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Mis sentencias ejemplares Emilio Calatayud y Carlos Morán Ilustraciones Enrique Ruiz Juristo

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Mis sentenciasejemplares

Emilio Calatayudy Carlos Morán

IlustracionesEnrique Ruiz Juristo

LIBRO SENTENCIAS EJEMPLARES 11/9/08 11:26 Página 5

Dedicatorias y agradecimientos ....................... 9

Prólogo, José Chamizo de la Rubia .................. 15

Perfil: el juez que se atreve ............................. 19

PRIMERA PARTENacer con estrella o estrellado,

una autobiografía ........................................ 45

SEGUNDA PARTEEl juzgado: anécdotas y sentencias

ejemplares ................................................. 75

TERCERA PARTEDelitos y problemas mayores que me han

impresionado ............................................. 169

CUARTA PARTETierras de Oria (Almería), centro de reforma ....... 265

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Índice

LIBRO SENTENCIAS EJEMPLARES 11/9/08 11:26 Página 7

EPÍLOGO

El haz y el envés ........................................... 303

APÉNDICES ..................................................... 305

1. «La charla» ............................................... 307

2. El decálogo para hacer delincuentes ............ 327

3. Agradecimiento a Granada ........................ 331

4. La Ley del Menor ....................................... 337

5. Un récord: cuarenta y dos juicios en una mañana ...................................... 343

6. Los premios ............................................... 347

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Mis sentencias ejemplares

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L a Justicia es una acción pública de educar.Corregir los

comportamientos que entendemos contrarios a un

modelo de convivencia social.Así lo he creído toda mi

vida, y mantengo —junto a otros colectivos implicados—

una firme esperanza en no perder el alcance ejemplar y

formativo de cualquier sistema penal.

Si ello es así para sujetos adultos, qué decir de quienes

son personas que no han alcanzado la mayoría de edad.

Este elemento cronológico motiva que limitemos sus capa-

cidades para distintos aspectos de su vida cotidiana; y, de la

misma manera, también condiciona el modo y alcance de

dirimir las responsabilidades de determinadas acciones que

realicen como menores.

Las personas que son menores de edad crecen, asimilan,

descubren y, sobre todo, se equivocan. Esto también lo

hacemos los mayores, pero en el caso de personas jóvenes,

casi diría que aprender es su obligación vital. Caminamos

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Prólogo

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tropezando y, a veces, esos errores alcanzan una trascenden-

cia que exige una respuesta correctiva y educadora. Esos

fallos explican una reacción institucional basada en una

concepción formativa y en la esperanza en lograr la asimi-

lación de criterios, valores y principios por quienes han

infringido las normas de convivencia.

Nos hemos empeñado en arbolar una sociedad compli-

cada, cargada de tensiones, con profundos cambios en las

estructuras donde hasta hace poco se desarrollaba la evo-

lución formativa de la juventud.Hoy, las familias han cam-

biado; los papeles de padres y madres se han modificado e

intercambiado muchos roles y funciones; la familia exten-

sa casi ha desaparecido, pero se aprovechan las figuras de

abuelas y abuelos sin ofrecerles su merecido rango; las rela-

ciones con educadores se realizan desde un soporte aleja-

do de criterios de mera jerarquía y obediencia. Cada vez

aparecen más sujetos que interfieren en los mensajes de

formación de valores. Brotan por doquier algunos comu-

nicadores escondidos entre la maraña de contenidos que

se ofrecen con las nuevas tecnologías de la comunicación.

Y no podemos pensar que los efectos, buenos y menos

buenos,de estos cambios van a pasar desapercibidos por las

personas que aprenden día a día la vida con sus ventajas y

riesgos.

Desarrollamos una existencia desquiciada y construimos

una sociedad heredera de contradicciones y cambios que

embeben el desarrollo de los más jóvenes.Chicos y chicas

16

Mis sentencias ejemplares

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no son ajenos a esta colectividad que dista mucho de ser

un ejemplo de sanos valores y actitudes coherentes.

¿Son excusas? No, en absoluto: son condiciones que se

expresan en la trayectoria de muchas de estas personas que

un día cualquiera pueden verse involucradas en un proble-

ma serio.Un mal consejo, el ejemplo inadecuado, la obse-

sión por acaparar de la manera más fácil, pueden llevar a

una persona joven a cometer una tropelía que necesita su

cumplida respuesta.

El error se debe corregir y la ignorancia merece el

aprendizaje. Con estos criterios —y muchas más cosas—

nos hemos propuesto dotar a esta convulsa sociedad de

un sistema de responsabilidad penal de menores moder-

no y capaz. Hablamos de la ley como expresión esencial

de este sistema, y de los recursos que, con más volunta-

rismo que efectividad, están previstos para el desarrollo

de las normas.

Pero, sobre todo, deseo destacar la implicación personal

de muchos hombres y mujeres profesionales que son un

ejemplo de compromiso en una tarea que, si sigue adelan-

te, es por la particular atención de estas personas.

Una es Emilio Calatayud. Sé que acostumbra a recor-

darnos el alcance del trabajo en equipo que tiene su labor.

Recuerdo muchas afirmaciones suyas en las que escucho

a un convencido de la educación y de la persuasión como

los mejores argumentos para ejercer su función.Y, permí-

tanme que les diga que comparto esa vocación que le

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Prólogo

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mueve a implicarse impregnando el alma en cada asunto

que toma.

Este libro, enhebrado por Carlos Morán, que tengo el

gusto de prologar es un relato de trabajo y de responsabi-

lidad, un hermoso reflejo del compromiso de quien desti-

la el ejemplo de una autoridad que prefiere colgar la toga

para mirar a los ojos a los que llegan ante su despacho.Lean

la experiencia de quien ha sabido transformar el poder per-

sonificado del Estado en la voz sensata de un buen padre

de familia.

Con ello sólo no basta; pero tranquiliza saber que Su

Señoría ejerce, desde su vocación certera, sentido común

y honestidad para repartir oportunidades a quienes las

merecen más que nadie.

JOSÉ CHAMIZO DE LA RUBIA

Defensor del Menor de Andalucía

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Mis sentencias ejemplares

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Rebelde con causas

Emilio Calatayud es un conservador que organiza revolu-

ciones a diario. Si utilizamos un símil gastronómico para

describir su personalidad, su faceta privada, él pertenecería

a la cofradía del puchero.Sota, caballo y rey.Un buen coci-

do con todos sus «sacramentos» y que le den por ahí a la

nouvelle cuisine. En el ámbito profesional, en cambio, es tan

osado como Ferrán Adrià, por continuar con la analogía

culinaria. Siempre ha sido así. En el don Emilio maduro

sigue viviendo el adolescente que fue: un chaval penden-

ciero, divertido, audaz y un tanto atolondrado. La toga no

ha sido una cárcel;ni las puñetas que blanquean sus muñe-

cas, unos grilletes. La solemnidad del cargo no ha enterra-

do sus genes traviesos. Dos en uno. Quizá ahí resida

el secreto de su ancha y larga popularidad. Es el padre y el

hijo… pero no el espíritu santo, que quede claro. Don

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Perfil:el juez que se atreve

(El magistrado que cerró su tribunal… y la Alhambra)

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Emilio es buena persona, pero no un beato o un bendi-

to.En una entrevista le preguntaron si alguna vez había juz-

gado con resaca.Respuesta: «Digamos que salgo de vez en

cuando y me tomo una cerveza o más,como todo el mun-

do.Y en alguna ocasión puedes acabar perjudicado, como

todo el mundo».

Tampoco es don Emilio un héroe, un iluminado o un

visionario que conoce todas las respuestas.A pesar de su

voz de trueno, es un señor sensible y con don de gentes.

Su despacho es una especie de gabinete psicopedagógico,

un diván en el que, un día sí y otro también, se tumban

papás y mamás que son incapaces de gobernar el timón de

sus vidas. Sus niños se han rebelado y han tomado la Bas-

tilla. Don Emilio escucha y aconseja. Ha entendido como

nadie que él es el representante de un poder del Estado,

pero también un servidor público, que, si me apuran, es lo

esencial.

Él es así, pero no alardea de ello. Su lado amable y soli-

dario es tan desconocido como su rostro protestón e

inconformista. Es altamente probable que Emilio Calata-

yud sea el juez español que en más ocasiones y con más

intensidad se ha enfrentado a la pétrea —cada vez menos,

afortunadamente— jerarquía judicial.Lo que ocurre es que

él no corre a contárselo a los medios de comunicación (si

lo hubiese hecho, se habría ganado más titulares que un

futbolista de relumbrón o una estrella del cinematógrafo).

Aunque pueda parecer lo contrario, la fama le trae sin cui-

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Mis sentencias ejemplares

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dado. Cuando cree que está ante una injusticia, se queja y

punto.Sabe que habrá consecuencias,no es un inconscien-

te, pero no se calla. Es un juez que se atreve. Ha sido su

seña de identidad desde que estrenó la toga, allá por el año

1980.

Una advertencia antes de seguir: todo lo que van a leer

a continuación es rigurosamente cierto. El periodista no

ha inventado nada.Lo que se cuenta es don Emilio en esta-

do puro. Ni más ni menos.

Primer destino: Güímar (Tenerife)

Decíamos que Emilio Calatayud estaba listo para ejercer el

noble oficio de impartir Justicia en 1980 (era un crío recién

entrado en la veintena). Su primer destino como juez de

Distrito —una figura que ya no existe: su papel era igual

al del juez de Instrucción, pero en un ámbito geográfico

más reducido— fue la localidad tinerfeña de Güímar. De

la España mesetaria, donde el mar no se puede concebir

—que decía Sabina—, a una isla en mitad del océano.Así,

sin anestesia ni nada.

Antes de establecerse en su ínsula, contrajo matrimonio

con Azucena, su novia de toda la vida, que era una aplica-

da estudiante de primero de Farmacia. Fue el día 10 de

enero de 1981 en El Villar de Arnedo, La Rioja (de don-

de era natural su prometida).Total, que el juez bisoño y su

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Perfil: el juez que se atreve

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cónyuge universitaria se instalaron en Tenerife unos días

antes de que Antonio Tejero, teniente coronel de la Guar-

dia Civil, entrase en el Congreso de los Diputados y gri-

tara aquello de «¡Todo el mundo al suelo!». El 23-F es una

de esas fechas que quedan grabadas a fuego en la memo-

ria: todo el mundo recuerda exactamente qué es lo que

estaba haciendo ese día (lo mismo ocurre con el 11-S o el

11-M).Don Emilio no es una excepción: cuando «el Teje-

razo», aguardaba a que Azucena saliera de su primer día de

clase en la Facultad de Farmacia de la Universidad de La

Laguna. Había encendido la radio del coche para entrete-

ner la espera y por ahí le llegó la noticia de la asonada.

Tiempos revueltos recibieron al juez novato.

A los nervios propios de las primeras veces, se sumó un

problema pintoresco: las dependencias del juzgado que le

había tocado en suerte solían estar a oscuras más de lo que

sería deseable. La razón: las bombillas se fundían y nadie

enviaba repuestos. Un imponderable prosaico si se quiere,

pero muy molesto e irritante. Don Emilio se hartó de

reclamar bombillas a la Audiencia Territorial —salvando las

distancias, un órgano que cumplía unas funciones simila-

res a las que ahora desempeñan los tribunales superiores de

las comunidades autónomas—, pero no le acompañó el

éxito en sus gestiones.Así que un día que los representan-

tes del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) —el

gobierno de los jueces— tuvieron a bien acercarse por

Güímar, don Emilio les recibió entre tinieblas, en medio

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Mis sentencias ejemplares

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de una noche artificial fruto de la desidia, la holgazanería

o una sobredosis de burocracia.Vaya usted a saber. Como

era de prever, los inspectores llegados de Madrid se intere-

saron por el origen del apagón y don Emilio dio pelos y

señales.

Se conoce que los «jefes» quedaron vivamente impre-

sionados con las explicaciones porque, poco después, lle-

garon las bombillas y nunca volverían a brillar por su

ausencia.

La falta de luz no era el único obstáculo que dificulta-

ba el funcionamiento del tribunal de don Emilio.Los ense-

res del juzgado, ya de por sí decrépito, eran escasos y esta-

ban destartalados.Él,que es hombre de recursos y no tenía

paciencia para esperar a la siguiente visita de los represen-

tantes del CGPJ,pidió a un empresario hotelero,cuyo esta-

blecimiento había quebrado —entonces también había

crisis—, que le cediera los trastos que ya habían dejado de

servirle y cuyo destino era el vertedero. El hombre aceptó

y el aspecto del juzgado mejoró sensiblemente.

Lo dicho: don Emilio es un eficaz improvisador. No se

arruga ante las dificultades o la falta de medios. En reali-

dad, se crece. He aquí otro ejemplo. Estando en un bar de

Güímar, le sorprendió el aviso de que tenía que levantar el

cadáver de una persona que se había precipitado por un

acantilado. El cuerpo, desmadejado y roto, estaba en una

zona de difícil acceso. Corría prisa llegar hasta él y los ser-

vicios oficiales de rescate tardarían lo suyo en viajar hasta

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Perfil: el juez que se atreve

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el lugar de los hechos.Don Emilio recurrió entonces a res-

catadores «oficiosos»: los clientes de la tasca con los que

compartía barra, un grupo de paisanos que conocían el

terreno y tenían el arrojo suficiente para recuperar los res-

tos mortales de la infortunada víctima.

Los singulares voluntarios cumplieron a la perfección

con el encargo y el juez se lo agradeció con una ronda de

cervezas.No será una solución muy ortodoxa,pero sí rápi-

da, efectiva y barata. Como tiene que ser.

Durante su estancia en Tenerife, don Emilio tuvo algún

que otro topetazo más con sus superiores inmediatos. El

recién llegado quería dar clases de Derecho en la univer-

sidad en calidad de profesor asociado, una práctica muy

común entre sus compañeros de profesión. Sin embargo,

no le dejaron. Las razones, según suele recordar el propio

Emilio Calatayud, nunca estuvieron claras. En realidad, él

sospecha que no había ninguna: si acaso,prejuicios alimen-

tados por su casi insultante juventud. No se conformó.

Recurrió la decisión por arbitraria y ganó. Otros en su

misma posición quizá hubiesen preferido callar, esperar a

dejar de ser novatos para poder acceder a los privilegios

reservados a los veteranos. Don Emilio, no. Presentó bata-

lla y venció.

Igual es mucho decir, pero me imagino que los jerarcas

de la Justicia canaria suspiraron aliviados cuando aquel

revoltoso juez de Distrito obtuvo un destino en la España

peninsular, concretamente en Granada. En cuatro años les

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Mis sentencias ejemplares

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había proporcionado una buena ración de dolores de cabe-

za con sus reivindicaciones, que nunca fueron gratuitas o

caprichosas. El caso es que, en febrero de 1984 y movido

por cuestiones familiares, pidió el traslado al Juzgado de

Distrito número tres de la ciudad de la Alhambra, la villa

que acabaría siendo su hogar definitivo y donde su carác-

ter, iniciativas e ideas seguirían dando que hablar. Porque

el cambio no cambió a don Emilio, valga la redundancia.

Su carácter indómito no se apaciguó ni un ápice.Más bien,

al contrario.

Granada: más problemas de intendencia

Su juzgado —y todos los de Granada, además del Colegio

de Abogados y otros organismos— estaba ubicado en el

histórico edificio judicial de la Real Chancillería (en 2005

se cumplió el quinto centenario de su existencia), un

imponente palacete que preside la pintoresca Plaza Nue-

va (el corazón bohemio de Granada), mira de cara a la

Alhambra y es vecino del Paseo de los Tristes, una calle de

adoquín que discurre junto al río Darro y que alguien defi-

nió como los doscientos metros más bellos del mundo.

Y no sin razón.

La Chancillería —en cuyo interior se guarda el garrote

vil con el que se cree que el verdugo ajustició a la heroí-

na liberal Mariana Pineda— está hoy más desahogada en

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Perfil: el juez que se atreve

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cuestión de espacio: «solamente» sirve de sede al Tribunal

Superior de Justicia de Andalucía, a la Fiscalía Superior y

a la Audiencia Provincial. En cambio, cuando don Emilio

aterrizó en Granada, la cosa estaba bastante más apretada.

En la Chancillería convivían juntos y revueltos decenas y

decenas de juristas, funcionarios y picapleitos.El inmueble

era él solito eso que ahora se llama pomposamente una

«Ciudad de la Justicia» y que suele ocupar varias hectáreas.

Vamos,que allí no se cabía, lo que demuestra que cualquier

tiempo pasado no siempre fue mejor.

El tribunal de don Emilio estaba situado junto a la cal-

dera de la calefacción de la Chancillería, que, para más

señas, se alimentaba de carbón. Bueno, la expresión «jun-

to» es demasiado generosa. Es más correcto decir que el

despacho del juez y la mencionada caldera eran lo mismo.

Cada vez que venía el carbonero con su cargamento de

combustible mineral, don Emilio tenía que ausentarse

durante una mañana entera,pues la boca de la caldera esta-

ba justo detrás de su sillón. Difícil imaginar una estrechu-

ra más ancha, valga la paradoja (hoy hay cuatro edificios

judiciales en Granada, alguno de ellos de unas dimensio-

nes muy importantes, y sigue faltando espacio: así que lo

de la Chancillería en la década de los ochenta del siglo

pasado debía ser como meter a un luchador de sumo en

un ceñido pantalón pitillo).

Quizá fue en alguno de aquellos momentos de absen-

tismo forzado por la llegada del carbonero cuando don

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Mis sentencias ejemplares

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Emilio se acercó a presentar sus respetos a Pedro Joya, un

secretario judicial que, a diferencia del mundo plagado de

sexagenarios que le rodeaba, era un veinteañero como él.

Esa afinidad, que certificaron con un par de cervezas, se

transformó pronto en una profunda amistad que ahora

mismo sigue tan viva como ayer.

Don Pedro, que en 1990 entró en la carrera judicial y

actualmente es el magistrado de Vigilancia Penitenciaria de

Granada, es una de las personas que, amablemente, nos ha

prestado sus recuerdos para construir este perfil que ahora

tiene ante sus ojos.

Don Pedro, que es un señor prudente y poco dado a

organizar follones, también ha sido siempre el «Pepito Gri-

llo» de Emilio Calatayud, su conciencia crítica, el angelito

que aparecía junto a la sien del juez revoltoso en los

momentos complicados y le pedía moderación. Eso sí, en

la mayoría de los casos, con nulo éxito. El diablillo que

habitaba en la otra sien,el que renegaba del sosiego y recla-

maba caña, solía ganar la partida.

Los jóvenes Emilio y Pedro congeniaron también con

otros dos novatos recién llegados al entonces sacralizado

mundillo de la Justicia de provincias: eran María Luisa

Mellado —secretaria judicial que sigue ejerciendo el car-

go en Granada— y su colega de profesión José Luis de

Benito, un castellano de Zamora que era el «rojo» oficial

de la pandilla y actualmente es el jefe de gabinete de la

ministra de Defensa,Carme Chacón (anteriormente lo fue

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Perfil: el juez que se atreve

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de José Antonio Alonso, hoy portavoz del PSOE en el

Congreso de los Diputados y antes ministro de Interior y

Defensa).

La conducta de aquel cuarteto juvenil poco o nada tenía

que ver con el ceremonioso y adusto comportamiento del

resto de sus compañeros, que ya peinaban canas. Los nue-

vos,para escándalo de sus mayores,viajaban en vespa,a veces

iban al trabajo ¡sin corbata!, se quejaban de sus sueldos en

los bares y hasta comentaban en voz alta —y entre risota-

das— lo acontecido en el capítulo semanal de un culebrón

que hacía furor en aquella época: El pájaro espino, un serial

protagonizado por Richard Chamberlain que narraba las

peripecias de una cura católico que se había enamorado

perdidamente de una mujer tan candorosa como bella.

Los veteranos no entendían nada.Y eso que lo mejor

estaba aún por llegar.

Don Emilio empezó a tener problemas en el juzgado y

su ánimo se encendió (y no precisamente por la cercanía

de la caldera de la calefacción). En su tribunal no había

manos suficientes para sacar adelante el trabajo. Los fun-

cionarios iban y venían, pero no se quedaban. El joven

jurista,harto de que sus peticiones de refuerzos cayeran en

saco roto, se cansó de esperar y colocó un cartel en la puer-

ta de su juzgado que rezaba así: «Cerrado por falta de per-

sonal» (la clausura afectaba exclusivamente a la sección ci-

vil del tribunal, lo cual no quitaba mérito a la insólita

acción del togado).

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Mis sentencias ejemplares

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Como era previsible, el incidente trascendió y dio la

vuelta a España. Periodistas de todo el país querían saber

qué había detrás de aquel letrero.El interés informativo de

la ocurrencia de don Emilio era obvio: nunca antes —ni

creo que después— un juez se había atrevido a bajar la per-

siana de su juzgado por carecer de funcionarios.Pedro Joya,

como siempre, le había rogado que no lo hiciera, que era

una medida inaudita y sumamente arriesgada: incluso le

podían despojar de la toga y las puñetas.Pero Emilio,como

siempre también, no le hizo caso.

Los superiores de don Emilio, se conoce que descon-

certados por la bravata de aquel juez novicio e insolente,

tardaron en reaccionar,pero finalmente lo hicieron.El titu-

lar del Juzgado de Distrito número tres recibió un oficio

que contenía un ultimátum: o abría las dependencias en

un plazo no superior a veinticuatro horas o sería objeto de

una corrección disciplinaria. En otras palabras, que iban a

ir a por él si persistía el desafío.

Don Emilio obedeció… pero el problema de personal

se solucionó.Su amigo Pedro Joya respiró aliviado.Una vez

más, el joven jurista culipardo se había salido con la suya.

Genio y figura.

Culipardo por nacimiento y también culo inquieto voca-

cional, dicho sea con la venia y con los respetos que su

señoría merece.Antes de que finalizase la década de los

ochenta (concretamente en 1988), don Emilio decide

especializarse en la Justicia de Menores. El Estado iba a

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Perfil: el juez que se atreve

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crear unos veinte juzgados de ese tipo y necesitaba volun-

tarios. Emilio Calatayud fue uno de los que dio el paso,

que no estaba exento de riesgo.Aquello era algo nuevo,un

edificio que había que construir desde el principio.Habría

dificultades.Así que él era la persona adecuada.

Don Emilio, que sólo en la última mudanza ha tenido

suerte con la sede que le ha tocado, dejó el despacho ave-

cindado a la caldera de la Chancillería para trasladarse a un

cuchitril de no más de sesenta metros cuadrados que esta-

ba situado en una callejuela del histórico barrio del Rea-

lejo (que, junto al Albaicín, es el Montmartre de Granada).

Las carencias de su nuevo lugar de trabajo no le desani-

maron ni acobardaron. Don Emilio se estrenó en el cargo

con una medida polémica:puso en libertad a prácticamen-

te todos los chavales que estaban internos en el correccio-

nal de San Miguel de Granada,un centro situado en la par-

te alta del Sacromonte, el barrio de las cuevas, las zambras,

los gitanos y las estrellas de Hollywood de los años sesen-

ta del siglo XX.

Erróneamente se dijo que el flamante juez de Menores

había cerrado San Miguel. Esta vez no era técnicamente

verdad. Había aplicado un precepto legal que estaba oxi-

dado por la falta de uso: la libertad vigilada, un mecanis-

mo que ahora se utiliza a mansalva pero que entonces era

una rareza. La decisión fue legal, pero no inocente. Don

Emilio pretendía llamar la atención sobre el deficiente fun-

cionamiento del reformatorio, que respondía más a crite-

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Mis sentencias ejemplares

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rios paternalistas, a caprichos, que a lo que establecían las

normas. En ese contexto, afirmó que «no había voluntad

política» de arreglar el problema.Ahí sí que saltaron todas

las alarmas y alguna más.Sus superiores, en privado, se soli-

darizaron con él y le dijeron que llevaba razón, pero tam-

bién le comunicaron que, si el órdago le salía mal, estaría

solo, que nadie movería un dedo por él.

De nuevo superó una crisis seria sin sufrir abolladuras

ni en su prestigio ni en su expediente. No sería la última.

Él entonces no lo sabía, no podía saberlo, pero pronto se

iba a ver involucrado en un caso que afectaría de lleno al

monumento señero de Granada y probablemente de Espa-

ña: la Alhambra.

El caso de la Alhambra

La desgraciada muerte de John Howard Hinkel, un turis-

ta estadounidense de setenta y dos años, se produjo en sep-

tiembre de 1993, y quiso el azar que don Emilio estuvie-

se ese día al mando de un Juzgado de Instrucción (sustituía

al titular).

El infortunado John y su esposa Lorraine, junto a otra

pareja amiga, estaban de vacaciones en Málaga y habían

hecho una escapada de un día para visitar la Alhambra y el

Generalife. Fue precisamente en este último escenario de

flores y aguas cantarinas donde se consumó la tragedia.Los

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