersea la Iglesia, como tantos desesperados de ese tiempo. En 1608 se
le encuentra en Lima, viudo ya, ordenado de Evangelio y aten-
diendo al mantenimiento de sus siete hijos.
Según Ascaray, Villarroel debió pasar su primera infancia en
la ciudad de Quito y educarse en el Seminario de San Luis, aun
cuando el mismo Villarroel nos ha dejado un dato al respecto. En
carta que dirigió al Pontífice romano, dice que tuvo ocasión de
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ver a Santo Toribio, Arzobispo de Lima, cuando niño le llevaron
para que lo confirmara. Lo siguió viendo después cuando adulto ypudo darse cuenta de las virtudes de ese Prelado. No debió ser de
muy corta edad cuando conservó el recuerdo de la confirmación.
¿En qué tiempo fue llevado a Lima? En todo caso parece que la
familia sólo se asentó en la capital peruana, después de la perma-
nencia en el Cuzco; esto es, a fines de 1596, lo que daría 6 años
para la época de la confirmación, sin indicarse ni así la edad que
tenía cuando la familia se trasladó al Perú. Se pueden fijar, con
alguna seguridad, dos fechas, la de 1590 en que la familia se en-
contraba en Quito, en donde nacía el escritor, y la de 1596 en que
el Licenciado presenta su solicitud al Claustro de San Marcos de
Lima, en la que se encuentra el dato de que fueron siete los hijos
que tuvo el pobre licenciado, quien abrazó el estado eclesiástico
y continuó ejerciendo la abogacía para mantener a su numerosa
familia. De estos siete hijos, tres eran mujeres, la mayor carada al
tiempo de la solicitud y las otras dos de siete y diez años de edad.
De los varones dos eran religiosos, de Santo Domingo y de San
Francisco. Datos posteriores nos hacen saber que sólo dos hijos
se casaron; los demás se hicieron religiosos o clérigos.
Villarroel es el escritor que con más frecuencia acude a sus re-
cuerdos y siembra sus escritos de notas autobiográficas. Así sa-
bemos, por su propia confesión, que cuando niño era muy bonito y que como a tal le criaron con poco castigo. Sabemos así mismo
que concurrió al real Colegio de San Martín de Lima, que formó
parte de la brillante juventud intelectual que por entonces residía
en la ciudad de los Reyes, que ya era conocido como prosista de
grandes bríos y como hombre de facundia ordenada y profun-
da, y que, además, componía poesías al par de los poetas Mexía,
Montes de Oca, Oña y otros, amigos y compañeros de su padre.
Menos de veinte años tenía cuando en 1607 ingresó en el insti-
tuto agustiniano de Lima. En sus libros se encuentran frecuentes
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y desenfadadas alusiones a la época del noviciado, que duró un
año, ya que en 1608 pronunció los votos solemnes.Desde mozo, el adolescente de figura seductora, cobró fama de
inteligente e instruido. «Aunque estudié mucho, dice, supe me-
nos de lo que de mí juzgaron otros». Es la verdad que desde los
primeros momentos fue considerado como hombre de vasta pre-
paración en las letras y en la ciencia teológica. Constante en el es-
tudio, iba hirviendo el ingenio al calor de la juventud y se estaba
espumando ya, según sus propias expresiones, para emprenderen los serios trabajos en que lo vamos a encontrar muy pronto.
En su primera juventud de religioso dictó clases de teología es-
colástica y expositiva, y desempeñó los cargos de Prior, Vicario
Provincial en Lima y en el Cuzco, en tanto preparaba ya las nu-
merosas obras que le producirían fama y que le ocuparían toda la
vida, mientras obtenía el grado de Doctor en Teología en la Uni-
versidad de San Marcos, disputando para ello sobre cuestiones
quodlebíticas, escolásticas y positivas.
Además de gran escritor, fue orador elocuente y los primeros
triunfos obtuvo con el poder de su elocuencia. Desde los comien-
zos de su labor religiosa, adquirió celebridad con sus sermones.
Tenía las condiciones exigidas a un orador; figura agradable,
ademán elegante, voz sonora y persuasiva, que iba matizándoseal calor de los sentimientos, para conmover, excitar y sosegar,
para producir admiración o dolor, para ganarse a las multitudes.
El famoso Solórzano Pereira asistió a un sermón predicado por
Villarroel. Cuando llegó a su casa, impresionado por el fervor
oratorio del fraile, exclamó: «Más quisiera predicar como Villa-
rroel, que ser Oidor». Hay que recordar que Solórzano, además
de Oidor, era también formidable orador, que lo mismo hablaba
en romance como en latín, y que llegó a los más altos puestos,
como miembro del Consejo de Hacienda, de Indias y de Castilla.
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Fue escritor excelente y notable jurisconsulto. De entre sus mu
chas obras hay que nombrar especialmente la Política Indiana.
La fama de sus estudios y de su predicación proporcionó a Villa-
rroel la simpatía del Reformador General Fray Pedro de la Ma-
driz quien lo eligió para su compañero y secretario en la visita
que hizo a la Provincia. Este primer paso iba a conducirlo por los
caminos de la consideración y de la fama, que lo llevaron a los
más altos puestos y honores. Escribirá, después: «Mis padres me
llevaron a Lima, mi ambición a España». En efecto, después dedesempeñar el Priorato en el Cuzco, fue elegido Procurador en
la corte española. «Tuve oficios en que me puso no la santidad
sino la solicitud», escribiría el fraile, como una modesta excusa
de sus triunfos. El P. Concetti asegura que era de uso en la época
colonial que las Provincias enviaran a la Metrópoli a sus mejores
sujetos.
He aquí, pues, cumplida la primera etapa de la vida de este granfraile, cuya fama iba a crecer y cuya obra sería de tanta conside
ración en todos los centros de cultura de España y de América.
Ya tenemos a Villarroel en España. Se iniciaba un movimien
to contrario al tan común de ese tiempo: en lugar de buscar en
América la fortuna, iríase a solicitarla en España. A España vol
vían de Flandes los capitanes que iban a pedir mercedes al Rey
por los servicios prestados; a España iban los descendientes de
los Incas o de los reyes indios despojados, a pretender una in
demnización. El viaje de Villarroel tenía otro carácter: un hijo de
aquellos conquistadores españoles regresaba a la Madre Patria,
no en busca de reconocimiento, sino a conquistarla. Nuevo éxodo
que se repetirá muchas veces a lo largo de la historia.
En España le precedía la fama de ser perulero y también la desus aptitudes reconocidas de escritor y de orador sagrado. Los
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Isaac J. Barrera
ricos Oidores de Lima escribirían para favorecer la pretensión
del joven criollo, y los jesuitas a fuer de agradecidos, no dejaronde recomendar a Villarroel a la atención de sus hermanos de co-
munidad por el brillantísimo discurso que pronunciara en Lima
en honor de San Ignacio.
Este viaje a España da lugar a una disquisición histórica: en la Se-
rie cronológica de los varones ilustres que ha producido la Uni-
versidad pública y nacional del Angélico doctor Santo Tomás
de Aquino, etc., se encuentra el dato de que Villarroel, Obispo de
Santiago de Chile y Arzobispo de Charcas, se graduó de Doctor
en esa Universidad quiteña, el año de 1630. De ser efectivo el
dato, el doctorado no pudo concederse sino cuando Villarroel se
dirigió a España, lo que indicaría un profundo amor por la tierra
de su nacimiento. Por desgracia, su obra es demasiado explícita
acerca de estos puntos: en primer lugar no es del todo proba-
ble que para irse a España hubiera optado por la vía del Norte,antes bien se cree que lo hizo por Buenos Aires, acompañando
al Visitador Madriz; y esta creencia encuentra apoyo en las no-
ticias consignadas en las propias obras de Villarroel, cuando da
a entender que estuvo en Paraguay, Tucumán y Buenos Aires.
Respecto del recuerdo de la tierra de su nacimiento, Villarroel
cuando se encuentra en Chile suspira por Lima, con la nostalgia
de un desterrado, porque Lima encierra para él todo el recuerdode su niñez y de su juventud.
Por lo demás, hay para creer también que de Buenos Aires pasó a
Lisboa, en donde se detuvo para publicar el tomo primero de sus
Comentarios, dificultades y discursos literales y místicos sobre
los Evangelios de la Cuaresma. Esta obra, publicada en 1631, es
ya la clara demostración de sus grandes conocimientos y de sus buenas letras.
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Esta era la primera obra que publicaba al visitar Europa. Años
antes, y como preparación de su viaje, había enviado tres volú-
menes sobre los Evangelios de la Cuaresma, que no pudieron pu-
blicarse por no haber llegado a España. En el prólogo de esta pu-
blicación de Lisboa, escribe: «heme expuesto a ellos por algunos
motivos de consideración, y el que solo fue presuroso a que me
apresurase, fue haber robado Olandeses, una nao en que remi-
tía un tanto de aquestos libros, y no saber qué fortuna corrieron
ellos, que a ser verdad que los rasgaron herejes, será presagio de
felicidad, que, cuando comienzo a servir a la Iglesia, blasfemen
mis escritos enemigos de la fe».
Además ya corría en los círculos religiosos y literarios de España el
sermón predicado en Lima con ocasión de haber sido canonizado
San Ignacio de Loyola. El Sermón se había publicado en Sevilla
en 1626 y se publicaba también en Lisboa este mismo año de
1631. El sermón debió valerle el reconocimiento de los jesuítasespañoles, quienes lo demostraren así cuando en 1634 Villarroel
estuvo en Sevilla. Los jesuítas le dedicaron un acto científico y
literario, replicado en la ciudad de Córdoba, «como pudiera un
maestro en Salamanca».
No era extraño, pues, que, con tales antecedentes, el recibimien-
to que se le dispensara en la Corte fuera proporcionado a los mé-
ritos, aquilatados con la acogida que se dio al libro publicado en
Lisboa, que preparó el mismo buen éxito para el segundo tomo
que se publicaría en Madrid y para el tercero que se imprimiría
en Sevilla. La edición se agotaba y andaba preparándose ya una
nueva, nos cuenta el escrito: «Compuse unos librillos, juzgando
que cada uno había de ser un escalón para subir».
Pero el mejor agente de triunfo era su elocuencia. Como oradorpiensa el escritor y como orador procede. Cuando escribe sus li-
bros de madurez, aquellos que da principio en España, lo hace
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hurtando el tiempo al pùlpito y porque sus comentarios son
apetecidos por los predicadores para utilizarlos en los sermones
vespertinos. Y como orador continúa su fortuna en Madrid, en
donde los cortesanos del Rey le conceden su amistad, desde el
Conde-Duque de Olivares, el Conde del Castillo, Presidente del
Consejo Supremo de Indias, hasta los otros grandes señores y
aún los mejores teólogos, como el insigne Melchor Cano5. El Pre
sidente del Consejo de Indias le pidió cierto día que predicase en
el Convento de Constantinopla, y después de escuchar al criollo
se entusiasmó tanto que ordenó se le llevara en su coche hasta elconvento de San Felipe en que moraba Villarroel. Y luego tomó a
su cargo al predicador para protegerlo y honrarlo, consiguiendo
primero que se le nombrara predicador del Rey, notable distin
ción para un criollo, y, luego, Obispo de Santiago.
Mientras se complacía en cosechar laureles como orador, su
pluma seguía infatigable, «porque el escribir ha sido en mí una
tentación continuada desde mi tierna edad». En España escribió
y publicó un voluminoso libro sobre los Jueces, mientras conti
nuaba editando las otras obras que había llevado escritas desde
América, y planeaba ya las demás que escribiría después. En el
libro de los Jueces anunciaba las Dominicas y Fiestas de los San-
tos, «en que no tiene trabajado poco».
La ambición lo había llevado a España; la ambición lo devolvería a América. Después de una permanencia en España de cerca
de ocho años, resolvió aceptar el Obispado de Santiago. «Fui tan
vano, escribía más tarde, que para no aceptar el obispado no bas
tó conmigo el ejemplo de cuatro frailes agustinos, que, electos
en aquella circunstancia, no quisieron aceptar. Ninguno de éstos
quiso ser Obispo, y sólo yo aconsejado de mi poca edad y apadri
nando mi ambición la corta experiencia del tamaño de la carga,
me eché al hombro un peso con que castigado gimo». No era tan
poca la edad que entonces tenía Villarroel.
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Y ya le tenemos otra vez en América, seguido de su fiel amigo y
compañero el P. Luis de Lagos, sobre quien y sobre cuya amistad
habría para escribir un capítulo especial. Al regreso llevó la ruta
de Cartagena y Panamá.
Lima era la ciudad de su juventud, de sus primeros triunfos, de
sus mejores amigos, y la recepción que entonces hizo al flamante
Obispo fue entusiasta y cariñosa. Las autoridades civiles y ecle
siásticas lo honraron como merecía.
Se conserva el recuerdo de dos célebres visitas efectuadas por Vi-
llarroel. Visitó al Virrey, que era el Conde de Chinchón. Cuando
el Virrey supo que se acercaba a su casa Villarroel, puso dos caba
lleros para que lo esperasen al pie de la escalera, y lo recibió casi
a la puerta de la primera sala.
El Obispo tomó asiento en silla igual a la del Virrey. La conversa
ción fue cordial y amistosa.
Recibida la consagración, Villarroel volvio en visita de despedida
al palacio del Virrey, quien correspondió la cortesía al prelado.
De esta visita del Virrey ha quedado una interesante huella en el
Gobierno Eclesiástico:
«Hízome un discreto preámbulo como paladeándome el gusto
para darme un consejo. Cargó la mano en alabarme mucho, comoel diestro barbero que antes de picar con la lanceta, la trae por el
brazo. Tanto amarga en el mundo un buen consejo que le pare
ció al Virrey que era bien almibararlo, siendo de tanta importan
cia uno que me traía. Díjome que en España ya eran conocidas
mis letras, que el Supremo Consejo me había visto en el púlpito,
que mis escritos andaban impresos, y a esto añadió otros favores
como captando la benevolencia del oyente: «Yo soy ya, me dijo,
gobernador viejo: V. S. está en España conocido por las partidas
todas referidas; lo que no se puede saber es si sabrá gobernar.
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Y así quiero darle un consejo brevísimo, en que se cifra toda la
razón de estado que cabe en un buen gobierno: no lo vea todo,
ni lo entienda todo, ni lo castigue todo. He procurado seguir este
consejo y débole a él toda la paz que he gozado».
El consejo del Virrey llegaba a su tiempo, porque consagrado Vi-
llarroel en 1638 se disponía a marchar a su lejano Obispado. San
tiago era entonces el pequeño centro de una Audiencia alborota
da. La guerra con los indios de Arauco obligaba al mantenimiento
de un ejército permanente que llegó a un estado de escandalosadesmoralización con la soldadesca desenfrenada: «Hemos visto,
escribe Villarroel, en este reino matar los soldados a un indivi
duo sólo por quitarle un caballo que han de vender por un peso y
despedazar a una india por robarle una manta». Las autoridades
civiles tenían necesariamente que escogerse entre gente capaz de
imponerse en ese medio y así se explican los continuos rozamien
tos que se producían entre las altaneras autoridades civiles y las
eclesiásticas. El antecesor de Villarroel mantuvo una enconada
disputa, a consecuencia de la cual abandonó el Obispado, sin ob
tener licencia del Papa ni del rey, y se marchó a España, echando
pestes contra la Audiencia, después de haberse conseguido un
itinerario para no tocar con Oidores en el camino.
En esta situación llegaba Villarroel. Pero el Obispo no era una
persona común; le llevaba ante todo el impulso de conquistargloria, y tenía después un acopio de meditaciones que se adelan
taron en el trabajo que lo esperaba: había analizado cuidadosa
mente su caso y lo había resuelto satisfactoriamente. Iba con la
confianza en el triunfo y no le importaba que sus amigos consi
deraran a Santiago como un lugar de destierro. «Triste cosa será,
le escribía en 1646 el Dr. Nicolás de Polanco de Santillana: morir
en esta Libia desterrados de nuestra patria en ajeno sepulcro».
Villarroel llevaría la paz y la concordia, impulsaría el progreso y
sentaría un ejemplo destinado a fructificar.
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Y así resultó, en efecto. Las antiguas rencillas desaparecieron;
dejaron de producirse los ruidosos litigios por cuestiones de
competencia, y se estableció la mejor armonía entre las autorida-
des. Del esfuerzo que hizo entonces para asentar la concordia en
ese medio hostil y tan poco preparado a las soluciones pacíficas,
saldría su gran obra, la que iba a ser el depósito de su experiencia
y de su vastísimo saber. El resto lo ganarían su palabra elegante
y su elocuencia convincente.
El patronato ejercido por los Reyes españoles en la iglesia católi-ca era causa para que en América, sobre todo, tuviera tal exten-
sión que fuera motivo para innumerables abusos de parte de las
autoridades civiles, que en todo acto de la autoridad eclesiástica
querían mantener lo que hoy diríamos el «control», a fin de que
los derechos de S. M. no resultaran lesionados en lo más mínimo.
De allí provenían los frecuentes disgustos entre los Oidores y los
Obispos. Establecer el equilibrio con el conocimiento justo delderecho de cada uno y con el examen de los infinitos casos que en
el gobierno de América podían suscitarse, es lo que se propuso
Villarroel con su gran obra Gobierno Eclesiástico Pacífico, obra
que para transigir con el mal gusto de la época lleva también el
título de Concordia y Unión de los dos Cuchillos, título, por lo
demás, de un simbolismo fácil de comprender.
El Marqués de Baides, Presidente de la Audiencia de Chile, contodo de ser uno de los soldados de la época y de aquel país, no
pudo menos de reconocer los beneficios del comportamiento
de Villarroel y de la obra que escribiera en corroboración de su
conducta.
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Capítulo XXII6
En tanto la vida de la Audiencia corría con desesperantetristeza y languidez. Las industrias y el comercio, confia-
dos en manos mercenarias, no prosperaban como era de
desearse. Las autoridades españolas desempeñaban sus puestos
con miras al provecho solamente, y no cuidaban por la prospe
ridad general, contentándose con aquello que pudiera ser de be
neficio inmediato. Sin embargo, no faltaron hombres decididos
que trataron de buscar otros horizontes y que marcharon atraídos por el ruido del mundo, aventurándose a trazar rutas hacia el
océano y caminos para Esmeraldas y Manabí.
Pero el esfuerzo inaudito que tal empresa requería era dominado,
si no por el influjo de intereses contrapuestos, por la llegada
de los piratas holandeses, franceses e ingleses que entraban a
sangre y fuego por las desarmadas e indefensas poblaciones
del Nuevo Mundo, y que, para vengar rivalidades políticasde los reyes europeos, recorrían estos mares con patentes de
corso concedidas por esos monarcas desaprensivos. El robo,
el asesinato y mil infamias más quedaban autorizados pol
los reyes, quienes encubrían sus crímenes con el engaño de
perseguir aspiraciones nacionales y justas. Guayaquil, que supo
defenderse heroicamente contra esos inicuos asaltos, vio su
ciudad convertida en ruinas, una y otra vez, robadas sus riquezas,muertos sus hombres. Pero si el pirata traía la desolación, dejaba
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también una inquietud que se infiltraba en el alma del criollo:
había algo más que España y los reyes españoles, y había otros
monarcas tal vez más poderosos.
Los cuadros de desolación y ruina se alteraban a la llegada de
un nuevo Presidente o de otro Obispo. El Presidente era por lo
regular un hombre de letras y de leyes, pero aquí se olvidaba de
todo su saber para ejercer despóticamente la autoridad con que se
encontraba investido. Los Oidores, lejos de administrar justicia,
se dedicaban a servir la causa de sus propios intereses y de susodios. Los Obispos, por buenos que fueran, tenían que enfrentarse
contra la abierta rebelión del clero, y contra la insolencia y la
relajación de los frailes. Continuamente la sociedad era turbada
por los escándalos de los grandes señores.
La religiosidad tomó caracteres típicos en nuestra tierra: el es-
cándalo de un convento no servia sino para dividir en bandos a la
población; la estricta significación moral de los acontecimientospasaba inadvertida y la grandeza de la doctrina cristiana se re-
flejaba tan sólo en la pasión intolerante y en la devoción al culto
externo. El pecado tomaba figuras especiales de candorosidad o
hipocresía; se abominaba de cuanto podía parecer pecaminoso.
Era la apariencia la que se condenaba, no el pecado mismo.
Cuando el Obispo Ribera quiso establecer la cortesana costumbre
de la capital del Virreinato, y celebró el matrimonio de una sobrina
suya haciendo representar comedias en el Palacio Episcopal,
la sociedad se escandalizó, y no fue suficiente la autoridad del
Prelado para considerar como buena esa manifestación de
cultura: el teatro había sido condenado por sabios religiosos y
era suficiente para huir de las representaciones como de las
causas más temibles para entrar en pecado. El teatro ha sido
perseguido hasta en los tiempos modernos por la Iglesia católica,no obstante de quedarnos el testimonio de que buenos cristianos
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de aquellos tiempos dejaron el ejemplo del respeto que tenían
para con el arte dramático. Hemos visto cómo Villarroel quisofestejar en Lima su consagración al Obispado de Santiago con la
representación de comedias. La comedia era en la fastuosidad de
la corte virreinal un elemento de cultura y de elegancia, una actitud
desenfadada ante la vida, que no podían aceptarla quienes vivían
con el escándalo del pecado diario y con el martirio placentero
de la consideración de la muerte. En México y en Lima prosperó
el teatro porque se trató de emular con la vieja corte española.
En nuestra Audiencia, el teatro hubiera sido un lujo demasiado
complicado para aquellos tiempos. Tardarán muchos años hasta
que la comedia sea un número de fiesta importante y pomposa.
En la época a la que nos estamos refiriendo los espectáculos
principales constituían las solemnidades religiosas, el traslado
del sello real, los toros, las cañas y las iluminaciones. También
se promovían sucesos impresionantes que ponían en conmocióna las clases sociales. Un día llegaba el inquisidor Mañozca a
poner en un puño al Presidente, a los orgullosos Oidores y a los
frailes desaforados. En otro, la sociedad se dividía en dos bandos
que tomaban parte, uno por el Obispo, y otro, por los frailes de
alguna comunidad. ¿Qué había sucedido? Poca cosa. Los frailes
penetraban en la clausura de las monjas contra toda prescripción
canónica c inquietaban el celo del Obispo, quien trataba de poner
orden en el escándalo. Pero los frailes se sometían difícilmente
y antes reclamaban el auxilio de sus adeptos comprendidos en
la circunscripción del barrio en que el convento se levantaba
como una fortaleza. Los habitantes de ese barrio respondían al
llamamiento, mientras la sociedad sensata apoyaba al Pastor.
Otra vez, el pueblo se agolpaba ante las puertas de un monasterio
en el cual los gemidos de las monjas delataban que los frailes las
estaban azotando cruelmente. Esa es la materia del Tomo rv dela Historia de González Suárez, quien por su misma condición
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de escritor religioso empleaba toda severidad al referir cosas
tocantes al mundo eclesiástico de ese tiempo. También pudo y
debió su minucia histórica contamos las escandalosas aventuras
del donjuanesco Presidente Morga, quien dejaba a su esposa
instalada ante una mesa de juego para salir de trapicheo y
recorrer, bien envuelto en su capa, en la pañosa, por las calles
tortuosas de Quito, por las mismas calles que durante el día
paseaba airoso en el primer coche llegado a esta ciudad.
Pero en medio de los escándalos clericales existían ciertamen-te sólidos ejemplares de virtud. La religiosidad intransigente, se
aplacaba en el sentimiento de personas que se apartaban y huían
del mundo para buscar los deliquios espirituales que condujeran
a esos seres atormentados, pero llenos de amor divino, a la con-
templación. Los monasterios no siempre estuvieron concurridos
por religiosos devotos, pero algunos de ellos se recluían en su
celda y se entregaban a la penitencia y a la oración. El mundo an-daba revuelto; pero también había quienes no participaban de la
preocupación material para dedicarse enteramente y con el ma-
yor fervor al cotidiano enaltecimiento del espíritu.
El mundo religioso de ese tiempo está representado por varias
figuras de diverso valor y significado. El fraile relajado era
producto de la época; pero en veces el extravío hallaba fin y
arrepentimiento ante el desasosiego de la conciencia que lollevaba hasta la visión sancionadora. Entonces la antigua vida se
transformaba y el fervor para el pecado se convertía en fervor
para el arrepentimiento. El fraile se retiraba a una ermita, pasaba
los días en oración y moría en olor de santidad. Este fue el caso
del célebre y legendario franciscano Almeida, cuya figura ha
popularizado la tradición. Fraile que pertenecía a su época y a los
escándalos de su tiempo, salía todas las noches del convento enque debía guardar clausura, y al hacerlo se servía de los hombros
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de un Cristo como de escalón. El Cristo era una de esas esculturas
de artistas atormentados, de faz severa y sanguinolenta, que seconserva aún en la sacristía de San Diego. Una noche, en que
el P. Almeida, como el estudiante de Salamanca asistirá a la
contemplación de su propio entierro, como el Tenorio con el
Convidado de piedra, oyó que el Cristo decía en el momento en
que saltaba por sobre su hombro llagado: —¿Hasta cuando, P.
Almeida? —Hasta la vuelta, Señor, dice la tradición que tuvo
alientos para responder el desenfadado parrandista. Vuelto el
fraile de su alucinación de dipsómano, sintió miedo del pecado yhorror de la muerte. Y se convirtió. Tal vez se sintió ya viejo.
Recluido en una miserable ermita, que también se conserv a has-
ta ahora, vivió mucho tiempo. Componía versos de encumbra-
do misticismo y escribía, para edificación de pecadores, las me-
morias de su vida; manuscrito precioso que no ha llegado hasta
nosotros. Al recorrer por los claustros del viejo convento de San
Diego, se encuentran estrofas escritas en grandes letras y en di-
versos sitios, y se piensa al leer esos versos que acaso pudieron
ser escritos por el fraile arrepentido. De todo lo que escribió no
se conserva sino una décima, de la cual se afirma que contiene un
pensamiento afín al del célebre soneto de autor desconocido: No
me mueve, mi Dios, para quererte
La décima del P. Almeida es la siguiente:
A Vos se deben, Señor,
por vuestro infinito ser,
todo amor, todo querer,
toda alabanza y honor.
iOh, si se hallara mi amor
en tan encumbrada esfera,que, sin que nada quisiera
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y sin que nada esperara,
a Vos, por Vos, os amara,a Vos, por Vos, os temiera!
Pero no siempre el afán místico fue obra de pecador arrepentido.
Infinidad de veces la plegaria religiosa brotaba con sinceridad
de los labios de los buenos cristianos, los cuales, olvidando a los
hombres poco escrupulosos en la observancia de la ley de Dios,
se consagraban a la oración con toda la fe. En estas almas piado-
sas el ascetismo era lo de menos, lo que importaba era el fondode puro y grande misticismo de que disponían para alimentar
sus aspiraciones a la gloria eterna. Sobre todo en los conventos
de mujeres se encuentran ejemplos preciosos de vírgenes con-
sagradas por entero al amor divino. Si hubo monjas turbadas en
su paz por el escándalo del mundo, hubo también las que vivían
entregadas a los goces espirituales. Seres exacerbados de pasión,
de espíritu enfermizo, de imaginación loca, que tenían visiones,que se mortificaban para domar la carne, que vivían encendidos
en la oración y confundidos en la fe. Muchas de estas religiosas
consignaron su fervor en versos sencillos y candorosos y escribie-
ron acerca de las apariciones con que las favoreció su Dios.
La primera religiosa ecuatoriana de la cual es necesario acordarse
al hablar de las manifestaciones literarias de la Colonia, es Teresa
de Ahumada, la hija del Tesorero de las Cajas Reales en Quito y hermano de la santa de Avila. Teresa de Ahumada nació en
Quito, en 1566. Muerta la madre, don Lorenzo de Cepeda, su
padre, la llevó a España y la entregó al cuidado de su hermana.
Tenía entonces la quiteña Teresa, nueve años solamente. Buena
edad para un aprendizaje provechoso. Su tía, la futura santa
española, amaba con predilección a esta sobrina que le llegaba
de las Indias, y sobre este amor y cariño escribió varias de lasmejores cartas de su epistolario. En una de ellas dice:
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«Llamóse al doctor Enríquez para lo de Teresica, que es uno de los me jores de la Compañía. Dice, que entre otras cosas que le enviaron delConcilio, declaradas de una junta que hicieron los cardenales para declararlas, fue ésta: que no puede dar hábito de menos de doce años; mascriarse en el monasterio sí. También lo ha dicho fray Baltazar el dominico. Ya ella está acá con hábito, que parece duende de casa, y su padre queno cabe de placer; y todas gustan mucho de ella; y tiene una condicion-cita como un ángel, y sabe entretener bien en las recreaciones, contandode los indios y de la mar, mejor que yo lo contara». Y en otra carta: «Atodas dicen las tray confusas de ver su perfección y la inclinación a ofi
cios bajos. Dice que no piensen que, por ser sobrina de la fundadora, lahan de tener en más, sino en menos».
Así se crió la hermosa quiteña, a la sombra de la gran santa y de la
gran escritora que fue Teresa de Cepeda y Ahumada. Marquina,
el poeta español de nuestros días, en La Alcaldesa de Pastrana
ha puesto en escena a la monja quiteña, de la cual hace decir a
Santa Teresa, que su sobrina, entre las monjas parecía
pan hecho de cereal,
tierno, blanco, limpio, lleno,
era el granito de sal
que lleva todo pan bueno.
El Dr. Manuel M. Pólit, Arzobispo de Quito, fue un notable te-
resiano; comentó la obra de la santa y publicó dos magníficos
estudios sobre los hermanos Cepedas y Ahumadas que vinieron a
América. Estos estudios están llenos de datos y referencias sobre
tan notable familia en sus relaciones con América y con la vida
de santa Teresa. Allí se copian varios testimonios de personas
que conocieron a la monja quiteña y que apreciaron su virtud y
su hermosura. Se transcriben declaraciones y cartas de la herma
na Teresa, quien siguió las huellas de su santa tía y trabajó con
el mayor empeño en la labor de las fundaciones. En uno de loslibros del Sr. Pólit se reproduce en facsímil una de sus últimas
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cartas dirigida a Tours, que nos la enseña humilde, discreta y de
cidida, sin embargo. Hay en esta carta muestras del casticismoprimoroso de la santa de Ávila.
No t a s :
1Tomado de Historia de la literatura ecuatoriana (1954).
2 En el original, figura la siguiente descripción al inicio del capítulo: Fr. Gaspar de Villarroel, su vida, sus obras. - El primero y más grande de los escritores de la Colonia. - Autores que se ocuparon en estudiar esta figura.
- Bibliografía.3Rubén Vargas Ugarte S. J. - El limo. D. Fray Gaspar de Villarroel - UniversidadCatólica del Perú - Instituto de Investigaciones Históricas. - Tomo I. N9 1. -Lima 1939. (Nota del Autor)
4 Un nuevo dato sobre el Licenciado se encuentra en el libro que el historiógrafo Sergio Elias Ortiz ha dedicado a la fundación del Monasterio de MonjasConcepcionistas de Pasto. En octubre de 1588, recibía el Licenciado Gasparde Villarroel y Coruña, Abogado de la Real Audiencia, poder para gestionar la
aprobación del Cabildo Eclesiástico de Quito para la fundación del convento deConcepsionistas en Pasto. (Nota del Autor)
5 «En Cádiz me visitó, escribía diez años después, con capa y muceta de sedael Sr. Maestro Cano, confesor que había sido del Infante Carlos y era frailedominico. —Gobierno Eclesiástico. (Nota del Autor)
6En el original, figura la siguiente descripción al inicio del capítulo: Inquietudes de la Audiencia. - Los piratas. - Desdén por el teatro. - Escándalos de frailes y monjas. - El P. Almeida. - Teresa de Ahumada. - Monjas videntes y profetisas.- Gertrudis de San Ildefonso. - La doncella santa, Mariana de Jesús. - Un
poeta espadachín, pintor y místico.
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Leopoldo Benites Vinueza
N o t a b io g r á f ic a
Ensayista, narrador, poeta, periodista y diplomático,
Leopoldo Benites Vinueza nace en Guayaquil el 17 de oc-
tubre de 1905 y fallece en la misma ciudad el 7 de marzo
de 1995. Sus estudios escolares y los iniciales de la secundaria los
realizó en Riobamba, ciudad a la que su padre, el doctor Leónidas
Benites Torres, se había trasladado para ejercer funciones admi-
nistrativas, entre ellas, las de gobernador de Chimborazo.
De regreso en Guayaquil y mientras prosigue sus estudios en
el Colegio Vicente Rocafuerte, evidencia su vocación literaria,
formando parte del grupo juvenil Los Hermes. Ejerce más tar-
de la docencia en el citado colegio y estudia jurisprudencia en la
Universidad de Guayaquil. La publicación, en 1927, de dos re-
latos cortos, La mala hora y El enemigo, lo constituyen en unprecursor del realismo social que cobrará fuerza a partir de 1930,
e incluso, en virtud del segundo de los relatos nombrados, de la
vertiente indigenista.
En 1935, comienza a colaborar en el diario El Universo con
el seudónimo de «Alsino». Su columna, «Hombres, hechos,
cosas», abordará temas políticos, económicos y sociales, cuyo
tratamiento, según señalará años después el propio escritor, le
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servirá para ir acumulando ideas y reflexiones que culminarán
en la redacción de uno de sus grandes ensayos: Ecuador: drama
y paradoja. En 1944, será designado diputado funcional por elperiodismo de la Costa a la Asamblea Nacional de ese año, y tres
años más tarde, en 1947, el presidente Carlos Julio Arosemena
Tola le designa como consejero de la Embajada en Bogotá,
iniciándose así una carrera diplomática que lo llevará a diversos
países: Uruguay, Argentina, Bolivia y a las Naciones Unidas, en
Nueva York. Desde 1960, Benites ejercerá como representante
permanente del Ecuador ante la organización mundial, en cuyoámbito cumplirá una brillante función que durará hasta 1973 y
que incluirá, entre otras instancias, la de haber sido presidente
de la Asamblea General de las Naciones Unidas en su XXVIII
período de sesiones.
En los años siguientes, Benites cumplirá diversas misiones inter-
nacionales, entre ellas, la de ser parte de la comisión de Naciones
Unidas encargada de investigar las violaciones a los derechos hu-manos por parte de la dictadura de Pinochet; delegado guberna-
mental para defender la posición ecuatoriana durante el conflicto
de Paquisha (1981); y embajador en México (1982).
O b r a l i t e r a r i a
Benites Vinueza cultivó fundamentalmente el ensayo, pero, como
se consignó más arriba, incursionó también en el relato sin que
persistiera en ello, por lo que algunos críticos lo han considerado
«un escritor devorado por la diplomacia». Fue también poeta y
pudo publicar su poesía en 1977, en el volumen Poemas de tres
tiempos, edición de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo
del Guayas. A más de La mala hora y El enemigo, se conoce otro
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Leopoldo Benites Vinueza
relato suyo: El dolor de no haber pecado, publicado también en
1927, en la revista Savia, de Guayaquil.
En lo referente al ensayo, cabe mencionar los siguientes: El zapa-
dor de la Colonia, estudio biográfico de Espejo, 1941; Los argo-
nautas de la selva, biografía novelada de Francisco de Orellana,
1945; Ecuador: drama y paradoja, 1950; Estudio introductorio
sobre Eugenio de Santa Cruz y Espejo, y José Mejía Lequerica, en
el volumen Precursores de la Colección Biblioteca Ecuatoriana
Mínima, 1960; Estudio introductorio a la obra Eugenio Espejo, reformador ecuatoriano de la Ilustración, de Philip L. Astuto,
1969; Francisco Eugenio Espejo, habitante de la noche (ensayos
sobre Espejo, Mejía y Montalvo), 1984.
J u i c i o c r í t i c o
Leopoldo Benites Vinueza es, sin duda, uno de los grandes ensa yistas, no solo del Ecuador, sino de América. A la profundidad de
sus reflexiones y a la vasta erudición que denota, une una fuerza
expresiva que delata, por sobre el rigor de las ideas, al gran escri
tor. Incluso, en una obra más bien de intención sociológica como
Ecuador: drama y paradoja, finalmente uno de sus atributos es
el soplo poético que transfigura muchas de sus páginas. En este
sentido, Benites inaugura, por una parte, una corriente ensayís-tica que se sustenta en la más rigurosa investigación y, al mismo
tiempo, reivindica el ensayo como una vertiente de la literatura,
es decir, de la expresión artística.
Algunos estudiosos conceptúan a Los argonautas de la selva,
como una verdadera novela: tal la articulación de su trama,
que no solo que revela la historia de la gesta descubridora del
gran río de las Amazonas, sino que se adentra en el interior de
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los personajes, enfrentados a la terrible y desproporcionada
realidad de la selva, a la que describe, por otro lado, en páginas
magistrales. Sus diversos ensayos forman parte, con razón, de
lo más significativo de la literatura ecuatoriana contemporánea.
FPA
B ib l io g r a f í a s o b r e e l a u t o r :
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A manera de prólogo
Los argonautas de la selva'
La Conquista es la más fascinante novela de caballería de
la Historia. El ímpetu primordial del españolismo no fue,
sin embargo, ni el afán de someter el suelo ni la llama de la
fe. No era el conquistador un colono amoroso. Lo que le arrastró
fue un despierto apetito de oro y de gloria, un afanoso deseo de
mando y una viva concupiscencia de poder.
Eran los días casi milagrosos en que el euro-africano de la His-
pania recién nacida descubría maravillado el mundo nuevo. Los
días del asombro para el hombre que venía de mesetas ásperas,
montañas berroqueñas, extensiones desérticas y vegas domesti
cadas por esfuerzos pacientes: el hombre de Castilla, de Extre
madura, de Asturias, de Galicia y de Andalucía, amamantado por
la necesidad y adoctrinado por el hambre.
El hombre de Hispania se sentía aplastado por el peso de fuerzas
demasiado grandes: las fuerzas cósmicas desatadas de un mundo
nuevo en el que las montañas tocan el cielo de nubes espesas y
de monte a monte cruza la palabra tronante de la tempestad; en
donde el agua de los deshielos galopa sobre las aristas desnudas
de las cordilleras en cataratas vertiginosas; en donde había flores
raras con pétalos de muerte, frutos dulces que traían el sueñodefinitivo y rígido, animales tan fantásticos como los dragones
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de las fábulas, ríos extensos que se arrastran entre la selva den
sa en donde la fina nube zumbadora sobre el pantano hirviente
trae la muerte bajo la forma del aguijón envenenado y la lanceta
urticante.
El conquistador sufría en las alturas vértigos al respirar un aire
ralo de serranía que le oprimía el pecho bajo la coraza. En la sel
va le perseguía la fiebre, se le hinchaban monstruosamente los
pies, se le cubría el cuerpo de bubas asquerosas y de verrugas
deformes.
Para responder a las llamadas de ese mundo exterior, tuvo que
renovar sus sentidos y formar nuevas imágenes. Crear un mundo
de conceptos míticos. Colón creyó que el Orinoco era el río que
bajaba del Paraíso Terrenal. Ponce de León buscó la fuente de
la eterna juventud. Y los hombres de Pizarra, mientras pasaban
los días cansinos de Panamá, fantaseaban acerca de un imperio
vasto que quedaba más allá del Birú o Pirú, en donde el oro abundaba como cosa vil.
Esa leyenda vaga fue al mismo tiempo norte y brújula de la an
danza hazañera. Les condujo sobre mares tropicales dramatiza
dos por tempestades. Les hizo soportar el hambre en las soleda
des de la Gorgona y de la Isla del Gallo. Les hizo pelear en gru
pos pequeños contra muchedumbres prietas. Y así avanzaron de
cabo en cabo y de bahía en bahía hasta las tierras meridionales
de Tumbes que formaban parte del imperio quiteño de Atabaliba
o Atahuallpa, el último Inca del Tahuantinsuyu.
Francisco de Orellana, junto con los hombres de la mesnada de
Pizarro, vio apagarse el sol del Incario en las brumas de Caxa-
marca, teñidas de sangre. Mozo demasiado tierno para ser te
nido en cuenta por su deudo Francisco Pizarra, tomó parte, sinembargo, «en las conquistas de Lima é de Trujillo é Cuzco é se
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guimientos del Inga». Vio la matanza sin piedad, bendecida por
las manos ungidas» de óleo sagrado de Fray Vicente Valverde yel asesinato del Inca. Y vio llegar las cargas de oro para llenar un
aposento hasta la altura de un hombre con los brazos alzados y
para adormecer la conciencia cristiana de los conquistadores.
El tesoro no alcanzó a llegar en su totalidad. Setenta mil cargas
de oro, cada una de las cuales tenía el peso de una arroba espa
ñola, quedaron guardadas en las tierras de Quito. Lo suficiente
para hacer perder el reposo a los aventureros cuya filocrisia fueuna borrachera sin despertar y para empujarlos a la crueldad:
Calicuchima, de la dinastía imperial, fue quemado vivo, fueron
quemados todos los indios que no supieron dar razón del tesoro,
escondido quizás en los Llanganatis de la niebla y el espanto.
En ese ambiente bárbaro y sangriento nació la leyenda. Un in
dio capturado por Luis de Daza en la heredad pre-incaica de los
Pansaleos había contado que hacia el Oriente existía un lago azul
de aguas tranquilas en el que los indios arrojaban sus ofrendas y
que, junto a ese lago, vivía un cacique: el cacique Dorado, monar
ca fantástico que solía bañar su cuerpo en goma suave y espolvo
rearlo de oro.
Otra leyenda nació en Caxamarca, la «tierra del frío» empapada
de sangre india: el Inca Atahuallpa había regalado a FranciscoPizarro un puñado de olorosas flores de ishpingo, raras flores de
perfume penetrante con las que sazonaban los nativos sus co
midas y que habían sido traídas como presente por un indio de
las más remotas comarcas de Oriente, una selva vasta, perpetua
mente verde y recorrida por ríos sin fin.
Esas flores de ishpingo afiebraron, junto con la leyenda de El
Dorado, las mentes hispanas: era la canela, la riqueza morena yodorante de la especiería. Y si el oro encendía la imaginación de
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los aventureros, las especias ejercieron también una fascinación
irresistible sobre sus mentes apasionadas. Por buscar especias
habían ido los españoles y portugueses de tumbo en tumbo hasta
las playas lejanas en donde la soledad tiene palabras de espuma.
Por buscar especias fue Colón en pos de las Islas del Poniente y se
encontró con un continente tendido entre los mares. Por buscar
especias filé Magallanes con sus cinco naves dejando en torno del
mundo un cinturón de espumas.
El puñado de flores de ishpingo dado por el Inca al Conquistador y la leyenda del Cacique Dorado puesta en circulación por
el indígena de Cuntinamarca, al narrar la fábula a Luis de Daza,
pusieron desasosegados a los españoles.
Los Incas mismos no habían permanecido indiferentes a la ten
tación de esas selváticas tierras de Oriente pobladas de hombres
desnudos y de anímales fantásticos. Se contaba que Huaynaca-
pac, el rutilante Alejandro del Incario, bajó a esas comarcas boscosas. Una india vieja, bautizada por los españoles con el nombre
de Isabel Huachay, solía narrar a los españoles de la villa de San
Francisco de Quito la aventura estupenda del viaje del Inca. Con
taba mama Huachay de las selvas húmedas, de los tigres feroces,
de las serpientes venenosas y del oro que extrajeron con sus tac-
llas y sus coas los incanos, relucientes pepitas de oro del tamaño
de las semillas de la calabaza.
Otra leyenda decía que el infortunado Atahuallpa, el último mo
narca del Tahuantinsuyu, había enviado sus capitanes, después
de la batalla de Tumibamba, para someter a los indios de las re
giones de Maspa, Cosanga y Coca.
Las leyendas del oro y la canela ejercieron su acción seductora
sobre la mente de los primeros conquistadores. Por buscar el orollegó a estas tierras de Quito el Adelantado Sebastián Moyano,
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nativo de Belalcázar. Por buscar el oro vino desde las tierras sep
tentrionales el Adelantado don Pedro de Alvarado. Por buscarel oro vino don Diego de Almagro hasta el país ecuatorial de losSchvris.
Sebastián Moyano de Belalcázar se dejó seducir por las leyen
das casi en los mismos momentos en que peleaba palmo a palmo
por el territorio de los Schyris con el héroe aborigen Rumiñahui
quien, en espectacular momento de grandeza bárbara, ordenara
sacar la piel del débil Quillascacha, príncipe de la sangre, y hacercon ella un tambor para llamar a la rebelión.
Al mando de Pedro de Añasco envió cuarenta jinetes que se aven
turaron por las tierras de los quillasingas en pos del vellocino
fantasma. Otro Capitán, Juan de Ampudia, también al servicio de
Belalcázar, le siguió por los fragosos caminos de las cordilleras.
Frustrada la tentativa, no faltaron otras, inútiles también.Rodrigo Núñez de Bonilla, Tesorero de Campaña y Repartidor
de Velas y Comidas en la Conquista del Perú, entró al país de la
Canela en 1540, como teniente de Gobernador de las ilimitadas
comarcas de Macas y Pumallacta.
Las noticias vagas y las consejas repetidas fueron tejiéndose más
seductoras mientras más confusas. Había peligros descomunales
y habitaban allí seres fantásticos. Se hablaba de tribus de mujeres
guerreras: las Huarmi Aucas, como las nombraban en el dulce
quechua de las serranías, a las que los hispanos, con vagas evo
caciones renacentistas, impregnadas de helenismo, comenzaron
a llamar Las Amazonas. Se contaba de iscay-uyas, hombres de
dos caras, y de los sacha-runas que en la sencilla mitología del
Incario equivalían a los sátiros capricantes de la Hélade. Una
leyenda, que se hacía ascender hasta los tiempos fabulosos deTupac-Yupanqui, contaba de unos indios cuzqueños que en el
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camino verde de los bosques orientales encontraron tal cantidad
de tigres feroces que hubo de obligarles la necesidad a vivir en las
copas de los árboles como los simios chillones.
Las noticias más concretas provenían de un hidalgo montañés:
Gonzalo Díaz de Pineda, nacido en las rispidas serranías de las
Asturias de Oviedo. Nombrado Teniente de Gobernador de Qui-
to, mientras Belalcázar bregaba en el territorio de los Pastos,
sintió la tentación de la leyenda. Equipó su tropa con los esca-
sos ocho mil pesos de que disponía y, ante la expectación de los vecinos, salió una mañana con cuarenta y cinco jinetes, treinta
arcabuceros y diez ballesteros, haciendo ondear al viento, en las
manos del Alférez Gonzalo Herrera de Zalamea, la bandera ne-
gra con una cruz escarlata de lado a lado, distintivo del hidalgo
montañés.
El camino elegido por Díaz de Pineda fue el que recorre las altu-
ras heladas de Papallacta y las soledades inhóspitas de Huamaní.Días enteros pasaron caminando bajo la lluvia persistente y las
nieblas acumuladas como un velo de misterio. Noches enteras
oyendo el grito bárbaro de los vientos cordilleranos. Y siempre
sin encontrar otra cosa que la soledad sin límites, las espadañas
cortantes, los pajonales desolados.
La aventura del hidalgo asturiano fracasó. La selva derrotó al
hombre que retomó con nostalgia de jungla en la mirada; perola obsesión de El Dorado y la Canela persistió latente y ocupó los
ocios de los conquistadores como un espejismo mágico.
Un fermentar de odios estalló en tanto en las tierras de la Con-
quista. Pizarro y Almagro, que tantas veces echaron mano de las
buidas espadas antes de emprender la aventura, no se miraban
bien. Almagro se creía pospuesto por las ambiciones de Pizarro
debido a las ventajas obtenidas por aquél en las Capitulaciones
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con el Rey. Creció la tensión entre los conquistadores al par que
crecía el descontento entre los indios. La rebelión indiana estallóal fin. Pizarro lanzó su llamada de auxilio y acudieron del norte
y del sur las mesnadas aventureras. Mas, tan pronto como había
terminado la matanza de indios, ya se batían los hombres blan-
cos en la dura guerra de Las Salinas que acabó con la vida de
Almagro.
Gonzalo Pizarro, el más joven de los hermanos del Marqués
Gobernador, comenzaba a soñar con un reino propio para los
hombres de su estirpe que habían conquistado las tierras sola-
res de Tahuantinsuyu. Crecían las ambiciones y las pasiones se
desataron. Era la influencia del mundo nuevo sobre los nervios
deshechos, la neurosis violenta del desarraigado hispánico en el
mundo perturbador que había conquistado.
Francisco Pizarro comprendió que era necesario dar trabajo a lasmanos y ocupación a las mentes. Cortó con la espada pedazos de
territorios para darlos a sus hombres. Y en el reparto no pudo
evitar la voz de la ternura.
La ternura de este hombre desarraigado y sin hogar era Gonzalo,
su hermano menor, mozo arrogante y firme, de ancha ambición,
decidido, enérgico y resuelto. Para él señaló el mejor de sus rei-
nos. Y de acuerdo con las Capitulaciones Reales, que le autori-
zaban para formar gobernaciones autónomas, le dió el Reino de
los Quitus que había sido independiente antes de la conquista
incaica. Le señaló como separado de la Gobernación del Perú, el
territorio que iba por el norte hasta los Pastos, por el sur hasta
Tumbes, que por el oeste tenía como límite el Pacífico rumoroso
y por el este no tenía límite sino todo lo que descubriere y poblare
en el incógnito país de los Quixos y la Canela.
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Quito, convertido en Gobernación independiente iniciaría la con-
quista del Oriente.Una inquietud dominante hizo avanzar a Gonzalo Pizarro por pá-
ramos y valles hasta la villa de San Francisco de Quito que le es-
peraba. Temía que Díaz de Pineda se le adelantara a la conquista.
Y tan pronto como llegó, el Iode diciembre de 1540, en ceremonia
solemne ante el Cabildo, leyó la renuncia que el Marqués Gober-
nador del Perú don Francisco Pizarro hacía en su persona y tomó
posesión de su nueva Gobernación.
De inmediato, procedió a organizar la expedición. Para impedir
los celos de Gonzalo Díaz de Pineda, le dio vastas encomiendas
en Nambí y Mindo con los pueblos indianos de Nigua y Pelegasi y
el señorío sobre los caciques Topo y Quicán. Convino en nombrar
Teniente de Gobernador de Quito a Pedro de Puelles, con cuya
hija estuvo casado Pineda. Y comenzó a organizar la expedición.
Dificultades innumerables empezaron a surgir. El Cabildo —que
ya desde sus orígenes fue la encarnación de la libre voluntad del
pueblo— se opuso a que Gonzalo tratara a los indios como bestias
a las que amarraba y encerraba en el fondo de sucios galpones.
Faltaban víveres y hubo que recurrir a todos los medios para ob-
tenerlos. Faltaban hombres y armas. Pero todo lo venció con su
voluntad tesonera y su tozudo carácter proclive a la crueldad. Al fin, en los primeros días de marzo de 1541, comenzó a salir de
la tranquila villa de San Francisco de Quito la caravana de la sel-
va. Extraña caravana formada por piaras de cerdos en torno de
los cuales ladraban los perros amaestrados y de llamas lindas, de
cuellos gráciles, que llevaban pequeñas cargas sobre los lomos:
cinco mil cerdos lustrosos e innumerables llamas. Y otras bestias
más: los indios cargados de fardos y cadenas.
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El viaje por las ásperas serranías tuvo episodios de intenso dra-
matismo. En el páramo de Papallacta se quedaron adormecidospor el frío más de cien indios: sueño definitivo de muerte que
llega dulcemente a paralizar el corazón agitado por la altura. En
la ruta sin senderos, rodaron los caballos hacia precipicios abis-
males. Y siempre la hostilidad de la naturaleza y del hombre.
La selva, tentadora desde las alturas, era el infierno. Allí había el
calor sofocante, la humedad agobiadora, los mosquitos de lance-
tas crueles, las serpientes de colmillos de muerte. Allí había ríosque crecen de repente arrastrando hombres y bestias; animales
desconocidos. Y había el indio...
El selvícola no era manso como el indio de las serranías. La selva
educa al hombre para la libertad. Actúa como fuerza centrífuga.
Afianza la personalidad en el peligro. Prepara al hombre para la
astucia y la astucia le enseña a tener amplia confianza en sus pro-
pios medios. Es cazador o pescador, hombre errátil y sin hábitos
metódicos. El selvícola no puede adaptarse a la obediencia. Y pe-
lea hasta morir.
Por eso las huestes de Pizarro al avanzar hacia el país de la Ca-
nela encontraron en la selva trampas aleves y lanzas diestramen-
te manejadas. Una guerra continua, muy distinta de las amplias
maniobras de la llanura y de las cargas galopantes de los cen-tauros blancos, en que las espadas filudas encontraron prietas
muchedumbres apiñadas como la espiga bajo la hoz y las balas
hacían blanco infalible.
Hasta la naturaleza se opuso al paso. Durante el viaje la tierra
tembló con fiereza de bestia nerviosa. Se desplomaron masas de
roca y los ríos, al sentir sus cauces obstruidos, hicieron saltar sus
aguas encabritadas. Días enteros tembló la tierra. Días de pavor
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ante las fuerzas cósmicas desatadas. Noches sin sueño, largas y
desoladas de espanto.
Así vagaron por la selva. Sin ruta y sin mañana, antes de partir,
como una llamada de auxilio se había dirigido Pizarro a su pa-
riente Francisco de Orellana, Teniente de Gobernador de la ciu-
dad que él fundara con el nombre de Santiago de Guayaquil.
Se sabía que Orellana estaba avanzando. Que había trepado ya
los riscos occidentales de los Andes. Mientras tanto, Gonzalo Pi-zarro iba al encuentro de su destino.
N o t a :
' Benites Vinueza, Leopoldo. Argonautas de la selva. México, Fondo de Cultura
Económica, 1945).
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Una encrucijada de la geografia
Ecuador: drama y paradoja'
El Ecuador es un drama de la geografía. El factor geográfico
actúa en él con una intensidad primordial. No es sólo el
ambiente físico lo que determina de inmediato la existen-
cia ecuatoriana, sino lo geográfico en su sentido más extenso de
posición en el mundo.
Hasta su vago nombre está determinado por ese factor; Ecuador—nombre geométrico y geográfico— es una denominación posti-
za que nada significa en la tradición y que se debió a circunstan-
cias accidentales en vez de ser una denominación expresiva.
La tradición señalaba el nombre de Quito como el indicado para
expresar la nacionalidad de modo más arraigado en la concien-
cia del pueblo y con un sentido histórico más rico de contenidos. Antes de existir como República independiente, el Ecuador fue
Audiencia y Presidencia de Quito y más remotamente había for-
mado el Reino indio de Quito, si nos atenemos a la tradición un
tanto borrosa y controvertida de los Shyris. Sólo una fortuita cir-
cunstancia determinó la nominación: el haber dado el nombre de
Ecuador a un departamento de la Gran Colombia en las leyes de
división territorial de aquella unidad transitoria. Ni siquiera fue
a la totalidad del actual territorio ecuatoriano. Pero el país nació
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a la vida republicana con ese nombre que nada significaba en su
vida histórica ni en su leyenda nacional.
Su posición en el mundo —bajo la línea ecuatorial— no justificaba
la denominación. En cambio determinó un conjunto de hechos
que constituyen hasta ahora un sino que no ha sido posible vencer:
en el momento en que el mundo se hacía atlántico —saliendo de
la era mediterránea de la cultura— el Ecuador, situado sobre
el Pacífico, en el centro del continente demasiado vasto, quedó
fuera de las corrientes de la civilización.
El siglo XV inició con la conquista de las rutas oceánicas, el pro-
ceso de transculturación sobre el Atlántico. En el XVI fue el azul
Caribe el mar de la aventura. Tanteando sus costas, en busca del
camino hacia las Indias, partieron de ese mar los duros conquis-
tadores del norte, los de la epopeya de México, los hombres del
Darién y el Yucatán, lo mismo que los primeros aventureros es-
pañoles de la Florida. Explorando hacia el sur, los Yáñez Pinzón
y los Díaz de Solís avanzaron hasta el mar dulce de la Amazonia
y luego Magallanes abrazó la cintura de la tierra con un inmenso
cinturón de espumas.
Los litorales atlánticos ofrecían en el norte la ventaja de su mayor
proximidad a Europa y de sus anchas vías de penetración: los
ríos navegables. La colonización inglesa posterior no tuvo la pe-ripecia heroica que la aventura española: vencimiento de impe-
rios, conquista de altas mesetas, dominio de cordilleras ásperas,
sometimiento del trópico. Se extendió hacia el interior por ríos
apacibles. Se arraigó en una tierra propicia, de clima regulado
por estaciones, más blando a veces que el clima europeo.
Los litorales atlánticos del sur ofrecieron al aventurero español o
portugués una tierra rica, de especiería codiciada y de madera delBrasil. Hacia el sur del Pacífico se extendió solamente la masa de
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buscadores de metales. Cuando comenzó a vibrar la campana de
plata del Potosí, acudieron hacia allá los hombres de la aventura.
Se arraigaron en los lugares de riqueza minera: el Alto Perú, cuyo
nombre despertaba en la imaginación de esos hombres la idea de
lo fabuloso y de lo mítico. O se fijaron en los lugares en donde el
clima les ofrecía semejanza con la Europa añorada, como ocurrió
en el sur chileno.
Situado en un recodo del Pacífico, el Ecuador quedaba inacce
sible. Para llegar a él había que vencer la ardiente manigua delIstmo de Panamá. O que lanzarse por el Estrecho de Magallanes
a desafiar tempestades. Las oleadas migratorias tuvieron que irse
sedimentando en los lugares más fáciles y próximos. Las velas
impulsaban demasiado lentamente los barcos para permitir que
llegaran hasta ese lejano país de Quito los aventureros de la co
lonización.
Llegaron, sin embargo. En los primeros tiempos de la conquista,los atraía una leyenda. Contaban del tesoro perdido. Cuando el
Inca quiteño Atahuallpa, soberbio y maje