linchamiento mediático

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Linchamiento: el nuevo show del prime time La preocupante seguidilla de actos criminales, llamados y nombrados como linchamientos, ponen en debate una vez más la eficacia y poder simbólicos de los Medios de Comunicación: formación de sentido, contagio masivo y des- responsabilización subjetiva. Por Julián Agustín Ferreyra* Linchamientos, ¿eran los de antes…? En nuestra historia reciente los Medios de Comunicación masiva han difundido esporádicamente noticias nombradas como linchamientos: las más de las veces éstas se sucedían en barrios populares, teniendo como estereotipo -por su reiteración- el “escrache” violento a la vivienda de un supuesto violador o agresor del barrio. En muchos casos la violencia contra su vivienda era también seguida de algún tipo de violencia física que, también mayoritariamente, rápidamente era detenida por algún efectivo de seguridad que propiciaba su contención y eventual aprensión. Palabras como “indignación”. “impotencia” o “bronca” significaban estos actos; sentimientos producidos en general por la complicidad o inacción de algún orden público -fuerzas de seguridad, la justicia, etc.-. Podría dedicársele un paréntesis a este tipo de hecho periodístico, por existir un sesgo discriminatorio y de clase añadido: el linchamiento era cubierto como algo “comprensible” pero igualmente repudiado por ser un grupo significado socialmente como “barbarie” o “cabezas” quien cometía el hecho. En síntesis: el linchamiento guardaba un punto de conexión con lo no- civilizado. Es decir, no es una completa novedad comunicacional que a un hecho se lo titule como linchamiento. Sí quizás lo disruptivo sea que en los casos recientes no se trate ni de barriadas populares, ni de delitos o actos criminales graves o gravísimos. Son hechos desarrollados en barrios acomodados y urbanos, sin necesidad de cobertura mediática oficial (los mismos perpetradores son quienes vía teléfonos móviles se encargan de “cubrir” y socializar el hecho); no existe tampoco una inacción previa de las autoridades -sino más bien un reaseguro ante una supuesta y frecuente inacción judicial posterior al hecho-, ya que son ellos, los agresores, quienes aprenden al supuesto delincuente in fraganti, y el supuesto delito tiene que ver con la propiedad privada -robo de un celular, un cartera, etc.- en los cuales mayoritariamente no existe violencia física alguna -por ser, por ejemplo, “arrebatos”-.

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Linchamiento: el nuevo show del prime time

La preocupante seguidilla de actos criminales, llamados y nombrados como linchamientos, ponen en

debate una vez más la eficacia y poder simbólicos de los Medios de Comunicación: formación de

sentido, contagio masivo y des-responsabilización subjetiva.

Por Julián Agustín Ferreyra*

Linchamientos, ¿eran los de antes…?En nuestra historia reciente los Medios de Comunicación masiva han difundido esporádicamente

noticias nombradas como linchamientos: las más de las veces éstas se sucedían en barrios populares,

teniendo como estereotipo -por su reiteración- el “escrache” violento a la vivienda de un supuesto

violador o agresor del barrio. En muchos casos la violencia contra su vivienda era también seguida de

algún tipo de violencia física que, también mayoritariamente, rápidamente era detenida por algún

efectivo de seguridad que propiciaba su contención y eventual aprensión.

Palabras como “indignación”. “impotencia” o “bronca” significaban estos actos; sentimientos producidos

en general por la complicidad o inacción de algún orden público -fuerzas de seguridad, la justicia, etc.-.

Podría dedicársele un paréntesis a este tipo de hecho periodístico, por existir un sesgo discriminatorio y

de clase añadido: el linchamiento era cubierto como algo “comprensible” pero igualmente repudiado por

ser un grupo significado socialmente como “barbarie” o “cabezas” quien cometía el hecho. En síntesis: el

linchamiento guardaba un punto de conexión con lo no-civilizado.

Es decir, no es una completa novedad comunicacional que a un hecho se lo titule como linchamiento. Sí

quizás lo disruptivo sea que en los casos recientes no se trate ni de barriadas populares, ni de delitos o

actos criminales graves o gravísimos. Son hechos desarrollados en barrios acomodados y urbanos, sin

necesidad de cobertura mediática oficial (los mismos perpetradores son quienes vía teléfonos móviles

se encargan de “cubrir” y socializar el hecho); no existe tampoco una inacción previa de las autoridades

-sino más bien un reaseguro ante una supuesta y frecuente inacción judicial posterior al hecho-, ya que

son ellos, los agresores, quienes aprenden al supuesto delincuente in fraganti, y el supuesto delito tiene

que ver con la propiedad privada -robo de un celular, un cartera, etc.- en los cuales mayoritariamente no

existe violencia física alguna -por ser, por ejemplo, “arrebatos”-.

Al conformarse el hecho periodístico con estos últimos componentes obtenemos un sentido distinto al

anterior, algo nuevo acontece: el linchamiento se torna un show digno, no sólo de ser visto sino también

del cual participar…lo antes posible.

Comienza el showUn show, televisivo o de cualquier índole, es algo atractivo. Generalmente cuenta con una alta

valoración social, por incluir algún premio o retribución que los participantes del mismo obtendrían.

Además, debe contar con un genial presentador que conduzca y aporte “condimentos”: hacer de un

juego trivial y hasta aburrido algo cargado de luces, colores y adrenalina.

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Un show llama a la participación. Se quiere dejar de ser sólo espectador para pasar a ser participante:

se desea estar ahí, ser actor del mismo y ganar algo; hasta quizás la famosa fórmula “lo que vale no es

ganar sino competir” sí sea aquí válida.

Cuando un show introduce no ya un juego trivial y aburrido, como decíamos, sino pruebas o acciones

que fuera de él serían desagradables o casi impracticables -pensemos en un ejemplo pueril como podría

ser el tener que ingerir algún insecto para ganar un premio o pasar de ronda-, dicha acción pasa a ser

tolerable, soportable y hasta paradójicamente anhelada: al comerse ese insecto se obtendrá algo, no

será en vano, y nadie nos reprochará, burlará o pedirá explicaciones al respecto.

Otro paréntesis más, que nos excedería, es la lectura contemporánea de cómo las sociedades y los

sujetos se vuelcan cada vez más a una exposición y búsqueda de un supuesto protagonismo social y

público, sobre todo desde y en función de sus acciones más nimias y cotidianas. Lo “2.0” , la necesidad

de visibilidad y de la imagen como condiciones de existencia producen procesos de subjetivación

novedosos, en donde quizás ya nadie quiere perderse de ser participante -que no es lo mismo a ser

“activista”, “militante” o “agente de cambio”, nominaciones para muchos ya vetustas-.

Espectacularización del yo, proyección de la intimidad en el espacio público, performances de la vida

cotidiana.

El show comienza, entonces, y llama a la participación con urgencia.

La terna ganadora del show: obediencia, responsabilidad subjetiva, identificaciónTomando esta metáfora, que a primera instancia podría parecer exagerada, nos permitimos dos líneas

teórico-argumentativas.

1. Desde las clásicas experiencias de la microsociología de S. Milgram de los 60’s se ha teorizado y

debatido sobre los sorprendentes resultados que figuraban una fuerte sumisión a la autoridad;

obediencia de vida que llevaba a los sujetos de dichas experiencias a cometer severos daños físicos –

que aunque ficticios les eran presentados como reales- a otros sujetos, todo en pos de una sujeción a

un Otro de referencia, como por ejemplo la autoridad científica. Desde aquí, y valiéndonos también del

concepto de banalidad del mal de H. Arendt, sería posible afirmar que no se necesita de sujetos

malvados o “perversos” para llevar a cabo, por ejemplo, grandes genocidios o aberraciones, sino

simplemente una maquinaria montada que diluya la responsabilidad subjetiva en una referencia externa,

legitimada en su poder. Vale decir, una buena burocracia aceitada, en donde cada sujeto se convierta en

objeto de la misma: una pieza “suelta” de un engranaje siniestro: “yo simplemente soy un empleado…”.

Para nuestro caso, podríamos simplemente reemplazar o desplazar lo que antaño pudo haber sido la

localización de la autoridad en la ciencia, el Partido, la ideología, el conductor o el culto religioso, por el

lugar actual de hegemonía ocupado por los Medios de comunicación masiva.

2. En 1921 Freud publica su célebre ensayo Psicología de las masas y análisis del yo. Título conceptual

en sí mismo, por plantear la hipótesis fundamental de cómo ciertos procesos de masa –hoy diríamos

sociales, grupales o institucionales- conllevaban una solidaridad en su mecanismo y estructura con

distintos procesos subjetivos singulares. En 2 palabras: no existe una separación entre una psicología

“individual” y otra “social”.

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Nos detenemos en la fórmula canónica que allí introduce al respecto de la identificación. Observamos

varios componentes: un objeto cualquiera -que no es cualquier objeto- para cada yo particular; un objeto

exterior que aglutina, que hace masa y dota de un sentido; y una proyección llamada Ideal del yo

también particular para cada yo. La relación de masa o gregaria entre los distintos sujetos se genera no

sin una referencia externa, ese objeto externo mencionado, que se encuentra detrás y antes de los

objetos particulares de cada integrante.

También desde aquí podríamos realizar una operación de actualización: del Conductor, Patriarca, Líder

o Caudillo tradicionales (de la política, la comunidad o la religión) hacia los personeros del Mercado y los

Mass Media, representantes de intereses hegemónicos tendientes, en este caso, a la violentización

generalizada de la sociedad y a la incitación al empoderamiento y usurpación ciudadanas de la fuerza.

Podríamos preguntarnos: ¿son los fenómenos de masa mecanismos cuasi hipnóticos, tendientes a la

formación de una irracionalidad colectiva, de captación o perplejidad onírica, por una suerte de pérdida

de sentido común y moral de cada quién? La respuesta, si nos valemos de uno de los componentes

precedentes –el Ideal- es no. Parafraseando un pasaje de J. Lacan al respecto -Seminario IV, clase 10-

decimos: “no se trata nada más de un objeto que fascina o enceguece; hay un más allá del objeto, que

no tiene que ver solamente con el yo –que desde luego puede empobrecerse y resentirse-, sino de algo

que se encuentra en sus cimientos, en sus primeras formas y exigencias, algo que se proyecta allí bajo

la forma del Ideal del yo”.

En efecto, ese objeto exterior toca de lleno al Ideal, originario y singular pero a la vez comulgado

colectivamente. Ese objeto exterior logra hacer masa, contagia e identifica a un grupo de personas bajo

una misma causa: hay una apropiación individual de ese objeto exterior, ahora devenido en Ideal y

productor de sucesivas identificaciones “horizontales” –esto es, entre los pares ahora “hermanados”-.

Venganza es mentir Se nutre el Ideal con la autoridad mediática, con una criminología autoritaria y tocada por la violencia y

la acción directa. Inmediatez, primacía de lo imaginario y un instante de ver-morir al delincuente

presunto, aniquilarlo en grupo cual horda ¡sin pruebas! hermanándonos así bajo el halo de la justicia por

mano propia.

Protagonistas finalmente de ese espectáculo, de ese show que luego será televisado, exponencialmente

difundido; crudamente graficado y descripto, y finalmente apañado, justificado y nuevamente relanzado.

De ser un autor calificado de un delito, de un asesinato, a ser un mero participante: des

responsabilización subjetiva y colectiva a causa de un supuesto mal previo, nominado como “ausencia

del Estado”. Una responsabilidad, que aunque diluida y delegada, existe: de ahí que nos alejamos de un

argumento por la vía del delirio o la pérdida de juicio o raciocinio en masa.

“El que mata tiene que morir”, decía hace unos años Susana Giménez, aludiendo al pedido de muerte a

presuntos asesinos. Pedido dirigido a la autoridad Estatal, con la correspondiente pena a un delito

tipificado. Aberrante demanda, aunque casi inofensiva en relación a otra actual: “El que las hace las

paga”, dijo recientemente Sergio Massa, legitimando e instando a la continuación de los linchamientos,

negando y deslegitimando al Estado en su atribución de monopolio de la fuerza y en su función

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primordial, en tanto representante de la Ley, de acotamiento de las pulsiones y arbitrariedades

individuales.

Si hay una palabra para nombrar a la justicia por mano propia es ella la venganza. Una venganza que

no es fruto de la imposibilidad –nunca lo es- de concreción de justicia por otros medios, sino lisa y

llanamente de la impotencia. O uno se venga del delincuente supuesto o se es cómplice: “salvó al

chorro”, se dirá, en vez de “salvó a un sospechoso de ser linchado sin un debido proceso”.

En la venganza se intenta dar una lección, una dedicatoria a ese otro que originariamente, de ante mano

–al igual que ese objeto exterior arriba mencionado- nos ha dañado. ¿De qué daño hablamos? Es una

pregunta por el momento retórica, de la cual no hallaríamos más que respuestas singulares sin atisbo

ético alguno.

Ningún acto que se legitime en la impotencia, que borre registro alguno de la responsabilidad subjetiva y

que se legitime desde el rechazo a lo otro podrá devenir en un acto de justicia. Tampoco, está claro,

ningún ciudadano que comete un hecho ilícito debe salirse con la suyas estando por fuera de la ley.

Ocasión privilegiada esta que nos toca transitar como sociedad para bregar una vez más por una justicia

legítima, más democrática y al servicio del Pueblo.

*Lic. en Psicología Psicoanalista Docente e Investigador en UBA.