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"Quando o mundo estiver unido na busca do conhecimento, e não mais lutandopor dinheiro e poder, então nossa sociedade poderá enfim evoluir a um novo

nível."

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«Me llamo Sherlock Holmes, y mi profesión consiste en saber lo que otrosno saben»: antes de que el famoso detective creado por Arthur ConanDoyle pudiera pronunciar estas palabras en 1891, el relato detectivescollevaba más de cincuenta años definiéndose. Todavía en 1850 Dickensaseguraba que los «procedimientos» de los detectives seguían «siendo unaincógnita». El largo reinado de Victoria de Inglaterra (1837-1901) vio nacerel género, desarrollarse y fructificar en la variedad y la exuberancia que elsiglo XX recogería, dando pie a una de las tradiciones narrativas máspopulares e influyentes de nuestra época.Esta antología de Cuentos de detectives victorianos, seleccionada por AnaUseros y traducida por Catalina Martínez Muñoz, reúne veintiséis piezas quemuestran perfectamente la evolución del género desde sus orígenes (en uncuento redescubierto recientemente, «La cámara secreta», cuatro añosanterior a Los crímenes de la calle Morgue de E. A. Poe).Del detective sabueso que persigue incansable a su presa al genio de ladeducción que resuelve crímenes apenas sin moverse de la butaca, delcriminal tosco y pasional al cerebro impune y refinado, de los actosbrutales a las tramas alambicadas vistosas, este volumen permite unameno recorrido por la historia de un género cuyas bases sentaron no soloautores célebres como Dickens, Wilkie Collins y Conan Doyle sino tambiénexcelentes narradores que merecen rescatarse del olvido.

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AA. VV.Cuentos de detectives victorianos

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Introducción

Ya es un lugar común precisar que lo que llamamos la Inglaterra victoriana, elperíodo de tiempo marcado por las fechas del reinado de Victoria (del 20 dejunio de 1837 al 22 de enero de 1901), es tan extenso que difícilmente puedecaracterizarse de manera homogénea. En cualquier caso, son los años quemarcan el declive de la aristocracia como clase dominante y el ascenso de laburguesía a los puestos del poder, la era de la expansión militarista del Imperiobritánico, del desarrollo de las comunicaciones y del transporte colectivo; laculminación de un proceso por el que el campo pierde su preponderancia comofuente de riqueza y las ciudades adquieren muchos de los rasgos que aún hoydefinen su fisonomía. Todos estos rasgos cristalizan en una imagen que, enpuridad, pertenece al victorianismo tardío: una calle de Londres al anochecer,bajo una espesa niebla que apenas logra atravesar la luz de las farolas de gas, enla que coinciden caballeros, obreros y mendigos, damas, dependientas yprostitutas; donde los comerciantes y oficinistas que regresan al hogar tras sujornada de trabajo se mezclan con aristócratas y bohemios que inician su periplofestivo. Es y a casi la ciudad que describían Dickens y May hew en las décadas de1840 y 1850, y es la que retratan Stevenson y Wilde en las de 1880 y 1890. Y esel escenario paradigmático de un crimen, de un misterio, de una historia dedetectives. Por estas calles se cruzan, sin reconocerse, Sherlock Holmes y Jack elDestripador.

En esta época victoriana, que coincide con una edad de oro (o dos, o tres…)de la literatura en lengua inglesa, nace la literatura policíaca. Los avataresliterarios que acompañan su desarrollo se mezclan y confunden, complementany reflejan esos cambios sociales, de forma que se produce una coincidencia enel tiempo entre la construcción del universo ficticio de un género y laconstrucción textual de ese género.

En 1829 el primer ministro Robert Peel crea el cuerpo de PolicíaMetropolitana de Londres. Con anterioridad, la defensa de la ley y el orden habíaestado a cargo de los llamados bow-runners, individuos sin cualificación que noeran retribuidos por el Estado, sino que trabajaban a comisión y por encargo departiculares. Para crear la institución policial, Peel tuvo que vencer enormessuspicacias que se remontaban, por una parte, al recuerdo de los espíasgubernamentales y, por otra, al tradicional recelo británico a la intromisión delEstado en la vida privada de los ciudadanos. Pero la irrupción « profesional» enla esfera del crimen no se limitó únicamente a los policías y a los detectives deScotland Yard (cuerpo que se crea algunos años después, en 1842). Abogados,jueces, médicos y periodistas protagonizan los primeros relatos detectivescos

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junto a los protodetectives aficionados que se ven envueltos en la aventura de ladetección de un crimen por su asociación personal con el caso.

Cada profesión, cada circunstancia, tiene su reflejo en los subgéneros de laliteratura popular de la época, obras de baja o ninguna calidad literaria que sedistribuy en en formatos baratos: en las calles y tabernas se venden folletos conbaladas y crónicas; proliferan las revistas, semanales o mensuales, dirigidas adistintos estratos sociales, que publican relatos, novelas por entregas y divulgacióncientífica; cientos de compañías teatrales recorren aldeas y ciudades y surepertorio no solo incluye los clásicos dramáticos, sino también adaptaciones denovelas de éxito y versiones melodramáticas de los sucesos del momento. Así escomo se transmite la llamada « literatura de presidio» , relatos truculentos de loscrímenes del momento, confesiones verdaderas o falsas de los asesinos,detallados informes de las ejecuciones públicas. O los melodramas y, más tarde,la sensation novel, que se deleitaba en los temas prohibidos: incesto, adulterio,robo, extorsión. Pero el abaratamiento de la edición y la multiplicación de loscanales de distribución también impulsó la divulgación científica más o menosrigurosa. Los médicos y los abogados escribían sus recuerdos profesionalesrevelando, bajo una pátina de objetividad, las miserias físicas y morales de lamasa a los ciudadanos respetables. Los periodistas, por su parte, describían condetalle en sus crónicas los barrios bajos, sus habitantes, su pobreza y sus recursospara combatirla, muchas veces desde una sincera ambición de reforma social.

Se produce así una progresiva gentrificación de los géneros de la literaturapopular, porque quienes empiezan a escribirla son los individuos que hanaccedido, mediante las profesiones liberales, a un respetable estatus burgués. Lafrontera de la respetabilidad es difusa, en cualquier caso. El mismo sucesocriminal es inmoral si se relata en un panfleto, objetivo si se disfraza de crónicajudicial o se adorna con la opinión de los expertos, y se vuelve literatura siCharles Dickens lo incluye dentro de una de sus novelas. Nos encontramos en unmundo en el que William M. Thackeray acude puntualmente a las ejecucionespúblicas, toda vez que deplora la cualidad adictiva de la literatura de misterio.

Si colocáramos a los autores de esta antología en una escala social de laliteratura, en un extremo estarían los escritores profesionales con cultura yrelaciones, los que escriben, fundan y editan revistas como The Strand o TheIdler, dirigidas al público masculino profesional. Algunos, como Dickens, Collinso Conan Doy le, fueron muy conocidos en su momento y lo siguen siendo ahora.Otros, como Ellen Wood o George R. Sims, cayeron prácticamente en el olvidodespués de disfrutar de una enorme fama. En esta categoría superior estaríantambién Robert Barr, William Burton, Grant Allen o Hesketh Vernon Hesketh-Prichard. En la clase media se encontrarían esforzadas figuras, hechas a símismas, que lograron un lugar discreto, como Arthur Morrison, C. L. Pirkis, M.McDonnell Bodkin, Victor L. Whitechurch… Y en último lugar se situarían los

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obreros de la literatura, los que por presiones económicas escribían según losdictados del floreciente mercado de la literatura barata y del que todos tratabaninfructuosamente de salir: « autores-paquete» , que publicaban bajo seudónimos,como Richard Dowling o Gilbert Campbell, o escritores con vocación deanonimato que adoptaban para estas historias la personalidad ficticia de uninspector de policía, como Waters o Andrew Forrester.

Se pueden trazar historias muy diferentes de la literatura de detectives, segúntengamos o no en cuenta esta masa de géneros populares y escritores delmontón. Un relato posible y muy extendido hilvanaría únicamente a los autoresprestigiosos y, así, el cuento policíaco sería una invención de Edgar Allan Poe enlos cuentos protagonizados por Auguste Dupin (aunque en esta antología, graciasal especialista Michael Sy ms, que lo rescató, incluimos un genuino precursor delgénero, « La cámara secreta» , de 1837, cuatro años anterior a « Los crímenesde la calle Morgue»), continuaría con las apariciones puntuales de los inspectoresde Scotland Yard en las crónicas y novelas de Dickens y adquiriría carta denaturaleza con la creación de Sherlock Holmes en 1887. Con posterioridad a losaños victorianos haría su entrada el padre Brown de Chesterton y, a partir de ahí,en la década de 1920, el género entraría en una época de plenitud queculminaría, en la década siguiente, en su llamada edad de oro. Este análisisdescartaría por irrelevante la producción de las primeras décadas del reinadovictoriano, considerando que la explosión del género a partir de 1890 se debeúnicamente al efecto imitativo desencadenado por el enorme éxito de lasnarraciones de Conan Doy le.

Lastrada ya por la evidente paradoja de analizar un género popular desde laperspectiva de la gran historia de la literatura, esta lectura de la evolución delrelato detectivesco se queda algo mustia bajo la alargada sombra de dospersonajes, Auguste Dupin y, sobre todo, Sherlock Holmes. Según estainterpretación, la singularidad del relato de detectives radica únicamente en laaparición de un intelecto deductivo que es capaz, por la fuerza del análisis y laayuda de la ciencia, de resolver los misterios más intrincados. Un triunfo de laracionalidad y el positivismo de la época destinado, por una parte, a halagar elego de los lectores, a los que se les promete que podrán resolver por sí mismos elmisterio (ésta es una de las reglas, de las muchas reglas que hay escritas, de estegénero tan metaliterario, en el que lo que no se menciona en el texto no existe enla realidad que describe) y, por otra parte, a tranquilizar su ansiedad y la de susfamilias, proporcionándoles no solo la certeza de que el crimen no queda impune,sino de que no se les va nunca a acusar de algo que no hay an cometido (pormucho que en su interior hayan deseado cometerlo).

Esta ansiedad social es innegable. El crecimiento de las ciudades y lamultiplicación de sus habitantes, el roce continuo que allí se produce entre lapobreza y la riqueza, ambas igualmente ostentosas, crea un clima de inquietud.

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Los crímenes de los relatos escogidos para este volumen se producenmayoritariamente en un espacio urbano: Londres en la mayoría de los casos;Edimburgo en otros. Y los avances técnicos probablemente producían ansiedad ala vez que contribuían a apaciguarla. Tres de los cuentos aquí elegidos, porejemplo, tienen como escenario principal el ferrocarril. El anonimato ciudadanose condensa en los vagones del tren, convirtiendo el trayecto en una situaciónllena de peligros potenciales.

Para los seres humanos del siglo xix, estar sencillamente sentados en unespacio cerrado, rozando el cuerpo con gente a la que no se conoce, con la queno se entabla conversación y con la que no se va a tener más trato que el decompartir unas horas o minutos de viaje, era una experiencia radicalmentenovedosa. A diferencia de lo que ocurría con la diligencia, por ejemplo, el trenfue el primer transporte público de masas, en el que el trasiego de subidas ybajadas era constante. Era además, una máquina infernal, que no puededetenerse fácilmente, donde la comunicación con el conductor es casi imposibley recorrer los vagones en busca del revisor es una tarea lenta y fatigosa. Estemiedo claustrofóbico a la indefensión e impunidad que ofrece el vagón de untren, que se menciona a menudo en los periódicos de la época, se refleja muybien en uno de los relatos de la antología, « En la oscuridad del túnel» . En otrosdos (« Asesinato por poderes» y « El tren especial desaparecido» ) figura un trenprivado, una extravagancia tan costosa como lo es hoy alquilar un chárter. Lohabitual era que los caballeros acomodados (« En la oscuridad del túnel» ) y lasdamas aristocráticas (« La aventura de la anciana cascarrabias» ) se desplazaranjunto a los detectives profesionales (Martin Hewitt, Loveday Brooke…), entremiles de personas que tomaban el tren todos los días para ir y volver de sutrabajo en la ciudad a su residencia en el campo.

Para amenizar esos tray ectos cotidianos y aburridos, la gente iba ley endotoda esa literatura popular de la que hablábamos antes, que tiene uno de susprincipales puntos de distribución en los quioscos de las estaciones de ferrocarril(railway stalls). Pero que se vendieran allí indiscriminadamente todos los tipos deliteratura no quiere decir que se ley eran indiscriminadamente. Hubo revistaspara cada tipo de público, entre ellas las destinadas específicamente a caballerosy profesionales, como The Strand oThe Idler. En estas revistas aparecen lashistorias de Sherlock Holmes y las de Lois Cay ley, y podrían haberse publicadolas de Eugène Valmont, es decir, las historias más ligeras y cómicas, libres detruculencia y sangre, aquellas protagonizadas por detectives que disfrutan de lavida y de la aventura. Es razonable pensar que los lectores de estas revistas sesentían mucho más seguros y protegidos por su posición social que los demáspasajeros, que leían cosas mucho más violentas, ya fueran melodramasdesenfrenados o relatos de corte realista —reflejos brutales de la humanidad ysus pasiones— o historias de detectives híbridas, imperfectas o impuras.

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Suponer que el desamparo y la angustia vital se calman mediante ladetección y el análisis es suponer que el conocimiento que exhibe Thorpe Hazell(el detective de ferrocarril creado por Victor L. Whitechurch) de los horarios, lasvías, los modelos, las máquinas o las velocidades punta conjura el miedo de lospasajeros a los accidentes y los asaltos. O que la existencia de Sherlock Holmeslibera a las prostitutas de la amenaza de un Jack el Destripador. Esta tradiciónelitista de la literatura de misterio, que adopta una concepción del procesodetectivesco como infalible despliegue de la razón triunfante, con sus reglas decomposición del género (de las cuales las más conocidas son las veinte reglas deS. S. Van Dine y las diez reglas de Knox, ambas compuestas medio en seriomedio en broma, en 1928 y 1929 respectivamente), nos deja a esa dudosamerced del intelecto rey. No se permiten las confesiones, las casualidades, lasintervenciones sobrenaturales, los descubrimientos de última hora, las pistasfalsas, las historias de amor, los asesinatos colectivos… No se puede, nos diceVan Dine, empleando una frase hecha, enredar impunemente al lector en unapersecución de gansos salvajes (in a wild goose chase). Sin embargo, eso esliteralmente lo que hace Sherlock Holmes en el cuento que hemos seleccionadopara la antología, « La aventura del carbunclo azul» : perseguir un ganso.

Por supuesto, ningún relato de esta antología, ni siquiera los de SherlockHolmes, cumple con estas reglas dictadas a posteriori. En todos los relatosseleccionados hay un misterio y hay un detective que lo resuelve. Pero elabanico de personalidades y métodos es muy amplio. Los policías más o menoscompetentes de los relatos de Dickens, Wilkie Collins o McLevy se mezclan conaficionados entusiastas, como el tierno narrador de « Detención bajo sospecha» .Personalidades excéntricas como el propio Holmes, el príncipe Zaleski oFlaxman Low, detective de lo sobrenatural, conviven con abanderados de lanormalidad, como Martin Hewitt o Paul Beck; el extranjero de verbo floridoEugène Valmont contrasta con los lacónicos y eficaces profesionales de loscuentos de William Russell, Fergus Hume y Waters. Tres de ellos estánprotagonizados por mujeres detectives, para recordarnos que la época victorianamarca también el inicio de la tortuosa emancipación femenina.

Los relatos seleccionados en esta antología perfilan una historia del génerocriminal y revelan que, en un primer momento, éste derivó del interés delpúblico burgués por conocer de primera mano una realidad ajena, semioculta yaterradora, de la mano de los especialistas en su regulación. Así encontramos lasnarraciones en primera persona, como las crónicas reales del policía deEdimburgo James McLevy, una voz suficiente, y a tan autorizada comoautoritaria, pero también los relatos de Waters y McGovan, cuentos de ficcióncamuflados de experiencias reales, o las crónicas periodísticas de Dickens en lasque el escritor cede la palabra a las anécdotas que le relatan los miembros deScotland Yard. Poco a poco emerge la figura del detective como experto en los

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vericuetos del mal y el personaje se va adornando de los atributos del héroe sinnecesidad del camuflaje documental. En la década de 1890 su prestigio ya serátal que le permitirá incluso contar con un cronista: el Watson de Holmes, perotambién los « escribientes» de los detectives Martin Hewitt y Dorcas Dene.

Entre el mundo de Jack el Destripador, de la sensation novel y la crónica desucesos —un mundo donde todos somos sospechosos, donde cada puerta escondeun secreto y en cada esquina acecha un peligro— y el universo ideal de SherlockHolmes —en el que la realidad es un conjunto de signos legibles con una únicainterpretación y la culpabilidad, una certeza personal e intransferible—, estoscuentos habitan un lugar intermedio en el que la figura del detective quizá nocalme del todo nuestra ansiedad, pero nos guía por terrenos más o menosdesconocidos, atrae nuestra atención hacia las señales que lo balizan, construye lanarración de los nuevos tiempos. Viaja constantemente, observa, relacionahechos, investiga, interroga y con todo ello produce un relato. En los nuevosespacios de socialización (las calles, los trenes) donde individuos de diferentesclases se cruzan sin relacionarse, el detective en sus distintas variantes entra enlas casas de los ricos y de los pobres, a preguntar a unos y a otros. Es quienconoce las guaridas y los métodos de los ladrones, quien interroga a los sirvientesy quien examina el mobiliario del dormitorio de la dueña de la casa. Su estatus esaún incierto: para entrar en las casas de la alta sociedad debe disfrazarse, al igualque para obtener información en las tabernas; antes de convertirse en un geniodeductivo, no es mucho más que un sabueso que olfatea, persigue y entrega supresa; antes de detectar y resolver tramas vistosas, debe enfrentarse a maleantestoscos, de pasiones crudas y ardides elementales. Aunque el refinamiento y hastala ironía fueron conquistando espacios, se requirió la apabullante personalidad deun Sherlock Holmes —atleta, artista, burgués acomodado, científico, genioexcéntrico— para hacer del detective privado esa figura imponente ante la quese inclinan todas las jerarquías. Es bien sabido que la fama desmesurada deSherlock Holmes condujo a su autor a matarlo prematuramente en un intentodesesperado de emancipar su carrera literaria. Sin necesidad de llegar a esosextremos, el propósito de esta antología es iluminar la historia de la literaturapolicíaca victoriana desde otro ángulo para que no quede oculta bajo su sombra.

ANA USEROS

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William E. Burton

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William E. Burton (1804-1860), hijo de un autor e impresor de literaturareligiosa, nació en Londres. Aunque estaba destinado por la familia a una carreraeclesiástica, la muerte prematura de su padre lo condujo a probar fortuna comoactor. En 1834, ya un actor conocido, emigró a Estados Unidos, donde alcanzaríarenombre interpretando comedias suyas y de otros autores. Allí, además deactuar, montó obras y gestionó teatros y empezó a escribir sobre Shakespeare yotros temas. En 1837 funda en Filadelfia la revista Gentleman’s Magazine, en laque Edgar Allan Poe trabajó como editor durante un año.

Entre septiembre y octubre de 1837, Burton escribió y publicó « La cámarasecreta» (« The Secret Cell» ) en Gentleman’s Magazine. Esta circunstanciaconvierte este relato, desconocido hasta que en 2011 fue rescatado por elespecialista Michael Syms, en el indiscutible precursor del género detectivesco.En 1841, cuatro años después, Edgar Allan Poe, que sin duda había leído « Lacámara secreta» , publicaría Los crímenes de la calle Morgue, narración seminale influencia indiscutible en la literatura detectivesca hasta la aparición de lasprimeras aventuras de Sherlock Holmes.

Burton sitúa su relato en 1829, justo en el momento de la institución de laPolicía Metropolitana de Londres y antes de la creación de Scotland Yard, elcuerpo de detectives de la policía. Como muchas de las historias criminales de laprimera mitad del reinado de Victoria, se trata de un melodrama en el quecoinciden herencias inesperadas, villanos desalmados, viudas y huérfanasdesamparadas y caballeros de buen corazón. Uno de esos caballeros pide ay udaa un policía que resuelve el caso porque posee ciertas habilidades que aún notienen nombre, trata los delitos como un enigma y se entrega sin límites a suresolución: porque, en suma, piensa ya como un detective.

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La cámara secreta

(1837)

Tan solo sé que tengo el alma rotapor una pena que no encuentra consuelo.Transcurrirán los años sin olvido,y volveré a sentir esta afliccióncuando quiera asaltarme su recuerdo.Esa luz misteriosa y melancólica,la mirada lasciva del idiota,el incesante tedio del ocioso,y la pobre muchacha con su media sonrisa,en pugna por el último suspiro.

CRABBE[1]

Hará cosa de ochos años fui el humilde instrumento para desentrañar un curiosocaso de infamia acontecido en un barrio de Londres y digno de ser consignadocomo ejemplo de esa parte de la « vida» que transcurre sin pausa en los rinconesy los tugurios de la Gran Metrópoli. Mi relato, aunque tiene los ingredientesrománticos necesarios para ser una ficción, es de lo más corriente en algunos desus detalles: una mezcolanza de vida real en la que una conspiración, unsecuestro, un convento y un manicomio se entrecruzan con agentes de policía,coches de alquiler y una vieja lavandera. Lamento de igual modo que miheroína, amén de no tener un enamorado, sea completamente ajena a lainfluencia de la pasión y no sufra el asedio de los hombres en razón de su bellezatrascendente.

La señora Lobenstein era la viuda de un cochero alemán al servicio de unafamilia noble en su viaje desde el continente. Previendo una larga ausencia, elcochero convenció a su mujer de que lo acompañara con su única hija y seinstalaran en las habitaciones que para su uso personal les facilitarían en una delas caballerizas más elegantes del oeste de Londres. El señor Lobenstein, sinembargo, apenas tuvo tiempo de abrazar a su familia antes de que un súbitoataque lo enviase al otro mundo y su mujer quedase desamparada en el arduocamino de la vida con una hija de muy corta edad.

Con una pequeña ay uda del caballero a cuy o servicio se hallaba el fallecido,la señora Lobenstein logró ganarse la vida dignamente ejerciendo el honradooficio de lavandera para numerosas familias de la nobleza, además de un puñado

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de dandis, solteros de costumbres disipadas y hombres de paso por la ciudad. Laniña fue creciendo y resultó ser una ayuda antes que una carga para su madre, yla viuda descubrió que su camino no era enteramente desolado ni estaba« entorpecido por las zarzas de la desesperación» .

A los seis años de enviudar, la señora Lobenstein, responsable del destino demi colada, llamó a mi puerta en compañía de una mujer de la misma anchura,amplitud y profundidad que ella. La viuda, natural de Bremen, era un genuinoejemplo de constitución hanseática, y su presencia denotaba la apabullanteaspiración a ser tratada como una mujer de cierto peso en el mundo y ciertaposición social. En el caso de la visita que nos ocupa, acompañada por su amigaigualmente adiposa, un prestidigitador habría podido transformar a la pareja enun seboso trío. La señora Lobenstein me rogó que le permitiera recomendarme asu amiga como sucesora en el negocio, pues ella, gracias a Dios, ya nonecesitaba el trabajo y pensaba dejar atrás las preocupaciones de su quehacer.

La felicité por la prosperidad que le permitía abandonar con éxito el oficio delavandera.

—¡Ah, no he ganado dinero! Aunque me hubiera desollado los dedos, nohabría ganado más que el pan de cada día y, como mucho, un vestido de sedanegra para los domingos. ¡No, no! Mi Mary, a la chita callando, ha ganado en unaño más de lo que mi difunto marido y yo habríamos ganado en toda una vida.

Mary Lobenstein, una muchacha de ojos azules, alegre y sin malicia, habíallamado a sus diecisiete años la atención de una dama postrada en cama a quieniba a entregar la colada, y, en atención a las limitaciones de la anciana, aceptóresidir en su casa para ocuparse exclusivamente de sus cuidados. Se daba lacircunstancia de que la inválida no tenía más parientes que una hipócrita sobrina,una hiena que esperaba heredar la fortuna de su tía, según lo prometido, y que devez en cuando se interesaba por su estado de salud. Ahora bien, tan mal habíadisimulado su contento por la proximidad de la extinción de la anciana que ésta sepercató de su egoísmo y sus innobles ambiciones y, disgustada por la evidenciade sus propósitos, llamó a un abogado para redactar un nuevo testamento. Puestoque no contaba con un pariente mejor, a la vista de lo buena y atenta que habíasido Mary con ella, más por venganza que por buen corazón, la anciana decidiólegar todas sus propiedades a la afortunada muchacha y recompensar a susobrina con una exigua renta anual y la posibilidad de recibir la herencia en elcaso de que Mary falleciese.

Cuando, a la muerte de la anciana, el abogado leyó su testamento, la sorpresay la alegría de Mary fueron casi tan grandes como la rabia y la desesperación dela hiena, a quien designaremos con el nombre de Elizabeth Bishop. La sobrinadespotricó y juró tomar la más terrible de las venganzas contra la inocente Mary,que tan pronto temblaba por las acusaciones de la solterona cetrina y flaca comose reía y bailaba de contento por su inesperada buena suerte.

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El abogado, el señor Wilson, comunicó a la desheredada que debía entregarla vivienda a su legítima propietaria, y respaldó a Mary Lobenstein y a sumantecosa madre hasta el momento en que hubieron tomado plena posesión delos bienes sin ningún impedimento.

La « buena suerte» , como decía la viuda, cay ó tan por sorpresa que unacarga de colada del importante negocio quedó desatendida hasta que las quejasde los clientes desnudos y olvidados hicieron a la afortunada lavandera tomarconciencia de su situación. Los derechos y privilegios de los clientes habituales setraspasaron a una mujer igual de corpulenta, y fue así como la señora Lobensteinllamó a mi puerta con el ruego de que aceptase a su voluminosa sucesora.

Transcurrió un año. Estaba yo en la cama, una mañana de invierno,temblando solo de pensar en la idea de exponer las piernas al aire frío de lahabitación, cuando mi casera vino a perturbar mis meditaciones con un golpefuerte en la puerta y requirió mi presencia inmediata en la sala, donde meesperaba « una mujer gorda y deshecha en llanto» . Casi me había olvidado paraentonces de la existencia de la obesa señora Lobenstein, y me sorprendió un pocoencontrarla, ataviada con un vestido de seda de colores chillones, envuelta enplumas y con un sombrero de terciopelo, presa de un violento ataque de histeria,instalada en mi otomana de seda granate, que cruj ía bajo el peso de la mujer.Las atenciones y los cuidados de la casera lograron que mi antigua lavanderarecobrara relativamente la compostura, y entonces la desconsolada mujer mecontó que su hija, su única hija, llevaba varios días desaparecida, y que, a pesarde los continuos desvelos de su abogado, sus amistades y ella misma, había sidoimposible conseguir la más mínima información de su querida Mary. La madrehabía acudido a la comisaría, había puesto anuncios en los periódicos, habíapreguntado personalmente a todos sus amigos y conocidos, pero todos susesfuerzos habían sido en vano.

—Todos se compadecen de mí, pero nadie sabe cómo encontrar a mi hija, yme estoy volviendo loca. Salió una tarde, a última hora, a llevarle un pequeñoobsequio a la mujer de la tienda de velas, por lo bien que se había portado connosotras cuando me quedé viuda. No tenía que cruzar más que tres calles, mipobre hija, y salió sin abrigo ni chal. Le dio el regalo a la buena mujer y almomento volvió a casa, pero nunca llegó. Y mi pena es que no vuelva nuncamás. Los jueces creen que se habrá fugado con algún novio, pero mi Mary noquería a nadie más que a su madre, y a mí el corazón me dice que mi hija jamásabandonaría a una madre viuda por un nuevo afecto de su joven pecho. No teníapretendientes, nunca se separaba de mí más de una hora, y en sus inocentespensamientos no había secretos para su madre.

» Un caballero, dijo que era sacerdote, ha venido a verme esta mañana paraconsolarme, pero me dio a entender que mi pobre hija podía haberse quitado lavida, que quizá la luz de la gracia había prendido de pronto en su alma, que, al

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tomar conciencia de su pecado, no había podido resistirlo y que, en sudesesperación, había querido dejar este mundo. Pero, si mi pobre Mary ya noestá entre nosotros, yo estoy segura de que no ha sido un acto voluntario el que laha llevado con tanta prisa ante su Creador. Dios quería a esa muchacha, por esola hizo tan buena. La luz de la felicidad celestial brillaba en sus ojos claros;además, ella apreciaba demasiado la belleza del mundo y las alegrías de la vidaque el Todopoderoso ofrece a sus hijos para corresponderle con pesimismo ysuicidio. ¡No, no! Mañana y noche, Mary se arrodillaba para rezar al PadreCelestial y le pedía que se hiciera Su voluntad. Sus creencias religiosas, lo mismoque su vida, eran sencillas pero puras. Ella no es como dice ese sacerdote, que secree que va a consolar a una madre destrozada diciéndole que su hija ha tenidouna muerte vergonzosa.

La llana aunque sentida elocuencia de la pobre mujer despertó vivamente misimpatía. La señora Lobenstein venía a pedirme consejo, pero en ese mismoinstante decidí ofrecerle mi ay uda personal y hacer uso de todas mis facultadespara resolver el misterio. Negó la posibilidad de que alguien hubiera podidosecuestrar a su hija, con el sencillo argumento de que « era demasiado poca cosapara crearse un enemigo tan importante» .

Tenía y o un amigo en el departamento de policía, un hombre a quien lacercanía con la maldad del mundo no había restado un ápice de humanidad. Enla época en que ocurrieron estos hechos, era poco conocido y vivía acuciado porlas cargas de una familia muy numerosa, pese a lo cual sus enemigos no habíansido capaces de encontrar mancha alguna en su ajetreada vida. Desde entonces,mi amigo ha alcanzado la cumbre de la reputación y ha logrado asegurarse unarenta suficiente. Hoy es el jefe de la policía privada de Londres, un cuerpointegrado por individuos de raros y asombrosos logros en su haber. Fui a verlo y,con pocas palabras, conseguí despertar su compasión por la desconsolada madrey recibir la promesa de que contábamos con su valiosa ay uda.

—La madre es rica —dije—, y si tienes éxito en la búsqueda, puedogarantizarte una recompensa may or que la suma de tus ingresos del año pasado.

—Confieso que es un buen incentivo —respondió L.—, pero lo hago porprurito profesional. Es un caso interesante, por lo inexplicable de sus trazas… Esopor no hablar del sufrimiento de la madre, que como hijo y como padrecomprendo muy bien.

Le expliqué cuanto sabía del asunto y, como declinó ir a casa de la señoraLobenstein, ofrecí la mía para organizar el encuentro, y allí mi amigo L. seinteresó por muchos detalles curiosos y en apariencia desprovistos de cualquierrelación con el caso que nos ocupaba. Esta minuciosidad resultó muy del agradode la madre, que se marchó reconfortada y convencida de que el agente lograríadescubrir el paradero de su hija. Por extraño que parezca, y aun cuando L.aseguró que no tenía la más mínima pista, esta confianza se fue fortaleciendo día

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tras día en la señora Lobenstein, de ahí que el presentimiento del éxito pasara aser el principal asidero de su vida y le permitiera encarar la larga espera conrostro sereno y ánimo contento. Las proféticas fantasías de su corazón maternose vieron confirmadas y, al cabo de algún tiempo, L. devolvió a la encantadoraMary a los brazos de su madre.

Unos diez días después de esta reunión, mi amigo me envió recado de suspesquisas y requirió mi presencia en su despacho con el fin de realizar lostrámites necesarios para solicitar una orden de registro.

—He trabajado sin descanso —dijo— y no he logrado averiguar dónde estáescondida la muchacha, pero al menos he hecho un descubrimiento singular. Alver que mis investigaciones en el entorno de la madre no daban ningún fruto, pedíay uda a mi mujer, que es muy astuta y tiene aptitudes para estas cosas. Salió sinsombrero ni chal, como si viniera de la casa de al lado, y entró en la panadería,en la verdulería, en la cerería y en la cervecería. Mientras compraba algunacosilla en cada tienda, como quien no quiere la cosa y solo va con ganas dechismorreo, preguntó si había noticias de la señorita Lobenstein. Todo el mundoquería hablar de un suceso tan notable, conque mi mujer escuchó pacientementemuchas versiones distintas de la historia, sin sacar nada en claro. Un día, cuandoy o y a había decidido que aquél sería el último intento, mi mujer volvió contandoque una buhonera muy charlatana, que estaba en la panadería cuando hablabandel caso, se despachó a gusto con la madre viuda, como si se alegrara de sudesgracia. Llevadas por la solidaridad femenina, las demás cotorras afearon lainhumana satisfacción de la buhonera, pero mi mujer, con mucho tacto, todo hayque decirlo, se sumó a sus vituperios, juzgando muy acertadamente que debía detener una razón singular para no apreciar a la señora Lobenstein, una mujer aquien todo el mundo estimaba y que además estaba sufriendo una de lasaflicciones más angustiosas para una madre. La buhonera invitó a mi mujer apasear con ella.

» —Oiga… ¿es usted de la banda de Joe? —susurró la buhonera.» —Sí —contestó mi mujer.» —Eso me ha parecido, al ver cómo se reía de la pena de esa alemana

gorda. ¿Le ha ofrecido Joe un buen parné por este trabajo?» —A mí no —dijo mi mujer, por decir algo.» —A mí tampoco, el muy bandido. ¿A dónde la mandó a usted?» La pregunta pilló a mi mujer por sorpresa, pero supo reaccionar:» —He jurado no decirlo.» —¡Claro! Tienen a la chica, y ya no falta mucho para que todo termine.

Pero Sal Brown, que es quien le ha dado a Joe información de la chica, dice quepor cinco libras ése no va a cerrarle la boca, cuando se ofrecen cien por algunapista. Así que vamos a separarnos de Joe para quedarnos con el parné. Si sabealgo más que nosotras y quiere compartir las ganancias, puede unirse al grupo y

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llevarse una tajada.» —La verdad es que sé bastante —contestó mi mujer—. ¿Qué sabe usted?» —Yo sé que nos contrataron a cuatro de nosotras para vigilar la casa por las

tardes y avisar a Joe en cuanto viésemos salir a la señorita Lobenstein sin sumadre, y que tuvimos que esperar más de seis meses. Y sé que cuando SalBrown lo avisó esa tarde, la chica no volvió y no ha vuelto a saberse de ella.

» —Pero ¿usted sabe dónde está? —susurró mi mujer.» —Eso no lo sé. Tengo el puesto en la esquina, cerca de la casa de la madre.

Y Sal Brown estaba dando vueltas por la acera, haciendo su trabajo. Ella creeque se han llevado a la chica por mar, al extranjero, pero a mí me da que noanda lejos, porque no he visto desaparecer a Joe más de unas horas seguidas.

» Mi mujer le aseguró que estaba al corriente de todos los detalles y que sesumaría a ellas para obligar a Joe a estirarse el bolsillo y, si no lo hacía,denunciarlo y pedir la recompensa. Por desgracia, añadió, tenía que ir a Hornseya ver a su madre y estaría unos días fuera, pero quedó en pasar por el puesto dela buhonera en cuanto regresara.

» Había algo más que mi mujer quería saber.» —Vi a la chica sola una noche —dijo—, cuando y a había oscurecido. Pero

fui a buscar a Joe y no lo encontré en ninguna parte. ¿Dónde lo encontró SalBrown cuando fue a avisarlo?

» —Pues en El León Azul, en esa cervecería.» Yo andaba cerca, bien disfrazado. A los pocos minutos de recibir esta

valiosa información de mi mujer, y a estaba sentado en El León Azul, unatabernucha sin pretensiones. Me había puesto una zamarra de cazador,bombachos y polainas, y llevaba también un cuerno y un cinturón con loscartuchos. Un buen bigote pelirrojo me adornaba la cara, y una mata de pelo deun rojo más oscuro me asomaba por debajo del sombrero. Esperé en lapenumbra de la tasca, que olía a cerveza y a tabaco, hasta que cerraron, pero nooí una sola palabra de mi Joe, aunque estuve muy atento a la conversación de losparroquianos, un grupo de obreros bastante raro y zafio que, por lo visto, no seconocían entre sí.

» El día siguiente lo pasé entero en la tasca, fumando en pipa y bebiendocerveza, desanimado y en silencio. El tabernero me hizo algunas preguntas, perome dejó en paz cuando dio por satisfecha su curiosidad. Me hice pasar por unguardabosques fugado. Dije que me escondía de mi jefe porque había vendido lacaza sin permiso. El cuento agradó al tabernero, pero no vi ninguna cara nueva nioí a los que y a conocía de antes llamar a nadie por el nombre que yo esperaba.Me fijé en un hombre corpulento y mal encarado que no dejaba de cuchichearcon el tabernero. Estaba seguro de que era el que buscaba, pero, para midesgracia, oí que otro lo llamaba George.

» Estaba en la barra, hablando con el patrón y preparando una pipa, cuando

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entró un joven apuesto, lozano y sonriente, al que el tabernero saludó deinmediato.

» —Hola, Joe. ¿Dónde has estado estos dos días?» —Tengo entre manos un negocio importante. Me tiene muy ocupado, pero

espero sacar una buena tajada. Así que ponme una jarra de la mejor cerveza yapúntamelo en la cuenta.

» No tuve la menor duda de que era mi hombre. Trabé conversación con él,bajo mi identidad fingida, y mis conocimientos del dialecto de Somersetshire meayudaron mucho en mi impostura. Saltaba a la vista que Joe era un tipo muy listoy sabía perfectamente lo que se hacía. De nada sirvieron mis intentos por tirarlede la lengua sobre sus actividades. Se reía, bebía y charlaba, pero no logrésacarle una sola palabra de aquel negocio que le tenía tan ocupado.

» —¿Alguien se viene al bailongo de Saint John Street? —preguntó el alegreJoe—. Pienso gastarme allí esta noche dieciocho peniques para mover laspiernas, y tengo que irme y a, para volver al tajo cuando salga el sol.

» No me lo pensé dos veces. Fui con Joe hasta los salones de baile cercanos, yluego, con la excusa de que tenía un compromiso, lo dejé allí y volví a casa. Mecambié el disfraz por completo. Me quité la peluca, el bigote y el sombrero y mepuse un gabán francés, de paño oscuro, y un sencillo sombrero negro. De estaguisa vigilé la entrada del modesto salón de baile, temiendo que mi hombre sehubiera marchado antes de lo previsto, pues no sabía cuántas horas de viaje teníaque hacer para estar sin falta donde tenía que estar al amanecer.

» Seis horas estuve dando vueltas por la acera de Saint John Street, y hastatuve que darme a conocer al vigilante, para evitar interferencias, puesdesconfiaba de la honradez de mis intenciones. Justo antes de que ray ara el día,mi amigo Joe, que por lo visto estaba dispuesto a sacar buen provecho al dineroque había pagado por bailar, salió a la calle con una mujer en cada brazo. Loseguí hasta que acompañó a las damiselas a sus respectivos domicilios y luego,abotonándose el abrigo y calándose el sombrero hasta las cejas, echó a andarcon paso resuelto. Fui tras él a una distancia prudencial, con la sensación de quelo tenía en mis manos, de que estaba a punto de desentrañar la misteriosadesaparición de la muchacha y descubrir el lugar donde la tenían encerrada.

» Joe se acercó a paso ligero hacia la iglesia de Shoreditch. Yo estaba a unostreinta metros de él cuando el primer coche de Cambridge bajó deprisa porKingsland Road. Joe se agarró del tope trasero y apoyó los pies en el estribo. Enun visto y no visto se había subido al coche y se me escapaba a una velocidad deveinte kilómetros por hora.

» Estaba molido, y me era imposible alcanzar el vehículo. Pensé alquilar uncaballo, pero el coche iba muy deprisa, y era inútil pensar en nada. Volví a casamuy abatido.

» Recobré el ánimo después de idear un nuevo plan. Llamé a un amigo,

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cochero, le expliqué algunos detalles y le pedí que me presentara al cochero quehacía la ruta de Cambridge. Lo conocí al día siguiente, cuando volvió a la ciudad,y, con ay uda de mi amigo, logré vencer su resistencia a hablar con personasdesconocidas de los asuntos de sus pasajeros. Por fin me enteré de que Joe nuncarecorría más de veinte kilómetros, pero Elliott, el cochero, no sabía quién era ni adónde iba. Enseguida supe lo que tenía que hacer y soborné a Elliott para que meayudase.

» Al día siguiente, cuando rayaba el día, iba yo en el techo del coche deCambridge, bien envuelto en un abrigo largo y blanco, y embozado con un chal.Subí al coche en el patio de la fonda y, cuando estábamos llegando a la iglesia,busqué con impaciencia a mi amigo Joe, pero no había ni rastro del joven, nilogré averiguar nada de él hasta que recorrimos nueve o diez kilómetros. Hicimosentonces la primera parada y, mientras cambiábamos de caballos, Elliott, elcochero, señaló a un desconocido de aspecto hostil que vestía una chaqueta ligeracon las mangas blancas, bombachos blancos, medias de hilo y botas de mediacaña. “Ese individuo —dijo Elliott— siempre va con el hombre al que buscausted. Los he visto venir juntos varias veces del otro lado de esa cerca. Meapuesto una libra a que está esperando a Joe.”

» Me apeé del coche y fui a hablar con el posadero para alquilar la habitacióndel piso de arriba, que daba al camino. Allí me instalé y, después de que el cochese marchara, comencé mi vigilancia. Joe no apareció hasta media tarde. Elamigo, impaciente, lo cogió del brazo y empezó a contarle algo, con airenervioso y ademanes enérgicos. Echaron a andar y salí de la posada conintención de seguirlos. Se adentraron por un sendero que serpenteaba por unancho prado y no tardaron en llegar al otro extremo. Apreté el paso y conseguíllegar al centro del campo antes de que advirtieran mi presencia. Vi queintercambiaban una señal, se paraban en seco y daban media vuelta paraacercarse despacio. Seguí adelante. Nos cruzamos y me miraron con gestoamenazador, pero continué mi paseo sin vacilar, con rostro impasible, hasta quepasaron de largo. Cuando salté la cerca del prado, me estaban mirando desde laotra punta. No volví a verlos ni ese día ni al día siguiente.

» Estaba muy enfadado, y me prometí que no volvería a consentir que medieran esquinazo. Indagué cuanto me fue posible sin despertar la curiosidad delvecindario, pero no fui capaz de encontrar una sola pista, ni de la muchachasecuestrada ni de la identidad de Joe. A su amigo lo conocían como unvagabundo, un palafrenero despedido, con tendencia natural a toda clase defechorías.

» Estaba dando palos de ciego. No podía guiarme más que por conjeturas,aparte de lo que ya sabíamos por la buhonera: que un hombre llamado Joe era elresponsable de la desaparición de la señorita Lobenstein. Pero no sabía yo si elJoe al que estaba siguiendo era el mismo Joe. Es verdad que el misterio que

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envolvía al objeto de mis sospechas daba a mis suposiciones una apariencia deprobabilidad, pero no estaba en condiciones de transgredir los límites de lacerteza. Después de esperar hasta última hora de la tarde del día siguiente, decidívolver a El León Azul con mi disfraz de guardabosques.

» Me quité el abrigo, lo envolví en el chal y, con el bulto debajo del brazo,eché a andar tranquilamente por la carretera. Cuando pasaba por un tramo decurvas, vi una silla de posta que se acercaba desde una servidumbre de paso. Unaescaramuza, acompañada de improperios en el interior del vehículo, llamó miatención. Una mano asomó por la ventanilla al tiempo que alguien pedía socorroa gritos. Corrí hacia el coche y pedí al postillón que se detuviera, pero una vozáspera le ordenó continuar. La orden se repitió con violentas imprecaciones, y loscaballos, fustigados sin piedad, se alejaron a la carrera. Me había acercado losuficiente para agarrarme al tope del coche en marcha. Recibí una violentasacudida, pero aguanté sin soltarme. Había en la plataforma trasera, dondedebería ir el lacayo en pie, una doble hilera de pinchos de hierro, para impedirintromisiones de gamberros, pero no podía perder de vista a aquellos rufianes queestaban violando la paz del entorno, conque clavé el abrigo en los pinchos, pasé ala plataforma y conseguí sentarme en lugar firme y cómodo.

» El coche rodaba a toda velocidad. Pensaba pedir ayuda en la primeraparada y buscar una explicación para los gritos de auxilio. Si, tal como todoparecía indicar, se estaba cometiendo un delito, mi intención era detener a losautores en el acto. Mientras sopesaba mis posibilidades, la punta de un látigo decuero, sacudido con notable fuerza desde la ventanilla de la silla de posta, me hizoun corte en la cara. Otro latigazo bien dirigido me derribó de mi asiento, y caí ala carretera, gravemente herido y casi ciego.

» Rodé por el polvo, retorciéndome de dolor. Tenía un corte profundo en cadamejilla, y un ojo muy afectado. Sin embargo, apenas había caído la noche y,como aquélla era una carretera muy transitada, no tardé en encontrar auxilio. Unjoven pasó en una calesa, camino de Londres. Le llamé y le pedí ay uda.Bastaron unos someros detalles de las circunstancias en las que había resultadoherido para que el viajero diese media vuelta y me acogiera en el asiento libre.Lo tenté a seguir a la silla de posta con la promesa de media guinea, y en pocosminutos empezamos a oír las ruedas del vehículo al que perseguíamos. El jovenazuzó al caballo para que corriera más, pero no conseguíamos adelantar a la sillay, hasta que llegamos a la puerta de la posada donde me había alojado a millegada, no supimos que habíamos estado siguiendo el coche del correo en vez deuna silla de posta.

» El posadero dijo que en la última media hora no había pasado por ahí nadamás que una carreta. Dejé al joven tomando un brandy y un vaso de agua y fuia la cocina en busca de algo frío para lavarme la cara. Cuando estaba sacandoagua de la bomba del patio, unas voces que venían de una cuadra llamaron mi

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atención. La suave luz de un farol iluminó al vagabundo al que ya había visto encompañía del misterioso Joe. Me acerqué con sigilo y con la esperanza de oír laconversación. Cuando casi estaba llegando, vi que alguien venía desde el otrolado del patio, me asusté y tuve que esconderme detrás de la puerta. Un mozo decuadras asomó la cabeza por la puerta del establo.

» —Oy e, Billet. ¿Sabes qué había en los hierros de la silla que habéis dejadoen el camino?

» Sacó mi abrigo envuelto en el chal, y lo desataron apresuradamente. Billy,que así se llamaba el sospechoso vagabundo, reconoció al momento mi abrigoblanco y dijo con vehemencia:

» —¡Menos mal que nos hemos librado de él! Un hombre que llevaba esteabrigo nos siguió por el prado a mí y a Joe. Nos dio mala espina, así que dimosmedia vuelta. Y ahora resulta que es el mismo que se subió al coche y Joe tuvoque darle con tu látigo para tirarlo al suelo. Esta noche me iré contigo, Tommy, yme quedaré allí hasta que cambie el viento.

» Era evidente que Joe estaba relacionado con el secuestro de ese día, otraprueba concluyente de que era el responsable de la desaparición de la señoritaLobenstein. Con respecto a mi amigo el vagabundo, al principio pensé en probarlos efectos de la coacción, pero luego me dije que era mejor que se alejara unpoco de su circuito habitual, para que no pudiera alertar a su compinche, a Joe.

» En cuestión de una hora llegó a la posada la silla de posta, y sentaron alvagabundo, que estaba borracho como una cuba, en el interior del vehículo. Losseguí poco después en compañía del joven de la calesa, y no perdimos de vista lasilla hasta que se adentró por las calles desiertas de la ciudad. Era casimedianoche. El vagabundo borracho pidió al postillón, apenas más sobrio que él,que lo dejase en la puerta de una taberna. Abordé a los sorprendidosmalhechores y los detuve allí mismo, acusándolos de un delito grave al tiempoque ponía al vagabundo unas esposas pequeñas pero muy resistentes.

» Llevé al hombre, indefenso y perplejo, al puesto de guardia más próximo y,dando a conocer mi nombre y mi cargo, solicité que lo custodiaran hasta que y olo reclamase. El postillón, al que había dejado bajo la vigilancia del joven de lacalesa, estaba muy asustado y no tuvo reparos en darme toda la información quequise. Confesó que esa misma tarde lo había contratado un tal Joseph Mills, parallevar a un cura trastornado al monasterio franciscano de Enfield Chase, dedonde decían que se había escapado. No tenía y o ningún conocimiento de laexistencia de una institución religiosa en los alrededores, así que pregunté alpostillón cuántos monjes vivían allí y cómo se llamaba el padre superior, pero élno sabía nada del monasterio, más que su ubicación, y me aseguró que nuncahabía pasado de la verja del patio. Reconoció que Joseph Mills lo habíacontratado en varias ocasiones para el mismo asunto, y que, hacía más de dossemanas, Billy, el vagabundo, le había pedido que fuese corriendo y cogiese una

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silla de posta de las cuadras de su patrón. Subieron a la silla a una muchacha enestado inconsciente y la llevaron al monasterio de Enfield arreando a loscaballos.

» Tomé nota de sus indicaciones para encontrar el monasterio y, esa mismamañana, al amanecer, fui a inspeccionar el edificio por delante y por detrás. Sino me equivoco, ese recinto no se dedica exclusivamente a sus fines religiosos,pero eso ya lo veremos mañana, al menos así lo espero, porque quiero que meacompañes lo antes posible, en cuanto consigamos una orden de registro para verqué secretos esconde ese misterioso monasterio.

Era casi mediodía, al día siguiente, cuando por fin logramos terminar lostrámites necesarios. En compañía de L., el señor Wilson —el abogado—, el señorR. y un distinguido juez, este humilde servidor de los lectores subió a un carruajeprivado, mientras un agente de policía, bien armado, se sentaba con el cochero.El juez, que se había ocupado de todo lo necesario para obtener la orden deregistro, quiso participar en la resolución del misterio. Una hora más tardellegábamos a la entrada de un camino, largo y sinuoso como un laberinto, quediscurría entre setos de acebo y espinos marchitos. Seguimos algo más de treskilómetros, giramos a la izquierda, por indicación de L., y nos adentramos por unpaso estrecho, entre una tapia de ladrillo alta y un enorme talud coronado delúgubres árboles. La tapia rodeaba el recinto del monasterio y, en un puntodeterminado, donde el estrecho camino trepaba por una cuesta muy propicia, L.nos pidió que subiéramos al techo del carruaje para inspeccionar la fachadatrasera del edificio por encima de la tapia. Un enrejado de hierro cubría todas lasventanas, sin marcos ni cristales en algunos casos, con las rejas encastradas en elladrillo. En otras zonas, las ventanas estaban tapiadas con tablones gruesos,dejando un pequeño hueco en la parte superior para que entrase un mínimo deluz y de aire. También había rejas en las ventanas de las dependencias anexas,que se extendían a un lado del amplio patio, y, en el centro del jardín, se alzabauna pequeña construcción de piedra, cuadrada, inmediatamente pegada al patio.Dos costados de este curioso edificio se veían desde el coche, pero no seapreciaba ninguna puerta o ventana.

Alguien del grupo señaló un rostro, muy pálido, con aspecto de demente, quenos observaba entre los barrotes de una ventana.

—Continuemos —dijo L.—. Nos han visto, y si seguimos curioseando,fastidiaremos mi plan.

—Esto parece más una cárcel que un monasterio o un convento —señaló eljuez.

—Me temo que va a ser aún peor —replicó L.Minutos más tarde, el carruaje se detenía delante de la verja del monasterio,

cuya fachada principal no despertaba ninguna sospecha. Las ventanas estabanprotegidas por postigos y cortinas, en lugar de barrotes. A poca distancia de la

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entrada, un tabique de roble macizo, rematado por un muro enano, cerraba unpequeño zaguán para impedir el paso a los intrusos. Las verjas no estabanabiertas, pero había una campanilla, y un enérgico tirón del cochero anunciónuestra llegada.

L., que había bajado del coche por la puerta lateral, pidió al juez que seescondiera, a la vez que él se escondía detrás del vehículo con el policía.Habíamos acordado previamente cómo proceder: cuando abriesen la verja, yoasomaría la cabeza por la ventanilla y solicitaría ver al superior del convento.

El guarda, un hombre de corta estatura y con cara de pocos amigos, vestidocon polainas y una chaqueta de fustán, quiso saber qué quería yo del superior.

—Es un asunto muy importante y confidencial —contesté—. No puedo salirdel coche, porque traigo conmigo a una persona que requiere toda mi atención.Dele esta tarjeta a su superior. Él sabrá quién soy y por qué estoy aquí.

Nuestro plan dio resultado. El guarda se acercó, abrió la verja, se hizo a unlado del camino y metió la mano por la ventanilla para coger mi tarjeta. L. y sucompañero salieron de su escondite y tomaron posiciones en la verja y en lapuerta del monasterio antes de que el guarda pudiese dar la voz de alarma. Elconductor, que hasta entonces había fingido estar muy ocupado con los caballos,corrió a abrir la puerta del carruaje y, en un abrir y cerrar de ojos, estábamostodos en el zaguán. Cuando se recobró de la sorpresa, el guarda corrió a la puertay trató de entrar en el monasterio. El policía le cerró el paso, y se produjo unaltercado. El guarda se metió un dedo en la boca y lanzó un sonoro silbido. L.,que buscaba el cerrojo de la verja de hierro que cruzaba el zaguán de lado alado, oyó el silbido, se volvió al policía y le dijo tranquilamente:

—Si te da problemas, Tommy, suéltale un par de guantazos.En menos de dos minutos el guarda estaba esposado y sentado en el suelo.—¡Maldita sea! —dijo L.—. Tiene que haber salido por esta verja. No hay

otra entrada, pero no veo la forma de abrirla, y me temo que el silbido lo haestropeado todo. He oído el chasquido de un cerrojo justo después de que diese laseñal.

—Esta verja es muy común en los conventos y las casas religiosas —señalóel señor Wilson—. Puede que nos estemos complicando más de la cuenta.Volvamos a tocar la campana, y quizá nos dejen entrar sin necesidad de emplearla fuerza.

El policía y el juez intercambiaron una sonrisa. El juez se acercó al guarda yle habló en voz baja:

—Tenemos que entrar en la casa, amigo. Dinos cómo abrir esta verja y tedaré cinco guineas. Si te niegas, te encerraré en prisión, tanto si tu relación coneste monasterio lo justifica como si no. Soy juez, y éstos son mis oficiales. Estánaquí cumpliendo mis órdenes.

El guarda no contestó. Se llevó las manos a la boca y lanzó otro silbido

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penetrante y con una modulación especial.El zaguán era amplio y de techos altos. Al otro lado de la verja había un

tabique de madera tallada y una puerta de roble macizo que daba a una estancia.Encima de la puerta había una ventana con rejas que abarcaba casi toda lalongitud del tabique. L. se fijó en ella, trepó la verja con la agilidad de un gato yapenas había llegado arriba cuando lo vimos apuntar con una pistola a alguienque se encontraba al otro lado.

—¡No se mueva, si no quiere que le meta dos balas en la cabeza! —le oímosgritar.

—¿Qué quieren? —preguntó una voz trémula.—Diga a su amigo, Joe Mills, que venga a abrir la verja. Si le veo mover una

mano o un pie, apretaré el gatillo y le volaré los sesos.L. me contaría más tarde que, al trepar por la verja, vio a un monje vestido

de negro, deliberando con un grupo de hombres. Estaban al fondo de la estanciaque el tabique separaba del zaguán, delante de una ventana, y la luz que entrabapor los cristales le permitió identificar al superior y reconocer entre el grupo aJoe Mills.

—Vamos, Joe. Date prisa —dijo L.—. Tengo los dedos entumecidos y podríadisparar sin querer.

La amenaza surtió efecto. El superior no se atrevió a moverse, pero ordenó aalguien que abriese la verja. Joe salió al zaguán y apretó un resorte en uno de losbarrotes para abrir una parte de la verja y dar paso a nuestro grupo.

—¿Cómo está usted, señor Mills? —saludó L.—: ¡Nos conocemos de El LeónAzul! Tendrá que disculparme si le causo algún inconveniente, pero es usted muyvolátil, y no logramos encontrarlo cuando queremos si no tomamos lasprecauciones necesarias. Tommy, llévalo a donde está el guarda y, para mayorseguridad, espósalos a los dos a la verja, pero esta vez no pierdas el tiempo conguantazos, porque aún tenemos que atrapar a unos cuantos más.

—Caballeros —dijo el superior, acercándose a la puerta del recinto—.¿Pueden explicarme el motivo de esta violencia? ¡Cómo se atreven a profanar unlugar santo! ¿Quiénes son y qué buscan aquí?

—Yo soy juez, señor, y estos hombres son oficiales de la justicia que vienencon una orden de registro. Buscamos a Mary Lobenstein, y lo acusamos dedetención ilegal. Entréguenos a la muchacha y se ahorrará muchos problemas.

—Yo no sé nada de la persona a la que ha nombrado, y los monjes noestamos sujetos a sus leyes. Esta casa está consagrada a fines religiosos: aquíviven penitentes que han renunciado al mundo y a todas sus vanidades. Contamoscon la protección del representante de su santidad el Papa, y las leyes deInglaterra no nos atañen. Entre estas paredes solo hay extranjeros, y no puedopermitir interferencias de nadie que no venga con autorización de la cabeza de laIglesia.

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—No voy a detenerme a señalar los errores de su exposición —contestó eljuez—. Tengo poder suficiente para registrar cualquier institución del reino.Además de comprobar que la persona de cuyo secuestro se le acusa seencuentra en buen estado, es mi deber interesarme por la naturaleza de unestablecimiento que se arroga el derecho a confinar a los súbditos del rey en unlugar que cumple con todos los requisitos para ser una prisión, aun cuando sesustraiga al cumplimiento de las leyes inglesas. Señor L., proceda a su registro y,si alguien se lo impide, que se atenga a las consecuencias.

El hombre de negro dejó traslucir su inquietud. Los seis que lo acompañabanademás de Mills, cuando la pistola de L. interrumpió sus deliberaciones, seguíandelante de la ventana que daba al patio, esperando órdenes del superior. Éste, dequien más tarde supimos que se llamaba Farrell, cruzó una mirada maliciosa consus adláteres y, con aparente resignación, dijo:

—Muy bien, señor. Es inútil que me enfrente a su autoridad. Señor Nares,abra la puerta del patio y acompañe con sus hombres a los caballeros en su visitaa las celdas.

El interpelado abrió el cerrojo de una puerta enorme que daba al patio y actoseguido hizo una reverencia, invitándonos a precederlo. Wilson, que era el queestaba más cerca de la puerta, fue el primero en pasar, y Nares, con un gesto decabeza, indicó a dos de los suyos que siguieran al abogado. Cuando pasaban a sulado, les hizo un guiño muy elocuente.

—Llevad primero a los caballeros a la casa de piedra —dijo.El juez estaba a punto de salir al patio cuando L. lo sujetó del cuello del

abrigo, le obligó a retroceder, cerró la puerta y echó el cerrojo principal.—Disculpe mi brusquedad, señor, pero pronto verá que era necesaria. Su

plan, señor Nares, es excelente, pero no le servirá de nada. No vamos a quedar amerced de sus hombres en una caseta de piedra o en una celda con rejas en lasventanas. Tiene usted las llaves del monasterio colgadas del cinturón. Venga connosotros mientras los demás se quedan aquí en lugar de pisarnos los talones.Vamos, vamos, señor mío. Nada de trucos. Si se resiste, tendré que quitarle esemanojo de llaves y esposarlo con su amigo Mills.

Nares puso un gesto de desafío, pero no contestó. Farrell, que delataba supreocupación por lo pálido que estaba, se envalentonó al ver la actitud desafiantede su compañero.

—Señor Nares —vociferó—. No quiero que le dé las llaves.Estas palabras fueron suficientes. Nares y los demás, todos ellos provistos de

garrotes, enarbolaron las armas en señal de ataque, y la refriega fue inevitable.Al cerrarse la puerta del patio, uno de los nuestros se había quedado fuera, perolo mismo les pasó a dos de los enemigos. Aun así, estábamos en minoría no solonumérica, ya que nosotros éramos cuatro y nuestros antagonistas cinco, armadosademás, mientras que el juez y y o no contábamos con ningún medio de defensa.

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Las hostilidades comenzaron cuando uno de ellos me dio un garrotazo en laparte carnosa del hombro izquierdo y me hizo tambalearme hasta el otro lado dela estancia. Dos de los rufianes hicieron frente al policía, que paró con su porra elgolpe del que estaba más cerca y, antes de que el agresor tuviera tiempo deponerse en guardia, le machacó los dedos de la mano derecha, obligándole asoltar el garrote y a retirarse a un rincón entre aullidos de dolor. El policía seocupó entonces del que me había atacado, que volvía a blandir el arma con laintención de repetir el golpe, pero mi defensor le arreó con fuerza en lasespinillas y el tipo no pudo aguantar en pie y cayó al suelo. Corrí a arrebatarle elgarrote y lo dejé hors de combat. Mientras me ayudaba, el policía sufrió elataque del que había dudado en sumarse a la primera ofensiva y aguardaba laoportunidad de saltar como un felino. Respondí dándole un buen mamporro en lacabeza y aproveché que el sombrero le cubrió los ojos para abalanzarme sobreél. Le sujeté los brazos y lo inmovilicé hasta que el policía se levantó y vino aayudarme. Mientras esposábamos a éste, el caballero herido en la mano meobsequió con una lluvia de patadas.

L. avanzó hacia Nares, apuntándolo con la pistola, y le pidió las llaves. Elrufián contestó dándole un porrazo en la oreja, y L. al momento empezó asangrar. Haciendo gala de un admirable dominio de sí en tan enojosascircunstancias, L. no abrió fuego contra su adversario, sino que le asestó unculatazo en la cara y le hizo una herida muy dolorosa. Nares era valiente comoun bulldog. Agarró la pistola y forcejeó para hacerse con ella. Su enormeestatura y su fuerza pudieron más que su contrincante, y, en el forcejeo, la pistolase disparó, aunque por fortuna sin herir a nadie, momento que el agresoraprovechó para reducir a L., tirarlo al suelo y retorcerle la corbata con intenciónde estrangularlo, pero los demás corrimos en su auxilio y evitamos que el canallaejecutara sus viles intenciones. A pesar de su inferioridad numérica, Naresparecía dispuesto a morir en el combate: nos costó horrores sujetarle de losbrazos y, mientras lo esposábamos, no paró de morder al policía en los dedos.

En el curso de las escaramuzas, el padre superior había agarrado al juez delcuello y, sin ninguna ceremonia, lo había llevado a la zona de la estancia máspróxima a la verja de hierro. No gustó a su señoría este comportamiento tan pococaballeresco, y se enfrentó con valentía. Ninguno de los dos iba armado, así quese atacaron a puñetazo limpio, y hay que decir que el juez se llevó la peor parte.Mills y el guarda, esposados a los barrotes, animaban y vitoreaban a Farrell. Eljuez estaba recibiendo una buena paliza, y pedía ayuda a gritos. Farrell, temiendoenfrentarse con los demás, que ya habíamos derrotado a los suyos, soltó a supresa y escapó corriendo por la puerta de la verja a una velocidad que desafiabacualquier intento de persecución. El cochero y el juez fueron tras él, pero notardaron en perder de vista al ágil villano y volvieron al monasterio muydecepcionados.

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Los dos hombres que se habían quedado fuera con Wilson, gracias a la rápidareacción de L., no paraban de gritar para que abriésemos la puerta. Más tarde elabogado reconocería que estaba muy asustado por su situación, sin posibilidad decomunicarse con nosotros y a merced de dos siniestros malhechores, en un lugarextraño, rodeado de celdas y observado entre los barrotes por un buen número derostros cadavéricos con gesto demente.

Estábamos todos heridos en mayor o menor medida cuando por fin nosreunimos. El juez, muy indignado, juró venganza contra todos los implicados:henchido de ira, con la ropa hecha j irones y heridas en todas partes, proclamó sufirme determinación de ofrecer una importante recompensa para detener aFarrell, el jefe de los rufianes. L. había salido muy mal parado y casi no podíatenerse en pie; le sangraba mucho la oreja y había pasado un buen rato sinrecibir oxígeno en el cerebro cuando Nares intentó estrangularlo. El policía sehabía llevado muchos golpes y le dolía la mano mordida. Yo tenía el brazoizquierdo casi inutilizado, y un montón de manchas de sangre daban cuenta de laspatadas que había recibido en las espinillas. A pesar de todo, habíamos peleadocon ahínco y cosechado una peligrosa victoria.

El juez abrió la ventana y se asomó entre los barrotes para hablar con los queestaban fuera.

—Señores —dijo—, hemos derrotado a sus compinches y están todosdetenidos. Si intentan ustedes resistirse, los trataremos exactamente igual que aellos. Ahora bien, si alguno de ustedes prefiere ayudarnos a cumplir con nuestrodeber y responde debidamente a todas las preguntas, si colabora en cuanto estéen su mano, no solo estoy dispuesto a perdonarlo por los actos de violencia quehaya podido cometer en el pasado, exceptuando el asesinato, sino que ademásprometo recompensarlo bien.

Uno de ellos, el que tenía un aspecto más amenazante, todo hay que decirlo,de inmediato dio un paso al frente y se ofreció a testificar si el juez jurabacumplir lo prometido. Su otro compañero manifestó entre dientes su despreciopor la « serpiente delatora» y huyó corriendo por el patio. No volvimos a verlo,y supusimos que había logrado saltar la tapia del jardín.

La puerta del patio estaba abierta, y el delator entró por ella con el abogado.Dijo que su mujer era la encargada de la casa y que estaba con su hermana enel piso de arriba. Le quitamos las llaves a Nares y emprendimos la búsqueda.Wilson pidió al delator que nos llevara a la celda donde estaba Mary Lobenstein,pero éste negó conocerla. Su mujer, una sargentona vulgar, con marcas deviruela, la nariz respingona y voz masculina, también aseguró que nunca habíahabido allí nadie con ese nombre. L. contestó que no daba ningún crédito a susafirmaciones y les ordenó que encabezaran la búsqueda.

Ocuparía demasiado espacio describir con detalle a las personas y las cosasque encontramos a lo largo de aquella ronda. Baste decir que no tardamos en

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descubrir que las sospechas del policía y el juez se acercaban bastante a laverdad. El establecimiento de Farrell nada tenía que ver con una instituciónreligiosa: no había monjes, frailes, monjas o novicias en ninguna de las celdas. Elnombre de monasterio era una excelente coartada para las maldades que sepracticaban entre sus muros, ya que desarmaba cualquier sospecha y evitabaintromisiones por parte de la policía. La casa, en realidad, era un manicomioprivado donde se cometían los peores abusos: mujeres hartas de sus maridos yviceversa, hijos réprobos con ganas de deshacerse de sus padres o villanos quebuscaban quitar de en medio a sus rivales en el amor o en la riqueza hallaban enla Granja de Farrell, como la llamaban los pocos que la conocían, un esconditeseguro donde encerrar a quienes odiaban. Farrell se encargaba de proporcionarel oportuno certificado de demencia. Nares se había criado, como quien dice,con un mortero y un almirez en la mano y, según las ley es de entonces, la firmade un boticario era autoridad suficiente para encerrar en un manicomio a unapersona sospechosa. Farrell trataba con gentes de la peor calaña y ofrecía susservicios a un precio ínfimo. En general cobraba poco y garantizaba a susclientes que sus familiares o amigos jamás volverían a darles problemas. Segúnnuestro delator, « Apenas les daba de comer, y si no se morían, no era culpasuy a» .

La casa reunía las condiciones óptimas para otros delitos y asuntos secretos.Damas en delicadas circunstancias pasaban allí el embarazo y el parto y dejabana sus hijos en buenas manos. Fugitivos de la justicia encontraban un esconditeseguro si conseguían que Farrell los acogiese. En resumidas cuentas, las puertasde la Granja, aunque cerradas al mundo y al conocimiento de la ley, estabanabiertas a quien pudiera pagar o a quien contara con alguien que pagase por él:desde la infortunada víctima de un rufián con título nobiliario, que hallaba suruina en las elegantes habitaciones de la fachada principal, hasta el locorechazado del manicomio y del asilo para indigentes y condenado a una muertelenta pero infalible en las celdas de aquella escalofriante residencia.

Haría falta un volumen completo para contar la historia de las pobres gentes alas que liberamos de su desesperado cautiverio, un volumen de atrocidad, desufrimiento y de dolor.

Tras una ardua e infructuosa búsqueda por las distintas habitaciones, celdas yescondites de este singular edificio, no tuvimos más remedio que reconocer queel delator y su mujer habían dicho la verdad. Mary Lobenstein no figuraba entrelas personas encerradas en la Granja y tampoco vimos rastro alguno de su pasopor allí. De todos modos, L. seguía aferrándose a la esperanza de que, en laconfusión con que habíamos practicado el primer registro, hubiésemos pasadopor alto alguna celda o mazmorra secreta donde pudiera estar confinada la pobremuchacha. La sólida construcción de piedra que ocupaba el centro del jardínrespaldaba esta conjetura, pero no conseguimos abrir la puerta, reforzada con

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planchas de hierro, que había en uno de sus costados. El hombre que nos guiabadijo que la llave de esa puerta la guardaba siempre Farrell, que únicamente él yNares entraban a ese recinto, que no tenía noticia de que jamás se hubieraencerrado a nadie allí, que dentro brotaba un manantial y que Farrell usaba lacaseta para guardar el vino. Había visto meter y sacar botellas de vino. A decirverdad, el aspecto de la caseta corroboraba estas explicaciones: no teníaventanas, salidas de aire ni aberturas de ninguna clase, aparte de la puerta antesmencionada, y las exiguas dimensiones de la propia construcción descartaban laposibilidad de que allí pudiera esconderse a un ser humano, de ser cierto que unpozo o una fuente ocupaban el espacio, tal como afirmaba nuestro guía.

Renunciando a esta última esperanza de encontrar a la pobre muchacha,ay udamos al juez a trasladar a los prisioneros y a alojar provisionalmente en unlugar digno a los desdichados que habíamos rescatado. El delator y su mujerfueron de gran ayuda en esta tarea, al señalar a los locos incurables ydistinguirlos de aquellos que, en su opinión, habían sido encerrados injustamente.Metimos a los prisioneros en el coche para llevarlos a Londres custodiadospersonalmente por L., quien prometió regresar con refuerzos en el curso de latarde. El policía fue a Enfield a por carruajes y sillas de posta. A los que dabanclaras muestras de estar más locos los enviamos al manicomio, con una orden deingreso del juez, y a dos o tres enfermos los trasladamos al hospital de Middlesex.

Ayudé al abogado y al juez a tomar declaración a algunas de las víctimas queparecían tener la cordura suficiente para ofrecer un relato veraz. Cuando seacercaba la noche, me preparé para marcharme, y Wilson decidió venirconmigo. Algunas de las personas encerradas en la Granja nos facilitaron ladirección de su familia para que le comunicáramos su paradero. Al salir, en elcoche, nos cruzamos con L. y un numeroso grupo de policías, que se quedarían apasar la noche con el juez y lo ay udarían a evacuar a los demás cautivos a lamañana siguiente.

Esa misma noche, con el corazón encogido, fui a ver a la señora Lobensteinpara darle cuenta del triste desenlace de nuestro plan. Le referí minuciosamentetodos los detalles de la operación, y me escuchó en silencio, interrumpiéndomesolo en alguna ocasión, cuando le describí el celo con que había actuado L., parainvocar la bendición de la Divina Providencia. Al saber que nuestra búsquedahabía sido infructuosa, guardó silencio unos momentos, pero enseguida, con tonoconfiado y voz alegre, dijo:

—Mi hija Mary está en esa caseta de piedra. Bien se ven los designios deDios en la asombrosa concatenación de circunstancias que ha permitidodescubrir a Farrell y su infame mansión. Mi hija está allí, solo que aún no hanpodido entrar en esa cámara secreta. Iré con usted por la mañana, si puedepermitirse perder un día más para ayudar a una madre desconsolada.

Le aseguré que estaba dispuesto a acompañarla, aunque también intenté

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convencerla de que era inútil seguir buscando. Ella tenía una fe inquebrantable ensu impresión divina, así lo expresó, y afirmó que Dios jamás permitiría que losesfuerzos de un hombre tan bondadoso como L. se vieran frustrados. La intuiciónde una madre, el instinto de su amor, lo ayudarían a completar esta misiónsagrada. De nada servía discutir con ella, y así quedé en pasar por su casa aprimera hora de la mañana.

Dormí poco esa noche. Me dolían bastante el hombro y las heridas de lasespinillas, y la extraña emoción de los acontecimientos del día contribuía areforzar mi fiebre tanto física como mental. Me levanté al día siguiente en unestado deplorable, y solo la confianza de la pobre viuda me indujo a afrontar laincomodidad del viaje, pues no soportaba la idea de defraudarla. Encontré elcoche listo en la puerta. Dos cerrajeros, provistos de mazas, palancas y enormesmanojos de llaves, ocupaban el asiento de delante, y, tras instalarme detrás, conla señora Lobenstein, los caballos salieron a trote ligero.

En el camino, la viuda me contó que había ido a verla un abogado de parte deElizabeth Bishop, la solterona desheredada que, como quizá se recuerde, perdiósu esperada fortuna al entrar en escena la dulce Mary Lobenstein. El abogadoexplicó que iba en representación de la señorita Bishop, quien se había enteradode la desaparición de la heredera de su tía, y manifestó que, si en los próximosdías no se aportaba fe de vida de la señorita Lobenstein, su representada tomaríaposesión de todos los bienes, tal como estipulaba el testamento de la anciana.

—Estoy segura —dijo la viuda—, de que esa mujer está detrás de todo esteasunto. Es ella quien ha encargado el secuestro de mi hija para quedarse con laherencia, pero confío en que Dios no le permita cumplir sus viles propósitos. Elcorazón me dice que quienes son capaces de robarle a una madre una hija pordinero, tampoco tendrían ningún reparo en privar a esa muchacha de suexistencia. Sin embargo, tengo plena confianza en el Altísimo, que templa elviento para proteger al cordero esquilado, y no consentirá la destrucción de unaviuda y una huérfana.

L. ya había apuntado la posibilidad de que la chica estuviera muerta cuandodimos por concluido el registro, y esta idea había ocupado buena parte de mispensamientos en mi desvelo nocturno. Como no tenía ninguna esperanza de quela nueva búsqueda arrojara algún resultado, decidí consultar con L. la posibilidadde ofrecer una recompensa a Mills y a Nares a cambio de que revelasen laverdad y, en el caso de que no lográramos sacarles nada, proceder a un registroexhaustivo del jardín y del patio para encontrar, si fuera posible, los restosmortales de la muchacha asesinada.

El juez recibió a la viuda con afecto y respeto, y respaldó sus deseos de llegarhasta el fondo del misterio de la caseta de piedra. L. no había averiguado nadanuevo, aparte de que en una de las habitaciones se habían encontrado algunasprendas femeninas, y propuso que la señora Lobenstein las inspeccionara, por si

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se daba el caso de que pudieran ser de su hija. La madre señaló que Mary habíasalido de casa sin sombrero ni chal, y por tanto era poco probable que hubiesedejado allí la ropa que llevaba. Le pareció inútil perder el tiempo en subir a laplanta de arriba, y pidió a los cerrajeros que la acompañasen a la caseta deljardín. Era imposible no compadecerse de la pobre mujer, y el juez aplazó suregreso a Londres, donde su presencia era indispensable para presidir elinterrogatorio de los señores Nares, Mills y compañía. El bondadoso L. tuvo quesecarse las lágrimas mientras seguía a la madre por el patio y la oía animar a loscerrajeros para que procediesen a hacer lo necesario y liberasen a su queridaMary. Reventaron la cerradura de la caseta, abrieron la puerta de par en par, y lamadre llamó en voz alta a su hija, pero no hubo más respuesta que el eco de lapiedra. No había nadie allí.

Comprobamos que el interior del recinto se correspondía con la descripcióndel delator. Había nichos en las paredes, con botellas de vino guardadas en serrín;un pozo de ladrillo asomaba ligeramente del suelo en el centro de la caseta, y elagua llegaba a treinta centímetros del brocal; una polea y un cubo oxidadosbloqueaban un lado de la puerta, y dos o tres barricas de vino ocupaban el restodel espacio. Era imposible ocultar a un ser humano en ninguna parte.

La señora Lobenstein suspiró, y la decepción se reflejó en su gesto, pero lallama de la esperanza que había prendido en su corazón no se apagó deinmediato.

—Caballeros —dijo—, acompáñenme a las celdas y las cámaras secretas.Quiero ver con mis propios ojos que se han registrado a fondo, para despejar lasdudas de que puedan haber pasado ustedes por alto algún rincón escondido en elque esos malvados hayan encerrado a mi hija.

Repetimos el recorrido por las cámaras sin ningún éxito, y la viuda tuvo quereconocer que habíamos mirado en todas partes y era inútil prolongar la estanciaen la casa. Se sentó en el último escalón del segundo tramo y, con expresiónafligida, nos miró a los ojos, como si buscara un consuelo que no estaba ennuestra mano ofrecerle. Sus mejillas se llenaron de lágrimas, y unos sollozosincontenibles dieron cuenta de su desesperación. Estaba yo intentando que semoviera, pues sabía que el ejercicio era el único modo de romper la tenaza de susufrimiento, cuando llamó mi atención el aullido de un perro, un cocker spaniel,que nos había acompañado desde casa de la señora Lobenstein y al que, pordescuido, mientras hacíamos la ronda del monasterio, habíamos dejadoencerrado en una de las celdas.

—¡Pobre Dash! —dijo la viuda—. Ahora no puedo perderte. Mi Mary tequería mucho y tengo que cuidar de ti.

Me di por aludido y fui a abrir la puerta de la celda de donde llegaban losladridos. Era la misma celda donde estaban las prendas de vestir, que la madreya había examinado sin descubrir entre ellas ninguna de su hija. Pero el instinto

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más agudo del animal detectó la presencia de los zapatos que adornaban los piesde Mary cuando la joven salió de casa el día de su secuestro. Nada más abrirsela puerta, el perro fiel cogió los zapatos con la boca y corrió a dejarlos a los piesde su ama, llamando su atención con un ladrido penetrante y sagaz. La mujer losreconoció al instante.

—Sí, son de mi hija, yo misma se los compré. Ha estado aquí, la hanasesinado, y su cuerpo ya estará pudriéndose en la tumba. —La pobre viudasufrió un violento ataque de histeria, y la dejé al cuidado de la mujer y la cuñadadel delator, a quienes no se había permitido abandonar el recinto.

Juzgué que el hallazgo de los zapatos tenía la importancia suficiente paraavisar al juez, que ya había subido al coche y estaba a punto de emprender elcamino de Londres. Volvió al instante y se interesó por los detalles del incidente.En cuanto quedó probado que Mary Lobenstein había estado en el monasterio, L.subió corriendo las escaleras y llevó al delator ante el juez, quien le preguntóseveramente por qué había mentido al afirmar que la muchacha nunca habíaestado allí. El hombre protestó con vehemencia y, ostensiblemente alarmado,aseguró que no conocía a ninguna mujer con el nombre de Lobenstein: la únicaexplicación que podía dar al misterio de los zapatos era que una joven, cuyoaspecto coincidía con nuestra descripción de Mary, llegó a la casa, de noche,hacía dos semanas, pero la presentaron como una prostituta loca, llamada Hill,que importunaba a los caballeros casados alborotando a las puertas de sus casas.Primero dijeron que se quedaría en la Granja para siempre, pero más tardeNares se la había llevado, no sabía adónde.

Al oír estas palabras, L. movió la cabeza de una manera que no augurabanada bueno, y todos comprendimos que las sospechas de la madre eran ciertas yque la muchacha había sido víctima de un delito de sangre. Discutimos cómoactuar para dar con la sepultura, y salimos al jardín en busca de algún indicio detierra removida o cualquier otra prueba que pudiera conducir al hallazgo de susrestos mortales. Habíamos cruzado el patio y nos disponíamos a entrar por lacancela del jardín cuando L. sugirió que fuésemos a buscar al perro, cuyoexcelente olfato nos había facilitado la única pista que hasta el momentohabíamos sido capaces de encontrar. Fui a por el animal, pero se negaba asepararse de su ama, y tuve que sujetarlo del cuello y cogerlo en brazos, conriesgo de que me mordiera, para alejarlo de ella. Lo dejé en el suelo cuandollegamos al jardín y traté de incitarle a la acción, corriendo por el sendero ysilbando para que me siguiera, pero se acercó con el rabo entre las patas y lacabeza gacha, como si compartiera el dolor que a todos nos embargaba.

Registramos el jardín sin hallar nada que invitase a prolongar la búsqueda.Habíamos recorrido todos los senderos, menos uno estrecho y transversal que ibadesde la verja hasta una hilera de invernaderos pegados a la tapia en el otroextremo del jardín. Estábamos a punto de abandonar, convencidos de que no

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podíamos desvelar el misterio que envolvía la desaparición de la muchacha,cuando el perro, que se había separado del grupo al adentrarnos por el sendero,dio extraordinarios signos de viveza y emoción: sacudió la cola con furia, levantólas orejas y prorrumpió en ladridos, a la vez que corría de un lado a otro delcamino, hasta que se acercó al invernadero con el hocico pegado al suelo.

—Ha olido algo —dijo L.—. Aún queda una oportunidad.Nuestro grupo, formado por L., el juez, dos policías, el delator, los cerrajeros

y y o, siguió al perro hasta un arriate donde había tres o cuatro surcos de pepinos,cubiertos por una estructura de cristal que podía abrirse y cerrarse. Después debuscar alrededor del arriate, el animal saltó al centro y lanzó un aullido lastimero.Era evidente que había perdido el rastro. L. llamó nuestra atención sobre un panelcorredizo y un candado de grandes dimensiones que aseguraba la estructura decristal, y esta insólita medida de seguridad despertó nuestras sospechas. Rompióel candado con la palanca de uno de los cerrajeros, levantó la parte superior delinvernadero y el perro dio un salto y empezó a escarbar frenéticamente.

L. hundió la palanca en la tierra blanda y, a unos treinta centímetros deprofundidad, tocó un objeto duro. El descubrimiento nos electrizó a todos, y noperdimos tiempo en ir en busca de herramientas: empezamos a cavar con lasmanos, y la tierra negra y tostada que íbamos retirando ávidamente no tardó enrevelar los tablones de una trampilla, dividida en dos hojas unidas entre sí por uncandado. Mientras los cerrajeros daban prueba de su destreza, el buen juez, conla cabeza descubierta, las manos en alto y el aliento entrecortado por la emoción,dejó escapar una lágrima. Estábamos todos muy alterados e interpretamos losalegres ladridos del perro como señal de éxito. La impaciencia de L. no admitíademoras. Arrebató la maza de las manos de los cerrajeros y, asestando un golpecapaz de derribar una pared, destrozó la cerradura, haciendo que las dos hojas dela trampilla se separaran de un salto, como si intentasen esquivar el golpe.Abrimos la puerta: una cámara negra y amplia y un pequeño tramo de escalerasde madera, cubiertas de musgo por la humedad de la tierra, conducían a laslúgubres profundidades de la cueva.

El perro bajó valerosamente, y L., pidiendo que nos hiciéramos a un ladopara no impedir el paso de la luz, se abrió camino entre los resbaladizos yestrechos peldaños. Uno de los cerrajeros lo siguió, mientras los demás,impacientes, desde el borde del agujero, veíamos a nuestros amigos alejarse enla penumbra.

Hubo un silencio, oímos ladrar al perro, y a continuación el leve murmullo delas voces de L. y el cerrajero. Les grité, y me asustó el eco de mi voz. A esasalturas nuestra angustia era extrema, y el juez también llamó a L., pero no huborespuesta. Nos disponíamos a bajar todos cuando el policía apareció al pie de laescalera.

—La hemos encontrado —dijo. Gritamos al unísono—. Pero está muerta —

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concluy ó aterradoramente, cuando salía de la cámara.Ay udamos al cerrajero, con el cuerpo sin vida de Mary Lobenstein cargado

al hombro, a subir las escaleras. Dejamos el cadáver de la muchacha en uno delos bancos del jardín y, con gesto lúgubre y el ánimo por los suelos, volvimos almonasterio con nuestra triste carga. La madre no se había recuperado del golpeque el presentimiento de la muerte de su hija había supuesto para ella. Estabainconsciente, tendida en una cama, donde la había acostado la mujer del delator.Depositamos el cadáver en una habitación contigua y dimos instrucciones a lamujer del delator para que administrase las últimas y tristes atenciones a aquelpedazo de barro insensible, mientras esperábamos que la madre volviera en sí. Eljuez regresó a Londres; los cerrajeros empezaron a recoger sus herramientas, yyo estaba repasando con melancolía los acontecimientos de la jornada cuando elrostro adusto de la mujer del delator asomó por la puerta y nos hizo una señapara que saliéramos.

—Si me lo permite, señor, nunca he visto un cadáver como el de esamuchacha. He visto muchos en mi vida, pero éste tiene algo que no es natural.No parece un cuerpo muerto.

—¿Qué quiere decir?—Pues que aunque tiene las manos y los pies fríos, la mandíbula no está

caída y los ojos no están abiertos, y tiene una flexibilidad en las extremidadesque no me gusta. En realidad creo que no es más que un síncope.

L. y y o salimos corriendo, y los cerrajeros, con sus cestos de herramientascolgados a la espalda, nos siguieron hasta la celda. Busqué con avidez una señalde pulso en el corazón y en las muñecas de la pobre Mary, cuy o aspectociertamente corroboraba la impresión de la mujer, pero la ausencia total designos vitales nos impedía albergar ninguna esperanza. Uno de los cerrajerossacó de su cesto una herramienta de acero brillante y bien templado, lo acercóunos segundos a los labios entreabiertos de Mary y lo retiró, afirmando con vozenérgica:

—¡Está viva! ¡La respiración ha empañado el acero!El hombre estaba en lo cierto. Administramos a la hija y a la madre los

remedios necesarios, y L. obtuvo la recompensa de depositar a Mary en losbrazos de su madre.

Las explicaciones posteriores de la señorita Lobenstein no revelaron muchomás de lo que ya sabíamos. El malvado Mills y su amigo, Billy el vagabundo, lallevaron a la Granja y le dijeron que pasaría allí lo que le quedaba de vida. Latrataron como si estuviera loca: no contestaban a sus preguntas y respondían condesprecio a sus súplicas de que avisaran a su madre. Unas tres noches antes, leordenaron salir de la habitación, le quitaron los zapatos para que no hiciese ruidoen los pasillos y la llevaron a la cámara secreta del jardín. Le dejaron unasgalletas y una jarra de agua y la encerraron en aquel lugar solitario hasta que el

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instinto de su querido perro permitió que la encontrásemos, poco después de quese hubiera desmayado de agotamiento y terror.

No cabe duda de que la vigilancia del infatigable L. alarmó a los rufianes, quedecidieron encerrar a la muchacha en un escondite seguro. Tuve la curiosidad debajar a la cámara secreta, en compañía de algunos policías. El terreno se habíaexcavado inicialmente para sentar los cimientos de una vivienda de sólidos murosy tabiques, pero la quiebra del constructor impidió la conclusión de las obras.Cuando Farrell y su cuadrilla tomaron posesión del lugar, juzgaron que sería mássencillo cubrir las vigas del sótano con tablones y tierra en vez de rellenar elagujero y, con el tiempo, todos menos los más interesados en su ocultamiento seolvidaron del agujero. Fue Farrell quien ideó la entrada a través de la estructurade cristal, y, cuando se construy eron los invernaderos anexos, se dotó a lacámara de un conducto de ventilación artificial para proporcionarle el airesuficiente.

La señora Lobenstein no quiso querellarse contra la solterona Bishop, cuy amaldad acabó por cebarse en su propio corazón y no tardó en llevarla a la tumbasin que nadie lamentase su pérdida. Nunca se revelaron a la opinión pública lospormenores de este caso tan singular; sin embargo, estoy convencido de que loshechos fueron determinantes para modificar la legislación inglesa por la que seregían los manicomios privados y otros centros de reclusión para dementes.

La magistratura del condado tuvo que reconocer su responsabilidad, porhaber permitido la existencia de una mazmorra como la Granja de Farrell, y seaprestó a iniciar un procedimiento contra Mills, Nares y sus colaboradores, aquienes se impuso una pena de tan solo unos meses de prisión, y esto por agresiónal jefe de policía, pero Billy el vagabundo resultó ser un delincuente habitual: loacusaron de varios delitos por los que hasta la fecha no había sido castigado y locondenaron a « siete años» de reclusión en los barracones de Chatham. Farrell,el cabecilla de los bandidos, logró escapar por algún tiempo del brazo de la ley, sibien L. me ha asegurado que tiene fundadas razones para creer que lo ejecutaronen Somersetshire, bajo un nombre falso, por robo de caballos.

La Granja se transformó en un asilo para los pobres de las parroquiasvecinas. L. recibió su recompensa, y, en el momento en que yo abandonéInglaterra, Mary, nuestra heroína, era una radiante madre de familia numerosa.

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Charles Dickens

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Charles Dickens (1812-1870) nació en Portsmouth, segundo de los ocho hijosde un funcionario de la Marina. A los doce años, encarcelado el padre pordeudas, tuvo que ponerse a trabajar en una fábrica de betún. Su educación fueirregular: aprendió por su cuenta taquigrafía, trabajó en el bufete de un abogadoy finalmente fue corresponsal parlamentario de The Morning Chronicle. Susartículos, luego recogidos en Bosquejos de Boz (1836-1837), tuvieron un granéxito y, con la aparición en esos mismos años de Papeles póstumos del clubPickwick, Dickens se convirtió en un auténtico fenómeno editorial. Novelas comoOliver Twist (1837), Dombey e hijo (1846-1848),David Copperfield (1849-1850),Casa Desolada (1852-1853), La pequeña Dorrit (1855-1857), Historia de dosciudades (1859) y Grandes esperanzas (1860-1861) alcanzarían una enormepopularidad y fueron decisivas para el desarrollo del género novelístico. En 1850fundó su propia revista, All the Year Round, en la que publicó por entregas novelassuyas y de otros escritores. Murió en Londres en 1870.

« La brigada de detectives del cuerpo de policía» (« The Detective Police» )se publicó en Household Words, la revista de la que era editor antes de fundar lasuya propia, en los números del 27 de julio y del 1 de agosto de 1850. « Tresanécdotas de detectives» (« Three Detective Anecdotes» ) apareció en elnúmero del 14 de septiembre de 1850 de la misma revista. Los dos textos seenmarcan dentro de la obra periodística de Dickens y traslucen su interés por laentonces novedosa profesión de policía. Parte de sus observaciones le ayudarán aconstruir el personaje del inspector Bucket en Casa Desolada, pero en estasanécdotas escritas a vuelapluma, ágiles y certeras, lo que se perfila es eldetective como una nueva voz, un nuevo narrador con acceso a aventuras nuevasy, sobre todo, a relaciones distintas con los mundos callejeros. Este enfoque casiimpresionista, el desinterés por el desenlace de las aventuras, inusitado en laliteratura detectivesca, habitualmente obsesionada por atar los cabos de un relato,imprime en estas historias una desconcertante modernidad.

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La brigada de detectives del cuerpo de policía

(1850)

Ni mucho menos somos devotos de la antigua Policía de Bow Street. A decirverdad, creemos que abundaban allí los farsantes entre los hombres honrados.Eso por no hablar de que muchos de ellos eran individuos mediocres ydemasiado dados a asociarse con ladrones y gentes de la peor calaña, que nuncaperdían la ocasión de chalanear y comerciar con su trabajo para enriquecersetodo lo posible. Atosigados, además, por magistrados incompetentes y ávidos porocultar sus propias deficiencias, y en conchabamiento con los plumillas de laépoca, llegaron a convertirse en una suerte de superstición. Y, aunque comopolicía preventiva eran completamente inútiles, y como investigadores pocofiables y faltos de rigor, hay quienes todavía conservan esa superstición hasta eldía de hoy.

Por el contrario, la brigada de detectives que se constituyó desde que existe laactual Policía cuenta con individuos tan bien seleccionados y entrenados, procedecon tanto método y tanta prudencia, desempeña su tarea con tantaprofesionalidad y cumple con tanta discreción su compromiso de servicio públicoque los ciudadanos en realidad no la conocen lo suficiente para apreciar siquierauna décima parte de su valía. Animados por esta convicción e interesados por lospropios individuos, comunicamos a las autoridades de Scotland Yard nuestrodeseo, si no había objeciones de carácter oficial, de conversar con algunosdetectives. Tras recibir una amable y pronta autorización, acordamos una cita enLondres, cierta tarde, con cierto inspector, para reunirnos en la sede de laredacción de Household Words, en Wellington Street, cerca del Strand. A estareunión asistió el grupo que nos disponemos a describir. Permítasenos observarque, dejando a un lado aquellos asuntos que por razones obvias no debendivulgarse en forma impresa, por ser injuriosos para la opinión pública odesagradables para las gentes de bien, nuestra descripción es todo lo exacta quenos ha sido posible.

Tenga el lector la bondad de imaginar el sanctasanctórum de HouseholdWords. Cada cual puede representarse esa magnífica cámara de la manera quemás agrade a su imaginación. Únicamente estipulamos una mesa redonda en elcentro, con vasos y cigarros alrededor, y el elegante sofá de la editorial colocadoentre esta majestuosa pieza de mobiliario y la pared.

Es un atardecer sofocante. Los polvorientos adoquines de Wellington Streetestán calientes, y los aguadores y cocheros del teatro, al otro lado de la calle,acalorados y exasperados. No cesan de llegar carruajes con personas que

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acuden al País de las Hadas, y, por las ventanas abiertas, entran de vez en cuandogritos y alaridos ensordecedores.

Justo cuando empieza a oscurecer, se anuncia la llegada de los inspectoresWield y Stalker, si bien no nos comprometemos a garantizar la correctaortografía de ninguno de los nombres que aquí se mencionan. El inspector Wieldpresenta al inspector Stalker. El inspector Wield es un hombre de mediana edad yporte señorial, con los ojos grandes, vivos y sagaces, la voz ronca y la costumbrede hacer hincapié en sus palabras con ayuda de un grueso dedo índice enconstante y uxtaposición con su mirada o su nariz. El inspector Stalker es unescocés práctico y perspicaz, no muy distinto en apariencia de un agudo directorde escuela que hubiera superado con éxito su formación en la Escuela Normal deGlasgow. Al inspector Wield quizá podría tomársele por lo que es; al inspectorStalker jamás.

Concluidas las ceremonias de recepción, los inspectores Wield y Stalkerseñalan que han venido acompañados de algunos sargentos. Nos presentan a lossargentos, cinco en total: el sargento Dornton, el sargento Witchem, el sargentoMith, el sargento Fendall y el sargento Straw. Contamos con la presencia de todala brigada de detectives de Scotland Yard, con una excepción. Se sientan ensemicírculo (los inspectores en los extremos) a escasa distancia de la mesaredonda, frente al sofá. Todos ellos, con una rápida ojeada, hacen inventario delos muebles y trazan un boceto preciso del representante editorial. El editor tienela sensación de que cualquiera de aquellos caballeros podría, llegado el caso,detenerlo sin la menor vacilación en un plazo de veinte años.

Todos visten de paisano. El sargento Dornton tiene alrededor de cincuentaaños y es un hombre rubicundo, con la frente alta y tostada por el sol y aspectode haber servido en el ejército. Podría haber posado para Wilkie Collins en suretrato del soldado protagonista de La lectura del testamento. Tiene fama deseguir escrupulosamente el método inductivo y, a partir de un modesto comienzo,avanzar de pista en pista hasta que logra cazar a su hombre. El sargentoWitchem, de estatura inferior y complexión más corpulenta, con el rostro picadode viruela, tiene un aire reservado y pensativo, como si estuviera absorto encomplicados cálculos aritméticos. Destaca por su conocimiento de los carteristas.El sargento Mith, un hombre de presencia tranquila, tez lozana y suave y unextraño aire de sencillez, es un as para los desvalijadores de viviendas. Elsargento Fendall, rubio, cortés y de habla educada, es un prodigio para lasinvestigaciones privadas de carácter delicado. El sargento Straw, pequeño ynervudo, de ademanes afables e instinto infalible, sería capaz de llamar acualquier puerta para interrogar a cualquier persona que se le ordene, de uncolegial para arriba, con una apariencia tan inocente como un recién nacido. Son,todos ellos, hombres de apostura respetable, excelente conducta e inteligenciafuera de lo común, sin un ápice de indolencia o de encorsetamiento en sus

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maneras y con trazas de observar con agudeza y comprender con prontitud; y ensu fisonomía, con mayor o menor intensidad, se observa que estánacostumbrados a llevar una vida sometida a una fuerte tensión mental. Todostienen buen ojo, y todos miran atentamente a su interlocutor.

Encendemos los cigarros, servimos las copas (muy moderadamente, todohay que decirlo) y la conversación comienza con una modestareferenciaamateur a la delincuencia de guante blanco por la parte editorial. Elinspector Wield se retira al punto el cigarro de los labios y levanta la manoderecha:

—En lo que respecta a la delincuencia de guante blanco, señor, no puedorecomendarle a nadie mejor que el sargento Witchem. Y ¿eso por qué? Le dirépor qué. No hay en todo Londres un oficial que conozca mejor que él a losdelincuentes de guante blanco.

Nos da un vuelco el corazón al contemplar este arco iris en el cielo, ymiramos al sargento Witchem, que, con mucha concisión y eligiendo muy biensus palabras, va directamente al grano. Sus compañeros lo escuchan con hondointerés y observan el efecto de sus explicaciones. Intervienen luego, uno o dos altiempo, cuando se presenta la oportunidad, y la conversación pasa a ser general,aunque se observa que se expresan únicamente en ay uda mutua —nunca enayuda de la contradicción—, y no hay fraternidad más amigable que la que unea todos ellos. De la delincuencia de guante blanco pasamos a casos análogos deladrones, peristas, bailarinas de establecimientos públicos y rateros de barrio,como se designa a los jóvenes « sin oficio ni beneficio» , entre otras « escuelas» .Se aprecia en sus revelaciones que el inspector Stalker, el escocés, es siempreexacto y fiel a la estadística, de manera que, cuando se plantea una cuestiónnumérica, todos guardan silencio tácitamente y lo miran.

Una vez agotadas las distintas escuelas artísticas —con plena atención delgrupo al completo, menos cuando un ruido extraño procedente del teatro induce aalguno de los caballeros a mirar por la ventana con aire inquisitivo por detrás dela espalda de su compañero—, solicitamos información sobre asuntos como losque seguidamente se reseñan. Si es verdad que hay en Londres robos a manoarmada o si alguna circunstancia que a la parte agraviada no convienemencionar precede normalmente a los delitos denunciados bajo este epígrafe ypor tanto modifica completamente su naturaleza. En general lo segundo, casisiempre. Si, en el caso de robos en viviendas, cuando los criados quedannecesariamente expuestos a la duda, la inocencia bajo sospecha se conviertealguna vez en presunción de culpabilidad, y por tanto un buen oficial debe sermuy cauto en sus juicios. Sin duda. No hay nada tan común ni tan engañoso enun primer momento como esas apariencias. Si se da la circunstancia de que, enun lugar de esparcimiento público, un ladrón reconoce a un agente y un agentereconoce a un ladrón —suponiendo que previamente fueran extraños el uno para

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el otro—, porque cada cual advierte en el otro, por más que intente disimularlo,una falta de atención a lo que ocurre a su alrededor y una intencionalidad que noes la de entretenerse. Sí. Así es exactamente. Si es razonable o es absurdo confiaren las supuestas experiencias de los ladrones, tal como ellos mismos las narran enprisiones, en penitenciarías o donde sea. En general, no hay nada más absurdo.Mentir es su costumbre y su negocio, y mentirían, aun cuando no tuvieran interésen hacerlo para hacerse pasar por personas agradables, antes que decir laverdad.

De estas cuestiones pasamos a repasar los crímenes más célebres y atrocescometidos en el curso de los últimos quince o veinte años. Los hombres que hanparticipado en el descubrimiento de todos y cada uno de estos casos, así como enel seguimiento o la detención de los asesinos, están aquí. Fue uno de nuestrosinvitados quien siguió y abordó el barco cargado de emigrantes en el quesupuestamente había embarcado la última mujer asesina que sería ahorcada enLondres. Por él sabemos que su misión no se dio a conocer entre los pasajeros,que aún hoy tal vez sigan ignorando lo que allí ocurrió. Sabemos que bajó a loscamarotes, con el capitán, lámpara en mano —era de noche y todo el pasajeestaba acostado y mareado—, para entablar, con la señora Manning, que iba abordo, una conversación sobre su equipaje, hasta que, después de muchasreticencias, la dama se vio obligada a levantar la cabeza y volver el rostro haciala luz. Convencido entonces de que no era la persona a quien buscaba, nuestrohombre regresó tranquilamente a la patrullera que lo había llevado hasta allí, yvolvió a casa con esta información.

Cuando habíamos agotado también estos temas, que ocuparon buena parte dela conversación, dos o tres oficiales se levantaron de sus asientos, le susurraronalgo al sargento Witchem y volvieron a su sitio. El sargento Witchem se inclinóun poco hacia delante, apoyó una mano en cada pierna y dijo con humildad:

—Me piden mis compañeros un breve relato de cómo detuve a Tally -hoThompson. No está bien que un hombre se jacte de sus hazañas, pero, como nohabía nadie conmigo, y por tanto nadie más que yo puede contarlo, lo haré lomejor que pueda, si dan ustedes su permiso.

Aseguramos al sargento Witchem que nada nos agradaría más, y nosdisponemos todos a escuchar con sumo interés y atención.

—Tally -ho Thompson —dice el sargento Witchem, después de mojarse loslabios en el brandy con agua—, Tally -ho Thompson era un famoso cuatrero,embaucador y timador que, en connivencia con un compinche que a vecestrabajaba con él, había estafado a un campesino una importante suma de dinerocon la promesa de eximirlo de una obligación, el antiguo reclutamiento regular, ymás tarde estuvo implicado en un revuelo en torno a un caballo… un caballo querobó en Hertfordshire. Me encomendaron la búsqueda de Thompson, y loprimero que hice, como es lógico, fue averiguar su paradero. Resultó que la

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mujer de Thompson y su hija de corta edad vivían en Chelsea. Sabiendo queThompson no había salido del país, vigilé la casa, principalmente por lasmañanas, a la hora de la llegada del correo, con la idea de que era muy probableque el marido escribiera a su mujer. Tal como esperaba, una mañana llega elcartero y entrega una carta en la puerta de la señora Thompson. Una niña abre lapuerta y recoge la carta. No siempre podemos confiar en los carteros, aunque losempleados de las oficinas de correos son siempre muy atentos. Un cartero puedeay udarnos o no: nunca se sabe. De todos modos, cruzo la calle y le digo alcartero, cuando ya ha entregado la carta:

» —Buenos días. ¿Cómo está usted?» —¿Cómo está USTED? —contesta.» —Acaba de entregar una carta para la señora Thompson.» —Así es.» —¿Por casualidad se ha fijado en el matasellos?» —No. No me he fijado.» —Verá. Seré sincero. Tengo un pequeño negocio. Le di un crédito a

Thompson, y no puedo permitirme perder lo que me debe. Sé que tiene dinero yque está en el país. Si usted pudiera decirme de dónde era el matasellos, se loagradecería mucho: le haría usted un gran favor a un pequeño comerciante queno puede permitirse una pérdida.

» —Bueno. Le aseguro que no me he fijado en el matasellos. Lo que sí sé esque dentro de esa carta había dinero… Yo diría que un soberano.

» Me bastó con esta información, pues sabía, como es natural, que siThompson le había enviado dinero a su mujer era probable que ella respondiera,a vuelta de correo, para acusar recibo. Conque le di las gracias al cartero y seguívigilando. Por la tarde vi salir a la niña. La seguí, lógicamente, y vi que entrabaen una papelería. Ni que decir tiene que me asomé a mirar por el escaparate.Compró papel, sobres y una pluma. Y me dije: “Ya está. No la pierdas de vista ysigue esperando”, pues sabía que la señora Thompson escribiría a Tally -ho yecharía la carta al correo ese mismo día. En cuestión de una hora, la niña volvióa salir con la carta en la mano. Me acerqué a ella y le dije lo primero que se meocurrió, pero no logré ver la dirección escrita en el sobre, porque lo llevaba delrevés. Observé, sin embargo, que en el remite había lo que llamamos un beso,una gota de cera al lado del sello, y, una vez más, como puede comprenderse,me bastó con eso. La niña dejó la carta en la oficina de correos, y esperé a quesaliera antes de entrar y preguntar por el jefe.

» —Verá —le expliqué al jefe—. Soy oficial de la brigada de detectives.Acaban de entregar una carta con un beso, para un hombre al que estoybuscando. Y lo que quiero pedirle es que me permita ver la dirección que figuraen el sobre.

» Fue muy amable. Sacó un montón de cartas del buzón de la ventana, y las

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fue dejando en el mostrador con los sobres boca abajo hasta que apareció lamarca del beso. Iba dirigida al señor Thomas Pigeon, Oficina de Correos, B.,para conservar hasta que la reclamasen. Esa misma noche me puse camino deB., a unos doscientos kilómetros. A primera hora de la mañana fui a la oficina decorreos, hablé con el encargado, le dije quién era y le expliqué que tenía lamisión de localizar y seguir a la persona que recogiese la carta dirigida al señorThomas Pigeon. Fue muy correcto.

» —Le ofreceremos toda nuestra ay uda —dijo—. Puede esperar aquí, en laoficina, y le avisaremos si alguien viene a recoger la carta.

» Pues bien, pasaron tres días, y ya empezaba a pensar que nadie iría arecoger la carta. Por fin, un empleado me susurró:

» —¡Eh, detective! ¡Han venido a por la carta!» —Entreténgalo un minuto —contesté, y salí corriendo. Vi a un joven con

pinta de palafrenero, que sujetaba un caballo de la brida mientras esperaba en laventanilla. Empecé a acariciar al caballo, y le dije al chico—: Pero ¡si ésta es lay egua del señor Jones!

» —No. No lo es.» —¿No?» —¡Se parece mucho a la yegua del señor Jones! Pero no es la yegua del

señor Jones. Es del señor Fulano de Tal, del Warwick Arms. —Y, dicho esto, subióal caballo y se marchó con la carta.

» Paré un coche, lo seguí sin pérdida de tiempo y llegué tan deprisa quecuando entraba yo por una puerta a las cuadras del Warwick Arms él entraba porla otra. Fui a la taberna, atendida por una joven, y pedí una copa de brandy conagua. Al momento llegó el chico y le entregó la carta. La muchacha la miró porencima, sin decir nada, y la dejó detrás del espejo de la chimenea. ¿Qué hacer acontinuación?

» Estuve pensando, mientras me tomaba el brandy, sin apartar la vista de lacarta, pero no se me ocurría nada. Traté de alojarme en la fonda, pero había unaferia ecuestre o algo por el estilo, y no quedaban habitaciones. Tuve que buscarotro alojamiento y pasar un par de días entrando y saliendo de la taberna. Lacarta seguía en el mismo sitio, detrás del espejo. Entonces se me ocurrió escribiral señor Pigeon, para ver qué pasaba. Y eso hice: escribí y eché la carta alcorreo, pero la dirigí intencionadamente al señor John Pigeon, en vez de al señorThomas Pigeon. Esa mañana, una mañana muy lluviosa, vi al cartero en la calley lo adelanté para entrar en el Warwick Arms antes que él. Al momento llegócon mi carta:

» —¿Se aloja aquí un tal John Pigeon?» —No… Espere un momento —dijo la tabernera. Y cogió la carta de detrás

del espejo—. No. Es Thomas Pigeon, y no se aloja aquí. ¿Me haría el favor deenviar esta carta por mí, y a que llueve tanto?

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» El cartero dijo que sí, y la joven metió su carta en un sobre, escribió ladirección y se la dio al cartero. El hombre se guardó la carta debajo delsombrero y se marchó.

» No me costó mucho averiguar el destino de aquella carta. Iba dirigida aThomas Pigeon, Oficina de Correos, R. Northamptonshire, para conservar hastaque la reclamasen. Fui a R. sin perder un momento y me presenté en la oficinade correos, como ya había hecho en B. Y una vez más tuve que esperar tres díasantes de que alguien diera señales de vida. Por fin llegó otro joven, también acaballo.

» —¿Hay alguna carta para el señor Thomas Pigeon?» —¿De dónde viene usted?» —De New Inn, cerca de R.» Cogió la carta y se marchó a medio galope.» Hice algunas pesquisas sobre New Inn y, al saber que era una casa bastante

solitaria, dedicada al negocio de los caballos, a unos kilómetros de la estación,decidí ir a echar un vistazo. Era tal como me lo habían descrito. Entré con airedespreocupado e intenté trabar conversación con la dueña, que atendía lataberna. Le pregunté qué tal iba el negocio, hablé del tiempo y cosas por el estilo,y en ésas estábamos cuando, al otro lado de una puerta abierta, vi a tres hombres,sentados junto al fuego en una especie de sala o cocina. Uno de ellos, según ladescripción que me habían dado de él, ¡era Tally -ho Thompson!

» Fui a sentarme con ellos y me esforcé por crear un ambiente agradable,pero eran muy reservados y no decían nada: me miraban y se miraban entre síde una manera que distaba mucho de ser sociable, así que sopesé la situación y,viendo que los tres eran más grandes que y o, que tenían cara de pocos amigos,que me encontraba en un rincón muy apartado, a cinco kilómetros de la estación,y que no tardaría en caer la noche, juzgué que lo mejor que podía hacer eratomar un trago de brandy con agua para conservar el valor. Así que pedí mibrandy con agua y me senté a saborearlo junto al fuego, pero entonces Thomasse levantó y se fue.

» El problema era que yo no estaba seguro de que aquel hombre fueseThompson, porque no lo había visto nunca, y necesitaba tener la certeza de queefectivamente era él. Por lo tanto, no tenía más remedio que seguirlo y plantarcara a la situación. Lo encontré en el patio, hablando con la patrona. Más tardesupe que un oficial de Northampton también lo buscaba por otro asunto y, comoresultó que este oficial tenía marcas de viruela, igual que y o, me habíaconfundido con él. Como ya he dicho, estaba en el patio, hablando con la patrona.Le puse una mano en el hombro, así, y le dije:

» —Tally -ho Thompson, es inútil que intentes huir. Te conozco. Soy un oficialde Londres y he venido a detenerte.

» —¡Maldita sea! —dijo.

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» Entramos en la fonda, y los otros dos se pusieron farrucos. No me gustónada la pinta que tenían.

» —Déjelo en paz. ¿Qué va a hacer con él?» —Esto es lo que voy a hacer con él. Voy a llevarlo a Londres esta misma

noche, tan seguro como que estoy vivo. No he venido solo, aunque lo parezca. Nometáis las narices en lo que no os incumbe. Será mejor para vosotros, porque osconozco muy bien. —No los había visto en la vida, ni sabía nada de ellos, pero seacobardaron un poco al ver que les plantaba cara, y se apartaron mientrasThompson se preparaba para salir. No obstante, pensé que podían seguirme en laoscuridad para rescatar a Thompson, y pregunté a la patrona—: ¿Cuántoshombres hay en la casa?

» —Aquí no hay ningún hombre —contestó de malos modos.» —Tendrán ustedes un palafrenero, ¿no?» —Sí, tenemos un palafrenero.» —Dígale que venga.» Al poco llegó un muchacho con el pelo sucio y revuelto.» —Escúchame bien, joven. Soy oficial de la brigada de detectives de

Londres. Este hombre se llama Thompson. He venido a detenerlo. Voy a llevarloa la estación de ferrocarril. Te pido, en nombre de la reina, que me ayudes, y tenen cuenta que si no lo haces, te buscarás más problemas de los que puedasimaginar. —El chico se quedó de piedra—. ¡Vamos, Thompson! —dije. Pero,cuando saqué las esposas, Thompson gritó:

» —¡No! ¡Nada de esposas! ¡No las soporto! ¡Iré con usted tranquilamente,pero no soporto las esposas!

» —Tally -ho Thompson. Estoy dispuesto a portarme como un hombre contigosi tú estás dispuesto a portarte como un hombre conmigo. Dame tu palabra deque vendrás pacíficamente y no te esposaré.

» —Le doy mi palabra —contestó Thompson—, pero antes de salir tomaréuna copa de brandy.

» —A mí tampoco me vendrá mal —dije.» —Nosotros también tomaremos una copa —dijeron los amigos—. Y usted,

agente, deje que el chico también tome una.» No puse objeciones, y así tomamos todos una ronda, el palafrenero me

acompañó a la estación con Tally -ho Thompson y esa misma noche lo traje aLondres. Lo soltaron poco después, por un defecto de forma, y tengo entendidoque me pone por las nubes y dice que soy de lo mejorcito que hay.

El relato concluyó con un aplauso general, y, tras una pausa, el inspectorWield miró a su anfitrión y empezó a decir:

—Tampoco estuvo mal lo mío con Fikey, ese hombre al que acusaron defalsificar los bonos de la South Western Railway. Ocurrió hace poco. Le contaré

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cómo fue.» Tenía yo información de que Fikey y su hermano eran propietarios de un

negocio, por ahí —dijo, señalando hacia la zona de Surrey, al otro lado del río—,y compraban carruajes de segunda mano. Después de intentar cazarlo por otrosmedios, y viendo que no iba por buen camino, le escribí una carta, con nombreficticio, en la que le decía que tenía un caballo y una silla de posta de los quequería deshacerme, le anunciaba que pasaría a verlo al día siguiente para que lesechase un vistazo, y le hacía una oferta… muy razonable, todo hay que decirlo:una auténtica ganga. Después fui con Straw a ver a un amigo mío que trabaja enel negocio del transporte, y le alquilamos un vehículo magnífico, muy elegante,¡una maravilla! Nos pusimos en camino con otro amigo, que no es del cuerpo depolicía, y una vez llegamos a nuestro destino dejamos a mi amigo al cuidado delcaballo, en una taberna, y nos acercamos andando hasta el taller de Fikey, queestaba un poco apartado. Trabajan en el negocio un buen número de hombresfornidos, y comprendí que no era buen sitio para mis planes. Eran demasiados.Teníamos que sacar a nuestro hombre de allí.

» —¿Está el señor Fikey?» —No, no está.» —¿Lo esperan pronto?» —No muy pronto.» —¿Y está su hermano?» —Yo soy su hermano.» —¡Ah, bien! Verá, esto es un contratiempo. Le escribí una carta ay er, para

decirle que quería deshacerme de un vehículo pequeño. Me he tomado lamolestia de venir hasta aquí, y ahora resulta que no está.

» —No, no está. ¿No podría volver en otro momento?» —Lo cierto es que no. Quiero vender. Y no puedo esperar. ¿No sabe dónde

encontrarlo?» Primero dijo que no, que no sabía, que no estaba seguro, pero luego dijo

que iba a ver. Subió las escaleras hasta una especie de desván, y al momentovolvió con mi hombre, en mangas de camisa.

» —Vaya, por lo visto tiene usted mucha prisa —dijo.» —Pues sí, tengo bastante prisa, y verá usted que es un buen trato, una

ganga.» —No tengo una necesidad especial de hacer un trato en este momento, pero

¿dónde está el coche?» —Está ahí fuera. Venga a verlo.» No sospechó nada, así que vino con nosotros. Y lo primero que ocurre

entonces es que a mi amigo, que sabe de conducir lo mismo que un niño, se ledesboca el caballo, y el animal empieza a trotar por la carretera, presumiendo desu paso. ¡No se imagina usted lo bien que salió la jugada!

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» Cuando el coche por fin se detuvo, Fikey lo examinó con la gravedad de unjuez, y lo mismo hice yo.

» —¡Ahí lo tiene, señor! ¡Es una maravilla!» —No tiene mal estilo —dice Fikey.» —Desde luego que no. ¡Y mire qué caballo! —Porque vi que lo estaba

observando—. ¡Va para ocho! —digo, frotándole las patas delanteras. (No haynadie en el mundo que entienda menos de caballos que y o, pero, estando en lascuadras, le oí decir a mi amigo que tenía ocho años, y por eso dije, con aire deentendido: « Va para ocho» .)

» —Conque va para ocho, ¿eh?» —Eso es.» —Bien, ¿cuánto quiere por él?» —Mi primera y última palabra, por el lote completo, son veinticinco libras.» —¡Eso es muy barato! —dice, mirándome—. ¿No cree?» —Ya le dije que era una ganga. Sin discusiones ni regateos. Lo que quiero

es vender, y ése es mi precio. Además, se lo pondré fácil. Aceptaré la mitad deldinero ahora y un pagaré más adelante.

» —Bueno, la verdad es que es muy barato.» —Desde luego que sí. Suba y pruébelo. Verá cómo lo compra. ¡Vamos,

pruébelo!» Dicho y hecho. Subimos al coche y pasamos por delante de la taberna, para

que uno de los empleados de la estación, que estaba escondido detrás de laventana, pudiera identificarlo. Pero el hombre no estaba seguro de si era o no eraél. ¿Por qué razón? Le diré por qué: porque se había afeitado el bigote.

» —Es un caballo muy listo —dice Fikey—, y trota muy bien. Y la sillaparece ligera.

» —Desde luego que sí —le digo—. Y ahora, señor Fikey, vayamos al grano,sin hacerle perder más tiempo. Lo cierto es que soy el inspector Wield, y estáusted detenido.

» —¿No lo dirá en serio?» —Por supuesto que lo digo en serio.» —¡En ese caso estoy acabado!» Me parece a mí que en la vida se ha visto a un hombre más perplejo.» —Espero que me permita coger mi abrigo —dice.» —¡Faltaría más!» —En ese caso, volvamos al taller.» —No me parece buena idea. Ya he estado allí. Pediremos que alguien vay a

a buscarlo.» Vio que no había alternativa, así que mandó a buscar su abrigo, se lo puso y

lo traj imos a Londres cómodamente.

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No ha alcanzado aún este recuerdo la cumbre de su éxito cuando se hace unaproposición general al oficial de tez lozana y suave y aspecto de hombre sencillopara que cuente la historia del « carnicero» .

El oficial de tez lozana y suave y aspecto de hombre sencillo, con una sonrisatosca y un tono de voz agradable y envolvente, comenzó a relatar la historia delcarnicero:

—Hará unos seis años que se dio aviso a Scotland Yard de los numerososrobos de sedas y batistas que se estaban cometiendo en unos almacenes de ventaal por mayor de la ciudad. Recibimos órdenes de inspeccionar el negocio, y alláque fuimos, Straw, Fendall y y o.

—Y nada más recibir esas órdenes ¡se reunieron ustedes en consejo deministros!

—Exactamente —dijo el oficial—. Le dimos muchas vueltas al asunto.Nuestras indagaciones revelaron que las telas se vendían a un precioinsólitamente bajo, mucho más bajo del precio al que se venderían si lashubieran adquirido honradamente. Los compradores de la mercancía teníanimportantes establecimientos en la ciudad, comercios muy respetables, uno deellos en el West End y el otro en Westminster. Después de mucha vigilancia,muchas pesquisas y mucha discusión entre nosotros, descubrimos que el negociode la venta de los artículos robados se dirigía desde una pequeña fonda próxima aSmithfield, al lado de la iglesia de San Bartolomeo. Los empleados de losalmacenes textiles, que eran los ladrones, llevaban allí sus mercancías y poníanen contacto a los intermediarios con los compradores. Frecuentabanprincipalmente esta fonda carniceros llegados del campo y en situación denecesidad, y ¿qué hicimos? Pues, ja, ja, ja, ¡decidimos que y o me haría pasarpor carnicero y me alojaría allí!

Nunca, seguramente, se ha hecho mejor uso de la facultad de observación alservicio de un fin que cuando se seleccionó a este oficial para interpretar dichopapel. No había nada en el mundo que casara mejor con su aspecto. Inclusocuando hablaba se convertía en un gordo, somnoliento, tímido, afable, risueño ynada sospechoso carnicero. Su mismo pelo parecía impregnado de sebo, pues lollevaba peinado hacia atrás, y su tez lozana, el resultado de la ingesta de grandescantidades de pienso animal.

—Así que… ja, ja, ja —siempre con la risa confiada del carnicero joven ycorto de luces—, me vestí de paisano, cogí un hato de ropa y fui a la fonda apreguntar si podía alojarme. Me dijeron que sí, que podía alojarme, me dieronuna habitación y me instalé. Había bastante gente en la casa y mucho trasiego atodas horas. Y primero uno y luego otro me preguntan: « ¿Eres del país,muchacho?» « Sí —digo—. Vengo de Northamptonshire y estoy muy solo aquí,porque no conozco Londres y es una ciudad enorme.» « Sí que es grande» ,

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dicen. « Es MUY grande —digo—. La verdad es que nunca he estado en unaciudad como ésta. ¡Me marea!» Y cosas por el estilo, y a sabe usted.

» Unos carniceros que se alojaban en la casa se enteraron de que buscabatrabajo, y me dijeron: “Nosotros te ay udaremos a encontrarlo”. Y me llevaron aun montón de sitios: a Newgate Market, Newport Market, Clare, Carnaby … y quésé yo dónde. Pero los salarios… ja, ja, ja… no eran suficientes, y no acababande convencerme, ¿comprende usted? Al principio, algunos de los parroquianoshabituales de la casa desconfiaban de mí, y tenía que ser muy cauto a la hora decomunicarme con Straw o con Fendall. A veces, cuando salía a dar un paseo,fingía pararme a mirar los escaparates, aunque en realidad solo echaba un ojo, yveía que me iban siguiendo; pero, como yo estaba acostumbrado a ese tipo decosas más de lo que ellos se figuraban, a veces les hacía llegar muy lejos, hastadonde me parecía necesario o conveniente, y de buenas a primeras daba mediavuelta, me encontraba con ellos y decía: “¡Ay, cuánto me alegro de veros! Estaciudad me vuelve loco. Pues ¡no os digo que otra vez me he vuelto a perder!”.Volvíamos juntos a la fonda y… ja, ja, ja, nos fumábamos una pipa, ¿comprendeusted?

» Tengo que reconocer que fueron muy amables conmigo. Muchas veces,mientras estuve viviendo allí, me sacaron a enseñarme la ciudad. Me enseñaronlas prisiones, me enseñaron Newgate y, cuando me enseñaron Newgate, voy yme paro donde los guardias recogen su carga y digo: “¡Vaya! ¿Es aquí dondeahorcan a los hombres? ¡Ay, Dios!”. “¡Hay que ver —dicen— qué inocente es elpobrecillo! ¡Es ahí!” Señalan entonces a donde sí es, y digo: “¡Ay, Señor!”, ydicen: “¿A que ya no se te olvida?”. Les aseguré que intentaría recordarlo contodas mis fuerzas. El caso es que, mientras andábamos por ahí, iba y o con milojos, sabe usted, por miedo a que algún policía me reconociese y se acercara asaludarme, porque el plan se iría al traste en cuestión de un minuto. Por suerte,eso no llegó a ocurrir, y la misión siguió su rumbo, a pesar de los problemas quetenía para comunicarme con mis compañeros.

» Las mercancías robadas que llevaban a la fonda los empleados de losalmacenes se dejaban siempre en un cuarto trasero. Pasó bastante tiempo hastaque pude entrar en aquel cuarto o ver qué hacían allí. Un día, estaba sentadojunto a la chimenea, fumando mi pipa con aire inocente, cuando oí que algunosde los implicados en el robo, al entrar y salir de la fonda, preguntaban al patrónen voz baja: “¿Quién es ése? ¿Qué hace aquí?”. “¡Válgame Dios! —dijo el patrón—. No es más que —ja, ja, ja— un muchacho ingenuo que ha venido del campoy busca trabajo de carnicero. ¡No hay de qué preocuparse!” Con el paso deltiempo, todos llegaron a la conclusión de que y o era un ingenuo y seacostumbraron a mi presencia, y gracias a eso pude entrar en aquel cuarto con lamisma libertad que ellos y comprobar que en una sola noche se vendían hastasetenta libras de la mejor batista, robada en un almacén de Friday Street. Los

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compradores siempre celebraban la transacción con una comida, una cenacaliente o lo que fuese, y en esas ocasiones decían: “¡Ven aquí, carnicero! ¡Daun paso al frente con tu mejor pierna y súmate a nosotros, muchacho!”. Esohacía yo, y compartiendo mesa con ellos me enteraba de todo tipo de detallesmuy importantes para nuestra investigación.

» Así pasaron diez semanas. Viví en la fonda todo ese tiempo, sin quitarme eldisfraz de carnicero más que para dormir. Por fin, cuando había seguido a sieteladrones y los tenía a tiro… así lo decimos nosotros, ¿sabe usted?… quiero decirque los había descubierto y sabía dónde cometían los robos y todo lo demás,Straw, Fendall y yo tomamos posiciones y, a la hora señalada, irrumpimos en lafonda y efectuamos las detenciones. Lo primero que hicieron mis compañerosfue echarme el guante, para que los ladrones no sospecharan que yo no era uncarnicero, y el patrón se puso a gritar: “¡No se lo lleven! ¡A él no! Es un pobremuchacho del campo, incapaz de matar una mosca”. Pero ellos —ja, ja, ja—me cogieron igualmente y fingieron que registraban mi habitación, donde noencontraron nada más que un viejo violín del patrón que no sé yo cómo había idoa parar allí. El patrón cambió de opinión por completo al ver el violín, y dijo:“¡Mi violín! ¡El carnicero es un ladrón! ¡Deténganlo por el robo de uninstrumento musical!”.

» El hombre que había robado las mercancías en Friday Street seguía suelto.Un día me había dicho, en confianza, que se olía algo raro, porque la policíahabía detenido a uno del grupo, y que iba a desaparecer temporalmente. “¿Adónde piensa ir, señor Shepherdson?”, le pregunté. “Pues verás, carnicero,conozco un sitio muy acogedor en Commercial Road. Luna Poniente se llama.Me esconderé ahí por algún tiempo. Me alojaré con el nombre de Simpson, queme parece un nombre discreto. ¿Vendrás a vernos, carnicero?” “Bueno, creo queiré”, dije, porque tenía la intención de ir, ¿comprende usted?, ¡para detenerlo,como es lógico! Al día siguiente fui a la Luna Poniente, en compañía de otrooficial, y en la taberna pregunté por Simpson. Me señalaron una habitación delpiso de arriba. Estábamos subiendo cuando vemos que se asoma por el hueco dela escalera y dice: “Hola, carnicero. ¿Eres tú?”. “Sí, soy yo. ¿Cómo está?” “Deprimera. Pero ¿quién es ese que viene contigo?” “Es un amigo mío”, digo.“Entonces, venid. ¡Cualquier amigo del carnicero es bienvenido igual que elcarnicero!” Y entonces le presenté a mi amigo y nos lo llevamos detenido.

» No se imagina usted, señor, la que se organizó en el juicio, ¡cuando seenteraron de que yo no era carnicero! No me llamaron a testificar en la vistapreliminar, cuando quedaron en prisión preventiva, pero sí en el juicio oral.Cuando subí al estrado, con mi uniforme de policía, y comprendieron cómo leshabíamos echado el guante, se produjo en el banquillo un revuelo de horror ypreocupación.

» Cuando se celebró el juicio en los juzgados de Old Bailey, el señor Clarkson,

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el abogado que se hizo cargo de la defensa, no entendía qué pasaba con elcarnicero. Él creía desde el principio que yo era un carnicero de verdad. Ycuando el fiscal anunció: “Ahora, caballeros, llamaré al oficial de policía”,refiriéndose a mí, el señor Clarkson dijo: “¿Qué oficial de policía? ¿Por qué másoficiales de policía? No quiero más policías. Ya hemos oído a suficientes policías.¡Quiero al carnicero!”. Y entonces se supo que el carnicero y el oficial eran lamisma persona. Cinco de los siete acusados resultaron culpables, y lostrasladaron a prisión. El dueño del respetable comercio del West End tampoco selibró de la cárcel, ¡y ésta es la historia del carnicero!

Concluido su relato, el risueño carnicero volvió a transformarse en eldetective de rostro afable. Pero seguía haciéndole tanta gracia que le hubiesenllevado a enseñarle la ciudad, cuando era un dragón disfrazado, que no pudoresistirse a volver a esa parte de la narración y una vez más imitó la risa delcarnicero para repetir: « “¡Ay Dios! ¿Es ahí donde ahorcan a los hombres? ¡Ay,Señor!”, digo yo. “¡Hay que ver lo ingenuo que es el pobrecillo!”, dicen ellos» .

Era tarde y, con mucha prudencia, temiendo que la reunión se hubieraprolongado en exceso, se ofrecieron las primeras muestras de retirada, pero elsargento Dornton, el que tenía aspecto de haber servido en el ejército, miró atodos con una sonrisa y dijo:

—Antes de que nos despidamos, señor, quizá le divierta oír las aventuras deun bolso de tapicería. Son muy breves y, creo yo, muy curiosas.

Recibimos el bolso con la misma cordialidad con que el señor Shepherdsonhabía recibido al falso carnicero en la Luna Poniente. El sargento Dorntonempezó a contar:

—En 1847, me enviaron a Chatham en busca de un tal Mesheck, un judíodedicado a la estafa financiera, que vendía bonos a jóvenes bien relacionados(principalmente militares), les ofrecía un supuesto descuento y a continuacióndesaparecía del mapa.

» Mesheck se había marchado de Chatham antes de mi llegada. Lo único quesabía de él era que se había ido, probablemente a Londres, y que llevaba… unbolso de tapicería.

» Regresé a la ciudad en el último tren desde Blackwall y realicé algunasindagaciones sobre un pasajero judío que llevaba… un bolso de tapicería.

» La oficina estaba cerrada, porque era el último tren. No quedaban en laestación más que dos o tres mozos de equipaje. Buscar a un judío con un bolso detapicería en la estación de Blackwall, que por aquel entonces se encontraba en laruta principal de un depósito militar, era como buscar una aguja en un pajar.Resultó, sin embargo, que uno de los mozos había llevado a cierta fonda cercana,por encargo de cierto judío… un bolso de tapicería.

» Me acerqué hasta la fonda, pero el judío solo había dejado allí su equipajeunas horas, hasta que un cochero pasó a recogerlo. Hice las preguntas que juzgué

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prudentes, las mismas que había hecho al mozo de equipaje, y obtuve la siguientedescripción del bolso de tapicería.

» Era un bolso que, en un lado, tej ido en estambre, tenía un loro verde posadoen una percha. Un loro verde y una percha eran la clave para identificar el bolsode viaje.

» Seguí el rastro de Mesheck con ayuda del loro hasta Cheltenham,Birmingham, Liverpool y el océano Atlántico. En Liverpool me dio esquinazo. Sehabía marchado a Estados Unidos, así que me olvidé de Mesheck y de su bolso detapicería.

» Muchos meses después, casi había pasado un año, atracaron un banco enIrlanda y se llevaron siete mil libras. El ladrón, a quien se identificó como eldoctor Dundey, huyó a América, de donde llegaron a casa algunos de los billetesrobados. Se creía que había comprado una granja en Nueva Jersey. Si se hacíanlas cosas bien, podía embargarse la granja y venderse a continuación paradevolver el dinero a las personas a las que había robado. Con esta misión meenviaron a América.

» Desembarqué en Boston y de allí fui a Nueva York. Descubrí que Dundeyhabía cambiado recientemente papel moneda de Nueva York por papel monedade Nueva Jersey y había hecho un depósito en metálico en New Brunswick. Paradetenerlo había que tenderle una trampa y obligarlo a ir a Nueva York, y eso noscostó bastante esfuerzo y muchos ardides. Al principio no conseguíamosembaucarlo para acordar una cita. Otra vez quedó en que vendría a vernos, a míy a otro oficial de Nueva York, con un pretexto que yo me había inventado, peroentonces sus hijos cogieron el sarampión. Por fin llegó, en un barco de vapor, lodetuve y lo encerré en una cárcel de la ciudad conocida popularmente como LasTumbas, como supongo que sabe usted, señor.

Asentimiento editorial sobre este punto.—El día siguiente a su detención, fui a Las Tumbas para asistir al

interrogatorio judicial. Pasé por delante del despacho del juez y, al tomar nota delos detalles de la estancia, como es nuestra costumbre, mis ojos se detuvieron enun rincón donde había… un bolso de tapicería.

» ¿Y qué cree usted que había en el bolso? Pues ¡un loro verde, de tamañonatural, posado en una percha!

» —Ese bolso, con el dibujo de un loro posado en una percha —dije—,¡pertenece a un judío inglés llamado Aaron Mesheck, y a ningún otro hombrevivo o muerto!

» Le doy mi palabra, señor, de que los oficiales de policía de Nueva York sequedaron de piedra.

» —¿Cómo lo sabe? —preguntaron.» —Creo que a estas alturas no puedo confundirme —respondí—. ¡Con la de

vueltas que he dado persiguiendo a ese pájaro por mi país!

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—Y ¿era el bolso de Mesheck? —preguntamos obedientemente.—¿Que si lo era, señor? ¡Vaya si lo era! Lo habían detenido por otro delito, y

estaba precisamente en aquella prisión, precisamente aquel día. ¡Y no solo eso!Se encontraron ciertos documentos, relacionados con el robo por el que yo lohabía perseguido en vano, precisamente en aquel bolso de tapicería.

He aquí las curiosas coincidencias y la singular habilidad, siempre afinada yperfeccionada por la práctica, en continua adaptación a las circunstanciasvariables y en desafío a cada nuevo ardid que un ingenio perverso es capaz deidear, que ilustran la importante labor social de este notable cuerpo de servidorespúblicos. Sin bajar la guardia ni un instante, y agudizando su ingenio al máximo,estos oficiales deben enfrentarse día tras día y año tras año a cada nuevaartimaña que la imaginación conjunta de todos los granujas de Inglaterra escapaz de urdir, y estar al corriente de todas las novedades que inventan. En lostribunales de justicia, miles de historias como las que aquí hemos narrado, contintes a menudo fantásticos y románticos por las circunstancias que rodean elcaso, se resumen escuetamente en expresiones formularias como « a partir de lainformación recibida, procedí de tal o cual manera» . Esto significa que primerohay que dirigir las sospechas, haciendo un buen uso de la inferencia y ladeducción, a la persona a quien corresponde; que hay que detener a dichapersona, esté donde esté o haga lo que haga por evitar su detención; detenerla yllevarla ante los tribunales. « A partir de la información recibida, yo, el oficial,procedí de esta manera, y según la costumbre en estos casos, me abstengo deañadir nada más.»

De estas partidas de ajedrez que se juegan con seres de carne y hueso, sonmuy pocos los que tienen noticia, y no queda constancia en ninguna parte. Es elinterés por la partida lo que sustenta al jugador. Sus resultados son suficientes parala justicia. Supongamos, por comparar lo grande con lo pequeño, que Le Verriero Adams[2] comunicaran a la opinión pública que a partir de la informaciónrecibida han descubierto un nuevo planeta; o que Colón, en su día, hubiesecomunicado a la opinión pública que a partir de la información recibida habíadescubierto un nuevo continente. Es así como los detectives comunican que handescubierto una nueva estafa o han encontrado a un antiguo delincuente, pero susprocedimientos siguen siendo una incógnita.

A media noche se dio por terminada nuestra curiosa e interesante reunión, sibien fue una circunstancia imprevista lo que puso el broche final a la veladacuando nuestros detectives ya nos habían dejado. Resultó que a uno de los másinteligentes, el que mejor conocía a los carteristas, ¡le robaron la cartera cuandovolvía a casa!

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Tres anécdotas de detectives

(1850)

I. EL PAR DE GUANTES

—Es una historia muy singular, señor —dijo el inspector Wield, de la brigada dedetectives de la policía, quien, en compañía de los sargentos Dornton y Mith, noshizo otra visita al atardecer, un día de julio—, y he pensado que le gustaríaconocerla.

» Se refiere al asesinato de la joven Eliza Grimwood, hace unos años, enWaterloo Road. La llamaban coloquialmente « la Condesa» , por su belleza y suporte arrogante, y cuando vi a la pobre Condesa (llegué a conocerla bien, por asídecir), muerta, degollada, en el suelo de su dormitorio, créame si le digo que mevinieron a la cabeza pensamientos muy lúgubres.

» Pero eso no viene al caso. Me presenté en su residencia la mañana siguienteal asesinato, examiné el cadáver y procedí a hacer un registro general deldormitorio. Al levantar la almohada de la cama encontré un par de guantes. Unpar de guantes de caballero, muy sucios, con las iniciales Tr. bordadas en elforro, y al lado una cruz.

» Me llevé los guantes para enseñárselos al juez de Union Hall, a quiencorrespondía juzgar el caso. Me dice:

» —Wield, no cabe duda de que este hallazgo puede conducirnos a unarevelación muy importante. Tiene usted que averiguar, Wield, a quiénpertenecen estos guantes.

» Yo era de la misma opinión, claro está, y me puse a investigar sin pérdidade tiempo. Examiné los guantes atentamente, y tuve la certeza de que los habíanlimpiado. Olían a azufre y a brea, ¿sabe usted?, que es lo que suele usarse paralimpiar los guantes. Se los llevé a un amigo de Kennington que tiene unatintorería, y le dije:

» —Dime, ¿qué te parece? ¿Se han limpiado estos guantes?» —Estos guantes se han limpiado.» —¿Tienes idea de quién los ha limpiado?» —En absoluto. Pero tengo una idea muy clara de quién no los ha limpiado,

y ése soy yo. Aunque puedo decirte una cosa, Wield: no hay más que ocho onueve personas que limpien guantes en Londres —no las había por aquelentonces, al parecer— y puedo darte sus direcciones para que averigües quiénlos ha limpiado.

» Me dio las direcciones, fui aquí y allá, hablé con uno y con otro y, aunque

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todos coincidieron en que alguien había limpiado los guantes, no encontré alhombre, la mujer o el niño que se hubiera encargado de ellos.

» Entre que el uno no estaba en casa, y que el otro no volvería hasta la tarde ytal y cual, la investigación me llevó tres días. A última hora de la tarde del tercerdía, volviendo de la orilla de Surrey por el puente de Waterloo, bastante cansadoy muy desconcertado y abatido, pensé gastarme un chelín y distraerme en elTeatro del Liceo, para refrescarme un poco. Así que compré una entrada deplatea, a mitad de precio, y me senté al lado de un joven muy callado y discreto.Al ver que yo no era un espectador habitual (supongo que se me notaba), meexplicó quiénes eran los actores, y trabamos conversación. Cuando terminó lafunción, salimos juntos, y le dije:

» —Hemos pasado un rato muy agradable, ¿aceptaría usted una invitación?» —Es usted muy amable —dice—. Con mucho gusto acepto la invitación.» Fuimos a un local, cerca del teatro, nos sentamos en una sala tranquila del

primer piso y pedimos una pinta y una pipa.» Pues bien, nos fumamos nuestras pipas, nos bebimos nuestras pintas y

tuvimos una conversación muy grata, hasta que el joven dice:» —Le ruego que me disculpe por no quedarme mucho rato, pero tengo que

volver a casa pronto. Trabajo toda la noche.» —¿Trabaja toda la noche? ¿No será usted panadero?» —No —dice, riéndose—. No soy panadero.» —No me lo parecía. No tiene usted pinta de camarero.» —No. Soy limpiador de guantes.» En la vida había sentido may or perplej idad que cuando estas palabras

salieron de sus labios.» —¿Es usted limpiador de guantes?» —Sí. Eso soy.» —En ese caso —digo, sacando los guantes de mi bolsillo—, quizá pueda

decirme quién limpió este par de guantes. Es una historia extraña. Verá. El otrodía estuve cenando en un restaurante de Lambeth, un establecimientodesenfadado… bastante promiscuo… donde hay señoritas de compañía… yalgún caballero se olvidó allí estos guantes. Otro caballero y yo apostamos unsoberano a que y o no averiguaba de quién eran los guantes. He gastado ya sietechelines tratando de descubrirlo, pero, si pudiera usted ayudarme, de buena ganagastaría otros siete. Mire, llevan una cruz por dentro, y unas iniciales: Tr.

» —Ya lo veo. ¡Conozco muy bien estos guantes! He visto docenas de paresde la misma persona.

» —¡No! —digo.» —Sí —dice.» —Entonces ¿sabe quién los ha limpiado?» —Lo sé muy bien. Los limpió mi padre.

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» —¿Dónde vive su padre? —digo.» —A la vuelta de la esquina —dice—, cerca de Exeter Street. Él podrá

decirle de quién son.» —¿Tendría la bondad de acompañarme?» —Desde luego. Pero no le diga a mi padre que nos hemos conocido en el

teatro, porque podría no gustarle.» —¡De acuerdo!» Vamos a la casa, y allí me encuentro con un anciano que lleva un mandil

blanco, con dos o tres hijas, frotando y limpiando montones de guantes en unasalita.

» —Oye, padre —dice el joven—. Aquí hay alguien que ha hecho unaapuesta para descubrir de quién son unos guantes, y le he dicho que tú puedesdecírselo.

» —Buenas noches, señor —le digo al anciano—. Éstos son los guantes quedice su hijo. Llevan las iniciales Tr., y una cruz.

» —Sí —dice—. Conozco muy bien esos guantes. Son del señor Trinkle, unfamoso tapicero de Cheapside.

» —¿Se los entregó el señor Trinkle personalmente, si me permitepreguntarlo?

» —No. Trinkle siempre se los da al señor Phibbs, que tiene una mercería enla acera de enfrente, y él me los da a mí.

» —¿Aceptaría usted una invitación? —digo.» —Con mucho gusto —dice. Conque me llevo al anciano, paso un buen rato

charlando con él y con su hijo y nos despedimos tan amigos.» Esto ocurrió a última hora de la noche del sábado. Lo primero que hice el

lunes por la mañana fue presentarme en la mercería de Cheapside.» —¿Está el señor Phibbs?» —Yo soy Phibbs.» —¡Ah! Creo que llevó usted estos guantes a limpiar.» —Sí, por encargo del joven Trinkle, de ahí enfrente. ¡Está en su tienda!» —¡Ah! ¿Es el hombre que está en la tienda? ¿El del gabán verde?» —El mismo.» —Verá, señor Phibbs. Esto es un asunto muy desagradable. Soy el inspector

Wield, de la brigada de detectives, y encontré estos guantes debajo de laalmohada de la joven a la que asesinaron hace unos días en Waterloo Road.

» —¡Válgame Dios! —dice—. Es un joven muy respetable. Si se entera deesto su pobre padre, ¡no podrá resistirlo!

» —Lo lamento mucho, pero tengo que llevarlo detenido.» —¡Válgame Dios! —repite Phibbs—. ¿No se puede hacer nada?» —Nada.» —¿Me permite que vaya a avisarlo? Para que su padre no lo vea.

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» —No tengo ningún inconveniente, señor Phibbs, pero, por desgracia, nopuedo permitir que se comuniquen ustedes. Si lo intentaran, me vería en laobligación de impedirlo. ¿Por qué no le hace una seña, para que venga?

» El señor Phibbs le hizo señas desde la puerta, y el tapicero cruzó la calle almomento. Era un joven elegante y enérgico.

» —Buenos días, señor —digo.» —Buenos días, señor —dice.» —¿Puedo preguntarle si conoce usted a alguien que se apellide Grimwood?» —¡Grimwood! —dice—. ¡Grinwood! No.» —¿Conoce usted Waterloo Road?» —Pues claro que conozco Waterloo Road.» —¿Y por casualidad sabe usted que allí asesinaron a una muchacha?» —Sí, lo leí en el periódico, y lo sentí mucho.» —Estos guantes son de usted, y estaban debajo de su almohada, la mañana

siguiente.» Se quedó horrorizado, señor, ¡horrorizado!» —Señor Wield —dice—, le juro solemnemente que jamás he estado allí.

¡No he visto a esa muchacha en mi vida!» —A decir verdad, no creo que sea usted el asesino, pero tengo que llevarlo a

Union Hall. Sin embargo, considero, que tratándose de un caso como éste, elmagistrado tiene que interrogarlo.

» Se realizó un interrogatorio en privado, y se descubrió que el joven conocíaa una prima de la desdichada Eliza Grimwood, que había estado con ella uno odos días antes del crimen y se había dejado los guantes encima de la mesa. ¿Yquién llegó poco después? ¡Eliza Grimwood!

» —¿De quién son estos guantes? —dice.» —Son del señor Trinkle —dice su prima.» —Pues están muy sucios, y no creo que sirvan para nada. Me los llevaré

para que mi criada limpie la chimenea. —Y se los guardó en el bolsillo. Lacriada los usó para limpiar la chimenea y, estoy seguro, los dejó en el dormitorio,encima de la repisa, o en la cómoda, o donde fuera, y su señora, cuando fue arepasar la habitación, los cogió y los guardó debajo de la almohada, donde y o losencontré.

» Ésa es la historia, señor.

II. UN TOQUE DE ASTUCIA

—Una de las cosas más formidables que se han hecho jamás —dijo elinspector Wield, recalcando el adjetivo, como si quisiera predisponernos para unejemplo de destreza o ingenio— fue obra del sargento Witchem. ¡Tuvo una ideaespléndida!

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» Witchem y yo estábamos en Epsom, un día de derbi, vigilando a loscarteristas en la estación. Como y a he señalado en otras ocasiones, siemprevamos a la estación cuando hay carreras o una feria agrícola, o cuando secelebra el juramento de un rector en la universidad o se espera la llegada de lasoprano Jenny Lind o cosas por el estilo, y, cuando aparecen los carteristas, losdetenemos y nos los llevamos en el siguiente tren. En la ocasión del derbi al queme refiero, unos carteristas nos engañaron, y para ello alquilaron un caballo yuna silla de posta. Fueron de Londres a Whitechapel y dieron un rodeo de varioskilómetros para entrar en Epsom en dirección contraria, y empezaron a trabajar,aquí y allá, mientras nosotros los esperábamos en la estación. De todos modos, noes eso lo que quiero contarle.

» Mientras Witchem y y o esperábamos en la estación, aparece el señor Tatt,un antiguo funcionario, buen detective amateur y hombre muy respetado.

» —Hola, Charley Wield. ¿Qué hace usted aquí? ¿Busca a alguno de susviejos amigos?

» —Sí, Tatt, lo de siempre.» —Vengan conmigo a tomar una copa de jerez —dice.» —No podemos movernos de aquí hasta que llegue el próximo tren. Pero

después iremos con mucho gusto.» El señor Tatt espera, el tren llega, y Witchem y yo nos vamos con él al

hotel. Nuestro amigo no repara en gastos para la ocasión, y vemos que lleva en lacamisa un precioso alfiler de diamante que le ha costado quince o veinte libras,un alfiler bonito de verdad. Nos tomamos tres o cuatro copas de jerez y, depronto, Witchem grita:

» —¡Cuidado, señor Wield! ¡Levántese! —Vemos entrar en el hotel a cuatrocarteristas, que habían llegado como acabo de explicarle, y en un abrir y cerrarde ojos el alfiler de Tatt ha desaparecido. Witchem les cierra el paso en la puerta,y o la emprendo a puñetazos con ellos como buenamente puedo, Tatt pelea comoun valiente, y acabamos todos enredados en el suelo del bar. ¡No creo que hayavisto usted una escena de tanta confusión! El caso es que logramos reducirlos,porque Tatt es tan hábil como el mejor oficial; los cogimos a todos y los llevamosa la estación. La estación estaba abarrotada de gente que volvía de ver la carrera,y nos costó Dios y ay uda que no se escaparan. Al final lo conseguimos y losregistramos, pero no llevaban nada encima. Los encerramos de todos modos, yno se figura usted lo acalorados que estábamos a estas alturas.

» Yo estaba convencido de que le habían dado el alfiler a un cómplice, y asíse lo dije a Witchem cuando los dejamos a buen recaudo y fuimos arefrescarnos un poco con Tatt.

» —No nos ha salido bien la jugada esta vez, porque no llevaban nadaencima, y al final ha sido todo pura jactancia.

» —¿Usted qué dice, Wield? —pregunta Witchem.

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» —Aquí está el alfiler. —Y lo enseña en la palma de la mano, sano y salvo.» —Pero ¿qué es esto? —preguntamos Tatt y y o, atónitos—. ¿Cómo lo ha

conseguido?» —Les diré cómo —dice—. Vi quién se lo quitaba y, cuando estábamos todos

enredados en el suelo, peleando, le di un golpecito en el dorso de la mano, comosabía que haría su compinche, ¡y me lo entregó! ¡Fue maravilloso, ma-ra-vi-llo-so!

» Pero tampoco eso fue lo mejor del caso, porque al ladrón lo juzgaron enGuildord, en la vista trimestral. Ya sabe usted, señor, lo que es la vista trimestral.Bueno, pues no se lo va a creer, pero, mientras esa justicia tan lenta consultabalas leyes para ver qué podían hacer con él, ¡se les escapó del banquillo delante desus narices! Como se lo cuento. Se les escapó allí mismo, cruzó el río a nado y sesubió a un árbol para secarse. Lo encontraron en el árbol, una anciana lo habíavisto subir, y el ingenio de Witchem acabó llevándolo a la cárcel.

III. EL SOFÁ

—¡Es increíble lo que a veces llegan a hacer los jóvenes para buscarse laruina y destrozar a su familia! —dijo el sargento Dornton. Tuve un caso de estaclase en el hospital de Saint Blank. ¡Un caso grave, que acabó muy mal!

» El secretario, el cirujano jefe y el tesorero del hospital vinieron a ScotlandYard para denunciar los numerosos robos de que eran víctimas los estudiantes.Los estudiantes no podían dejar nada en los bolsillos de los abrigos cuando losguardaban en el ropero, porque casi seguro se lo robaban. A todas horasdesaparecían cosas de todo tipo, y los caballeros estaban lógicamente molestos eimpacientes, por el prestigio de la institución, por que se descubriera al ladrón o alos ladrones. Se me encomendó el caso, y fui al hospital.

» —Bien, caballeros —dije, cuando terminamos de repasar los detalles—.Entiendo que los robos se cometen siempre en el mismo sitio.

» —Así es —respondieron.» —Me gustaría ver el sitio, si me hacen el favor.» Era una sala de buen tamaño, en la planta principal, con algunas mesas y

bancos, y una hilera de perchas alrededor de las paredes, para abrigos ysombreros.

» —Díganme, caballeros. ¿Sospechan de alguien?» —Sí.» Sospechaban de alguien. Lamentaban decirlo, pero sospechaban de uno de

los porteros.» —Quisiera que me señalen quién es y me den algún tiempo para vigilarlo.» Me lo señalaron, lo vigilé y volví al hospital.» —Caballeros, no es el portero. Para su desgracia, es un hombre demasiado

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aficionado a la bebida, pero nada peor. Tengo la sospecha de que esos robos sonobra de algún estudiante y, si me facilitan ustedes un sofá en esa sala donde estánlos percheros, ya que no hay armario, creo que podré descubrirlo. Deseo que elsofá, si no tienen inconveniente, sea de cretona o un material por el estilo, paraque pueda meterme dentro sin que me vean.

» Me proporcionaron el sofá y, al día siguiente, a eso de las once, antes de quellegaran los estudiantes, fui con los caballeros para esconderme. Resultó ser unsofá antiguo, con una estructura en forma de cruz, y pensé que me machacaríala espalda en cuanto llevase un rato ahí dentro. Costó mucho rasgarlo, pero mepuse manos a la obra y, con ayuda de los caballeros, conseguí abrir un huecopara mi escondite. Me metí en el sofá, me tumbé boca arriba y saqué mi navajapara hacer un pequeño agujero en la tela por el que mirar. Acordé entonces conlos caballeros que, cuando los estudiantes hubieran subido a los pabellones, uno deellos entraría y colgaría un abrigo en una de las perchas. Dicho abrigo llevaría,en un bolsillo, una billetera con billetes marcados.

» Al cabo de un rato empezaron a llegar los estudiantes, de uno en uno, de dosen dos y de tres en tres, hablando de todo, sin la menor idea de que había alguiendentro del sofá, y a continuación subieron a los pabellones. Por fin llegó uno yesperó hasta quedarse solo en la habitación. Era un joven más bien alto yapuesto, de veintiuno o veintidós años, con un pequeño bigote. Se acercó a unapercha, cogió un sombrero de buena calidad, se lo probó, dejó en la percha supropio sombrero y colgó el primero en otra percha, casi enfrente de mí. Estabacasi seguro de que era el ladrón, y de que volvería al cabo de un tiempo.

» Cuando todos los estudiantes estaban arriba, entró el caballero con el abrigo.Yo le había indicado dónde debía colgarlo, para poder verlo bien. Lo dejó en susitio, y seguí esperando un par de horas debajo del sofá.

» Por fin regresó el mismo joven. Cruzó la habitación silbando, se detuvo yescuchó, dio otra vuelta silbando, volvió a pararse y a escuchar, y entoncesempezó a recorrer los percheros, palpando los bolsillos de los abrigos. Cuandollegó al abrigo del caballero y descubrió la billetera, se puso tan nervioso querompió la lengüeta al intentar abrirla. Mientras se guardaba el dinero en elbolsillo, salí de mi escondite, e intercambiamos una mirada.

» Como puede usted ver, tengo la piel morena, pero en ese momento estabablanco, porque andaba pachucho, y tenía la cara larga como un caballo.Además, entraba mucha corriente por la puerta y se colaba por debajo del sofá,y por eso me había atado un pañuelo en la cabeza, conque a saber qué pintatenía. El chico se puso azul, literalmente azul, cuando me vio salir del sofá, y nome extrañó.

» —Soy oficial de la brigada de detectives —dije— y estoy aquí desde queentraste por primera vez esta mañana. Siento mucho, por ti y por tu familia, quehay as hecho lo que has hecho, pero esto ha terminado. Tienes la billetera en la

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mano y el dinero en el bolsillo, y voy a detenerte.» Era imposible hacer nada, y en el juicio se declaró culpable. No sé cómo ni

cuándo conseguiría los medios necesarios, pero mientras esperaba la sentencia,se envenenó en la prisión de Newgate.

Pregunté a este oficial, cuando terminó de relatar la anécdota, si el tiempoque pasó en aquella posición tan incómoda, dentro del sofá, se le hizo largo ocorto.

—Verá, señor —dijo—, si el chico no hubiera entrado la primera vez, y nome hubiera convencido de que era el ladrón, el tiempo se me habría hecho muylargo. Pero, como estaba completamente seguro de que era mi hombre, tal comose demostró más tarde, se me hizo bastante corto.

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Wilkie Collins

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Wilkie Collins (1824-1889), hijo del paisaj ista William Collins, nació enLondres. Fue aprendiz en una compañía de comercio de té, estudió Derecho, hizosus pinitos como pintor y actor y, antes de conocer a Charles Dickens en 1851,había publicado ya una biografía de su padre, Memoirs of the Life of WilliamCollins, Esq., R. A. (1848), una novela histórica, Antonina (1850), y un libro deviajes, Rambles Beyond Railways (1851). Pero el encuentro con Dickens fuedecisivo para la trayectoria literaria de ambos. Basil inició en 1852 una serie denovelas « sensacionales» , llenas de misterio y violencia pero siempre dentro deun entorno de clase media, que, con su técnica brillante y su compleja estructura,sentaron las bases del moderno relato detectivesco y obtuvieron enseguida unagran repercusión: La dama de blanco (1860),Armadale (1862) o La piedra lunar(1868) fueron tan aplaudidas como imitadas. Murió en Londres en 1889, despuésde una larga carrera de éxitos.

Los cuentos de detectives de Wilkie Collins son sobradamente conocidos y unreflejo en miniatura de los hallazgos de sus novelas: en « El diario de AnneRodway » , encontramos a una mujer que busca resolver la desaparición de suamiga; en « ¿Quién mató a Zebedee?» , la tenacidad de un policía le lleva adescubrir un secreto que le destroza la vida… Pero en « ¿Quién es el ladrón?»(« Who Is the Thief?» ), la comicidad diluy e el elemento melodramático que enlos otros cuentos barnizaba una realidad sórdida en la que los crímenes secometen esencialmente por avaricia y lujuria. Y cómica es también la apariciónde un tema que, años después, será explotado una y otra vez: la dualidad entre elobservador torpe y el auténtico detective, que sabe qué mirar y cómo interpretarlas pistas, dotado de la ciencia de la deducción. El fatuo inspector Sharpin juegacon entusiasmo ese ingrato papel que, años después, heredarán un sinfín depolicías burócratas a los que los auténticos detectives instruirán con unacombinación de paciencia y arrogancia.

« ¿Quién es el ladrón?» se publicó en The Atlantic Monthly en abril de 1858 ydespués fue recogido en 1859 en el « Decamerón» de Collins, La reina decorazones, con el título de « Brother Griffith’s Story of the Biter Bit» .

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¿Q uién es el ladrón?

(1858)

Tomado de la correspondencia de la policía de Londres

DEL INSPECTOR JEFE THEAKSTONE, DE LA BRIGADA DEINVESTIGACIÓN CRIMINAL,

AL SARGENTO BULMER, DE LA MISMA BRIGADA

Londres, 4 de julio de 18…

Sargento Bulmer:Por la presente le comunico que se le requiere para un caso importante que

exige toda la atención de un detective con experiencia. Tenga la bondad detransferir la investigación del robo del que se ocupa usted en estos momentos aljoven portador de esta carta. Explíquele todas las circunstancias del caso, póngaleal corriente de los progresos (si los hubiere) realizados hasta la fecha paradescubrir al autor o a los autores del robo del dinero, y deje el asuntoenteramente en sus manos. Él tendrá toda la responsabilidad de la investigación ysuyos serán los méritos si logra desempeñar su misión con éxito.

Hasta aquí las órdenes que debo comunicarle.A continuación, unas palabras, a título personal, sobre el hombre que va a

ocupar su lugar. Se llama Matthew Sharpin, y se le ha ofrecido la oportunidad deincorporarse directamente a nuestro departamento, si demuestra tener lafortaleza suficiente. Me preguntará usted, lógicamente, cómo ha conseguido esteprivilegio. Solo puedo decirle que cuenta con importantes apoyos en las altasesferas, pero eso es algo que ni usted ni y o debemos comentar si no es en vozbaja. Ha trabajado como pasante de un abogado, tiene una extraordinaria opiniónde sí mismo y es además solapado y artero. Según su versión, abandona sugremio para sumarse al nuestro por propia voluntad e inclinación. Yo no lo creo yestoy seguro de que tampoco usted lo creerá. Sospecho que ha logrado averiguarcierta información confidencial relacionada con los negocios de un cliente, y seha convertido por tanto en un elemento incómodo a la vez que peligroso para elfuturo del bufete, pues tiene el poder suficiente para acorralar a su jefe en elcaso de que éste quisiera despedirlo. Creo que el hecho de ofrecerle esta insólitaoportunidad entre nosotros es, lisa y llanamente, una manera de sobornarlo para

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que guarde silencio. Sea como fuere, el señor Matthew Sharpin se ocupará delcaso que tiene usted entre manos y, si consigue resolverlo, no le quepa a ustedduda de que meterá su desagradable nariz en nuestra brigada. Le informo de todoesto, sargento, con el fin de que no se cree usted problemas dando a esteindividuo motivo alguno para quejarse ante los superiores.

Suyo,FRANCIS THEAKSTONE

DEL SEÑOR MATTHEW SHARPIN AL INSPECTOR JEFE THEAKSTONE

Londres, 5 de julio de 18…Estimado señor:Tras recibir las instrucciones pertinentes del sargento Bulmer, me permito

recordarle las indicaciones que he recibido en relación con los informes quesobre mis futuras investigaciones debo elaborar para su correspondiente examenpor parte de la jefatura.

El propósito de que redacte yo dichos informes, y de que usted los examineantes de dar traslado de los mismos a la autoridad superior, es, según se me hacomunicado, en atención a mi falta de experiencia, el de que pueda ustedofrecerme su consejo en el caso de que yo lo necesitara (cosa que, me atrevo aafirmar, no sucederá) en cualquier fase de la investigación. Comoquiera que lassingulares circunstancias del caso que se me ha encomendado me impidenausentarme del lugar donde se cometió el robo hasta que haya realizado algúnprogreso tendente al descubrimiento del ladrón, me veo forzosamente impedidode consultar personalmente con usted. De ahí la necesidad de consignar porescrito algunos detalles que quizá fuera más conveniente comunicarle de vivavoz. Ésta es, si no me equivoco, la situación en que nos encontramos. Expongopor escrito mis impresiones sobre el particular, de manera que podamosentendernos con claridad desde el principio, y tengo el honor de ser su seguroservidor.

MATTHEW SHARPIN

DEL INSPECTOR JEFE THEAKSTONE AL SEÑOR MATTHEW SHARPIN

Londres, 5 de julio de 18…Señor:Ha empezado usted por perder tiempo, papel y tinta. Teníamos ambos pleno

conocimiento de nuestra mutua posición cuando le ordené que se presentara conmi carta ante el sargento Bulmer. No había ninguna necesidad de repetirlo porescrito. Tenga la bondad de emplear su pluma en el futuro únicamente para dar

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cuenta del cometido que tiene en sus manos.Son tres las cuestiones sobre las que debe informarme. En primer lugar, debe

redactar una exposición de las instrucciones que ha recibido del sargento Bulmer,con el fin de demostrar que su memoria no ha omitido ningún detalle y que estáusted plenamente familiarizado con todas las circunstancias del caso tal como sele han confiado. En segundo lugar, debe explicarme cómo se propone actuar. Entercer lugar, debe comunicarme con puntualidad diaria hasta el más nimio de sushallazgos (si los hubiere), incluso con puntualidad horaria si fuera necesario. Ésaes su obligación. En cuanto a la mía, cuando desee que usted me la recuerde, leescribiré para hacérselo saber. Hasta entonces, quedo, suy o,

FRANCIS THEAKSTONE

DEL SEÑOR MATTHEW SHARPIN AL INSPECTOR JEFE THEAKSTONE

Londres, 6 de julio de 18…Señor:Es usted una persona de cierta edad y, como tal, es comprensible que se

incline a sentir celos de hombres que, como yo, se encuentran en la flor de lavida y en pleno uso de sus facultades. En tales circunstancias, es mi debermostrarle consideración y no incidir con demasiada dureza en sus pequeñosdefectos. Me abstengo por tanto de tomar como una ofensa el tono de su misiva,le concedo el pleno beneficio de mi generosidad natural, borro por completo demi memoria todo recuerdo de sus hostiles palabras… en resumidas cuentas,inspector jefe Theakstone, lo perdono a usted y procedo a cumplir con mi misión.

Mi primera obligación es redactar una exposición detallada de lasinstrucciones que he recibido del sargento Bulmer. Aquí las tiene, a su disposición,según mi versión de las mismas:

En el número 13 de Rutherford Street, en el Soho, hay una papelería. Quien laregenta es un tal señor Yatman. Está casado, pero no tiene hijos. Además delseñor y la señora Yatman, viven en la casa, en calidad de inquilinos, un jovenbastante simplón llamado Jay, que ocupa el dormitorio principal del segundo piso;el empleado de la papelería, que duerme en una de las buhardillas; y una criadapara todo que tiene una cama en la recocina. Una vez a la semana, una asistentaviene a ayudar a la criada. Éstas son todas las personas que, en circunstanciasordinarias, tienen acceso a la vivienda, que se encuentra, como es natural, a laentera disposición de todas ellas. Yatman lleva muchos años en su negocio y hasabido gestionar sus asuntos con la habilidad necesaria para procurarse unaindependencia y una prosperidad muy atractivas para un hombre de su posición.Por desgracia para él, quiso incrementar su patrimonio mediante la especulación

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financiera. Se embarcó en inversiones de alto riesgo, la suerte se volvió en sucontra y, hace menos de dos años, se vio convertido de nuevo en un hombrepobre. Cuanto pudo salvar de su bancarrota fue la suma de doscientas libras.

Si bien el señor Yatman plantó cara a este cambio repentino de suscircunstancias personales de la mejor de las maneras, renunciando a los lujos ylas comodidades a los que él y su mujer se habían acostumbrado, no le ha sidoposible hasta la fecha ahorrar ningún dinero de los beneficios generados por sunegocio. El establecimiento lleva unos años de capa caída, como consecuenciadel daño que han causado otras papelerías de artículos baratos. Así las cosas,hasta la pasada semana, el único superávit de Yatman consistía en las doscientaslibras rescatadas del naufragio de su fortuna. Dicha cantidad se depositó enacciones de un banco que ofrecían el máximo rendimiento.

Hace ocho días, Yatman y su inquilino, el señor Jay, tuvieron unaconversación sobre las dificultades para emprender cualquier clase de negocioen la presente coyuntura. Jay (que se gana la vida ofreciendo a los periódicosnoticias breves de accidentes y delitos, así como pequeñas crónicas de sucesosnotables en general, un hombre que, en resumidas cuentas, es lo que se conocepor un plumilla de a penique la línea) le contó a su casero que, ese día, habíaestado en el distrito financiero y había oído unos rumores muy preocupantessobre el valor bursátil de las acciones bancarias. Dichos rumores y a habíanllegado a oídos del señor Yatman por otras vías, de ahí que la información de suinquilino produjera en un ánimo como el suy o, predispuesto a la alarma por laexperiencia de sus pérdidas anteriores, la reacción inmediata de retirar sudepósito. La tarde tocaba a su fin, y Yatman llegó al banco con el tiempo justopara recuperar su dinero antes del cierre de las oficinas.

Le reembolsaron el depósito en billetes de distinto valor: un billete decincuenta libras, tres billetes de veinte libras, seis billetes de diez libras y seisbilletes de cinco libras. El caballero retiró el dinero con el propósito de tenerlodisponible para ofrecer modestos préstamos, con las debidas garantías, a lospequeños comerciantes del barrio acuciados por las dificultades hasta el punto dever peligrar su supervivencia. Pensó el señor Yatman que este tipo de inversiónera la más segura y la más rentable en el momento actual.

Guardó el dinero en un sobre, en el bolsillo del pecho y, de nuevo en casa,pidió a su empleado que buscase una pequeña caja de hojalata que no se usabadesde hacía años y que, según recordaba Yatman, tenía el tamaño perfecto paraguardar los billetes. Buscaron en vano la caja por espacio de un buen rato.Yatman fue a ver a su mujer para preguntarle si tenía idea de dónde podía estar.La criada, que en ese momento estaba preparando la bandeja del té, oy ó laconversación por casualidad, y lo mismo sucedió con el señor Jay, que bajaba lasescaleras para ir al teatro. Finalmente, el empleado encontró la caja. El señorYatman metió en ella los billetes, la cerró con un candado y la guardó en el

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bolsillo de la levita. Se quedó en casa toda la noche y no se movió del piso dearriba. No recibió visitas. A las once se acostó y dejó la caja debajo de laalmohada.

Cuando el señor y la señora Yatman se despertaron al día siguiente, la cajahabía desaparecido. El Banco de Inglaterra dio un aviso inmediato parainterceptar los billetes numerados, si bien hasta el momento no se han tenidonoticias del dinero.

Hasta aquí las circunstancias del caso están absolutamente claras. Todoapunta, sin posibilidad de error, a que el robo ha sido obra de alguna de laspersonas que viven en la casa. Las sospechas recaen por tanto sobre la criada, elempleado de la papelería y el señor Jay. Los dos primeros sabían que Yatmanhabía preguntado por la caja, pero no lo que quería guardar en ella. Supusieron,como es natural, que era dinero. Ambos tuvieron la oportunidad (la criadacuando fue a retirar el té y el empleado cuando, después de cerrar la tienda, fuea entregarle a su jefe las llaves de la caja registradora) de ver la caja en elbolsillo de Yatman y deducir, por consiguiente, que tenía intención de llevársela asu dormitorio esa noche.

Jay, por su parte, se había enterado esa tarde, al hablar con su casero delvalor de las acciones de los bancos, de que éste tenía un depósito de doscientaslibras en una entidad bancaria. Sabía también que Yatman salió de casa con laintención de retirar ese dinero, y había oído preguntar por la caja más tarde,cuando bajaba las escaleras. Por tanto, debió de deducir que el dinero estaba enla casa y que la caja era el recipiente destinado a guardarlo. Es imposible, sinembargo, que pudiera tener alguna idea de dónde se proponía Yatman esconderel dinero esa noche, puesto que había salido antes de que encontraran la caja y,cuando regresó, su casero y a se había retirado. Así pues, si fue él quien cometióel robo, debió de entrar en el dormitorio por pura especulación.

Hablando del dormitorio, es preciso señalar su posición en la vivienda, asícomo el modo de acceder a él a cualquier hora de la noche.

La estancia en cuestión se encuentra en la parte de atrás de la casa, en laprimera planta. Habida cuenta de la obsesión con el fuego de la señora Yatman,y el consiguiente temor a morir quemada en caso de accidente si se diera lacircunstancia de que la puerta estuviera cerrada con llave, su marido nunca echala llave. Tanto él como su mujer duermen a pierna suelta, según sus propiaspalabras, de ahí que el riesgo para quien entrase subrepticiamente en eldormitorio con la intención de desvalijarlo sería mínimo: le bastaría con girar elpomo de la puerta y evitar ruidos para no temer despertarlos. Este detalle es muyimportante. Refuerza nuestra convicción de que debió de ser uno de los inquilinosde la casa quien se llevó el dinero, pues todo apunta a que el robo pudo ser obrade personas desprovistas del celo y la astucia superiores del ladrón profesional.

He aquí los hechos tal como se le relataron al sargento Bulmer cuando recibió

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la orden de descubrir a los culpables y, a ser posible, recuperar los billetesperdidos. Las rigurosas investigaciones de este detective no han logrado ofrecerla más mínima prueba en contra de las personas sobre las que naturalmenterecay eron las sospechas. Las explicaciones y la reacción de estas personas altener conocimiento del robo concuerdan plenamente con las explicaciones y lareacción de personas inocentes. El sargento Bulmer presintió desde el primermomento que el caso exigía cautela y discreción. Su primera precauciónconsistió en recomendar al señor y la señora Yatman que fingiesen plenaconfianza en quienes viven bajo su techo, y procedió entonces a observar las idasy venidas de la criada con el fin de descubrir sus amistades, sus costumbres y sussecretos.

Tres días y tres noches de vigilancia por parte del sargento Bulmer y otroshombres igual de competentes, designados para asistirlo en la investigación,bastaron para concluir que no había ningún motivo para sospechar de la criada.

A continuación se tomaron las mismas precauciones con el empleado de lapapelería. El sargento Bulmer encontró may ores dificultades para establecer sinlugar a dudas la inocencia o la culpabilidad de esta persona sin llamar suatención, si bien, finalmente, logró sortear los obstáculos con relativo éxito y,aunque no existe en este caso una certeza tan sólida como en el de la criada,sigue habiendo fundadas razones para creer que el empleado nada tuvo que vercon el robo de la caja.

Cumplidos estos procedimientos, el campo de las sospechas quedó limitado alinquilino, el señor Jay.

En el momento de presentarme ante el sargento Bulmer con esa carta deusted, él y a había hecho algunas pesquisas sobre el joven en cuestión. Elresultado, hasta la fecha, no ha sido en absoluto favorable. Las costumbres delseñor Jay son bastante irregulares: frecuenta las tabernas y al parecer serelaciona con gentes de vida disoluta; está en deuda con la may oría de lostenderos; no ha pagado al señor Yatman el alquiler del mes pasado; ayer nochevolvió a casa con signos de embriaguez y la semana pasada se le vio hablandocon un campeón de boxeo; en resumidas cuentas, aunque el señor Jay se hacepasar por periodista, en virtud de las insignificantes colaboraciones que ofrece alos periódicos, es un hombre de gustos zafios, modales vulgares y malos hábitos.Aún está por descubrirse algo que redunde mínimamente en su favor.

Éstos son, en rigor, los pormenores que me han sido comunicados por elsargento Bulmer. Creo que no encontrará usted omisión alguna por mi parte, yestoy seguro de que tendrá que reconocer, pese a los prejuicios que albergasobre mí, que jamás le han presentado una exposición más clara y detallada quela que aquí he ofrecido. Mi siguiente deber es informarle de cómo me propongoactuar ahora que el caso está en mis manos.

En primer lugar, me corresponde con toda claridad retomar la investigación

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en el punto en que la ha dejado el sargento Bulmer. Basándome en su opiniónautorizada, encuentro razones para suponer que no tengo necesidad depreocuparme por la criada ni por el empleado, una vez pueden darse pordespejadas las dudas sobre estas personas. Queda por investigar la cuestión de lainocencia o la culpabilidad del señor Jay. Antes de dar los billetes por perdidos,debemos asegurarnos, en la medida de lo posible, de que él no sabe nada deldinero.

He aquí el plan que he trazado, con pleno consentimiento del señor y laseñora Yatman, para determinar si Jay es o no es la persona que ha robado lacaja:

Me propongo presentarme hoy mismo en la casa de Rutherford Street,haciéndome pasar por un joven que busca alojamiento. Se me ofrecerá lahabitación trasera del segundo piso, que está disponible, y esta misma noche meinstalaré en ella como un hombre llegado del campo que busca empleo en uncomercio o una oficina respetables.

De esta manera, ocuparé la habitación contigua a la del señor Jay. Nosseparará un simple tabique de yeso y listones de madera. Abriré un agujero en lapared, cerca de la cornisa, para observar lo que el señor Jay hace en suhabitación y oír todo lo que dice si se da la circunstancia de que recibe la visita dealgún amigo. Siempre que él esté en casa, estaré yo en mi puesto de vigilancia y,cuando salga, lo seguiré. Sirviéndome de estos medios, creo que puedo confiar endescubrir al señor Jay —si es que supiera algo de los billetes desaparecidos— contotal certeza.

Ignoro la opinión que pueda merecerle a usted mi plan de vigilancia. A mijuicio, aúna los valiosos méritos de la osadía y la sencillez. Animado por estafirme convicción, doy por concluido el presente escrito con el mayor de losoptimismos sobre el futuro y quedo, señor, su humilde servidor,

MATTHEW SHARPIN

DEL MISMO AL MISMO

7 de julioSeñor:A la vista de que no ha tenido usted a bien honrarme con una respuesta a mi

último escrito, presupongo, pese a los prejuicios que alberga sobre mí, que miexposición ha causado en su ánimo la impresión favorable que me aventuré aanticipar. Satisfecho y animado en grado sumo por esa muestra de aprobaciónque su elocuente silencio me transmite, procedo a ponerle al corriente de losprogresos realizados en el curso de las últimas veinticuatro horas.

Me encuentro cómodamente instalado en la habitación contigua a la del señor

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Jay, y tengo el placer de comunicarle que he practicado dos orificios en eltabique, en vez de uno. Mi natural sentido del humor me ha llevado a incurrir enla imperdonable extravagancia de bautizarlos a ambos con el nombre másidóneo. A uno lo llamo mi mirilla y al otro, mi conducto auditivo. El nombre delprimero se explica por sí mismo; el del segundo alude a un pequeño conducto otubo de estaño insertado en el orificio y doblado de tal suerte que su extremo seacerca a mi oído cuando ocupo mi puesto de observación. De este modo, altiempo que vigilo al señor Jay por la mirilla, puedo oír hasta la última palabra quese pronuncie en su habitación a través de mi conducto auditivo.

Una absoluta franqueza —virtud ésta que poseo desde la infancia— me obligaa reconocer, antes de seguir adelante, que la ingeniosa idea de añadir unconducto auditivo a la mirilla concebida en primera instancia fue de la señoraYatman. Esta dama —sumamente inteligente y dotada, sencilla a la vez quedistinguida en sus maneras— ha recibido todos mis pequeños planes con unentusiasmo y una comprensión tales que ningún elogio que pudiera hacérselesería excesivo. El señor Yatman está muy abatido por la pérdida del dinero y semuestra incapaz de ofrecerme ninguna ayuda. La señora Yatman, que bien se veel cariño que le profesa a su marido, lamenta mucho más el triste estado anímicodel pobre hombre que la pérdida del dinero, y el principal estímulo de susesfuerzos es el deseo de ayudarlo a superar el lamentable estado de postración enque ha caído.

« El dinero, señor Sharpin —me dijo ayer noche, con los ojos llenos delágrimas—, el dinero puede recuperarse con una rígida economía y una estrictadedicación al negocio. Es el penoso estado de mi marido lo que me tiene tanimpaciente por descubrir al ladrón. Puedo equivocarme pero, desde el momentoen que llegó usted a esta casa, tengo la esperanza de que todo se arreglará, y creoque si hay alguna posibilidad de encontrar al canalla que nos ha robado, es ustedquien puede descubrirlo.» Acepté tan grato cumplido con el mismo ánimo conque se me hizo y la firme creencia en que, tarde o temprano, se demostrará quelo merezco plenamente.

Permítame volver al asunto que nos ocupa, es decir, a mi mirilla y a miconducto auditivo.

He disfrutado de algunas horas de tranquila observación del señor Jay. Auncuando rara vez se encuentra en casa en circunstancias ordinarias, según hesabido por la señora Yatman, hoy no ha salido en todo el día. Esto es cuandomenos sospechoso. Debo señalar, además, que esta mañana se levantó muytarde (y eso es siempre mala señal en un hombre joven) y que perdió muchotiempo, una vez levantado, bostezando y quejándose de dolor de cabeza. Comootros individuos libertinos, desay unó poco o nada. A continuación fumó una pipa,una pipa de arcilla, sucia, que un caballero se avergonzaría de llevarse a loslabios. Hecho esto, cogió papel y pluma y se sentó a escribir con un gemido, bien

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de remordimiento por haber robado el dinero, bien de disgusto por la tarea de laque debía ocuparse: no estoy en condiciones de afirmar si lo uno o lo otro.Después de redactar unas líneas (demasiado lejos de mi mirilla para darme laoportunidad de leer por encima del hombro), se reclinó en la silla y se distrajotarareando melodías populares, en las que reconocí canciones como My MaryAnne, Bobbin’ Around y Old Dog Tray, entre otras. El tiempo dirá si pudieratratarse de señales secretas para comunicarse con sus cómplices. Tras disfrutarde un buen rato con sus tarareos, se levantó y empezó a dar vueltas por lahabitación, deteniéndose de cuando en cuando para añadir una frase al papel quetenía sobre la mesa. Poco después se acercó a un armario cerrado y lo abrió.Agucé la vista ávidamente, con la esperanza de realizar un hallazgo. Vi quesacaba algo del armario con sumo cuidado pero, al dar media vuelta, ¡resultó queera una botella de brandy ! Después de tomar un poco de licor, este réprobo enextremo indolente volvió a acostarse, y en menos de cinco minutos estabaprofundamente dormido.

Estuvo roncando por espacio de al menos dos horas, y regresé a mi mirillacuando oí que llamaban a su puerta. Se levantó de un salto y fue a abrir consospechosa premura.

Un chiquillo, con la cara muy sucia, entró y dijo: « Por favor, señor, lo estánesperando» . Se sentó en una silla, sin que las piernas le llegaran al suelo, y ¡alinstante se quedó dormido! Jay profirió una maldición, se ató en la frente unatoalla húmeda y, volviendo a la mesa, empezó a llenar el papel a la mayorvelocidad con que le era posible mover la pluma. Más de una vez se levantó parahumedecer la toalla y atársela de nuevo, pasó cerca de tres horas dedicado a estaactividad y, por fin, dobló las cuartillas, despertó al chiquillo y se las entregó, conesta curiosa observación: « Y ahora, dormilón, ¡no pierdas un segundo! Si ves algobernador, dile que tenga el dinero preparado para cuando yo vay a abuscarlo» . El muchachito sonrió y desapareció. Me sentí muy tentado de seguiral « dormilón» , pero, pensándolo mejor, juzgué más conveniente proseguir conmi vigilancia.

Media hora más tarde, Jay se puso el sombrero y salió de su habitación.Como es natural, también yo me puse el sombrero y lo seguí. En las escalerasme crucé con la señora Yatman. Ha tenido la amabilidad, previo acuerdo entrenosotros, de registrar la habitación del señor Jay cuando éste se ausenta de lacasa, mientras yo me ocupo de la grata tarea de seguirlo a donde quiera quevay a. En la ocasión a la que aquí me refiero, fue derecho a la taberna máspróxima y pidió un par de chuletas de cordero. Me instalé en el cubículo de allado y pedí a mi vez un par de chuletas de cordero. No llevaba ni un minuto en ellocal cuando un joven de modales y aspecto muy sospechosos, que ocupaba lamesa de enfrente, cogió su vaso de cerveza negra y se unió al señor Jay. Fingíque leía el periódico, al tiempo que aguzaba el oído con todas mis fuerzas.

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—Jack ha estado aquí y ha preguntado por ti —dice el joven.—¿Ha dejado algún recado? —pregunta Jay.—Sí. Me ha dicho que, si te veía, te dijera que quiere verte esta noche sin

falta, que pasaría a las siete por Rutherford Street.—Muy bien —dice Jay—. Volveré a tiempo.En éstas, el joven de aspecto sospechoso terminó su cerveza y, diciendo que

tenía mucha prisa, se despidió de su amigo (¿me equivocaría si lo llamara sucómplice?) y salió de la taberna.

A las seis y veinticinco minutos —en estos casos la exactitud horaria es desuma importancia—, Jay terminó de comerse sus chuletas y pagó la cuenta. Alas seis y veintiséis minutos, terminé de comerme mis chuletas y pagué lacuenta. Diez minutos más tarde me encontraba en la casa de Rutherford Street,donde la señora Yatman salió a recibirme al pasillo. Observé, en el rostro de estaencantadora mujer, una expresión de tristeza y decepción que me apenósobremanera.

—Me temo, señora —digo—, que no ha encontrado usted ninguna pruebaincriminatoria en la habitación del inquilino.

Negó con la cabeza y suspiró. Fue un suspiro suave, lánguido y trémulo, ydoy fe de lo mucho que me afectó. Por un momento me olvidé de mi cometidoy envidié ardientemente al señor Yatman.

—No desespere, señora —le dije, con una insinuante dulzura que parecióconmoverla—. He oído una conversación extraña, sé que va a producirse unencuentro sospechoso y espero grandes revelaciones de mi mirilla y mi conductoauditivo esta misma noche. Le ruego que no se alarme, pero creo que estamos apunto de descubrir algo.

Mi entusiasta devoción al deber se impuso entonces sobre mis tiernossentimientos. La miré, le hice un guiño, asentí y la dejé.

Cuando volví a mi puesto de observación, encontré a Jay digiriendo laschuletas en una butaca y fumando una pipa. Sobre la mesa había dos vasos, unajarra de agua y la botella de brandy. Eran casi las siete. Al dar la hora en punto,se presentó la persona descrita como « Jack» .

Parecía agitado: me complace decir que parecía presa de una violentaagitación. El grato resplandor del éxito anticipado se expandió (por decirlointensamente) por todo mi cuerpo, de la cabeza a los pies. Con hondo interés mirépor la mirilla y vi al visitante —el « Jack» de este delicioso caso—, sentado,frente a mí, al otro lado de la mesa del señor Jay. Al margen de las diferenciasde expresión que sus semblantes reflejaban en ese preciso instante, estos dosvillanos de vida disoluta se parecían mucho en los rasgos, al extremo de llevarmea la inmediata conclusión de que eran hermanos. Jack iba más limpio y mejorvestido. Eso lo aprecié desde el primer momento. Tengo quizá el defecto deforzar la justicia y la imparcialidad todo cuanto los límites permiten. No soy un

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fariseo y, cuando veo que el vicio tiene remedio, siempre me digo: dejemos queel vicio reciba su merecido a su debido tiempo… Sí, sí, por supuesto que sí.Dejemos que el vicio reciba su merecido a su debido tiempo.

—¿Qué pasa, Jack? —dice Jay.—¿Es que no se me nota? —dice Jack—. Mi querido amigo, los retrasos son

peligrosos. Dejémonos de intrigas y corramos el riesgo, pasado mañana.—¿Tan pronto? —pregunta Jay, muy sorprendido—. Bueno, estoy listo si tú lo

estás. Pero, dime una cosa, Jack. ¿Alguien más está listo? ¿Estás seguro de eso?Jack sonrió, con una sonrisa aterradora, y contestó con mucho énfasis:—Alguien más.Es evidente que hay un tercer rufián, un foraj ido sin nombre, implicado en el

asunto.—Nos veremos mañana —dice Jack—, para que puedas juzgar por ti mismo.

Ve a las once a Regent’s Park, y búscanos en la curva que lleva a la puerta deAvenue Road.

—Allí estaré —dice Jay—. ¿Quieres un poco de brandy con agua? ¿Tienesalgo que hacer? ¿No irás a marcharte ya?

—Sí, y a me voy —dice Jack—. Lo cierto es que estoy tan nervioso que nopuedo pasar más de cinco minutos sentado. Por absurdo que te parezca, meencuentro en un estado de agitación constante. No puedo evitar, por más que lointento, el temor a que nos descubran. Cuando un hombre me mira en la calle,me imagino que es un espía…

Al oír estas palabras sentí que me temblaban las piernas. Nada más que lapresencia de ánimo me ayudó a no separarme de la mirilla, le doy mi palabra dehonor.

—¡Tonterías! —dice, con el desparpajo propio del delincuente veterano—.Hemos guardado el secreto hasta ahora, y lograremos llegar hasta el final. Tomaun trago de brandy con agua y ya verás cómo se te quitan las dudas.

Jack rechazó de nuevo la invitación y persistió en su deseo de marcharse.—Tengo que irme —dijo—. Recuerda, mañana… a la once, en el parque,

junto a la puerta de Avenue Road.Dicho esto se retiró. Su endurecido hermano se rió con ganas y siguió

fumando su sucia pipa de arcilla.Me senté en el borde de la cama, temblando de emoción.Tengo la certeza de que hasta la fecha no han intentado cambiar los billetes

robados, y puedo añadir que el sargento Bulmer era de la misma opinión cuandodejó el caso en mis manos. ¿Cuál es la conclusión natural que cabe extraer de laconversación entre los cómplices? Evidentemente, que van a reunirse mañanacon la intención de repartirse el botín y decidir el medio más seguro paracambiar los billetes al día siguiente. Jay es, sin duda, quien lleva la voz cantante,y es probable que esté dispuesto a afrontar el mayor riesgo: cambiar el billete de

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cincuenta libras. Me propongo por tanto seguirlo mañana hasta Regent’s Park yenterarme de cuanto allí se diga. En el caso de que acordaran una cita para el díasiguiente, acudiré sin falta, como es lógico. Entretanto, solicito la ayudainmediata de dos agentes competentes (por si se diera la circunstancia de que losbandidos se separaran después de su reunión) para seguir a los dos delincuentesmenores. Justo es añadir que, si los rufianes se retiraran juntos, es probable queno llegue a requerir la intervención de mis subordinados. Siendo ambicioso pornaturaleza, es mi deseo, en la medida de lo posible, recibir todo el mérito por eldescubrimiento del robo.

8 de julioAgradezco la pronta llegada de mis subordinados, hombres, me temo, de

capacidades muy limitadas, aunque, por fortuna, yo estaré allí para dirigirlos.Mi primer cometido, esta mañana, en anticipación de posibles errores,

consistió en poner al corriente al señor y la señora Yatman de la entrada enescena de dos desconocidos. El señor Yatman (que, entre nosotros, es unpusilánime) se limitó a refunfuñar. La señora Yatman (esa mujer extraordinaria)me dirigió una mirada inteligente y deliciosa.

—¡Ay, señor Sharpin! —dijo—. ¡Lamento mucho la llegada de esoshombres! Que haya tenido que pedir ay uda me hace pensar que empieza usted adudar del éxito de la empresa.

Le hice un guiño disimuladamente (tiene la amabilidad de permitírmelo sinofenderse) y le expliqué con gracia y buen humor que se engañaba si creía talcosa.

—Si los he llamado, señora, es porque estoy seguro del éxito. Tengo el firmepropósito de recuperar el dinero, no solo por mi bien, sino también por el delseñor Yatman… y por el de usted.

Recalqué especialmente estas últimas palabras, y ella repitió:—¡Ay, señor Sharpin! —Sus mejillas se tiñeron de un rojo celestial, y bajó la

vista para posarla en su labor. Podría llegar al fin del mundo con esta mujer si elseñor Yatman falleciera.

Envié a mis subordinados a la puerta del parque de Avenue Road con la ordende que esperasen allí hasta nuevo aviso. Media hora más tarde me encaminabaen la misma dirección tras los pasos de Jay.

Los dos cómplices llegaron puntuales. Me avergüenza reconocerlo, pero esindispensable señalar que el tercero de los villanos —el foraj ido sin nombre demi informe anterior o, si lo prefiere usted, el misterioso « alguien más» de laconversación entre los hermanos— es… ¡una mujer! Y, lo que es peor, ¡unamujer joven! Y, lo que es todavía peor, ¡una mujer guapa! Me he resistidosiempre a la idea, cada vez más extendida, de que allí donde en este mundo se

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cometa una tropelía es invariablemente cierto que un miembro del sexo débilestá enredado en el asunto. Tras la experiencia de esta mañana, no me es posibleseguir luchando contra esa triste opinión. Renuncio a las mujeres… exceptuandoa la señora Yatman, renuncio a las mujeres.

El hombre llamado « Jack» ofreció el brazo a la mujer. Jay se puso al otrolado. Echaron a andar despacio entre los árboles. Los seguí a una distanciaprudencial. Mis subordinados, también a una distancia prudencial, me siguieron.

Fue imposible, lamento profundamente reconocerlo, acercarme lo suficientepara oír lo que decían sin correr el riesgo de que me descubrieran. Cuanto pudededucir de sus gestos y ademanes es que hablaban acaloradamente de algunacuestión de sumo interés para ellos. Trascurrido un cuarto de hora, dieron mediavuelta para volver sobre sus pasos. Mi presencia de ánimo no me abandonó enesta situación de emergencia. Hice una señal a mis subordinados para quesiguieran andando como si nada y pasaran de largo, mientras yo me escondíahábilmente detrás de un árbol. Cuando pasaban a mi lado, oí que « Jack» dirigía aJay estas palabras:

—Digamos mañana a las diez y media. Y recuerda que tienes que ir encoche, aunque no deberíamos cogerlo en este barrio; sería muy arriesgado.

Jay contestó brevemente, pero no alcancé a oír lo que decía. Regresaron alpunto de partida, se estrecharon la mano con una audacia y una cordialidad queme enfermaron, y se separaron sin más dilación. Seguí a Jay, mientras mishombres dedicaban la misma atención a la pareja.

En lugar de llevarme a Rutheford Street, Jay me condujo al Strand. Entró enuna casa sórdida y de dudosa apariencia que, según el rótulo de la puerta, era laredacción de un periódico, aunque en mi opinión tenía todas las trazas de ser unescondite para la recepción de mercancías robadas.

Pasados unos minutos, salió silbando, con el pulgar y el índice enganchadosen los bolsillos del chaleco. Otros lo habrían detenido en el acto, pero recordé quedebíamos cazar también a sus cómplices y era importante no interferir en la citaacordada para el día siguiente. Tanta frialdad, en circunstancias tan apremiantes,es rara de encontrar, supongo, en un joven sin experiencia que aún está porlabrarse un buen nombre como detective de policía.

De la casa de dudosa apariencia el señor Jay se dirigió a un salón defumadores y disfrutó de un cigarro mientras leía los periódicos. Del salón defumadores fue paseando hasta la taberna y pidió unas chuletas. Fui paseandohasta la taberna y pedí unas chuletas. Hecho esto, volvió a su habitación. Hechoesto, volví a la mía. El sueño lo venció a última hora de la tarde, y se tumbó en lacama. En cuanto oí que empezaba a roncar, también a mí me venció el sueño yme tumbé en la cama.

Al día siguiente, temprano, mis subordinados vinieron a informarme de suspesquisas.

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El hombre llamado « Jack» se había despedido de la mujer en la puerta deuna casa con jardín de aspecto muy respetable, no lejos de Regent’s Park. Unavez a solas, giró a la derecha y se encaminó a una zona de las afueras dondeviven principalmente comerciantes. Se detuvo en la puerta de una de lasviviendas y entró con su propia llave, mirando a uno y otro lado antes de abrir yobservando con recelo a mis hombres, que merodeaban por la acera de enfrente.No había más detalles que comunicar. Les pedí que se quedaran conmigo paraay udarme, en caso necesario, y me instalé en la mirilla a vigilar al señor Jay.

Se estaba vistiendo, y se esmeró extraordinariamente en borrar toda huella desu desaliño natural. Esto era justo lo que yo esperaba. Un vagabundo como Jayes consciente de la importancia de presentarse como un caballero respetablecuando se dispone a afrontar el riesgo de cambiar un billete robado. A las diez ycinco minutos había terminado de cepillar su ajado sombrero y de sacudir lasmigas de sus guantes sucios. A las diez y diez minutos estaba en la calle, caminode la parada de coches más cercana, y mis hombres le pisaban los talones.

Subió a un coche, y subimos a un coche. El día anterior, cuando los seguimosen el parque, no había acertado a oír las señas que se daban, pero no tardé encomprender que nos dirigíamos a la misma puerta de Avenue Road. El coche deJay se adentró despacio en el parque. Decidimos esperar en la entrada, para nolevantar sospechas. Me apeé y lo seguí andando. Al momento, vi que el vehículose detenía y los cómplices salían de entre los árboles. Subieron al coche y éstedio la vuelta de inmediato. Volví corriendo al mío y le indiqué al cochero que losdejase pasar y los siguiera. El hombre obedeció mis instrucciones, pero fue muytorpe y llamó la atención de los villanos. Llevábamos unos tres minutossiguiéndolos (por el mismo camino que habíamos tomado a la ida) cuando measomé por la ventanilla para ver cuánta distancia nos sacaban. Dos sombrerosasomaron por la ventanilla del otro vehículo, y dos rostros se volvieron amirarme. Me hundí en el asiento y me entraron sudores fríos; reconozco que esuna expresión vulgar, pero no encuentro otras palabras para describir mi estadoen aquel momento tan crítico.

—¡Nos han descubierto! —dije con voz débil. Mis hombres me miraron,atónitos. Mi estado de ánimo pasó al instante de los abismos de la desesperanza alas cumbres de la indignación—. La culpa es del cochero. Bajen, uno de ustedes—añadí con dignidad—. Bajen a darle un puñetazo en la cabeza.

En lugar de obedecer mis órdenes (deseo que se dé traslado a los superioresde este acto de desobediencia) se asomaron los dos por la ventanilla. Habíanvuelto a sentarse antes de que yo les tirase del gabán para obligarlos a volver alasiento. Y, sin darme tiempo a manifestar mi justa indignación, me sonrieron ydijeron:

—¡Mire, señor!Miré. El coche al que seguíamos se había detenido.

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¿Dónde?¡En la puerta de una iglesia!Ignoro el efecto que esta revelación puede causar en un hombre corriente. A

mí, que soy un hombre de fuertes creencias religiosas, me llenó de horror. Heleído muchas cosas sobre la astucia y la falta de principios de los delincuentes,pero jamás había oído decir que tres ladrones intentaran zafarse de unapersecución ¡entrando en una iglesia! La osadía de este sacrilegio no tieneparangón en los anales del crimen.

Me bastó con fruncir el ceño para borrar la sonrisa de mis subordinados. Erafácil adivinar la interpretación que en su inteligencia superficial hacían del caso.De no haber sido yo capaz de percibir lo que se esconde bajo la superficie de lascosas, es posible que, al ver a dos hombres bien vestidos y una mujer bien vestidaentrar en una iglesia antes de las once de la mañana, un día laborable, hubiesellegado a la misma conclusión precipitada que a todas luces habían llegado missubordinados. Sin embargo, no me dejé engañar por las apariencias. Bajé delcoche y, seguido por uno de mis hombres, entré en la iglesia. Mandé al otro avigilar la puerta de la sacristía. A una rata quizá pueda usted sorprenderladormida, pero a su humilde servidor, Matthew Sharpin, ¡eso nunca!

Subimos sigilosamente a la galería, nos separamos para acercarnos a latribuna del órgano y nos asomamos entre las cortinas. Allí estaban los tres,sentados en un banco de la nave, sí. Por increíble que parezca, ¡sentados en unbanco de la nave!

Antes de que pudiera decidir nada, un sacerdote salió de la sacristía, con todassus vestiduras, seguido de un monaguillo. Me dio vueltas la cabeza, y se me nublóla vista. Pasaron por mi pensamiento oscuros recuerdos de robos cometidos ensacristías. Me eché a temblar por el buen sacerdote, y hasta temblé por elmonaguillo.

El clérigo se detuvo junto a la barandilla del altar y los tres foraj idos seacercaron. El clérigo abrió su libro y empezó a leer. ¿Qué?, se preguntará usted.

Le responderé sin la menor vacilación: las primeras líneas de la ceremonianupcial.

Mi subordinado tuvo la osadía de mirarme y meterse el pañuelo en la boca.No me digné prestarle atención. Tras descubrir que « Jack» era el novio y Jay elpadrino, identifiqué lógicamente a la novia, salí de la iglesia, con el hombre queme acompañaba, y nos reunimos con el que vigilaba la puerta de la sacristía.Algunos, en mi situación, habrían sucumbido al abatimiento y habrían pensadoque habían cometido un error incomprensible. No me asaltaron a mí recelos deninguna especie. En lo más mínimo me sentí rebajado en mi propia estima. Yaún en este momento, cuando ya han pasado tres horas, me complace afirmarque mi ánimo conserva la misma serenidad y la misma esperanza.

En cuanto nos reunimos en la puerta de la iglesia, comuniqué a mis

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subordinados mi intención de no cejar en el empeño, a pesar de lo ocurrido. Lasrazones que me llevaron a tomar esta decisión no tardarán en explicarse. Los doshombres parecían asombrados de mi determinación. Uno de ellos tuvo laimpertinencia de decir:

—Si me permite preguntarlo, señor, ¿a quién estamos siguiendo? ¿A unhombre que ha robado dinero o a un hombre que ha robado una mujer?

Su inepto compañero lo animó con una carcajada. Ambos merecen unaamonestación formal, y confío sinceramente en que la reciban sin falta.

Concluida la ceremonia matrimonial, subieron los tres al coche y, una vezmás, nuestro vehículo (oportunamente escondido detrás de la iglesia, para que nodetectaran su presencia) salió tras el suyo.

Les seguimos el rastro hasta la terminal de la Southwestern Company. Losrecién casados compraron un billete para Richmond y pagaron con mediosoberano, privándome así de la satisfacción de detenerlos, como habría hecho sinpérdida de tiempo si hubieran pagado con un billete. Se despidieron de Jay conestas palabras: « Recuerda la dirección. Bay lon Terrace, 14. Te esperamos acenar la semana que viene» . Jay aceptó la invitación y, en tono jocoso, añadióque por fin podía volver a casa y quitarse la ropa limpia para pasar el resto deldía cómodamente sucio. He de señalar que llegó a casa sano y salvo y que eneste momento vuelve a estar cómodamente sucio, por decirlo con su mismodescaro.

En este punto se encuentra la investigación, tras haber alcanzado lo que yollamo su primera fase.

Bien sé lo que algunos, de juicio apresurado, se inclinarían a pensar delprocedimiento que he seguido hasta la fecha. Afirmarán que me he engañado deuna manera absurda; asegurarán que las sospechosas conversaciones de las quehe dado parte se referían únicamente a los obstáculos y los peligros de concluircon éxito una boda secreta; y apelarán a la escena de la iglesia como pruebairrefutable de la exactitud de sus apreciaciones. Que así sea. Nada tengo querebatir. Sin embargo, formularé una pregunta, que nace de la honda sagacidad deun hombre de mundo como yo, para la cual ni aun los más enconados de misenemigos encontrarán, así lo creo, una respuesta sencilla.

Dejando a un lado el hecho de que se ha celebrado una boda, ¿qué pruebaofrece esto de la inocencia de las tres personas implicadas en esa operaciónclandestina? Ninguna en absoluto. Al contrario, refuerza mis sospechas sobre Jayy sus cómplices, ya que apunta a un motivo evidente para el robo del dinero. Uncaballero que se dispone a pasar su luna de miel en Richmond necesita dinero; uncaballero que está en deuda con todos sus tenderos necesita dinero. ¿Es ésta unaacusación injustificada? Yo lo niego, en nombre del ultraje que representa para lamoral. Estos hombres se han aliado para robar una mujer. ¿Por qué no podríanaliarse también para robar una caja con dinero? Sustento mi afirmación sobre la

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lógica de la más estricta virtud, y reto a quienes recurren a los sofismas del vicioa que intenten moverme un centímetro de mi posición.

Hablando de virtud, debo añadir que he expuesto mi visión del caso al señor yla señora Yatman. Esta mujer encantadora y hábil tuvo al principio algunadificultad para seguir la concatenación de mis argumentos. No ocultaré que negócon la cabeza, que lloró y se sumó a su marido en el prematuro lamento por lapérdida de las doscientas libras. Sin embargo, una breve y detallada explicaciónde mi parte, y una intensa atención de la suya, bastaron para que cambiase deopinión. Coincide ahora conmigo en que no hay nada, en la inesperada maniobrade la boda clandestina, que disipe definitivamente las sospechas que pesan sobreJay, « Jack» o la dama fugitiva. « Una fresca» , fue el calificativo con el que mibuena amiga se refirió a ella, pero dejémoslo correr. Lo que interesa señalar esque la señora Yatman no ha perdido su confianza en mí, y que su marido haprometido seguir su ejemplo y esforzarse por encarar el futuro con optimismo.

A la vista del giro que han dado las circunstancias, espero, señor, su consejo.Aguardaré sus órdenes con la compostura de un hombre que sabe reaccionarante cualquier contingencia. Dos fueron mis razones para seguir a los cómplicesdesde la puerta de la iglesia a la estación. En primer lugar, lo consideré un deberprofesional, puesto que seguía creyéndoles culpables del robo. En segundo lugar,actué animado por el interés personal, con el fin de descubrir el paradero secretode la pareja fugada y utilizar esta información como mercancía para ofrecérselaa la familia de la joven dama. De este modo, pase lo que pase, siempre tendré lasatisfacción de no haber perdido el tiempo. Si el departamento da su aprobación ami manera de proceder, sepa usted que ya he trazado un plan para proseguir conlas investigaciones. Si no recibo su beneplácito, me presentaré con mi valiosainformación en esa elegante residencia próxima a Regent’s Park. En amboscasos, conseguiré llenarme el bolsillo, y se me reconocerá el mérito de ser unindividuo de una sagacidad fuera de lo común.

Solo me resta un detalle por añadir, y es el siguiente: si alguien se atreviera aafirmar que Jay y sus cómplices son inocentes de toda participación en el robo,retaré a quien lo hiciera —así fuese el propio inspector jefe Theakstone— a queme diga quién ha cometido el robo en Rutherford Street.

Animado por esta firme convicción, tengo el honor de ser, señor, su obedienteservidor,

MATTHEW SHARPIN

DEL INSPECTOR THEAKSTONE AL SARGENTO BULMER

Birmingham, 9 de julioSargento Bulmer:

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Ese cabeza hueca de Matthew Sharpin se ha hecho un lío con el caso deRutherford Street, tal como yo esperaba. Ciertas diligencias me requieren en estaciudad, de ahí que le escriba para que tome usted cartas en el asunto deinmediato. Acompaño a esta nota los penosos desvaríos a los que el mentecato deSharpin llama su informe. Léalos. Cuando haya comprendido el galimatías, creoque convendrá usted conmigo en que ese engreído ha buscado al ladrón en todaspartes menos donde debía. A estas alturas no necesitará usted más de cincominutos para encontrar al culpable. Resuelva el caso sin pérdida de tiempo,envíeme su informe a esta dirección y comunique al señor Sharpin que quedasuspendido hasta nuevo aviso.

Suyo,FRANCIS THEAKSTONE

DEL SARGENTO BULMER AL INSPECTOR JEFE THEAKSTONE

Londres, 10 de julioInspector Theakstone:Su nota llegó sin contratiempos, con las páginas adjuntas. Dicen que incluso

los hombres sabios pueden aprender algo de un idiota. Cuando terminé de sortearlas descabelladas divagaciones de Sharpin, se me reveló con claridad laresolución del caso de Rutherford Street, tal como usted imaginaba. En mediahora estaba en la casa. La primera persona a la que vi fue al propio señorSharpin.

—¿Ha venido a ayudarme? —dice.—No exactamente —digo—. He venido a comunicarle que está usted

suspendido hasta nuevo aviso.—Muy bien —dice, sin que se le bajen los humos ni una pizca—. Ya sabía yo

que tendría usted celos de mí. Es natural, y lo comprendo. Pase, haga el favor, ysiéntase como en su propia casa. Yo voy a hacer unas pesquisas por mi cuenta,en el barrio de Regent’s Park. ¡Tachán, sargento, tachán!

Con estas palabras desapareció, que era exactamente lo que yo quería.En cuanto la criada cerró la puerta, le pedí que anunciara al señor Yatman

que deseaba hablar con él en privado. Me indicó que entrase en la trastienda, yallí encontré al caballero, a solas, leyendo el periódico.

—Vengo por el asunto del robo, señor —digo.Me interrumpió al instante, de malos modos, porque es un hombre pusilánime

y apocado.—Sí, sí, y a sé —dice—. Ha venido a decirme que ese hombre de inteligencia

extraordinaria que ha hecho dos agujeros en el tabique de mi habitación hacometido un error y ha perdido el rastro del granuja que me robó el dinero.

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—Sí, señor —digo—. Ésa es una de las cosas que he venido a decirle. Perohay algo más.

—¿Sabe usted quién es el ladrón? —dice, con mayor brusquedad si cabe.—Sí, señor. Creo que lo sé.Dejó el periódico y me miró, expectante y asustado.—¿No será mi empleado? —dice—. Espero, por su bien, que no sea mi

empleado.—Siga adivinando, señor.—¿La criada? ¿Esa fulana holgazana?—Es holgazana, señor, y también una fulana. Mis primeras indagaciones así

lo demostraron. Pero no es la ladrona.—Entonces, ¿quién diablos puede ser?—Le ruego, señor, que se prepare para recibir una sorpresa muy

desagradable —digo—. Y, en caso de que perdiera usted los nervios, permítamerecordarle que soy más fuerte que usted y, si se atreviera a ponerme las manosencima, podría hacerle daño sin querer, en defensa propia.

Palideció y alejó su silla de la mía más de medio metro.—Me ha pedido usted, señor, que le diga quién le robó el dinero. Si insiste en

que le dé una respuesta…—Insisto —dijo con voz débil—. ¿Quién ha sido?—Ha sido su mujer —contesté, en voz baja pero firme.Se levantó de un salto, como si le hubiera puesto un cuchillo en el cuello, y dio

un puñetazo en la mesa con tanta fuerza que agrietó la madera.—Tranquilo, señor. Dejarse llevar por la ira no le servirá de nada.—¡Eso es mentira! —protestó, dando otro puñetazo en la mesa—. ¡Es una

mentira abyecta, infame y vil! ¿Cómo se atreve a…?Guardó silencio, se desplomó en la silla, miró a todas partes con aire atónito y

por fin rompió a llorar.—Cuando se tranquilice usted, señor —digo—, estoy seguro de que tendrá la

gentileza de disculparse por haberme hablado de ese modo. Entretanto, le ruegoque preste atención, si le es posible, a mis explicaciones. El señor Sharpin haenviado a nuestro inspector un informe de lo más absurdo, en el que, además delas estupideces que él mismo ha dicho y hecho, refleja también las cosas que hadicho y hecho la señora Yatman. En circunstancias ordinarias, ese documentohabría acabado directamente en la papelera, pero, en el caso que nos ocupa,resulta que la sarta de tonterías que expone el señor Sharpin conduce a unaconclusión cierta, aun cuando, el muy bobo, no sospechara nada en ningúnmomento. Tan seguro estoy de dicha conclusión que me juego mi puesto sifinalmente se descubriera que la señora Yatman no se ha servido de la vanidad yla insensatez de este joven para protegerse y lo ha animado intencionadamente asospechar de otras personas. Se lo digo con plena certeza, y aún le diré más. Le

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diré a las claras por qué creo que la señora Yatman cogió el dinero, y qué hahecho con él o con parte de él. Es imposible mirar a una mujer como ella, señor,sin reparar en su buen gusto y sus trajes espléndidos…

Al pronunciar yo estas últimas palabras, el pobre hombre pareció recuperarla facultad del habla. Me interrumpió con mucha altivez, como si fuera un duqueen vez del dueño de una papelería.

—Busque otra manera de justificar esa vil calumnia contra mi mujer —dice—. La factura de su modista del año pasado está archivada en mi carpeta decuentas saldadas.

—Disculpe, señor, pero eso no demuestra nada. Las casas de moda, debodecirle, tienen por costumbre hacer pequeñas trampas, tal como vemos a diarioquienes nos dedicamos a investigar este tipo de casos. Una mujer casada, si lodesea, puede tener dos cuentas con su modista: una es la cuenta que su marido vey paga; la otra es una cuenta privada, en la que se anotan las extravagancias enque incurre la mujer, y que ésta abona en secreto, a plazos, cuando buenamentepuede. Según nuestra experiencia, dichos pagos se satisfacen casi siempreescatimando en el presupuesto doméstico. Supongo que, en este caso, no secumplieron los plazos y hubo amenazas de denuncia. Al ver cómo habíancambiado sus circunstancias económicas, la señora Yatman se vio acorralada ycogió el dinero de esa caja para abonar su cuenta privada.

—Me niego a creerlo —dice—. Lo que dice usted es un insulto abominablepara mi mujer y para mí.

—¿Tiene usted la hombría suficiente, señor —le digo, para zanjar la discusióny ahorrar tiempo y palabras—, de coger esa factura que dice usted que haarchivado y venir conmigo a la casa de modas de la señora Yatman?

Se puso rojo, buscó la factura sin rechistar y se caló el sombrero. Saqué demi libreta la lista en la que había anotado la numeración de los billetesdesaparecidos y salimos sin dilación.

Cuando llegamos a nuestro destino (uno de los establecimientos más caros delWest End, tal como yo esperaba), solicité hablar en privado con la dueña sobreun asunto importante. No era la primera vez que trataba con ella por unainvestigación igualmente delicada. Nada más verme, pidió que avisaran a sumarido. Le expliqué quién era el señor Yatman y la razón de nuestra visita.

—¿Es un caso estrictamente privado? —pregunta el marido.Asentí.—¿Y confidencial? —dice la mujer. Asentí de nuevo.—¿Tienes algún inconveniente, querida, en enseñar al sargento los libros de

cuentas? —dice el marido.—Ninguno en absoluto, cariño, si a ti te parece bien.Entretanto, el señor Yatman era la viva imagen del pasmo y la aflicción. Era

evidente que se sentía fuera de lugar en mitad de aquella conversación tan

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educada. Trajeron los libros, y un vistazo a las páginas en las que figuraba elnombre de la señora Yatmam fue suficiente y más que suficiente para demostrarque todo cuanto yo había dicho era cierto.

En uno de los libros figuraba la cuenta que el señor Yatman había abonado; enel otro la cuenta privada, también marcada con una cruz y su correspondientefecha de cancelación, que coincidía con el día en que había desaparecido la cajacon el dinero. Esta cuenta privada ascendía a la suma de ciento setenta y cincolibras más unos chelines, y abarcaba un período de tres años. No se habíasatisfecho ni uno solo de los plazos en todo ese período. Debajo de la última línease reflejaba la siguiente anotación: « Reclamado por tercera vez el 23 de junio» .Señalé esta anotación y pregunté a la dueña del establecimiento si la fechacorrespondía al « pasado mes de junio» . Así era, y ahora lamentabaprofundamente reconocer que la reclamación iba acompañada de la amenaza deemprender acciones legales.

—Yo creía que a los buenos clientes les daban ustedes más de tres años decrédito —digo.

La mujer miró al señor Yatman y me contestó en voz baja:—No, si el marido tiene problemas económicos.Señaló la cuenta mientras hablaba. Las entradas posteriores al momento en

que el señor Yatman se había arruinado eran tan disparatadas, para una mujer ensu situación, como las correspondientes a las compras del año anterior. Es posibleque la señora Yatman hubiese economizado en otras cosas, pero era evidente queno había escatimado en moda.

Ya solo quedaba examinar el libro de pagos al contado, por una cuestión deforma. El pago se había realizado con billetes, y tanto su numeración como suvalor coincidían exactamente con la lista anotada en mi libreta.

Hecho esto, pensé que lo mejor sería llevarme de allí al señor Yatman cuantoantes. Estaba tan abatido que paré un coche y lo acompañé a casa. Al principiolloró y divagó como un chiquillo, pero pronto logré tranquilizarlo y, tengo quedecir, en su honor, que se disculpó sinceramente por cómo me había hablado,cuando el coche se detuvo en su puerta. Por mi parte, traté de aconsejarlo paraevitar problemas con su mujer en el futuro. Me prestó muy poca atención, y sealejó murmurando planes de separación. Está por ver si la señora Yatman serácapaz de salir de este apuro hábilmente. Yo diría que se pondrá histérica, paraque el pobre hombre se asuste y la perdone. Pero eso no es de nuestraincumbencia. En lo que a nosotros concierne, el caso está cerrado, y el presenteinforme da cuenta de su conclusión.

Quedo por tanto a sus órdenes,THOMAS BULMER

P. S. Debo añadir que, al marcharme de Rutherford Street, me encontré con

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el señor Matthew Sharpin, que iba a recoger sus cosas.—¡Figúrese! —dice, frotándose las manos con fruición—. He estado en esa

residencia tan elegante, y nada más explicar el negocio que me llevaba hasta allíme han echado a patadas. Dos testigos han presenciado la agresión, y eso vale lomenos cien libras, si es que algo vale.

—Le deseo que disfrute de su suerte —digo.—Gracias —dice—. ¿Cuándo podré hacerle el mismo cumplido por

encontrar al ladrón?—Cuando guste, porque y a lo he encontrado.—¡Lo que me imaginaba! —dice—. Yo hago todo el trabajo y usted se

entromete y se lleva todo el mérito… Era Jay, claro está.—No.—¿Quién, entonces?—Pregunte a la señora Yatman. Está esperando para contárselo.—¡Muy bien! Prefiero enterarme por esa encantadora mujer antes que por

usted —dice, y entra en la casa a todo correr.¿Qué le parece todo esto, inspector Theakstone? ¿Le gustaría estar en la piel

de Sharpin? A mí no, se lo aseguro.

DEL INSPECTOR JEFE THEAKSTONE AL SEÑOR MATTHEW SHARPIN

Muy señor mío:El sargento Bulmer ya le ha comunicado que se dé usted por suspendido hasta

nuevo aviso. Ahora estoy autorizado para añadir que se prescinde de sus servicioscomo miembro de la brigada de investigación criminal. Sirva esta carta comonotificación oficial de su destitución.

Permítame informarle, a título personal, de que este rechazo en modo algunosignifica un reproche a su persona. Significa, lisa y llanamente, que no cuentausted con la agudeza necesaria para este cometido. Si en algún momentonecesitáramos contratar personal, preferiríamos infinitamente a la señoraYatman.

Su seguro servidor,FRANCIS THEAKSTONE

NOTA SOBRE LA CORRESPONDENCIA PRECEDENTE, AÑADIDA POR ELSEÑOR THEAKSTONE

Este inspector no está en condiciones de agregar explicaciones de importancia ala última de las cartas. Se ha sabido que el señor Matthew Sharpin abandonó lacasa de Rutherford Street cinco minutos después de que tuviera lugar la referida

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conversación con el sargento Bulmer, que en su gesto se reflejaban con sumaviveza el terror y la perplej idad y que ostentaba en la mejilla izquierda unaintensa coloración roja, que bien podía ser la consecuencia de lo quepopularmente se conoce como un sopapo. Asimismo, el empleado de lapapelería le oy ó referirse a la señora Yatman con una expresión escandalosa yblandir el puño en señal de venganza cuando doblaba la esquina corriendo. Nadamás se ha sabido de él, y se conjetura que se ha marchado de Londres con laintención de ofrecer sus valiosos servicios a la policía provincial.

De la interesante situación familiar del señor y la señora Yatman se sabetodavía menos. Se ha asegurado, sin embargo, que el médico de la familia acudióa la casa con urgencia poco después de que el señor Yatman regresara de lasombrerería, y que el boticario vecino recibió poco después el encargo depreparar una fórmula de naturaleza tranquilizante para la señora Yatman. Al díasiguiente, su marido compró en la botica unas sales de olor y a continuación seacercó a la biblioteca ambulante y pidió una novela que describiera la buena viday que pudiera entretener a una dama enferma. A partir de estas circunstancias seha deducido que el señor Yatman no juzgó oportuno cumplir con la amenaza desepararse de su mujer, al menos en el presente (y presunto) estado de debilidadnerviosa de la dama en cuestión.

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James McLevy

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James McLevy (1796-1875) nació en Ballymacnab y murió en Edimburgo.Su padre, John McLevy, era tejedor y granjero. Entre los trece y los diecisieteaños fue aprendiz de tejedor y trabajó después en una fábrica de tej idos. En 1830ingresó en la policía de Edimburgo, donde alcanzó el rango de jefe de detectivesen 1833. En sus treinta años de carrera investigó 2.220 casos, con éxito en lamay oría de ellos. Su fama fue tal que el Parlamento británico lo escogió comoasesor en asuntos criminales. Tras su jubilación publicó una serie de libros en losque recopiló sus casos más célebres, entre ellos Curiosities of Crime in Edinburgh(1860), The Disclosures of a Detective (1860) y Sliding Scale of Life (1861).

Entre las décadas de 1850 y 1860 se desarrolló en Inglaterra un subgénerodetectivesco conocido como casebook, que alcanzó un enorme éxito popular. Loscasebooks eran recopilaciones de sucesos supuestamente reales y su narrador sepresentaba como un oficial de policía o detective bajo seudónimo. Los doscuentos de James McLevy aquí incluidos, « La respiración» (« The Breathing» )y « El cuchillo del zapatero» (« The Cobbler’s Knife» ), son los únicos ejemplosde esta antología en los que el autor es también protagonista de los hechos.Ambos están recogidos en el libro Curiosities of Crime in Edinburgh.

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La respiración

(1861)

Una noche de 1832, me encontraba en la estación de Adam Street, en una zonade la ciudad que por entonces tenía muy mala reputación —hoy ha mejorado—por la cantidad de licorerías y prostíbulos que se contaban en sus alrededores.Eran frecuentes las peleas, ocasionadas principalmente por los muchosestudiantes que vivían en las calles cercanas: de ahí que, cuando se avisaba anuestros hombres, fuese en general para sofocar un altercado o defender a unapobre mujer degradada de la violencia de los borrachos o los carteristas. En laocasión a la que voy a referirme, nos llamaron por un motivo distinto. Era tarde,más de las doce, y en las calles solo quedaban prostitutas y estudiantes. De prontollegó a mis oídos el grito de una mujer. Salí corriendo y oí voces que alertaban deque un hombre llamado M’ --ie, vecino de Adam Street, había sufrido un robo oun intento de robo en la puerta de su casa. A continuación se oyó otro grito, y doso tres transeúntes señalaron: « Se han ido por el camino del Pleasence» . En talescasos, era mi costumbre no perder el tiempo con preguntas sobre el aspecto delos ladrones, porque las descripciones son siempre tediosas y es más eficazseguirlos en el acto, con la esperanza de descubrir los « indicios criminales» enlugar de establecer qué clase de abrigo o de sombrero llevaba el individuo encuestión, cómo era su nariz y cuál su estatura. Seguí así la dirección que meindicaron, a la mayor velocidad que me fue posible, de puntillas, por miedo a quemis pasos resonaran en el silencio de la noche y alertasen a los fugitivos. Puedoañadir también que tuve que disuadir a varios voluntarios en su deseo de sumarsea la búsqueda, pues sabía que ahuyentarían a los ladrones y serían un estorboantes que una ayuda.

Emprendí la persecución, si puede llamarse así, en solitario, pero prontollegué a una de esas encrucijadas que tanto nos martirizan a quienesdesempeñamos este oficio. Dos caminos me ofrecían recomendaciones distintas:uno era el que los ladrones sin duda habrían tomado para ocultarse en laspropicias y recónditas madrigueras de la Ciudad Vieja, nada fáciles de descubrir;el otro, el que habrían tomado para dirigirse a las afueras, por el valle que seencuentra entre el Pleasance y el monte conocido como el Trono de Arturo, queles facilitaría la huida al abrigo de la oscuridad. Un minuto bastaba para cambiarlas tornas por completo, y tenía que tomar la decisión sin demora. Más de unavez me había visto en el mismo dilema, y casi nunca me había equivocado en laelección, si bien es cierto que una de cada diez decisiones instantáneas no me esposible explicar a qué obedece. Creo que en general ha sido siempre un incidente

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trivial el que ha inclinado la balanza, quizá el rumor de unos pasos o una ráfagade viento que, sin llegar a percibirse como tal, causa un efecto distinto en el oído.El ladrido de un perro, el golpe de una puerta o un silencio más profundo en unadirección que en otra me han hecho decidirme en parecidas ocasiones, aunque, sisoy sincero, por extraño que parezca, a veces he tenido la impresión de que unamano superior me guiaba directamente hasta mi presa. Así fue en esta ocasión.Había las mismas probabilidades de que los ladrones se hubiesen escondido en laCiudad Vieja, al norte, o hubiesen huido por el Camino del Patíbulo, al sur,aunque ya no hubiera allí ningún patíbulo que pudiera asustarlos. Torcí a laizquierda, en dirección al Pleasance. Seguía corriendo, y estaba a medio caminode la destilería del señor Ritchie cuando me encontré con uno de los nuestros,haciendo su ronda tan campante, como si nada sospechara del robo que acababade cometerse en su zona.

—¿Has visto a dos hombres huyendo o corriendo?—A nadie. Pero antes de llegar a Drummond Street me ha parecido oír unos

pasos rápidos. Al momento dejé de oírlos, y pensé que me había equivocado.—Pues vuelve allí y quédate tieso como un poste, pero no sordo. Estate atento

para salir corriendo y aguza bien el oído.Me olía algo, y en general no necesito más. Estaba seguro de que los ladrones

habían pasado por ahí y, al ver al agente, se habían escondido. Miré a un lado y aotro: no había escaleras, tapias, callejones sin salida ni hueco alguno en el quepudiera agazaparse un ladrón. Me faltó poco para desesperar, pero no me lopermití. La luz de la esperanza siempre me ha revelado gradualmente el caminoque conduce a su templo, y jamás me he dado por vencido hasta que laoscuridad ha borrado por completo su resplandor. Crucé a la acera de enfrente,donde había algunos prostíbulos. No vi ninguna puerta abierta. Todas las ventanasestaban cerradas y tampoco se veía luz en el interior. Con sigilo y pies ligeros,seguí adelante hasta Drummond Street, donde se encuentra la fuente, en unhueco de la fachada. No esperaba demasiado de ese rincón, porque es un espaciorelativamente abierto y, aunque la noche era oscura, difícilmente podían haberseescondido allí sin que el agente los hubiera visto al hacer su ronda. Sin embargo,sabía que no podían haber subido por Drummond Street. Debo señalar que soycapaz de oír allí donde la may oría de la gente no percibe sino silencio. Es más,esta agudeza auditiva ha sido en muchos casos un fastidio, pues hasta el correteode un ratón me impide a veces descansar cuando más lo necesito. De mis otrossentidos, poco agudos, nada tengo aquí que decir. No me eran necesarios, pues ala tenue luz de las farolas, muy separadas unas de otras, no había nadie más queel agente en su puesto de vigilancia.

Sin esperar ninguna revelación del rincón, lo crucé en diagonal, bastantedecepcionado, y estaba más pensativo que atento a los ruidos, más frustrado queexpectante, cuando llegaron a mis oídos una o dos respiraciones profundas: los

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ladrones asustados respiran con dificultad, sobre todo si han tenido que forcejearcon su víctima. Casi llego a entender lo que dicen los pulmones. Hablan demiedo, como se observa en su intento de sofocar el ruido, pero la naturaleza esinvencible. Al instante tuve la certeza de que había encontrado lo que buscaba, sibien quise poner a prueba estos indicios. Detectaba más de un par de pulmones:identifiqué dos. Pese a sus esfuerzos, pues sin duda habían visto pasar al agente yprobablemente habían oído nuestra conversación, no lograban encubrir lasseñales que emitían su nariz (como si este órgano pudiera revelar pruebasademás de ocultarlas) y su boca, pues sabido es que, si el asombro la abre, elmiedo la cierra, y el ruido me llegaba como si un poder superior se sirviera deeste método para demostrar al hombre que existe un silencio capaz de hablar ydelatar a quienes han violado la ley de Dios. Despejadas todas las dudas, meacerqué rápidamente al policía para susurrarle que fuera a la comisaría en buscade refuerzos mientras yo seguía vigilando. Sabía que los tenía en mis manos y, siintentaban escapar, no tendría dificultad para impedírselo. Me impuse pacienciay me instalé en mi puesto sin moverme un centímetro, relativamente tranquilomientras siguiera oyendo esa respiración ahogada.

En pocos minutos llegaron mis hombres, alborotando más de lo que exigía untrabajo tan delicado. Los agarré a los dos de la solapa.

—¡No quiero oír ni un murmullo! Están al otro lado de la esquina. Sacad lasporras y al ataque.

Saltamos todos a una y, antes de que los caballeros pudieran aguantar larespiración, les echamos el guante, sin darles tiempo a moverse de la pared a laque se habían pegado, en un lado del hueco. Como sucede siempre con los de sucalaña, se declararon completamente inocentes, y nada más que un solemnejuramento —pues eran dos maleantes sin remedio, tal como supe nada másverlos— habría podido anular el efecto de sus protestas. Resultaron ser hombrespeligrosos. Casi habían estrangulado a M’ --ie y, en venganza, al ver que nopodían quitarle nada, amenazaron con asesinarlo. Mi siguiente paso era conseguirque las personas que dieron la voz de alarma identificasen a los ladrones, porqueen caso contrario, al no tener éstos ninguna pertenencia de la víctima, nosveríamos sin pruebas, aunque no sin justificación, para haber detenido a un parde delincuentes bien conocidos. Por fortuna, cuando llegamos a la comisaría,varias mujeres los identificaron al instante, y entonces, como sucede a veces conlos peores de ellos, se convirtieron en « mansos corderitos» y se dejaron llevarsin rechistar a su destino, en High Street. El juez del distrito los condenó a catorceaños de prisión.

« Y su propio aliento los delatará.»

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El cuchillo del zapatero

(1861)

Habrán notado ustedes que, entre mis muchos misterios, nunca me he referido alos sueños o las visiones. Mis sueños siempre han ocurrido a plena luz del día,cuando un hombre está « plenamente despierto» y ocupado en sus asuntos, comose suele decir. No digo que desconfíe de los sueños tocados por un ray o de luz,como sucede con todos los que en verdad lo son. Tampoco el extraño caso queme dispongo a relatar está libre de la sospecha de que el sueño que precedió a unacto atroz fue una mera ilusión diurna surgida de un oscuro rincón del cerebro.

Una mañana de 1835, cuando me disponía a comenzar mis obligaciones, meencontré con William Wright, el zapatero de Fountain Close. Era evidente quehabía bebido la noche anterior, porque tenía los ojos enrojecidos, hinchados, yesa reveladora intumescencia en la parte superior de los pómulos que denota unaincipiente inflamación. Lo vi muy alterado y observé también en su forma dehablar un significado más profundo de lo que entonces acerté a comprender.

—Parece que anoche te pasaste de la ray a, William —dije.—Pues sí, James, y no sé qué me ha dado. Llevo casi dos horas sin trabajar,

esperando a que dejen de temblarme las manos.—Más os valdría, a ti y a tu mujer, que nunca te temblara la mano —

contesté, haciendo ademán de seguir mi camino.—¿Tú crees en las visiones?—En algunas —respondí, refiriéndome a esas a las que y a he aludido—. ¿Por

qué lo dices?—Porque estoy muy alterado esta mañana por un sueño que tuve anoche.

Soñé que James Imrie me apuñalaba con mi cuchillo, el que utilizo para cortar elcuero.

—Y aún no te ha apuñalado, ¿verdad?—No, pero me he despertado muy enfadado con él, como si lo hubiera

hecho, y, aunque he salido a tomar un poco el aire, no consigo quitarme la rabiadel cuerpo.

—Estás enfadado con un sueño —señalé, observando el ceño fruncido deWilliam—. ¿No crees que ya tenemos suficientes motivos para enfadarnos sinnecesidad de recurrir a los sueños?

—Pues sí, pero no puedo evitarlo. Llevo un rato intentando olvidarlo, y no haymanera.

—Se te pasará cuando se te pase la resaca del whisky, William. James y túsois buenos amigos, y no debes permitir que un sueño termine con vuestra

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amistad.—No me gustaría —dijo—. Es un buen hombre, y le tengo mucho aprecio.

Pero no puedo olvidar la expresión que tenía mientras me clavaba el cuchillo. Noha dejado de perseguirme en toda la mañana.

—Y has pensado en volver las tornas, como hacen las viejas cuando noconsiguen salirse con la suy a, apuñalándolo a él.

—No, no podría llevar en el corazón el peso de apuñalar al mejor amigo quetengo —respondió. Y, mirándome con nostalgia, con los ojos inyectados ensangre, añadió—: Aunque puede que, si me tomo un vaso con James, me olvidede todo.

—Sí, un vaso de agua fresca de esa fuente —señalé.—Nunca me ha gustado el agua —dijo, haciendo una especie de mueca—.

Ni a ella tampoco le gusto yo. Con el agua no se puede discutir.—¿Te refieres a tus arengas políticas? —pregunté, recordando una curiosa

teoría que William iba contando por todas partes y que lo tenía entusiasmado.—Yo no le guardo rencor a James por llevarme la contraria. Incluso lo

aprecio todavía más por eso. Nos reímos de nuestras diferencias.—Razón de más —dije— para que te olvides de esas fantasías

malintencionadas. ¡Apuñalarte! Pero ¡si James Imrie es un hombre inofensivo!Aunque sea carnicero, sería incapaz de matar una mosca, a menos que se tratarade una de esas moscas azules tan molestas.

—Yo también lo creo —asintió, algo más tranquilo— y procuraré olvidarmede esa cara. Me sentiré mejor cuando haya desayunado.

Así, dejé a William a punto de desayunar, con la sospecha de que primeroecharía un trago, y dando vueltas también yo a la extraña fantasía que se habíaapoderado de él, aunque sin imaginar en ningún momento que pudiera tenerconsecuencias. Fue algún tiempo después cuando el hilo de la historia me vino ala cabeza, y lo que ahora voy a relatar está relacionado con una conversaciónque tuve con el propio Wright en unas circunstancias en las que probablementedijo la verdad. No respondo de la literalidad de dicha conversación, si bien tengopocas dudas de que mi relato se aproxima a los hechos, en lo esencial, tantocomo cualquier otra crónica similar redactada tiempo después del momento enque éstos ocurrieron.

Resultó que James Imrie, fiel a su costumbre y sin saber nada del sueño deWilliam, salió de su casa en Skinner’s Close y fue a ver a su amigo, dispuesto aprovocarlo con algún comentario socarrón. William, que estaba ocupado con unremiendo que había prometido entregar esa misma noche, recibió a su amigocon la cordialidad de siempre, aunque, curiosamente, no dijo ni media palabra delo que había soñado. James se sentó junto a una mesa, al lado del taburete deWilliam, y, como acostumbraban, se tomaron un whisky. No había para elzapatero, lo mismo que para otros de su gremio, muy interesados por las

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cuestiones políticas, nada mejor que enhebrar sus discursos mientras tomaba untrago a la vez que manejaba su punzón y aplicaba sus resinas. Conque apenashabían terminado el primer vaso cuando William empezó con su peroratafavorita: la doctrina « del celemín y los veinte quintales» , como él la llamaba,que el lector comprenderá conforme avance la conversación. El pobre James noera un gran partidario del sublime misterio que, como el de Fourier[3], redimiríaal mundo y traería la felicidad a los petulantes carniceros, de ahí que, con sutorpe entendimiento y su lenta pronunciación escocesa, no estuviera a la altura desu leído y locuaz antagonista. Sin embargo, era un buen « blanco» , y tal vez esofuera lo único que Wright necesitaba, pues no tenía otra intención que la dehablar y ser escuchado, aunque quien lo escuchase fuera incapaz de comprenderel alcance de sus conocimientos.

—Verás —empezó a decir William—, hoy he leído en el Scotsman que elduque de Buccleuch gana mil al día. ¡Dios mío! Imagínate: si toda la tierra queposee este hombre solo, de una arcilla no menos fina que la del alfarero aunquequizá no tan bien torneada, se dividiera en parcelas, ¡cuánta pobre gente seconvertiría en terrateniente y sería feliz!

—Pero, si todos fuéramos terratenientes —replicó James—, ¿quién haría loszapatos y criaría el ganado?

—Cada cual se haría sus zapatos con su propio cuero y criaría su propioganado —fue la triunfante respuesta del zapatero—. La gente dice que soypartidario de la igualdad francesa. Pues no, señor. Esos idiotas no entienden ladoctrina del celemín y los veinte quintales. Nadie debería tener nada más que unpuñado de buena tierra o su equivalente en dinero. En caso contrario, habría quequitarle la diferencia y repartirla.

—Eso me parece bien —contestó James con una sonrisa amable—, pero¿cómo se haría? Me recuerda al plan del terrateniente Gilmour con el rapé.« Que todo hombre prudente reciba doscientos pellizcos; que lleve la cuenta decada pellizco que inhale, y su nariz nunca le engañará ni él engañará a su nariz.»Yo lo he intentado, pero he perdido la cuenta.

—¡Tonterías! Tú eres igual que los demás, porque te tomas a guasa lo que esun plan para beneficiar a toda la especie. Te olvidas de que, con este sistemaabsurdo en el que vivimos, un hombre pobre no puede asegurarse sus doscientospellizcos, mientras que con la doctrina del celemín y los veinte quintalescualquiera podría cultivar su propio tabaco, secarlo, picarlo y aspirarlo sinnecesidad de tus cálculos.

—Y ¿fabricar también su propio whisky para emborracharse? —preguntóJames.

—No —respondió el teórico—. Desde luego que podríamos destilar nuestropropio whisky, pero no para emborracharnos. La embriaguez es unaconsecuencia del sistema actual, porque la pobreza lleva al sufrimiento y el

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sufrimiento corre en busca de la botella; y la riqueza jactanciosa producesibaritas que desdeñan el whisky pero se deleitan con el vino de la mañana a lanoche.

—Pero tampoco son mala gente esos ricachones —señaló James—. Más deuna vez me dan un chelín cuando estoy sin blanca. Te lo digo y o. Si tienen, dan, yno se olvidan del pobre.

—Yo soy pobre —protestó el zapatero—. ¿Se acuerdan de mí? No, señor. Meregatean hasta el último céntimo y, cuando defiendo los derechos del trabajador,corriendo que dicen: « Trabaja entonces si quieres que te pague; y cuando nopuedas trabajar, vete al asilo si no quieres morir de hambre» . ¡Como si notuviera yo un alma igual de noble que la suy a!

—Y más noble aún —dijo James, con su humor solapado—, porque túquieres convertir el mundo en un paraíso y a todos los hombres en ángeles sinalas. Claro que tampoco necesitaríamos alas, porque ¿quién querría huir de eseparaíso?

—Ya estás tú con tus burlas, James —refunfuñó Wright, algo picado—. Elproblema de la felicidad humana no es para tomárselo a broma.

—Eres tú quien se lo toma a broma —contestó su amigo—. Yo no he hechomás que repetir tus palabras. Pero ¿no podríamos hablar de otra cosa que nofuera la doctrina del celemín y los veinte quintales? Nunca he llegado aentenderla.

—Y nunca la entenderás —fue la cortante respuesta—. No tienes capacidad.Hay que pensar mucho para resolver el problema de la felicidad humana, y tú nisiquiera lo intentas. Al menos podrías escuchar y dejarte enseñar.

—He escuchado suficiente —dijo James, molesto a su vez—, pero siemprellego al mismo atolladero. Con eso de quitarles a los ricos para dárselo a lospobres no se arregla nada. Es lo mismo que imaginarte una oveja sin cuerpo, lacorona de un rey sin cabeza o unas fulanas sin acera. —Y se echó a reír debuena gana.

—Ya te estás burlando otra vez —protestó Wright, y (según él mismo mecontó) la visión del sueño se desplegó ante sus ojos y la rabia que la acompañabaprendió en su corazón.

Combatió contra ella, mirando de vez en cuando al amigo al que quería deverdad, pero sin dejar de imaginarse que aquel rostro iluminado por el buenhumor que acaso le infundía el whisky cobraba la expresión demoníaca que teníaen sus sueños cuando le apuñaló en el corazón. De poco servía que Jamessonriera, pues ese otro gesto regresaba en cuanto se borraba su sonrisa, como silo llevara grabado en los músculos. Parecía un espectro, y la fuerza de unaimaginación morbosa le daba forma y expresión.

—Las mismas burlas de siempre.—No —dijo James—. Yo no me burlo de un buen amigo. Pero, si quieres

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terminar con esto, más vale que no vuelvas a hablarme de tu paraíso.—Lo estás empeorando —gritó Wright—. Desprecias un asunto que debería

interesar a todo el mundo. ¿Quién eres tú para reírte de la idea de convertir atodos los hombres en propietarios? Un pobre desgraciado que gana un chelín aldía cargando reses y que besa la mano que le ofrece el penique que por derechonatural le corresponde. ¿O es que no te lo han robado los señores, que han hechouna división de la propiedad por la fuerza? Y te mofas del hombre que solo quieretu bien. Eres un idiota redomado.

Esta diatriba transformó el gesto de James cuanto podía transformarse unhombre bueno y sencillo por naturaleza. Wright lo miró entonces y creyó ver elmismo semblante de quien lo había apuñalado. La ira volvió a prender en sucorazón, le brillaron los ojos y, por puro instinto, empuñó el cuchillo. El arrebatoduró apenas unos segundos, y la conversación se reanudó en este punto en el queinterrumpo mi relato para retomarlo en el momento en que Wright se despidió demí.

Mientras esto ocurría, yo estaba en casa. Debían de ser, creo, alrededor delas nueve, cuando salí a dar un paseo por High Street. Vi a un grupo de personasarremolinadas en la entrada de Fountain Close, y oí con espanto los gritos queanunciaban un asesinato desde las ventanas de una vivienda próxima. No penséen Wright y, apartando a la multitud, me dispuse a seguir mi camino cuando unhombre en mangas de camisa salió corriendo del callejón. Se arrojó en misbrazos, mientras la gente vociferaba enloquecida y las mujeres gritaban:« ¡Quítele el cuchillo!» .

Y es que llevaba en la mano un cuchillo lleno de sangre.—¡Wright! —exclamé, mientras le arrebataba el arma.—¡Ay de mí! —gimió—. He matado a James. —Y, dejando escapar un

profundo suspiró, añadió, con un hilo de voz—: ¡Ah, ese sueño!Lo sujeté con fuerza y me lo llevé de allí, pues parecía que se había vuelto

loco. Mientras me alejaba con él, me acordé de la historia que me había contado.Quise decir algo, pero al ver su gesto desencajado no me fue posible aumentar susufrimiento. Gemía, y con cada gemido decía: « Mi amigo» , « Mi mejoramigo» , « Tengo que estar loco» , « Cuida de mí, M’Levy : soy un demente» . Yono lo creía, aunque estaba en guardia y, como el zapatero era un hombre fuerte,pedí a un agente que le cogiera del otro brazo.

Por fin llegamos a la comisaría, sorteando un gentío por el que la palabra« asesino» pasaba de boca en boca y dejaba a todos boquiabiertos y perplejos.Nada más entrar, Wright se sentó en un banco, se cubrió los ojos con las manos,dejó escapar un grito ahogado, como si tuviera una convulsión en el pecho, yempezó a rodar de un lado a otro, dando con la cabeza en el respaldo del banco yrepitiendo sin cesar las mismas palabras: « James, James, mi buen amigo. ¡Ay,Dios mío! ¿Qué me ha pasado?» .

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—¿Ha muerto Imrie? —pregunté, mirándolo a los ojos.—Ha muerto —dijo, con un sarcasmo atroz, aunque leve como la risa de un

loco—. Le he arrancado las entrañas.—¿Ha sido por el sueño, William? ¡Era James quien te apuñalaba a ti!—El sueño —repitió, como si su espíritu se hubiera retirado a lo más profundo

de su ser—. El sueño, sí, el sueño. Eso ha sido… eso ha sido.—¿Cómo es posible? —pregunté, pues no alcanzaba a comprenderlo.—Esa cara, la misma cara que tenía en mi sueño, cuando me apuñaló con mi

propio cuchillo, no ha dejado de perseguirme desde entonces. Ya te conté esamañana que no podía olvidarla. No he podido quitármela de la cabeza y, estanoche, cuando estaba con él, vi la misma expresión de desprecio. Creí que iba acoger mi cuchillo para apuñalarme. Pensé que podía evitarlo si me adelantaba, yle hundí el cuchillo en las entrañas.

—Eso ha sido una terrible ilusión —contesté—. Ya te dije que Imrie no eracapaz de matar una mosca.

—Demasiado tarde, demasiado tarde —se lamentó—. Ahora lo sé, y lo peorde todo es que no estoy loco. Sé que no lo estoy, y merezco que me ahorquen.Ninguna otra cosa me dejaría tranquilo. Si no me ahorcan, y o mismo me quitaréla vida. Dame mi cuchillo.

—Nada de eso. No quiero más crímenes. Pero puede que James no hay amuerto; quizá se recupere.

—¿Por qué dices eso? —gritó, deslizándose del banco y aferrándose a misrodillas—. ¿Quién te lo ha dicho? ¿Alguien lo ha visto? Daría el mundo entero,hasta mi vida, por saber que aún queda alguna esperanza. —Bajó la cabeza yañadió—: Pero eso es imposible. Me tomé buen cuidado de acabar con él. Conesas puñaladas, hasta habría podido acabar con uno de los bueyes de su señor.

—Imrie no está muerto —anunció un policía—. Lo han llevado al hospital.He visto a más de un delincuente concentrar todo su ser en sus oídos cuando

el jurado tomaba asiento, y he visto la expresión de sus ojos, después de trasladarsu espíritu de un sentido al otro, al oír las palabras: « No culpable» . Lo mismo leocurrió a Wright. Se levantó y volvió a sentarse, sin apartar la vista del portadorde la buena noticia: levantó las manos en actitud de oración y murmuró unaspalabras que no acerté a entender.

Mientras lo acompañaba a la celda en la que iba a pasar la noche, aislado, nopodía dejar de pensar, como me ha sucedido en otras ocasiones, que la primeranoche es la mayor tortura para un hombre como Wright, con el corazónrebosante de remordimientos. Sospecho que no somos capaces de imaginar estesufrimiento espiritual si no es comparándolo con nuestras propias experiencias dedolor físico, pero como el dolor físico se transforma con cada latigazo, comoresponde al curso siempre cambiante del pensamiento, todos nuestros esfuerzosson sencillamente inútiles. Nos damos por vencidos y buscamos alivio pensando

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en otra cosa. Para alguien que sufría tanto como Wright, solo cabe imaginar unasolución, y es la entrega absoluta de su espíritu a Dios. Es asombrosa ladisposición de ánimo que nos lleva a obrar de esta manera: el remordimientoprofundo consigue encontrar el camino más corto, aun cuando tendamos a creerlo contrario. Es imposible desprenderse de la extraña creencia de que elcristianismo, que se encuentra en armonía con este instinto, por llamarlo de algúnmodo, procede del Dios del instinto. Pensé que Wright, en la noche que tenía pordelante, hallaría el consuelo que tanto anhelaba. Noté que empezaba a vislumbraruna esperanza y, al verlo más tranquilo, me quedé un rato con él, pues lo conocíabien y sabía que era un hombre honrado, trabajador e incapaz, a menos quefuera presa de un delirio, de cometer un asesinato. Me contó la conversación quehabía tenido con Imrie, que ya he reflejado en parte, mal, sin duda, en cuanto ala forma exacta de las palabras, que es un elemento inseparable de este tipo derelatos.

—Cuando le dije a James que era un idiota —continuó—, me pareció quecobraba la misma expresión que en el sueño, y tuve la misma sensación, peroenseguida volvió a sonreír, y y o a tranquilizarme.

» —Bueno, puede que sea un idiota —dijo James—, por quitarme elsombrero delante de mis clientes, cuando quizá, si me lo hubiera dejado puesto yhubiera dicho: “Valgo tanto como tú”, y me hubiera abierto camino en la vida,hoy no me llamarían Jamie Imrie, el cargador de carne.

» Volvió a sonreír, el bueno de James, y tomamos otro vaso de whisky, que esbueno para un buen corazón, pero temible cuando despierta la maldad latente enun corazón corrompido. Me temo que eso es lo que me pasó a mí, porque, apesar de lo buenos amigos que éramos, me iba enfadando por momentos y nopodía dejar de pensar en ese sueño, mientras que James estaba cada vez másrisueño.

» —Pero, Willie —dijo—, mi querido Willie. Aunque sea un idiota, no estoyseguro de que me hubiese ido mejor en la vida con tu sistema, porque entonceshabría sido dueño de un celemín y habría renunciado a mi tabaco y a mi whisky,y puede que también a mis nabos, y a mis amigos, y me habría endeudado yhabría acabado en la ruina. Por eso, para ser sincero contigo, y es algo quequería decirte desde hace tiempo, te aconsejo que te quites de la cabeza esastonterías tan innovadoras, o, mejor dicho, tan anticuadas, porque las tienes desdesiempre. Nadie las entiende, y voy a contarte un secreto —dijo, bajando la voz—: La gente se ríe de ti cuando pasas por la calle, y dice: “Ahí está el remendónde la política que quiere remendar la sociedad”.

» —¡Ríete de mí! —grité, enfurecido, a pesar de que lo que le habíaaguantado a mi amigo en otras ocasiones era diez veces peor—. ¡Ríete de mí,canalla!

» James torció el gesto. Vi que tenía la misma cara que en mi sueño. Está

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claro que el whisky me engañó, pero estaba seguro de lo que veían mis ojos. Hizoun movimiento, como si quisiera coger el cuchillo. ¡Qué error tan terrible! Creoque no era ésa su intención, pero me dejé llevar por una fuerza misteriosa. Mesentí impulsado a defenderme, porque me iba a matar. Empuñé el cuchillo, y alinstante se lo había clavado en el vientre. Al sacar el arma, la sangre empezó asalir a chorros.

» —¡Ay, Willie! —dijo, y cay ó a mis pies.» Pedí ayuda a gritos, y mi mujer vino corriendo, seguida de los vecinos. Con

el cuchillo en la mano, salí de allí sin saber lo que hacía, y fue entonces cuandome eché en tus brazos. Y ahora dime, ¿sabes interpretar esta historia yexplicarme su significado? Ya te he dicho que no estoy loco, pero ¿cómo esposible que me haya dejado llevar por un sueño y haya apuñalado a mi amigo?¿Crees que hay en mis actos un mensaje de la Providencia?

—Me temo, William —dije—, por cómo te vi esa mañana, cuando mehablaste de tu sueño, que bebes demasiado, y eso te ha trastornado y te hanublado el juicio. Ha sido el whisky el causante no solo del sueño, sino también dela idea posterior de que el pobre James quería matarte. Ahora ya conoces lasconsecuencias de la bebida. Sus efectos no se notan al principio pero, al cabo deun tiempo, el alcohol empieza a transformar el cerebro, lo atormenta, y esimposible calcular sus secuelas o los crímenes a los que puede conducir.

—Creo que tienes razón —contestó—. Si James se recuperara, lo querría másque nunca, y el whisky dejaría de ser un falso amigo para mí. Pero ¡tengomiedo! ¿Cómo voy a pasar esta noche en una celda oscura, sin nadie a mi lado,con la visión de ese cuerpo ensangrentado ante mis ojos y esas palabras queresuenan en mis oídos, torturándome y encogiéndome el corazón más que milinsultos? Esas simples palabras: « ¡Ay, Willie!» .

—Busca algo en lo que depositar tu confianza y confía —le aconsejé—. Esposible que Imrie se recupere y viva.

—¡Dios lo quiera! —gimió el preso.Y, muy apenado, cerré la celda con llave.Al día siguiente se supo que Imrie había pasado la noche en una agonía

extrema y había muerto. Se lo comuniqué a Wright. Era inútil andarse conrodeos para darle la noticia. El miedo le hizo reaccionar como un hombredesesperado que se arroja a un precipicio. No tenía y o fuerzas para presenciar sureacción. Me marché a toda prisa al ver que se lanzaba contra el catre, y oí susgritos cuando cerré la puerta por segunda vez.

Acusaron a Wright de asesinato con premeditación y finalmente lodeclararon culpable de un delito menor de homicidio. No fue fácil llegar a esteveredicto, pero todos sabían que William y James eran buenos amigos y, comonadie había presenciado la tragedia, fue esta interpretación más benévola la quese hizo de un acto que, a la postre, sospecho que fue un arrebato de locura

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transitoria. Tengo para mí que nunca llegarán a conocerse los extraños detallesdel caso. Wright fue condenado a catorce años de trabajos forzados. He pensadomuchas veces en lo ocurrido, pero nunca me he desviado de la teoría que leexpuse al propio Wright. Eso no afecta a mi opinión de los sueños. Los dosamigos tenían la costumbre de discutir, por culpa del whisky. El sueño fueúnicamente una impresión causada por una mueca de enfado de la víctimainocente. El cerebro trastornado magnificó el incidente y le dio consistencia, y elmiedo a ser apuñalado llevó a Wright a apuñalar a su amigo. Éste es el únicocaso relacionado con los sueños que se incluye en mi libro, y no lo lamento, pues,de lo contrario, me habría deslizado hacia el terreno de lo sobrenatural, como y ahan hecho otros con más conocimientos y más capacitados que yo para separarel mundo de los sueños del mundo de la cruda realidad.

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Waters

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Poco o nada se sabe de la vida de Waters, autor especializado en casebooks einmensamente popular en su momento. Se especula con que su verdaderonombre pueda ser William Russell, pero no se le puede identificar con ninguno delos varios William Russell conocidos en la época. Para lograr la credibilidad quese requería de los casebooks firmaba primero como Thomas Waters, inspectorde la policía de Londres, después simplemente como Waters. El primer relato dela serie de Waters apareció en la Chamber’s Edinburgh Review en 1849, lo queconvierte a su autor en el indiscutible pionero del cuento de detectives británico.Sus narraciones se recopilaron en distintas antologías, entre ellas Recollections ofa Detective Police-Officer (1856), Recollections of a Detective Police-Officer,Second Series (1859), The Experiences of a French Detective Officer (1861) yExperiences of a Real Detective (1862).

« Un asesinato bajo el microscopio» (« Murder under the Microscope» ) seincluyó en la última de las antologías mencionadas. Lo fechamos por tanto en1862, aunque probablemente su fecha de redacción fuera anterior y viera antesla luz en alguna revista. El protagonista anónimo es ya un detective privado conuna reputación. La ciencia de la observación, la lógica y la experiencia secomplementan en este caso con la aparición de los métodos de laboratorio quedespués serán una constante del género: análisis químicos de sustancias, análisisde fibras… hasta llegar a los indispensables análisis de ADN del siglo XXI.

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Un asesinato bajo el microscopio

(1862)

En una zona de calles sin pavimentar conocida como Stape Hill, que habíacrecido sin orden ni concierto en las afueras de la ciudad de Poole, enDorsetshire, vivía en 1844 un hombre de a lo sumo cuarenta años, aunqueaparentaba como mínimo sesenta, de tan encorvado y envejecido como estabapor las adversidades y los desengaños. Se llamaba Joseph Gibson, y en otrotiempo había regentado un negocio de pinturas en Islington. Cuando en 1843quedó en bancarrota, llegó a un acuerdo con sus principales acreedores parasalvar de la ruina alrededor de cuatrocientas libras. Llevaba varios años separadode su mujer, una dama muy atractiva, con la que tenía una hija preciosa, aunquedelicada de salud. Gibson no vivía más que para su hija Catherine, y los médicosle advirtieron de que solo el aire del campo, a la larga, acabaría definitivamentecon la enfermedad de la muchacha. Mientras cavilaba en busca de la soluciónque le permitiera alcanzar ese objetivo fundamental, encontró un anuncio en elTimes, para agricultores y otras personas interesadas, en el que se ofrecía enarrendamiento un terreno de mediana extensión, en parte cultivable, en parteapto para la cría de ganado, con una confortable vivienda y algunasdependencias anexas en Stape Hill, cerca de la ciudad de mercado de Poole, porla módica suma de cincuenta libras anuales. El ganado, así como los enseres yutensilios, se valoraban en una cantidad adicional que no superaba las trescientaslibras, incluida la cosecha de ese año. La finca estaba disponible a partir del díade San Miguel, y faltaban solo diez para esta fecha. Junto a los habitualesreclamos para embaucar a los incautos, el anuncio señalaba además que elactual arrendatario de tan deseable terreno tenía razones de peso para rescindir elcontrato. Una trampa tan transparente no habría logrado cazar al menosinteligente de los granjeros con un mínimo de experiencia, quien sabría que poruna cantidad muy inferior podía encontrar pastos y tierras cultivables cerca delmar, en las inmediaciones de una populosa ciudad de mercado, con sucorrespondiente vivienda y sus imprescindibles dependencias anexas. Pero lafascinación que produce en la gente de ciudad la perspectiva de ocupar unpedazo de tierra la vuelve ciega a la realidad más evidente. Los interesadosdebían dirigirse personalmente al señor Arthur Blagden, de Finsbury -square. Estecaballero era un abogado retirado y nacido en Dorsetshire, dueño de grandesfincas principalmente en Poole y sus alrededores, de costumbres algoexcéntricas y con tendencia a escatimar en gastos hasta el punto de la tacañería.Dos veces al año iba a Dorsetshire para cobrar sus rentas en persona.

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La finca de Staple Hill parecía satisfacer a la perfección las necesidades deGibson, pues se encontraba, según el anuncio, en una de las zonas más saludablesdel Reino Unido, y la inversión necesaria para cultivar la tierra no superaba elcapital del que disponía. En cuanto a su desconocimiento de la agricultura, JosephGibson pensó que sería sencillo subsanar esta carencia aplicándose al estudio demanuales como Agricultura para todos y otras publicaciones similares. Con estadeterminación, se presentó sin tardanza en Finsbury -square y habló con el señorBlagden, quien, al saber que el interesado contaba con cuatrocientas libras enmetálico, lo aceptó de inmediato como inquilino de Stape Hill y le mostró undibujo en color de la finca que representaba una bucólica estampa de la felicidadcampestre. Tanto deleitó a Gibson esta imagen que se la llevó para enseñársela asu hija. Se redactó sin demora un contrato por un plazo de catorce años, cuy osgastos corrieron por cuenta del arrendatario, y, el 28 de septiembre, Blagdenacompañó al nuevo granjero a Dorsetshire para que tomara posesión de la finca.

El inquilino anterior, según explicó con franqueza el señor Blagden, no habíasabido sacar rendimiento a las tierras: de hecho, estaba en ese momento atrapadopor las deudas, pero es que era un hombre disipado y holgazán, sobre el quepesaba además la carga de una numerosa familia de holgazanes y una mujercompletamente dejada e inútil para todo. Blagden se alegraba mucho derecuperar su finca y no volver a saber nada más de Edward Ridges, aun cuandorepresentara un sacrificio para él.

Joseph Gibson tomó posesión de la propiedad y se instaló en sus dominiosrurales, sintiéndose el rey de todo cuanto veía: de los caballos afectados portumores en el corvejón, de las vacas escuálidas y en su mayoría estériles, de unpuñado de cerdos medianamente aceptables y de los cultivos, incluidos en elprecio. De las tres personas que trabajaban en la granja, Gibson conservó losservicios de James Somers y su mujer, Jane, una criada para todo, entrada enaños, que se ocupaba también de las vacas. El matrimonio vivía en la finca.

Muy poco tiempo bastó para disipar las ilusiones que albergaba el timadocomerciante de pinturas. La finca de Staple Hill podía llevar a prisión, acuciadopor las deudas, a cualquier hombre que no pudiera permitirse el lujo de perdercomo mínimo cien libras anuales. La revelación fue para Gibson como el tristedespertar de un sueño placentero. El siguiente día de mercado en Poole, Gibsonabrió los ojos de golpe y comprendió que el señor Blagden lo había estafadodescaradamente, había cobrado el alquiler anual y había regresado a Londres.La pobre víctima, en su afán por conocer cuanto antes las costumbres delmercado, entró en El Ciervo, una taberna frecuentada por la mayoría de losgranjeros, donde no conocía a nadie, y tuvo el placer de oír la reveladoraconversación que tenían en voz baja dos o tres parroquianos. Uno preguntó aquién le había alquilado la granja de Staple Hill el astuto Blagden. A lo que otrorespondió:

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—A un sastre o algo por el estilo, que tenía un par de cientos de libras. Y esasanguijuela avariciosa no ha tardado en quitárselas. Le ha sacado además unosbuenos cuartos, con el cuento de que los enseres y el ganado valían trescientaslibras, al menos eso dice Jane Somers, esa mujer que es la mano derecha delviejo avaro, tan ladina como él, y que tarde o temprano recibirá su merecido.

—¡Trescientas libras! —dijo otro—. ¡Solo un roñoso y un ladrón es capaz depedir un precio tan desorbitado! Pero ¡si los acreedores del pobre Ridge lovaloraron todo en ciento cuarenta libras! Y eso y a era dinero. Pues el sastre deLondres pronto tendrá que volver con sus telas, porque bien que lo han engañado.Si es que, cuando la gente se mete en negocios que no entiende, es normal queacabe escaldada, sobre todo si en el camino se topa con Blagden.

Ésta fue más o menos la esencia de la conversación, según me contaríaNicholas Price, uno de los interlocutores, alrededor de un año después. Fui aPoole para averiguar si había habido mala sangre entre Gibson y Blagden y, dehaber sido así, cómo habían llegado a esa situación y qué grado deincandescencia había alcanzado.

—Cambiamos de conversación —dijo Price— y pasaron una o dos horas.Entretanto, el silencioso desconocido, según vieron Price y los demás, siguió

bebiendo brandy caliente con agua. De buenas a primeras, se levantó y dijo queera el sastre de Londres de quien habían hablado y quería saber si Blagden era enverdad un estafador y un canalla como lo pintaban.

—En ese caso —dijo el forastero, perdiendo los estribos—, ¡soy un hombrearruinado! Me llamo Joseph Gibson. Soy yo quien ha alquilado la finca de StapeHill. Y si lo que han dicho ustedes es cierto, más vale que Dios me ayude, porque¡no tardaré muchos meses en arrancarle el corazón a ese sinvergüenza!

La furia genuina, la pasión visceral, siempre impresiona a los hombres y leshace guardar silencio, por lo que nadie respondió a Gibson. Price y suscompañeros no querían que su conversación confidencial se convirtiera en lacomidilla de la ciudad. Nadie apreciaba a Blagden, pero pocos estaban dispuestosa tenerlo como enemigo.

—Lo que quiero saber —continuó Gibson, que no parecía exactamenteborracho y a quien, a pesar de que llevaba dos horas trasegando brandy con aguaa nueve chelines el vaso, no le temblaban las piernas ni la voz (pues el diablo delalcohol, como sucede con frecuencia, estaba dominado por el demonio muchomás poderoso de la ira y la venganza)—, lo que quiero saber, y no tardaré ensaber, es si el ganado y las cosechas de Stape Hill se valoraron en ciento cuarentalibras y si Blagden lo sabía.

Fue el señor Phillips, un maestro talabartero de Poole, que había habladoanteriormente del tema, quien respondió a la airada pregunta de Gibson.

—Es tan cierto como los evangelios —dijo—. Yo soy uno de los acreedoresde Ridge, según figura en el documento que firmó para beneficio de todos,

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aunque algunos no quisieron aceptarlo, y tengo un recibo a mi nombre, firmadopor Blagden, que justifica las ciento cuarenta libras que me pagó por el ganado yla cosecha de esa tierra hambrienta a la que él llama la granja de Stape Hill.¡Una finca preciosa! Permítame el caballero de Londres —prosiguió el señorPhillips, según sus propias palabras, en tanto en cuanto no le fallara la memoria—, si de verdad ha pagado trescientas libras, como dicen algunos, por lo que novale más de ciento y pico, que le aconseje que renuncie a esa finca deinmediato, para que esa pérdida sea la primera y la última. Por lo demás, eso dearrancarle el corazón a Blagden es una barbaridad y una insensatez.

A esto, Gibson volvió a tomar asiento sin decir palabra, indicó al que estabamás cerca de la campana que la tocara y pidió al tabernero otro vaso de brandycon agua. Siguió bebiendo hasta que se cayó redondo y tuvieron que llevarlo a lacama. Era muy tarde, y a había amanecido cuando salió de El Ciervo, y nuncamás volvieron a verlo por allí.

Gibson no era dado a la bebida y, en circunstancias normales, hasta pocosaños antes, cuando los muchos infortunios que pesaban sobre él trastornaron sucarácter y doblegaron su esqueleto a la vez que tiñeron su pelo de blanco, habíasido en general un hombre tranquilo, aunque si lo provocaban también era capazde llegar a extremos muy violentos. Así lo señalaron sus antiguos vecinos deIslington. No debe olvidarse, además, que su vida —la de su hija, mejor dicho—dependía desesperadamente del éxito de su experimento como agricultor. Estafara un hombre en semejante estado de ánimo era jugar con fuego.

Somers y su mujer lograron aplacarlo por algún tiempo, asegurándole que latierra era excelente y el ganado, si se cuidaba como es debido, podía ofrecerleunos beneficios de más de trescientas libras. Esa conversación que había oído enla taberna no era más que habladurías malintencionadas. Alentado por estaspalabras, Gibson decidió perseverar y trabajó como un esclavo hasta donde lepermitieron sus fuerzas. Tenía una fuente de consuelo que no inducía a engaño: lasalud de Catherine había mejorado asombrosamente en Stape Hill, y, si ademáslograba llegar a fin de mes, él se daría por satisfecho.

Pronto vio que esto era imposible. Entre salarios, abono, cuidados para loscaballos y sus propios gastos domésticos, a pesar de lo insignificante que era estaúltima partida, no tardó en agotar su ridículo capital. Vendió el ganado, a medioengordar, a un precio ruinoso, y dos meses antes del día de San Miguel de 1845,pese al empeño y la valentía con que había dirigido sus asuntos, no pudo sinorendirse ante la dura realidad: tenía que renunciar a la granja y, con poco más deun soberano en el bolsillo, regresar al ambiente irrespirable de Londres ahora quesu hija había mejorado tanto, para buscar un medio de ganarse la vida a duraspenas y morir en la ciudad. Pensó que Catherine moriría pronto, aunque quizá élse le adelantara. La más leve insinuación de dejar la granja hacía palidecer lasrosas que recientemente habían brotado en las mejillas de su hija, entre otras

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razones, por los ratos que pasaba con William en la cerca de la finca. Williamera un muchacho risueño y muy respetado, hijo de un maestro carpintero ycomerciante de madera que tenía su negocio cerca de Staple Hill.

Todo lo anterior indujo a Gibson a repasar minuciosamente sus cuentas unavez más. Llegó a la conclusión de que, si lograba convencer a Blagden paraaplazar el pago del alquiler de los doce meses siguientes, podría ir tirando y,quizá, dedicándose solo al cultivo de tubérculos, salir adelante. Pero, si el abogadoinsistía en recibir las cincuenta libras, el aprendiz de agricultor no veía la manerade aguantar mientras crecían las cosechas, y tampoco más adelante. De todosmodos, aún quedaba una posibilidad remota.

El 30 de septiembre de 1845, Blagden, que había llegado de Londres el díaanterior, se presentó en Staple Hill para cobrar el alquiler anual. Llegó en uncalesín alquilado en El Ciervo, como era su costumbre. Empezaba a caer la tardecuando llamó a la puerta, y las estrellas brillaban tenuemente en la oscuridadcuando, alrededor de dos horas más tarde, se marchó muy indignado.

Había tenido una acalorada discusión con Joseph Gibson, en presencia deCatherine y de James Somers, que tuvo la inteligencia o la astucia de ponerse a lavez de parte del arrendatario y del dueño de la finca.

Blagden se negó rotundamente a aplazar un solo día el pago del alquiler. Ni lassúplicas y protestas del aterrado inquilino, ni las lágrimas de su hija, ni siquiera laopinión favorable de Somers de que si se concedía al señor Gibson elaplazamiento que solicitaba, podría salir adelante, tuvieron efecto alguno en elabogado. Para colmo, sacó una cartera repleta de billetes del Banco deInglaterra, la abrió con ostentación, buscó entre otros muchos un recibo yacumplimentado y sellado del pago de bienes por valor de cincuenta libras, lo dejósobre la mesa, cogió su reloj y anunció que no estaba dispuesto a esperar más demedia hora para marcharse con su dinero. Si no lo recibía terminado ese plazo, aldía siguiente solicitaría el embargo de las cincuenta libras, más la cantidadcorrespondiente a las costas judiciales. Furioso y desesperado, Gibson seabalanzó sobre el terrateniente y le asestó un puñetazo en la mejilla, a la vez queclamaba venganza y profería graves amenazas.

Somers y Catherine tuvieron que separar al pobre insensato del abogado.Blagden (según me contaría Catherine más adelante) reaccionó con muchafrialdad y, de no haber sido porque tenía los labios temblorosos y pálidos y unainconfundible aunque serena expresión de fiereza en los ojos grises, cualquierahabría tomado la agresión por un incidente nimio, sin la menor importancia.

La calma sucedió a la tempestad, y Catherine aprovechó la ocasión paradecir:

—Iré a ver al señor Finch para pedirle que le adelante a mi padre cuarentalibras del saco de zanahorias que ha encargado. No falta más que una semanapara sacarlas de la tierra. Tenemos diez libras en casa, y con eso podremos

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pagarle el alquiler.—Tiene usted veinte minutos, señorita Gibson —respondió el imperturbable

abogado—. Veinte minutos: ni uno más ni uno menos. Y sobre la cobardeagresión de que he sido objeto —añadió, lanzando a Gibson una mirada diabólica—, ¡y a se pronunciará el tribunal! Somers, vay a a enganchar el caballo.

Somers fue a cumplir esta orden y la señorita Gibson salió con él. Regresó uncuarto de hora más tarde, contando que el señor Finch no estaba en casa y sumujer había dicho que nunca pagaban por adelantado. Blagden no dio muestrasde prestar atención a las palabras de Catherine, esperó hasta que hubo pasado lamedia hora exacta, cogió su reloj , se puso el abrigo con cuello de piel y semarchó por donde había venido.

Poco después del amanecer del día siguiente, dos marineros que iban aembarcar en el puerto de Poole encontraron el cadáver de Blagden en laestrecha carretera principal. No lejos del difunto estaban el caballo y el calesín.El animal parecía torturado por el dolor, pues se había roto una de las patasdelanteras, y los dos ejes del calesín se habían partido. De inmediato se dio la vozde alarma y no tardaron en acudir los vecinos, que en un primer momentopensaron que el señor Blagden había sufrido un accidente. El caballo, un animalcon mucho nervio, quizá se había desbocado y, al chocar violentamente el calesíncontra uno de los árboles que jalonaban los dos lados del camino, el vehículohabía volcado, y el viajero había muerto al instante al caer al suelo. Un someroexamen fue suficiente para demostrar la falacia de esta conjetura. El difuntopresentaba una herida profunda en la nuca, producida, al parecer, por un hachaafilada que había atravesado el cuello del abrigo. Era indudable que lo habíanatacado por la espalda. Al asesinato se sumaba el robo, ya que no se encontraronla cartera ni el reloj de oro de la víctima. Se detectó otra herida en la coronillaque bastaba por sí sola para causar la muerte y que debieron de infligirle cuandotenía la cabeza descubierta, pues no había ningún corte visible en el sombrero,que apareció a unos metros del cadáver. Tenía los puños cerrados y llenos detierra, como si en su agonía se hubiese aferrado al camino. Esto sugería, además,que debieron de obligarlo a arrodillarse para asestarle el golpe mortal. Pero¿cómo habían detenido el calesín y derribado el caballo, que se encontraba en unestado tan lamentable? No había una respuesta fácil a esta pregunta. Dos o tresdías más tarde, una mujer encontró, bajo el seto de una granja situada entre ellugar donde se cometió el asesinato y la granja de Stape Hill, una cuerda detender casi nueva y recién cortada por un extremo. Una de sus gallinas, alescarbar debajo del seto, la había desenterrado. Aunque se habló de este detalle,no se le dio demasiada importancia. La víctima no había sido estrangulada y portanto la cuerda no podía haber sido el instrumento o uno de los instrumentoscausantes de la muerte. De todos modos, era extraño que alguien hubieraenterrado un trozo de cuerda nueva con tanto cuidado cerca del lugar del

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espantoso crimen.En cuanto se tuvo noticia en Poole del asesinato y de las circunstancias que lo

rodeaban, todos los dedos señalaron a Joseph Gibson, el arrendatario de la granjade Stape Hill, como el asesino. Nadie había olvidado la brutal amenaza queprofirió aquel día en El Ciervo, y algunos sabían que su única oportunidad, talcomo él mismo había reconocido, era que Blagden le aplazase el pago delalquiler anual hasta el día de San Miguel del año siguiente. Un herrero llamadoFrost, que había hecho unos trabajos para Gibson y le había dicho a éste queconfiar en la generosidad de Blagden era lo mismo que confiar en un instrumentode viento con la lengüeta rota, recibió por respuesta que « Blagden demostraríaser muy insensato si seguía provocándolo» . Esto se interpretó como señal de queGibson había tomado la firme decisión de matar al abogado en el caso de queéste le negara el favor que le pedía. Un detective avezado habría deducidojustamente lo contrario. Ningún hombre, a menos que fuera preso de un deliriopor culpa de la ira o la embriaguez, insinuaría su intención, en determinadascircunstancias, de cometer un asesinato.

Joseph Gibson, sin medios para contar con ayuda profesional, comparecióante el juez de instrucción. La cantidad de pruebas acumuladas contra él eraaterradora. La escena ocurrida en la vivienda de Stape Hill, que para entonces y ahabía salido a la luz —la agresión de Gibson al abogado y sus feroces amenazas—, así como la amenaza de Blagden de solicitar el embargo el día siguiente y elvano intento de Catherine de pedir dinero prestado al señor Finch para pagar elalquiler, se sumaron al hallazgo que realizó la policía de Poole, en el secreter deldormitorio de Gibson, del recibo sellado como justificante del pago, que Blagdenhabía dejado sobre la mesa para burlarse de su inquilino y se había llevadodespués. Se declaró a Joseph Gibson, sin ninguna clase de atenuantes, culpable deasesinato premeditado, y el juez de instrucción ordenó su inmediato ingreso en laprisión de Dorchester.

Fue Catherine quien me contó esta historia, excepto el detalle de laconversación en El Ciervo, de la que ella tenía un vago conocimiento por lo pocoque le había contado su padre.

Se supo entonces que Joseph Gibson llevaba años separado de su mujer, unadama de notable atractivo físico. Ni su nombre de soltera ni el que adoptó a raízde la separación necesitan consignarse en estas páginas. Baste decir que erahuérfana y que trabajaba como ayudante de un sombrerero cuando Gibson seenamoró locamente de ella. Se casaron y, como suele ocurrir en parecidos casos,la decepción fue recíproca. Gibson tenía por aquel entonces un espléndidonegocio, gozaba de una buena posición económica y contaba con dos criados,todo lo cual representaba, para una mujer, una vida ociosa, una mesa bienprovista, vestidos de seda y raso y coches para ir al teatro: la clase de vida, endefinitiva, digna de una dama de la alta sociedad, aunque sin título nobiliario. El

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novio, qué duda cabe, esperaba vivir en aquel paraíso de sonrisas y ternura que leofrecía la arrobadora empleada del sombrerero hasta el fin de sus días en estatierra. Sucedió, sin embargo, que el negocio no respondió tan bien como erarazonable esperar: primero hubo que despedir a una de las criadas y luegosustituir el coche por el ómnibus, además de renunciar a otras muchascomodidades. El marido (el tiempo y el roce causan estas desilusiones) descubrióque su mujer no era el ángel que él imaginaba y que su hija tenía una salud muyfrágil. Decidieron separarse, y ella vivía desde entonces en pecado, si biengozaba de una magnífica posición. Hace veinte años, únicamente un hombremuy rico podía conseguir el divorcio —solo una lima de oro era capaz de romperlas cadenas conyugales—, de ahí que el señor y la señora Gibson siguieransiendo, legalmente, marido y mujer. Ella, a pesar de todo, no era una malapersona. Pocas lo son de verdad, ya se trate de hombres o de mujeres, y lo ciertoes que y o no he conocido a nadie que lo sea. Al leer la noticia que el PooleHerald envió a los periódicos de Londres, en la que se daba cuenta de laspesquisas judiciales sobre la muerte de Blagden, la mujer envió a su hijaCatherine, bajo un nombre falso, un cheque bancario por valor de cien libras, a lavez que, indirectamente, buscaba la ayuda de personas influy entes, de lo queresultó que se me ordenara presentarme en Poole y Stape Hill para realizar unaexhaustiva investigación del caso. Me precedió una carta de « el amigo» quehabía enviado las cien libras a la señorita Gibson, y la muchacha me recibió conlágrimas de esperanza. Creo que Catherine había adivinado que « el amigo» erasu madre caída en desgracia, pero no hizo ninguna insinuación y, hasta que todohubo terminado, yo no supe en ningún momento quién había movido los hilospara ponerme en movimiento; bien es verdad que esto no tenía la más mínimaimportancia.

El asunto tenía muy mal cariz. Antes de hablar con la señorita Gibson, y deacuerdo con la táctica habitual, estudié pormenorizadamente el caso que debíajuzgar el tribunal de la Corona. Ver las cartas del adversario es siempre unabuena medida para ganar la partida. Sin embargo, en esta ocasión, lasformidables cartas que tenía la Corona en la causa de « la reina contra Gibson»no me tranquilizaron en absoluto.

La policía de Poole declaró que había sorprendido al acusado en la cama, aldía siguiente, pasadas las once, cuando normalmente se levantaba a las seis comomuy tarde, y que, al ver a los agentes, antes de que éstos pudieran decir una solapalabra de la muerte de Blagden, sin que hubieran pronunciado siquiera elnombre de este caballero, Gibson abrió su escritorio y exclamó: « ¡Todo haterminado para mí! Me ahorcarán, por culpa de ese diablo de Blagden.Deténganme ahora mismo» . Tras delatarse con esta confesión, adoptó unamáscara de silencio y no volvió a pronunciar palabra hasta que, cuando iban enun carro camino de Poole y pasaron cerca del lugar donde se había cometido el

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crimen, uno de los agentes dijo:—Creo que Blagden peleó por su vida con todas sus fuerzas, sea quien sea

quien lo hay a asesinado.—¡Asesinado! —repitió Gibson, estremeciéndose de temor—. ¿Qué está

usted diciendo? ¿Le han atracado?—Atracado y asesinado —respondió el agente—. Pero recuerde que nadie le

ha preguntado nada.Al oír estas palabras, el detenido dejó escapar un grito y se desmayó o fingió

que se desmayaba.Desde entonces no había vuelto a referirse al asunto una sola vez. El abogado

que le asignaron para comparecer ante el tribunal invocó el derecho de su clientea no declarar. Entretanto se habían encontrado, en una de las dependencias deStape Hill, unas tijeras de podar muy afiladas, con las hojas y el mangomanchados de sangre. Según declaró el forense que examinó el cadáver, estaherramienta podía haber sido la causa de las heridas que acabaron con la vida dela víctima; y, escondido entre trapos y trastos viejos, en un cobertizo al que, segúnreconoció la señorita Gibson, solo su padre tenía acceso, se halló también undelantal, como el que a veces se ponía el acusado, lleno de manchas de sangre.Estas pruebas, mudas y sin embargo dotadas de una voz milagrosa, seprecintaron escrupulosamente y quedaron en poder de la policía local. CatherineGibson se esforzó por explicar las manchas de sangre en las tijeras de podar yaseguró que, días antes de la muerte de Blagden, su padre había matado unganso, y el animal había sangrado mucho. No obstante, tuvo que reconocer,Gibson no se puso el delantal en esa ocasión. Seguía sin aparecer el dinero de lavíctima —los billetes y la bolsa llena o casi llena de soberanos que llevabaencima— y tampoco su reloj de oro. Era evidente que lo habían escondido abuen recaudo, pero el oficial con quien tuve ocasión de hablar no tenía la menorduda de que con paciencia y perseverancia descubrirían su paradero.

—¿No le llama la atención —-pregunté— que Gibson no hay a tenido lamisma astucia para esconder el recibo sellado, cuando es la principal pruebacondenatoria que pesa sobre él? Tal vez sea imposible demostrar que los billetes yel dinero, incluso el reloj , pertenecían al señor Blagden; digo tal vez, aunque en elcaso del reloj se trata de una suposición excesiva. Sin embargo, el recibo noinduce a error. Gibson debió de perder la cabeza para no esconderlo o destruirlo.

—Sin duda se proponía presentarlo en el juzgado como justificante del pago,pues sabía que los representantes del fallecido lo reclamarían.

—Pero Somers podía demostrar que no era así, y también la señora Finchpodía decir que le negó a Catherine Gibson el adelanto del dinero. A mí meparece extraño. Sigo sin entender que hay a sido tan sencillo encontrar ese recibo.Solo se explica mediante el axioma de que, cuando Dios se propone destruir a unhombre, primero lo priva de su razón. ¿Dice usted que tanto el juez de instrucción

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como el tribunal de segunda instancia han encontrado indicios suficientes paraprocesar al acusado?

—Sí, aunque todavía no lo han hecho formalmente. Los jueces no tienen lamenor duda de que el detenido es culpable, y han manifestado su intención deacusarlo de asesinato con premeditación, pero han vuelto a citarlo a declararpasado mañana. En este momento sigue en la cárcel de Poole.

—¡Pasado mañana! Por cierto, esa cuerda, o ese trozo de cuerda que unagallina desenterró de debajo de un seto, ¿lo tiene a mano?

—Sí, está aquí. Se lo enseñaré. Aunque yo no veo que tenga ninguna relacióncon el asesinato.

—No digo que la tenga, pero me gustaría verlo de todos modos.Me enseñaron la cuerda.—Una cuerda nueva, de la mejor calidad. Una cuerda echada a perder sin

ningún motivo. No mide más de seis metros; está destrozada y tiene una lazadaen un extremo.

—Cierto, pero ¿qué uso pueden haberle dado para cometer el crimen?—Un uso muy eficaz, aunque ya hablaremos de eso más adelante. Guárdela

bien, por favor. Supongo que en la tierra del seto no había gravilla del camino, yesta cuerda, si no me equivoco, tiene muchas partículas de gravilla. ¿Tiene ustedtiempo para acompañarme al lugar de los hechos?

—Sí —dijo el oficial—. Lo acompañaré con mucho gusto.La idea que me sugirió ese trozo de cuerda tenía su origen en una experiencia

policial que había tenido anteriormente en los alrededores de Hereford. Que elcaballo hubiera caído con tanta violencia para romperse una pata, tratándose deun animal tan fuerte, desconcertó a todos los vecinos. En el caso de Hereford —que no tuvo consecuencias, porque la víctima del robo no quiso presentar unadenuncia—, los ladrones derribaron al caballo, que también tiraba de un calesín,sirviéndose de un procedimiento muy sencillo. Tendieron la cuerda en laoscuridad, de lado a lado del camino, la ataron con un nudo corredizo al tocón deun árbol, a escasa distancia del suelo, y la tensaron en el momento en que elcaballo pasaba al trote, lo que bastaba para derribar brutalmente al animal másfirme del mundo. Era posible que en esta ocasión se hubiera recurrido a lamisma estratagema. Estaba seguro. Y la otra mitad de la cuerda bastaría paraahorcar a quien se demostrara que la tenía en su poder la noche del asesinato.

El punto donde había caído el caballo era perfecto para ejecutar con éxitoesta maniobra. El camino era estrecho y llano. El caballo iría probablementemuy deprisa, y a un lado había un roble joven que podía haber servido paradeslizar el nudo corredizo y asegurarlo a la altura idónea. Un hombre apostado alotro lado del camino, con el otro extremo de la cuerda en la mano, a la esperadel momento exacto para tirar de ella y levantarla, podía derribar a cualquiercaballo. Sí, pero era poco probable que un hombre de ciudad, comerciante de

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pinturas y prematuramente envejecido, hubiese podido hacerlo. No, no. Quienhubiese recurrido a este truco era alguien acostumbrado a ver en la oscuridadigual que a la luz del día; alguien con el temple, la rapidez y la decisiónnecesarios para abatir una perdiz antes de darle tiempo a batir las alas tres veces.

—¿Hay cazadores furtivos por aquí? —pregunté al oficial con airedespreocupado.

—Eso creo. Y ¡también contrabandistas de ron que aprovechan la oscuridadde la noche!

—Pero el señor Gibson, el detenido, ¿no será de ésos?—¡Válgame Dios! No. No creo que sea capaz de distinguir una agachadiza de

una perdiz, a menos que la vea servida en un plato. Y tampoco creo que sepacargar una escopeta.

—¿Hay buenos contrabandistas de licor por aquí?—Sí, pero el mejor de todos ha dejado el negocio: Jim Somers, el que vive en

Stape Hill. Era un contrabandista redomado. Aunque no es tan malo como dicentodos, o la may oría de la gente. El señor Blagden lo apreciaba mucho. Se le vemuy afectado por esta atrocidad. Dice que Gibson y su hija han sido muyamables con él y que, si no consigue encontrar un empleo aceptable, y no le seráfácil ahora que Blagden ha muerto, se irá a América.

—¡América! Bueno, allí tendrá muchas oportunidades. Supongo que uncaballero de tan buen corazón estará desconsolado por la suerte de su amigo, elseñor Blagden.

—La verdad es que no. Está muy afligido por Gibson y su hija. Se le llenanlos ojos de lágrimas cada vez que habla de ellos —continuó diciendo el novato einocente oficial—. No fue fácil hacerle declarar ante el juez de instrucción y losotros magistrados sobre lo que ocurrió en Stape Hill entre Gibson y Blagden.Costó mucho sacarle que habían tenido una fuerte discusión porque Gibson nopodía pagar el alquiler. Lo mismo que sacarle las muelas.

—Pero al final se lo sacaron, como las muelas. Seguro que es un hombrelisto, además de tener buen corazón.

—¡Sí que es listo! Es más fácil cazar a una comadreja dormida que a JimSomers con un ojo cerrado.

—Y ¿dice usted que vive en casa de los Gibson?—No exactamente. Su mujer y él viven en la granja, pero en otro edificio.—Comprendo. Tienen su propio castillo. A todo inglés, incluso al más

humilde, le gusta tenerlo, aunque sea un castillo de madera con el tejado de paja.Y supongo que tendrán también sus propias gallinas, sus cerdos y su patio paratender la ropa.

—Sí, todo independiente de la casa principal. La mujer de Jim me lo enseñóel otro día.

Esto me agradó, porque había pensado que me gustaría ver la nueva cuerda

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de Jim Somers, o lo que quedase de ella.

Tuve una larga conversación con Catherine Gibson, aunque escasamentealentadora. Cuando terminó de hablar, dije:

—Hay un detalle que quisiera conocer de sus labios, si me honra usted con suconfianza. Quiero decir, si está usted en condiciones de arrojar alguna luz sobreeste misterio. Se trata de lo siguiente: ¿cómo llegó a manos de su padre el recibodel alquiler, por valor de cincuenta libras?

La joven se ruborizó, era evidente que de vergüenza. Bajó la mirada yguardó silencio.

—Para poder serles de alguna ay uda, necesito saberlo todo —dije, conamabilidad, pero con firmeza.

—Lo comprendo —respondió, sin levantar los ojos—. Se lo diré. El señorBlagden, con las prisas y el enfado, no se dio cuenta de que se le cayó el reciboal suelo, y se marchó seguro de que lo había guardado en la cartera. Al cabo deun rato, mi padre vio el papel, lo cogió y… y…

—Quiere usted decir que se apropió de él. O que se le ocurrió la idea, unaidea muy absurda, de que podría servirle para evitar el embargo al día siguiente.Y, cuando al día siguiente se presentó la policía, se le ocurrió la idea aún másdescabellada de que la intención de robar el recibo, en el caso de que en verdadtuviera la intención de cometer ese delito, equivalía, dadas las circunstancias, ahaberlo hecho. ¡Absurdo! Aunque comprendo que lo pensara. ¿Es posible que supadre bebiese esa noche más de lo normal, a raíz de la visita del señor Blagden?

—¡Sí, mucho más! Mi padre en general es abstemio.—Eso me han dicho. Por lo que a mí respecta, esa piedra en el camino que

representa el recibo ya está retirada. Tengo entendido que Somers y su mujerhan sido muy amables y serviciales con usted en estas tristes circunstancias.

—Muy amables y muy atentos. Más que nunca.—Me gustaría ver a los Somers. Quizá puedan contarme algo que ustedes

hayan juzgado poco importante y yo encuentre significativo. ¿Está él en casa?—Su mujer no está, pero él sí. En la casa de al lado. ¿Le digo quién es usted?—No le diga que soy detective de la policía, por favor. Quizá no tenga

demasiada importancia que Somers sepa a qué me dedico, pero, si quiero serleútil a su padre, tengo que trabajar como un topo, en la oscuridad. Dígalesimplemente, puesto que es la verdad, que soy un amigo de Londres que deseaayudar a su padre en esta difícil y confío que pasajera situación.

—Muy bien. Enseguida estará aquí.Volvieron al cabo de un rato, y le dije:—De nada te servirá conmigo, James Somers, esa labia y esa mirada de

pena. ¡Te conozco, y sé que eres el asesino del señor Blagden! Un momentodespués de que la señorita Gibson pasara por delante de la casa, le di una excusa

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a la criada para salir por la puerta de atrás y dije que volvería enseguida. Lo visalir a usted de su casa con la señorita y me tomé la libertad de entrar. En el casode que me hubieran sorprendido, habría dicho que iba a decirle que preferíaverlos a usted y a la señora Somers mañana, puesto que ella no estaba. Pero nome vieron. Al entrar vi una mesa grande, con cajones, y me tomé la libertad deregistrarlos. Encontré la mitad más larga de una cuerda de tender la ropa, nueva,recién cortada y, creo yo, muy parecida a la que se encontró debajo del seto. Noes probable que la necesite usted mientras sirva para cumplir el fin que mepropongo y, en tal caso, lo último que se le ocurrirá a ese astuto, inquieto y febrilcerebro suyo, aunque la coronilla plana indica que el cráneo tiene la forma delde un animal, es que en estos momentos esa cuerda está guardada en el bolsillode un detective de la policía de Londres. Aunque no tenga la resistencia suficientepara colgar a un hombre como usted, con ese cuello de toro, es posible que mepermita descubrir algo importante. ¡Ah! No tiene usted nada más que decir,aparte de repetir « lo mucho que lo siente» por la señorita y por el señor Gibson.No me cabe la menor duda, Somers, de que es usted un hombre muy sentido, yque en este preciso instante sus sentimientos son muy profundos. Estoy seguro.No tengo nada más que preguntarle. La señorita Gibson está convencida de quesu padre es inocente, y confiaremos en la Providencia para que la verdad salga ala luz. Mañana puede que venga a ver a su mujer o puede que no. Buenos días,señorita Gibson. He prometido cenar con un conocido en Poole, y tengo quemarcharme.

El trozo de cuerda que me llevé de casa de Somers coincidía exactamentecon la mitad que obraba en poder de la policía de Poole: tamaño, color ytorcedura eran idénticos, y las dos mitades juntas tenían la longitud habitual deuna cuerda para tender la ropa. Si el juez del condado —a quien el policía con elque yo había hablado anteriormente tuvo la amabilidad de presentarme— teníaun mínimo de cerebro, dictaría de inmediato una orden judicial para registrar lavivienda de Somers. Por fortuna resultó que el juez tenía cerebro. Le hablé delcaso de Hereford, le enseñé el trozo de cuerda cortada y me declaré dispuesto ajurar que tenía pruebas suficientes para sospechar que James Somers habíaasesinado y robado al señor Arthur Blagden. Llevaba una declaración escrita,como corresponde a un detective perspicaz, firmada por « Richard Mayne» , yes probable que fuera esto tanto como la prueba de la cuerda, si no más, lo quedecidiera al juez a dictar la orden de registro en el acto y entregarla al oficial depolicía para que regresáramos a Stape Hill sin pérdida de tiempo.

Somers y su mujer, sobre todo él, se asustaron mucho al saber que el amigode la señorita Gibson era un detective de Londres.

La búsqueda fue infructuosa, en el sentido de que no encontramos ningúnobjeto que hubiese pertenecido a la víctima: ni billetes, ni monedas, ni el reloj .Sin embargo, un hacha muy afilada, guardada en un armario, llamó mi atención.

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—¿Es de su marido esa herramienta? —pregunté.—¡Sí, es nuestra!Examiné el hacha atentamente, primero a simple vista y luego con una lupa

que siempre llevaba encima. La habían limpiado recientemente. Y, aunque asimple vista no se apreciaba nada, la lupa reveló, en la hoja, unas manchas deóxido rojo que no podían ser de sangre, pero que tenían adheridas unas diminutasfibras de piel. Al retirar el mango de madera descubrimos claras manchas desangre, que no se habían eliminado al lavar la herramienta. Somers se pusoblanco como un cadáver y dijo que poco antes había matado un conejo atrapadoen un cepo.

—¿Un conejo?—Sí, atrapado en un cepo.—¿No ha matado usted nada más con ella?—¡Claro que no!—Será mejor que se lleve esa hacha de todos modos —le dije al policía—.

Quizá no tenga ninguna trascendencia, pero es preferible que la guarde usted.En cierta ocasión, cuando asistí a la conferencia de un famoso científico,

aprendí que los glóbulos de la sangre de cada especie animal difieren en tamañode todas las demás especies. Este hallazgo era el resultado de una lenta y rigurosainvestigación. No había duda, sin embargo, de su exactitud científica y, conay uda de un microscopio potente, un profesional hábil y experimentado podíadeterminar sin margen de error alguno, a partir de una mínima gota de sangre, siésta pertenecía a un ser humano o a un animal. Lo mismo podía hacerse conpartículas diminutas de piel, cabello, etcétera. El conferenciante afirmó que setrataba de un descubrimiento muy valioso, y puso como ejemplo que, enFrancia, un hombre inocente se había librado de una acusación de asesinato: seencontró en su poder un cuchillo aparentemente manchado de sangre, si bien,tras examinar el arma al microscopio, un experto concluyó que las manchaseran de zumo.

Dicha conferencia me causó en su día una honda impresión, y me pregunté sino estaríamos ante un caso excelente para demostrar el valor de tan importantehallazgo. Conviene recordar que el cuello de piel del abrigo de la víctimapresentaba un corte y que también el cráneo estaba partido. ¿Eran las diminutasfibras presentes en la hoja del hacha restos de pelo de conejo o eran restos de lapiel con que se había confeccionado el cuello del abrigo? ¿Había alguna fibra decabello humano mezclada con aquellas partículas de piel? Y por último, ¿eran deorigen humano los restos de sangre encontrados en las tijeras de podar y eldelantal de Gibson?

De las respuestas científicas a estas preguntas dependía la vida o la muertedel detenido y, aunque ignoraba quién era « el amigo» que había enviado a laseñorita Gibson aquel cheque de cien libras, sí sabía cómo comunicarme con esa

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persona. Decidí hacerlo sin demora. Diez minutos después de haber tomado ladecisión subí a una calesa para ir a Dorchester, allí cogí un tren a Londres y, conla valiosa ayuda de ese dinero de « un amigo» , contraté los servicios de lamayor eminencia de aquella rama especial de la anatomía que había en laciudad y le pedí que me acompañase a Poole.

La sala estaba abarrotada el día en que por fin iba a juzgarse a Joseph Gibson,pues había corrido el rumor de que un detective enviado de Londres habíarealizado un extraño descubrimiento. El pobre Gibson parecía un espectro másque un hombre. Se sentía víctima de un destino implacable, y estaba convencidode que nada, ni siquiera Dios, podía revelar la verdad.

Se depositaron sobre la mesa las tijeras de podar, el delantal y el hacha, y elprofesor Ansted, que previamente había examinado a conciencia todas laspruebas, ofreció su testimonio claro y decisivo. La sangre de las tijeras de podarno era sangre humana, de eso no tenía la menor duda. Las manchas del delantaleran de pintura roja: contenían peróxido de hierro. (Cuando Gibson tenía sunegocio de pinturas, él mismo preparaba los pigmentos y para esto se ponía eldelantal.) Las manchas encontradas en el hacha de Somers eran de sangrehumana, mezcladas con cabello humano, y las partículas de piel no eran deconejo, sino de ardilla, el mismo material de que estaba hecho el cuello delabrigo de la víctima.

Rara vez una prueba —de naturaleza casi sobrenatural para el asombradopúblico— había causado tan honda impresión. ¡La mano de Dios parecía haberguiado el testimonio del profesor Ansted! William, que entretanto habíademostrado ser un enamorado fiel, rompió a llorar cuando se acercó a estrecharcalurosamente la mano de Gibson y de su hija, que estaba al lado de su padre.

Los magistrados, con aire de perplej idad, se retiraron a deliberar. Regresarona la sala al cabo de un rato, y el presidente del tribunal anunció que, sobre la basede las pruebas aportadas por un caballero tan distinguido como el profesorAnsted, se dictaría de inmediato la orden de detención de James Somers, si bienpor el momento no era prudente levantar los cargos que pesaban sobre elacusado, Joseph Gibson. La vista se reanudaría en el plazo de tres días.

Fue el propio asesino quien ahorró a los magistrados nuevos quebraderos decabeza. Nada más anunciarse esta decisión, un conocido del sospechoso, queestaba presente en la sala, partió a caballo a Stape Hill para avisar a Somers deque se había dictado orden de detenerlo por asesinato con premeditación, y leanunció que la policía no tardaría en llegar. El desesperado villano recibió lanoticia con un gruñido feroz, y al momento pidió que lo dejaran a solas.

La puerta de la habitación en la que su mujer (llorando, sollozando,retorciéndose las manos) dijo que lo encontraríamos estaba cerrada por dentro.Tuvimos que tirarla abajo, y el espectáculo que presenciamos fue aterrador.Somers yacía en el suelo, muerto, en mitad de un charco de sangre. Se había

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degollado con una navaja de afeitar. En una mesita encontramos un papel, escritode su puño y letra:

Fui y o, no Gibson, quien mató a Blagden. Le guardaba rencor por un asuntodesde hacía mucho tiempo, aunque él no sospechaba nada. El maldito me arruinópor completo, física y anímicamente, con una venta hace ocho años. Deseoseñalar expresamente que mi mujer no ha tenido nada que ver en este asunto. Nisiquiera sabe dónde están el dinero y el reloj , o que yo me haya apropiado deesos objetos. Están escondidos en una caja, debajo de las losas de una de mispocilgas, la que se encuentra saliendo a mano derecha. Esto es todo cuanto tengoque decir. Pensaba irme a América, y ahora me voy a…, si es que existe tallugar, cosa que yo no creo. Ese policía estaba en lo cierto en lo que respecta a lacuerda: así es como se hizo.

J. S.

Hallamos el dinero, el reloj y todo lo demás en el lugar indicado, y con ellose zanjaron todas las dudas sobre el terrible suceso. Joseph Gibson quedó enlibertad y su caso suscitó numerosas simpatías. Los albaceas de Arthur Blagdenle permitieron rescindir el contrato de alquiler y le perdonaron los pagosatrasados, y así, con ayuda de « un amigo» que de manera anónima se puso encontacto con su hija, Gibson pudo alquilar otra finca más pequeña y apta para elcultivo no lejos de Stape Hill, donde desde entonces, tal como me han informado,ha prosperado aceptablemente. Su hija, según supe por el periódico local que meenviaban de vez en cuando, se casó finalmente con William.

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Andrew Forrester

(hijo)

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Hasta hace poco tiempo no se sabía nada de la verdadera identidad deAndrew Forrester, hijo (1832-c.1909), autor de unos notables relatosdetectivescos en la estela de los casebooks de Waters, recogidos en dosantologías, Secret Service, or Recollections of a City Detective (1863) y TheRevelations of a Private Detective (1863), así como creador de una de lasprimeras mujeres detectives, Mrs G., en The Female Detective (1864). Seespeculaba con que fuera un joven abogado que empleaba el seudónimoForrester, hijo para capitalizar la fama de un inspector de policía llamadoForrester, o incluso que fuera una mujer. Pero en 2011 se descubrió un ejemplarde A Child Found Dead: Murder or No Murder?, de Andrew Forrester, con otrotítulo (The Road to Murder) y firmado por James Redding Ware, y el misterioquedó resuelto.

James Redding Ware, hijo de tenderos londinenses, se dedicó en su juventud ala literatura sensacionalista (con su propio nombre) y al incipiente génerodetectivesco con seudónimo. En 1865 ingresó en la masonería, donde llegaría aser gran maestro en 1872, lo que probablemente orientó su carrera hacia laliteratura « seria» : libros sobre ajedrez, literatura de viajes, crónicas judiciales.Hoy se le conoce como el autor de Passing English of the Victorian Era. ADictionary of Heterodox English Slang and Phrase (1909), publicado pocodespués de su muerte.

« Detención bajo sospecha» (« Arrested on Suspicion» ) formaba partedeThe Revelations of a Private Detective. El narrador es un joven con una historiapersonal que parece extraída de Casa Desolada, con una admiración sin límitespor Edgar Allan Poe (alude específicamente a La carta robada) y al que se lepresenta la oportunidad única de demostrar ante la policía la superioridad delnuevo estilo detectivesco. El relato funde así la peripecia personal delprotagonista con la historia de la evolución del género, entre Dickens y Poe.

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Detención bajo sospecha

(1863)

Más vale que diga cuanto antes que esta exposición jamás habría llegado aredactarse de no haber sido por la admiración, pasada y presente, que me inspiraEdgar Allan Poe. Si alguna vez tuviera tiempo, confío en poder demostrar que susactos no fueron tanto el fruto de un espíritu pervertido como de un espírituenfermo. Para empezar, creo que padecía un trastorno de la visión que bastabapor sí solo para desequilibrar un cerebro tan excitable como el suy o.

Ahora bien, Poe nada tiene que ver con esta exposición, más allá de habermeguiado en el camino. Me llamo John Pendrath (soy de Cornualles, comoseguramente no tardarán ustedes en darse cuenta), tengo veintiocho años y vivocon mi hermana Annie. Somos cuanto queda de un linaje antiguo y respetado, talcomo revela nuestro apellido. No es preciso que consigne aquí cuál es miprofesión, pues, si bien no me avergüenzo de ella, le tengo muy poco aprecio yespero que algún día, cuando el lord canciller[4] tome conciencia de la situación,pueda regresar a Cornualles.

Parece, sin embargo, que me dispongo a hablar de mí, y no es ésa miintención. Lo que deseo demostrar es cuánto bien puede hacer un buen escritor,incluso un escritor maldito como Edgar Poe, incluso a este lado del Atlántico.

Como no podemos permitirnos una casa propia, mi hermana y y o vivimos enhabitaciones de alquiler —dos dormitorios y una sala de estar—, casi siempre enuna segunda planta. La habitación de Annie está detrás de nuestra sala común, yyo ocupo una buhardilla. No puedo decir que seamos felices, por ese asunto conla Cancillería, pero en general estamos alegres, menos cuando se habla de lascostas judiciales, que es lo único de lo que se habla en nuestro famoso pleito.

Llevábamos alrededor de seis semanas en la segunda planta de Ay lesburyTerrace, en la zona de Bayswater, cuando, un día, al volver a casa como decostumbre, Annie me estaba esperando en el sitio de siempre.

—¿Qué ocurre, Annie? ¿Has tenido alguna buena noticia?—No, John, pero si no hubiera salido a recibirte o no hubiera bajado

corriendo a abrir la puerta, habrías tenido que mirar dos veces antes de darme mibeso de Cornualles.

—¿Qué quieres decir, Annie? —pregunté, porque detesto los misterios sinexplicación, y supongo que eso tiene que ver con lo mucho que me gustan lasmatemáticas.

—Querido John, tengo un doble.—Eso no es posible. De ser así empezaría a cortejarte.

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—Te doy mi palabra —dijo Annie—. He tenido que pararme a pensar sihabía salido y había vuelto a casa en compañía de una dama corpulenta decuarenta años, vestida de seda negra, cuando las vi llegar a la puerta. Y ahoraque las he dejado allí, me pregunto, en broma, claro está, si de verdad he salido atu encuentro.

Entonces comprendí lo que Annie quería decir. Me había dado la explicación.—Ya entiendo —dije—, parece ser que una madre y su hija han alquilado la

primera planta del número 10 de Ay lesbury Terrace y que la hija en cuestión sete parece mucho.

—Exactamente, John, descontando el parece ser, porque he oído que la jovenllamaba « querida mamá» a la otra dama, y también estoy segura de que hanalquilado la planta principal, porque la puerta estaba abierta cuando bajé, y las hevisto comiendo pan con mermelada.

—¡Ah! —dije, pues no se me ocurrió otra cosa.Y, cuando al día siguiente, domingo, vi a la joven salir de la casa, pensé que

se daba un aire con Annie, aunque mi hermana, supongo que como la may oríade las mujeres, había exagerado el parecido.

Se equivocaba también mi hermana al decir que habían alquilado la primeraplanta, porque solo la (supuesta) madre vivía en nuestra casa, mientras que lahija, casada, residía en otra parte.

No creo que Annie supere en curiosidad a la mayoría de las mujeres, pero esverdad que paso todo el día fuera, y ella se siente sola; por eso no puedo culparlasi se asoma a la ventana, aunque puede que a veces le haya dicho que es unalástima que no encuentre una ocupación mejor. Como tenía esta costumbre,Annie reparó en cuatro detalles:

1. Que la joven venía todas las mañanas.2. Que (las supuestas) madre e hija salían juntas.3. Que rara vez llevaban la misma ropa dos días seguidos y con frecuencia

intercambiaban sus abrigos y sus chales el mismo día.4. Que la madre siempre regresaba sola.Reflexioné sobre estas premisas —aunque quizá, por regla general, sea

impropio de un hombre interesarse por este tipo de cuestiones—, y llegué a lasiguiente conclusión: que el marido de la hija había discutido con la madre, de ahíque las dos se vieran a solas mientras él estaba trabajando, y que eran dosmujeres acomodadas y bastante vulgares, a quienes agradaba presumir de susvestidos.

No tuve necesidad de decirle a Annie que evitase trabar amistad con laseñora Mountjoy y su hija, la señora Lemmins, pues ella misma se dio cuenta deque ninguna de las dos era una buena compañía. Señalo esta circunstancia porquela señora Mountjoy trató de acercarse a mi hermana, pero ella no se dejóseducir. Y es que, aunque nuestra casera, la señora Blazhamey, nos aseguró que

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la nueva inquilina era una mujer muy respetable, Annie y yo seguíamosteniendo nuestra propia opinión.

Calculo que la señora Mountjoy llevaría alrededor de un mes en la casacuando me fijé en que Annie lucía un anillo, con una piedra azul, en la manoizquierda. Como es natural, no dije nada, a la vista de que ella tampoco lo decía,aunque no me cupo duda de que era nuevo. No soy de esos hombres que seentrometen en los asuntos de las mujeres, puesto que no nos gusta que ellas seentrometan en los nuestros.

Pues bien, el trueno estalló tan de repente como me dispongo a referir susdetalles. Estaba yo trabajando en mi oficina cuando un coche se detuvo en lapuerta y de él se apeó la señora Blazhamey. La hice pasar a la sala de esperapara escuchar lo que tenía que decirme. La pobre mujer parecía abrumada, nosabía por dónde empezar, y, aunque no pronuncié una sola palabra, me atrevo adecir que estaba más que pálido.

—¡Ay, señor! —dijo por fin—. ¡A la señorita Annie le ha dado por robar enlos comercios!

Si me preguntaran cómo me sentí, no sabría qué responder. De lo que sí estoyseguro es de que en cuestión de diez segundos todos mis pensamientos secentraron en mi hermana. Tengo para mí que la señora Blazhamey siguepensando hoy que soy un hombre sin sentimientos, y espero no caer en elcinismo si afirmo que, la may oría de la gente que en general se deja llevar porlas emociones cuando se ve en apuros tiene una elevada opinión de sí misma.Reconozco, de todos modos, que soy un hombre más bien frío.

¿Qué debía hacer? Ver a Annie si me era posible. Faltaban diez minutos paralas cuatro, la hora a la que cerrábamos. No me pusieron pegas para salir antes detiempo y subí al coche de la señora Blazhamey. Cuando supe adónde nosdirigíamos, guardé silencio hasta que llegamos al lugar donde nos esperaba otrocoche, al que subimos la pobre mujer y yo.

No entraré en los pormenores del encuentro. Me basta con exponer loshechos y, por tanto, me limitaré a señalar que, en poco tiempo, Annie se habíavuelto casi tan fría como yo. La habían detenido a las tres, y eran ya las cuatro ymedia. Lo primero que supe es que tenía que comparecer ante el juez a las diezy media del día siguiente. Pedí entonces al inspector de guardia y al policía quehabía detenido a mi hermana que me pusieran al corriente de los detalles.

Eran éstos: la detenida, Annie —no crean ustedes que pretendo ocultar nada,de ahí que me refiera a ella como la detenida—, llevaba algún tiempo robandoen los comercios de la zona, en compañía de una mujer de unos cuarenta años.Un joyero, al que habían robado, pudo identificarla, y más tarde se descubrióque mi hermana llevaba en la mano izquierda uno de los anillos sustraídos en suestablecimiento, tal como indicaba inequívocamente la marca personal de dichojoyero.

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Puedo decirles que, al proporcionarme esta información, el inspector adoptóuna solemnidad ridícula, ante la calma con que yo insistía en que se trataba deuna confusión. No necesito añadir que sabía que mi hermana no corría el riesgode ser condenada, pero me preocupaba el escándalo, y por tanto debía conseguirdos cosas: su inmediata liberación y la detención de los auténticos autores delrobo.

Tampoco es necesario agregar que tanto Annie como y o éramos conscientesde la situación: la habían confundido con la tal señora Lemmins. Al momentocomprendí el cambio de vestido diario, y también que la señora Mountjoyregresara siempre sola, para evitar que la viesen junto a su compañera tras habercometido el robo.

Annie captó mi advertencia cuando cruzamos una mirada mientras elinspector exponía el caso, y no tengo la menor duda de que el oficial vio quecomprendíamos la gravedad de las acusaciones. Creo, sin embargo, que lesorprendí al preguntar: « ¿Es normal que los ladrones luzcan las joyas que hanrobado?» .

—Adiós, Annie —dije, sin atreverme a besarla y sin que tampoco ella meofreciera la mejilla.

¿Qué debía hacer? Los hechos estaban claros. Annie no quedaría en libertadhasta el día siguiente, por lo que disponía de dieciocho horas para conseguir quedetuvieran a las mujeres que se hacían llamar respectivamente Mountjoy yLemmins. ¿Habían recibido la voz de alarma? De ser así, ¿cuándo? En casocontrario, ¿cuánto tiempo necesitarían para enterarse de cómo estaban las cosasy para comprender que mi hermana y yo sospechábamos de ellas? Habíantranscurrido unas dos horas y media desde la detención de Annie. ¿Podíanhaberlo sabido en ese lapso de tiempo?

—¿Podría contratar a un detective? —pregunté.—Y a dos —respondió el inspector, que, a pesar de su tranquilidad, ya que

todas las apariencias señalaban que Annie Pendrath era culpable, parecíasorprendido por mi reacción.

—Uno —insistí. Y pusieron a mi disposición a un hombre de aspecto tranquiloy afable, casi afeminado, rubio y de claros ojos azules, de unos treinta y cincoaños.

Los tres —el agente de policía (que se llamaba Birkley ), la señora Blazhameyy y o— salimos de la comisaría y subimos a un coche.

—Señora Blazhamey —dije entonces—, las ladronas son su estimadainquilina y la amiga de ésta.

—¡La señora Mountjoy ! —protestó nuestra casera—. Pero ¡si es una dama!—Puede que lo sea, pero es una ladrona.—Pues si lo es, tendrá que irse de mi casa en cuanto yo vuelva.Ésta era, lógicamente, la respuesta que yo esperaba. Había sopesado la

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situación de la siguiente manera: si no informo a la señora Blazhamey, irá acontarle toda la historia a la tal Mountjoy en cuanto lleguemos a casa; pero si lohago, la alertará sin querer.

—Señora Blazhamey —dije—, ¿le gustaría ganar cinco libras? Si me dice quesí, le explicaré cómo. Váy ase con su hija al parque de Kensington, no vuelvahasta mañana pasadas las diez y media, y a las doce le habré pagado.

Puso mil objeciones, como es comprensible, pero finalmente conseguí quesubiera a otro coche mientras yo continuaba con el policía hasta Ay lesburyTerrace.

—Señor Birkley —dije—, si esa mujer está en casa, quiero que la sigacuando la vea salir. Yo cargo con la responsabilidad de denunciarla, pero noquiero que la detenga usted, si todavía está allí, hasta que y o se lo indique. Quierocazar también a su amiga.

—¡Cómo, señor! ¿Cree que su amiga también aparecerá? ¿Es posible que esamujer esté en casa? ¡Esa gente se entera en un abrir y cerrar de ojos! ¡Seguroque se han largado!

—Si está allí —repetí—, quiero que espere usted en la acera de enfrente hastaque me vea sacar la jaula del canario a la ventana del segundo piso, a manoderecha mirando desde la casa.

El joven detective, el hombre más inocente que había visto en mi vida,agrandó sus ojos azules y aceptó mi propuesta, pues era razonable.

—Es posible que tenga usted que esperar varias horas —señalé.—O días —respondió con insuperable laconismo.Bajamos del coche antes de llegar a nuestro destino y nos separamos. Eran

las siete cuando entré en el jardín.La mujer estaba en la ventana, ley endo un libro con las tapas amarillas.Pensé que no había recibido la señal de alarma, pues en tal caso no estaría

leyendo tranquilamente. Lo primero que hice fue hablar con la criada. ¿Sabía larazón por la que su señora había salido esa tarde?

—No —dijo la muchacha—. Parecía muy nerviosa, y no paraba de decir:« No puede ser… No puede ser» .

La muchacha (que era una testigo) no estaba al corriente de lo sucedido,porque había salido a hacer un recado y, a su regreso, vio salir a su señora encompañía de un policía. Debo señalar que Annie envió al policía a casa de laseñora Blazhamey, con el buen juicio de impedir que un agente de la ley sepresentara en mi oficina. Pregunté entonces a la criada si la señora Mountjoy seencontraba en casa cuando llegó el policía.

—No, volvió a las cinco.¿Había llegado alguna carta para ella?—No, ni siquiera una nota, señor.Podía haber solicitado que detuvieran a Mountjoy sin más dilación, pero sabía

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que los delincuentes son, por lo general, muy leales entre sí, y temía que ladetención de la una impidiese la de la otra. Si Lemmins se enteraba de quehabían detenido a Annie, estaba seguro de que se las ingeniaría para avisar a sucompañera, mientras que si nuestra inquilina era la primera en saberlo, tambiénella prevendría a su cómplice. Quién de las dos mujeres podía haber recibidoantes la información dependía de una circunstancia: ¿de casa de cuál de las dosse encontraba más cerca mi hermana en el momento de ser detenida?

Dije a la criada que podía retirarse y me asomé a la ventana para observar aljoven de ojos azules a quien nadie tomaría por un policía, que paseaba por laacera comiendo cacahuetes, con un par de periódicos debajo del brazo. Tenía enmis manos a Mountjoy, pero era a su cómplice a quien necesitaba acorralar.

No ocurrió nada hasta las ocho menos diez, cuando la inquilina pidió un pocode agua caliente y minutos después una mujer entró renqueando en el jardín,cargada con un cesto de ropa recién salida de la lavandería. No entró en la casa:dejó el cesto en la puerta y se marchó tranquilamente.

En cuanto la lavandera cerró la cancela del jardín, el detective la abrió denuevo, y antes de que él hubiese llegado a la puerta de la casa ya estaba yo conla mano en el pomo.

—¡Deprisa! —dijo, apartándome para entrar—. Esa mujer era cómplice. Lacarta está entre la colada.

La criada había recogido el cesto y acababa de dejarlo en la sala de estar dela señora Mountjoy mientras yo abría la puerta y Birkley me apartaba para subirlas escaleras sin perder un instante. Estoy seguro de que el cesto no llevaba másde quince segundos en la sala cuando el policía irrumpió en ella.

Le bastó un vistazo para cerciorarse. El cesto estaba revuelto. La señoraMountjoy no tenía ninguna carta en la mano, pero noté que estaba temblando.Seguía sentada junto a la ventana, tal como y o la había visto al entrar en casa,pero había dejado el libro encima de la mesa.

El detective me miró y acto seguido miró el cesto. Una expresión fugaz, quejamás habría imaginado, iluminó sus ojos azules. Volviéndose a la mujer, dijo:

—Vamos… el juego ha terminado.—No le comprendo.—Yo sé lo que me digo —respondió el policía. Y entonces se dirigió a mí—:

¿Puede salir a buscar un coche, señor? Supongo que esta dama no querrá irandando.

No es necesario que me extienda en los detalles del traslado y la acusación deMountjoy, porque estas circunstancias nada tienen que ver con mi exposición.

Lo que yo quería era la carta, y no me hizo falta la ayuda de Birkley parasaber que estaba escondida entre la colada.

La mujer no había tenido tiempo de leerla y por tanto no la había destruido, amenos que hubiese reconocido las pisadas del policía al pie de la escalera y se las

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hubiera ingeniado para deshacerse de ella mientras subíamos a la sala de estar.Birkley parecía tan seguro como y o de la importancia de aquella carta, pues,cuando volví de buscar el coche, había esposado a la mujer para impedirle quetocara ese papel si es que lo tenía encima.

Siguiendo las indicaciones del detective, no aparté la vista del suelo mientrasíbamos de la sala de estar al coche (veo que estoy escribiendo la palabra« coche» continuamente, pero es que la mayor parte de las horas quetranscurrieron desde el momento de la detención de Annie y el final de miexposición las pasé en un vehículo), aunque estaba seguro de que la carta no sehabía caído en ese tramo. Cuando llegamos a la comisaría se registró el vehículominuciosamente, así como el camino que seguimos hasta la sala deinterrogatorios.

Allí registraron a la mujer. Me dijeron que incluso le examinaron el pelo y lequitaron el corpiño, pero todo fue en vano: no encontraron la carta. Yo no tenía lamenor duda de que se había establecido alguna comunicación o, mejor dicho, sehabía intentado, porque el policía lo había impedido al reconocer a la lavanderacomo cómplice o intermediaria habitual de los ladrones.

La conclusión a la que ambos llegamos antes de salir de la comisaría fue quela carta seguía en el cesto de la ropa.

Era evidente que no había podido leer el mensaje, por escueto que fuese, entan breves momentos. Habría tardado unos segundos en volver a la silla y algomás en ocultar la nota.

Birkley pensaba que quizá se lo había tragado, presintiendo lo peor, pero y ono me sentía inclinado a aceptar esta teoría, aun cuando él insistiera en que podíatratarse de un trozo de papel muy pequeño. Me parecía imposible que hubierapodido encontrarlo, leerlo, masticarlo y tragarlo en ese intervalo.

Eran las nueve menos cuarto cuando llegamos a casa. Como ven, el tiemposeguía su curso.

Emprendimos la búsqueda de la carta, y creo que entonces mi sagacidadsuperó a la del detective, pues, cuando terminamos de revolver el cesto y nosconvencimos de que la carta no estaba ahí, Birkley prosiguió su registro rutinariomientras yo me sentaba a reflexionar. Debió de pensar que me habíaderrumbado y dijo:

—Anímese, señor.—Siga buscando, agente. Yo estoy haciendo lo mismo.Creo que le hizo gracia, porque al momento se acercó a la chimenea. Era

verano (agosto) y no estaba encendida. El detective la examinó con atención.—¿Hay cenizas? —pregunté.—¿No pensará usted que la ha quemado? La ha escondido.—¿Hay hollín en el suelo o en el conducto?—No —contestó.

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—Eso quiere decir que no han abierto el tiro. ¿Podría esconderse una carta…pruebe con esta tarjeta… entre el regulador del tiro y la pared?

—No —dijo—. Hay un reborde.—Entonces, ¿por qué se detiene tanto en la chimenea?Me miró con gesto alelado, con la mandíbula inferior caída.—Usted sabe algo, señor. Estoy seguro —dijo.No pretendo ocultar al lector que intentaba emular el método deductivo de

Edgar Allan Poe, pues confieso que con esta exposición me propongo demostrarhasta qué punto un escritor de ficción puede ayudar a los agentes de la ley.

—Voy a hacer la ronda de costumbre —anunció el detective, empezando a laderecha de la chimenea.

Basándome en mis conocimientos, me concentré en imaginar los posiblesescondites de la carta. Recordé un caso relatado por Poe en el que la policíafrancesa buscaba una carta y, mientras los oficiales desarmaban incluso las patasy los respaldos de las sillas, la misiva se encontraba en un portacartas, a la vistade todos, entre otra docena de escritos. Y, aunque este detalle me proporcionó loscimientos para construir mi razonamiento, seguía pensando que de nada meserviría, pues solo una inteligencia fuera de lo común —y no era ésteprecisamente un rasgo por el que se distinguiera la señora Mountjoy— seríacapaz de concebir y completar el ocultamiento de la carta de una manera que,de puro inocente, resultara infalible.

Pensé que había escondido la nota —si era cierto que no la había destruido, talcomo yo suponía— con la inocencia de un niño y la destreza propia de quienlleva una vida escurridiza y errática.

Seguía cavilando cuando Birkley se acercó a la librería, que estaba cerrada.—No va a ser fácil encontrarla entre tantos libros —dijo el amable detective.¿Habían abierto la librería? Me levanté para examinar la repisa que sobresalía

por encima del escritorio. El polvo no había dejado de entrar en todo el día y lahoja superior de una de las ventanas aún estaba abierta. Una ojeada me bastópara concluir que la librería no se había abierto, porque las partículas de polvocubrían también la repisa, y me fijé en que la puerta estaba vestida por dentrocon una cortina de seda verde, que colgaba por debajo del estante inferior. Si lahubieran abierto, al mover la cortina, ésta habría rozado y alterado la superficiedel polvo, que estaba intacta. Además, una capa de polvo igual de fina y blancacubría los tiradores de la bandeja del escritorio, lo que demostraba que tampocose había abierto, pues para eso habrían tenido que tocarlos.

Mi argumento fue tan claro que el detective no vaciló en darme la razón.—Y ¿qué me dice de ese aparador? —preguntó.—Busque —dije—, aunque no creo que esté ahí. Es una mujer gorda y

seguramente evitaría agacharse.—¡Ja, ja! —respondió, corroborando mis conjeturas. Lo examinó de todos

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modos, pero no encontró nada más que porcelana.Volví a sentarme. Tenía la sensación de que me concentraba mejor en mis

reflexiones sentado que de pie. No imaginen ustedes que en ese tiempo no penséen Annie. Sabía que la mejor manera de ayudarla era conducirme como siestuviera cumpliendo con una obligación, en lugar de dejarme llevar por elcariño. Lo cierto es que, si la gente pensara un poco menos en sí misma, seríacapaz de sortear las dificultades mucho mejor en general.

—Detective —dije, después de que hubiese examinado las sillas, levantado elmantel de la mesa y analizado todos los instrumentos de la escribanía de ébano,hasta mojado la pluma en el tintero, sin que nada justificara su esfuerzo—, ¿porqué no busca en las juntas del papel de la pared, desde el suelo hasta la mitad?

—Muy bien, señor, pero tendrá que ayudarme a retirar los muebles.—Fíjese solo en las que están a la vista —sugerí, permitiéndome sonreír por

primera vez desde esa mañana—. No creo que haya tenido tiempo de mover losmuebles. Compruebe que las juntas están bien pegadas y no se aprecian bultos.

Esta tarea le llevó un buen rato. Ya oscurecía cuando Brikley apenas habíaregistrado la mitad de la sala.

—Mire en el hueco que hay entre la pared y la repisa de la chimenea.¡Nada! Y debajo de la alfombra, alrededor del borde, donde es más fácillevantarla.

Supongo que les sorprenderá que no lo ayudara en la búsqueda. Yo buscabacon el cerebro. ¿Era posible, pensé, que, sospechando la visita de la policía, lamujer tuviese a mano un escondite cómodo para ocultar las joy as y los pequeñosobjetos de valor y hubiese guardado allí la carta? De que el cesto era unacoartada no tenía la menor duda, porque al revolverlo comprobamos que allí nohabía nada más que ropa de niño, algunas prendas masculinas y un par demedias sueltas, y, según observó Birkley, « esa gente suele emplear las bolsas delas medias para guardar los objetos robados» .

¿Podía haber algún escondite en la alfombra? Se lo sugerí al detective.—En ese caso, será mejor que la levantemos —dijo.Me aferré tanto a esta idea que no podía seguir pensando, por lo que decidí

ponerla a prueba antes de pasar a cualquier otra hipótesis y, sin moverme delasiento, me pregunté si había alguna manera de descubrir un posible escondite enla alfombra sin necesidad de retirarla. No tardé en dar con la solución. Silevantábamos la alfombra por un extremo y la sacudíamos, el polvo que siemprese acumulaba debajo de las alfombras en las casas de huéspedes se colaría porcualquier corte que hubiera en el tej ido.

El detective comprendió el razonamiento, así que nos pusimos manos a laobra.

Tampoco esto dio resultado, y creo que fue entonces cuando mi amigoempezó a desanimarse.

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—No hay duda de que se la ha tragado —insistió.Reanudó la búsqueda a pesar de todo, esta vez detrás de los cuadros, si bien no

tardé en disuadirlo.—El quinqué —dije.—¡Ja! No se me había ocurrido.El quinqué no deparó nada más que decepción.De todos modos, no habíamos perdido el tiempo, y estábamos a punto de

completar el registro. La carta, o el trozo de papel, tampoco estaba en losdobladillos de las cortinas, sin signos de que los hubieran descosido y pegado conalguna sustancia adhesiva. No estaba en la chimenea, la librería, la lámpara, lassillas o la mesa, ni tampoco, con toda probabilidad, escondida en la alfombra.

—La caja del té —propuso.La abrimos sin dificultad, porque Birkley le había quitado las llaves a

Mountjoy, pero tampoco allí encontramos nada. Y y a bien avanzada la noche,cuando la señora Blazhamey volvió a casa (antes de lo acordado) e interrumpiónuestras pesquisas, seguíamos tan lejos de culminar la búsqueda con éxito comolo estábamos en el momento de iniciarla. A esas alturas habíamos retirado laalfombra, descolgado los cuadros y desmontado los marcos; habíamosdesencuadernado todos los libros para examinarlos a fondo, y hasta deshecho elcordel de la campana. Ni la tapicería de los asientos, ni la placa que protegía elsuelo delante de la chimenea, ni la cornisa de la librería, ni otros cien recovecos,aunque noventa de los cien de nada le hubieran servido a la mujer en el pocotiempo del que dispuso hasta que Birkley y yo irrumpimos en la sala de estar,arrojaron la más mínima pista.

—No le quepa duda de que se la ha tragado —repitió el detective una vezmás. Y pensé que era su insistencia lo que me hacía obstinarme en que la nota nohabía salido de la sala. Quería quedarme a solas para reflexionar sininterferencias, y con este propósito le dije al detective:

—Vay a a la comisaría, a ver si han averiguado algo.—Ahora mismo —respondió—. Pero no le quepa duda de que se la ha

tragado.Birkley se marchó, y a la señora Blazhamey casi la obligué a abandonar la

sala, que para entonces estaba hecha un desastre. Me senté en mitad del desordeny sopesé qué hacer a continuación. Y entonces, impulsado por ese procesorepetitivo que según tengo entendido es común en momentos de intensacavilación, volví a imaginar qué pudo haber hecho la mujer al sospechar lallegada del policía.

¿Cuántos segundos dudaría antes de que el detective y yo entrásemos en lasala? Yo había aceptado la teoría de Birkley : que había reconocido las pisadas dela policía al pie de las escaleras. Ahora bien, ¿tenía una buena razón paraaceptarla? Y ¿si ella no hubiera sospechado nada hasta el momento en que

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giramos el pomo de la puerta? En tal caso, el trozo de papel tenía que estar a unospalmos de la silla en la que la encontramos sentada. Como ven, al quedarme asolas, incorporé nuevos detalles a mis razonamientos previos.

Y ¿si repetía los movimientos de la mujer desde el momento en que cogió elcesto hasta nuestra aparición?

Tal vez piensen ustedes que es una idea pueril, pero se equivocan.Me acerqué al cesto, fingí que desdoblaba un par de medias y fui hasta la

silla, pensando que una mujer gorda y comprensiblemente agitada por el avisonecesitaría sentarse. ¿Qué cosa más natural, puesto que se disponía a leer la notaa la luz del crepúsculo, que sentarse junto a la ventana?

Me senté tal como la encontramos a ella, con el costado derecho pegado a laventana, e imaginé el sobresalto que debió de sentir al abrirse la puerta. El sustoiría seguido del intento involuntario de esconder la carta a su derecha. Moví lamano hacia atrás y encontré los pliegues de la cortina, recogida con un cordón deborlas.

El hallazgo resultó mucho más sencillo que el acto de ponerse un guanteviejo, una operación que a veces resulta bastante complicada. Mis dedos rozaronun papel muy pequeño, un recorte de un periódico con amplios márgenes, quepodía esconderse sin dificultad entre los pliegues de la tela de damasco.

Nos habíamos equivocado al atribuir a la mujer tanta astucia. Supusimos queesperaba nuestra llegada y se había preparado al oírnos en las escaleras, y conesa idea habíamos registrado la estancia palmo a palmo cuando nos habríabastado con examinar un pequeño rincón.

Además, yo había cometido otro error. Di por sentado que ella no tenía lainteligencia suficiente para encontrar un escondite tan obvio, pero sucedió quenuestra rápida irrupción la llevó a hacer, por puro instinto, lo que un delincuentelisto y avisado habría hecho premeditadamente: dejar la carta donde a nadie sele ocurriría mirar, a la vista de todo el mundo.

¿Me creerán si les digo que al encontrar el papel comprobé que se veíaperfectamente entre los pliegues de la cortina, que Birkley había retirado paraexaminar los postigos con comodidad?

No supongan, sin embargo, que con esto concluyeron mis esfuerzos. Y noquiero decir con esto que descifrar el código cifrado del mensaje representara unesfuerzo para mí. No hay código que se me resista. De la misma forma que anadie se le habría pasado por la cabeza buscar una carta escondida en unportacartas, la cifra de sustitución monoalfabética (si el término es aplicable a unejemplo como éste) es infinitamente más difícil de analizar que un sistema designos arbitrarios. Nunca había necesitado más de veinte minutos para descifraruna clave arbitraria. Cuando tenía solo doce años, encontré un paquetito en lahabitación de mi primo, con un mechón de pelo y unas palabras escritas en uncifrado arbitrario que no tardé ni medio minuto en desentrañar, pues, al ver que

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únicamente había dos palabras, deduje que formaban el nombre de una dama,comprobé que las letras cuarta y sexta de la primera palabra eran iguales a lasegunda y la quinta letra de la segunda palabra, y así adiviné con éxito, en menostiempo de lo que se tardaría en escribirlo, que el nombre y el rizo pertenecían anuestra vecina, Phoebe Reade.

Tengo entendido que las personas astutas pero ignorantes siempre emplean unsistema de cifrado arbitrario, que es casi tan fácil de leer como el propioalfabeto. Puedo asegurarles que la nota de Mountjoy no me dio ningún problema.A eso de las diez menos cuarto la había desentrañado, y a las diez y media habíatranscrito el mensaje para la policía. Los símbolos eran sencillos.

Y como no puedo reservarme ningún secreto, reproduzco aquí el mensaje,por si quisieran ustedes conocer este procedimiento que se rige por unas pocasreglas. No tardarán más de cinco minutos en aprenderlo.

Me figuro que todo esto parecerá muy misterioso al lector común. Puessepan ustedes que no había cifrado arbitrario más inocente. En primer lugar, lalínea recta de cada símbolo me indicó que se trataba de un sistema muy sencillo.Los símbolos de los alfabetos ideográficos se curvan a medida que se complica laidea que representan. Pronto se verá que aquí no hay ninguna línea curva.

Pues bien, cuando uno está seguro de que el cifrado es sencillo, y de la lenguaen la que está escrito el texto, y a tiene la primera clave para desentrañarlo: que

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la letra más frecuente en inglés es la e. Muy bien. Hecho esto hay que buscar elsímbolo que se repita con mayor frecuencia, con la certeza de que será la e. Eneste caso, se verá que el símbolo que aparece más veces es una X. Se repite endieciséis ocasiones.

Ya tenemos una e algo más que supuesta. La siguiente pregunta es lafrecuencia, si la hubiera, con que se repite una serie de signos. Verán ustedes quela primera palabra, terminada en punto, se repite cuatro veces en un total deveintisiete palabras o, mejor dicho, en una de cada siete. Esto indica que debetratarse de una expresión habitual. Cojan el primer periódico que tengan a manoy comprobarán que la palabra que se repite con más frecuencia es el artículo the[el/la]. Pero aquí se presenta una importante contradicción. La primera palabraque coincide con el artículo the [el] tiene sin duda tres letras, pero resulta queempieza por una X, en lugar de terminar en X. Verán entonces que el símboloque representa la e es el primero de muchas palabras en este mensaje: nuncaaparece en posición final, mientras que en inglés suele ocurrir lo contrario.

Relacionemos este hecho con la conocida verdad de que los ladrones hablan« al revés» , y la contradicción queda despejada: todas las palabras están escritasal revés. Tenemos, por tanto, tres letras: t, h, e. Ahora, si nos fijamos en la sextapalabra, vemos que en ella aparecen los signos que representan esas tres letras yque (escritos en la dirección normal) se corresponden con he-e. La única palabracorriente que contiene esta combinación es here [aquí]. Por tanto, ya tenemoscuatro letras: t, h, e, r. Si a continuación buscamos una palabra en la queaparezcan todas estas letras, vemos que es la número 23, donde dice there—. Laletra que está en la sexta posición tiene que ser una s, pues es la únicaterminación natural para completar la expresión there’s [hay ].

Ya tenemos cinco letras: t, h, e, r, s.Fijémonos ahora en la palabra número 24, la que sigue a there’s. No puede

ser I [yo].Hay yo es una frase imposible. En inglés existe una única palabra formada

por una sola letra, aparte de I, y es el artículo a [un]. Hay un sí es una expresiónnatural. Ya tenemos seis letras: t, h, e, r, s, a.

Ahora hay que descifrar las palabras más cortas, antes de analizar las largas.Hemos identificado the, a y las demás palabras en las que aparecen estas letras.Pasemos a otras palabras cortas. Tomemos la número 21. Ya sabemos que laprimera letra de esta palabra es una a. ¿Cuál es la segunda? Las combinacionesmás comunes de la a con otra letra, sin que vaya precedida por la letra i, comoen I am [soy /estoy ], y ése no es aquí el caso, son la conjunción as y lapreposición at. Pues bien, esta letra nos da una pista en forma de advertencia.Todas las circunstancias conocidas del caso así lo demuestran, y por tanto es más

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probable que se trate de at que de as, puesto que no es frecuente ver en las cartasexpresiones bien construidas con esta conjunción. Supongamos que la palabranúmero 21 representa at[a], y veamos a continuación que la palabra número 11es la misma, lo que confirma la creencia de que ambos símbolos significan at.Esta conclusión respalda la conjentura que se refiere a la s y la t. Continuemos.La palabra número 22 dice e-ht. Esta aclaración parcial nos permite pensar que,en combinación con la número 21, puede formar la expresión at eight [a lasocho], bastante probable en un mensaje de estas características.

Hemos descubierto ya ocho letras: t, h, e, r, s, a, i, g. Son suficientes paraconstruir un primer esqueleto de la carta, representando con guiones las letrasque aún no conocemos y separando las palabras completas con los números queya nos han ayudado:

Thega--s (3)

- --t

- --e here

-eet

-e t-- - rr- -

1 2 3 4 5 6 7 8 9

these-- -- -

a-e

- --er

the- -i- - at eightthere’s

15 16 17 1819 20 21 22 23Las palabras 7 y 8 sugieren, por su contigüidad, meet me [te espero], lo que

nos permite añadir una m a nuestra lista de letras, que y a suma nueve; mientrasque la palabra t-m-rr - -, que aparece a continuación, solo puede ser tomorrow[mañana]. Esto nos da las letras o y m. Así comprobamos que o y m son la

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segunda y la tercera letra de la palabra número 5, de donde se deduce que laprimera letra es una c. Ya tenemos doce letras. Se observa también que lasegunda letra de la palabra número 4 es una o: esto nos daría - o - t, lo cual,puesto que la nota es una advertencia y las dos palabras siguientes son come here[ven aquí], me hace pensar que significa don’t [no]. De esta manera descifrootras dos letras, d y n, lo que suma un total de catorce.

El mensaje dice ahora:

Thega- - s-

-own.

Don’tcomehere.Meet

1 2 3 4 5 6 7

the secondca-e -nder the cl - - at

15 16 17 18 19 20 21Descontando la primera frase, las siguientes palabras que quedan por

descifrar son la 13 y la 14. Supongamos que se trata de un lugar y estaremos enlo cierto, puesto que la l cae en el centro de la palabra número trece, ydeducimos que es old place [en el sitio de siempre]. Habremos descubierto así lap y la l, y eso nos permite añadir una letra a la palabra número 3, que pasa a ser-lown.

De esta manera hemos llegado a la palabra número 17, donde solo nos faltauna letra de la que de momento debemos prescindir y pasar a la 18: -nder. Estotiene que ser under [debajo], con lo que añadimos una u a la lista, aunque no nossirve de mucho porque aparece una sola vez en todo el mensaje.

Llegamos así a la palabra número 20 y colocamos la l en cli --. De todosmodos, seguimos sin identificar las dos palabras más importantes de la nota. Sinembargo, no tardamos en aclarar la palabra número 20 pasando a la 25, en laque ahora podemos introducir la letra l, que, en relación con las palabras 26 y 27,

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deducimos que es flower show on [una exposición de flores]. Así descubrimos quela palabra número 20 es cliff [acantilado]. Y la doble f que aparece en la palabranúmero 2 corresponde a gaff, que en esta expresión significa « liebre» . Nosfaltan únicamente dos letras para descifrar el texto completo.

Vemos que ninguna de las dos letras que faltan aparece más de una vez. Bastacon hacer la cuenta de las que aún no han aparecido para resolver el acertijo.Estas letras son b, j, k, v, x, y, z.

La única letra que podemos anteponer a -lown es la b, y esto nos da la frasethe gaff’s blown [se ha levantado la liebre], en la más pura jerga de los ladrones.

Volviendo a la palabra ca-e, la letra que falta solo puede ser una v, y por tantoentendemos que la parte esencial de la nota escondida entre los pliegues de lacortina dice: at the second cave under the cliff at eight tomorrow [mañana a lasocho en la segunda cueva al pie del acantilado]. Así pues, el texto decía:

The gaff ’s blown. Don’t come here. Meet me tomorrow at the old place, thesecond cave under the cliff at eight. There’s a flower show on.

[Se ha levantado la liebre. No vengas aquí. Te espero mañana a las ocho en elsitio de siempre, la segunda cueva al pie del acantilado. Hay una exposición deflores.]

Un inciso antes de continuar con mi relato. Concédanme el pequeño méritode haber descifrado el código. Tardé menos de veinte minutos, pero quisieramostrarles de todos modos este alfabeto cifrado, así como el aspecto de la notatranscrita en letras corrientes. En primer lugar, he aquí el alfabeto, muy sencilloy elemental:

El texto, escrito al revés, se leía como sigue:

Es ah odatnavel al erbeil on sagnev íuqa et orepse anañam a sal ohco ne le

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omsim oitis ed erpmeis al adnuges aveuc la eip led odalitnaca. Yah anunóicisopxe ed serolf.

¿No se habrán figurado que todo iba a reducirse a una simple frase escrita alrevés? Como ya he señalado, desentrañar la nota no fue nada: lo difícil erainterpretarla y aún más difícil seguir el hilo de la pista que empezaba a entreverhasta devanar por completo el ovillo que, con ayuda de la policía, me llevaría dela señora Mountjoy a la joven señora Lemmins.

¿Cuáles eran los hechos?Pues que Lemmins (sabiendo que la falsa lavandera que hacía de

intermediaria había salido de la casa sana y salva) esperaba reunirse conMountjoy a las ocho, en la segunda cueva al pie del acantilado, donde secelebraría una exposición de flores.

Como estábamos en pleno verano, podía deducir que la « exposición deflores» era literal, pues, a la vista de quiénes eran las dos mujeres, estosignificaba que se proponían robar en la feria en cuestión. Ahora bien, ¿dónde ibaa celebrarse esta feria? No tenía forma de saber si el mensaje se refería al díasiguiente o al otro. Si era al día siguiente, la hora del encuentro serían las ocho dela mañana, mientras que si era al otro, podía tratarse de las ocho de la tarde.

De todos modos, lo primero era descubrir dónde. Sería un lugar muyconcurrido, porque las ferias de flores eran muy populares en Londres y atraíana numerosos ladrones. En segundo lugar, tenía que celebrase al lado del mar,pues solo junto al mar o al borde del agua un acantilado recibe este nombre, almenos entre los londinenses.

Llegué por tanto a las siguientes suposiciones, o mejor dicho, conclusiones.Que al día siguiente o al otro iba a celebrarse una muestra floral en algún lugarde la costa que se distinguía por tener cuevas en el acantilado, y que Lemminsestaría en la segunda cueva a las ocho de la mañana del día siguiente o a lamisma hora de la tarde del día posterior.

¿Estaba lejos ese lugar? ¿Cómo averiguarlo?Era evidente que no se encontraba en la costa oriental, porque es casi plana

desde la desembocadura del río hasta Hull; tampoco, si estaba cerca de la ciudad,podía estar más allá de Brighton, porque la costa es poco escarpada en esa zona,o al menos no cuenta con demasiados acantilados por espacio de un buen trecho.

El lugar en cuestión, con toda probabilidad, tenía que estar en Kent o enSussex. Así limité el campo de búsqueda, y no tenía más que consultar losperiódicos de ambos condados para saber si iba a celebrarse una muestra floral.Esto planteaba una nueva dificultad. Eran las diez menos cuarto, y todos los clubsde lectura de la ciudad habían cerrado. Era posible, sin embargo, que la feria seanunciase en el Times, del que tenía una segunda edición del día en nuestra salade estar. Diez minutos de búsqueda me llevaron a la decepción, pero llamó mi

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atención un anuncio que indicaba dirigir la correspondencia destinada a losSeñores Mitchell y Cía, distribuidores de prensa en la ciudad y sus alrededores, alRed Lion Court de Fleet Street. Dudé si dirigirme a su oficina, con la remotaesperanza de encontrarla aún abierta, o ir de inmediato a la estación del Puentede Londres y coger el tren correo nocturno con destino a alguna de laslocalidades costeras en las que creía que iba a celebrarse aquel encuentro. Decidípasar primero por la oficina, sobre la hipótesis de que, con un coche rápido, nome retrasaría más de un cuarto de hora camino de la estación.

El coche (veo que no tengo más remedio que seguir hablando de coches) mellevó a Fleet Street en mucho menos de media hora y, con el fin de resumir estaparte de mi relato, por la sencilla razón de que es irrelevante, diré que allíencontré a una mujer que estaba limpiando las oficinas. Parecía muyapresurada, incluso algo aturullada por estar trabajando a esas horas de la noche.Con esa extraordinaria y simple fe de las personas ignorantes en el caráctersagrado de los periódicos, no me permitió siquiera tocar los montones de diariosque había en la oficina, bien es verdad que, gracias a esa otra fe en el poderomnímodo del dinero, recurrí a la fórmula de la oferta progresiva combinadacon la insistencia en que un periódico no era una carta confidencial, lo que meacercó un paso más a la victoria en mi viaje. Al sexto intento se me permitióconsultar un fardo de ejemplares delKentish Observers (creo), o de Gazettes, yno tardé en descubrir, y a que la información aparecía en lugar destacado, que aldía siguiente iba a celebrarse una muestra floral en Tivoli Gardens. Por elcontexto deduje que se pondrían a disposición del público cierto número deómnibus a intervalos regulares desde Ramsgate y Margate.

Así concluí que « la segunda cueva al pie del acantilado» se encontraba enRamsgate o en Margate, y mientras iba camino de la estación pensé cómoaclarar mis dudas antes de tomar el tren o a lo largo del trayecto.

Pese a lo absurdo de la pregunta: « ¿Hay alguna cueva en los acantilados deRamsgate o de Margate?» , se la hice a varios mozos de equipaje, pero noconocían ninguno de los dos sitios. Con frecuencia he tenido la ocasión decomprobar que los empleados ferroviarios no saben nada de las líneas en las quetrabajan. Tras interrogar a la muchacha que atendía la cantina y al policía deguardia, que parecía inclinado a detenerme por mi actitud en general, pensécomprar una guía de la costa, pero el quiosco de la estación estaba cerrado, y loúnico que conseguí fue el horario de trenes de la South Eastern Railway. Estabahojeando este impreso, con más irritación que desconsuelo, cuando encontré unmapa esquemático.

Como es lógico, comprobé en el mapa la posición de Ramsgate y Margate, ymientras lo estudiaba descubrí otro eslabón en mi cadena de pruebascircunstanciales, si se me permite llamarlo así. El mapa me indicó que el litoralde Margate parecía más expuesto a la acción del mar que el de la otra localidad

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costera. Sabía que el perfil recortado de la orilla es en cierto modo consecuenciade la formación de cuevas o estuarios, de donde deduje que Margate era eldestino más probable para el propósito de mi viaje.

A Margate me dirigí, con la precaución de hacer algunas averiguaciones alcambiar de tren en Ramsgate, para asegurarme de si había cuevas en elacantilado de esta segunda localidad.

Quien conozca Margate comprenderá que estaba en lo cierto.Ahora bien, no encontramos a nuestra delincuente hasta las diez de la

mañana, porque la marea estaba alta y era imposible acceder a esas cuevas quea ojos de los niños son enormes cavernas de oscuridad. A decir verdad, inclusocuando la marea por fin se retiró lo suficiente para que pudiera acercarme encompañía del detective, temí por el éxito de mi empresa, pues no vimos queninguna mujer en la que pudiera apreciarse algún parecido con la joven que sehacía llamar Lemmins se encaminara a la « segunda cueva» . Birkley acertó alsuponer que quizá hubiera venido desde « el otro lado» , refiriéndose a que elacantilado estaba dividido por el puesto de vigilancia de la guardia costera.

Tal fue su sorpresa al saberse detenida que no acertó a decir nada, pues,según deduje de la lectura de un telegrama que llevaba encima, le habíancomunicado que todo estaba bien.

El magistrado del tribunal ante el que debía comparecer mi hermana iba esamañana con más retraso de lo habitual y gracias a eso llegamos al juzgado antesde que ella subiera al estrado, de manera que, al recorrer la sala con la mirada,sus ojos se encontraron con los míos. Ya nos habíamos visto en la puerta de lacelda, y Annie estaba al corriente de la detención de las verdaderas ladronas.Viéndolas a las dos juntas, mi hermana y la señora Lemmins eran muy distintas,pero si el joyero hubiese jurado que Annie era la acompañante de la señoraMountjoy, tampoco habría podido reprochárselo.

He llegado al final de mi relato. Mi intención es demostrar que, en losmomentos de infortunio, es mejor actuar que lamentarse. No he queridoreferirme al dolor, la humillación o las consecuencias que esta terrible detencióntuvieron para mi hermana y para mí. Me he limitado a consignar, de la maneramás lógica posible, una serie de hechos, deducciones y resultados, con elpropósito de ilustrar que, muy a menudo, allí donde algunos suponen que lanavegación es impracticable, la travesía es en realidad bastante sencilla.

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Ellen Wood

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Ellen Wood (1814-1887), de soltera Ellen Price, nació en Worcester y en1836 se casó con un banquero y comerciante, Henry Wood. Durante toda su vidaliteraria firmaría como « señora de Henry Wood» . Se instalaron en Francia, peroel negocio quebró y ella empezó a ser el sostén de la familia, más aún tras lamuerte de su marido en 1866. Wood escribió más de treinta novelas, de las cualesla más conocida y valorada, entonces y ahora, es East Lynne (1861), que laconvirtió en la reina de la sensation novel, género de novelas truculentas y llenasde suspense. En 1867, Wood adquirió la revista Argosy. Allí se publicaron porprimera vez, de forma anónima, aunque después reconoció su autoría, lashistorias de Johnny Ludlow, unos relatos afectuosos y costumbristas que, aunquealejados de la prosa melodramática que le hizo famosa, se cuentan entre suproducción más lograda.

« En la oscuridad del túnel» (« Going Through the Tunnel» ) es uno de losprimeros relatos de Johnny Ludlow. Se publicó en el número de febrero de 1869de la revista Argosy y se recogió posteriormente en Johnny Ludlow, First Series(1874). Johnny Ludlow no es un detective, pero se ve envuelto en un misterio acada paso. Éste en particular es uno de los primeros ejemplos de una trama quedespués se convertirá en habitual: un delito se comete en el transcurso de un viajeen tren, y todos los pasajeros son sospechosos.

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En la oscuridad del túnel

(1869)

Teníamos que apresurarnos, y las prisas no eran para el hidalgo, como no lo sonpara otras personas que han llegado a una edad en la que el cuerpo se vuelve unacarga y cuesta encontrar la respiración. Llegó al tren, se metió de cabeza en unvagón y entonces se acordó de los billetes.

—¡Dios bendito! —exclamó. Y bajó de un salto, importunando a una damaque llevaba un perrito en brazos y un peinado como una nube posada en lacabeza, que el hidalgo, en su urgencia, confundió con un manojo de estopa.

—Hay tiempo de sobra, señor —dijo un revisor que pasaba por el andén—.Todavía faltan tres minutos.

En vez de dar las gracias al revisor por su amabilidad o de tranquilizarse alsaber que aún podía comprar los billetes, el hidalgo sacó bruscamente su reloj ylanzó una sarta de improperios porque los relojes de la estación iban atrasados. SiTod lo hubiese oído, le habría dicho a la cara, sin temor a su réplica, que era sureloj el que iba adelantado, pues el hidalgo creía en su reloj casi más que en símismo y prefería pensar que era él quien se equivocaba, antes que su reloj . PeroTod no estaba, y a mí por nada del mundo se me habría ocurrido decir tal cosa.

—Guarda dos asientos ahí, Johnny —dijo el hidalgo.Dejé el abrigo en la esquina más alejada de la puerta y el bolso de viaje al

lado, y seguí al hidalgo a la estación. Cuando estaba apurado de tiempo, seaturrullaba hasta límites inconcebibles, y se plantó delante de la taquilla a la vezque abría la billetera con nerviosismo. Llevaba algunas monedas sueltas de oro yplata, pero la billetera fue lo primero que encontró. Tanto atolondramiento divirtiósobremanera a Tod, que por su parte estaba de lo más tranquilo.

—¿Puedes cambiarme esto? —preguntó el hidalgo, sacando un fajo debilletes de cinco libras.

—No puedo —fue la respuesta de Tod, con la hosquedad habitual de quienesatienden una ventanilla.

Estoy seguro de que el hidalgo no se dio cuenta de cómo estrujó el billete,rebuscó las monedas en los bolsillos de los bombachos y se fue con los dosbilletes y el cambio. Entretanto se había congregado una multitud que tambiénquería comprar sus billetes y, consciente de la situación, el hidalgo se puso másnervioso todavía. Se detuvo un momento, guardó los billetes en la cartera, lacerró y la devolvió al bolsillo del pecho del abrigo, se metió el cambio en otrobolsillo, sin contarlo siquiera, y echó a andar con los billetes en la mano, no haciael tren, sino hacia el gran reloj de la estación.

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—¿Te das cuenta, Johnny? ¡Hay una diferencia de cuatros minutos y medio!—protestó, enseñándome su reloj—. Es incomprensible que los relojes de lasestaciones no den la hora exacta.

—Mi reloj va bien, señor. Y marca la misma hora que el de la estación.—Cállate, Johnny. ¿Cómo te atreves? ¿Dices que va bien? Lo llevarás a

arreglar en cuanto se presente la oportunidad. No puedes tomar por costumbrellegar demasiado tarde o demasiado pronto.

Cuando volvimos al compartimento, otros viajeros ya se habían acomodado,pero nuestros asientos seguían libres. El hidalgo Todhetley se instaló en la esquinay colocó tranquilamente su abrigo y su equipaje, ya que antes no había tenidotiempo. Parecía tan campante, ahora que había pasado el ajetreo: tan campantecomo Tod. El asiento pegado a la otra puerta y situado en el sentido de la marchalo ocupaba un caballero moreno, de unos cuarenta años, que se apartó paradejarnos pasar. Llevaba un sello en una mano y un guante de color lavanda en laotra. Los tres asientos de enfrente estaban libres. A mi lado iba un hombremenudo y de piel lozana, con unas lentes de oro, leyendo un libro, y a su lado, enla esquina, frente al caballero moreno, un chiflado, por decirlo amablemente.Era el peor de cuantos pasajeros inquietos, nerviosos, irascibles y quisquillososhubieran coincidido jamás en un tren con personas en sus cabales. En cuestión dequince segundos había hecho otros tantos movimientos bruscos. Tan prontobuscaba su sombrerera o cualquier otra cosa en el portaequipajes como llamabaal revisor o a los mozos de estación para hacer preguntas sin sentido sobre susmaletas o nos pisaba para sentarse un momento en el asiento de la esquina,enfrente del hidalgo, antes de volver al suyo a toda prisa. Llevaba un peluquín deun color decididamente verdoso, quizá porque había pasado mucho tiempoguardado, y tenía la piel cuarteada y reseca como una momia egipcia.

Un lacay o de librea se acercó a la puerta del compartimento, se llevó unamano al sombrero, adornado con una escarapela, y se dirigió al caballeromoreno diciendo:

—Su billete, milord.—Sí, aquí hay sitio, señora —dijo el revisor, abriendo la puerta para dejar

paso a una dama—. Dese prisa, por favor.Era la dama del perrito, con quien el hidalgo había tropezado al subir. Se sentó

frente a mí y nos miró a todos uno por uno. Llevaba la cara empolvada deblanco, con unos toques de color violeta en las mejillas, apreciables a través delvelo del sombrero. Detuvo su mirada en el caballero moreno, inclinándose unpoco hacia delante, porque él estaba mirando a otro lado y solo lo veía de perfil.La señora Todhetley habría señalado que era una mujer sin modales. El lacayovolvió poco después.

—El Times aún no ha llegado, milord. Esperan los periódicos con el próximotren.

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—No se preocupe, Wilkins. Ya lo conseguirá en la próxima estación.—Muy bien, milord.Wilkins debió de verse en un apuro para llegar a su vagón, porque apenas se

hubo marchado el tren se puso en marcha. No era un tren expreso, y tendríamosque hacer varias paradas. De dónde veníamos el hidalgo y y o carece deimportancia, pues nada tiene que ver con lo que me dispongo a relatar. Bastedecir que nos quedaba un largo camino por delante para volver a casa.

—¿Tendría usted inconveniente en cambiarme el asiento, señor?Levanté la vista y me encontré con el rostro de la mujer, que había hablado

con un susurro, a un palmo de mi cara. El hidalgo, que en todos sus viajes llevabaconsigo sus anticuadas ideas sobre la cortesía, se levantó al punto para ofrecerleel asiento de la esquina. La mujer declinó el ofrecimiento, explicando que teníala cara dolorida y no quería sentarse al lado de la ventanilla, de manera que lecedí mi asiento y me instalé enfrente del hidalgo.

—¿Sabe usted quién es este lord? —oí que le susurraba al hidalgo cuando elcaballero moreno asomó la cabeza por la ventanilla.

—No lo sé, señora. No conozco a muchos lores, aparte de los de mi condado:Ly ttleton, Beauchamp y…

El peor de los gruñidos interrumpió bruscamente la enumeración del hidalgo.El perrito, un terrier escocés, feo, peludo y de malas pulgas, escondido hasta esemomento debajo de la chaqueta de la dama, se liberó entonces y le ladró alhidalgo en las narices. El susto del hidalgo fue digno de ver, pues no había visto alperro.

—Calla, Wasp. ¿Cómo te atreves a ladrar al caballero? No muerde, señor,solo…

—¿Quién lleva un perro en el compartimento? —gritó el chiflado con frenesí—. Los perros no viajan con los pasajeros. ¡Revisor! ¡Revisor!

Llamar al revisor cuando un tren va a toda velocidad es generalmente inútil.El chiflado tuvo que sentarse de nuevo, y la dama lo desafió, por así decir,mirándolo fijamente a los ojos y reconociendo con la may or tranquilidad quehabía escondido el perro adrede, para que el revisor no lo viera.

A raíz de esto nos tranquilizamos y seguimos avanzando a toda máquinamientras la dama dirigía de vez en cuando al hidalgo unas palabras. Daba laimpresión de que quería intimar, pero a él le traía sin cuidado, a pesar de subuena educación. El perro se había acurrucado en el regazo de su dueña, demanera que solo se le veía la cabeza.

—Pero ¡bueno! ¿Cómo pueden ser tan negligentes? No hay luz en estecompartimento.

Era otra vez el chiflado, y todos volvimos la vista al quinqué. Estaba apagado.Sin embargo, yo me había fijado en que estaba encendido cuando subimos altren por primera vez, porque el hidalgo, con las prisas, tropezó y estuvo a punto

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de chocar con la cabeza.—Han debido de apagarlo mientras íbamos a comprar los billetes —dijo.—Pediré explicaciones en la próxima estación —amenazó el chiflado con

fiereza—. Poco después de la siguiente estación entraremos en un túnel muylargo. ¡No quiero ni pensar que tengamos que atravesarlo a oscuras! Seríapeligroso.

—Sobre todo con un perro en el compartimento —señaló el lord con un dejede irritación, aunque con una sonrisa amable—. Volverán a darnos la luz.

El perro lanzó un ladrido, como si agradeciera la intervención del caballero, ytrató de saltar a sus rodillas, obligando a su dueña a envolverlo con la chaqueta,cabeza incluida en esta ocasión.

Poco después el tren aminoró la velocidad. Llegamos a una estacióninsignificante, donde no nos detendríamos más de un minuto. El chiflado sacómedio cuerpo por la ventanilla y llamó a gritos al jefe de andén antes de que eltren se hubiera detenido.

—Permítame que yo lo resuelva —dijo el lord, obligando al chiflado asentarse—. Me conocen bien en esta línea. ¡Wilkins!

El lacay o llegó corriendo al oír la llamada. Debía de estar y a en el andén, yeso que el tren aún no había llegado a pararse.

—¿Es por el Times, señor? Ya voy a buscarlo.—Olvídese del Times. No tenemos luz, Wilkins. Busque al encargado y que

venga a solucionarlo. Inmediatamente.—Y pregúntele qué daño se propone causarnos con esta negligencia —rugió

el chiflado a las espaldas de Wilkins, cuando éste y a se alejaba a toda prisa—.¡Mira que dejarnos sin luz, cuando estamos a punto de entrar en un túnelpeligroso!

La autoridad con que se dio la orden indicaba que el caballero estabaacostumbrado a ser obedecido y que esta vez tampoco sería una excepción.Sorprendentemente, el chiflado guardó silencio y se quedó observando el quinquéa la espera de que encendieran la luz desde arriba. Lo mismo hicimos la mujer yy o, pero nos llevamos un chasco al ver que el tren empezaba a resoplar. Elchiflado volvió a gritar y el lord asomó la cabeza por la ventanilla para llamar aWilkins.

Fue en vano. De nada sirve gritar cuando un tren y a se aleja. El caballerovolvió a tomar asiento y adoptó un gesto de contrariedad cuando el chiflado selevantó de un salto y se puso a bailotear de pura rabia.

—No sé de quién será la culpa —dijo el lord—. No creo que sea de milacay o. Es muy atento y llevaba varios años conmigo.

—¡Yo sí sé de quién es! Soy el director de esta línea, aunque no viajo en ellaa menudo. ¡Es del encargado! En pocos minutos llegaremos al túnel.

—Desde luego que habría sido más cómodo viajar con luz —respondió el

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noble, con afán de tranquilizarlo—, pero tampoco tiene tanta importancia. Nohay ningún peligro en la oscuridad.

—¿Que no hay peligro? ¿Que no hay peligro, señor? Yo creo que sí haypeligro. ¿Quién sabe si a ese perro no le dará por mordernos? ¿Quién sabe si notendremos un accidente dentro del túnel? La luz sirve para que no nos roben loque llevamos en el bolsillo, aunque solo sea para eso.

—Yo diría que nuestros bolsillos no corren ningún peligro —dijo el lord,mirándonos a todos con una sonrisa, como dando a entender que ningunoteníamos pinta de ladrones—. No me cabe la menor duda de que cruzaremos eltúnel sin contratiempos.

—Y yo me aseguraré de que el perro no le muerda en la oscuridad —añadióla dama, inclinándose hacia el chiflado y asintiendo con la cabeza, esta vez sinánimo desafiante—. ¿Verdad que vas a ser bueno, Wasp? A mí también megustaría que el quinqué estuviera encendido. Confío, milord, en que tenga usted labondad de asegurarse de que resuelvan el problema en la próxima estación.

El interpelado se quitó ligeramente el sombrero a la vez que asentía, pero nodijo nada. El chiflado se abotonó el abrigo, con un gesto de inquietud o de enfado,y hecho esto empezó a buscar su pañuelo en todos los bolsillos imaginables,importunando al caballero que iba a su lado y que en ningún momento habíalevantado la vista de su libro, ajeno a la conmoción general.

—¡Ya estamos en el túnel! —gritó el chiflado con resquemor mientras nosprecipitábamos a la oscuridad.

Por más que la mujer hubiese prometido vigilar al perro, lo primero que hizoel animal fue abalanzarse sobre mí y luego sobre el hidalgo, ladrando y aullandode un modo espeluznante. El hidalgo se lo quitó de encima a manotazo limpio.Aunque estaba acostumbrado a los perros, se asustaba de los que no conocía. Lamujer se echó a reír y siguió hablando como si no tuviera intención de sujetar alanimalito, aunque no veíamos lo que hacía. El hidalgo le bufó al perro y ésterespondió con un gruñido y un ladrido ensordecedor.

—Tírelo por la ventanilla —gritó el chiflado.—Tírese usted —dijo la mujer. Y tanto si fue ella quien lo azuzó como si saltó

espontáneamente, el caso es que el terrier se lanzó al otro lado delcompartimento, y el noble tuvo que sujetarlo.

—Será mejor que lo guarde usted debajo del abrigo y no le deje moverse —dijo el caballero mientras le devolvía el perro, con mucha cortesía, aunque en elmismo tono de autoridad con el que había ordenado al lacayo que resolviera elproblema del quinqué—. Personalmente, no tengo nada en contra de los perros,pero a mucha gente no le gustan, y no es agradable llevarlos sueltos en uncompartimento. Disculpe. No veo nada. ¿Es ésta su mano?

Era la mano de la mujer, supongo, porque el perro se quedó con ella y elcaballero volvió a su asiento. Cuando salimos del túnel, el chiflado estaba lívido.

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—Señora, si esa bestia miserable me hubiese mordido siquiera el bajo delabrigo, ¡le aseguro que lo habría denunciado! Es una monstruosidad que unapersona que viaja en primera clase se atreva a infringir las normas delferrocarril y a molestar impunemente a los demás viajeros. Me quejaré alencargado.

—No muerde, señor. Nunca muerde —contestó la mujer con suavidad, comosi lamentara el incidente y quisiera reconciliarse con el chiflado—. El pobrecitose ha asustado con la oscuridad y ha saltado sin que yo pudiera evitarlo. Leprometo que no volverá usted a verlo ni oírlo.

Había escondido completamente al perro, y nadie que entrase en elcompartimento advertiría su presencia. Nos acercábamos a la siguiente estación.Cuando el tren se detuvo, el lacayo abrió desde el andén la puerta delcompartimento para que su señor se apeara.

—¿Me entendió usted, Wilkins, cuando le dije que encendiesen ese quinqué?—Lo siento mucho, milord. Lo entendí perfectamente, pero no encontré al

encargado —dijo Wilkins—. En el último momento lo vi acercarse corriendo,pero el tren empezó a moverse y tuve que subir para no quedarme en tierra.

El jefe de tren pasó mientras el mayordomo ofrecía esta explicación, y ellord llamó su atención sobre la luz y le ordenó secamente que « la encendiesen alinstante» . Dicho esto, se despidió de todos nosotros descubriéndose la cabeza ydesapareció. El chiflado la emprendió con el jefe de tren como quien se disponea dar una conferencia a un público sordo. El jefe de tren pareció no oírlo, tansorprendido estaba de que no hubiese luz en el compartimento.

—Yo mismo encendí todas las lámparas antes de salir y comprobé que todasfuncionaban —dijo. Tenía un inconfundible acento local, y el hidalgo esbozó unasonrisa radiante.

—Es usted de Worcester, amigo mío.—Del mismo Worcester, señor. Al menos soy de St. John, que viene a ser lo

mismo.—Tanto si es de Worcester como si es de Jericó, sepa usted que no puede

dejar de encender los quinqués de un vagón de primera sin responder por ello —vociferó el chiflado—. ¡Dígame su nombre! Soy el director.

—Me llamo Thomas Brooks, señor —contestó respetuosamente el jefe detren, tocándose la gorra—. Pero le aseguro, señor, que he dicho la verdad. Yomismo encendí todas las lámparas. No entiendo cómo ésta ha podido apagarse.No hay en toda la línea hombre más atento a las lámparas que yo.

—Muy bien. Enciéndala. No pierda el tiempo con excusas —refunfuñó elchiflado. Lo raro fue que no dijera nada del perro.

En un abrir y cerrar de ojos el quinqué estaba encendido y el tren de nuevoen marcha.

La mujer y el perro se habían tranquilizado. Del animal no se veía ni rastro, y

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su dueña se había recostado para dormir. El hidalgo apoyó la cabeza en la cortinay cerró los ojos con la misma intención. El hombre que iba leyendo seguíaenfrascado en su libro y el chiflado cambiaba de asiento cada dos minutos,pasando del suyo al de enfrente y viceversa. No cruzamos más túneles, yllegamos sin sobresaltos a la siguiente estación, donde haríamos una parada decinco minutos.

El hombre de las lentes de oro se guardó el libro en el bolsillo, cogió una bolsade cuero negro del portaequipajes y bajó del tren. La mujer se dispuso aseguirlo, con el perro escondido, tras darnos cortésmente los buenos días alhidalgo y a mí, incluso al chiflado, y disculparse con una sonrisa. Ocupé elasiento que había dejado libre, y estaba contemplando el asombroso peinado dela dama, que ya se alejaba, cuando el hidalgo se levantó de un salto, dio un gritoy corrió tras ella diciendo que le habían robado. La mujer soltó al terrier, y penséque el animal había debido de contagiarse del trastorno del chiflado, porque sepuso como loco.

Es inútil tratar de describir con detalle lo que ocurrió a continuación. La damasujetó al perro y dijo que quizá a ella también la hubiesen robado. Se cogió delbrazo del hidalgo y juntos fueron a la oficina del jefe de estación. Allí nosreunimos todos, acompañados por el jefe de tren y por el chiflado, que nos siguiódando saltos al oír el grito del hidalgo. El hombre de las lentes de oro se habíaesfumado.

La billetera del hidalgo había desaparecido. Indicó su nombre y dirección aljefe de estación, y el rostro del jefe de tren se iluminó al oírlo, pues conocía bienal famoso hidalgo Todhetley. La billetera estaba a salvo antes de entrar en eltúnel. El hidalgo estaba seguro, porque lo había comprobado. Se habíadesabrochado el abrigo al sentarse en el compartimento, y nada habría sido mássencillo para un ladrón astuto que quitarle la billetera en la oscuridad del túnel.

—Llevaba cincuenta libras —dijo—. Cincuenta libras en billetes de cinco. Yalgunos documentos, además.

—¡Cincuenta libras! —exclamó la mujer—. ¡Y se desabrocha usted el abrigollevando tanto dinero encima! ¡Debe de ser muy rico!

—¿Tiene usted costumbre de encontrarse con ladrones cuando viaja, señora?—preguntó el chiflado, volviéndose a ella sin previo aviso y haciendo unremolino con los faldones del abrigo al moverse con tanta rapidez.

—No, señor —contestó ella, muy ofendida—. ¿La tiene usted?—Tampoco y o la tengo, señora —terció el hidalgo—. Como ha podido usted

apreciar, no veo ningún peligro en viajar con el abrigo desabrochado, aunquelleve dinero en el bolsillo.

La mujer no respondió, porque estaba muy ocupada rebuscando en susbolsillos y en su bolso para asegurarse de que no le faltaba nada. Tranquilizada alver que no, se sentó en un cajón apoyado en la pared y se puso a acariciar al

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perro, que otra vez había vuelto a gruñir.—Han debido de quitármelo en la oscuridad, cuando entramos en el túnel —

señaló el hidalgo a todos en general y quizá al jefe de estación en particular—.Soy magistrado y tengo alguna experiencia en estos asuntos. Estabacompletamente desprevenido, y era una presa fácil. Extendí las manos paraprotegerme del perro, porque me pareció, ¡válgame Dios, ahora que lo pienso!,que estaba a un palmo de mi nariz y se proponía atacarme. Debió de serentonces cuando me robaron. Pero ¿quién ha podido ser?

Se refería a los demás pasajeros. Mientras nos observaba a todos con dureza,especialmente al jefe de tren y al jefe de estación, que ni siquiera había pisado elcompartimento, la mujer dejó escapar un grito y soltó al perro.

—Ya lo sé —dijo, con voz débil—. Tiene la costumbre de agarrar las cosascon la boca. Debió de quitarle la billetera del bolsillo y tirarla por la ventana. Laencontrará usted en el túnel.

—¿Quién tiene esa costumbre? —preguntó el chiflado, mientras el hidalgomiraba a la mujer con perplej idad.

—Mi podre Wasp. ¡Es un bribón! Ha sido él quien ha hecho esta travesura.—Es posible que le quitara la cartera, pero no pudo tirarla por la ventanilla —

dije, pensando que era el momento de intervenir—, porque y o la cerré cuandoentramos en el túnel.

La mujer pareció desconcertada, y una vez más adoptó una expresiónsombría.

—Pero había otra ventanilla —replicó, pasados unos segundos—. Debió detirarla por allí. Le oí ladrar cerca de ese lado.

—Yo cerré esa ventanilla, señora —protestó el chiflado—. Si el perro cogió lacartera, tiene que estar en el compartimento.

El jefe de tren fue corriendo a mirar. El hidalgo lo siguió, pero el jefe deestación se quedó con nosotros y cerró la puerta cuando ellos salieron. Pensé queno quería perdernos de vista.

Regresaron sin haber encontrado la cartera, y el hidalgo preguntó al jefe detren si sabía quién era el noble que se apeó con su lacayo en la estación anterior.Pero el jefe de tren no lo sabía.

—Dijo que era bien conocido en la línea.—Es muy probable, señor, pero yo no llevo más que dos meses en esta línea.—Bueno, este asunto es muy desagradable —interrumpió el chiflado con

impaciencia—. Y la pregunta es: ¿qué hacemos? Parece más que evidente que labilletera se la robaron en el compartimento. Supongo que, de los cuatropasajeros, habría que descartar cualquier sospecha del caballero que se bajó enla última estación, por tratarse de un noble. Otro se ha bajado aquí y hadesaparecido; los otros dos están presentes. Sugiero que los registremos.

—Yo no tengo ningún inconveniente —respondió la dama, levantándose de

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inmediato.Creo que el hidalgo no era muy partidario de este procedimiento, pero el

chiflado actuó con resolución y el jefe de estación se puso de su parte. No habíatiempo que perder, porque el tren estaba a punto de partir. Al chiflado y a lohabían registrado. La dama pasó a otra sala en compañía de dos mujeres a lasque el jefe de estación avisó. Ninguno de los dos tenía la billetera.

—Aquí tiene mi tarjeta, señor —dijo el chiflado al señor Todhetley—.Supongo que sabe quién soy. Si puedo serle de alguna ay uda en este trance, estoya su disposición.

—¡Válgame Dios! —exclamó el hidalgo al leer el nombre escrito en latarjeta—. ¿Cómo ha permitido que lo registren, señor?

—Porque me parece justo y conveniente registrar a todo el que tenga ladesgracia de verse involucrado en un caso como éste —respondió el chifladomientras salía de la oficina con el hidalgo—. Es la manera de que ambas partesqueden satisfechas. Si no hubiera accedido a que me registraran, tampoco habríasido posible registrar a esa mujer, y sospechaba de ella.

—¡Sospechaba de ella! —repitió el hidalgo con expresión de asombro.—Si no sospechaba, al menos tenía mis dudas. ¿Por qué permitió que el perro

armase ese alboroto justo cuando entramos en el túnel? Debió de ser entoncescuando se cometió el robo. No me extrañaría nada que ese hombre tan silenciosoque iba a mi lado fuera su cómplice.

El hidalgo se quedó pasmado y trató de recordar algún detalle del pasajero delas lentes, por ver si lograba encajar las piezas.

—¿No le gusta el aspecto de esa mujer? —preguntó de pronto.—No, no me gusta —dijo el chiflado, volviéndose a un lado y a otro—. Tengo

prejuicios en contra de las mujeres que se maquillan, me recuerdan a Jezabel.¿No se ha fijado en su pelo? Es estrambótico.

Salió como un torbellino y ocupó su asiento un segundo antes de que el trenarrancase.

—¿De verdad es un chiflado? —le susurré al hidalgo.—¡Un chiflado! —exlamó el hidalgo—. Tú sí que debes de ser un chiflado

para hacer esa pregunta, Johnny. Pero sí es… es…En lugar de terminar la frase, me mostró la tarjeta, y el nombre que vi

escrito me dejó sin habla. Se trata de un caballero muy conocido en Londres, unhombre de ciencia, talento y posición, famoso en el mundo entero.

—Lo había tomado por un loco fugado de un manicomio.—¿Eso pensaste? —dijo el hidalgo—. Es posible que él te hay a devuelto el

cumplido, Johnny. Pero ¿quién me ha robado la billetera?¿De qué servía esta pregunta? Cuando volvíamos a la oficina del jefe de

estación, nos cruzamos con la mujer, que salía en ese momento con aireofendido por el registro, a pesar de que al principio no pusiera ninguna objeción.

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—Han sido muy groseras, esas mujeres. Es la primera vez que tengo ladesgracia de viajar con hombres que llevan billeteras que se pierden, y confío enque sea la última —señaló con desdén—. Lo normal es encontrarse con« caballeros» en un vagón de primera clase.

El acento con el que marcó esa palabra hizo mella en el hidalgo, pues eraevidente que se refería a él. Ahora que se había demostrado la inocencia de lamujer, estaba tan enfadado como ella por haber seguido el consejo del científico,aunque yo no puedo dejar de llamarlo chiflado. Las disculpas del hidalgo habríanbastado para desarmar a una hiena, y la mujer terminó por sonreír.

—Si alguien le quitó la billetera —dijo, acariciando al terrier en las orejas—,tiene que haber sido ese hombre tan silencioso de los lentes de oro. Nadie másque él pudo ponerle a usted la mano encima sin que lo notara. Además, le doy mipalabra de que cuando se organizó ese revuelo, por culpa de mi pobre Wasp, mepareció que un brazo se extendía por delante de mí. Estoy segura de que era él.Espero que tenga usted anotada la numeración de los billetes.

—Pues no la tengo —respondió el hidalgo.La oficina se había llenado de gente. Entraron dos pasajeros perdidos, un

amigo del jefe de estación y un mozo de equipaje. Todos coincidieron que ladama estaba en lo cierto y pensaron que el hombre de las lentes se había largadocon la billetera. Era a él a quien teníamos que buscar. Un noble que viajaba encompañía de su lacayo no era probable que cometiese un robo, y el chiflado eraefectivamente quien afirmaba su tarjeta de visita, porque el amigo del jefe deestación lo había reconocido y podía corroborarlo. La mujer era inocente, segúndemostraba el registro. El hidalgo estaba fuera de sí.

—Esa manera de leer, tan enfrascado, era pura apariencia —afirmó conrepentina convicción—. No quería levantar la cabeza para que no pudiésemosreconocerlo después. ¡No miró a nadie en ningún momento! ¡No dijo ni una solapalabra! Iré a buscarlo.

Se marchó apresuradamente, pero volvió al momento para preguntar dóndeestaba la salida y adónde llevaba el camino. Para entonces formábamos ungrupo bastante numeroso. Detrás de la estación se extendían los campos, y unmuchacho aseguró que había visto a un hombre con lentes y un bolso negro en lamano saltando la primera cerca.

—Óyeme bien, muchacho —dijo el hidalgo—. Si encuentras a ese hombre,te daré cinco chelines.

Ni el mismo Tod habría corrido tanto como el chiquillo, que salió volando ysaltó la cerca con notable agilidad. El hidalgo fue tras él y tropezó al saltar elobstáculo. Varios hombres y muchachos se sumaron a la persecución, y unavaca, que pacía en el prado, salió al trote pisándonos los talones.

Oímos gritar al chiquillo al otro lado del seto que cerraba el campo. Fui elprimero en llegar a la cancela y el hidalgo me alcanzó poco después.

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El pasajero estaba sentado en una zanja, con las piernas colgando y el cuelloinmovilizado por los brazos del muchacho. Lo reconocí al instante. Había perdidoel sombrero y las lentes de oro en la refriega, y del bolso negro, que estabaabierto, asomaba un manojo de hojas verdes. Varias herramientas yacíandesperdigadas por el suelo.

—¡Ah, malvado hipócrita! —resopló el hidalgo, que llevado por la ira nosabía lo que decía—. ¿No le da vergüenza haberme tendido una trampa tan vil?¡Cómo se atreve a ir robando a la gente por ahí!

—Yo no le he robado —contestó el hombre, pálido y con un leve temblor enla voz, mientras el chiquillo le soltaba el cuello, aunque seguía sujetándolo con elotro brazo.

—¡Que no me ha robado! ¡Por todos los santos! ¿Y a quién se figura que harobado entonces si no ha sido a mí? Johnny, tú eres testigo, muchacho. Dice queno me ha robado.

—No sabía que era suyo —dijo el hombre, más suave que un guante—.Suéltame, chico. No voy a escapar.

—¡Eh! ¡Ustedes! —gritó un hombre corpulento que saltó por encima de lacancela—. ¿Han encontrado a algún vagabundo que ha entrado sin permiso?¿Hay que detener a alguien? Soy el policía del distrito.

Si hubiera dicho que era la bomba de agua del distrito y que estaba preparadopara lanzar tantos cubos como fuera necesario contra el ladrón, no habría sidomejor recibido. El semblante del hidalgo se tiñó de satisfacción.

—¿Trae usted unas esposas, amigo mío?—No, señor, pero creo que tengo el tamaño y la fuerza suficiente para

llevármelo sin esposas. Eso que nos ahorramos.—No hay nada como unas esposas para garantizar la seguridad —señaló el

hidalgo, bastante chafado, pues tenía en las esposas tanta fe como en lasinstituciones nacionales—. ¡Ah, villano! Quizá pueda usted atarlo con una cuerda.

El ladrón salió de la zanja a trompicones y se puso en pie. No parecía unhombre zafio, ni por su aspecto ni por su modo de hablar. Su expresión, a pesar deque estaba asustado, era la de una persona honrada. Cogió su sombrero y susgafas y habló con sincero arrepentimiento.

—¡No es posible que vay a a detenerme por una pequeña falta, señor! Nosabía que estuviera haciendo nada malo, y no creo que la ley pueda condenarmepor esto. ¡Pensé que era una propiedad pública!

—¡Una propiedad pública! —repitió el hidalgo, soliviantado al oír estaspalabras—. Debe de ser usted el más impúdico y descarado de los granujas quetratan de librarse de la horca. ¡Mis billetes una propiedad pública!

—¿Qué ha dicho, señor?—Mis billetes, sinvergüenza. ¿Cómo tiene la insolencia de preguntarlo?—Pero yo no sé nada de sus billetes, señor —respondió el hombre dócilmente

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—. No sé de qué me habla.Se quedaron frente a frente, en una estampa digna de verse: el hidalgo con las

manos en los bolsillos y las mejillas encendidas de cólera, dominándose a duraspenas; el hombrecillo muy quieto, con el sombrero y las lentes en la mano yexpresión de perplej idad.

—¡No sabe de qué le hablo! ¡Si acaba usted de confesar que me ha robado labilletera!

—Lo que he confesado, sin pretender ocultarlo, es que he robado estehelecho, de una variedad muy rara —contestó el individuo, sacando con cuidadoel ramo verde de su bolso—. No le he robado nada a usted ni a nadie.

El tono sencillo, tranquilo y comedido del sospechoso asombró al hidalgo.—¿Es usted idiota? —preguntó, mirándolo sin pestañear—. ¿Qué se imagina

que tengo que ver yo con esos absurdos helechos?—He dado por supuesto que eran suy os. Es decir, que era usted el dueño de

estas tierras. Me ha hecho creerlo, al decir que le había robado.—Lo que he perdido es una billetera, con diez billetes de cinco libras. La perdí

en el tren. Debieron de quitármela cuando cruzamos el túnel. Y usted estaba a milado —reiteró el hidalgo.

El hombre se puso el sombrero y las lentes.—Soy geólogo y botánico, señor. He venido en busca de esta planta. La vi

ayer, pero no llevaba mis herramientas encima. No sé nada de su billetera ni desu dinero.

Habíamos vuelto a equivocarnos, porque en los bolsillos del botánico no habíanada más que un montón de cartas a su nombre, además del libro que ibaleyendo en el tren, que resultó ser un tratado de botánica. Y, para que no quedarael menor atisbo de duda, uno de los presentes dijo que lo conocía y le aseguró alhidalgo que no había en los tres reinos hombre más docto y respetado en sudisciplina. El hidalgo se disculpó, le estrechó la mano, le explicó que cerca deDyke Manor también había unos helechos muy apreciados y le invitó a pasar porallí para verlos.

La señora seguía esperando con el terrier cuando regresamos, como unmonumento a la paciencia, con ganas de ver al detenido. También su rostro fuedigno de verse al conocer el resultado de la persecución y observar al airadohidalgo en amigable conversación con el hombre de las lentes de oro.

—Yo sigo pensando que ha tenido que ser él —insistió tajantemente.—No, señora —replicó el hidalgo—. No ha sido él.—En ese caso no queda más que un hombre, y lo ha dejado usted marcharse

en el tren —dijo ella—. Ya me pareció a mí que tenía una buena razón paramoverse tanto. Seguro que escondió la billetera en alguna parte y luego seofreció a que lo registraran para disimular. ¡Ja!

Esta insinuación reavivó las dudas del hidalgo y le hizo sospechar que lo

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habían engañado por partida doble. Primero le habían despojado de su dinero ydespués de sus sospechas. Solo una cosa estaba clara en mitad de tanta confusión,y era que la billetera y el dinero habían desaparecido.

Estábamos Tod y yo en el extremo del pantalán de Brighton, unos ocho onueve meses después. Me acodé en la barandilla a contemplar una embarcaciónde recreo que surcaba las aguas. Tod, a mi lado, lamentó su mala suerte por notener un velero ni oportunidad de navegar.

—Te digo que no. No quiero marearme.Alguien había pronunciado estas palabras a nuestra espalda. Parecían una

respuesta al deseo que Tod acababa de formular, pero no fue eso lo que me hizovolver bruscamente la cabeza. Fue la voz, que creí reconocer.

Sí: allí estaba. Era la mujer que iba en el tren con nosotros aquel día. Esta vezno llevaba al perro, y su peinado era aún más extravagante. No me había visto.Se volvió a la vez que yo y siguió paseando despacio, del brazo de un caballero.Y al verlo a él, es decir, al verlos juntos, se me abrieron los ojos. Era el lord quehacía el viaje en compañía de su lacayo.

—¡Mira, Tod! —dije. Y con pocas palabras le expliqué quiénes eran.—¿Cómo diantre se conocen? —preguntó Tod, torciendo el gesto, pues se

enfadaba cada vez que salía a colación el asunto del robo, no tanto por el dineroperdido como por lo idiotas que según él habíamos sido. Siempre decía que si élhubiera estado allí, habría descubierto al ladrón a la primera.

Los seguí a cierta distancia. No sé por qué quería averiguar de qué lord setrataba, porque lores hay para dar y tomar, pero me picaba la curiosidad desdeentonces. La pareja se encontró con un grupo de conocidos y se detuvo a charlarcon ellos. Eran tres señoras y un señor, con chistera de raso negro y una cintaverde.

—Intentaba convencer a mi mujer para salir a navegar —estaba diciendo ellord—, pero no se deja. No es buena marinera, a menos que el mar muestre sumejor cara.

—¿Querrá venir mañana con nosotros, señora Mowbray? —preguntó elhombre de la chistera de raso, que parecía todo un caballero y se expresabacomo tal—. Le prometo que habrá una calma absoluta. Conozco muy bien eltiempo: puedo asegurarle que esta brisa se habrá ido antes de que caiga la nochey mañana no correrá ni pizca de aire.

—Iré, con la condición de que se demuestre que está usted en lo cierto.—Muy bien. ¿Vendrá usted también, señor Mowbray?—Con mucho gusto —respondió el interpelado.—¿Cuándo se marcha usted de Brighton, señora Mowbray? —quiso saber una

de las damas.—No lo sé con exactitud. Me quedaré unos días más.

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—Otro engaño, Johnny, como de costumbre —me susurró Tod—. Esehombre no es un lord. Se llama Mowbray.

—Pero es el lord, Tod. Es el que viajó con nosotros, de eso no cabe ningunaduda. A los lores hay que llamarlos por su título, como a los clérigos. ¿Tú creesque el criado lo habría llamado « milord» si no lo fuera?

—Yo solo veo que esa gente lo llama señor Mowbray.Eso era verdad. Como también lo era que a ella la llamaban señora

Mowbray. Mi oído era tan fino como el de Tod, y no niego que estabadesconcertado. El grupo dio media vuelta para seguir paseando por el pantalán, yla mujer nos vio entonces. Se dio cuenta de que la estaba observando, y creo queno le gustó, porque primero hizo ademán de retroceder, como si se asustara, yacto seguido me miró fijamente como si no me reconociera. Me levanté elsombrero.

No respondió a mi saludo. Al momento se alejó deprisa con su marido,mientras el resto del grupo reanudaba el paseo. Un hombre con traje de cuadrosy sombrero marrón calado hasta los ojos, que estaba cerca de allí cruzado debrazos, observó a la pareja con una extraña sonrisa. Tod se fijó en él y lepreguntó:

—¿Por casualidad sabe quién es ese caballero?—Sí, lo sé.—¿Es un noble?—A veces.—¡A veces! —repitió Tod—. Tengo motivos para preguntarlo. No me tome

por un impertinente.—¿Les han robado algo? —preguntó el caballero tranquilamente.—A mi padre le robaron hace unos meses —dije—. Perdió una billetera con

cincuenta libras en un tren. Esas dos personas iban en nuestro compartimento,pero entonces no se conocían.

—¿Ah, no?—No. Yo estaba allí. Él se hacía pasar por un lord.—Claro —asintió el caballero—. Y seguro que iba acompañado de un lacayo

de librea que lo llamaba « milord» a todas horas sin que viniese a cuento. Es uncarterista; uno de los más hábiles del gremio, y el que hace de criado también loes.

—¿Y la mujer? —pregunté.—Otra que tal baila. Trabajan juntos desde hace dos o tres años, y aún nos

darán muchos quebraderos de cabeza antes de que podamos acabar con ellos. Sino fueran tan listos, los habríamos cazado hace mucho tiempo. ¡Conque en el trenno se conocían! ¡Yo no diría eso!

Parecía tranquilo y hablaba con autoridad. Era un detective y había llegadode Londres esa misma mañana. No dijo si estaba investigando un caso o venía

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simplemente de excursión. Le conté lo ocurrido en el tren.—Ya —dijo, cuando terminé de darle todas las explicaciones—. Se las

ingeniaron para apagar el quinqué antes de salir. La mujer armó ese revuelo conel perro para robar la cartera y se la dio al lord a escondidas cuando éste ledevolvió el animal. ¡Muy astutos! Ese hombre llevaba la cartera encima cuandose bajó en la siguiente estación. Ella se dejó registrar mientras él huía. Todo muyingenioso. Pero algún día cometerán un error.

—¿No puede detenerlos? —preguntó Tod.—No.—Pues yo pienso denunciarlos si vuelvo a verlos por aquí —dijo Tod con

altivez.—No será hoy —dijo el detective.—Les he oído decir que se quedarían unos días más.—Sí, pero eso fue antes de verlos a ustedes. Además, aunque no estoy seguro,

creo que él también me ha visto. Se marcharán en el próximo tren.—¿Y ésos quiénes son? —dijo Tod, señalando al grupo que había llegado al

extremo del pantalán.—Gente inocente, a la que han conocido aquí por casualidad. Ya verán cómo

en cuestión de un par de horas la pareja se ha marchado de la ciudad.Y así fue. Una hora más tarde salía un tren. Tod y yo fuimos corriendo a la

estación. Allí estaban los dos, en un vagón de primera clase, fingiendo que no seconocían. Estoy casi seguro, porque él se sentó junto a una de las puertas y ella alotro lado, separados por los demás viajeros.

—Corderos entre lobos —dijo Tod—. Me dan ganas de advertir a esa gente dela compañía en la que viajan. ¿Crees que esto podría ser causa de juicio, Johnny?

El tren arrancó mientras Tod me hacía esta pregunta. Y que no vuelva yo aescribir una sola palabra en toda la vida si no vi al lacayo con su escarapela en elvagón siguiente.

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James McGovan

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James McGovan (1845-1919), seudónimo de William Crawford Honeyman,escribió en la estela de las historias reales del detective James McLevy y bajo lainfluencia del estilo de Waters. Sus relatos, realistas, directos y a menudo crudosaparecieron a partir de 1873 en la revista The People’s Journal de Edimburgo,con la aureola de ser casos auténticos, narrados bajo seudónimo por un miembrode la policía. Con posterioridad se recogieron en varias antologías, entreellasBrought to Bay; or Experiences of a City Detective (1878), Hunted Down; orRecollections of a City Detective (1879) y Solved Mysteries; or Revelations of aCity Detective (1888), que fueron grandes éxitos de ventas.

Pero el autor de estas narraciones no era un policía, sino William CrawfordHoney man, un violinista y director de orquesta que trabajaba habitualmente enel teatro Leith y que además escribía en The People’s Journal. Honey man nacióen Nueva Zelanda pero se educó en Edimburgo, donde no solo daba conciertos,sino que también se le requería como juez en los concursos populares de violín.Las historias de McGovan son las únicas incursiones en la ficción de una obradedicada casi íntegramente a manuales de técnica e historia del violín escocés.

« La misteriosa pierna humana» (« The Mysterious Human Leg» ) se publicóenThe People’s Journal en 1873. Este relato sirve para recordar el papel de lamedicina en el género, no solo (como « Un asesinato bajo el microscopio» ) porlos avances de la ciencia, sino por la familiaridad de los médicos y estudiantescon heridos y cadáveres y la colaboración frecuente entre detectives y médicos.

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La misteriosa pierna humana

(1871)

Unos niños encontraron la pierna en un patio trasero de la plaza de Grassmarket.Como estaba envuelta en papel de periódico, la tomaron por una pieza de terneray todos querían quedarse con ella. El que consiguió llevársela, burlando a losdemás con su agilidad, se detuvo en un lugar seguro para examinar el botín y alver lo que era le temblaron las piernas, soltó el envoltorio rápidamente y fuecorriendo a avisar a la policía. Regresaron al patio donde los niños habíanencontrado el paquete, y no fue difícil identificar algunas manchas de sangre.Hecho esto, llevaron la pierna a la comisaría central, y también al niño parainterrogarlo. Se trataba de la extremidad inferior izquierda de un hombre,amputada con un corte limpio y biselado en los extremos por encima de laarticulación de la rodilla, lo que indicaba a las claras que el trabajo era obra deun cirujano experimentado. La causa de la amputación tampoco dejaba lugar adudas, porque el hueso estaba destrozado y astillado de tal forma que no teníaarreglo posible, como si hubiera recibido un disparo, aunque lo más sorprendentede todo era la presencia de unas tachuelas de tapicero, alrededor de una docena,incrustadas en la carne. Por el aspecto de la pierna se dedujo que no llevaba másde unas horas separada de su dueño, así que fui en busca del policía que hacía elturno de noche y tuve que sacarlo de la cama. No esperaba descubrir ningunapista, y me llevé la sorpresa de recibir una información muy valiosa. El policíahabía visto salir a un hombre del patio, a eso de las tres de la madrugada, y pensóque se trataba de un estudiante de medicina, porque a veces los enviaban aatender a la gente que no tenía dinero para pagar a un médico. No sabía cómo sellamaba ni dónde vivía, pero lo describió como un joven pelirrojo y con una levecojera, como si tuviera una pierna más corta que la otra. El policía habló con elestudiante al cruzarse con él y a continuación entró en el patio, pero no se leocurrió asomarse a mirar detrás de un muro bajo, donde más tarde seencontraría la pierna. Aunque me pareció muy poco probable que un estudiantese deshiciera de una buena extremidad sin diseccionarla, me acerqué por siacaso hasta la entrada de la Facultad de Medicina y estuve observando a losalumnos que entraban en clase. Alrededor de la una, un grupo salió del hospitalquirúrgico, en Infirmary Street, y al momento reconocí a un joven que coincidíaexactamente con la descripción del policía. Era un muchacho de expresiónfranca y aspecto caballeroso. Iba riéndose alegremente con un compañero, asíque lo abordé sin reservas, pensando que no me crearía problemas.

—Tengo entendido que es usted estudiante de medicina y a veces atiende a

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los pobres —dije.—Sí, a veces —respondió. Se puso serio, y vi que me catalogaba al instante.—¿Atendió a algún enfermo anoche, cerca de Grassmarket?—¿Es usted un policía de paisano? —preguntó entonces, sin responder a mi

pregunta.—Bueno, algo por el estilo.—Pues —guardó silencio unos instantes y, con mucha gracia, me obsequió

con un guiño elocuente— anoche no estuve allí.Su respuesta me desconcertó, y debió de notárseme, porque el joven

ensanchó aún más su sonrisa, y ya se alejaba cuando levanté una mano paradetenerlo.

—¿Está seguro?—Completamente —dijo, sin dejar de sonreír.—Y ¿no sabe usted nada de una pierna perdida?—Nada. ¿De qué se trata? —preguntó, con una curiosidad tan desmedida y

unos ojos tan agrandados que tuve la certeza de que se estaba burlando de mí.—No tiene importancia, pero me gustaría encontrar el resto de la pierna y a

su propietario —dije, con la sensación de que me entendía perfectamente—.Supongo que por algo tenía una bala en el hueso, además de tachuelas detapicero. Por casualidad, ¿no podría usted explicarme cómo llegaron ahí esastachuelas?

—Le aseguro que no está en mi mano —respondió con una sonrisa radiante—. ¿Puedo preguntarle su nombre?

—M’Govan. James M’Govan —respondí, tratando de parecer severo, aunquesin conseguirlo.

—Ah, creo que he oído ese nombre en alguna parte… ¿No es usted detectiveo algo por el estilo? Yo soy Robert Manson, y me alojo en Lothian Street, en elnúmero 30. Voy muy apurado de tiempo en este momento, así que adiós —dijo.Y se marchó tan tranquilo.

« Ese granuja lo sabe todo, pero ha decidido guardar el secreto —pensémientras se alejaba—. Sin embargo, nadie ha presentado denuncia por unaherida de bala o una pierna perdida, así que tendré que avanzar en lainvestigación antes de obligarlo a confesar.»

Los días que siguieron a esta infructuosa conversación continué vigilando lazona de Grassmarket después de las horas de clase, con la esperanza de ver aManson cuando fuera a visitar al dueño de la pierna, pero transcurrió una semanaentera hasta que vi cumplido mi deseo de un modo en verdad curioso. Bajaba yoa buen paso por la West Port Street cuando oí discutir a dos hombres al pie de lasescaleras del pasaje de Vennel, y crucé a la acera de enfrente para observarlosdesde la sombra. Me sorprendió ver que uno de ellos era Manson y el otro uncarterista llamado Pete Swift. El estudiante insultó al carterista y le dijo que lo

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dejase en paz, pero un susurro de Swift pareció hacerle cambiar de opinión, puesal fin sacó unas monedas del bolsillo y se las dio al ladrón antes de seguir sucamino hacia Grassmarket y perderse de vista.

En cuanto Manson se hubo marchado, crucé para interceptar a Swift, que y asubía por West Port.

—¿Qué has hecho esta vez? —le pregunté con severidad.—Nada. ¡Déjame en paz, poli! —protestó. Y trató de esquivarme.—Estabas mendigando… Te he visto —insistí.—¿Mendigando? ¡Yo no he mendigado en mi vida! —contestó, ofendido

como un oficinista acusado de mancharse las manos con un trabajo manual—.Ya lo sabes.

—Te he visto coger el dinero, así que ven conmigo —respondí con firmezamientras sacaba las esposas. Pero el carterista tenía una razón muy concretapara no querer que lo detuvieran precisamente en ese momento e intentóescapar. Tuve que impedírselo, dándole con la mano en la que tenía las esposas,y le hice una herida en la sien que no paró de sangrar hasta que llegamos a lacomisaría central, donde se quejó de haber sido tratado con una brutalidadinnecesaria. Ahora bien, cuando lo registraron, empecé a formarme una vagaidea del delito que había cometido, pues en el bolsillo de la chaqueta encontramosuna carta dirigida a la señora Graham, de Pitt Street, todavía sin franquear, yredactada en un tono insólito para dirigirse a una mujer casada. La cartaempezaba diciendo « Queridísima Nelly» , terminaba con un « Te quiere, Bob» ,y era sin lugar a dudas una carta de amor. El sobre parecía rasgado sinmiramientos y estaba sucio, como si llevara algún tiempo en el bolsillo. Alaparecer la carta, el carterista adoptó una histriónica expresión de sorpresa,como dando a entender que alguien se la había metido en el bolsillo por arte demagia.

—¿De dónde has sacado esta carta? —pregunté—. ¿Es tuy a?—¡No había visto esa carta hasta ahora! —protestó, enfadado—. No sé cómo

ha llegado a mi bolsillo. Habrá sido el viento, que se lo lleva todo volando. —Y,mientras nos reíamos con ganas, Pete conservó la expresión de lechuza solemnede un juez ante un caso de asesinato.

—Entonces, ¿no es tuy a? —proseguí.—Pues claro que no —dijo, muy digno—. Yo no sé escribir.—Pero sabes leer —señalé con escepticismo—. Y creo que alguna vez te he

visto escribir tu nombre. Esta carta se escribió con la intención de enviarse, peroes posible que alguien la haya interceptado. El robo de una carta es un delito muygrave.

Pete parpadeó y carraspeó al oír esta insinuación.—En ese caso, espero que encuentren pronto al canalla que me la ha metido

en el bolsillo —dijo con inquietud.

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—Es posible que y a lo hay amos encontrado —señalé en tono jovial—.¿Alguna idea de quién la escribió?

Pete apreciaba el humor cuando era él quien gastaba las bromas, pero seofendía mucho cuando se las gastaban a él y adoptó una actitud inescrutable.

—Ni la más mínima —dijo.—Podría haberla escrito un estudiante —sugerí.Se sobresaltó visiblemente y me miró con preocupación.—Quizá se llame Robert Manson —añadí.Palideció, como si se sintiera indispuesto, y pidió que le permitiéramos

sentarse. Era evidente, aunque ya no tenía remedio, que se arrepentía de haberhablado.

—Aunque será fácil averiguarlo preguntando al propio señor Manson —continué tranquilamente, a la vista de que Pete persistía en su silencio—. Podríatratarse de un chantaje.

Pete seguía sin responder, así que lo llevaron a los calabozos hasta que y olograse averiguar qué se traía entre manos. Sabiendo que los estudiantes sondados a trasnochar, no tuve reparos en presentarme en las habitaciones deManson, en Lothian Street, donde lo encontré fumando tranquilamente despuésde cenar a la vez que estudiaba. Pareció muy sorprendido de verme, peroenseguida se sobrepuso y me ofreció una silla.

—El otro día no me contó toda la verdad —expuse con naturalidad mientrastomaba asiento—. Estuve aquí poco después de que nos viéramos, y me dijeronque la noche anterior recibió usted un aviso urgente.

—¡Ah, sí! —dijo, fingiendo que hacía un gran esfuerzo por recordar suscompromisos profesionales—. Es muy posible. Recibo muchos avisos. Es miúltimo año en la universidad.

—Se llevó usted el instrumental de amputaciones, y también un poco decloroformo. La casera notó el olor cuando salió usted.

—Es muy probable —dijo, pensativo—. ¿Quiere un cigarro? —Acepté elcigarro y se apresuró a darme lumbre.

—¿No haría algo malo que tenga usted interés en ocultar? —pregunté por fin.—Claro que no… Un médico no puede permitirse esas cosas —dijo con

firmeza—. Nunca hago nada malo.—En ese caso es usted una excepción entre la may oría —observé,

echándome a reír—. ¿Es un secreto profesional?—Hmm… Bueno… Sí, algo por el estilo —contestó cautamente, aspirando el

cigarro con fuerza—. Pero, si soy sincero, ahora desearía no haber salido esanoche.

—¿No me diga? —exclamé, tratando de aparentar asombro—. ¿Tuvo ustedcomplicaciones?

—No con el tratamiento. Eso salió bien —dijo con aire sombrío—. Pero perdí

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unos papeles esa noche, o me los quitaron. Unos papeles sin ninguna utilidad paranadie más que su propietario, como es natural, pero de todos modos preferiríatenerlos en mi poder.

—Notas de experimentos, sin duda —señalé, para animarlo.—Bueno… no —dijo, como si desconfiara de mí.—¿Un diploma, tal vez?—No, nada de eso… Aún no lo he conseguido, aunque espero obtenerlo a

final de curso —se apresuró a añadir.—¿Cuentas, quizá… o cartas? —insinué amablemente.—Hmm… Bueno… sí. Algo de eso —titubeó.—¿Nada que y o pudiera recuperar y devolverle?—Me temo que no… Está muy bien guardado —dijo con pesar—. Aunque

haría lo que fuese por usted si lograra recuperarlo. Lo cierto es, señor M’Govan,que se trata de una carta de amor, y únicamente la dama a la que va dirigidadebe leerla.

—Así son la may or parte de las cartas de amor —asentí—. Yo también heescrito algunas, por eso lo sé. Para cualquier persona insensible y ajena son unpuro desvarío.

Esperé que dijese algo, pero estaba nervioso y suspicaz, y continuó ensilencio.

—¿Teme usted romper una promesa? —pregunté entonces.—Más bien temo romper la paz —respondió con gravedad.—¡Ah! ¿Se opone el padre de la dama?—No, no tiene padres. Es una vieja novia, nada más.Lo miré atentamente.—¿Quiere decir que es may or o que en otro tiempo fue su novia?—Que fue mi novia —asintió, ruborizándose levemente.—¿Y ahora está viuda?—No —dijo despacio—. Aún no está viuda —añadió, rubricando su respuesta

con esta siniestra apostilla, como si deseara que lo estuviera.Me recliné en el asiento y lancé un silbido.—O sea, que ha estado usted cortejando a una mujer casada —dije al fin.—Eso es lo que pensaría cualquiera que no nos conozca —se apresuró a

replicar—. Ella y y o sabemos que es distinto.—¡Todos dicen lo mismo! —exclamé con ironía—. Está usted en un aprieto.—¡Un aprieto espantoso! —dijo vivamente, con pena y preocupación—. Si

consigo salir de éste, no volveré a meterme en otro.—Creo que y o puedo ay udarlo, con dos condiciones —dije tranquilamente,

apiadándome de él.—¿De veras? Sabía que era usted un buen hombre. Aceptaré las condiciones

—respondió al punto.

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—La primera es que prometa usted que no volverá a escribir a esa dama yque tampoco intentará verla mientras tenga marido.

—Estoy de acuerdo. Es peligroso y además no está bien —asintió sinprotestar.

—Y la segunda es que me cuente todo lo que sepa de esa amputación. Tengola pierna, pero necesito averiguar a quién pertenece.

—Y ¿conseguirá usted la carta antes de que llegue a manos del marido?—Así es.—Entonces, ¡trato hecho! —exclamó, con profundo alivio—. Lo único que sé

es que me llamaron a la una de la madrugada para que atendiese a un hombreque tenía una pierna rota. Me prometieron un soberano por guardar el secreto yme pagaron antes de salir. El hombre que vino a buscarme podía ser tanto unverdugo como un ladrón, porque lo cierto es que llevaba el patíbulo grabado ensus facciones, así que tomé la precaución de dejar en casa el reloj y el dinero yguardarme uno de los cuchillos de amputar en el bolsillo del abrigo. Dijo queseguramente tendría que cortar la pierna, así que cogí también un poco decloroformo. Ya he atendido otras veces a esas pobres gentes que viven enGrassmarket y en West Port, y supongo que por eso sabían dónde encontrarme.Pues bien, cuando llegamos a Grassmarket, mi guía dijo que tenía que vendarmelos ojos, acepté y me condujo, hasta donde me fue posible intuir, a una casa deWest Port, donde encontré a mi paciente acostado. Era un hombre fuerte, perohabía perdido mucha sangre y estaba muy debilitado por el dolor. Nada másverlo comprendí que había que amputar la pierna, le apliqué el cloroformo conay uda del hombre que me había acompañado y no tardé en terminar laoperación. Hice un buen trabajo, teniendo en cuenta que estaba solo y que la luzera muy tenue. Pedí la pierna como pago adicional y me la llevé envuelta en unperiódico, debajo del abrigo. Volvieron a vendarme los ojos y me llevaron hastaGrassmarket, donde el guía me abandonó de repente. Cuando me quité la venda,adiviné la causa de su repentina desaparición, y es que había visto venir al policíaque hacía la ronda nocturna. Decidí esconderme en un patio hasta que pasara delargo, pero, al ver que se acercaba a husmear con el farol, me asusté, tiré lapierna por encima de un muro y pasé tranquilamente por delante de él.

—Y ¿qué me dice de las tachuelas de tapicero? La pierna estaba llena detachuelas.

—Lo sé, o mejor dicho, mi cuchillo lo sabe, porque la hoja está destrozada —dijo con energía—. Pero no me dieron explicaciones y por tanto no sé nada más.Me contaron que el herido había recibido un disparo por error, quizá cuandorobaba en alguna vivienda, y que mi guía lo había llevado a casa.

—Y ¿cómo perdió la carta?—Eso no lo sé. La llevaba en el abrigo, para echarla al correo, y debió de

caérseme al sacar el cuchillo. El caso es que más tarde, el mismo villano que

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vino a buscarme para que atendiese al herido, me sorprendió en la calle, mepidió dinero y amenazó con entregar la carta al marido de la señora Graham sise lo negaba, así que me derrumbé y le di medio soberano. Apelé a su gratitud,por haberles ayudado, pero fue inútil.

—Y ¿no ha vuelto a ver a su paciente?—Sí, una vez. Me llevaron igual que la primera noche, aunque en esta ocasión

vino a buscarme otra persona. Se estaba recuperando sin contratiempos. Le contéque me habían chantajeado, y dijo que mataría a Pete, pero eso no me devolvióni la carta ni el medio soberano. Esta noche he tenido que darle otro mediosoberano, y seguro que no tardará en pedirme más.

—No podrá, porque está en el calabozo —le aseguré—. Y y o tengo la carta abuen recaudo.

—¡La tiene usted! ¡Deme la mano! ¡No se imagina el peso que me haquitado de encima! —dijo con alegría—. Devuélvamela para que puedaquemarla.

—Todavía no puedo, pero no tardaré en entregársela. Ahora, prepárese yayúdeme a encontrar la casa de su paciente.

Se levantó, cogió sus cosas y fuimos juntos a Grassmarket. Allí le vendé losojos. Me guió un trecho por West Port y se detuvo a unos pasos de una farola.

—¿Hay algún callejón cerca de aquí? —preguntó. Lo había. Nos adentramospor él y seguimos andando hasta que buscó a tientas una escalera a manoizquierda—. Era un sitio parecido a éste —dijo—. Pero no estoy seguro de quesea aquí.

Yo sabía que en aquella escalera vivía un delincuente en libertad condicional,llamado Ned Cooper, y decidí hacerle una visita. La portera del edificio measeguró que llevaba semanas sin ver a Cooper, pero pronto le demostré que seequivocaba, pues encontré al herido en un cuarto trasero, con un cesto colgadoencima de la pierna para evitar que las sábanas le rozaran el muñón todavíatierno. Como el estudiante no había subido conmigo, Ned llegó a la conclusión deque Pete Swift lo había delatado, y en ese mismo instante juró ajustarle lascuentas a ese traidor.

—Supongo que viene por lo del robo en Lauritson —dijo—. Pete Swift loplaneó y me pidió ay uda.

Asentí vagamente. Ned apretó los puños y maldijo a Pete hastacongestionarse.

—Me caerán siete años, ¿verdad? Aunque teniendo en cuenta que mellevaron como un cordero al matadero, que recibí un disparo y he perdido unapierna, deberían tratarme mejor que a Pete.

—Bueno, me parece justo y hasta diría que es posible —respondí. Y, comomi palabra equivalía a una promesa, Ned me contó todos los detalles del atraco.Creían que no había nadie en la vivienda, pero el dueño estaba durmiendo en una

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de las habitaciones de la parte de atrás, y Ned ni siquiera llegó a verlo antes derecibir el disparo. No hubo persecución. Pete ayudó a Ned a salir por la ventanay cargó con él a la espalda. Ned no sabía nada del hallazgo de la pierna y de lastachuelas. Lo dejé bajo custodia policial y, al día siguiente, me presenté en lavivienda donde habían intentado cometer el robo. El dueño estaba solo,desay unando, y al verme se levantó de un salto, visiblemente asustado.

—¿Es por el hombre contra el que disparé? —preguntó con voz débil,ofreciéndome una silla.

Asentí y pregunté con gravedad:—¿Por qué no denunció lo ocurrido?—¿Denunciarlo? Estaba muerto de remordimientos. No he podido descansar

una sola noche desde entonces —dijo apresuradamente—. ¿Ha muerto?—No. Pero ¿cómo ocurrió?—Bueno, tengo el sueño ligero, y me desperté al oír que abrían la cancela del

jardín. Me levanté y esperé un rato, hasta que oí que intentaban entrar por laventana de la sala de estar. Ha habido muchos robos en el vecindario, así que y atenía un arma cargada, pero no soy buen tirador y, como no tenía más que unabala, estaba casi seguro de que fallaría. En la repisa de la chimenea había unmontón de tachuelas que se olvidaron los tapiceros hace unas semanas. Lasbusqué a tientas en la oscuridad y las metí en el cargador. Tendría que habersacado la bala, pero no me dio tiempo, porque para entonces y a habían roto elcristal. Me deslicé por el pasillo, vi a un hombre colando una pierna por laventana y disparé. Creo que el retroceso me tiró al suelo porque cuando recuperéel conocimiento no había rastro del ladrón, y solo un charco de sangre indicaba losucedido. Me parece que eran dos, pero solo vi a uno.

Me reí de su miedo y su preocupación, y me apresuré a disipar sus temoresponiéndole al corriente de los hechos que ya se han relatado. Trasladamos a NedCooper en cuanto fue posible, y nos ofreció la información suficiente paracondenar al granuja de Pete los siete años previstos, mientras que a Ned le cay ósolo un año. El incidente de la carta y el chantaje no salió a relucir en el juicio y,a su debido tiempo, Manson recuperó el escrito, lo quemó en mi presencia yprometió que jamás volvería a escribir una carta como aquélla.

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Richard Dowling

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Richard Dowling (1846-1898), seudónimo de Marcus Fall, nació en Clomel,Irlanda. Trabajó como periodista y editor en Dublín y emigró a Londres en 1874,donde se especializó en crónicas deportivas con el nombre de Andrew O’Rourke.Aunque aspiraba a un lugar de prestigio en la literatura, su prolífica carrera caecasi por completo en los subgéneros de la literatura popular, que se distribuía porel mercado de las librerías ambulantes. La mayoría son novelas de contenidoerótico, como A Husband’s Secret (1881) o The Weird Sisters (1883), y su obramás conocida, The Mystery of Killard (1879), trata de un pescador sordomudocada vez más celoso de su hijo oyente. También escribió bastantes novelas demisterio, entre las que destacan The Skeleton Key (1886) y Old Corcoran’sMoney (1897).

« La partida de Alessandro Pozzone» (« The Going Out of AlessandroPozzone» ) se publicó en la revista Belgravia en agosto de 1878. El relato seconstruy e sobre un secreto del pasado, un recurso habitual en la literaturamelodramática. Pero, además de plantear una situación desconcertante y uningenioso proceso deductivo para resolverla, su interés radica sobre todo en quedescribe un barrio residencial londinense de nueva construcción como un lugarespecialmente propicio para el crimen. Una de las características de la novela dedetectives es justamente que el escenario del crimen ya no es exótico (castillos,acantilados, mazmorras…), sino que puede ser el hogar de cualquiera de suslectores.

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La partida de Alessandro Pozzone

(1878)

Granthorne Avenue es una calle pequeña, perpendicular a Dulwich Road. Cuentaaproximadamente con una docena de casas en cada acera, viviendasindependientes que se alquilan por cuarenta y cinco libras anuales. Cada unatiene un pequeño jardín en la entrada principal y un buen terreno detrás, con unacancela verde que da acceso a un callejón. Este callejón es para uso exclusivo delos vecinos, pues no hay más edificios al otro lado. En un extremo de GranthorneAvenue se encuentra Dulwich Road, y en el otro hay una tapia de madera negra,de dos metros de altura, que separa la calle de los prados donde en verano pacenlas vacas. El jardín trasero de las viviendas es una amplia parcela de césped, contamaño suficiente para jugar al croquet, rodeada por un sendero de gravilla queconduce a la pequeña cancela verde al pie del callejón.

El mes de junio había empezado con la virulencia propia de marzo y lainestabilidad de abril. El 4 de junio fue un día inclemente. Llegó un vendaval delsur, acompañado de chaparrones y claros intermitentes. El viento amainó al caerla tarde, pero los aguaceros seguían siendo frecuentes.

A las diez volvió a levantarse un fuerte viento del oeste que gemía y sacudíalos árboles en la parte de atrás de Granthorne Avenue. A las once cayó un diluvio.Para entonces solo se veían luces en las plantas superiores de las viviendas, y losvecinos se disponían a acostarse. El ruido de la lluvia era en verdad alarmante, ymuchos se asomaron a las ventanas, retirando persianas y cortinas, a contemplarel espectáculo. La tormenta azotaba las fachadas de las casas situadas a laizquierda de la avenida.

Los sótanos y la planta principal de las viviendas de la acera derecha estabana oscuras. Había una luz encendida en el vestíbulo del número 17, en la acera dela izquierda, y por las cortinas venecianas del salón de la planta principal delnúmero 7 escapaba un intenso y alegre resplandor, acompañado de la música deun piano y una voz de tenor ligero. La melodía y el aria eran Robin Adair.

El chaparrón no duró más de diez minutos. El viento y la música derrotaron ala lluvia, y a las once y cuarto no quedaba nadie en las ventanas de losdormitorios.

A las doce menos cuarto, el señor Frederick Morley y el señor Charles Bellbajaron del compartimento para fumadores de un vagón de primera en laestación de Herne Hill y, cogidos del brazo, fueron andando hasta el final deGranthorne Avenue y allí se detuvieron un momento.

—Siempre entro por detrás cuando vuelvo tarde —dijo Bell. Empezaba a

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chispear de nuevo—. Otro chaparrón. ¡Menudo tiempo para el mes de junio!Más vale que entremos pronto o nos empaparemos. Buenas noches.

—Yo entraré por la puerta principal —contestó Morley. Y añadió un « buenasnoches» mientras se apresuraba bajo la lluvia, que volvía a caer como untorrente, golpeando con estrépito las ventanas de la acera izquierda.

Desde el final de la calle hasta la primera vivienda se extendía un muro deunos cincuenta metros de longitud que cerraba los jardines por la parte delcallejón. Cuando Morley llegó a la puerta del número 8, calado hasta los huesos,su silueta brilló a la luz de la farola que había justo delante de su casa. En elnúmero 7 aún se veía una luz encendida a través de las cortinas. Morley rebuscóen sus bolsillos, murmuró para sus adentros y dijo a media voz: « ¡Maldita sea!Me he olvidado la llave. Tendré que llamar y despertarlos» . Llamó al timbre,golpeó la puerta y se refugió debajo del porche mientras esperaba a queabriesen.

Entre el azote de la lluvia y el gemido del viento en los árboles llegaba lamúsica del salón alegremente iluminado de la casa de enfrente. En parte porpasar el rato y en parte para que en su casa reconocieran su voz y no sealarmaran, Morley identificó la melodía y comenzó a tararear la letra deRobinAdair.

Esperó dos o tres minutos, pero no oyó ningún movimiento dentro de la casa.Dejó entonces de tararear y volvió a llamar al timbre y a golpear la puerta, a lavez que entonaba la canción en voz más alta, sin perder el compás que marcabael piano.

Oy ó sonar la campana en el dormitorio de la criada. « Ya me ha oído —musitó—, aunque Matilda se esmera tanto en vestirse y es tan lenta para todo queme tendrá aquí otros cinco minutos.»

Al cabo de otros dos o tres minutos empezó a impacientarse y, para no perderlos estribos, se puso a silbar la melodía del piano y pensó: « ¡Hay que ver latenacidad que tiene ese extranjero con el pobre Robin!» .

Llevaba unos cinco minutos en la puerta cuando algo le hizo levantar lacabeza y prestar atención, con un gesto de alarma en el rostro resplandecientebajo la lluvia a la luz de la farola.

Aguzó el oído y se dijo: « No, no. Eso no ha sido el mugido de una vaca ensueños. Ha sido un gemido humano» .

¡Otra vez! ¡Había vuelto a oírlo! Maldita lluvia y maldito piano. Algo estabapasando en la parte de atrás de las casas. Tenía que haber sido un gruñido muyfuerte para oírlo desde tan lejos. ¡Maldito extranjero con su maldito piano y sueterno Robin Adair! ¿Le habría ocurrido algo a Bell?

Sin dudarlo un instante, Morley echó a correr por Granthorne Avenue, llegó aDulwich Road y entró en el callejón.

Una vez allí aflojó el paso, blandió el bastón para comprobar que podía fiarse

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tanto de él como de su brazo y avanzó más despacio.Todo estaba muy silencioso y muy oscuro. Dejó atrás tres puertas y llegó a la

del número 7, donde la interminable melodía de Robin Adair seguía sonando através de la ventana y a pesar de la lluvia. No vio nada sospechoso o reseñable.

Cinco, seis, siete, ocho, nueve puertas. Ésa tenía que ser la del número 17, lacasa de Bell. Sí, estaba seguro.

¡La puerta estaba entornada! ¡Ay, Dios! ¿Qué estaba pasando? Vio un hombremuerto o aturdido en el umbral, como si hubiera caído nada más entrar.

—¡Socorro! ¡Enciendan la luz! ¡Socorro! ¡Un asesinato!Por un momento no se oyó nada más que la lluvia y el viento, y el piano,

ahora más débil. Poco después de que Morley diera la voz de alarma, la melodíacesó, la puerta del número 7 se abrió y un hombre preguntó con acentoextranjero:

—¿Qué ha sido eso? ¿Quién ha llamado? ¡Espero que no hay a nadie herido!Morley dijo:—Sí, venga, señor, y ayúdeme. Me temo que está muerto.—¿Dónde está usted?—Estoy en la puerta de atrás del señor Bell. Venga y avise a su familia.

Venga, por Dios. No quiero dejarlo solo, no vay a a ser que los maleantesvuelvan. Está sangrando. Mire, la sangre está caliente y salada.

El extranjero ya estaba al lado de Morley.—¡Sangre caliente y salada! Déjeme a mí con él. No conozco a su familia.

Deles usted la triste noticia. No tema que los bandidos regresen. Parece que tieneuna herida en la cabeza. Pobre hombre. Es verdad que la sangre está caliente ysalada. Vaya corriendo, yo me quedaré aquí. Dese prisa.

En poco tiempo, todos en casa de Bell —un hijo, una hija y la criada— sehabían despertado. Morley, el signore Cordella y John Bell, el hijo de la víctima,metieron al herido en la casa. Poco después llegaron dos médicos y la policía.Los médicos dieron pocas esperanzas. El más joven de los dos pasó toda la nocheatendiendo al herido, y a las seis de la madrugada, Charles Bell falleció sin haberrecobrado el conocimiento siquiera por un instante.

Al día siguiente, es decir, el 5 de junio, se inició la investigación y serevelaron los siguientes hechos:

Morley, la última persona que había visto con vida al fallecido antes de queéste recibiera el golpe mortal, conocía a Bell desde hacía cinco años. Trabaronamistad en el tren, poco después de que el difunto se mudara a GranthorneAvenue. Ambos cogían el mismo tren por la mañana para ir a la ciudad, y asíhabían llegado a ser buenos amigos. Casi nunca coincidían en el tren por lanoche. El testigo normalmente volvía a casa a las siete, mientras que la víctimano regresaba en general antes de las nueve o las diez, incluso a veces ya amedianoche. El propio difunto se lo había contado a su vecino. Únicamente en

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dos o tres ocasiones antes de aquella noche habían vuelto a casa juntos. Morleyrecordaba perfectamente todo lo ocurrido. Describió cómo se despidió de lavíctima al final de la calle, el viento y la lluvia, el rato que pasó esperando en supuerta, y aseguró que en ningún momento sospechó que su amigo corriesepeligro alguno, pues, mientras esperaba que le abriesen la puerta, se puso a silbarla melodía que interpretaba su vecino, el signore Cordella, hasta que oy ó elgemido. Entonces fue corriendo al callejón, encontró al herido y, como sabía queelsignore Cordella estaba levantado, pidió ay uda. El signore Cordella llegóenseguida y se quedó con el hombre agonizante hasta que pudieron meterlo en lacasa.

A continuación declaró el signore Roberto Cordella, italiano, y juró quealrededor de la medianoche del 4 de junio, mientras disfrutaba de la música, oy óun grito en la parte de atrás de las casas y, al salir, se enteró de lo ocurrido, talcomo había descrito el testigo anterior. El signore Cordella llevaba alrededor decinco meses en Granthorne Avenue y en ese lapso de tiempo no había tenidoninguna relación con el difunto. Era un profesor de música retirado. Norecordaba haber visto nunca a la víctima. Esto se explicaba, en parte, por elhecho de que Bell volvía a casa tarde y, según había declarado Morley, tenía lacostumbre de entrar por detrás, como la noche del crimen. El pianista afirmó queestaba impresionado y consternado por el triste suceso. Al ser extranjero, noconocía los procedimientos judiciales, de ahí que preguntase al juez deinstrucción si podía retirarse libremente. El juez asintió, pero también le advirtióde que, aunque era poco probable que volviesen a requerirlo en un futuro, teníaque estar localizable, pues podía darse el caso de que necesitaran citarlo denuevo. El signoreCordella hizo una reverencia y bajó del estrado.

Las pruebas médicas eran clarísimas. La víctima había muerto aconsecuencia de las heridas en el cráneo. Había recibido dos golpes. Uno, alparecer, cuando entraba por la cancela; el otro en el lugar donde lo encontraron.El primero le alcanzó en la coronilla, y habría bastado por sí solo para causarle lamuerte. El segundo lo recibió en la sien y el pómulo derecho, y, al caer, habíadejado impresa en la tierra mojada la huella del lado izquierdo del rostro. Nocabía duda de que el arma homicida era una piedra hallada por la policía. (Unalosa de casi medio metro de longitud, quince centímetros de ancho y nueve degrosor.) La piedra presentaba restos de pelo, sangre y carne que se correspondíacon los fragmentos desprendidos de la cabeza de la víctima. Todos los órganoscorporales estaban sanos, y el difunto gozaba de excelente salud a pesar de quey a había cumplido los sesenta años.

Se presentaron a continuación las pruebas de la policía:La piedra era muy similar a las que había en el callejón. No se encontró

ningún otro objeto de relevancia para el caso. Tanto Morley como Cordellatenían la ropa manchada de sangre, lo que podía explicarse porque acudieron en

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auxilio de la víctima. No se vio a ninguna persona sospechosa merodeando porlos alrededores. Suponiendo que el asesino hubiese huido por la puerta trasera delnúmero 17 hasta Dulwich Road y hubiese salido del callejón a la vez que el señorMorley se acercaba desde su casa, éste por fuerza habría tenido que verlo, yaque Dulwich Road es una calle recta, bien iluminada, y no ofrece en esa zonaningún lugar en el que esconderse.

Señor Morley : « No vi a nadie» .Era cierto que desde la cancela del número 17 hasta la tapia de madera que

había al final del callejón mediaba una distancia menor que desde el mismopunto de partida hasta Dulwich Road, por lo que el asesino quizá hubiese tenidotiempo de llegar a la tapia, saltar y huir campo a través antes de que el señorMorley entrase en el callejón por el otro lado.

Hasta aquí el interrogatorio transcurrió sin demasiado interés, y la mayoríade los presentes en la sala parecía pensar que el criminal, tras asestar el golpefatídico, huyó por el callejón, saltó la tapia y escapó por el prado. La siguienteprueba policial causó sin embargo sorpresa y consternación, y todos los allegadosde la víctima comenzaron a mirarse con recelo y temor. El oficial prosiguióofreciendo su testimonio:

Había razones concluyentes para afirmar que nadie saltó la tapia la noche delcrimen y tampoco el día anterior. El 3 de junio se descargaron diez carros dearena para construcción junto a la tapia de madera, al otro lado del campo, y lamañana del día 5 no había en la arena rastro alguno de pisadas. Las paredes delcallejón eran de ladrillo, alcanzaban una altura de más de tres metros y estabancubiertas de musgo, de manera que nadie habría podido trepar sin ay uda de unaescalera, y no solo no se había encontrado ninguna escalera, sino que tampoco seobservaba el más mínimo desperfecto en la cubierta vegetal, donde habría sidofácil detectar hasta el rasguño de una uña. La arena amontonada al otro lado dela tapia de madera, para sustituir ésta por un muro de mampostería, ocupabavarios metros a lo largo de la tapia. Entre los huecos de los tablones se habíacolado algo de arena y había formado en el callejón una capa lisa y suave demás de un metro de ancho. Era posible que la lluvia caída la noche del crimenhubiese borrado o al menos difuminado las huellas de pisadas, pero el terreno seexaminó con lámparas menos de una hora después del ataque, tras haberloexaminado previamente apenas diez minutos después del ataque, cuando denuevo empezó a llover, y allí no había ninguna huella. La arena amontonada alotro lado de la tapia estaba resguardada de la lluvia por dos castaños de grantamaño, y tampoco allí se encontraron huellas. Por el momento no se habíaefectuado ninguna detención.

Declaró entonces el hijo del difunto. No tenía mucho que decir. Esto fue loesencial de su testimonio:

Su padre tenía sesenta y tres años. Había sido en tiempos agente de aduanas.

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Su último destino fue Avonford. Unos quince años antes, se vio obligado a dejarsu profesión por culpa de una severa afección reumática que contrajo en susaños de servicio. El testigo, que tenía treinta y siete años, desconocía los detallesde esa época y muchos años posteriores, ya que entonces vivía en Australia. Trasdejar su empleo como agente de aduanas, el fallecido se trasladó de Avonford aLondres, donde abrió un negocio de alimentación en Baroda Street y otro enOxford Street. El negoció prosperó y, unos años antes, el fallecido compró la casadonde, al ser viudo, vivió con su hija y una criada hasta que el testigo regresó deAustralia y se instaló desde entonces en el domicilio paterno. De esto hacía unaño.

El inquietante descubrimiento de la policía obligó al juez de instrucción, comoes lógico, a proceder con mayor cautela y deliberación que en la fase previa, deahí que interrogase al hijo con el máximo detalle y rigor. En respuesta a laspreguntas del juez, el hijo declaró lo siguiente:

La mañana del día 4, el señor Bell se fue a la ciudad a la hora de siempre, lasocho y media. Tomó un desayuno abundante y parecía de excelente humor. Lasúltimas palabras que el testigo oyó de su padre, cuando éste se marchaba, fueron:« No me esperes levantado. Esta noche llegaré tarde. Deja abierta la puerta delcomedor» . Esta última frase se refería a la puerta que, a través de un pequeñorellano exterior y un tramo de escaleras, comunicaba con el jardín trasero. Aldecir que dejase abierta la puerta del comedor, el difunto se refería al cerrojo.Su costumbre, cuando volvía tarde, era entrar por esa puerta, cerrar con llave acontinuación, cenar algo y tomarse un vaso de grog mientras fumaba uncigarrillo antes de acostarse. La noche de autos, el testigo se acostó a la hora desiempre, poco después de las once, y se quedó dormido. Lo despertó el señorMorley, llamando a la puerta de la cocina y pidiendo auxilio. El testigo se levantó,se vistió apresuradamente y bajó de su dormitorio. Esto era todo cuanto podíadecir. La policía había encontrado el reloj y la cartera de la víctima en susbolsillos. No creía que su padre tuviese ningún enemigo en el mundo. Hastadonde el testigo sabía, solo él podía beneficiarse de la muerte de su padre,mientras que su hermana se vería muy perjudicada.

Acto seguido se interrogó someramente a la criada y a la hija sobre lo queocurrió la noche del crimen y, como y a había oscurecido, se aplazó la sesión unasemana para que la policía pudiera ahondar en la investigación. Antes de levantarla sesión, el juez de instrucción dictó la orden de sepelio.

John Bell pasó el día siguiente muy ocupado con el funeral. La familia recibiónumerosas visitas de condolencia de amigos y conocidos del difunto, y elvecindario estaba horrorizado por la atrocidad del crimen, apenado por lavíctima, que era un hombre amable e inofensivo, y compadecido por sus hijos.

Ya era medianoche cuando John Bell se quedó a solas por primera vez. Eraun hombre alto y fornido, de barba pelirroja, ojos castaños, piel broncínea y

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manos fuertes. Cuando se permitía un descanso, en circunstancias ordinarias, surostro cobraba una expresión de severidad. Se veía a las claras que no era unhombre con el que se pudiera bromear. Sus ademanes eran lentos y comedidos.Hiciera lo que hiciera, siempre daba la impresión de haber reflexionado aconciencia antes de emprender cualquier movimiento y, una vez que pasaba a laacción, era tan evidente que se proponía llegar hasta el final que a nadie se leocurriría interponerse en su camino. Estaba sentado, incómodo con el traje deluto nuevo, y una sonrisa cruel alternaba en sus facciones con una mirada dehonda y fría concentración. Se encontraba junto a la puerta del comedor por laque con ayuda de Morley y el signore Cordella había trasladado a su padremoribundo la noche del día 4. Esa noche no hacía viento y tampoco llovía. Elvecindario estaba en calma y la naturaleza dormía como un niño cansado, singritos ni suspiros.

La policía había registrado minuciosamente la vivienda de la víctima, con laesperanza de encontrar alguna pista del asesinato. Solicitaron los documentospersonales del difunto y tuvieron ocasión de examinarlos. Leyeron algunospapeles, tomaron notas, no vieron necesidad de seguir investigando y devolvieronlos documentos a John Bell. Cartas, diarios y escrituras de propiedad seguíandesordenadas sobre la mesa del comedor. John Bell llevaba una hora allí, absortoen sus pensamientos. De pronto se espabiló, abrió la espita de la lámpara, quehasta entonces ardía a medio gas, acercó una silla a la mesa y comenzó arepasar los papeles, ley endo algunos con atención y limitándose a hojear otros.Finalmente dio con uno que pareció despertar su interés en grado sumo.

Era un documento extenso, escrito de puño y letra de su padre, manoseado,antiguo y rasgado. Sin terminar de leerlo, se levantó precipitadamente, salió delcomedor, fue al vestíbulo, abrió el cajón de la consola y sacó un trozo de papelque contenía unas palabras. Hecho esto, volvió al comedor y comparó a la luz dela lámpara una de las líneas del documento con las palabras anotadas en el trozode papel. Acto seguido dejó los papeles sobre la mesa, se estremeció, se cubrió elrostro con las manos y se hundió en una butaca.

Pasó media hora completamente inmóvil, sin otro movimiento que el ascensoy el descenso rítmico de su amplio pecho al respirar. Transcurrido este lapso detiempo, se puso en pie, concluyó la lectura del documento y se guardó éste en elbolsillo del pecho y el trozo de papel en el bolsillo del reloj . A continuación pasólas manos por debajo de la levita, como si fuera a ajustarse la hebilla del chalecoen la espalda, pero no llegó a hacerlo. Cogió su sombrero, bajó al jardín por laescalera del comedor y salió al callejón por la cancela.

Era la una y media de la madrugada.Todo estaba tranquilo como una tumba. Los árboles se erguían en la noche,

silenciosos, y una infinidad de estrellas tenues iluminaban la bóveda del cielovioleta oscuro. John Bell miró con cautela a uno y otro lado del callejón. « Es

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muy tarde y está muy oscuro —pensó mientras cerraba la cancela—, pero aúnserá más tarde y estará más oscuro antes del amanecer.»

Echó a andar muy despacio hacia Dulwich Road y una vez allí giró a laizquierda y otra vez a la izquierda. Entró en Granthorne Avenue y subió por laacera de la izquierda. Pasó por delante de las casas 1, 3 y 5. Todas estaban aoscuras. En la sala de estar del número 7 brillaba una luz. No vio resquicio algunode resplandor en ninguna otra vivienda de la calle. John Bell retiró el cerrojo dela puerta del jardín, entró, subió las escaleras y llamó suavemente a la puerta. Enpocos segundos el signore Cordella retiró la cadena de la puerta, giró la llave ycorrió el cerrojo. Al reconocer a su vecino, exclamó:

—¡Ah, señor Bell! Es usted. Espero que no haya ocurrido nada más.—No ha ocurrido nada más —dijo Bell—. Sé que es una hora intempestiva

para hacer una visita a una persona casi desconocida, pero he visto la luzencendida y, como estoy tan inquieto y trastornado, me he atrevido a llamar.

—Pase —dijo el extranjero—. Pase. Siempre me acuesto tarde. Pase ysiéntese un rato conmigo. —Se dirigió a la sala de estar.

Era una estancia amueblada con buen gusto. Predominaban en ella los tonosgrises y fríos, más franceses que italianos. No había cuadros en las paredes,pintadas de gris perla. Las cortinas y la tapicería eran de color beige oscuro, y laalfombra, de un tono ámbar apagado. Junto a una pared había un piano vertical yencima del piano, una guitarra. En un rincón se veía una funda de violín y, sobreuna mesa, enfrente de la puerta, una caja de música grande y una flauta deplata. Delante de la ventana había un sofá y cerca de éste una mesa de taracea.Varias sillas ocupaban distintas zonas de la sala y junto a la mesa de taraceahabía una butaca. En esta mesa se encontraban los cigarros, un bote de tabaco, unlibrillo de papel de fumar, un cenicero y una caja de fósforos. A pesar de que lasala era pequeña, tres lámparas de gas ardían a plena potencia, y John Bell tuvoque protegerse los ojos un momento.

—¿Quiere sentarse? —ofreció el italiano, señalando la butaca al tiempo que élse acomodaba en el sofá.

Bell dudó un instante y miró despacio alrededor antes de aceptar la invitación.—Sí.El italiano lió un cigarrillo, lo encendió y se apoy ó en el brazo del sofá. Era un

hombre de baja estatura, de unos cuarenta y cinco años, calvo, de tez morena,barba, ojos negros y unas cejas muy densas: no tenía un rostro en absolutoagradable. Aunque siempre había en sus labios una sonrisa, daba la impresión deque el motivo que la inspiraba había quedado atrás hacía mucho tiempo y quetambién este gesto debería haberse borrado: eran los restos de una sonrisa añeja,y las facciones de Cordella se habrían visto muy favorecidas si esta expresiónhubiera desaparecido por completo de su rostro. Pese a lo incómodo de susonrisa, el italiano era un hombre atractivo, notablemente atractivo.

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Era obvio que John Bell se sentía desconcertado, pues tardó un buen rato enpedir disculpas por presentarse a una hora tan intempestiva. Por fin acertó adecir:

—Como puede suponer, señor Cordella, solo un asunto de la may orimportancia podía inducirme a importunarle a estas horas de la noche.

—No se disculpe, por favor. Comprendo que esté usted muy afectado. Miscondolencias, lo lamento de corazón, señor Bell. Es comprensible que no puedaconciliar el sueño en estas circunstancias: ha salido a pasear en busca de airefresco y, al ver luz en casa de un vecino, ha decidido llamar. No tiene la menorimportancia. Siempre me acuesto tarde, a veces cuando y a ha amanecido. ¿Leapetece fumar?

—Sí, gracias. Pero, señor Cordella, no ha sido la casualidad lo que me hatraído hasta aquí; he venido a propósito, por un asunto muy importante. Le estoymuy agradecido por su amabilidad esa noche terrible… ¡y mire de qué manerale correspondo! Lamento decir que considero totalmente necesario hacerlealgunas preguntas que, si bien al principio quizá puedan parecerle impertinentes,son vitales para mí. Le ruego que me responda sin ofenderse por lo que a buenseguro le parecerá una intromisión imperdonable, vergonzosa e inoportuna, y unacuriosidad injustificable.

—Pregunte lo que desee y yo le responderé —dijo el italiano, haciendo unaleve ondulación con la mano entre el humo del cigarrillo.

—Antes de empezar, sepa usted que no le preguntaré nada que no searelevante para el caso, y que tengo excelentes razones para correr el riesgo deparecer impertinente con el fin de obtener la información que necesito.

—Ya le he dicho, señor Bell, que responderé a sus preguntas —contestó elitaliano detrás de una nube de humo—. No tengo nada que ocultar.

—Nada que tenga que ver consigo mismo, sin duda. Pero no he venido parahablar de usted. Quiero hacerle unas preguntas sobre otra persona. En primerlugar y ante todo: usted y yo estamos en esta sala. ¿Hay alguien más en la casa?

El italiano se retiró el cigarrillo de los labios con la mano izquierda y surgió dela nube de humo inclinándose hacia John Bell hasta apoy ar el codo en el sofá.Acto seguido, pasó con suavidad la mano entre el chaleco y la camisa, a la alturadel pecho, y miró a su interlocutor con divertida expresión de sorpresa.

—¿Por qué? —preguntó.John Bell también se apartó el cigarrillo de los labios y miró a su anfitrión sin

mover nada más que los ojos. Se observaron un momento, como si ninguno delos dos tuviera la más mínima idea de lo que pasaba por la cabeza del otro yambos estuvieran impacientes por adivinarlo antes de seguir adelante.

—Ésa no es una respuesta clara a mi pregunta, ¿no le parece? —dijo Bell.—No, viene usted aquí diciendo que tiene curiosidad por saber ciertas cosas.

Se presenta a las dos de la madrugada, y eso es extraño. Después me hace una

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pregunta extraña, y eso también es extraño. Eso ha despertado también micuriosidad. No se enfade conmigo por mostrarme curioso y preguntarle por quéquiere saber si hay alguien más en casa.

—Tiene usted mucha razón. Ha sido muy poco razonable por mi parte, puestoque soy un completo desconocido, creerme con derecho a interesarme por suvida privada sin ofrecer ninguna explicación. Se lo explicaré ahora, y le repetiréla pregunta después.

—Muy amable —dijo el italiano, sacando la mano de debajo del chaleco yacomodándose de nuevo en el sofá. Al recostarse, se tocó el pecho y se disculpócon una sonrisa—: Estoy enfermo del corazón, y cualquier impresión me causamucho dolor. Al hacerme usted esa extraña pregunta, he creído que iba a morir.Le ruego que me disculpe. El triste destino de su padre me ha alterado mucho.¡Sí! Tendrá que perdonarme… Temía que quisiera usted saber si… ¿no locomprende? —Cerró los ojos, entreabrió los labios e inhaló dolorosamente elhumo con las mandíbulas apretadas.

—Siento mucho que sufra usted del corazón. Y siento mucho haberle causadodolor. Ahora veo mi pregunta de otra manera, y entiendo que equivale ainterrogarle sobre sus medios de defensa. Siento haber sido tan brusco. Confío enque pueda perdonarme y escucharme, señor Cordella.

El italiano abrió los ojos con un gesto de esfuerzo y de dolor y respondió envoz muy baja:

—No vuelva a disculparse, señor Bell. Continúe, por favor. Estoy encondiciones de escucharlo y lo haré con mucho gusto. —Volvió a cerrar los ojosy palideció por momentos.

John Bell se reclinó en la butaca.—Nos llevará algún tiempo —dijo—, y tendré que volver necesariamente al

4 de junio. Mi padre salió ese día como de costumbre, a las ocho y media. Quizárecuerde usted que esa mañana, poco antes del mediodía, dejaron una carta en elbuzón del número 17, la casa de mi padre. La carta no era para nadie queconociéramos, pues iba dirigida —John Bell se sacó del bolsillo del reloj el trozode papel y ley ó en voz alta— al « Signore Alessandro Pozzone, GranthorneAvenue, 17, Dulwich, Londra» . Sabiendo que era usted italiano, aunquedesconocíamos su nombre, comprendí que era fácil confundir el 7 con el 17 ycomprobé que el matasellos era de « Torino» . Así, escribí unas líneas para « Elpropietario del número 7» y las adjunté en un sobre con la otra carta, con el finde averiguar si era usted el destinatario.

—Fue usted muy considerado.—Firmé la nota con mi nombre. Me envió usted recado verbal para decir que

no era usted el destinatario de la carta, que no conocía en absoluto a AlessandroPozzone, la persona a quien iba dirigida, y que usted mismo se la devolvería alcartero cuando volviera a pasar por aquí. Acompañó su recado con una tarjeta.

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Esto ocurrió alrededor de mediodía. Por su tarjeta, y por su testimonio judicial,supe que se llama usted Roberto Cordella. Confío en que disculpe tantaminuciosidad, pero es que todo esto tiene una importancia primordial.

El italiano estaba liando otro cigarrillo. Se detuvo, abrió los ojos que teníaentornados y con un gesto muy elegante dio a entender que estaba prestandoatención y a plena disposición de su vecino.

—A mi padre lo asesinaron a las doce de la noche.—Así es.—Hace cosa de una hora, encontré un documento que a continuación me

tomaré la libertad de leerle. Lo escribió mi padre, de su puño y letra, y guardarelación con un incidente de su pasado. Me temo que no debería continuar.Parece que su corazón vuelve a alterarse.

—No es nada. Me alivia presionarlo con la mano. Continúe, por favor.John Bell sacó el papel del bolsillo del pecho y empezó a leer. Al ver el

documento, el extranjero se reclinó cómodamente en el brazo del sofá, terminóde liar su cigarrillo y una vez más se llevó la mano al corazón.

—Este escrito —explicó Bell— parece el esbozo de un informe, aunque noespecifica a quién va dirigido. Está fechado en Avonford, el 18 de septiembre de1865. Y dice así:

Señor:En cuanto mi salud me lo ha permitido, me apresuro a presentar informe

sobre los acontecimientos relacionados con la pérdida del buque aduanero Swifty dos de sus tripulantes el pasado día 14.

En la tarde del día 13, cuando el navío italiano San Giovanni Batista y a habíarecibido la autorización para hacerse a la mar, se me informó de un plan parasobornar de un modo u otro al agente de aduanas que ese día se encontraba deguardia, romper los cierres herméticos de las bodegas y llevar a tierra losveintiséis mil cigarros que transportaba el buque tan pronto como cayera lanoche. Ordené de inmediato a cuatro hombres —James Archer, John Brown,William Flynn y John Plucknett— que embarcaran conmigo en el Swift, y yomismo me puse al timón para acercarnos al San Giovanni, que para entoncesaguardaba fondeado a una milla al oeste de la punta de Dockyard, dispuesto parazarpar en cuanto subiera la marea.

Anocheció antes de que llegáramos. El cielo estaba despejado, pero no habíamucha luz, porque era una noche de luna nueva. El viento soplaba de tierra y lasvelas del San Giovanni estaban arriadas. Cuando nos encontrábamosaproximadamente a una milla del buque, oímos que giraban el cabestrante. Meestiré para mirar y vi que el barco se desplazaba con una sacudida y viraba alsoltarse el ancla. Empezaron a desplegar las velas y, al arreciar un poco el viento,

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los lienzos se tensaron y el navío comenzó a deslizarse. Sin embargo, pensé queaún podíamos darle alcance, puesto que doblábamos su velocidad.

Nos acercábamos por estribor, y vi un bote (que no era del San Giovanni,porque los suyos eran blancos mientras que éste era negro y de construcciónbritánica) junto a las cadenas del palo mayor. « Los cigarros están en ese bote» ,pensé. Y dije a mis compañeros:

—Soltad el trapo. Soltad el trapo con determinación.Mis hombres empezaron a izar las velas, mientras yo apuntaba la proa del

Swift hacia el palo de mesana del San Giovanni por estribor. A esas alturas habíamucha actividad en el navío.

Cuando nos encontrábamos a una distancia de tres cabos a popa, saludé a lanave, pero no hubo respuesta. Un hombre se asomó a mirar por el barandal y oíque en la cubierta se daba una orden. Una vez dada esta orden, el barco viró ababor y la proa se escoró dos grados en esta dirección; a continuación se dio otraorden, se corrigió el rumbo y el barco siguió adelante. Concluida la maniobra,quedamos justo a popa del San Giovanni. Cobramos velocidad conformetensábamos las velas, y, como no quería perder un solo instante, mantuve elrumbo hacia la popa del buque, a pesar de que su maniobra no me había hechoninguna gracia.

Nos aproximamos a una distancia de un cabo, y volví a saludar. Tampoco estavez hubo respuesta. A medio cabo de distancia llamé de nuevo. Dije que éramosagentes de aduanas y les ordené que diesen media vuelta y nos permitieran subira bordo.

—¿Por qué quieren detener el barco? —preguntó el hombre que se habíaasomado por la popa. Yo lo conocía perfectamente, y no era miembro de latripulación del San Giovanni Batista.

—¿Qué bote es ese que está en un costado? —dije.—El del vicecónsul.—Que se presente en popa el agente de aduanas que está de guardia.—Se ha marchado a tierra con el práctico.—Aún no es el momento de que el práctico o el agente de aduanas vuelvan a

tierra. ¿Quién está dirigiendo la maniobra?—El práctico de la ría.—Les digo que den la vuelta, tengo que subir a bordo. Tengo que hablar con el

capitán y asegurarme de que el bote del vicecónsul ha regresado a tierra antes deque yo abandone el barco.

Estábamos muy cerca de la popa. No quería guiñar hacia las cadenas delpalo de mesana, pues era más fácil navegar en el extremo de su estela y,además, el San Giovanni había cogido velocidad, así que no podía hacer muchomás que seguirle el paso.

Nos aproximamos palmo a palmo hasta situarnos justo debajo de la popa.

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Entonces volví a decir:—Si no dan la vuelta, lancen un cabo.—¡Ya va! —contestó el hombre que seguía en la popa.Se incorporó, inclinó el cuerpo hacia delante, cargado con una pesada polea

de tres cabos en la mano, y la lanzó contra el Swift. La polea impactó contra elbanco de proa, lo partió por la mitad y abrió un agujero en la panza.

Antes de que pudiéramos reaccionar, el casco se había llenado de agua y elbarco había volcado. Gritamos mientras pudimos. El San Giovanni siguió su cursohasta perderse en la oscuridad, y no había ninguna otra nave a la vista. JamesArcher, John Plucknett y yo aguantamos agarrados al lecho del Swift hasta lamañana siguiente, cuando el pesquero Toby, de Avonford, nos avistó y acudió arescatarnos.

Desde el momento en que el barco se inundó y volcamos no volví a ver convida ni a John Brown ni a William Flynn. El cadáver de William Flynn lo vi a lamañana siguiente, cuando el mar lo devolvió a la orilla.

John Bell dejó de leer, dobló el papel y volvió a guardarlo en el bolsillo, sinapartar la vista del italiano, que no había cambiado de postura. Seguía con lamano derecha debajo del chaleco, a la altura del corazón, cómodamenterecostado en el brazo del sofá, fumando su eterno cigarrillo y envuelto en unanube de humo azul. Habló entonces con voz doliente, respirando con dificultad:

—No tengo ningún reparo en responderle ahora a la pregunta a la que norespondí hace un rato. No hay nadie en esta casa, aparte de usted y y o y de lamujer que es mi criada y ama de llaves. Soy soltero, y no tengo bajo mi techo aningún pariente o amigo en este momento. Una vez he satisfecho su curiosidad yhe respondido además sin saber qué relación puede tener con su pregunta ladolorosa historia que acaba de leerme, permítame recordarle que es muy tardey no me encuentro bien ni mucho menos. Estoy enfermo.

—Lamento muchísimo que se sienta indispuesto. No le importunaré muchomás tiempo si me permite una explicación.

El italiano sonrió lánguidamente, indicando a Bell que prosiguiera, y cerró losojos con un gesto de extremo dolor y agotamiento.

—Seré breve. El hombre que asesinó a los dos tripulantes del Swift aquellanoche era el intérprete del vicecónsul de Avonford. Escapó y nunca tuvo queresponder por su delito. Mi padre sabía que aquel hombre era el encargado dedistribuir la mercancía. Al día siguiente, el bote del vicecónsul, con los cigarrosintactos, apareció en una ensenada de la bahía de Avon. Pero del intérprete, delasesino, nunca más se supo. El San Giovanni, que iba rumbo a Callao, no llegó aningún puerto, y se creyó que había naufragado en mitad del Atlántico.

» Ahora bien, ese secretario o intérprete del vicecónsul conocía a mi padre,tanto de nombre como personalmente, pues había tenido tratos profesionales con

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él en más de una ocasión. La noche del 4 del mes corriente mi padre fueasesinado por el mismo individuo. Estoy completamente seguro de que fue élquien asesinó a mi pobre padre, señor Cordella.

—¿Cómo puede estar tan seguro y qué puedo hacer por usted en tan tristescircunstancias? —preguntó el italiano, en un tono tan abatido y débil que John Bellse sintió en la obligación de acercarse e inclinarse para oírlo.

—La mañana del día 4, esa carta dirigida a Alessandro Pozzone llegó porerror al número 17, en lugar de entregarse en el número 7. Usted, señor Cordella,reenvió mi nota a Pozzone, acompañada de un aviso suyo. Él reconoció elapellido Bell, descubrió dónde vivía mi padre y lo esperó para matarlo antes deque el pobre anciano pudiese entrar en casa y reconocer la identidad delindividuo que quince años antes estuvo a punto de acabar con su vida… porqueese secretario del vicecónsul, el que lanzó la polea, era Alessandro Pozzone.

—Estoy completamente consternado por estas noticias —susurró el italiano—. Deme un poco de vino. Puesto que se trata de un asunto tan grave, admito queconozco bien a Pozzone. Me explicó que corría peligro por motivos políticos, yme hizo jurar que no divulgaría ninguna información sobre él.

John Bell pasó un brazo por detrás del hombre reclinado en el sofá paraacercarle el vino a los labios. El extranjero dejó caer el cigarrillo a medioconsumir de los dedos, bebió un poco de vino y dijo en voz baja:

—Aparte el vino. No puedo beber más. Ya me encuentro mejor… estoymejor, gracias. Enseguida me habré repuesto. —Retiró la mano derecha delpecho y la posó en el suelo—. Continúe —susurró—. Estoy impaciente por saberqué quiere de mí.

—Dígame dónde está Pozzone.—Puedo decírselo, y se lo diré. Es justo que lo sepa cuanto antes. Lo tendrá

en sus manos en menos de una hora. ¡Ah! ¡Ah, otra vez mi respiración… meahogo! Sujéteme y ayúdeme a levantarme.

John Bell obedeció.—Espere un momento —dijo el italiano, apoy ando los brazos en los hombros

del otro—. Todavía puedo hablar —susurró—. Le hablaré al oído. Así. Ahora lediré dónde está Pozzone: ¡en sus brazos! Y ahora le diré dónde está su cuchillo:¡en su corazón!

Bell se incorporó con gran esfuerzo, se zafó del agresor y deslizó una manopor debajo del chaleco, como si fuera a aflojar la hebilla, sacó la mano y…

—¡Bum!Pero Pozzone había visto su movimiento y, sospechando lo que se proponía, le

desvió la mano de un golpe. La bala impactó en la caja de música y destrozó elfreno del mecanismo. El organillo empezó a girar, los dientes vibraron y de lacaja salió la melodía de ¡Robin Adair!

Un temor supersticioso pareció apoderarse de Pozzone, que susurró con labios

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pálidos:—Interpreté esta aria al piano y después la seleccioné en la caja de música y

salí…—¡Bum!Esta vez Pozzone se tambaleó, aunque recuperó el equilibrio por un instante.

Se llevó una mano a la frente y la mano se tiñó de rojo.—¡Caliente y salada! —exclamó—. Seleccioné Robin Adair en la caja de

música y salí. ¡Maldita sea! ¿Qué es esto? ¡Ah, no volverás a disparar con eserevólver, John Bell! ¡Bell! ¡Bell! Robin Adair. Seleccioné… ¡Ya suena otra vezRobin Adair! Y nunca volveré a oír nada más aquí o en… Seleccioné Robin Adairen la caja de música y salí… ¡Y ahora vuelvo a marcharme! ¿Tendré que partirsiempre cuando suene la melodía de Robin Adair, aquí y… en el infierno?

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Gilbert Campbell

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Gilbert Campbell (1838 —1899) nació en Romsey, Hampshire, en el seno deuna familia aristocrática de origen irlandés. Tras pasar unos años en el ejército susituación financiera lo llevó a trabajar como traductor en ediciones baratas de lasobras de Émile Gaboriau y de otros autores franceses. Escribió también novelasde terror, como Stung by a Saint (1890), fue editor del Lambert’s Monthly entre1890 y 1891 y publicó una serie de sensation novels, entre ellas The VanishingDiamond (1890) o A Ruby Beyond Price (1891). En 1889 publicó una colecciónde relatos titulada Wild and Weird: Tales of Imagination and Mystery. Ese mismoaño montó una agencia literaria falsa, que vendía diplomas, publicaciones yasistencia editorial a escritores aficionados. En 1892 se descubrió el fraude yCampbell y sus colaboradores fueron condenados a trabajos forzados. A su salidade prisión, en 1894, publicó Through an Indian Mirror: Sensational Stories ofAnglo-Indian Society. En 1899 desapareció y se certificó oficialmente su muerte.

« El misterio de las escaleras de Essex» (« The Mystery of Essex Stairs» ) serecogió en New Detective Stories (1891) y no tenemos datos sobre su apariciónprevia en alguna revista. En este breve relato, el detective abogado, actuandodesde la instancia judicial, cuestiona una investigación rutinaria que ha decididode antemano que la pobreza es culpable y presenta, aunque de forma tímida, alcuerpo policial como vago, moroso, burocrático…

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El misterio de las escaleras de Essex

(1891)

Era una clara noche de luna. Las escaleras brillaban y apenas se movía el vientomientras el agente de policía X924 paseaba despacio por Essex Street, silbandosuavemente para sí. Casi había terminado su turno de guardia y ya estabaalimentando sus pensamientos con la perspectiva de una cena caliente y unaagradable pipa de tabaco a continuación cuando oyó un profundo gemido y ungolpe sordo, seguidos de inmediato por el rumor de unas pisadas ligeras, como sialguien se alejara a toda velocidad. Le pareció que el ruido venía del pie de lasescaleras de piedra, al final de Essex Street. « Algo está pasando» , murmuró elagente, interrumpiendo bruscamente la melodía que silbaba y apretando el pasopara bajar las escaleras erosionadas por el tiempo con la mayor celeridadposible, sin olvidar por ello la prudencia.

Sin embargo, cuando llegó al último peldaño, no vio nada que explicara sualarma hasta que, al dirigir la vista a un callejón oscuro a mano derecha,vislumbró un bulto informe sobre el pavimento y cerca del bulto un objeto máspequeño que forcejeaba con movimientos rápidos e inseguros. Justo cuando lamirada del agente captaba la figura tendida en el suelo y descubría que quienforcejeaba era un perro de aguas negro, el animal consiguió liberarse conrepentino esfuerzo y, lanzando un ladrido triunfal, salió corriendo del callejón yse alejó por la orilla del río hacia Temple Station.

« Es inútil que lo siga —pensó el agente X924—. Es más importante atender alo que ha ocurrido aquí.»

Estaba en lo cierto, ya que el bulto era un hombre caído de bruces, con lacara en un charco de sangre que manaba de una terrible herida en la garganta.

El agente X924 era un hombre cauto, a quien horrorizaba la responsabilidad,de ahí que avisara a un par de compañeros con un silbido estridente.

Entre todos incorporaron al herido, que aún respiraba, si bien era evidente quesu vida pendía de un hilo. Tenía en los ojos una expresión de terror y, aunque seesforzaba por mover los labios, no acertaba a articular el menor sonido. Estabaclaro que el robo era el móvil de la agresión, pues tenía rotos el abrigo y elchaleco y no llevaba encima su reloj de bolsillo.

—Se está yendo —dijo uno de los agentes—. ¿Dónde vive el médico máscercano?

—En Norfolk Street —respondió el agente X924—. Quedaos con él mientrasvoy a buscarlo.

—¡Espera! —dijo el tercer agente cuando su compañero ya se marchaba—.

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Mira: el pobre hombre ha intentado escribir algo en el suelo con su propia sangre.La luz de un candil de mano reveló las iniciales « J. A.» , torpemente trazadas

con el fluido rojo, seguidas de un círculo incompleto y un guión, como si elherido se hubiera quedado sin fuerzas.

—¿Esas iniciales son el nombre de quien lo atacó? —preguntó uno de losagentes, inclinándose sobre el herido mientras éste hacía un movimiento con lamano que tanto podía ser de asentimiento como de negación, y acto seguidoperdió el conocimiento.

El agente X924 se apresuró a ir en busca del médico, a quienlamentablemente no encontró en casa, y estaba junto al pretil del río,desconsolado, preguntándose qué hacer a continuación, cuando de repente vio alperro de aguas negro que había escapado de las manos del herido, brincando ygimiendo alrededor de un hombre sentado en uno de los bancos del paseo.

El agente se acercó sin perder un instante y vio que la persona con quien elperro parecía tener una relación tan íntima era un joven de bigote rubio y rasgosagradables. Vestía muy pobremente y llevaba un abrigo ligero y muy raído.

—Parece que ese perro le tiene mucho cariño —observó el agente X924.—Eso espero, porque lleva cinco años conmigo y en ese tiempo ha

compartido mi buena y mi mala suerte, sobre todo esta última.—Entonces, ¿es suyo? —preguntó el agente con cierto recelo.—Pues claro que es mío. Pero ¡soy tonto! ¿En qué estaré pensando? Soy tonto

de remate. Me separé de él, y ahora maldigo a ese demonio desalmado que metentó. Scrub, ¿dónde está tu nuevo amo?

—Tendrá que responder usted a esa pregunta, y también explicarme esasmanchas de sangre que tiene en la manga del abrigo —replicó el agente.

—Lo haré cuando usted guste, pero ahora no puedo. Pasadas las nueve de lamañana iré a donde me indique; a esa hora tengo una cita, y estoy descansandoaquí porque no tengo dinero para pagarme una cama.

—Patrañas —dijo el agente—. ¡Como que voy a encontrarlo después si ahoralo pierdo de vista! Venga conmigo. —Y lo cogió del cuello.

El joven se resistió con todas sus fuerzas, pero estaba débil y no podíaenfrentarse con el corpulento policía. Y aunque Scrub destrozó los pantalones delagente X924, atacándolo de repente por la retaguardia, tanto el perro como suanterior dueño fueron finalmente derrotados y conducidos a comisaría.

Cuando el detenido, que dijo llamarse John Maynard, declaró ante el juez, lacosa pintaba muy mal para él y se decretó su prisión preventiva por espacio deuna semana.

Transcurrido este lapso de tiempo, el juez de instrucción lo declaró culpablede asesinato con premeditación, y se designó a un famoso abogado para llevar laacusación.

El preso, John Maynard, que se encontraba en un terrible estado de

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abatimiento, habría sido condenado sin asistencia legal de no haber sido porqueun joven letrado se interesó por el caso y le prestó sus servicios gratuitamente.Arthur Medlecott ejercía la abogacía desde hacía tres años. Era un jovenestudioso y tranquilo y, pese a su breve tray ectoria profesional, gozaba deexcelentes credenciales como abogado defensor.

Algo le decía que en este caso había un misterio, y cuanto más lo estudiaba,mayor era su interés. El pobre infeliz encontrado al pie de las escaleras de ExeterStreet, que murió mientras lo trasladaban al hospital, resultó ser un tal ReubenBlatchley, corredor de apuestas, un individuo de reputación más que dudosa. Nose encontraron en sus bolsillos más que unas pocas monedas, aunque quedódemostrado que el difunto tenía en su poder una suma de dinero relativamentecuantiosa poco antes de morir.

Antes de recibir la ayuda del joven abogado, el preso había declarado losiguiente: se llamaba John Maynard, tenía veintiocho años y se ganaba la vidaexhibiendo a su perro Scrub, un animal muy bien adiestrado, en teatros devariedades de poca monta. Desde hacía dos años, su madre sufría unaenfermedad incurable y muy dolorosa, y los gastos de dicha enfermedad sellevaban hasta el último céntimo que el hijo ganaba. Conocía al fallecido, ReubenBlatchley, quien llevaba meses queriendo comprarle a su perro Scrub. Acuciadopor tan adversas circunstancias, Maynard aceptó finalmente vender a su fielanimal por un precio de diez libras, que Blatchley le pagó en una taberna lanoche del crimen. Confesó que estaba muy enfadado y que había acusado a lavíctima por haberlo apremiado tanto, si bien aseguró que no tenía nada que veren su muerte. Se había despedido de Blatchley en la puerta de la taberna, despuésde dejar en sus manos al perro con su correa, y lo había visto alejarse endirección a Temple Station, con el perro gimiendo y tratando de escapar. Elagente James Morgan, X924, declaró que había encontrado al hombreagonizando, y también había visto que el perro intentaba huir. Cuando más tardedetuvo al acusado, éste opuso una considerable resistencia.

El señor Medlecott preguntó al agente X924:—¿No dijo que a partir de las nueve se lo explicaría todo?—Sí —sonrió el testigo—, pero no le creí.El inspector Frederick Hailes declaró que, cuando llevaron al detenido a la

comisaría, se fijó en que tenía las mangas del abrigo manchadas de sangre.Llevaba en el bolsillo dos billetes de cinco libras, como perforados por la punta deun alfiler.

La defensa formuló la siguiente pregunta:—¿No dijo el acusado que estaba esperando que se hiciera de día para llevar

a su madre el dinero, que era el precio recibido a cambio de su perro?Respuesta: « Dijo algo parecido» .Gregory Marlton, el dueño de la taberna, contó que el acusado y el difunto

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estuvieron en su establecimiento la noche del asesinato, y que el acusado parecíamuy enfadado con la víctima, pero no les prestó demasiada atención, porqueestaba acostumbrado a oír disputas entre sus clientes. Oy ó que el fallecidollamaba al detenido « Jack» . El fallecido le había pedido ese mismo día que lecambiara un billete de cincuenta libras. Podía jurar que los billetes encontradosen el bolsillo del acusado formaban parte del dinero que él mismo le había dado ala víctima, porque los había prendido con un alfiler, y aún se apreciaban losagujeros. El acusado tenía un perro de aguas negro, y salió de la taberna encompañía del fallecido.

Señor Medlecott: « ¿Les oyó usted hablar de la venta del perro?» .Testigo: « No» .—¿Pagó el fallecido algún dinero al acusado?—No que y o lo viera. Se guardó los billetes en el bolsillo del pecho y se

marchó cotorreando. Me parece que estaba un poco curda.—Y ¿puede usted jurar que la víctima y el acusado se marcharon juntos?—Sí, puedo jurarlo.William Hallock fue el siguiente testigo a quien tomaron juramento. Aseguró

que estaba en la taberna llamada El Racimo de Uvas la noche en cuestión, y queoy ó al acusado llamar a la víctima « demonio maligno» , por aprovecharse de unhombre necesitado, y decirle que se arrepentiría antes de lo que se imaginaba. Elacusado se mostraba amenazante, mientras que el difunto parecía conciliador, lollamaba « querido Jack» y le invitaba a tomar un trago. Vio que el difunto recibíael dinero del dueño de la taberna. Salió del local antes que el acusado y lavíctima. No los conocía a ninguno de los dos.

Señor Medlecott: « ¿Cuál es su profesión?» .Testigo: « No tengo. Hago trabaj illos» .—¿Ha tenido usted problemas con la justicia?—Me metí en un lío hace un año, por el reloj de un caballero, pero fue un

error.—Error o no error, lo condenaron a seis meses de trabajos forzados.—Sí. Todos los testigos estaban en mi contra. Fue una vergüenza y una

crueldad.—Estaba usted bebiendo en El Racimo de Uvas. ¿De dónde había sacado el

dinero?—No creo que esté obligado a responder a eso, señor —dijo el testigo con

insolencia.—Cuando el secretario le tomó juramento, levantó usted la mano contraria.

¿Es zurdo?—Y ¿eso qué tiene de malo?—Se lo vuelvo a preguntar. ¿Es zurdo?—Sí, lo soy, y a que se pone usted así.

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El agente Robert Dicker, Z834, uno de los que acudieron al lugar del crimen,declaró que fue él quien descubrió las iniciales escritas en el suelo, y aseguró quela reproducción mostrada ante el tribunal era exacta.

Señor Medlecott: « ¿Ay udó usted a trasladar a la víctima en la ambulanciahasta el hospital?» .

Testigo: « Así es» .Señor Medlecott: « ¿Se fijó usted en sus manos?» .Testigo: « No comprendo la pregunta» .Señor Medlecott: « ¿Las tenía manchadas de sangre?» .Testigo: « No, estaban limpias» .Señor Medlecott: « En ese caso, ¿cómo explica usted que escribiera las

iniciales “J. A.” con su propia sangre?» .Testigo, con vacilación: « No puedo explicarlo» .Se llamó a continuación al doctor Andrew Macalister, quien declaró que era

cirujano en el hospital de San Gangulfo, y que la víctima ya había fallecidocuando llegó al hospital. El testigo procedió entonces a certificar que la causa dela muerte era una herida incisa en la garganta y que no se trataba de una lesiónautoinfligida.

Señor Medlecott: « ¿Es posible que la víctima escribiera las inicialesmostradas en la sala después de recibir esa herida mortal?» .

Doctor Macalister: « Posible, sí, pero no creo que tras ser objeto de unaagresión tan violenta la víctima tuviera la presencia de ánimo suficiente para daresa pista de su asesino» .

La acusación no presentó más pruebas, y el juez se disponía a fijar la fechadel juicio oral cuando Medlecott se opuso, con el argumento de que la defensadeseaba llamar a un nuevo testigo.

El señor Peter Romney, de Beech Place, en Peckham, declaró que conocíabien a la víctima y que era su « anotador» en todas las carreras.

Juez: « ¿Qué significa “anotador”?» .Testigo: « Su secretario, señoría. Yo anotaba las apuestas y llevaba su

contabilidad. Tenía mucho dinero, pero le gustaba beber» .Juez: « Ciertamente, señor Medlecott, no veo que esta prueba tenga ninguna

relevancia para el caso» .Medlecott: « Concédame un momento, señoría, y verá usted que no estoy

haciendo perder el tiempo al tribunal» .Dirigiéndose al testigo: « ¿Tenía usted alguna razón en particular para hacer

de secretario de la víctima?» .Testigo, riéndose: « Él tenía una razón de peso para contratarme, y es que,

aunque le fuera la vida en ello, era incapaz de escribir una sola letra delabecedario» .

Esta revelación causó hondo asombro en la sala.

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Medlecott: « Gracias. Es suficiente. Por favor, llamo a declarar al señorErasmus Urswick» .

Erasmus Urswick subió al estrado y ofreció el siguiente testimonio:—Soy calígrafo profesional y he examinado la reproducción facsímil de las

letras escritas con sangre en el pavimento que me facilitaron las autoridadespoliciales. Las iniciales « J. A.» , así como el círculo incompleto, se trazaron conla mano izquierda. De eso no cabe la menor duda…

Juez: « No me agradaría, señor Urswick, refutar la opinión de un profesionaltan reputado como usted, pero ¿no cree que está yendo demasiado lejos?» .

Urswick: « ¿En qué sentido, señoría?» .Juez: « En el sentido de afirmar con tanta rotundidad que esas letras se

trazaron con la mano izquierda» .Urswick: « La caligrafía de la mano derecha es asombrosamente distinta y

peculiar, y hay muy pocas personas con una letra parecida. Sin embargo, a lolargo de mi experiencia profesional, he tenido ocasión de comprobar que laescritura ejecutada con la mano izquierda presenta unas características casiinvariables. He traído, para que el tribunal pueda examinarlo, un papel con unadocena de copias de las iniciales “J. A.” En realidad no son copias, puesto que sehicieron sin ver el facsímil que obra en manos de la policía. Se realizaron todasde la misma manera, mojando el dedo en tinta, y su señoría podrá observar lanotable semejanza que presentan las muestras. Ahora ofreceré una declaraciónque tal vez le parezca aún más increíble que la primera, y es que, si las letras seescribieron con la mano izquierda, es imposible que fueran obra de la víctima.

—Ésa es una afirmación muy atrevida, señor Urswick, y me gustaría vercómo lo demuestra» .

—Me educaron para ejercer la medicina, señoría, y me licencié a su debidotiempo, aunque poco después abandoné la profesión (seguro que el doctorMacalister sabrá disculparme) por otra menos precaria. Examiné la manoizquierda de la víctima y observé que le faltaba el dedo corazón, sin duda a causade un accidente, y me fijé también en que el índice y el anular estaban rígidos yno se doblaban, por lo que era imposible emplearlos para escribir las iniciales « J.A.» . Ruego al doctor Macalister que diga si tengo o no tengo razón.

Una vez más cundió el asombro entre los presentes en la sala.Juez: « ¿Cuál es su argumentación, señor Medlecott?» .Medlecott: « Que sería absurdo suponer que mi cliente escribiera sus iniciales

en el caso de ser el asesino, y que fue el verdadero autor del crimen quien lasescribió para culpar a un inocente» .

—Se olvida usted de las manchas de sangre en el abrigo y de los dos billetesde cinco libras que el fallecido tenía la noche del crimen, tal como se hademostrado, y más tarde se encontraron en poder del acusado.

—Los billetes, como ha declarado mi cliente, fueron el pago por el perro de

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aguas al que el agente de policía que encontró a la víctima vio escapar de lasmanos del moribundo. Y la sangre en el abrigo se explica fácilmente porque elasesino hirió al animal en su primer ataque, y éste, al encontrarse de nuevo consu amo, le manchó el abrigo.

—Que traigan al perro a la sala —ordenó el juez—. Me gustaría ver esaherida con mis propios ojos.

Cinco minutos después de darse esta orden se organizó un tumulto en la puertadel tribunal. Los ladridos y gruñidos de un perro se mezclaron con los gritos y lasmaldiciones de un hombre y un murmullo confuso de los policías.

En mitad de la confusión resonaron con claridad estas palabras:—Bestia infernal. ¿No te bastó con atravesarme la pierna de un mordisco

porque te corté sin querer en las escaleras de Essex Street, y ahora vuelves a pormí?

—Ésta es la prueba definitiva de mi defensa, señoría —señaló Medlecott—.Scrub acaba de ofrecerla, y, si quiere usted saber quién es el verdadero asesino,lo tiene delante. Es William Hallock, y él mismo acaba de confesar. Él es elvillano zurdo que se mojó los dedos con la sangre de la víctima para escribir lasiniciales que han estado a punto de llevar a la horca a un inocente.

Pillado por sorpresa y sin posibilidad de retractarse del reconocimiento queacababa de hacer, Hallock confesó su crimen de mala gana. Llevaba el resto delos billetes robados en el forro del abrigo y tenía en una pantorrilla las marcas delmordisco de Scrub. Reconoció haber visto que a Blatchley le entregaban losbilletes, y más tarde oy ó discutir a los dos hombres. Se le ocurrió entonces la ideade matar al corredor de apuestas, lo esperó en la calle y, cuando vio que seseparaba de Maynard, lo siguió hasta un lugar propicio y allí se abalanzó sobre ély le cortó el cuello con una navaja que llevaba en el bolsillo. En la refriega, elperro recibió un navajazo por azar, y se vengó del agresor a la manera de suespecie, clavándole los colmillos. Hallock robó el dinero al hombre agonizante yescribió las iniciales « J. A.» a su lado, como si la víctima hubiera hecho unúltimo esfuerzo por dar la pista de su asesino. Se largó corriendo de allí y lanzó alTámesis el arma manchada de sangre.

A su debido tiempo, William Hallock expió su delito en el patíbulo, mientrasque John Maynard, a quien Scrub había seguido sigilosamente al salir deljuzgado, tuvo la suerte de conseguir un buen contrato para su mascota en uno delos principales teatros de variedades de la ciudad, donde su sensacional historia sedifundió a través de la prensa, y así pudo proporcionar a su madre todas lascomodidades necesarias en el final de sus días.

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Arthur Conan Doyle

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Arthur Conan Doyle (1859-1930) nació en Edimburgo, en una familiacatólica de origen irlandés. Su padre era un funcionario alcohólico y epiléptico,pero pertenecía a una familia rica e influyente de artistas. Arthur fue educado enun internado jesuita inglés y estudió Medicina en Edimburgo, donde se licencióen 1885. Trabajó en un hospital de su ciudad, fue médico a bordo de un balleneroy, a la vuelta, abrió consulta en Southsea, sin mucho éxito. En 1879 habíapublicado su primer relato, « The Mystery of the Sasassa Valley » , pero no seríahasta 1887 cuando crearía al personaje que habría de hacerle célebre, eldetective Sherlock Holmes, en Un estudio en escarlata. Con El signo de los cuatro(1890) y La compañía blanca (1891) pudo abandonar el ejercicio de la medicinay dedicarse a escribir. Las aventuras de Sherlock Holmes (1892) y Las memoriasde Sherlock Holmes (1894) fueron un gran éxito, pero el detective noreaparecería en su obra hasta El perro de los Baskerville (1901) y, por lagenerosa oferta de una revista neoyorquina, en El regreso de Sherlock Holmes(1903). En 1900 había combatido en la guerra de los bóers y en 1902 publicó TheWar in South Africa: Its Causes and Conduct, por el que fue condecorado. Elmundo perdido (1912) y El valle del terror (1915) se cuentan entre sus últimasobras de ficción. La magia y el espiritismo (sobre el que escribió varios libros)fueron sus intereses de esa última época. Murió en 1930 en Crowborough,Hampshire.

« La aventura del carbunclo azul» (« The Adventure of the Blue Carbuncle» )se publicó en The Strand Magazine en enero de 1892 y fue el séptimo cuento deThe Adventures of Sherlock Holmes (1892). Más que tratar de establecer el« mejor» cuento de Sherlock Holmes, hemos buscado reflejar una característicaque le distingue de los demás detectives. Y lo distinto no es (únicamente) lafacultad portentosa de deducción, ni la atención a los detalles, ni que el crimensea muy intrincado. Lo distintivo es la aparición de un « goce» que combate eltedio vital, que borra las fronteras entre detective profesional y amateur, laadicción al enigma. Los demás detectives de esta antología, quizá con laexcepción de Lois Cay ley, se enfrentan a un trabajo, a un misterio, a unatragedia, pero no a una aventura que los llene de placer. Y, cuando este goce serefleja en un caso como éste (un burgués pierde un ganso, una aristócrata pierdeuna joy a…), que es intrascendente, casual y muy divertido, que recorre todos losestratos sociales de Londres, con un Sherlock relajado y dejándose llevar, tanfeliz que incluso perdona al delincuente, la vida parece una fantástica aventura.

« El tren especial desaparecido» (« The Lost Special» ) se publicó en TheStrand Magazine en agosto de 1898. Recogido en Round the Fire Stories(1908),plantea un caso, nuevamente ambientado en el ferrocarril, digno de SherlockHolmes. Pero Holmes por aquellos años estaba « muerto» y, por tanto, elmisterio no se resuelve y requiere de una confesión póstuma, a pesar de ese

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tímido « aficionado» que escribe una carta en la que intenta una deducciónholmesiana, pero que, por supuesto, no es Sherlock Holmes.

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La aventura del carbunclo azul

(1891)

Dos días después de Navidad pasé a visitar a mi amigo Sherlock Holmes con laintención de transmitirle las felicitaciones propias de esa época del año. Loencontré tumbado en el sofá, con un batín rojo púrpura, el portapipas a suderecha y un montón de periódicos arrugados que evidentemente acababa deestudiar. A un lado del sofá había una silla de madera, y de una esquina de surespaldo colgaba un sombrero de fieltro raído, costroso y agrietado por variaspartes. Una lupa y unas pinzas en el asiento indicaban que había colgado elsombrero de esta manera con el fin de examinarlo.

—Parece usted ocupado —dije—. No quisiera interrumpir.—En absoluto. Me alegra tener un amigo con quien comentar mis

indagaciones. El caso es de lo más trivial —explicó, señalando el sombrero con elpulgar—, pero guarda relación con algunos detalles que no carecen por completode interés, incluso son instructivos.

Me acomodé en la butaca y calenté las manos en el fuego que chisporroteabaen la chimenea. Había helado esa mañana y una gruesa capa de escarcha cubríalas ventanas.

—Supongo —señalé— que a pesar de su aspecto corriente ese sombrero estárelacionado con algún suceso terrible… que es la pista que lo conducirá a laresolución de algún misterio y al castigo de algún delito.

—No. Nada de delitos —se rió Sherlock Holmes—. No es más que uno deesos incidentes caprichosos que suceden cuando cuatro millones de sereshumanos viven apiñados en unos pocos kilómetros cuadrados. Entre las accionesy las reacciones de un enjambre humano tan numeroso, cabe esperar cualquiercombinación de acontecimientos y pueden presentarse un sinfín de problemasmenores que, sin ser delictivos, resultan sorprendentes y extraños. Ya hemostenido experiencias similares.

—Tanto es así que tres de los seis últimos casos que he añadido a mis notasestaban enteramente libres de delito.

—En efecto. Se refiere usted al intento de recuperar los documentos de IreneAdler, al extraño caso de la señorita Mary Sutherland y a la aventura del hombredel labio leporino. Es indudable que este pequeño asunto se enmarcará en lamisma categoría de sucesos inocentes. ¿Conoce usted a Peterson, el conserje?

—Sí.—Es a él a quien pertenece este trofeo.—Es su sombrero.

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—No, no es suyo. Lo encontró. No sabemos quién es su dueño. Le ruego quelo observe no como un ajado bombín, sino como un problema intelectual. Loprimero es cómo ha llegado aquí. Llegó la mañana de Navidad, en compañía deun buen ganso que en este momento seguramente se estará asando en el horno dePeterson. Los hechos son los siguientes. Alrededor de las cuatro de la madrugadadel día de Navidad, Peterson, que, como usted sabe, es un hombre muy honrado,volvía a casa de algún jolgorio por Tottenham Court Road. A la luz de una farolavio a un hombre alto que iba delante de él, tambaleándose ligeramente, con unganso blanco cargado al hombro. Cuando el desconocido llegó a la esquina deGoodge Street, tuvo un altercado con un grupo de maleantes. Uno de ellos le quitóel sombrero; el desconocido levantó el bastón para defenderse y, al blandirlo porencima de la cabeza, rompió el escaparate de un comercio. Peterson habíaechado a correr para proteger al hombre de sus agresores, pero el individuo encuestión se asustó al romper el escaparate y, al ver que un hombre de uniformese acercaba corriendo hacia él, soltó el ganso, puso pies en polvorosa ydesapareció por el laberinto de callejuelas que hay detrás de Tottenham CourtRoad. Los maleantes habían huido al ver a Peterson, con lo que éste quedó dueñodel campo y también del botín, que consistía en este maltrecho sombrero y unirreprochable ganso de Navidad.

—Y sin duda quiso devolvérselos a su dueño.—Ahí radica el problema, mi querido amigo. Es cierto que el ave llevaba

atada en la pata izquierda una tarjeta que decía « Para la señora de HenryBaker» y es igualmente cierto que en el forro del sombrero se apreciaban lasiniciales « H. B.» , pero, como se da la circunstancia de que hay cientos de Bakery cientos de señoras de Henry Baker en esta ciudad nuestra, no es fácil restituir aninguno de ellos un objeto perdido.

—Y ¿qué hizo entonces Peterson?—Me trajo el sombrero y el ganso la mañana de Navidad, sabiendo que a mí

me interesan los problemas más insignificantes. El ganso lo hemos tenido hastaesta misma mañana, cuando empezó a presentar síntomas de que, a pesar de lahelada, más valía comérselo sin demoras innecesarias. Peterson se lo ha llevadopara que cumpla su destino final, mientras que yo aún conservo el sombrero delcaballero desconocido que perdió su cena navideña.

—¿No ha puesto ningún anuncio el agredido?—No.—En ese caso, ¿qué pistas tiene de su identidad?—Únicamente las que podamos deducir.—¿A partir de su sombrero?—Exacto.—¿Eso será una broma? ¿Qué podemos averiguar a partir de este sombrero

viejo?

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—Aquí tiene mi lupa. Ya conoce usted mis métodos. ¿Qué puede deducirsobre la personalidad del hombre que llevaba esta prenda tan ajada?

Cogí el maltrecho sombrero y le di un par de vueltas con lástima. Era unbombín negro, de lo más corriente y muy usado. El forro de seda, que en su díadebió de ser rojo, estaba bastante deslucido. No llevaba impresa la marca delfabricante, pero sí las iniciales « H. B.» , tal como señalaba Holmes, escritas a unlado. Tenía un ojal en el ala para pasar una goma elástica, pero la goma faltaba.Por lo demás, estaba agrietado, polvoriento y descolorido en algunas zonas,aunque se notaba que habían intentado disimular las manchas frotándolas continta.

—No veo nada —dije, devolviendo el sombrero a mi amigo.—Todo lo contrario, Watson. Lo ve todo. Lo que ocurre es que no razona a

partir de lo que ve. Es demasiado prudente a la hora de hacer deducciones.—Dígame entonces, por favor, qué deduce a partir de este sombrero.Lo cogió y lo observó con su característico gesto introspectivo.—Quizá no sea tan sugerente como pudiera, pero de todos modos permite

algunas deducciones muy claras y otras que al menos inclinan la balanza del ladode la probabilidad. A la vista del sombrero es obvio que su dueño es un individuode elevada inteligencia y también que hace tres años gozaba de una buenaposición, aunque ahora está pasando una mala racha. Era previsor, pero y a no loes tanto. Esto apunta a una decadencia moral que, sumada a su decliveeconómico, parece indicar que alguna influencia perniciosa, tal vez la bebida, seha apoderado de él. Y también podría explicar el hecho evidente de que su mujerha dejado de amarlo.

—¡Mi querido Holmes!—No obstante, aún conserva cierto grado de dignidad —continuó, haciendo

caso omiso de mi protesta—. Es un hombre que lleva una vida sedentaria: salepoco, está en mala forma física, es de mediana edad, tiene el pelo entrecano, selo ha cortado hace pocos días y se pone fijador. Éstos son los hechos más patentesque pueden deducirse del sombrero. Y también, por cierto, es extremadamenteimprobable que disponga de instalación de gas en su casa.

—Me está usted tomando el pelo, Holmes.—Ni muchísimo menos. ¿Es posible que ahora que le he expuesto mis

conclusiones siga usted sin ver cómo he llegado a ellas?—No cabe duda de que soy estúpido, y por tanto confieso que no soy capaz

de seguir su razonamiento. Por ejemplo, ¿cómo dedujo que era un hombreinteligente?

Para responder a esta pregunta, Holmes se caló el sombrero. Le cubría lafrente y se apoyaba en el puente de la nariz.

—Es cuestión de capacidad cúbica —explicó—. Un hombre con un cerebrotan grande tiene que tener algo dentro.

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—Y ¿su declive económico?—Este sombrero tiene tres años. Fue por aquel entonces cuando empezaron a

llevarse las alas planas y curvadas en el borde. Es un sombrero de la mejorcalidad. Fíjese en la cinta de seda y en la calidad del forro. Si hace tres años pudopermitirse un sombrero tan caro y no ha podido comprarse otro desde entonces,eso significa que su situación ha empeorado.

—Bueno, eso está claro, pero ¿qué me dice de la previsión y de la decadenciamoral?

—Aquí tiene la previsión —dijo Sherlock Holmes, riéndose y tocando con eldedo el ojal para pasar la cinta elástica—. Los sombreros no se venden así. Quenuestro hombre encargara esta presilla denota cierta previsión, pues se tomó lamolestia de adoptar esta precaución contra el viento. Ahora bien, como vemosque la goma se ha roto y no se ha molestado en sustituirla, es evidente que ya noes tan previsor como antes, y eso es una señal clara de que su carácter se estádebilitando. Por otro lado, ha intentado disimular las manchas frotándolas continta, lo que indica que no ha perdido del todo la dignidad.

—Es un razonamiento verosímil.—Los demás detalles, que es de mediana edad, tiene el pelo entrecano, se lo

ha cortado recientemente y se pone fijador, pueden deducirse de una atentaobservación de la parte inferior del forro. La lupa revela abundantes puntas decabello, y el corte limpio hace pensar en las tijeras de un peluquero. Todas ellasestán pegajosas, y huelen sin duda a fijador. El polvo, como puede observar, noes el polvo gris y arenoso de la calle, sino más bien pelusilla doméstica, lo quedemuestra que lleva mucho tiempo colgado de un perchero, mientras que lashuellas de humedad en el forro son una prueba fehaciente de que el dueño delsombrero transpira mucho y difícilmente está en buena forma física.

—¿Y su mujer? Ha dicho usted que había dejado de amarlo.—Este sombrero lleva semanas sin cepillarse. El día en que lo vea a usted, mi

querido Watson, con polvo de una semana en el sombrero, y su mujer le permitasalir de casa en ese estado, temeré que también usted ha sufrido la desgracia deperder su cariño.

—Podría tratarse de un hombre soltero.—No. Iba a casa con el ganso para hacer las paces con su mujer. Recuerde la

tarjeta que el ave llevaba en la pata.—Tiene usted respuesta para todo, pero ¿cómo diablos ha deducido que no

cuenta con instalación de gas en casa?—Una o dos manchas de sebo pueden ser casuales, pero si veo que no hay

menos de cinco, concluy o que no cabe duda de que nuestro hombre está enfrecuente contacto con el sebo de las velas: sube las escaleras, de noche,probablemente con el sombrero en una mano y una vela goteante en la otra. Seacomo fuere, una lámpara de gas no produce manchas de sebo. ¿Satisfecho?

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—Desde luego, es muy ingenioso —contesté, riéndome—, pero si comoacaba usted de decir no se ha cometido ningún delito ni se ha causado más dañoque la pérdida de un ganso, todo esto me parece una pérdida de tiempo.

Sherlock Holmes estaba a punto de responder cuando la puerta se abrió degolpe y Peterson, el conserje, entró en la sala con las mejillas encendidas y laexpresión de un hombre perplejo.

—¡El ganso, señor Holmes! ¡El ganso, señor! —musitó.—¿Cómo? ¿Qué quiere decir? ¿Ha resucitado y ha salido volando por la

ventana de la cocina? —preguntó Holmes, cambiando de postura para ver mejorel rostro del desconcertado Peterson.

—¡Mire, señor! ¡Mire lo que ha encontrado mi mujer en el buche del ganso!—Extendió la palma de la mano para mostrar una refulgente piedra azul, máspequeña que una habichuela, pero de tal pureza y resplandor que parpadeabacomo una luz eléctrica en el hueco oscuro de la mano de Peterson.

Sherlock Holmes se levantó y lanzó un silbido:—¡Por Júpiter, Peterson! Es un tesoro escondido. Supongo que sabe usted lo

que tiene.—¡Un diamante, señor! ¡Una piedra preciosa! Corta el cristal como si fuera

arcilla.—Es más que una piedra preciosa. Es « la» piedra preciosa.—¡No será el carbunclo azul de la condesa de Morcar! —exclamé.—Efectivamente. Debería reconocerla por el tamaño y la forma, porque

últimamente he visto el anuncio en el Times a diario. Es una piedra totalmenteúnica, de un valor incalculable, aunque la recompensa de mil libras que se ofrecepor ella no equivale siquiera a la vigésima parte de su precio de mercado.

—¡Mil libras! ¡Dios Todopoderoso! —El conserje se desplomó en una silla ynos miró boquiabierto.

—Ésa es la recompensa, y tengo motivos para creer que en el fondo de esteasunto hay razones sentimentales que podrían inducir a la condesa adesprenderse de la mitad de su fortuna con tal de recuperar la gema.

—Desapareció, si mal no recuerdo, en el hotel Cosmopolitan —señalé.—Así es, el 22 de diciembre. Hace justo seis días. Se acusó a un fontanero,

John Horner, de haberla sustraído del joy ero de la condesa. Las pruebas en sucontra eran tan contundentes que el caso y a ha pasado a los tribunales. Creo quepor aquí tengo alguna crónica —dijo, revolviendo los periódicos y ojeando lasfechas hasta que encontró uno, lo alisó y lo dobló por la mitad para leer elsiguiente párrafo:

Robo de joy as en el hotel Cosmopolitan. John Horner, de veintiséis años yprofesión fontanero, ha sido acusado, el día 22 del mes corriente, de sustraer deljoy ero de la condesa de Morcar la valiosa gema conocida como el carbunclo

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azul. El jefe de servicio del hotel, James Ry der, ha declarado que el día del roboacompañó a Horner a las habitaciones de la condesa de Morcar para que soldarael segundo barrote de la rej illa de la chimenea, que estaba suelto. Se quedó unrato con Horner, pero recibió un aviso y tuvo que ausentarse. A su regreso vioque Horner había desaparecido, la cerradura del secreter estaba forzada y elpequeño cofre marroquí en el que, según se supo más tarde, la condesaacostumbraba a guardar su joya, estaba vacío sobre el tocador. Ryder dio la vozde alarma al instante y Horner fue detenido esa misma noche, si bien no seencontró la piedra ni en sus bolsillos ni en su domicilio. Catherine Cusack, ladoncella de la condesa, manifestó que, al oír el grito de consternación de Ry dertras descubrir el robo, corrió a la habitación contigua, donde se encontró con lasituación descrita por el testigo anterior. El inspector Bradstreet, de la división B,reveló que Horner se resistió con desesperación en el momento de ser detenido yproclamó su inocencia categóricamente. Al tener constancia de que el acusadoy a había sido condenado por robo con anterioridad, el juez se negó a considerarel caso como una simple falta y dio traslado de la causa al juzgado de lo penal.Horner, que a lo largo del proceso ha dado muestras de una intensa emoción, sedesmay ó en el momento de oír las conclusiones, y tuvieron que sacarlo de lasala.

» ¡Ajá! Hasta aquí el informe policial —dijo Holmes, apartando el periódicocon aire pensativo—. La cuestión que a nosotros nos interesa resolver es lasecuencia de acontecimientos que van desde el robo de la alhaja, en un extremo,hasta el buche de un ganso en Tottenham Road en el otro. Ya ve usted, Watson,que nuestras pequeñas deducciones han cobrado de pronto un cariz mucho másimportante y menos inocente. Aquí está la piedra; la piedra salió del ganso y elganso lo tenía el señor Henry Baker, el caballero del sombrero viejo y las demáscaracterísticas con que ya le he aburrido. Tenemos que localizar a este caballeroa toda costa y averiguar cuál es su papel en este pequeño misterio. Debemosproceder para ello de la manera más sencilla, y eso pasa en primera instanciapor poner un anuncio en todos los periódicos vespertinos. Si no diera resultado,recurriré a otros métodos.

—¿Qué dirá en el anuncio?—Deme un lápiz y ese trozo de papel. Veamos: « Encontrados ganso y

sombrero negro en la esquina de Goodge Street. El señor Henry Baker puederecuperarlos presentándose esta tarde, a las seis y media, en el 221B de BakerStreet» . Así queda claro y conciso.

—Por supuesto, pero ¿lo verá él?—Bueno, seguro que está atento a los periódicos, porque se trata de una

pérdida cuantiosa para un hombre pobre. Es evidente que al romper elescaparate sin querer y ver a Peterson se asustó, y no se le ocurrió nada más que

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huir, aunque seguro que no ha dejado de lamentar el impulso que lo llevó adesprenderse del ave. Además, al incluir su nombre en el anuncio, hay másposibilidades de que lo vea, pues todo el que lo conozca se lo hará notar. Aquí lotiene, Peterson. Vaya enseguida a la agencia de publicidad y pida que publiqueneste anuncio en los periódicos de la tarde.

—¿En cuáles, señor?—Pues en el Globe, el Star, el Pall Mall, el St. Jame’s, el Evening News, el

Standard, el Echo y cualquier otro que se le ocurra.—Muy bien, señor. ¿Y la piedra?—Yo me encargaré de guardarla. Gracias. Y, una cosa, Peterson. Compre un

ganso cuando vuelva y déjelo aquí conmigo, porque necesitamos uno paradárselo a ese caballero en el lugar del que su familia está ahora devorando.

Cuando el conserje se retiró, Holmes cogió la piedra y la observó a contraluz.—Es una maravilla —dijo—. ¡Mire qué brillos y qué destellos! Claro que

también es un imán para el delito. Como todas las piedras preciosas. Son el cebodel diablo. En las más grandes y antiguas, cada faceta equivale a un crimensangriento. Esta piedra aún no ha cumplido los veinte años. Se encontró en lasorillas del río Amoy, en el sur de China, y es tan singular porque presenta todaslas características del carbunclo, con la salvedad de que tiene un tinte azulado enlugar de rojo rubí. A pesar de su juventud, ya cuenta con un historial sangriento.Se han cometido dos homicidios, un ataque con vitriolo, un suicidio y varios robospor culpa de este carbón cristalizado de nueve quilates. ¿Quién se imaginaría queun juguete tan hermoso es un proveedor de carne para el patíbulo y la prisión? Loguardaré ahora mismo en mi caja fuerte y escribiré unas líneas a la condesapara decirle que lo hemos encontrado.

—¿Cree usted que ese tal Horner es inocente?—No lo sé.—¿Sospecha entonces que el otro, Henry Baker, tiene algo que ver en el

asunto?—Me parece mucho más probable que Henry Baker sea del todo inocente,

que no tuviera la menor idea de que el ave que llevaba a casa valía mucho másque su peso en oro. No obstante, eso podré comprobarlo con una prueba muysencilla si recibimos respuesta a nuestro anuncio.

—Y ¿hasta entonces no se puede hacer nada?—Nada.—En ese caso, proseguiré mi ronda profesional y volveré esta tarde a la hora

señalada. Me gustaría presenciar la solución de este caso tan embrollado.—Encantado. Ceno a las siete. Creo que hoy tenemos becada. Por cierto, a la

vista de los últimos acontecimientos, quizá deba pedirle a la señora Hudson que leexamine el buche.

Me entretuve con un paciente, y eran más de las seis y media cuando regresé

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a Baker Street. Al acercarme a la casa vi a un hombre alto, con boina escocesa yel abrigo abotonado hasta la barbilla, esperando junto al brillante semicírculo deluz que proyectaba el tragaluz desde el dintel de la entrada. Justo cuando y ollegaba a la puerta, ésta se abrió, y nos acompañaron a la sala de Holmes.

—El señor Henry Baker, supongo —dijo mi amigo, incorporándose de labutaca y saludando a su visitante con esa espontánea cordialidad que tan fácil leresultaba adoptar—. Por favor, siéntese al lado del fuego, señor Baker. Es unanoche muy fría, y veo que su circulación se adapta mejor al verano que alinvierno. ¡Ah, Watson, llega usted puntual!

—¿Es suyo este sombrero, señor Baker?—Sí, señor. No cabe duda.Era un hombre corpulento y cargado de hombros, con la cabeza voluminosa

y un rostro amplio e inteligente, rematado por una perilla de color castañoentrecano. Un tinte rojo en la nariz y las mejillas y un ligero temblor en la manotendida me hicieron evocar la suposición de Holmes acerca de sus hábitos.Llevaba un abrigo negro y raído, con el cuello levantado, y de las mangasasomaban unas muñecas delgadas, sin rastro de puños o de camisa. Hablabadespacio, con voz entrecortada, escogiendo con cuidado las palabras, y daba engeneral la impresión de ser un hombre culto e instruido, maltratado por lafortuna.

—Hemos guardado estas cosas unos días —explicó Holmes—, porqueesperábamos que pusiera usted un anuncio para dar sus señas. No entiendo queno lo haya hecho.

El caballero se rió con gesto avergonzado.—No dispongo de tantos chelines como en otros tiempos —dijo—. Y estaba

seguro de que la pandilla de maleantes que me atacó se llevó mi sombrero y elganso. No quería gastar más dinero en el vano intento de recuperarlos.

—Es muy comprensible. Por cierto, ya que habla usted del ganso, nos vimosobligados a comérnoslo.

—¡A comérselo! —Nuestro visitante se alteró tanto que casi llegó a levantarsedel asiento.

—Pues sí, nadie habría podido aprovecharlo. Supongo, sin embargo, que eseotro ganso que está sobre el aparador es más o menos del mismo peso y estácompletamente fresco, de manera que le servirá igual de bien para suspropósitos.

—¡Desde luego, desde luego! —contestó el señor Baker, con un suspiro dealivio.

—Por supuesto, aún conservamos las plumas, las patas y el buche de su ave,así que si lo desea…

El caballero se echó a reír de buena gana.—Podrían servirme como reliquias de la aventura —dijo—, pero aparte de

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eso, no veo qué utilidad pueden tener los disjecta membra de mi difunto amigo.No, señor, creo que, con su permiso, limitaré mis atenciones a esa excelente aveque veo en el aparador.

Sherlock Holmes me miró fijamente, con un ligero encogimiento dehombros.

—Pues ahí tiene entonces su sombrero y su ave —dijo—. Por cierto, ¿tendríainconveniente en decirme dónde compró ese ganso? Soy aficionado a las aves decorral y rara vez he visto un ganso mejor cebado.

—Claro que sí, señor —dijo Baker, que se había levantado y ya tenía bajo elbrazo su nueva propiedad—. Somos pocos los que frecuentamos la tabernaAlpha, cerca del museo. Pasamos el día en el museo, ¿sabe usted? Este año,nuestro buen patrón, que se llama Windigate, ha creado un club del ganso, esdecir, que a cambio de unos peniques a la semana todos sus clientes recibiríamosun ganso por Navidad. Yo pagué religiosamente, y lo demás ya lo sabe usted. Leestoy muy agradecido, señor, porque una boina escocesa no es lo mejor ni paramis años ni para mi dignidad. —Y con un ademán pomposo y cómico, nos hizouna solemne reverencia y se marchó por su camino.

—Descartado el señor Henry Baker —dijo Holmes cuando el caballero hubocerrado la puerta—. Está claro que no sabe nada del caso. ¿Tiene hambre,Watson?

—No demasiada.—En ese caso le propongo que aplacemos la cena y sigamos esta pista

mientras aún esté caliente.—Con mucho gusto.Hacía una noche de perros, así que nos pusimos nuestros gabanes y nos

abrigamos con bufandas. Las estrellas brillaban, frías, en el cielo raso, y elaliento de los transeúntes emitía el mismo vaho que un pistoletazo. Nuestros pasosresonaban fuertes y secos mientras cruzábamos el barrio de los médicos:Wimpole Street, Harley Street y Wigmore Street, hasta que llegamos a OxfordStreet. En un cuarto de hora estábamos en Bloomsbury, en la taberna Alpha, unpequeño establecimiento situado en la esquina de una de las calles que van aHolborn. Holmes abrió la puerta del local y pidió dos cervezas al rubicundotabernero que llevaba un mandil blanco.

—Su cerveza tiene que ser excelente si es tan buena como sus gansos —dijo.—¡Mis gansos!El hombre parecía sorprendido.—Sí, hace media hora he estado hablando con el señor Henry Baker, que es

miembro de su club del ganso.—¡Ah, sí! Ya comprendo. Pero los gansos no son nuestros, señor.—¡No me diga! ¿Y de quién son?—Verá, le compré dos docenas a un tendero de Covent Garden.

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—¡Vay a! Conozco a algunos tenderos de por allí. ¿Quién era?—Breckinridge, se llama.—¡Ah! No lo conozco. Bueno, brindo por su salud y su prosperidad, patrón.

¡Buenas noches!» Vamos a visitar al señor Breckinridge —dijo, abrochándose el abrigo

cuando salimos al aire gélido—. Recuerde, Watson, que aunque al final de estacadena tenemos algo tan corriente como un ganso, en el otro extremo tenemos aun hombre que a buen seguro deberá cumplir siete años de trabajos forzados, amenos que seamos capaces de demostrar su inocencia. Es posible que nuestraspesquisas confirmen su culpabilidad, pero, sea como fuere, hemos encontradouna línea de investigación que a la policía se le ha escapado y que ha llegado anuestras manos por una increíble casualidad. Sigámosla hasta el final. ¡Rumbo alsur y a paso ligero!

Cruzamos Holborn, bajamos por Endell Street y continuamos hasta elmercado de Covent Garden por un laberinto de callejones de mala muerte. Unode los puestos más grandes mostraba el rótulo de Breckinridge, y su dueño, unhombre de aspecto caballuno, rostro astuto y patillas recortadas, estaba ay udandoa un muchacho a echar el cierre.

—Buenas noches. Hace mucho frío —dijo Holmes.El tendero asintió y miró a mi compañero con gesto interrogante.—Ha vendido usted todos los gansos, por lo que veo —prosiguió Holmes,

señalando el mostrador de mármol vacío.—Mañana podrá comprar quinientos si quiere.—Eso no me sirve.—Bueno, aún quedan algunos en ese otro puesto de ahí.—Ya, pero a mí me han recomendado que viniera aquí.—¿Quién se lo recomendó?—El patrón del Alpha.—Ah, sí. Le envié un par de docenas.—Y bien buenos que eran. ¿Dónde los consiguió?Para mi sorpresa, esta pregunta suscitó en el vendedor un estallido de ira.—Oiga, señor —dijo, ladeando la cabeza y poniendo los brazos en jarras—.

¿Adónde quiere llegar? Aclaremos las cosas cuanto antes.—Están bastante claras. Me gustaría saber quién le vendió los gansos que

usted suministró al Alpha.—Pues yo no pienso decírselo, mire usted.—Es un asunto sin importancia. No entiendo por qué se acalora usted tanto

por una nimiedad.—¡Que me acaloro! Usted también se acaloraría si le estuvieran fastidiando

tanto como a mí. Cuando pago un buen dinero por un buen producto, no quierosaber nada más del asunto. Pero esto es un no parar: que si dónde están los

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gansos, que si a quién se los ha vendido, que si cuánto quiere usted por los gansos.Cualquiera diría que no hay más gansos en el mundo, a la vista del revuelo que seha armado.

—Bueno, yo no tengo ninguna relación con las personas que han venido ainterrogarlo —dijo Holmes con indiferencia—. Si no quiere decírnoslo, pues nohay apuesta y listo. Pero es que me tengo por un entendido en aves de corral,¿sabe usted?, y he apostado cinco libras a que el ave que me comí ay er se hacriado en el campo.

—Pues entonces ha perdido usted las cinco libras, porque se ha criado en laciudad —replicó el tendero con brusquedad.

—De eso nada.—Yo le digo que sí.—No me lo creo.—¿Se cree usted que entiende más de aves que yo, que las conozco desde que

era un mocoso? Le digo que todas las aves que fueron al Alpha se criaron en laciudad.

—No me convencerá nunca.—¿Qué se apuesta?—Sería como robarle, porque sé que tengo razón. Pero me apuesto con usted

un soberano, para que aprenda a no empecinarse.El vendedor se rió entre dientes y dijo:—Trae los libros, Bill.El chiquillo trajo un cuaderno fino y otro grande y con las tapas sucias y los

dejó debajo de la lámpara.—Y ahora, señor Sabelotodo —dijo el tendero—, creía que me había

quedado sin gansos, pero antes de que termine verá usted que todavía queda unoen la tienda. ¿Ve este librito?

—¿Y?—Es la lista de mis proveedores. ¿Lo ve? Pues bien, aquí, en esta página, está

la gente del campo, y los números que siguen a los nombres indican dónde estánanotados en el libro mayor. Y ahora, ¡mire! ¿Ve esta otra página escrita con tintaroja? Pues ésta es la lista de los proveedores de la ciudad. Lea el tercer nombre.Léalo en voz alta.

—Señora Oakshott, 117 Brixton Road: 249 —leyó Holmes.—Eso es. Ahora, busque esa página en el libro may or.Holmes buscó la página indicada.—Ahí lo tiene: señora Oakshott, 117 Brixton Road. Proveedora de huevos y

aves de corral.—Y ahora dígame, ¿qué pone en la última entrada?—22 de diciembre. Veinticuatro gansos a siete chelines y seis peniques.—Eso es. Ahí lo tiene. ¿Y qué pone debajo?

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—Vendidos al señor Windgate, del Alpha, a 12 chelines.—¿Qué me dice?Sherlock Holmes parecía muy chafado. Se sacó un soberano del bolsillo, lo

lanzó sobre el mármol y dio media vuelta con aire de estar demasiado disgustadopara decir palabra. Dio unos pasos, se detuvo junto a una farola y se rió acarcajadas, pero en silencio, de esa manera tan característica.

—Cuando vea usted a un hombre con esas patillas recortadas y ese periódico,el Pink’un, asomando del bolsillo, no le quepa duda de que siempre podrá tentarloa apostar —explicó—. Me atrevería a decir que si le hubiera puesto cien librasdelante, no me habría dado una información más completa que la que le hesacado con la idea de que iba a ganarme la apuesta. Bien, Watson, creo que nosestamos acercando al final de nuestra búsqueda, y lo único que nos queda pordeterminar es si es conveniente que vayamos esta noche a ver a la señoraOakshott o si deberíamos dejarlo para mañana. A juzgar por lo que ha dicho esehombre tan quisquilloso, está claro que hay más personas interesadas en elasunto, aparte de nosotros, y me parece que…

Un griterío procedente del puesto que acabábamos de abandonar interrumpióde pronto los comentarios de Sherlock Holmes. Dimos media vuelta y vimos a unhombre baj ito, con cara de rata, en el centro del círculo amarillo que proyectabala lámpara colgante, y a Breckinridge, enmarcado por la puerta de su tienda,amenazando fieramente con los puños a la figura encogida del otro.

—Estoy harto de ustedes y de sus gansos. ¡Váyanse todos al diablo! Comosigan fastidiándome con estas tonterías les echaré al perro encima. Venga ustedcon la señora Oakshott y ya le contestaré yo a ella. Pero ¿qué pinta usted en todoesto? ¿Le he comprado a usted los gansos?

—No, pero uno de ellos era mío —gimió el hombrecillo.—Pues entonces pregunte a la señora Oakshott.—Ella me dijo que le preguntara a usted.—Por mí como si quiere preguntarle al rey de Prusia. Ya estoy harto. ¡Fuera

de aquí!Dio un paso al frente con gesto amenazador y el desconocido se esfumó en la

oscuridad.—¡Ja! Esto puede ahorrarnos un viaje a Brixton Road —susurró Holmes—.

Venga conmigo y veamos qué podemos sacarle a ese sujeto. —Echó a andar agrandes zancadas entre los grupos de personas que aún merodeaban alrededor delos puestos iluminados y no tardó en alcanzar al hombrecillo, y le dio un toque enel hombro. El individuo se volvió de un salto y, a luz de la farola, vi que todorastro de color había desaparecido de su rostro.

—¿Quién es usted? ¿Qué quiere? —preguntó con voz temblorosa.—Le ruego que me disculpe —dijo Holmes con amabilidad—, pero no he

podido evitar oír la pregunta que acaba usted de hacerle al tendero, y creo que

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y o podría ayudarlo.—¿Usted? ¿Quién es usted? ¿Cómo puede saber nada de este asunto?—Me llamo Sherlock Holmes, y mi profesión consiste en saber lo que otros

no saben.—Pero usted no puede saber nada de esto.—Disculpe, pero lo sé todo. Anda usted buscando unos gansos que la señora

Oakshott, de Brixton Road, le vendió a un tendero llamado Breckinridge, y éste asu vez al señor Windigate, el dueño del Alpha, y éste a su club, del que esmiembro el señor Henry Baker.

—Ah, señor, es usted justo el hombre que necesito —exclamó el individuo,con las manos extendidas y los dedos temblorosos—. Apenas puedo explicarlecuánto me interesa este asunto.

Sherlock Holmes hizo señas a un coche que pasaba.—En ese caso será mejor que hablemos en una sala acogedora en vez de en

este mercado azotado por el viento —dijo—. Pero antes de continuar, dígame,por favor, ¿a quién tengo el gusto de ayudar?

El hombre dudó un instante.—Mi nombre es John Robinson —respondió, mirando a otro lado.—No, no; el nombre verdadero —dijo Holmes en tono afable—. No es

cómodo tratar de negocios con un alias.El rubor cubrió las blancas mejillas del desconocido.—De acuerdo. Mi verdadero nombre es James Ryder.—Exacto. Jefe de servicio del hotel Cosmopolitan. Suba al coche, por favor, y

podré contarle todo cuanto desea saber.El hombrecillo nos miró alternativamente con ojos mitad asustados, mitad

esperanzados, como quien no está seguro de si lo que le espera es un golpe desuerte o una desgracia. Por fin subió al coche, y en cuestión de media hora nosencontrábamos en la sala de estar de Baker Street. Nada se dijo durante eltrayecto, pero la respiración entrecortada de nuestro acompañante y el modo enque cerraba y abría las manos denotaban su tensión nerviosa.

—¡Ya estamos aquí! —dijo Holmes alegremente cuando entramos en la sala—. Se agradece el fuego con este tiempo. Parece que tiene usted frío, señorRyder. Siéntese en la silla de mimbre, por favor. Voy a ponerme las zapatillasantes de resolver este asuntillo suyo. ¡Listo! ¿Quiere saber qué ha sido de esosgansos?

—Sí, señor.—O, mejor dicho, supongo, de ese ganso. Me figuro que era un ave en

concreto la que a usted le interesaba: blanca, con una ray a negra en la cola.Ryder tembló de emoción.—¡Eso es, señor! ¿Puede usted decirme adónde fue a parar?—Aquí mismo.

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—¿Aquí?—Sí, y resultó ser un ave notabilísima. No me extraña que tenga usted tanto

interés. Puso un huevo cuando ya estaba muerta: el huevo más hermoso, brillantey azul que se haya visto jamás. Lo tengo aquí, en mi museo.

Nuestro visitante se puso en pie y se agarró a la repisa de la chimenea con lamana derecha. Holmes abrió la caja fuerte y mostró el carbunclo azul,centelleante como una estrella, que irradiaba un frío fulgor. Ryder se quedómirando la piedra con aire demacrado, dudando entre reclamarla o noreconocerla como propia.

—El juego ha terminado, Ryder —dijo Holmes con voz tranquila—. Sujétesebien, hombre, que se va a caer al fuego. Ayúdele a sentarse, Watson. No tienesangre fría para delinquir impunemente. Dele un poco de brandy. ¡Eso es! Ahoraya tiene un aspecto un poco más humano. ¡Hay que ver qué mequetrefe!

Ry der se tambaleó un instante y estuvo a punto de caer, pero el brandydevolvió algo de color a sus mejillas, y se quedó sentado mirando a su acusadorcon aire temeroso.

—Tengo en mis manos todos los eslabones y las pruebas que necesito, así quees poco lo que usted puede decirme. Sin embargo, conviene aclarar ese pocopara zanjar el caso. ¿Había oído usted hablar, Ryder, de esta piedra azul de lacondesa de Morcar?

—Fue Catherine Cusack quien me habló de ella —contestó con voz quebrada.—Comprendo. La doncella de la condesa. Y, claro está, no pudo resistir la

tentación de hacerse con una fortuna tan inesperada de una manera tan sencilla,como les ha ocurrido a hombres mejores que usted. Sin embargo, ha sido pocoescrupuloso en sus métodos. Me parece, Ry der, que es usted un bellacoredomado. Usted sabía que Horner, el fontanero, se había visto envuelto en algúnrobo anteriormente, y que las sospechas recaerían sobre él desde el principio.¿Qué hizo entonces? Pretextó una pequeña reparación en la habitación de lacondesa, con ayuda de su cómplice, Cusack, y se las ingenió para enviar aHorner. Cuando el fontanero se marchó, usted desvalijó el joy ero, dio la voz dealarma y consiguió que detuvieran a ese pobre desgraciado. A continuación…

Ry der se arrojó de pronto sobre la alfombra y se aferró a las rodillas deSherlock Holmes.

—¡Por el amor de Dios, tenga piedad! —gritó—. ¡Piense en mi padre! ¡Enmi madre! Esto les rompería el corazón. ¡Nunca he hecho nada malo! Y novolveré a hacerlo. Lo juro. Lo juro sobre la Biblia. ¡No me denuncie! ¡Por elamor de Dios, se lo suplico!

—Vuelva a la silla —dijo Holmes con severidad—. Está muy bien eso dellorar y arrastrarse ahora, pero bien poco pensó usted en el pobre Horner,acusado de un delito del que nada sabía.

—Desapareceré, señor Holmes. Me iré del país. Y así tendrán que retirar los

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cargos contra él.—Ya hablaremos de eso. Ahora, cuéntenos la versión auténtica del segundo

acto. ¿Cómo llegó la piedra al buche del ganso y cómo llegó el ganso almercado? Más vale que nos diga la verdad, pues en ello reside su únicaesperanza.

Ryder se humedeció los labios secos.—Se lo contaré tal como fue, señor —dijo—. Cuando detuvieron a Horner,

pensé que lo mejor sería esconder la piedra cuanto antes, pues no sabía en quémomento podía ocurrírsele a la policía registrar mi habitación. En el hotel nohabía ningún lugar seguro. Salí, como si tuviera que hacer un recado, y fui a casade mi hermana. Está casada con un hombre llamado Oakshott, y vive en BrixtonRoad. Se dedica a la cría de aves de corral. De camino hacia allí, cada hombreque veía me parecía un policía o un detective y, a pesar de que la noche era muyfría, estaba chorreando sudor cuando llegué a mi destino. Mi hermana mepreguntó qué me pasaba y por qué estaba tan pálido, y le dije que estaba muydisgustado por el robo en el hotel. Poco después salí al patio y me fumé una pipamientras decidía qué hacer a continuación.

» Tenía un antiguo amigo, Maudsley, que se fue por el mal camino y justoacababa de cumplir su condena en Pentonville. Un día nos encontramos, y mehabló de las mañas de los ladrones y de cómo se deshacían de lo robado. Sabíaque podía fiarme de él, porque conozco algunos asuntos suyos, así que decidí ir aKilburn, que es donde vive, y confiarle mi situación. Él me enseñaría cómoconvertir la piedra en dinero. El problema estaba en llegar a salvo hasta su casa.Recordaba la angustia que había pasado en el camino desde el hotel. Podíancogerme y registrarme en cualquier momento, y llevaba la piedra en el bolsillodel chaleco. Estaba apoyado en la tapia, contemplando a los gansos quemerodeaban alrededor de mis pies, cuando de repente se me ocurrió la idea queme permitiría derrotar al mejor detective que haya existido nunca.

» Mi hermana me había dicho semanas antes que podía escoger uno de susgansos, como regalo de Navidad, y sabía que siempre cumplía su palabra. Decidíelegir un ganso en el acto, y llevar la piedra a Kilburn dentro del ave. Había unpequeño cobertizo en el patio, y me escondí detrás con una de las aves, unejemplar magnífico, grande y con una raya en la cola. Lo sujeté, le abrí el picoy le metí la piedra hasta donde me permitieron los dedos. El ganso tragó, y notéque la piedra pasaba por el gaznate hasta el buche. Pero el bicho se puso a aleteary a forcejear, y mi hermana salió a ver qué pasaba. Cuando di media vueltapara hablar con ella, el ganso escapó volando y se fue con los demás.

» —¿Qué haces con ese pájaro, Jem? —preguntó mi hermana.» —Bueno, como me dij iste que podía elegir un ganso por Navidad, estaba

comprobando cuál es el más gordo.» —Ah. Ya hemos apartado uno para ti. El ganso de Jem, lo llamamos. Es ese

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grande que está ahí. Hay veintiséis en total. Uno para ti, otro para nosotros y dosdocenas para vender.

» —Gracias, Maggie. Aunque si te da lo mismo, me gustaría quedarme con elque acabo de coger.

» —El otro pesa lo menos un kilo y medio más, y lo hemos cebadoespecialmente para ti.

» —Da igual. Me quedaré con ése, y me lo llevaré ahora mismo.» —Como quieras —dijo—, un poco enfurruñada—. ¿Cuál es el que quieres?» —Ese blanco con una raya en la cola, el que está justo en el centro.» —Muy bien. Mátalo y llévatelo.» Eso hice, señor Holmes, y me fui con el ave hasta Kilburn. Le conté a mi

amigo lo que había hecho, porque es un hombre al que se le puede contar unacosa así. Casi se ahoga de tanto reírse. Cogimos un cuchillo y abrimos el ganso encanal. Se me cayó el alma a los pies, porque allí no había ni rastro de la piedra, ycomprendí que había cometido un error fatal. Volví corriendo a casa de mihermana. No quedaba ni un ave en el patio.

» —¿Dónde están los gansos, Maggie? —grité.» —Se los ha llevado el tendero, Jim.» —¿Qué tendero?» —Beckinridge, de Covent Garden.» —Pero ¿es que había otro ganso con una raya en la cola, como el que yo

elegí?» —Sí, Jem. Había dos con una raya en la cola. Nunca fui capaz de

distinguirlos.» Entonces, como es natural, lo entendí todo, y fui corriendo en busca del tal

Beckinridge, pero ya había vendido el lote completo y no quiso decirme ni unapalabra de quién se había llevado los gansos. Ya lo han oído ustedes esta noche.Siempre me ha contestado igual. Mi hermana cree que me estoy volviendo loco.A veces yo también lo creo. Y ahora… ahora soy un ladrón, estoy marcado, sinhaber llegado a tocar la riqueza por la que vendí mi honor. ¡Que Dios me ay ude!¡Que Dios me ayude!

Estalló en convulsos sollozos y hundió el rostro entre las manos.Hubo un largo silencio, únicamente roto por su respiración entrecortada y el

repicar de los dedos de Sherlock Holmes en el borde de la mesa. Entonces, miamigo se levantó y abrió la puerta.

—¡Váyase! —dijo.—¿Cómo dice, señor? ¡Dios lo bendiga!—Ni una palabra más. ¡Váyase!Y no hicieron falta más palabras. Se oyó una carrera, un tableteo en las

escaleras, un portazo y los golpes secos de unos pies corriendo por la calle.—A fin de cuentas, Watson —dijo Holmes, levantando la mano para alcanzar

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su pipa de arcilla—, la policía no me paga para subsanar sus deficiencias. SiHorner estuviera en peligro, la cosa sería distinta, pero este Ryder no testificaráen su contra, y el proceso judicial no seguirá adelante. Supongo que estoycometiendo un delito, pero es posible que esté salvando un alma. Este individuono volverá a hacer nada malo. Está aterrorizado. Si terminara en la cárcel ahora,se convertiría en carne de presidio para el resto de su vida. Además, estamos enuna época de perdón. El azar ha puesto en nuestras manos un problema de lo máscaprichoso y singular, y resolverlo ha sido nuestra recompensa. Si tiene labondad de tocar la campana, doctor, emprenderemos ahora otra investigación enla que también un ave será la protagonista.

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El tren especial desaparecido

(1898)

La confesión de Herbert de Lernac, hoy condenado a pena de muerte enMarsella, ha arrojado luz sobre uno de los asesinatos más inexplicables del siglo,un suceso, creo, sin precedente en los anales del crimen de cualquier país. Pese alas reticencias a hablar del caso en los círculos oficiales y a la escasainformación que la prensa ha difundido, hay sin embargo indicios de que ladeclaración de este criminal consumado se ha visto corroborada por los hechos,y de que al fin hemos dado con la solución a un enigma en verdaddesconcertante. Como el caso ocurrió hace ya ocho años, y una crisis políticaque por aquel entonces tenía absorta a la opinión pública contribuyó a restarleimportancia, no está de más exponer los hechos en la medida en que nos ha sidoposible conocerlos. Se han contrastado con la información aportada por losperiódicos de Liverpool de esa fecha, además de la investigación judicial sobreJohn Slater, el maquinista, y los archivos de la Compañía del Ferrocarril deLondres y la Costa Occidental, que amablemente han puesto a mi disposición. Enresumen, son como siguen.

El 3 de junio de 1890, un caballero que dijo llamarse monsieur Louis Caratalsolicitó una entrevista con el señor James Bland, jefe de la compañía ferroviariaen la estación de Liverpool. Era un hombre menudo, moreno y de mediana edad,encorvado de espaldas de una manera tan llamativa que insinuaba algunadeformidad de la columna vertebral. Iba acompañado de un amigo de imponenteaspecto físico, cuyas maneras respetuosas y continuas atenciones denotaban unaposición de dependencia con respecto al caballero. Este amigo o compañero, delque no ha trascendido su nombre, era sin duda extranjero y, a juzgar por su tezmorena, probablemente español o sudamericano. Se observó en él lapeculiaridad de que llevaba en la mano izquierda una carpeta de cuero negro, yun empleado de las oficinas de la estación central, hombre observador, se fijó enque la carpeta iba atada a la muñeca con una correa. Si bien en su momento nose dio ninguna importancia a este detalle, los sucesos posteriores lo dotaron decierto significado. Monsieur Caratal entró en la oficina de Bland, mientras sucompañero esperaba fuera.

El asunto de monsieur Caratal se despachó en cuestión de minutos. Habíallegado esa misma tarde de América Central. Ciertos asuntos de la máximaimportancia lo requerían sin falta en París. Había perdido el expreso de Londres.Necesitaba que le proporcionasen un tren especial. El dinero era lo de menos. Eltiempo lo era todo. Si la compañía podía facilitarle el viaje, aceptaría todas sus

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condiciones.Bland tocó el timbre, avisó a Potter Hood, el director de tráfico ferroviario, y

en menos de cinco minutos el problema estaba resuelto. El tren partiría en trescuartos de hora. Necesitaban ese tiempo para asegurarse de que la línea estabalibre. Se engancharon dos vagones y un furgón de cola para el jefe de tren a lapotente locomotora Rochdale (número 247 en el registro de la compañía). Elprimer coche tenía como único fin paliar la incomodidad de los vaivenes. Elsegundo estaba dividido, como de costumbre, en cuatro compartimentos: primeray primera para fumadores; segunda y segunda para fumadores. Se asignó a losviajeros el primer compartimento, el que estaba más cerca de la locomotora,mientras que los demás iban vacios. El jefe del tren especial se llamaba JamesMcPherson y llevaba varios años al servicio de la compañía. El fogonero,William Smith, era un empleado reciente.

Al salir de la oficina del jefe de estación, Caratal se reunió con su compañeroy ambos manifestaron una extrema impaciencia por salir cuanto antes.Abonaron la cantidad solicitada, que ascendió a cincuenta libras con cincochelines de acuerdo con la tarifa especial, a razón de cinco chelines por kilómetroy medio, y pidieron que los acompañaran a su compartimento para instalarse deinmediato, aunque les explicaron que tendrían que esperar casi una hora hastaque se despejara la vía. Entretanto, una extraña coincidencia ocurría en la oficinaque monsieur Caratal acaba de abandonar.

Solicitar un tren especial no es del todo infrecuente en un próspero centrocomercial, pero que se solicitaran dos en la misma tarde era un hecho de lo másinsólito. Sucedió, sin embargo, que apenas Bland se había despedido del primerviajero cuando otro se presentó en su despacho con una petición similar. Setrataba de Horace Moore, un individuo de aspecto caballeroso y porte marcial,que alegó que una súbita y grave enfermedad de su mujer, en Londres, leobligaba imperiosamente a emprender el viaje sin perder un solo instante. Tanpatentes eran su angustia y su preocupación que Bland hizo cuanto pudo porcomplacerlo. Habilitar un segundo tren especial era de todo punto imposible, puesel primero ya causaba algunos desajustes en el funcionamiento del servicio decercanías. Cabía no obstante la posibilidad de que el señor Moore corriera conuna parte de los gastos del tren demonsieur Caratal e hiciera el viaje en el otrocompartimento de primera clase vacío si este caballero se oponía a compartir elreservado para él. Era difícil suponer que alguien pudiese poner alguna objecióna un acuerdo de tal naturaleza; sin embargo, cuando Potter Hood le hizo estasugerencia amonsieur Caratal, éste se negó rotundamente siquiera a considerarla.El tren era suy o, contestó, e insistía en contar con su uso y disfrute exclusivo.Ningún argumento logró vencer su descortés negativa y finalmente hubo querenunciar al plan. Horace Moore abandonó la estación muy angustiado al saberque no le quedaba más remedio que coger el tren ordinario que sale de Liverpool

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a las seis. Eran exactamente las cuatro y treinta y un minutos, por el reloj de laestación, cuando el tren especial en el que viajaban el contrahecho monsieurCaratal y su gigantesco acompañante partió de la estación de Liverpool. La víaestaba libre en ese momento, y el tren no haría ninguna parada hasta Manchester.

Los trenes de la Compañía de Londres y la Costa Occidental circulan por lasvías de otra compañía hasta la ciudad de Manchester, adonde el tren especialdebería haber llegado antes de las seis. Con notable sorpresa y ciertaconsternación, a las seis y cuarto se recibió en la estación de Liverpool untelegrama de Manchester, en el que se informaba de que el tren no había llegadoa su destino. La pregunta dirigida a St. Helens, la estación que se encuentra a untercio de distancia entre las citadas ciudades, recibió esta respuesta:

A James Bland, jefe de estación de Liverpool. El tren especial pasó por aquí ala hora prevista: las 4:52 h. Dowser, St. Helens.

Este cable se recibió a las 6:40 h. A las 6:50 h llegó un segundo telegrama deManchester:

Sin noticias del tren especial anunciado.

Y diez minutos más tarde, un tercer mensaje aún más desconcertante:

Suponemos algún error en horario indicado del tren especial. Siguiente tren decercanías procedente de St. Helens recién llegado, sin noticas del anterior. Seruega notificación por cable. Manchester.

El asunto empezaba a cobrar un cariz inquietante, aun cuando en ciertamedida este último telegrama tranquilizó a las autoridades en Liverpool. Si el trenespecial había sufrido un accidente, era difícilmente concebible que el cercaníashubiese podido pasar por la misma vía sin encontrarse con él. Ahora bien, ¿quéalternativa quedaba? ¿Dónde podía estar el tren? ¿Era posible que se hubieraapartado de la vía por alguna razón para dar paso al otro tren? La explicacióntenía sentido, en el caso de que se hubiera presentado una pequeña avería. Seenvió un telegrama a todas las estaciones comprendidas entre St. Helens yManchester, y tanto el jefe de estación como el jefe de tráfico aguardaron juntoal transmisor, sumamente intrigados, la serie de respuestas que les informaríancon exactitud del paradero del tren desaparecido. Las respuestas fueron llegandoen el orden correspondiente a las preguntas, esto es, en el orden de las estacionesque venían a continuación de St. Helens:

El especial pasó por aquí a las 5 h. Collins Green.El especial pasó por aquí a las 5:06 h. Earlestown.

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El especial pasó por aquí a las 5:10 h. Neston.El especial pasó por aquí a las 5:20 h. Keny on-Empalme.Ningún especial ha pasado por aquí. Barton Moss.

Los dos hombres se miraron con perplej idad.—Es la primera vez que veo una cosa así en mis treinta años de servicio —

dijo Bland.—Es completamente inaudito e inexplicable, señor. Algo le ha ocurrido al tren

especial entre el empalme de Kenyon y Barton Moss.—Sin embargo, no hay ningún apartadero entre esas dos estaciones, si la

memoria no me falla. El tren ha tenido que descarrilar.—Pero ¿cómo es posible que el ordinario de las 4:50 h hay a pasado por la

misma vía sin verlo?—No hay otra alternativa, señor Hood. Por fuerza ha tenido que ser así. Es

posible que el tren de cercanías observara algo que aclare el misterio.Enviaremos un telegrama a Manchester para solicitar más información ydaremos instrucciones a Keny on para que inspeccionen la vía al instante hastaBarton Moss.

La respuesta de Manchester llegó a los pocos minutos:

Sin noticas del especial desaparecido. Maquinista y jefe de tren corto nieganaccidente entre Keny on-Empalme y Barton Moss. Vía completamentedespejada y sin indicios de nada fuera de lo corriente. Manchester.

—Habrá que despedir a ese maquinista y a ese jefe de tren —dijo Bland entono grave—. Ha habido un accidente y no se han enterado. Es evidente que elespecial ha descarrilado sin bloquear las vías… Cómo ha podido ocurrir escapa ami comprensión, pero por fuerza así ha sido, y pronto recibiremos un telegramade Keny on o de Barton Moss para confirmar que lo han encontrado en el fondode un barranco.

Sin embargo, la profecía de Bland no iba a cumplirse. Transcurrida mediahora, llegaron los siguientes avisos del jefe de estación de Kenyon-Empalme:

Sin rastro del especial desaparecido. Con toda seguridad pasó por aquí y nollegó a Barton Moss. Desenganchamos máquina de tren de mercancías y yomismo he recorrido la línea. Todo libre y sin señales de ningún accidente.

Bland se tiró del pelo, en su perplej idad.—¡Esto es una absoluta locura, Hood! ¿Cómo puede esfumarse un tren en

Inglaterra a plena luz del día? Es absurdo. ¡Locomotora, ténder, dos vagones, unfurgón de cola y cinco personas desaparecidas en una vía recta! Si en el plazo deuna hora seguimos sin noticias concluy entes, avisaré al inspector Collins y y o

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mismo iré a inspeccionar la línea.Al fin tuvieron noticias definitivas, a través de otro telegrama enviado desde

Keny on-Empalme.

Lamentamos comunicar cadáver de John Slater, maquinista del especial,aparecido entre aulagas a tres kilómetros y medio de Empalme. Cay ó delocomotora, rodó barranco abajo y acabó entre arbustos. Heridas en la cabezacausa aparente de la muerte. Examinado terreno minuciosamente sin rastro detren desaparecido.

El país, como ya se ha dicho, se encontraba sumido en una grave crisispolítica, y las noticias de los sensacionales e importantes sucesos que ocurrían enParís, donde un escándalo colosal amenazaba con derribar al gobierno y arruinarel buen nombre de muchos de los principales dirigentes franceses, contribuyó adesviar aún más la atención del público. Estos acontecimientos llenaban laspáginas de los periódicos, y la extraña desaparición del tren especial despertó unaatención mucho menor de la que habría suscitado en tiempos más pacíficos. Lagrotesca naturaleza del suceso contribuy ó igualmente a restarle importancia, yaque los periódicos desconfiaban de la veracidad de los hechos tal como se habíanrelatado. Más de un diario londinense trató el incidente como una simple bromaingeniosa hasta que la investigación abierta por el juez de instrucción sobre lamuerte del pobre maquinista (investigación que no reveló ningún detalle derelevancia) les convenció de la veracidad de la tragedia.

En compañía del inspector Collins, el decano de los detectives al servicio de lacompañía ferroviaria, Bland se fue a Keny on esa misma tarde, si bien su registrose prolongó por espacio de todo el día siguiente sin arrojar ningún resultado. Nosolo no se encontró ni rastro del tren desaparecido, sino que tampoco fue posibleformular ninguna hipótesis que explicara el misterio. Al mismo tiempo, elinforme oficial del inspector Collins (que tengo delante mientras redacto estaslíneas) vino a demostrar que las posibilidades eran mucho más numerosas de loque en un principio cabía esperar.

—En el tramo de vía comprendido entre estas dos estaciones —explicó—, laregión está salpicada de fundiciones de hierro y minas de carbón. Algunas deestas explotaciones siguen en funcionamiento, pero otras están abandonadas. Porlo menos una docena de ellas cuentan con vías estrechas por las que circulan lasvagonetas hasta la línea principal. Todas ellas podemos descartarlas, como eslógico. Hay además otras siete explotaciones que cuentan o han contado conlíneas de ancho ordinario para el transporte de las mercancías desde la boca de lamina a los grandes centros de distribución situados en distintos puntos de la líneaprincipal. Ninguna tiene más de unos cuantos kilómetros de longitud. Cuatro de lassiete corresponden a minas abandonadas, o al menos a ramales que ya no seutilizan. Son las que vienen de las minas de Redgauntlet, Hero, Slough of Despond

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y Heartsease. Esta última era hace diez años una de las principales explotacionescarboníferas de Lancashire. Estos cuatro ramales también podemos eliminarlosde la investigación, porque para evitar accidentes han levantado las vías máspróximas a la línea principal, y ya no tienen conexión con ella. Quedan otros tresramales que llevan a:

» a) la fundición de Carnstock;» b) la mina de Big Ben;» c) la mina de Perseverance.» La línea de Big Ben mide apenas medio kilómetro y muere en una montaña

de carbón a la espera de ser retirada de la bocamina. Allí no se ha visto ni oídonada de ningún tren especial. La línea de la fundición de Carnstock estuvobloqueada todo el día el 3 de junio por seis vagonetas cargadas de hematita. Esuna vía de sentido único, y ningún tren pudo pasar por allí. La línea dePerseverance es una vía doble y tiene un tráfico considerable, porque laproducción de la mina es muy elevada. El día 3 de junio la línea funcionó connormalidad; centenares de hombres, entre los que había una cuadrilla de peonesdel ferrocarril, estuvieron trabajando a lo largo de sus tres kilómetros y medio,por lo que es imposible que un tren inesperado pudiera pasar por allí sin llamar laatención de todo el mundo. Para concluir, conviene señalar que este ramal seencuentra más cerca de St. Helens que el lugar donde apareció el cadáver delmaquinista, de manera que tenemos fundadas razones para pensar que el tren y ahabía pasado por ese punto cuando ocurrió el accidente.

» Por lo que se refiere a John Slater, no ha sido posible llegar a ningunaconclusión a la vista de las heridas o el aspecto del cadáver. Lo único quepodemos afirmar, por lo que sabemos, es que halló la muerte al caer de lalocomotora; ahora bien, por qué cay ó o qué fue de la máquina tras su caída esuna cuestión sobre la que no me siento capacitado para emitir una opinión.

En resumidas cuentas, el inspector presentó su dimisión, muy ofendido por lasacusaciones de incompetencia que los periódicos de Londres vertieron sobre él.

Transcurrió un mes, a lo largo del cual tanto la policía como la compañíaferroviaria prosiguieron sus investigaciones sin el más mínimo éxito. Se ofrecióuna recompensa y se prometió el perdón en caso de que se hubiera cometido undelito, pero nadie respondió ni a lo uno ni a lo otro. A diario, el público abría losperiódicos con el convencimiento de que un misterio tan grotesco se habríaresuelto por fin, pero seguían pasando las semanas y la solución parecía tan lejoscomo al principio. A plena luz del día, una tarde de junio, en la región máspoblada de Inglaterra, un tren había desaparecido con sus ocupantes como si unexperto en la materia de alguna química sutil lo hubiese volatilizado ytransformado en gas. Lo cierto es que entre las diversas conjeturas que aventuróla prensa hubo algunas que afirmaban seriamente la intervención de potenciassobrenaturales o al menos preternaturales e insinuaban que el contrahecho

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monsieur Caratal era probablemente un individuo más conocido por un nombremenos distinguido. Otros apuntaban a su compañero de tez morena como el autorde los hechos, aunque nadie fue capaz de formular con claridad qué había hechoexactamente.

Entre las diversas conjeturas publicadas por los periódicos u ofrecidas enprivado, hubo un par con trazas de verosimilitud suficientes para llamar laatención del público. Una apareció en el Times, firmada por un aficionado a lalógica que gozaba de cierta fama por aquel entonces y trataba de exponer el casode una manera crítica y semicientífica. Baste aquí con un resumen de surazonamiento, si bien quienes tengan curiosidad pueden leer la carta completa enla edición del 3 de junio.

Uno de los principios fundamentales del razonamiento práctico [señalaba] esque, una vez eliminado lo imposible, en sus residuos, por improbable que parezca,debe hallarse la verdad. Se sabe que el tren pasó por Kenyon-Empalme. Se sabeque no llegó a Barton Moss. Es sumamente improbable, aunque posible, quetomara alguno de los siete ramales comprendidos entre ambos puntos. Esevidentemente imposible para un tren circular sin raíles, y por tanto podemosreducir la improbabilidad a las tres líneas que hoy continúan en funcionamiento,es decir, la de la fundición de Carnstock, la de Big Ben y la de Perseverance.¿Existe alguna sociedad secreta de extractores de carbón, alguna camorra inglesacapaz de destruir un tren y a sus pasajeros? Es improbable, pero no imposible.Me confieso incapaz de ofrecer ninguna otra explicación. Aconsejo sin dudarlo ala compañía del ferrocarril que concentre todas sus energías en la observación deestas tres líneas y de los hombres que trabajan allí donde éstas terminan. Unainvestigación exhaustiva de los prestamistas de la región quizá pudiera sacar a laluz algunos datos significativos.

La sugerencia suscitó un interés notable, por venir de una reconocidaautoridad en esta clase de asuntos, así como la firme oposición de quienesconsideraban que semejante afirmación era un absurdo infundio contra un grupode hombres honrados y respetables. La única contestación a estas críticasconsistió en desafiar a los detractores a que expusieran ante la opinión públicauna explicación más verosímil. Esto dio pie a otras dos réplicas (publicadas en elTimes los días 7 y 9 de junio). La primera proponía que el tren podía haberdescarrilado y encontrarse sumergido en el canal de Lancashire y Staffordshire,que discurre en paralelo a la vía férrea a lo largo de varios cientos de metros. Laidea se descartó al publicarse la profundidad del canal, de todo punto insuficientepara ocultar un artefacto tan grande. El segundo corresponsal llamaba la atenciónsobre la bolsa que, por lo visto, llevaban los viajeros por todo equipaje, y sugeríaque ésta quizá contuviera algún novedoso explosivo de una fuerza colosal, capaz

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de pulverizar el tren, pero el palmario absurdo de suponer que el tren enterohubiera podido explotar y quedar pulverizado sin que los raíles sufrieran dañoalguno hizo añicos esta tesis. En semejante atolladero se encontraba lainvestigación cuando un incidente completamente imprevisto vino a infundiresperanzas que jamás llegarían a verse realizadas.

Sucedió ni más ni menos que la señora McPherson recibió una carta de sumarido, James McPherson, el jefe del tren desaparecido. La misiva, fechada el 5de julio de 1890, se envió desde Nueva York, y llegó a su destino el 14 de julio. Seexpresaron algunas dudas acerca de la autenticidad de la carta, si bien la señoraMcPherson aseguró tajantemente que tanto la letra como el hecho de que elenvío fuera acompañado de cien dólares en billetes de cinco eran motivossuficientes para descartar que pudiera tratarse de una broma. La carta no llevabaremite, y decía lo siguiente:

Mi querida esposa:Lo he pensado mucho, y se me hace muy duro estar sin ti. Lo mismo me

pasa con Lizzie. Por más que trato de evitarlo, no puedo quitarme esa idea de lacabeza. Te envío algún dinero que al cambio equivale a veinte libras inglesas.Esta cantidad será suficiente para que Lizzie y tú podáis cruzar el Atlántico. Verásque los barcos de Hamburgo que hacen escala en Southampton son muy buenos,y más baratos que los de Liverpool. Si lográis llegar aquí y alojaros en la CasaJohnston, trataría de enviaros recado de cómo localizarme, pero me encuentro enuna situación muy complicada, y no soy feliz lejos de vosotras. Nada más por elmomento de tu amante esposo,

JAMES MCPHERSON

Por algún tiempo se albergó la esperanza de que esta carta conduciría alesclarecimiento total del caso, más aún cuando se averiguó que un pasajero queguardaba un estrecho parecido físico con el jefe de tren desaparecido y figurabaen el registro de a bordo con el nombre de Summers había embarcado enSouthampton a bordo del Vistula, que zarpó de Hamburgo con rumbo a NuevaYork el día 7 de junio. La señora McPherson y su hermana, Lizzie Dolton,hicieron el viaje a Nueva York, tal como se les pedía, y pasaron tres semanas enla Casa Johnston sin tener noticia alguna del desaparecido. Es probable queciertos comentarios indiscretos aparecidos en la prensa alertasen a McPherson deque la policía estaba empleando a las mujeres como cebo para encontrarlo.Fuera como fuere, lo cierto es que McPherson ni apareció ni dio señales de vida,y las mujeres se vieron finalmente obligadas a regresar a Liverpool.

Así estaban las cosas, y así continuaron hasta el presente año de 1898. Porincreíble que parezca, nada ha trascendido en los últimos ocho años que arrojaseninguna luz sobre la extraordinaria desaparición del tren especial en el que

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viajaban monsieur Caratal y su compañero. Las minuciosas indagacionesrealizadas sobre los antecedentes de ambos viajeros únicamente han reveladoque monsieur Caratal era un financiero y agente político muy conocido enAmérica Central, y que en el curso de su viaje a Europa había delatado unahonda impaciencia por llegar a París. Su compañero, que en el registro depasajeros figuraba con el nombre de Eduardo Gómez, era un hombre deantecedentes violentos y fama de bravucón y pendenciero. Sin embargo, habíapruebas fehacientes de que servía con honradez y abnegación los intereses demonsieur Caratal, y de que éste, por ser un hombre enclenque, lo habíacontratado como guardián y protector. Cabe añadir que no fue posible recabarninguna información de París acerca de cuáles podían ser los asuntos querequerían con tanta urgencia a monsieur Caratal en la capital francesa. Esto eratodo cuanto se conocía del caso hasta que los periódicos de Marsella publicaron lareciente confesión de Herbert de Lernac, condenado a muerte por el asesinato deun hombre de negocios llamado Bonvalot. He aquí una traducción literal de sudeclaración:

No es el orgullo ni la jactancia lo que me mueve a divulgar esta información,pues si ése fuera mi propósito, podría referir una docena de hazañas personalesigualmente espléndidas. Si lo hago es con el fin de que ciertos caballeros de Parísse den por enterados de que yo, que puedo dar noticias del destino de monsieurCaratal, también puedo revelar en interés y a petición de quiénes se cometió suasesinato, a menos que el indulto que espero llegue inmediatamente. ¡Tomennota, señores, antes de que sea demasiado tarde! Conocen ustedes a Herbert deLernac, y les consta que sus actos son tan expeditivos como sus palabras.¡Apresúrense, pues de lo contrario están perdidos!

No citaré nombres por el momento. ¡Qué no pensarían ustedes si oy eran esosnombres! Me limitaré a exponer la habilidad con que ejecuté mi misión. Fuientonces leal con quienes me contrataron, y no me cabe duda de que ahora elloslo serán conmigo. Así lo espero, y en tanto no tenga el convencimiento de queme han traicionado, no divulgaré esos nombres que causarían conmoción enEuropa. Pero ese día… ¡no digo más!

Brevemente, pues, en 1890 hubo en París un famoso juicio relacionado conun monstruoso escándalo político y financiero. Hasta qué punto llegaba lamonstruosidad del escándalo únicamente lo saben agentes confidenciales.Estaban en juego el honor y la carrera de muchos de los hombres más relevantesde Francia. Seguro que habrán visto ustedes alguna vez un grupo de nueve bolosen pie, tiesos, remilgados y rectos, hasta que la bola se acerca a lo lejos y, zas,zas, zas… los nueve bolos ruedan por el suelo. Pues bien, imaginen que loshombres más destacados de Francia son esos nueve bolos, y que monsieurCaratal era la bola que se acercaba a lo lejos. Si llegaba a su destino, todos ellos

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caerían: zas, zas, zas. Se decidió que no llegase.No los acuso a todos de ser conscientes de lo que iba a ocurrir. Como y a he

señalado, había importantes intereses en juego, tanto financieros como políticos,y se constituyó un sindicato para dirigir la operación. Entre quienes se adhirieronal sindicato hubo algunos que no llegaron a comprender cuál era su finalidad.Otros la comprendían perfectamente, y pueden estar seguros de que no heolvidado sus nombres. Estaban advertidos de la llegada de monsieur Caratalmucho antes de que éste partiera de América Central, y sabían que las pruebasque obraban en su poder significaban la ruina para todos ellos. El sindicatodisponía de una suma de dinero ilimitada, y cuando digo ilimitada quiero decirliteralmente ilimitada. Buscaron a un hombre capaz de doblegar esa fuerzagigantesca. El elegido debía tener inventiva, resolución y capacidad deadaptación, lo que se dice un hombre entre un millón. Eligieron a Herbert deLernac, y reconozco que no se equivocaron.

Mi misión consistía en seleccionar a mis subordinados, emplear con plenalibertad el poder que confiere el dinero y asegurarme de quemonsieur Carataljamás llegase a París. Una hora después de recibir las instrucciones pertinentes,me apresté a cumplir mi cometido con la energía que me es característica, yconcebí el mejor plan posible para alcanzar el objetivo.

Sin pérdida de tiempo, envié a América Central a un hombre de mi completaconfianza para que acompañase a monsieur Caratal en su regreso a casa. Si estehombre hubiera llegado a tiempo, el barco en el que navegaba monsieur Carataljamás habría alcanzado el puerto de Liverpool, pero, por desgracia, éste y a habíazarpado cuando mi agente llegó a su destino. Dispuse entonces un pequeñobergantín armado, con la intención de interceptar el buque, pero tampoco estavez me acompañó la suerte. Como todos los grandes organizadores, meencontraba no obstante preparado para el fracaso y había previsto una serie dealternativas con la certeza de que una u otra garantizarían el éxito de mi misión.No subestime nadie la dificultad de mi empresa, ni imagine tampoco que el planse reducía a un mero asesinato. Teníamos que destruir no solo a monsieur Caratal,sino también sus documentos y a sus compañeros si veíamos razones para creerque les había confiado sus secretos. Téngase en cuenta que estaban alerta ysospechaban vivamente que podían ser objeto de cualquier maniobra por elestilo. Era una empresa digna de mí en todos los sentidos, pues allí donde otros seacobardan me desenvuelvo yo con maestría.

Todo estaba a punto para recibir a monsieur Caratal en Liverpool, pero yo mesentía muy inquieto, pues tenía motivos para creer que este señor había tomadomedidas para que una considerable guardia personal lo estuviera esperando enLondres. Así, la misión debía ejecutarse entre el momento en que él pusiera elpie en el muelle de Liverpool y el de su llegada a la estación terminal deLondres. Contábamos con seis planes, a cual más elaborado. Cuál de ellos

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ejecutaríamos dependería de los movimientos del caballero. Hiciera lo quehiciese, no tendría escapatoria. Tanto si se quedaba en Liverpool como si cogía untren ordinario, un expreso o un especial, estábamos preparados. Todo estabaprevisto.

Es fácil imaginar que no me era posible hacerlo todo solo. ¿Qué sabía yo delos ferrocarriles ingleses? Sucede, sin embargo, que el dinero es capaz deprocurar agentes serviciales en el mundo entero, y no tardé en contar con laayuda de uno de los cerebros más agudos de Inglaterra. No citaré nombres, perosería injusto atribuirme todo el mérito. Mi aliado inglés era plenamente digno denuestra alianza. Conocía al dedillo la línea del ferrocarril en cuestión, y se hallabaal mando de una cuadrilla de trabajadores inteligentes y en los que podía confiar.La idea fue suya, y únicamente solicitó mi opinión sobre algunos detalles.Sobornamos a algunos funcionarios. El más importante de todos ellos era JamesMcPherson, por lo que estábamos seguros de que, en el caso de requerirse untren especial, él sería el jefe de tren más probable. Smith, el fogonero, tambiénestaba a nuestro servicio. Intentamos acercarnos al maquinista, John Slater, peroresultó ser obstinado y peligroso, así que desistimos. No teníamos la certeza deque monsieur Caratal fuese a solicitar un tren especial, pero sí nos parecía muyprobable, y a que era de vital importancia para él llegar a París sin demora.Hicimos pues los preparativos oportunos para hacer frente a esta contingencia,preparativos que se completaron hasta el último detalle mucho antes de que elvapor en el que este caballero viajaba avistase las costas de Inglaterra. Quizá lesdivierta saber que uno de mis agentes iba a bordo de la lancha del práctico queguió al vapor hasta el puerto y supervisó la maniobra de atraque.

Desde el instante en que Caratal llegó a Liverpool, supimos que barruntaba elpeligro y estaba en guardia. Venía escoltado por un individuo peligroso llamadoGómez, un hombre armado y de gatillo fácil. Este individuo llevaba losdocumentos confidenciales de Caratal, y estaba dispuesto a protegerlos lo mismoque a su jefe. Cabía la posibilidad de que Caratal le hubiese hecho algunasconfidencias, de manera que eliminar al uno sin eliminar al otro sería un gasto deenergía inútil. Los dos debían correr la misma suerte, y nuestros planes a eserespecto se vieron muy facilitados al solicitar estos caballeros un tren especial.Téngase en cuenta que dos de los tres empleados de la compañía ferroviaria queiban en ese tren especial estaban a nuestro servicio, a cambio de una suma dedinero que les garantizaba la independencia de por vida. No llegaré al extremo deafirmar que los ingleses son más honrados que los naturales de cualquier otropaís, pero sí digo que me ha costado más caro comprarlos.

Ya he hablado de mi agente inglés, un hombre con un extraordinario futuropor delante, a menos que algún mal de garganta se lo lleve de este mundo antesde tiempo. Corrieron a su cargo todos los preparativos en Liverpool, mientras yome hospedaba en la posada de Kenyon y esperaba el momento de recibir una

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señal cifrada para entrar en acción. Cuando se habilitó el tren especial, mi agenteme telegrafió en el acto para advertirme de que me preparase sin tardanza. Élmismo solicitó de inmediato un tren especial, bajo el nombre supuesto de HoraceMoore, con la esperanza de viajar con monsieur Caratal, lo que en determinadascircunstancias habría sido de gran ayuda para nosotros. Si, por ejemplo, nuestrogran coup fallaba por alguna razón, mi agente se ocuparía de matarlos y destruirlos documentos. Sin embargo, Caratal estaba sobre aviso y se negó a compartir eltren con otro viajero. Mi agente abandonó entonces la estación, entró de nuevopor otra puerta y subió al furgón del jefe de tren por el lado contrario del andénpara hacer el viaje en compañía de McPherson.

Les interesará saber cuáles fueron entretanto mis movimientos. Todo estabalisto con varios días de antelación y ya solo faltaban los toques finales. El ramalque elegimos había estado conectado en otro tiempo con la línea principal, peroya no lo estaba. Nos bastó con sustituir unos cuantos raíles para volver aconectarlo. Tomamos todas las precauciones posibles para no llamar la atencióny así evitar el peligro, y únicamente faltaba completar la conexión con la líneaprincipal y disponer las agujas tal como estaban en su día. Las traviesas seguíanen su sitio, y los raíles, eclisas y remaches estaban preparados; los habíamoscogido de un apartadero situado en el tramo abandonado de la línea. Mi pequeña,aunque competente, cuadrilla de peones lo tenía todo a punto mucho antes de lallegada del tren especial. Cuando vimos que se aproximaba, resultó tan fácildesviarlo hacia el ramal, que los dos pasajeros ni siquiera notaron el cambio deagujas.

Nuestro plan era que Smith, el fogonero, anestesiaría con cloroformo almaquinista, John Slater, para liquidarlo igual que a los otros dos. En este detalle ysolo en él falló nuestro plan, descontando la estupidez que cometió McPherson alescribir a su mujer. Nuestro fogonero fue muy torpe al hacer su trabajo, y Slater,en el forcejeo, cayó de la locomotora. Aunque la fortuna nos acompañó en lamedida en que el maquinista se desnucó con la caída, este incidente ha dejado unborrón en lo que por lo demás habría sido una de esas rotundas obras maestrasque no cabe sino contemplar con silenciosa admiración. El experto en crímenesverá que John Slater es el único defecto de nuestra admirable empresa. Unhombre que como yo ha conocido tantas victorias puede permitirse ser sincero, ypor tanto señalo con el dedo a John Slater y afirmo que en eso fallamos.

Ahora bien, ya teníamos nuestro tren especial en el ramal de dos kilómetrosque lleva o, mejor dicho, llevaba a la mina abandonada de Heartsease, que en sudía fuera uno de los yacimientos de carbón más importantes de Inglaterra.Querrán saber ustedes cómo es que nadie vio pasar el tren por esta vía en desuso.La respuesta es que hay una zanja muy profunda a lo largo de todo el ramal, ysolo quien se encontrara en el borde de la zanja habría podido verlo. Habíaalguien en el borde de esa zanja. Yo estaba allí. Y me dispongo a contarles lo que

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vi.Mi ayudante se había quedado al cuidado de las agujas, con el fin de desviar

el tren. Lo acompañaban cuatro hombres armados, en previsión de que si el trendescarrilaba —nos pareció probable, porque las agujas estaban muy oxidadas—,aún dispondríamos de otros recursos. Una vez asegurado de que el tren habíaentrado en el ramal, mi ayudante dejó la responsabilidad en mis manos. Yoesperaba en un punto desde el que veía la boca de la mina, y también ibaarmado, como mis compañeros. Pasara lo que pasara, estaba preparado.

En cuanto el tren se adentró en el ramal, Smith, el fogonero, disminuyó elritmo de la locomotora, volvió a ponerla luego a plena velocidad y saltó del trencon McPherson y mi lugarteniente inglés, antes de que fuese demasiado tarde.Tal vez fue la pérdida de velocidad lo primero que llamó la atención de losviajeros, pero el tren ya circulaba a toda máquina antes de que asomaran lacabeza por la ventanilla. Sonrío al pensar en su desconcierto. Imaginen ustedesqué sentirían si, al asomarse desde un lujoso vagón de tren, vieran de pronto quelas vías por las que circulan están corroídas y oxidadas, rojas y amarillas por elabandono y la falta de uso. ¡Qué vuelco debió de darles el corazón al darsecuenta en cuestión de segundos de que no era Manchester sino la muerte lo quelos aguardaba al final de aquella línea siniestra! Pero el tren rodaba paraentonces a una velocidad de vértigo por las vías corroídas, y las ruedas chirriabande un modo espeluznante en contacto con la herrumbre. Estaba cerca de ellos yacerté a verles la cara. Creo que Caratal se puso a rezar: tenía algo en la manoque parecía un rosario. El otro bramó como un toro que huele la sangre delmatadero. Nos vio al borde de la zanja y nos hizo señas como un loco. Actoseguido soltó la correa que llevaba atada a la muñeca y lanzó la cartera por laventanilla en nuestra dirección. Era evidente lo que quería indicar. Allí estaban laspruebas, y prometían guardar silencio si les perdonábamos la vida. Habría sidomuy grato poder complacerlos, pero los negocios son los negocios. Además, aesas alturas el tren estaba fuera de control tanto para nosotros como para ellos.

Los aullidos de Gómez cesaron al tomar el tren la curva, y ante los dosviajeros surgió la boca negra de la mina como unas fauces abiertas. Habíamosretirado los tablones que la cerraban y despejado la entrada. Las vías llegabanantiguamente hasta muy cerca del pozo, para cargar el carbón con mayorcomodidad, y nos bastó con añadir dos o tres tramos de raíles para alcanzar sumismo borde. Vimos las dos cabezas en la ventana: debajo la de Caratal, encimala de Gómez, pero ambos habían enmudecido ante lo que vieron. Sin embargo,no podían apartar la cabeza, como si la visión los hubiese paralizado.

Me había preguntado en más de una ocasión cómo caería el tren a esavelocidad hasta el pozo al que y o lo había guiado, y tenía mucha curiosidad porpresenciarlo. Uno de mis colaboradores creía que el tren saltaría el hueco, y locierto es que estuvo a punto de hacerlo. Por fortuna, se quedó corto, y los

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parachoques de la locomotora chocaron contra el borde contrario del agujerocon un estrépito brutal. La chimenea de la locomotora voló por los aires. Elténder, los vagones y el furgón de cola quedaron reducidos a un amasijo dehierros que, con los restos de la máquina, ahogaron por un momento la boca delpozo. Algo cedió entonces en el centro, y toda la masa de hierro verde, carbónhumeante, apliques de bronce, ruedas, madera y tapicería se hundió conestruendo en la boca de la mina. Oímos golpes y más golpes mientras los restosdel tren rebotaban contra las paredes, y mucho tiempo después un rugidoensordecedor, como si el tren hubiese tocado fondo. La caldera debió dereventar, porque al rugido le siguió una explosión seca, y una densa nube dehumo y vapor emergió de las negras profundidades de la tierra para derramarsecomo un aguacero a nuestro alrededor. El vapor se deshizo más tarde en finosj irones que se alejaron flotando con el sol del verano, y una vez más la calmaregresó a la mina de Heartsease.

Por fin, tras haber culminado nuestros planes con tanto éxito, solo teníamosque alejarnos de allí sin dejar rastro. La pequeña cuadrilla de peones que seencontraba al otro lado del ramal y a había desmontado los raíles y desconectadolas agujas para dejarlo todo como estaba. También nosotros, en la mina,seguíamos muy atareados. Arrojamos al pozo la chimenea y otros restos deltren, cerramos la bocamina con los tablones, como la habíamos encontrado, yarrancamos y nos llevamos los raíles que habíamos colocado. Hecho esto, sinprisa pero sin pausa, cada cual siguió su camino: la mayoría de nosotros a París;mi colaborador inglés a Manchester y McPherson a Southampton, desde dondeemigró a América. Los periódicos ingleses de la época dan cuenta del celo conque realizamos nuestro trabajo y de la inteligencia con que despistamos porcompleto a los detectives más inteligentes de Inglaterra.

Recordarán ustedes que Gómez lanzó por la ventanilla la carpeta en la quellevaba los documentos, y huelga decir que recuperé dicha carpeta y se laentregué a quienes me habían contratado. Quizá interese hoy a esos señoressaber que saqué de la carpeta un par de papeles y que los conservo comorecuerdo de la misión. No tengo intención de hacerlos públicos, pero en estemundo cada cual mira por sus intereses, y ¿qué otra cosa puedo hacer si misamigos no acuden en mi ayuda cuando los necesito? Créanme, señores, si lesdigo que Herbert de Lernac es igual de formidable como enemigo que comoamigo, y no tiene intención de acabar en la guillotina hasta que los haya visto atodos ustedes camino de Nueva Caledonia. Por su bien, antes que por el mío,apresúrense todos,monsieur de ____, general ____ y barón ___ (pueden ustedesrellenar los espacios en blanco mientras leen este escrito). Les prometo que lapróxima vez no habrá espacios en blanco.

P. S. Repaso esta confesión y observo únicamente una laguna. Se refiere a

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ese infeliz de McPherson, que cometió la estupidez de escribir a su mujer yconcertar una cita con ella en Nueva York. No cabe imaginar que cuando estabanen juego intereses como los nuestros íbamos a fiarlos al azar de que un hombrecomo él desvelara sus secretos a una mujer. Y puesto que ya había roto sujuramento, al escribir esa carta, no podíamos confiar en él. Así pues, tomamoslas medidas pertinentes para asegurarnos de que McPherson no volviera a vernunca a su esposa. A veces he pensado que habría sido un detalle escribir a estaseñora y asegurarle que no existe ningún impedimento para que vuelva acasarse.

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Grant Allen

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Grant Allen (1848-1899) nació en Canadá, se educó en Estados Unidos, fue ala universidad en Francia e Inglaterra y trabajó como profesor en Jamaica antesde establecerse definitivamente en Inglaterra, donde adquirió una enormereputación como escritor de divulgación científica y filosófica. De ideologíamarcadamente progresista, se convirtió en uno de los más destacados defensoresde la teoría de la evolución de Darwin, así como de los derechos de la mujer.Escribió también una de las primeras novelas de viaje en el tiempo, The BritishBarbarian, el mismo año que La máquina del tiempo(1895) de H. G. Wells.Obtuvo un enorme succès de scandale con The Woman Who Did (1895), lahistoria de una mujer que decide libremente criar a su hija sin pasar por elmatrimonio. Fue igualmente el creador de uno de los criminales más popularesde la época, el coronel Clay, que roba varias veces al mismo millonario, hazañasrecogidas en An African Millonaire (1897).

Frank Harris dijo de él: « Era ateo, pacifista, socialista, botánico, zoólogo yoptimista, químico y físico, científico entre los científicos, monista, meliorista yhedonista. Pasear con él era recibir una clase de biología o zoología. Nuncacaprichoso ni malhumorado, siempre razonable, de buen humor, vivaz, brillante einteresado en todo lo humano… Un superperiodista con una prosa excelente yque podía escribir en dos minutos y sin aparente esfuerzo un artículo soberbiosobre cualquier tema, desde la idea de Dios hasta las costumbres de losgusanos» .

« El sensacional robo de los rubíes» (« The Great Ruby Robbery. A DetectiveStory» ), publicada en The Strand Magazine en octubre de 1892, es una historiaagradable y ligera en la que el autor juega conscientemente con lasconvenciones que ya abundan en el género: el sospechoso habitual, la soluciónimposible, el detective sentencioso, el conocimiento popular de losprocedimientos policiales, la heredera americana y sus diamantes…

« La aventura de la anciana cascarrabias» (« The Adventure of theCantankerous Old Lady» ) apareció en The Strand Magazine en marzo de 1898.Es el primer relato de los casos de Lois Cay ley, que posteriormente secompilarían en Miss Cayley’s Adventures (1899), y nos presenta a un personajeque entra en ese mundo por el placer de la aventura y que no necesita, como lasotras mujeres detectives de esta antología, un motivo melodramático que excusesu ejercicio de un oficio masculino. Es un gran retrato de una « nueva mujer»moviéndose como pez en el agua en una sociedad en cambio profundo.

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El sensacional robo de los rubíes

(1892)

I

Persis Remanet era una heredera norteamericana. Como ella mismaseñalaba, y con toda razón, la suya era una profesión de lo más vulgar entre lasjóvenes de hoy en día, pues de un tiempo a esta parte casi todas sonestadounidenses y herederas. Una californiana sin posibles resultaría sin duda unanovedad más atractiva en la sociedad londinense, pero la sociedad londinense hatenido que pasarse sin ella hasta la fecha.

Persis Remanet regresaba del baile de los Wilcox. Se alojaba, como esnatural, en la residencia de sir Everard y lady Maclure, en Hampstead. Digo« como es natural» intencionadamente, porque si ustedes o y o fuésemos aNueva York, tendríamos que correr con los gastos, a razón de cinco dólaresdiarios, sin vino ni extras, en el Windsor de la Quinta Avenida, mientras quecuando una norteamericana guapa viene a Londres, y toda jovennorteamericana es guapa ex oficio, al menos en Europa —supongo que a las feaslas reservan en el país para consumo interno—, siempre, sin excepción, se alojacomo invitada de una duquesa viuda o un miembro de la Real Academia de lamáxima distinción, como sir Everard. En realidad, los yanquis visitan Europapara conocer, entre otras cosas, nuestro arte y a nuestra antigua nobleza, y afuerza de persistencia logran acceder a lugares en los que ni ustedes ni yopodríamos entrar jamás, a menos que concentráramos toda nuestra energía, a lolargo de toda una vida intachable, para conseguir una invitación.

Ahora bien, Persis no había ido al baile en compañía de lady Maclure. LosMaclure eran demasiado notables para codearse con personas como los Wilcox,que, si bien tenían cierto carisma en la ciudad, no compraban cuadros; y losacadémicos, como es bien sabido, no pierden el tiempo en cultivar el trato con lagente de la ciudad a menos que sean clientes. (Los académicos suelen llamar« mecenas» a estos individuos; yo personalmente prefiero este otro término mássencillo y comercial, por ser mucho menos condescendiente.) Así, Persis habíaaceptado una invitación de la señora de Duncan Harrison —un famosorepresentante de la división administrativa de Hackness, en Elmetshire— paraocupar un asiento en su carruaje en el trayecto de ida y vuelta a casa de losWilcox. La señora Harrison conocía demasiado bien el estilo y las costumbres delas herederas norteamericanas para ofrecerse como carabina de Persis, y locierto es que ésta, como ciudadana de un país libre, era capaz de cuidar de sí

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misma en cualquier lugar del mundo mejor que tres inglesas casadas corrientes.Pues bien, la señora Harrison tenía un hermano, sir Justin O’Byrne, un barón

irlandés y antiguo miembro del Octavo de Húsares, que acudió con ellas a casade los Wilcox y las acompañó en el viaje de vuelta a Hampstead. Sir Justin eraun irlandés encantador, incompetente y escurridizo que a todos agradaba y atodos dejaba descontentos. Había estado en todas partes y había hecho de todo,menos ganarse la vida honradamente. La completa falta de rentas durante lasdécadas de 1860 y 1870 no impidió que su padre, el anciano sir TerenceO’Byrne, que ocupaba un escaño por Connemara en la Cámara de los Comunesdesde tiempos anteriores a la reforma del Parlamento, enviase primero a su hijoJustin a estudiar a Eton en régimen de internado y después a un elegantecollegede Oxford. « Me ha dado la educación de un caballero —observaba a menudo sirJustin con pesar—, pero se olvidó de acompañarla con los ingresos necesariospara estar a la altura de las circunstancias.»

Pese a todo, O’Byrne era para la alta sociedad un hombre al que había quemantener a flote como fuese, y a flote lo mantuvo, cómo no, de esa manera quesolo la alta sociedad comprende y que ni ustedes ni yo, que no formamos partede ella, jamás llegaríamos a desentrañar aun cuando dedicásemos al empeño unsiglo entero. El propio sir Justin también había probado suerte en el Parlamento,donde por algún tiempo ocupó un escaño detrás del gran Parnell, sin perdersiquiera por un instante el respeto de la sociedad, aun en aquellos tempranostiempos en que se tenía por un artículo de fe que ningún caballero que se preciarapodía reclamar el autogobierno. « Eso no es más que un truco irlandés deO’Byrne» , se decía en los círculos sociales, con la complacencia y laindulgencia que invariablemente se otorga a sus miembros predilectos y que, dehecho, es el correlato de la implacable crueldad que manifiestan a su vez conquienes osan contravenir sus preceptos no escritos. Si sir Justin, en un arranque deexaltación política, hubiera hecho volar por los aires a uno o dos zares, la altasociedad habría tomado la empresa por « una excentricidad de O’Byrne» . SirJustin también había prestado servicio por algún tiempo en un regimiento decaballería, que abandonó, según se dio a entender, por una diferencia de opinióncon su coronel sobre cierta dama, y en aquel momento era, para la sociedadlondinense, un caballero en toda la extensión de la palabra, al que esa gente quesabe de todo el mundo más de lo que nadie sabe de sí mismo suponía a la caza deuna muchacha guapa con algo de dinero.

Sir Justin se mostró esa noche muy atento con Persis. A decir verdad, le habíaprestado mucha atención desde el instante en que se conocieron y, en el caminode regreso del baile, no había apartado los ojos de su rostro, hasta un extremocasi turbador. La guapa californiana lo observaba lánguidamente, reclinada en elasiento. Estaba esa noche más hermosa que nunca, con su vestido rosa pálido y lacélebre gargantilla Remanet de rubíes, como una cascada de luz roja sobre el

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cuello blanco como la nieve. Era un cuello que haría las delicias de un pintor. Másde una vez posaba sir Justin la mirada, a su pesar, en los espléndidos rubíes.¡Cuánto le gustaba Persis y cuánto la admiraba, sí, inmensamente! De unhombre de la alta sociedad que ya había disfrutado de seis o siete temporadas enLondres, difícilmente cabía esperar que se enamorara de una mujer. Tenía másbien la costumbre de observar con ojo crítico a todas las muchachas hermosasque trotaban por las aceras en compañía de sus mamás, y de reflexionar con unaleve sonrisa que ésta o aquélla o la de más allá quizá le convenía de verdad si nofuera por… Y entonces llegaba el inevitable « pero» de todo encomio humano.De todos modos, bien que con un suspiro para sus adentros, sir Justin reconocíaque Persis le gustaba muchísimo. ¡Era tan espontánea y tan original! ¡Decía unascosas tan inteligentes! Ella, por su parte, habría dado los ojos (como cualquiermuchacha de su país) por convertirse en « mi lady » , y de momento no habíaconocido a ningún hombre con este título auxiliar en su haber que le agradasesiquiera la mitad que aquel irlandés delicioso y alocado.

El carruaje se detuvo en la puerta de los Maclure. Sir Justin bajó de un salto yofreció su mano a Persis. Seguro que conocen ustedes la casa de sir EverardMaclure. Es una de esas modernas mansiones artísticas, de ladrillo rojo y robleviejo, encaramada en la cima de un montecillo y algo apartada del camino,discretamente retirada, con un gran porche de madera muy idóneo para lasdespedidas. Sir Justin subió los escalones con Persis y llamó a la puerta. Llevabaen las venas demasiada sangre irlandesa y era por tanto demasiado indomablepara dejar tan grata tarea en manos del lacay o de su hermana. Sin embargo, nollamó en el acto. Aun a riesgo de hacer esperar a la señora Harrison en la puertasin razón, se detuvo a charlar más de un minuto con Persis.

—Está usted encantadora esta noche, señorita Remanet —dijo, cuando ella seretiró un momento la estola ligera y negra, revelando con este gesto el destello delos famosos rubíes en el cuello blanco como la nieve—. Esas piedras lefavorecen mucho.

Persis lo miró y sonrió.—¿Eso cree? —dijo, con voz ligeramente trémula, pues incluso una heredera

norteamericana es una mujer al fin y al cabo—. Me alegra que se lo parezca,pero hoy nos despedimos, sir Justin. Me marcho a París la semana que viene.

A pesar de la penumbra del porche, apenas iluminado por un artístico farolillode forja rojo y azul, Persis notó que un velo de decepción ensombrecía por unmomento las atractivas facciones del joven y que éste tragaba saliva antes deresponder:

—¿No lo dirá en serio? ¡Ah, señorita Remanet, no sabe cuánto lo lamento! —Hizo una pausa y añadió—: Pero… a fin de cuentas… quizá… —No se atrevió acontinuar.

—Pero, a fin de cuentas, ¿qué? —se apresuró a decir Persis, con evidente

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interés.Sir Justin dejó escapar un suspiro casi inaudible.—Pero, a fin de cuentas… nada —dijo, con evasivas.—Esa respuesta quizá valga para una inglesa —protestó ella con franqueza

norteamericana—, pero a mí no me vale. Dígame qué ha querido decir. —Y esque había reflexionado sabiamente que la felicidad de dos vidas podía dependerde aquellos dos minutos, y sería una idiotez dejar escapar por puroconvencionalismo esa oportunidad con un hombre que le gustaba de verdad (y el« mi lady » por añadidura).

Sir Justin se apoy ó en la barandilla del porche. Persis era muy hermosa. Élera un irlandés de sangre caliente… Pues sí: solo por una vez… le diría la verdadsin rodeos.

—Señorita Remanet —empezó a decir, inclinándose y acercando la cara a lade ella—. Señorita Remanet… Persis… ¿quiere que le diga por qué razón?Porque me gusta usted muchísimo. ¡Casi creo que la amo!

Persis sintió temblar en sus mejillas el cosquilleo de la sangre. ¡Qué apuestoera… y un barón!

—Y sin embargo no lamenta usted en absoluto —dijo con reproche— que mevaya a París.

—No, no lo lamento en absoluto —dijo él, sin andarse por las ramas—. Ytambién le diré por qué. Me gusta usted muchísimo, y creo que y o también legusto. Desde hace un par de semanas, me he estado diciendo: « Creo que tengoque pedirle que se case conmigo» . La tentación era tan fuerte que a duras penashe podido resistirme.

—Y ¿por qué quiere resistirse? —quiso saber Persis, temblando como unahoja.

Sir Justin dudó un instante, y luego, con un ademán completamente instintivoy natural (aun cuando solo un caballero se habría atrevido a hacerlo), levantó unamano y rozó suavemente con la punta de los dedos la gargantilla de rubíes.

—Por esto —respondió con sencillez y franqueza varonil—. ¡Es usted tanrica, Persis! No me atrevo a pedírselo.

—Quizá no sepa usted cuál sería mi respuesta —murmuró ella en voz muybaja, para preservar su dignidad.

—Sí que lo sé. Creo que sí —respondió él, adentrándose en los ojos oscuros dePersis—. No es por eso. Si fuera solo por eso, no me preocuparía tanto. Es porquecreo que usted me aceptaría. —Los ojos de Persis se humedecieron, y élprosiguió con mayor valentía—: Sé que usted me aceptaría, Persis, y por eso nose lo pido. Es usted demasiado rica, y eso lo hace imposible.

—Sir Justin —dijo ella, apartando la mano del joven con suavidad, pero conlos ojos llenos de lágrimas, porque aquel hombre le gustaba de verdad—, es casiuna descortesía decirme eso. Una de dos, o no tendría que haberme dicho nada, o

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por el contrario… si usted… —Guardó silencio bruscamente. La vergüenzafemenina se apoderó de ella.

Sir Justin se acercó un poco más.—¡No diga eso, se lo ruego! —exclamó con ardor, de todo corazón—. Por

nada del mundo querría ofenderla. Pero tampoco me es posible dejar que semarche… bueno… sin habérselo dicho. En ese caso habría pensado usted que metraía completamente sin cuidado y que no he estado más que coqueteando. Y esque, Persis, la aprecio mucho… muchísimo… tanto que he tenido quedominarme muchas veces para no pedírselo. Soy un hombre corriente, y metemo que valgo muy poco para nadie o para nada. Todos dicen que estoy a lacaza de una heredera… y eso no es cierto. Pero si me casara con usted, dirían:« ¡Mira! ¡Te lo dije!» . Eso a mí me daría igual: soy un hombre y puedo pasarpor alto esos comentarios, pero me preocupa por usted, Persis, porque estoy muyenamorado y me siento celoso de su honor. No podría tolerar que la gente dijera:« Ahí va esa guapa norteamericana, Persis Remanet, que se ha arrojado en losbrazos de Justin O’By rne, ese irlandés sin oficio ni beneficio, un vulgarcazafortunas que se ha casado con ella por su dinero» . Por eso, Persis, por subien, prefería no pedírselo; prefería dejarla marchar para que encuentre usted aun hombre mejor que y o.

—Pero y o nunca haría eso —protestó Persis—. Tiene usted que creerme, sirJustin. Recuerde que…

En ese preciso instante, la señora Harrison asomó la cabeza por la ventanilladel coche y dijo:

—¿Por qué tardas tanto, Justin? Los caballos se van a morir de frío, y y a hantrotado mucho esta mañana. Vamos, querido. Además, y a conoces ¡lesconvenances!

—Sí, Nora. Enseguida voy. No conseguimos que respondan al timbre. ¡Creoque no funciona! Voy a intentarlo otra vez de todos modos. —Y casi olvidandoque sus palabras no eran estrictamente ciertas, pues ni siquiera lo habíaintentando, llamó con ganas—. ¿Es ésa su habitación, señorita Remanet? ¿La quetiene una luz encendida? —dijo en voz alta y en tono formal mientras el criadoacudía a abrir la puerta—. La del balcón, quiero decir. ¿Verdad que es muyveneciana? Recuerda a la de Romeo y Julieta. ¡Aunque también es muy propiciapara un ladrón! ¡Con esa balaustrada tan baja! ¡Tenga usted cuidado con losrubíes de los Remanet!

—Me traen sin cuidado —dijo Persis, secándose presurosamente los ojos consu pañuelo de encaje—, si causan en usted esos sentimientos, sir Justin. Me daigual que me los roben. ¡Que se los lleve el ladrón!

Y aún no había terminado de pronunciar estas palabras cuando el lacay o delos Maclure, inmutable como una esfinge, abrió la puerta.

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II

Persis pasó un buen rato sentada en su habitación antes de desnudarse. Teníala cabeza rebosante de sir Justin y de sus enigmáticas insinuaciones. Por fin sequitó los rubíes y el bonito corpiño de seda. « Me traen completamente sincuidado estas joy as si me alejan del hombre al que amo y con el que querríacasarme.»

Tardó en quedarse dormida y pasó la noche muy inquieta. Soñó mucho y, ensus sueños, sir Justin aparecía incongruentemente mezclado con música de baile,rubíes y ladrones. Para compensar la mala noche, durmió hasta bien entrada lamañana, y lady Maclure no quiso importunarla, pensando que quizá estaríacansada después del baile, como si la más mínima emoción pudiera agotar a unanorteamericana guapa. A eso de las diez se despertó sobresaltada, con la vagasensación de que alguien había entrado esa noche y le había robado sus rubíes. Selevantó a toda prisa y fue a buscarlos en el tocador. El cofre estaba en su sitio. Loabrió, lo examinó y, ¡oh alma profética!, ¡los rubíes habían desaparecido y elcofre estaba vacío!

Pues bien, Persis había sido sincera la noche anterior, cuando dijo que le traíasin cuidado que un ladrón se llevara sus rubíes: pero eso fue la noche anterior,cuando aún tenía las joyas. Esa mañana, sin embargo, veía las cosas de un modomuy distinto. Sería muy duro para todos nosotros (en especial para los políticos)vivir siempre atados a lo que dij imos ay er. Persis era norteamericana, y ningunanorteamericana es insensible a los encantos de las piedras preciosas: por lo vistose trata de un instinto salvaje que los emigrantes europeos han heredadoindirectamente de sus predecesores, los pieles rojas. Corrió a tocar la campanacon femenina violencia. La doncella de lady Maclure respondió a la llamada,como de costumbre. Era una muchacha lista y de aspecto recatado, esta doncellade lady Maclure, y cuando Persis le gritó con furia: « ¡Que avisen a la policíaahora mismo, y dile a sir Everard que han robado mis joyas» , la doncellarespondió: « Sí, señorita» , tan tranquila y conforme que Persis, que eranorteamericana y por tanto un manojo de nervios, la miró atónita, como si fueraun misterio incomprensible. Ni un mahatma se habría inmutado menos. Pareciócomo si la doncella esperase el robo de los rubíes y diera al incidente la mismaimportancia que si Persis le hubiera pedido una jarra de agua caliente.

Lady Maclure estaba enormemente orgullosa de la estudiadaimperturbabilidad de Bertha, que en su opinión era el súmmum del serviciodoméstico inglés. Pero Persis era norteamericana y veía las cosas de otramanera, de ahí que la calma con la que Bertha respondió: « Sí, señorita; ahoramismo, señorita» le resultara poco menos que exasperante.

Bertha fue a dar la noticia. Cerró la puerta sin hacer ruido y minutos mástarde lady Maclure se presentaba en el dormitorio de la californiana para

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consolar a su invitada en tan grave aflicción. Encontró a Persis sentada en lacama, con un precioso salto de cama francés (azul pálido, con el forro de colorcrema), ley endo un libro de versos.

—¡Querida mía! —exclamó la anfitriona—. ¡Bertha dice que has perdido tuspreciosos rubíes!

—Así es, querida lady Maclure —dijo Persis, secándose los ojos—. Handesaparecido. Los han robado. Olvidé cerrar la puerta anoche, y la ventanaestaba abierta. Alguien ha debido de entrar por la una o por la otra y se los hallevado. Siempre que estoy disgustada recurro a Browning[5]. Es espléndido paralos nervios. Me consuela mucho, ¿sabe usted? Es como un ancla para mí.

Desay unó en la cama. Dijo que no quería abandonar la habitación hasta quellegase la policía. Después de desayunar se levantó, se puso una deliciosa bataparisina —las norteamericanas siempre cuentan con exquisitas prendas deinterior para este tipo de reuniones informales— y se sentó a esperar, con muchaceremonia, la llegada del oficial de policía. El propio sir Everard, muytrastornado por el hecho de que un percance tan desagradable hubiese ocurridoen su casa, fue personalmente en busca del oficial. Mientras tanto, lady Maclureregistró el dormitorio a fondo, sin encontrar rastro alguno de los rubíesdesaparecidos.

—¿Estás segura de que los dejaste en el joy ero, querida? —preguntó,pensando en el honor de su servicio doméstico.

—Completamente segura, lady Maclure. Siempre los guardo en cuanto melos quito. Y esta mañana, cuando fui a buscarlos, el joyero estaba vacío.

—Tengo entendido que eran muy valiosos —dijo lady Maclure en tonointerrogativo.

—Supongo que seis mil libras sería su precio al cambio —respondió Persismuy compungida—. No sé si eso es mucho dinero en Inglaterra: en mi paísdesde luego que lo es.

Se quedaron calladas un momento, hasta que Persis dijo de repente:—Lady Maclure, ¿cree usted que esa doncella suya es una mujer cristiana?La pregunta sorprendió a lady Maclure. No era así, ni mucho menos, como

ella acostumbraba a mirar a las clases inferiores.—Bueno, eso no lo sé —contestó, despacio—. Eso, querida, como bien sabes,

es mucho decir de cualquiera, y más todavía de una doncella. Pero y o creo quees honrada, definitivamente sí.

—Bueno, eso viene a ser lo mismo, ¿no? —dijo Persis, con gran alivio—. Mealegro de que lo crea, porque he llegado a sospechar de ella. No sé… esdemasiado tranquila para mi gusto; demasiado inescrutable y callada.

—Querida mía —replicó la anfitriona—, no la culpes por su silencio; eso esprecisamente lo que a mí me agrada de ella. Por eso la elegí. ¡Una muchachatan agradable y callada! Se mueve por la habitación de puntillas, como un gato;

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sabe estar en su sitio y jamás se le ocurre abrir la boca a menos que le dirijan lapalabra.

—Bueno, es posible que en Europa gusten las doncellas así —observó Persiscon franqueza—, pero nosotros, en América, las preferimos un poco máshumanas.

El oficial de policía llegó al cabo de veinte minutos. No iba de uniforme.Consciente de la gravedad de la situación y viendo que se trataba de un caso paracubrirse de gloria, incluso para conseguir un ascenso, envió en el acto a undetective y aconsejó que, a ser posible, no se dijera nada al servicio hasta que eldetective hubiese registrado la residencia tranquilamente. Sir Everard se temíaque la precaución sería inútil, pues la doncella ya estaba al corriente y a buenseguro había corrido a contar la noticia en la sala de la servidumbre. De todosmodos, lo intentarían; no había ningún mal en intentarlo; y cuanto antescompletase el detective el registro de la vivienda, tanto mejor, claro está.

Sir Everard regresó acompañado por el detective, un individuo bien afeitado,de rasgos angulosos y aspecto irreprochable, como una vulgar réplica delvizconde Morley de Blackburn[6]. Era un hombre expeditivo y cortante. Suprimera pregunta fue:

—¿Saben esto los criados?Lady Maclure miró a la doncella con aire interrogante. Ella se había quedado

todo el tiempo consolando (como Browning) a Persis en su honda aflicción.—No, mi lady —dijo Bertha, siempre serena (¡inestimable Bertha!)—. No se

lo he dicho a nadie a propósito, pensando que quizá quisieran registrar lashabitaciones del servicio.

El detective aguzó el oído. Ya estaba ocupado, observando la estanciasolapadamente. Empezó a moverse con paso lento y sigiloso, como un hechicero.

—Actúa con mucho cuidado para no crispar los nervios de nadie —le susurróPersis a su amiga; y en voz alta añadió—: ¿Cómo se llama usted, señor detective?

El detective estaba junto al tocador, examinando un pañuelo de encaje. Sevolvió suavemente.

—Gregory, señora —dijo, sin apenas mirarla. Y prosiguió con su ocupación.—¡Como los polvos![7] —exclamó Persis—. Los tomaba cuando era

pequeña. No los soportaba.—Somos un remedio eficaz —asintió el detective, con una sonrisa tranquila

—, pero no gustamos a nadie. —Y una vez más reanudó pausadamente suregistro del dormitorio—. Lo primero que debemos hacer —añadió, adoptandoun aire de serena superioridad, junto a la ventana ahora, con una mano en elbolsillo— es comprobar si efectivamente se trata de un robo. Tenemos queregistrar la habitación a fondo para asegurarnos de que no dejó usted las joy as enotra parte. Esas cosas ocurren a veces. Nos llaman continuamente para investigarun caso y al final resulta que todo es un simple descuido.

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Persis montó en cólera al oír estas palabras. Una ciudadana de una granrepública no está acostumbrada a que se dude de su palabra como si fuera unasimple europea.

—Estoy completamente segura de que me quité los rubíes y los guardé en eljoyero. En eso tengo plena confianza. No me cabe la menor duda.

El detective siguió buscando en todos los sitios probables e improbables.—Y ¿cree usted que con eso el asunto queda zanjado? —dijo en tono áspero

—. Sabemos, por experiencia, que cuando una dama tiene plena certeza de queha guardado algo a buen recaudo, sin ningún género de duda, el objeto perdidoaparece con toda seguridad donde afirma que no lo ha dejado.

Persis no dijo palabra. No tenía el sosiego de la sobria lady Vere de Vere[8],y así, para evitar un estallido, buscó refugio en Browning.

El señor Gregory, sin avergonzarse en absoluto y sin la menor consideraciónpor los sentimientos de Persis, continuó registrando la habitación a conciencia,por todas partes. Era un detective, recordó, y su trabajo consistía ante todo endesenmascarar el delito, con independencia de cuáles fueran las circunstancias.Lady Maclure seguía entretanto con la imperturbable Bertha. Gregory registróhasta el último rincón y la última ranura, como quien se propone demostrar almundo que está cumpliendo con un deber ingrato y actúa para ello coninfatigable minuciosidad. Cuando hubo terminado, se volvió a lady Maclure.

—Y ahora —dijo, fríamente—, si hace usted el favor, procederemos aregistrar las habitaciones del servicio.

Lady Maclure miró a su doncella.—Bertha —ordenó—, baja y asegúrate de que ninguno de los criados sube a

sus dormitorios. —Lady Maclure no había nacido para dar órdenes y nunca llegóa adquirir la odiosa costumbre aristocrática de llamar a sus criadas por elapellido.

Pero el detective se opuso tajantemente:—No, no. Es mejor que esta joven se quede aquí con la señorita Remanet,

bajo su estricta vigilancia, hasta que haya registrado las habitaciones, porque, siallí no encuentro nada, tal vez me vea en la desagradable obligación de llamar auna detective para que la registre.

Esta vez fue lady Maclure quien montó en cólera.—¡Esta muchacha es mi doncella personal —protestó con frialdad— y tengo

plena confianza en ella!—Lo lamento mucho, señora —contestó el detective, en tono formal—, pero

la experiencia nos enseña que cuando una persona de la que nadie sospecha ni ensueños se ve envuelta en un caso, es esa persona quien ha cometido el robo.

—¡A este paso la siguiente sospechosa seré y o! —exclamó lady Maclure condisgusto.

—Usted, señora, es la última persona en el mundo de la que se me ocurriría

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sospechar —respondió el señor Gregory, haciendo una cortés reverencia que, ala vista de lo que había dicho hasta el momento, resultó como mínimo equívoca.

Persis empezaba a enfadarse. Bertha no le gustaba en absoluto, pero estabaen la casa como invitada de lady Maclure y no podía permitirse incomodar a suanfitriona.

—Nadie registrará a la muchacha —protestó acaloradamente—. Me trae sincuidado perder o no perder esas condenadas piedras. ¿Qué valen en comparacióncon la dignidad de una persona? No pienso considerarlo siquiera.

—Valen exactamente siete años de prisión —señaló el señor Gregory confirmeza profesional—. Y, por lo que se refiere al registro, eso ya no está en susmanos. Se ha cometido un delito y estoy aquí para cumplir con un deber público.

—No tengo ningún inconveniente en que me registren —se ofreció Berthacon aire indiferente—. Puede usted registrarme si lo desea… cuando consiga unaorden judicial.

El detective le dirigió una mirada severa, lo mismo que Persis. Estamanifestación de sus conocimientos de los derechos de los delincuentes produjouna impresión desfavorable.

—¡Bueno, ya nos ocuparemos de eso! —dijo el policía con una sonrisaglacial—. Entretanto, lady Maclure, echaré un vistazo a las habitaciones delservicio.

III

El registro (estrictamente ilegal) fue infructuoso. El señor Gregory regresó aldormitorio de Persis desconsolado.

—Puede usted retirarse —le dijo a Bertha. Y la doncella saliómajestuosamente—. He ordenado a un agente que vigile la puerta y no le quiteojo de encima —añadió a modo de explicación.

A estas alturas, Persis estaba casi segura de quién era el culpable, pero seabstuvo de decírselo al detective, por deferencia a lady Maclure. El impasiblepolicía, por su parte, empezó a hacer preguntas, algunas de las cuales, pensóPersis, casi bordeaban el terreno de lo personal. ¿Dónde había estado la nocheanterior? ¿Estaba segura de que llevaba los rubíes? ¿Cómo volvió a casa? ¿Estabasegura de que se había quitado las joyas? ¿La ayudó la doncella a desnudarse?¿Quién la acompañaba en el carruaje?

A todas estas preguntas, disparadas con la rapidez de un severo interrogatorio,respondió Persis con claridad norteamericana. Estaba segura de que llevaba losrubíes cuando regresó a Hampstead, porque sir Justin O’Byrne, que la acompañóhasta la puerta en el carruaje de su hermana, se fijó en ellos y le dijo que tuvieracuidado.

La mención de este caballero suscitó en el señor Gregory una elocuente

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sonrisa. (Esta clase de sonrisas es una especialidad de los detectives.)—Ah, ¡sir Justin O’Byrne! —repitió con tranquilad—. ¿Dice usted que vino

con él en el coche? ¿Iba sentado a su lado?Lady Maclure se indignó, tal como se proponía el policía.—Ciertamente, señor —dijo, muy enfadada—, si va usted a sospechar de

caballeros como sir Justin, ninguno de nosotros estará a salvo de usted.—La ley —señaló el señor Gregory, con un aire profundamente respetuoso—

no hace distinciones con las personas.—Pues debería hacerlas con las personalidades —protestó vivamente lady

Maclure—. ¿De qué sirve tener una reputación intachable, me gustaría saber,si… si…?

—¿Si eso no permite cometer un robo impunemente? —apuntó el detective,completando la frase a su manera—. Bueno, bueno, eso es cierto. Eso escompletamente cierto. Pero la reputación de sir Justin, como usted sabe, no esprecisamente lo que se dice intachable.

—Es un caballero —insistió Persis, con los ojos echando chispas—, y esincapaz de cometer un delito tan despreciable y ruin como el que usted se atrevea insinuar.

—Comprendo —dijo el señor Gregory, como si un oportuno rayo de luzviniese de pronto a iluminar una oscuridad profunda—. ¡Sir Justin es amigo suyo!¿La acompañó hasta el porche?

—Sí —contestó Persis, poniéndose como la grana—. Y si tiene usted lainsolencia de presentar cargos contra él…

—Tranquilícese, señora —interrumpió el detective sin alterarse—. No tengointención de hacer nada por el estilo… en este punto de la investigación. Esposible que no se trate de un robo. De momento debemos estar abiertos acualquier posibilidad. Es… es una insinuación delicada, pero, antes de seguiradelante… ¿Cree usted, tal vez, que sir Justin podría haberse llevado los rubíes sinquerer, enredados en su ropa? Digamos, por ejemplo, ¿en la manga de la levita?

Era una explicación posible, pero Persis se negó a aceptarla.—En ningún momento tuvo esa oportunidad —respondió sin vacilación—. Y

sé muy bien que llevaba los rubíes cuando nos despedimos, porque lo último queme dijo, señalando esta ventana, fue: « Ese balcón es muy propicio para losladrones. Tenga cuidado con los rubíes de los Remanet» . Y anoche, cuando melos quité, me acordé de sus palabras, por eso estoy tan segura de que los teníacuando llegué a mi habitación.

—Y ¡durmió usted con la ventana abierta! —dijo el señor Gregory, sin dejarde sonreír para sí—. ¡Bueno, está claro que tenemos todos los ingredientes paraun misterio de primera clase!

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IV

En los días sucesivos, no se hizo ningún hallazgo de importancia sobre elsensacional robo de los rubíes. La noticia se publicó en los periódicos,naturalmente, como se publica todo hoy en día, y en Londres no se hablaba deotra cosa. Persis saltó a la fama como la heredera norteamericana que habíaperdido sus joyas. La gente la señalaba en el parque y la observaba con losprismáticos en el teatro sin ningún disimulo. Casi valía la pena haberlos perdido,pensaba ella, si con eso ganaba tanta notoriedad social. Todo el mundo sabe queuna dama es una persona importante cuando puede ofrecer una recompensa dequinientas libras para recuperar una nadería valorada en seis mil.

Cierto día se encontró con sir Justin en Saville Row.—Entonces, ¿no se irá usted a París todavía… hasta que recupere los rubíes?

—preguntó él en voz baja.A lo que Persis contestó, ruborizada:—No, sir Justin. Todavía no. Y… casi me alegro.—¡No diga eso, por favor! —exclamó el joven con genuino ardor infantil—.

Verá, señorita Remanet, le confieso que eso mismo fue lo primero que pensécuando leí la noticia en el Times: « Bueno, al final, ¡de momento no se irá aParís!» .

Persis lo miró con franqueza desde el poni en el que iba montada.—Encontré consuelo en Browning —digo con voz temblorosa—. ¿Por qué

cree usted que me gusta leer? « Y aprende a valorar el corazón de un hombreverdadero / muy por encima de unos simples rubíes.» Figúrese usted que el librose abrió justo por esa página. ¡Fue como un ancla para mí!

Esa misma noche, sin embargo, cuando sir Justin volvió a casa, su criado leanunció:

—Un caballero ha venido esta tarde preguntando por usted, señor. Uncaballero muy bien afeitado y no precisamente agradable. Y no sé por qué,señor, me dio la sensación de que trataba de sonsacarme algo.

Sir Justin adoptó una expresión grave y subió inmediatamente a su dormitorio.Sabía lo que buscaba aquel caballero, y fue derecho al armario a registrar lalevita que llevaba la noche del robo. Las cosas pueden engancharse en unamanga, ya se sabe, enredarse en un puño o acabar por casualidad en un bolsillo.O alguien puede ponerlas allí.

V

El señor Gregory pasó los diez días siguientes muy ocupado, ocupado a todashoras. Era sin duda alguna el más activo y enérgico de los detectives. Llevabahasta las últimas consecuencias su máximo principio profesional de sospechar de

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todo el mundo, desde China hasta Perú, de ahí que la pobre Persis acabara porperderse en el laberinto de posibilidades que apuntaba el detective. Nadie estabaa salvo de su cultivado y experimentado olfato para la sospecha: ni sir Everard ensu estudio, ni lady Maclure en su gabinete, ni el mayordomo en la despensa, ni sirJustin O’Byrne en sus habitaciones de la calle St. James. Aquel detective nodescartaba nada ni a nadie. Dudaba incluso del loro, y tenía sus propias opinionessobre la posible intervención de ratas y terriers. Persis terminó harta de superverso ingenio, más aún porque se daba la circunstancia de que ella estaba casisegura de quién había robado los rubíes. Ahora bien, cuando el señor Gregory sepermitía expresar ciertas reservas que podían atentar siquiera remotamentecontra el honor de sir Justin, la susceptible muchacha ardía de indignación y senegaba a escucharlo, pero él no cesaba de inculcarle, con preceptos y oportunosejemplos, su doctrina favorita, según la cual la última persona de la que nadiesospecharía en el mundo al final siempre resulta ser la culpable.

Un par de días más tarde, Persis se asomó a su ventana mientras se arreglabael pelo. Últimamente se vestía sola, a pesar de que era una herederanorteamericana acostumbrada a la molicie, pues por alguna razón le habíatomado una manía incompresible a la recatada Bertha. Esa mañana en concreto,al mirar por la ventana, vio a la doncella enzarzada en íntima conversación, ajuzgar por las apariencias, con el cartero de Hampstead. La escena alteró nopoco el inestable equilibrio de su ecuanimidad. ¿Por qué razón era Bertha quienrecibía al cartero en la puerta? ¡Entre los deberes de la doncella de lady Maclureni mucho menos figuraba el de recoger el correo! ¿Y por qué insistía en saberquién escribía a la señorita Remanet? Y es que Persis, consciente de que laprimera carta del montón que el cartero llevaba en la mano era una nota de sirJustin —la reconoció en el acto, a pesar de la distancia, por la peculiar forma delsobre grande y rugoso—, llegó de pronto a la natural conclusión femenina de queBertha tenía sin lugar a dudas un motivo abstruso del que ella era como mínimoparte constituyente. Todos somos proclives a ver las cosas desde una perspectivapersonal; de hecho, la única cualidad que convierte a un hombre o a una mujeren posible novelista, ya sea bueno, malo o regular, es esa capacidad especial deprofundizar en la personalidad de los demás, y ésta es una facultad que portérmino medio únicamente tiene un hombre o una mujer entre mil.

Persis tocó la campana con furia. Bertha acudió a su llamada con la mejor desus sonrisas.

—¿Desea algo, señorita?Persis deseaba estrangularla.—Sí —contestó secamente, decidida a coger el toro por los cuernos—.

¿Quiero saber qué hacías ahí, espiando las cartas ajenas con el cartero?Bertha la miró con una expresión anodina, como siempre, y respondió sin un

segundo de vacilación:

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—El cartero es mi novio, señorita. Esperamos casarnos muy pronto.« ¡Qué ser tan odioso! —pensó Persis—. Siempre tiene una respuesta

preparada para cualquier emergencia.»Pero a Bertha le latía violentamente el corazón. Le latía de amor, de

esperanza y de anhelos postergados.Ese día, poco después, Persis le contó el incidente a lady Maclure, como sin

darle importancia, ante todo para asegurarse de que la muchacha mentía. LadyMaclure corroboró la noticia con alguna reserva.

—Creo que está prometida con el cartero. Eso me parece haber oído. Aunquecomo comprenderás, querida, tengo por norma saber lo menos posible de losasuntos amorosos de mis criados. Carecen del menor interés. Pero es verdad queBertha me dijo que de momento no tenía intención de dejarme para casarse. Deeso hace solo diez días. Dijo que su novio aún no estaba en condiciones deofrecerle un hogar.

—Quizá —insinuó siniestramente Persis— haya ocurrido algo desde entoncesque ha mejorado su situación. A veces suceden cosas así de extrañas. ¡Podríahaber encontrado una fortuna!

—Quizá —respondió lady Maclure con desgana. El tema le aburríasobremanera—. Aunque así fuera, ha tenido que ser todo muy repentino, porquecreo que fue la mañana del día en que perdiste tus joyas cuando Bertha me lodijo.

A Persis le pareció muy raro, pero se abstuvo de hacer comentarios.Esa noche, antes de cenar, irrumpió de pronto en el dormitorio de lady

Maclure. Bertha estaba peinando a su señora. Esperaban a unos amigos paracenar, entre ellos a sir Justin.

—¿Qué tal me sientan estas perlas, lady Maclure? —preguntó Persis coninquietud, pues quería estar radiante para un invitado en particular.

—¡De maravilla! —dijo su anfitriona con su sonrisa formal—. Nunca he vistonada que te favorezca más, Persis.

—¡Aparte de mis pobres rubíes! —se lamentó Persis, porque las alhajas decolores son una posesión tan preciada para los pueblos incivilizados como para lasmujeres—. ¡Ojalá pudiera recuperarlos! Me extraña que ese detective aún nohaya logrado dar con ellos.

—¡Ay, querida! —dijo lady Maclure, arrastrando las palabras—. No te quepaduda de que a estas alturas ya estarán en Ámsterdam. Es el único lugar deEuropa donde hay que buscarlos.

—¿Por qué en Ámsterdam, señora? —preguntó Bertha de buenas a primeras,mirando a Persis de reojo.

Lady Maclure movió la cabeza, sorprendida por tan impertinente intromisión.—¿Por qué quieres saber eso, chiquilla? —dijo con cierta brusquedad—. Pues

para cortarlos, naturalmente. Todos los tallistas de diamantes del mundo se

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concentran en Ámsterdam, y lo primero que hace un ladrón cuando se apoderade una joya importante es llevarla allí para que la corten y evitar así que puedanreconocerla.

—Claro, tendría que habérmelo imaginado —dijo Bertha tranquilamente—.Saben a quién enviarla.

Lady Maclure respondió tajantemente.—Estas cosas —dijo, con aire de sereno conocimiento—, son siempre obra

de ladrones experimentados que están al tanto de todo y se confabulan conperistas del mundo entero. De todos modos, estoy segura de que el señorGregory ha puesto los ojos en Ámsterdam, y no tardaremos en tener noticias.

—Sí, señora —asintió Bertha con tono complaciente, y volvió a sumirse en elsilencio.

VI

Cuatro días más tarde, alrededor de las nueve de la noche, el carterito demarras merodeaba por los alrededores de la residencia de sir Everard Maclure,en flagrante desafío de las normas de la casa y en íntima conversación conBertha.

—Bueno, ¿has tenido alguna noticia? —preguntó la muchacha, temblando deemoción, pues cuando estaba con su novio era una persona muy distinta de ladiscreta, imperturbable y modélica doncella de lady Maclure.

—Pues sí —dijo el cartero, con moderada risa de triunfo—. ¡Una carta deÁmsterdam! Y ¡creo que ya está todo arreglado!

Bertha casi se arrojó en sus brazos.—¡Ay, Harry ! —exclamó con ardor—. ¡Es demasiado bonito para ser

verdad! ¡Entonces, dentro de un mes podremos casarnos por fin!Sucedió a estas palabras un silencio colmado de sonidos imposibles de

representar mediante el arte de la tipografía, hasta que Harry murmuró:—¡Es una cantidad de dinero increíble! ¡Una auténtica fortuna! Y, lo que es

más, Bertha, ¡si no hubiera sido por tu astucia, jamás lo habríamos conseguido!Ella le apretó la mano con cariño, porque incluso las doncellas de la

aristocracia son humanas.—Bueno, creo que si no estuviera tan enamorada de ti —respondió con

sinceridad—, nunca habría encontrado el ingenio necesario. Pero, Harry, ¡elamor nos mueve a hacer cualquier cosa o a intentar cualquier cosa!

Si Persis hubiera oído estas significativas palabras, no habría quedado en ellaresquicio alguno para la duda.

VII

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A las diez de la mañana del día siguiente, un policía fue a hablar con sirEverard. Quería ver a la señorita Remanet. Cuando Persis se presentó, recibió unescueto anuncio de la jefatura de policía.

—Han encontrado sus joyas, señorita. ¿Tendrá la bondad de venir aidentificarlas?

Temblando de los pies a la cabeza Persis se marchó con el policía, encompañía de lady Maclure. Bajaron del coche en la comisaría y entraron en elvestíbulo.

Un pequeño grupo esperaba su llegada. La primera persona a la que Persisreconoció fue sir Justin. Un intenso terror se apoderó de ella. El detective la habíaenvenenado para entonces con sus sospechas: de ahí que recelara de todos y detodo lo que le salía al paso, incluida su propia sombra. Sin embargo, le bastó uninstante para ver con claridad que sir Justin no estaba detenido y tampoco encalidad de testigo, sino que era un simple espectador. Lo saludó con una rápidainclinación de cabeza y acto seguido echó un vistazo alrededor. La siguientepersona en la que reparó era Bertha, tan fría y serena como siempre, pero en elcentro del grupo, ocupando por así decir el lugar de honor que por naturalezacorresponde al preso en ocasiones similares. No sorprendió a Persis ver a ladoncella: lo había sabido desde el primer momento. Dirigió una mirada cómpliceal señor Gregory, que se encontraba ligeramente apartado del grupo y no teníaen absoluto una expresión de victoria. Le extrañó este aire de decepción, perosabía que era un detective orgulloso y pensó que quizá había sido otro quien habíaefectuado la detención.

—Creo que éstas son sus joyas —dijo el inspector, sosteniéndolas en alto. YPersis las reconoció—. Es un caso muy doloroso —continuó—. Un caso muydoloroso. Nos entristece mucho saber que el ladrón ha sido uno de los nuestros,pero, como él mismo lo ha confesado todo y está dispuesto a solicitar laclemencia del tribunal, de nada sirve darle más vueltas. No intentará defenderse.Lo cierto es que, a la vista de las pruebas, creo que es lo mejor y lo más sabio.

Persis estaba perpleja.—No entiendo —dijo, completamente desorientada—. ¿A qué se refiere?Sin decir palabra, el inspector señaló con una mano al señor Gregory, y

entonces, por primera vez, Persis cayó en la cuenta de que el detenido era él. Sedio una palmada en la frente y en un abrir y cerrar de ojos lo comprendió todo.Cuando avisó a la policía, nadie había robado los rubíes. ¡Fue el detective quienlos robó!

De repente lo vio todo con claridad. Los detalles de aquella noche volvieron asu memoria. Se había quitado la gargantilla y la había dejadodespreocupadamente sobre el tocador (absorta como estaba en sir Justin). Acontinuación la tapó con su pañuelo sin fijarse en lo que hacía y se olvidó de ellapor completo. Al día siguiente la echó de menos y llegó a la conclusión de que la

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habían robado. Cuando el señor Gregory entró en el dormitorio, vio que los rubíesasomaban por una esquina del pañuelo. Como Persis era una mujer, habíabuscado las alhajas en todas partes menos en el sitio donde las había dejado, y eldetective, sabiendo que no corría ningún peligro, se las guardó en el bolsillodelante de sus narices, sin que nadie lo viera. Estaba seguro de que nadie podíaacusarlo de un robo que se había cometido antes de su llegada y que él tenía lamisión de investigar personalmente.

—Lo peor de todo —prosiguió el inspector— es que ha ideado una tramamuy ingeniosa para acusar a sir Justin O’Byrne, a quien habríamos estado apunto de detener hoy mismo si esta muchacha no se hubiera presentado a lasonce, en el momento justo, para solicitar la recompensa por proporcionarnos laprueba que nos ha permitido recuperar las joyas. Un detective de Ámsterdam lasha traído esta mañana.

Persis miró a Bertha asombrada.—Mi novio era el cartero, señorita —explicó la doncella con sencillez—. Y

después de lo que dijo lady Maclure, le pedí que vigilase al señor Gregory ycomprobara si recibía alguna carta de Ámsterdam. Sospeché de él desde elprimer momento y, cuando llegó la carta, conseguimos que lo detuvieran en elacto y averiguamos a qué personas de Ámsterdam había enviado los rubíes.

Persis se quedó boquiabierta. La cabeza le daba vueltas. Fue Gregory quiendesde el fondo del vestíbulo pronunció la última palabra.

—Bueno, al final yo tenía razón —dijo con orgullo profesional—. Ya le dijeque el ladrón sería la persona de la que a nadie se le ocurriría sospechar.

Los rubíes de lady O’Byrne han sido objeto de gran admiración en MonteCarlo esta última temporada. El señor Gregory encontró un empleo fijo para lossiete años siguientes en las canteras de su majestad, en la isla de Portland. Berthay su cartero se marcharon a Canadá con sus quinientas libras y compraron unagranja. Y todo el mundo dice que sir Justin O’Byrne ha batido finalmente elrécord entre los barones irlandeses, al contraer un matrimonio por dinero y amoral mismo tiempo.

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La aventura de la anciana cascarrabias

(1898)

El día en que me vi con solo dos peniques en el bolsillo, decidí, como es lógico,dar la vuelta al mundo.

Fue la muerte de mi padrastro lo que me impulsó a emprender el viaje. Yonunca llegué a conocer a mi padrastro. A decir verdad, para mí siempre habíasido el distante coronel Watts-Morgan. No le debía nada más que mi pobreza. Secasó con mi querida madre cuando yo era una niña y vivía en un internado suizo,y dilapidó la pequeña fortuna que mi padre le había dejado exclusivamente aella, destinándola al pago de sus deudas de juego. Hecho esto, se llevó a mimadre a Birmania y, una vez que entre él y el clima de ese país consiguieronacabar con su vida, me compensó por todo lo que me había robado con una sumainsignificante, dejándome con lo justo para estudiar en Girton. Por eso, cuando elcoronel falleció, el mismo año en que yo terminaba mis estudios, no estiménecesario guardar luto, sobre todo al ver que decidió morir en el preciso instanteen que y o tenía que recibir mi herencia, y no me legó nada más que deudas.

—Seguro que podrás dedicarte a la enseñanza —dijo Elsie Petheridge cuandole conté mis planes—. Hay mucha demanda de profesores de enseñanzasuperior.

La miré con horror.—¡A la enseñanza, Elsie! —Yo había ido a la ciudad para ayudarla a

instalarse en unas habitaciones sin amueblar—. ¿A la enseñanza has dicho? ¡Paraser una buena maestra como tú! Vais a Cambrigde, pasáis un montón deexámenes que os dejan sin una gota de ánimo o de vida, y entonces ospreguntáis: « Vamos a ver, ¿para qué sirvo? ¡Solo estoy capacitada paraexaminar a otras personas!» . Eso es lo que nuestro rector llamaría un círculovicioso… si es que alguien pudiera aceptar que en ti haya algo vicioso, querida.No, Elsie. No tengo intención de dedicarme a la enseñanza. No tengo maderapara eso. Nunca sería capaz de tragarme un palo, aunque me pasara semanasintentándolo. Los palos no van conmigo. Entre tú y yo, soy un poco rebelde.

—Sí que lo eres, Oscurita —dijo Elsie, con las mangas enrolladas,olvidándose por un momento de la pared que estaba empapelando. Me llamabanOscurita, en parte por mi tez morena, y en parte porque nunca me entendían—.Eso lo sabemos todas desde hace mucho tiempo.

Solté la brocha impregnada en cola.—¿Te acuerdas, Elsie —pregunté en voz baja, posando la vista en el rollo de

papel pintado— de que cuando llegué a Girton todas llevabais el pelo liso y

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recogido en un moño del tamaño de un panecillo? ¿Y de que yo irrumpí como unhuracán tropical y os corrompí a todas? ¿Y de que, después de pasar tres díasconmigo, las más inocentes se cortaron el flequillo, mientras otras, a escondidasy temblando de miedo, iban a comprar un par de tenacillas? Estallé como unagranada de mano en mitad de todas vosotras. Ni siquiera tú te atrevías a hablarconmigo al principio.

—Es que tenías una bicicleta —contestó Elsie, alisando la pared a medioempapelar—. Y en aquellos días, una señorita por nada del mundo iba enbicicleta. Tienes que reconocer, Oscurita, que eso fue una innovación de lo mássorprendente. Nos aterrorizaste. Y eso que a fin de cuentas eres inofensiva.

—Eso espero —dije con fervor—. Solo iba un poco por delante de mi tiempo,nada más. Hoy en día, hasta la mujer de un sacerdote puede ir en bicicleta sinque nadie se escandalice.

—Pero si no piensas dedicarte a la enseñanza —insistió Elsie, mirándome consus increíbles ojos azules—, ¿qué piensas hacer? —Su horizonte estabacompletamente delimitado por el círculo académico.

—No tengo la más mínima idea —dije, sin dejar de encolar la pared—. Pero,como no puedo aprovecharme de tu generosa hospitalidad de por vida, haga loque haga, pienso empezar esta misma mañana, cuando hayamos terminado deempapelar. No podría dedicarme a la enseñanza… La enseñanza, como el colormalva, es el refugio de las ineptas… y tampoco quiero vender sombreros sipuedo evitarlo.

—¿Tú de sombrerera? —dijo Elsie, con gesto de horror.—¿Por qué no? Es un oficio digno. Hasta las hijas de los duques se dedican

ahora a eso. Pero no tienes por qué horrorizarte. Ya te digo que de momento noconsidero esa posibilidad.

—¿Qué consideras, entonces?Me quedé pensativa unos instantes.—Estoy aquí, en Londres —dije, con la mirada absorta en el techo—. En

Londres, con sus calles adoquinadas de oro, aunque a primera vista parezcan depiedra sucia. En Londres, la ciudad más grande y más rica del mundo, dondecualquier espíritu aventurero puede tener la certeza de encontrar un resquiciopara la aventura. (Ese lienzo ha quedado muy arrugado. Tendremos quedespegarlo y poner otro.) Y por tanto me propongo trazar un plan. Entregarme aldestino o, si lo prefieres, dejar mi futuro en manos de la Providencia. Estamañana saldré a pasear, en cuanto me haya « adecentado» , y aceptaré laprimera ocasión que se me ofrezca al azar. Nuestro Bagdad es un hervidero dealfombras mágicas. La primera que vea acercarse volando, zas, la cazaré alvuelo. Iré allí donde me esperen la gloria o una modesta ocupación. Me agarraréa la primera oferta, a la primera insinuación de oportunidad.

Elsie me miró, más asombrada y perpleja que nunca.

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—Pero ¿cómo? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¡Eres tan extraña! ¿Qué harás paraencontrarla?

—Ponerme el sombrero y salir a la calle —respondí—. Nada más sencillo.Esta ciudad está llena de oportunidades y de sorpresas. Gentes de oriente yoccidente pasan por aquí camino de los cuatro puntos cardinales. Los tranvías lacruzan de lado a lado… tengo entendido que llegan hasta Islington y Putney, y enellos se sientan frente a frente personas que nunca se han visto hasta entonces yque quizá no vuelvan a verse, o que, por el contrario, quizá puedan pasar el restode su vida juntas.

Tenía un discurso bien armado en la cabeza, de un contenido muy similar,sobre las infinitas posibilidades de coincidir con inesperados ángeles en un coche,en el suburbano, en una panadería bien ventilada, pero los ojos horrorizados deElsie me hicieron pararme en seco, como un calesín en Picadilly cuando ve enalto la inexorable mano del guardia.

—¡Ay, Oscurita! ¿No irás a decirme que piensas pedirle al primer joven conel que te encuentres en un tranvía que se case contigo?

Me reí a carcajadas.—Elsie —dije, besando su querida cabeza rubia—, eres impagable. Nunca

comprenderás lo que quiero decir. Tú no entiendes ese lenguaje. No, no. Solotengo intención de salir en busca de aventuras. Qué aventuras puedan presentarsees algo de lo que en este momento no tengo la más mínima idea. La diversiónestá en la búsqueda, en la incertidumbre, en la absoluta falta de seguridad. ¿Dequé sirve estar sin blanca, no tener más que dos peniques, si una no está dispuestaa aceptar la situación con el espíritu con que se acude a un baile de máscaras enCovent Garden?

—Nunca he estado en un baile de máscaras —dijo Elsie.—¡Ni yo tampoco, válgame Dios! ¿Por quién me has tomado? Pero quiero

ver adónde me lleva del destino.—¿Puedo ir contigo? —rogó Elsie.—Por supuesto que no, mi niña —contesté. Era tres años mayor que yo, de

ahí que me sintiera con derecho a tratarla con condescendencia—. Eso loestropearía todo. Esa carita tuya ahuyentaría la más tímida aventura. —Elsiecomprendió lo que quería decir. Sus facciones eran dulces y reflexivas, perocarecían por completo de iniciativa.

Y así, cuando terminamos de empapelar, me calé mi mejor sombrero y mefui a pasear por Kensington Gardens.

Siempre se me ha dicho que una situación como la mía era para estaralarmadísima: una muchacha de veintiún años, sola en el mundo y a nada másque dos peniques de la ruina, sin amistades que la protejan ni familia que laaconseje. (No tengo en cuenta a la tía Susan, que merodeaba por Blackheath ensu elegante indigencia y a todo el mundo repartía sus consejos, lo mismo que sus

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folletos, con demasiada efusividad, de ahí que nadie fuese capaz de otorgarlesdemasiado valor.) Lo cierto, tengo que reconocerlo, es que no estaba alarmadaen absoluto. La naturaleza me ha dotado de una buena mata de pelo negro y debuen ánimo en abundancia. Si mis ojos fueran como los de Elsie, de ese azullíquido que contempla la vida con una mezcla de compasión y asombro, tal vezhabría sentido lo que debiera sentir una muchacha en semejantes circunstancias,pero, como tengo los ojos grandes y oscuros, con una pizca de brillo, y soy tancapaz de montar en bicicleta como cualquiera de mis conocidas, he heredado odesarrollado una manera de mirar el mundo que tiende claramente más a laalegría que al desaliento. Me crezco ante las dificultades. Por eso acepté miapurada situación como una experiencia divertida que me ofrecía un ampliomargen para ejercitar tanto el valor como el ingenio.

¡Qué infinidad de oportunidades ofrece Kensington Gardens: el estanqueredondo, el sendero sinuoso, el misterioso y recluido palacio holandés! Es todo unhervidero de posibilidades. Un romántico territorio limitado al norte por el abismode Bayswater, y al sur por el anfiteatro del Albert Hall. No obstante, decidí situarmi aventura en el largo paseo. Me llamaba de un modo parecido a como el pasodel noroeste llamó a mis antepasados marinos: los bucaneros de Devon de lostiempos isabelinos. Me senté en un banco, al pie de un viejo olmo con un poéticohueco en el tronco, prosaicamente tapado por una plancha de hierro. Al otro ladohabía dos damas mayores de aspecto señorial, con esa altivez y esa fealdadcaracterísticas de la aristocracia inglesa de larga data. Hablaban en tonoconfidencial cuando llegué y un incidente tan nimio como mi aparición no bastópara interrumpir el flujo de su conversación. Los grandes ignoran la intromisiónde sus inferiores.

—Sí, es un contratiempo terrible —señaló la may or y más fea de las dos, unadama de alta cuna, con inconfundible gesto de cascarrabias. Tenía una nariz decorte romano y el cutis ajado como una manzana marchita. Llevaba en elsombrero una cinta de encaje de color café con leche, a juego con el color de sutez—. Pero ¿qué iba a hacer, querida? Me era sencillamente imposible tolerarsemejante insolencia. Conque también y o la miré sin pestañear. ¡No te imaginascómo temblaba! Y en mi tono de voz más glacial… y a sabes lo fría que puedoser cuando la ocasión lo requiere —la otra dama asintió de buen grado, como siestuviera plenamente dispuesta a reconocer el raro don de la frialdad de suamiga—, le dije: « Puedes pasar a recoger tu salario mensual, y tienes mediahora para abandonar esta casa» . Me hizo una profunda reverencia y contestó:«Oui, madame; merci beaucoup, madame; je ne désire pas mieux, madame»[9].Y se fue muy ofendida. Así acabó todo.

—¿Y te marchas a Schlangenbad el lunes?—Ésa es la cuestión. El lunes. Si no fuera por el viaje, estaría encantada de

haberme librado de esa fresca. En realidad lo estoy, porque en la vida he visto

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muchacha más insolente, entera, independiente, respondona y despectiva,Amelia… pero tengo que ir a Schlangenbad. Ahí está el problema. Por un lado, sicontrato a una doncella en Londres, tendré que elegir entre dos males. O bien meconformo con una muchacha inglesa que no para en ninguna parte, y sé porexperiencia que tener una doncella inglesa en el continente es mucho peor que notener doncella, porque tienes que atenderla en lugar de que ella te atienda a ti: semarea en la travesía y, cuando llega a Francia o a Alemania, detesta las comidasy a los empleados del hotel, y, como no habla el idioma, se pasa la vidapidiéndote que hagas de intérprete en sus diferencias personales con la fille-de-

chambre[10] y el casero; o bien tengo que buscar una doncella francesa enLondres, y también sé por experiencia que las doncellas francesas en Londresson invariablemente deshonestas, más de lo general. Vienen aquí porque notienen a nadie que pueda recomendarlas y les parece poco probable que escribasa su última señora en Toulouse o en San Petersburgo para pedir referencias.Claro que, por otro lado, tampoco puedo esperar hasta llegar a Schlangenbadpara encontrar allí a una sencilla Gretchen del Taunus… Digo yo que aúnquedarán muchachas sencillas en Alemania, de fabricación alemana, pero estoysegura de que en Inglaterra ya no las fabrican así. Como sucede con todo lodemás, la producción de inocencia campesina se ha trasladado del país. Nopuedo esperar hasta encontrar una Gretchen, tal como me gustaría, por lasencilla razón de que no me atrevo a hacer sola la travesía del Canal y seguir ellargo viaje hasta Schlangenbad por Ostende o Calais, Bruselas y Colonia.

—Podrías contratar a una doncella temporalmente —sugirió su amiga, en unmomento en que el tornado se sosegó.

La anciana cascarrabias ardió de indignación.—Sí, y ¡que me robe mis joyas! O que luego resulte que no sabe ni una

palabra de alemán. O que tenga que atenderla en el barco cuando lo que deseo escentrar toda mi atención en mis propias desdichas. No, Amelia, esa sugerenciame parece muy desconsiderada de tu parte. ¡Qué poco comprensiva eres! Tengointención de instalarme allí. No pienso contratar a nadie temporalmente.

Vi mi oportunidad. La idea se me antojó deliciosa. ¿Por qué no empezar porSchlangenbad con la anciana cascarrabias?

Naturalmente, no tenía la más remota intención de aceptar un puesto dedoncella permanente. Ni siquiera, si a eso vamos, como recurso provisional. Perosi quería dar la vuelta al mundo, ¿qué mejor que empezar por el país del Rin? ElRin lleva al Danubio, el Danubio al mar Negro, el mar Negro a Asia; y así, através de la India, China y Japón, se llega hasta el Pacífico y San Francisco,desde donde se emprende el regreso cómodamente pasando por Nueva York, yallí se embarca en un transatlántico de la White Star. Ya empezaba a sentirmecomo una trotamundos. La anciana cascarrabias era mi palanca, ¡el primerpeldaño de la escalera! Y decidí poner un pie en él.

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Me recliné en el tronco del árbol y con mi voz más amable dije:—Disculpe, pero creo que tengo una solución para su problema.Mi primera impresión fue que la anciana cascarrabias estaba al borde de la

apoplej ía. Se puso roja de indignación y asombro al ver que una desconocida seatrevía a dirigirle la palabra, tanto, en verdad, que por un instante casi lamenté laimpertinencia, pese a mis buenas intenciones. Me miró luego de hito en hito,como si fuera y o el maniquí de un comercio de capas y considerara ella sicomprar o no la prenda en cuestión. Por fin, mirándome a los ojos, se lo pensómejor y soltó una carcajada.

—¿Qué haces escuchando a escondidas? —dijo.Esta vez fui y o quien se ofendió.—Esto es un sitio público —repliqué con dignidad—, y no estaba usted

hablando en un tono precisamente confidencial. Si no quiere que la oigan, nodebería gritar tanto. Además, intentaba hacerle un favor.

La anciana cascarrabias volvió a mirarme de pies a cabeza. No me arredré.Se volvió entonces a su compañera.

—Tiene genio, la muchacha —observó en tono alentador, como si hablara deuna persona ausente—. Te doy mi palabra, Amelia, de que me gusta su aspecto.Y bien, mi buena mujer, ¿qué quería proponerme?

—Simplemente esto —contesté, tirando de la brida con intención de aplastarla—. He estudiado en Girton, soy hija de un militar, ni mejor ni peor que lamay oría de las mujeres de mi clase, y no tengo ninguna ocupación en particularpor el momento. No tendría inconveniente en ir a Schlangenbad. La escoltaría enel viaje, como acompañante o empleada, o como prefiera usted llamarlo. Mequedaría con usted una semana, hasta que encuentre a su presumiblementesencilla Gretchen, y entonces la dejaría. El salario es lo de menos; me basta conlos gastos del viaje. Acepto la ocasión como una oportunidad económica dellegar a Schlangenbad.

La anciana de tez cetrina volvió a escrutarme, esta vez con sus anteojos decarey.

—¡Válgame Dios! —murmuró—. ¿Adónde van a llegar las muchachas dehoy? De Girton, dice usted. ¡Girton! Ese college de Cambridge. Habla ustedgriego, por supuesto, pero ¿y alemán?

—Como un nativo —respondí con alegre prontitud—. Estudié en Berna. Escomo mi lengua materna.

—Ah, no —dijo la anciana, fijando sus ojos vivos en mi boca—. Esos labiosjamás serían capaces de articular schlecht o wunderschön. No están hechos paraeso.

—Disculpe —respondí en alemán—. Lo que digo es cierto. La inolvidablemúsica de la lengua alemana se grabó en mis oídos desde el primer momento.

La anciana se rió con ganas.

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—A mí no me farfulles, querida. Detesto esa jerigonza. Es el único idioma delmundo capaz de afear incluso los labios de una muchacha guapa. Hasta tú hacesmuecas cuando lo hablas. ¿Cómo te llamas, jovencita?

—Lois Cay ley.—¡Lois! ¡Valiente nombre! Es la primera vez en mi vida que conozco a

alguien con ese nombre, descontando a la abuela de Timothy. Pero tú no eresabuela de nadie, ¿o sí?

—No que y o sepa —respondí con gravedad.Volvió a soltar una carcajada.—Bueno, creo que me servirás —dijo, cogiéndome del brazo—. Parece que

ese enorme molino de Cambridge no ha conseguido triturar tu originalidad. Meencanta la originalidad. Has sido muy lista al cazar la ocasión al vuelo. LoisCay ley, dices que te llamas. ¿Tienes algún parentesco con ese cabeza loca delcapitán Cay ley del Cuarenta y Dos de Húsares?

—Soy su hija —respondí con rubor, porque me sentía orgullosa de mi padre.—¡Vay a! Ahora recuerdo que falleció, pobrecillo. Era un buen militar, y

su… —Tuve la impresión de que iba a decir, « la tonta de su viuda» , pero serefrenó al reparar en mi mirada—. Su viuda se casó con ese botarate tan apuesto:Jack Watts-Morgan. Querida, no te cases nunca con un hombre de apellidocompuesto y sin medios de subsistencia aparentes; sobre todo si en general se leconoce por un apodo. Así que eres hija del pobre Tom Cay ley. Bueno, bueno,creo que podemos llegar a un acuerdo sobre este asunto. Ten en cuenta quesiempre quiero salirme con la mía. Si vienes conmigo a Schlangenbad, tendrásque hacer lo que yo mande.

—Creo que seré capaz… por una semana —dije, con pudor.Sonrió ante mi audacia. Pasamos a discutir las condiciones, que resultaron ser

muy satisfactorias. No necesitaba referencias.—¿Tengo pinta de ser una mujer que se preocupa por las referencias? Eso a

lo que se llama personas de carácter son por lo general inclasificables. Me hascautivado. ¡Eso es lo que cuenta! ¡Y el pobre Tom Cay ley ! Pero recuerda que amí nadie me lleva la contraria.

—No le llevaré la contraria aunque caiga usted en el may or de los desatinos—respondí con una sonrisa—. Y ¿puede decirme su nombre y dirección? —pregunté, cuando terminamos de discutir los preliminares.

Un leve rubor tiñó de un modo extraño las mejillas cetrinas de la ancianacascarrabias.

—Querida mía —musitó—, mi nombre es lo único de lo que me avergüenzoen este mundo. Mis padres me infligieron el nombre más odioso que el ingeniohumano ha podido concebir para una cristiana, y nunca tuve el valor suficientepara rebelarme y cambiarlo.

—¿No irá usted a decirme que se llama Georgina? —pregunté, inspirada por

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un destello de intuición.La anciana cascarrabias me apretó el brazo con fuerza.—¡Qué muchacha tan inteligente! —exclamó—. ¿Cómo demonios se te ha

ocurrido? Me llamo Georgina.—Por camaradería —dije—. Yo me llamo Georgina Lois. Y estoy

completamente de acuerdo en que es una atrocidad, por eso he suprimido elGeorgina. Tendría que ser delito lanzar al mundo a una pobre muchacha inocentecon esa carga.

—¡Mi misma opinión, con puntos y comas! En verdad eres una muchacha deun sentido común excepcional. Aquí tienes mi nombre y dirección. Me marchoel lunes.

Miré la tarjeta. Incluso la letra era rimbombante: « Lady Georgina Fawley,49 Fortescue Crescent, W.» .

Tardamos veinte minutos en acordar el protocolo. Cuando me retiré, muysatisfecha, la amiga de lady Georgina vino corriendo detrás de mí.

—Ten cuidado —me advirtió—. Has cazado una fiera.—Eso sospechaba —dije—. Pero pasar una semana con una fiera será al

menos una experiencia.—Tiene un genio tremendo.—Eso no es nada. Yo también lo tengo. Aterrador, se lo aseguro. Y, si hay que

pelear, soy más grande, más joven y más fuerte que ella.—Bueno, te deseo que salgas bien parada.—Gracias. Es muy amable al advertirme, pero creo que sé cuidarme bien.

Vengo, como sabe, de una familia de militares.Me despedí de ella y volví a casa de Elsie. La querida Elsie se quedó

pasmada cuando le conté mi aventura.—¿De verdad vas a irte? ¿Y qué harás cuándo llegues allí?—No tengo ni idea. Ahí es donde empieza la diversión. Pero, no sé por qué,

creo que tengo que hacerlo.—¡Ay, Oscurita, podrías pasar hambre!—También podría pasarla en Londres. Esté donde esté, solo tengo dos manos

y una cabeza.—Pero aquí tienes a tus amigos. Podrías quedarte conmigo para siempre.La besé en la frente suave.—¡Qué buena y qué generosa eres, Elsie! Pero no me quedaré ni un segundo

más cuando hay amos terminado de pintar y empapelar. He venido a ayudarte.No podría quedarme aquí sin hacer nada, viviendo del pan que tú ganas con tantoesfuerzo. Eres un encanto, pero por nada del mundo querría añadir una carga alas que y a tienes. Y ahora, a remangarnos otra vez y a terminar con el friso.

—Pero, Oscurita, tendrás que empezar a preparar tus cosas. Recuerda que ellunes te vas a Alemania.

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Me encogí de hombros.—Es un truco extranjero que aprendí en Suiza. ¿Qué necesito preparar? No

puedo ir a comprar un conjunto de verano completo en Bond Street por dospeniques. No me mires así, Elsie. Sé práctica y deja que te ayude a pintar elfriso. —Y es que, si no la ayudaba, la pobre Elsie jamás conseguiría terminarlo.Era yo quien diseñaba la mitad de sus vestidos, porque sus ideas se limitaban casienteramente al cálculo diferencial. Y cortar una blusa según las reglas delcálculo diferencial es una tarea que a una profesora de secundaria se le hacemuy cuesta arriba.

El lunes habíamos terminado de empapelar y amueblar las habitaciones, yestaba lista para emprender mi viaje de exploración. Había quedado en vermecon la anciana cascarrabias en Charing Cross, y allí me encargué de su equipajey de los billetes.

¡Madre mía, qué quisquillosa era!—¡Vas a tirar esa cesta! Espero que hayas comprado los billetes vía Malines,

no vía Bruselas. No quiero pasar por Bruselas. Allí hay que hacer transbordo.Fíjate bien en lo que pesa el equipaje en libras inglesas, y que el empleado te déun recibo para que esos horrorosos maleteros belgas puedan comprobarlo. Tecobrarán el doble del peso si no eres capaz de convertirlo en kilos en el acto. Sécómo se las gastan. Los extranjeros no tienen conciencia. Les basta con ir a veral sacerdote y confesarse para borrar sus culpas y reemprender al día siguientesu carrera criminal. La verdad es que no sé por qué voy al extranjero. El únicopaís del mundo donde se puede vivir es Inglaterra. Sin mosquitos, sin pasaportes,sin… ¡por el amor de Dios, hija, no consientas que ese hombre odioso maltratemi sombrerera! ¿Es que no tiene usted un alma inmortal, porteador, y por esotrata las cosas ajenas como si fueran cucarachas? No, Lois, no te dejaré que lolleves tú. Es mi joy ero. Aquí van todas las joyas de la familia Fawley. Me niegorotundamente a aparecer en Schlangenbad sin un diamante que lucir. Eso no sesepara nunca de mis manos. ¡Bastante cuesta ya hoy en día conservar las faldaspegadas al cuerpo! ¿Te han garantizado ese coupé en Ostende?

Subimos al coche de primera clase. Era limpio y confortable, pero la ancianacascarrabias obligó al mozo a barrer el suelo y no paró quieta hasta que salimosde la estación. Por fortuna, el único ocupante del compartimento era un caballerodel continente de lo más educado y cortés —digo del continente, porque noestaba segura de si era francés, alemán o austríaco— que se desvivía porcomplacer todos los deseos de lady Georgina. ¿Deseaba la señora llevar laventanilla abierta? Desde luego que sí, con mucho gusto: hacía un día muybochornoso. ¿Un poco más cerrada. Parfaitement, así corría el aire, il faut

l’admettre[11]. ¿Prefería madame el asiento de la esquina? ¿No? En ese caso,¿quizá quisiera apoyar los pies en la maleta?Permettez… así. Por el suelo de los

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compartimentos siempre corre una corriente de aire frío. Es Kent lo que estamosatravesando. ¡Ah, el vergel de Inglaterra! Como diplomático, el caballeroconocía todos los rincones de Europa, y había oído les mots[12] que porcasualidad salieron de los labios de madame cuando se encontraba en el andén:¡no había país en el mundo tan delicioso como Inglaterra!

—¿Está monsieur agregado a la Embajada en Londres? —preguntó ladyGeorgina con amabilidad.

—No, madame. He dejado el servicio diplomático. Ahora resido en Londres

pour mon agrément[13]. A algunos de mis compatriotas les parece triste, pero y oencuentro que es la capital más fascinante de Europa. ¡Qué alegría! ¡Quémovimiento! ¡Qué poesía! ¡Qué misterio!

—Si por misterio se refiere a niebla, no hay nada igual en el mundo entero —tercié.

Me observó atentamente.—Sí, mademoiselle —dijo, en un tono de voz muy distinto y perceptiblemente

frío—. Todo lo que su país se propone, incluso la niebla, lo consigue con maestría.Tengo intuiciones rápidas, y comprendí que mi presencia inspiraba una

aversión instintiva en el caballero. Para compensarlo, hablaba mucho y semostraba muy animado con lady Georgina. Tenían amigos en común y parecíantan sorprendidos como todo el mundo cuando se presenta esta inevitableexperiencia.

—Sí, madame. Lo recuerdo bien de Viena. Yo estaba allí por aquel entonces,destinado en nuestra delegación. Era un hombre encantador. ¿Leyó usted eseartículo magistral que escribió sobre « El problema fundamental del imperiodual» ?

—¡Estaba usted entonces en Viena! —murmuró la anciana cascarrabias—.Lois, no mires así, hija. —Desde el primer momento decidió llamarme Lois, porser hija de mi padre, y confieso que y o lo prefería a señorita Cay ley —. Estoysegura de que hemos tenido que vernos en alguna parte. ¿Puedo preguntarle sunombre, monsieur?

Vi que la oportunidad deleitaba al caballero. La estaba esperando y no cejóen su propósito hasta que lo hubo logrado. Quería que ella le hiciese esa pregunta.Llevaba una tarjeta en el bolsillo, muy oportunamente, y se la dio a ladyGeorgina. Ella la leyó: « M. le Comte de Laroche-sur-Loiret» .

—Recuerdo su nombre muy bien —dijo la anciana cascarrabias—. Creo queconoció usted a mi marido, sir Evelyn Fawley, y a mi padre, lord Ky naston.

El conde se mostró profundamente asombrado y complacido.—¡Entonces es usted lady Georgina Fawley ! —exclamó, cambiando de

actitud por completo—. Sepa usted, señora, que su admirable esposo fue elprimero en ejercer su influencia para favorecerme en Viena. ¿Cómo no voy a

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acordarme de ce cher[14] sir Evelyn? ¡Lo recuerdo perfectamente! ¡Qué felizencuentro! Seguro que nos hemos visto hace años en Viena, señora, aunqueentonces no tuviera el placer de conocerla. Pero ¡su cara se me ha quedadograbada en el subconsciente! —No supe, hasta más tarde, que la doctrinaesotérica del subconsciente era la afición favorita de lady Georgina—. En elmismo momento en que el azar me trajo a este coche esta mañana, me dije:« Esa cara, esos rasgos: tan vívidos, tan asombrosos… los he visto en algunaparte. ¿Con qué los relaciono en algún rincón de mi memoria? Una familia noble;genio; rango; el servicio diplomático; un encanto indescriptible; un leve toque deexcentricidad. ¡Ja! Ya lo tengo. Viena: un carruaje con lacayos de librea roja,una aparición majestuosa, una multitud de talentos —poetas, artistas, políticos—,agolpados en torno al landau» . Ésa fue la imagen mental que me hice alsentarme delante de usted. Ahora lo entiendo todo. ¡Es usted lady GeorginaFawley !

Pensé que la anciana cascarrabias, que a su manera era una mujer perspicaz,estaría viendo lo que se ocultaba bajo aquella palabrería tan obvia, pero creo quesubestimé la capacidad humana para digerir los halagos. En lugar de rechazar lasarta de tonterías con una sonrisa de desdén, lady Georgina se irguió conconsciente coquetería y pidió más:

—Sí, fueron deliciosos aquellos tiempos en Viena —asintió, con aleladacomplacencia—. Yo era joven entonces, conde. Disfrutaba de la vida con todomi afán.

—Las personas de su temperamento, señora, siempre son jóvenes —respondió el conde con mucha elocuencia, inclinándose sobre ella ycontemplándola con interés—. Envejecer es una absurda costumbre de idiotas yvacuos. Los hombres y las mujeres de esprit jamás envejecen. Conforme uno seadentra en la vida, aprende uno a admirar no la belleza evidente de la juventud yla salud —me miró con desprecio—, sino esa otra belleza más profunda de lapersonalidad en un rostro… esa belleza callada y serena que imprime laexperiencia de las emociones.

—He tenido mis momentos —murmuró lady Georgina, ladeando la cabeza.—Lo creo, señora —respondió el conde, comiéndosela con los ojos.Siguieron hablando con infatigable animación hasta que llegamos a Dover. La

anciana cascarrabias era una gran conversadora. Tenía una lengua muy afiladay en cuestión de noventa minutos había desollado viva a la may or parte de lasociedad londinense, con ingenio y mordacidad. Me reí en contra de mi voluntadde sus malignas salidas verbales. Tenían demasiada gracia, a pesar de su acidez.El conde, por su parte, estaba cautivado. También él habló sin parar, y entre losdos casi hicieron que hasta me olvidara del tiempo.

El tránsito en Dover fue muy incómodo. El conde nos ayudó a subir a bordolos diecinueve bolsos de mano y las cuatro alfombras, pero advertí que, aunque

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estaba fascinada con él, lady Georgina se resistió a las ingeniosas tentativas delcaballero por tomar posesión de su preciado joy ero. Se aferraba a él con funestodenuedo, incluso cuando el oleaje azotaba el barco en el paso del Canal. Soy, porfortuna, buen grumete, y cuando las mejillas cetrinas de lady Georginaempezaron a palidecer, conservé la calma necesaria para alcanzarle su chal ysuministrarle sus sales de olor. Estuvo intranquila y quejosa toda la travesía. Latrataban como un animal, eso dijo. Aquellos belgas horrorosos no tenían derechoa plantar sus hamacas de cubierta justo delante de ella. Y ¡menudo par defrescas esas dos pelirrojas! ¡Seguro que eran hijas de un tendero! Pues ¿nohabían tenido la desfachatez de sentarse en el mismo banco, un banco reservado« para las damas» y resguardado del viento por la chimenea?

« Para las damas» , ¡faltaría más! ¿Desde cuándo aspiraban las mujerzuelasa ser tratadas como damas? Ah, aquel anciano de aire plácido y sobrecalzasepiscopales seguramente era su padre, ¿no? Pues un obispo debería educar mejora sus hijas, debería someterlas severamente. Y en vez de eso… « Lois, ¡mis salesde olor!» ¡Qué barco tan repugnante, con ese olor a máquina! Hoy en día ya nohabía barcos decentes. Y ¡mira que presumían del progreso! Ella se acordabamuy bien de cuando el servicio del Canal estaba mucho mejor atendido queahora. Claro que eso fue antes de que se implantara la educación obligatoria. Lasclases trabajadoras estaban expulsando a la industria del país, por eso ya noéramos capaces de construir un barco que no rezumara aceite por todas partes.Hasta los marineros de cubierta eran franceses… farfullaban como idiotas. Nohabía entre toda la tripulación un solo británico honrado, aunque los camareroseran ingleses, cockneys, eso sí, de una clase muy inferior, con esos modales tandescuidados y esos aires de consejo escolar. ¡Ya les enseñaría ella si fueran suscriados! ¡Les enseñaría el respeto que merece la gente de buena cuna y buenaeducación! Porque los hijos de las clases bajas ya no estudiaban el catecismo:bastante tenían con la literatura, la « jografía» , la « libertá» y el dibujo. Porsuerte para mis nervios, una fuerte sacudida a sotavento interrumpiótemporalmente sus divagaciones sobre los males de la época.

En Ostende, el conde hizo un segundo y galante intento de apoderarse deljoyero, que lady Georgina rechazó automáticamente. La anciana cascarrabiastenía la manía, digo yo, de no despegarse del joyero, pues estaba demasiadoapabullada por la cortesía del conde, de eso estoy segura, para dudar de lahonradez de sus intenciones siquiera por un instante. Y creo que siempre queviajaba se aferraba a su joy ero como si le fuera la vida en ello, porque allíguardaba sus valiosos diamantes.

Dispusimos de veinte minutos en Ostende para un refrigerio, y lady Georginaaprovechó el momento para ordenarme amablemente que fuera a interesarmepor el equipaje que habíamos facturado al emprender el viaje. Resultó, sinembargo que lo habían enviado directamente a Colonia, así que ni siquiera llegué

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a verlo hasta que cruzamos la frontera alemana, porque losdouaniers belgasprecintaban el furgón en cuanto cargaban el equipaje con destino a Alemania.Para complacerla, de todos modos, cumplí con la formalidad de fingir que iba acomprobarlo, y me convertí en un personaje detestable para el jefe de ladouane, a quien formulé varias preguntas tan absurdas como inútiles a instanciasde lady Georgina. Una vez concluida esta estúpida y desagradable tarea —puesno soy exigente por naturaleza y es difícil aparentar exigencia por delegación—,regresé al coupé que había reservado en Londres. Con enorme sorpresa,encontré a la anciana cascarrabias cómodamente instalada con el egregio conde.

—Monsieur ha tenido la bondad de aceptar un asiento en nuestro coche —explicó al verme.

El conde respondió con una reverencia y sonrió.—Mejor dicho, madame ha tenido la amabilidad de ofrecérmelo —corrigió.—¿Le apetece almorzar algo, lady Georgina? —pregunté con mi tono de voz

más frío—. Aún quedan cinco minutos, y el bufet es excelente.—Una sugerencia magnífica —murmuró el conde—. Permítame

acompañarla, señora.—¿Vienes, Lois? —dijo ella.—No, gracias —dije, pues tenía otros planes—. Soy una marinera con

mayúsculas, pero el mar me quita el apetito.—En ese caso guárdanos el sitio —contestó—. ¡Confío en que no permitas

que lo ocupe ninguno de esos horribles extranjeros! Tratarán de imponerte supresencia si no se lo impides. Conozco muy bien sus mañas. Tienes los billetes,espero. ¿Y el resguardo del coupé? Bueno, ten cuidado de no perder el recibo delequipaje facturado. No permitas que esos mozos toquen mi capa. Y, si alguienintenta subir, ponte delante de la puerta para impedírselo.

El conde le ofreció la mano con suma cortesía. Mientras lady Georginabajaba del coche, hizo otro diestro intento por liberarla del joyero. No creo queella se diera cuenta, pero una vez más lo apartó automáticamente. Y entonces sevolvió hacia mí.

—Toma, querida —dijo, y me dio el joyero—. Será mejor que lo cuides tú.Si lo dejo un momento en el bufet mientras me tomo la sopa, algún maleantepodría quitármelo y salir corriendo. Pero no se te ocurra soltarlo bajo ningúnconcepto. Póntelo así, en las rodillas. Y por el amor de Dios, no te separes de él.

A estas alturas mis sospechas sobre el conde eran muy profundas. Desconfiéde él desde el principio, por lo previsible y melifluo que me pareció, pero cuandollegamos a Ostende, le oí cuchichear con un hombre mal vestido que venía desdeLondres en un compartimento de segunda.

—¿Da resultado? —murmuró el desconocido entre dientes, hablando enfrancés, al cruzarse con el altivo conde del bigote encerado.

—Un resultado admirable —respondió el conde, en el mismo tono de voz

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bajo—. Ça réussit à merveille![15]

Comprendí que se refería a sus progresos para ganarse la confianza de ladyGeorgina.

Llevaban apenas cinco minutos en el bufet cuando el conde regresóapresuradamente a la puerta del coupé con aire desenfadado.

—Mademoiselle —dijo, como quien no quiere la cosa—. Lady Georgina memanda a recoger su joyero.

Lo sujeté con las dos manos.—Pardon, monsieur le comte, lady Georgina me lo ha confiado a mí para que

lo guarde, y no puedo dárselo a nadie sin su autorización.—¿Desconfía usted de mí? —protestó, con gesto airado—. ¿Duda usted de mi

honor? ¿Duda de mi palabra cuando le digo que la señora me envía a buscarlo?—Du tout[16] —respondí tranquilamente—. Pero tengo órdenes de no

separarme de este cofre, y no lo haré hasta que lady Georgina regrese.Masculló unas palabras y se marchó muy indignado. El pasajero mal vestido

paseaba por el andén, con un abrigo raído. Al cruzarse con el conde, los dosmovieron los labios. Me pareció que el conde murmuraba: « C’est un coup

manqué.» [17]

Sin embargo, no se dio por vencido. Vi que se proponía continuar con supeligroso juego. Volvió al bufet con lady Georgina. Yo tenía la certeza de quesería inútil prevenirla, pues el conde la había embaucado por completo, así quedecidí obrar por mi cuenta y riesgo. Examiné el joyero atentamente. Era unacaja de acero, con refuerzos metálicos, forrada de piel. Sin pensarlo dos veces,actué movida por mi responsabilidad.

Cuando lady Georgina regresó con el conde, parecían amigos de toda la vida.Saltaba a la vista que las codornices con gelatina y el vino del Rin les habíaninducido a abrir su corazón. Hasta Malines fueron charlando y riendo sin cesar.Lady Georgina hizo gala de su vena más mordaz; su punzante ingenio se volvíamás incisivo y cáustico por momentos. Ni una sola reputación en toda Europa selibró de sus invectivas mientras el tren abandonaba la gigantesca bóveda dehierro de la estación central. Desde Ostende me había fijado en que el condeparecía preocupado porque pudiéramos tener que bajar del coupé en Malines.Más de una vez le aseguré que sus temores eran infundados, pues había acordadoen Charing Cross que el tren nos llevaría hasta la frontera alemana, pero desdeñómis palabras con un señorial gesto de la mano. Yo no le había hablado a ladyGeorgina del vano intento del conde por apoderarse de su joyero, y mi silenciono hacía sino acrecentar los recelos del caballero sobre mí.

—Disculpe, mademoiselle —dijo con frialdad—, usted no conoce estas líneastan bien como y o. No hay nada más común para estos pícaros empleados del

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ferrocarril que vender un coupéo un wagon—lit y luego no reservarlo, o dejarlo auno tirado en mitad del camino. Es muy posible que lady Georgina tenga quebajar en Malines.

Ella le dio la razón, recurriendo a un amplio repertorio de anécdotas selectassobre las diversas atrocidades de las compañías rivales que le habían robado elequipaje camino de Italia. Además, los trains de luxe eran una guarida deladrones.

Así, cuando llegamos a Malines, únicamente por complacer a lady Georginaasomé la cabeza por la ventanilla y pregunté a un mozo de equipaje. Tal comosuponía, contestó que no había ningún cambio: iríamos directamente a Verviers.

El conde, sin embargo, no se dio por satisfecho. Bajó del tren y estuvohaciendo indagaciones en el andén, un poco más adelante, con un empleado quellevaba una gorra con la cinta dorada del chef-de-gare[18] o algo por el estilo.Volvió echando humo.

—Lo que me temía —dijo, abriendo la puerta bruscamente—. Esossinvergüenzas nos han engañado. El coupé no pasa de aquí. Tiene que bajar deinmediato, señora, y coger el tren en el otro andén.

Yo estaba segura de que se equivocaba, y me atreví a señalarlo, pero ladyGeorgina protestó.

—¡Tonterías! —dijo—. El chef-de-gare tiene que saberlo. ¡Vamos! ¡Coge miequipaje y las alfombras! ¡Cuidado con la capa! ¡No te olvides de los bocadillos!Gracias, conde. ¿Tendría la bondad de llevar mis sombrillas? Date prisa, Lois.¡Date prisa! ¡El tren está a punto de salir!

Corrí tras ella con mis catorce bultos, sin perder de vista el joyero.Nos acomodamos en el tren, donde vi un cartel que indicaba su recorrido:

« Amsterdam-Bruselas-París» . No dije nada. El conde subió de un salto, colocólos paquetes y bajó también de un salto. Habló con un mozo y volvió corriendo,muy alterado.

—Mille pardons, milady —gritó—. Resulta que el chef-de-gare me haengañado vilmente. ¡Al final tenía usted razón, mademoiselle! ¡Tenemos quevolver al coupé!

En un extraño alarde de condescendencia, me abstuve de replicar: « Ya lodije yo» .

Lady Georgina, muy nerviosa y acalorada para entonces, bajó como pudo yvolvió corriendo al coupé. Los dos trenes ya estaban preparados para salir. Conlas prisas, al final permitió que el conde llevase su joyero. Me figuro que, alpasar por delante de una ventanilla, el conde debió de darle el joyero al pasajeromal vestido, pero no lo sé a ciencia cierta. El caso es que cuando ya estábamosotra vez instaladas en el compartimento, y el conde se encontraba con un pie enla escalerilla, a punto de subir, retrocedió de repente y, como una exhalación,

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subió a un coche del tren de París. En ese preciso momento, ambos trenesarrancaron con un pitido estridente.

Lady Georgina, presa de horror, se llevó las manos a la cabeza.—¡Mis diamantes! —gritó—. ¡Ay, Lois, mis diamantes!—No se preocupe —dije, pues en verdad me pareció que iba a saltar del tren

en marcha—. Se ha llevado solo la funda, con la lata de los bocadillos dentro. ¡Lacaja fuerte está aquí! —Y la saqué con aire triunfal.

Me la arrebató de las manos con honda alegría.—¿Cómo ha ocurrido? —preguntó, abrazando la lata, pues les tenía mucho

cariño a sus diamantes.—Muy sencillo. Vi que ese hombre era un ladrón y tenía un cómplice en otro

coche. Por eso, cuando se fueron juntos al bufet, en Ostende, saqué la caja fuertede la funda y la cambié por la lata de los bocadillos, para contar con una pruebacontra él. Ahora no tiene usted más que informar al maquinista y pedirle queenvíe un telegrama para que detengan el tren de París. Ya hablé con él enOstende, así que está avisado.

Me abrazó con verdaderas ganas.—¡Querida Lois, eres la mujer más lista que he conocido en toda mi vida!

¿Quién habría sospechado de un caballero tan fino? ¡Vales tu peso en oro! ¿Quédiantres voy a hacer yo sin ti en Schlangenbad?

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C. L. Pirkis

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Catherine Louisa Pirkis (1841-1910) nació en Londres. A los treinta y tresaños se casó con Frederick Edward Pirkis, contable de la Armada Real. Escribiósu primera obra, Disappeared from Her Home, en 1877, una novela de misterioque anuncia ya la creación de la detective Loveday Brooke, su personaje máspopular, que aparecería a mediados de la década de 1890. Inmediatamentedespués de la publicación de The Experiences of Loveday Brooke, Lady Detectiveen 1894, Pirkis se retiró de la escritura para centrarse junto a su marido en lamilitancia antivivisección y en la fundación de organizaciones de defensa animal,como la Liga Nacional de Defensa Canina.

« El bolso negro que apareció en el umbral de una puerta» (« The Black BagLeft on a Doorstep» ), primera entrega de las aventuras de Loveday Brooke, sepublicó en The Ludgate Monthly en febrero de 1893. El personaje de LovedayBrooke, impertinente, irónico, cerebral, que siempre inenta esconder unasensibilidad que le desborda, se anticipa no tanto (o no solo) a las detectivesfemeninas futuras como al estereotipo de mujer profesional destacada. Por otrolado, este cuento es un buen exponente de una modalidad del género en la que lointrincado y extravagante no es tanto el delito como la pirueta deductiva deldetective.

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El bolso negro que apareció en el umbral de una puerta

(1894)

—Es un caso importante —dijo Loveday Brooke a Ebenezer Dyer, jefe de lafamosa agencia de detectives de Lynch Court, en Fleet Street—. Lady Cathrowha perdido unas joyas valoradas en 30.000 libras, si es que podemos fiarnos delos periódicos.

—Esta vez han sido bastante precisos. El robo se diferencia en pocos detallesdel desvalijamiento habitual en las casas de campo. El momento escogido fue,como siempre, la hora de la cena, cuando la familia y los invitados se sentaron ala mesa y los criados que no estaban de servicio se entretenían en susdependencias. El hecho de que fuera Nochebuena contribuyó necesariamente alajetreo y la distracción de la servidumbre. En este caso, sin embargo, losladrones no entraron, como de costumbre, por la ventana del gabinete,sirviéndose de una escalera, sino por una de las salitas de la planta principal, uncuarto pequeño, con una ventana y dos puertas: una da al vestíbulo y la otra a unpasillo que lleva al dormitorio de la planta principal por detrás de las escaleras.Tengo entendido que ese cuarto lo utilizan los caballeros de la casa para dejar elabrigo y el sombrero.

—Supongo que era el punto débil de la casa.—Exacto. Un punto muy débil. Craigen Court, la residencia de sir George y

lady Cathrow, es un antiguo palacio de extraña construcción, con salientes portodos lados, y esa ventana, que mira a un muro ciego, es de cristal esmerilado.Estaba cerrada con un buen cerrojo y no se abre nunca, ni de día ni de noche.Los paneles superiores de los cristales pueden abrirse para ventilar el espacio. Esabsurdo que esa ventana, que se encuentra a poco más de un metro del suelo, notenga barrotes ni postigos, pero así es. La noche del robo, alguien tuvo que abriradrede ese cerrojo, que es su única protección desde el interior de la casa, paraque los ladrones pudiesen entrar sin contratiempos.

—Y supongo que sus sospechas se centran en la servidumbre.—Sin duda, y es en la sala del servicio donde se requiere su presencia. Los

ladrones, sean quienes sean, conocían a la perfección las costumbres de la casa.Las joy as de lady Cathrow estaban guardadas en una caja fuerte, en su gabinete,y, como el gabinete está encima del comedor, sir George suele decir que esahabitación es la más segura de toda la casa. (Tome nota de la broma, por favor.Sir George está muy orgulloso de ella.) Por órdenes suyas, las cortinas y laspersianas de la ventana del comedor, que está debajo de la ventana del gabinete,nunca se cierran a la hora de la cena, y, como gracias a eso la terraza está muy

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bien iluminada, es imposible que alguien pudiera poner una escalera allí sin quealguien lo viese.

—He leído en los periódicos que sir George tiene la costumbre de llenar lacasa de invitados y ofrecer una gran cena de Nochebuena.

—Sí. Sir George y lady Cathrow son personas mayores, sin hijos y con pocosparientes, y disponen por tanto de mucho tiempo para pasarlo con sus amistades.

—Supongo que la llave de la caja fuerte quedaría con frecuencia al cuidadode la doncella de lady Cathrow.

—Sí. Es una joven francesa, Stephanie Delcroix se llama. Se le encomendóque ordenase el gabinete inmediatamente después de que saliera su señora: querecogiera las joyas que hubiesen quedado a la vista, cerrara la caja fuerte yguardara la llave hasta que la señora se acostara. Sin embargo, la noche del robo,según ella misma ha reconocido, en lugar de cumplir con su deber, cuando laseñora salió del gabinete, fue corriendo a la casa del administrador para ver sihabía alguna carta para ella y luego se quedó un rato charlando con los demáscriados: no supo decir cuánto tiempo. Es a las siete y media cuandogeneralmente recibe cartas de su casa, en St. Omer.

—En ese caso, sin duda tenía la costumbre de bajar corriendo a esa hora parapreguntar por sus cartas, y los ladrones, que conocen bien las costumbres de lacasa, también estaban al corriente de esto.

—Puede ser, aunque ahora mismo tengo que decir que las cosas pintan muymal para ella. Por otro lado, cuando le hacen alguna pregunta, adopta una actitudque no le favorece en nada. Se pone histérica, se contradice cada vez que abre laboca y luego le echa la culpa a su escaso conocimiento de nuestro idioma; depronto suelta una perorata en francés, se pone melodramática y otra vez vuelve aponerse histérica.

—Eso es muy francés, como usted sabe —dijo Loveday—. ¿Han dadomucha importancia las autoridades de Scotland Yard al hecho de que la cajafuerte se quedara abierta esa noche?

—Pues sí, y han abierto una investigación para ver si la muchacha tiene algúnnovio. Con este fin han enviado a Bates al pueblo, para que recabe toda lainformación posible fuera de la casa. Pero necesitan a alguien dentro que puedacodearse con las demás criadas y descubrir si a alguna de ellas le ha hechoconfidencias sobre sus amoríos. Por eso me han pedido que envíe a una de mismejores detectives, y por eso la he llamado, señorita Brooke… puede tomarlocomo un cumplido si lo desea. Así que, por favor, coja su libreta para que puedadarle las instrucciones de navegación.

Loveday Brooke tenía poco más de treinta años en aquel momento de sucarrera, y la mejor manera de definir su aspecto físico pasaba por una serie denegaciones.

No era alta y tampoco baja; no era morena y tampoco rubia; no era guapa y

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tampoco fea. Sus facciones resultaban en conjunto difíciles de describir. El únicorasgo destacable era la costumbre que tenía, cuando se quedaba absorta en suspensamientos, de entornar los párpados hasta que apenas se le veían los ojos yparecía observar el mundo por una rendija, en vez de por una ventana.

Vestía siempre de negro, con un recato casi cuáquero.Unos cinco o seis años antes, por un revés de la fortuna, Loveday se vio

arrojada al mundo sin un céntimo en el bolsillo y sin apenas familia. Viendo quecarecía por completo de destrezas para el comercio, desafió las convenciones sinpensarlo dos veces y eligió un oficio que la separó definitivamente de susanteriores amistades y de su posición social. Había pasado estos cinco o seis añostrabajando pacientemente como una esclava, en el escalafón más bajo de suprofesión, hasta que la casualidad, o por decirlo con más precisión, uncomplicado caso criminal, la llevó a cruzarse en el camino con el jefe de lapróspera agencia de detectives de Ly nch Court. Él no tardó en ver de qué maderaestaba hecha, y le ofreció un trabajo mejor, un trabajo que llevaba aparejado unaumento de sueldo y de reputación tanto para él como para Loveday.

A pesar de que Ebenezer Dy er no era en general dado al entusiasmo, a vecesse deshacía en elogios con la señorita Brooke por haber escogido esta profesión.

—¿Demasiada mujer, dice usted? —contestaba cuando alguien se atrevía aponer en cuestión los méritos de la joven—. Me importan dos perras gordas si esmujer o deja de serlo. Solo sé que es la mujer más sensata y más práctica quehe conocido nunca. En primer lugar, tiene la facultad, muy rara entre lasmujeres, de cumplir las órdenes al pie de la letra; y, en segundo lugar, tiene uncerebro vivo y lúcido que no se permite seguir las teorías a rajatabla; en tercerlugar, y eso es lo más importante de todo, tiene tanto sentido común que casipodría decirse que es un genio. Definitivamente, un genio, señor mío.

Pero, aunque Loveday y su jefe trabajaban por norma sin problemas y sellevaban bien, había ocasiones en las que, por así decir, no tenían más remedioque gruñirse.

Ésta fue una de aquellas ocasiones.Loveday no parecía en disposición de sacar su libreta para recibir las

« instrucciones de navegación» .—Quiero saber si lo que he visto en un periódico es cierto. Que uno de los

ladrones, antes de salir, se tomó la molestia de cerrar la caja fuerte y escribir enella con tiza: « Se alquila: sin amueblar» .

—Completamente cierto, pero no creo que hay a que darle especialimportancia. Los delincuentes suelen hacer cosas así, por insolencia o porbravuconería. El otro día, en ese robo que se cometió en Reigate, cogieron unahoja del papel de notas para dar las gracias al propietario de la vivienda por tenerla amabilidad de no haber reparado la cerradura de la caja fuerte, y dejaron lanota encima del sofá. Ahora, si hace el favor de sacar la libreta…

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—No tenga tanta prisa —dijo Loveday sin alterarse—. Quiero saber si havisto usted esto. —Se inclinó sobre el escritorio que los separaba para pasarle unrecorte de periódico.

El señor Dyer era un hombre alto y de imponente constitución, con la cabezagrande, la coronilla calva y una sonrisa jovial. Esta sonrisa, sin embargo,constituía a veces una trampa para los incautos, pues tenía un carácter tanirritable que hasta un niño podía contrariarlo sin querer con una simple palabra.

La sonrisa jovial se esfumó del rostro del señor Dy er mientras cogía elrecorte de periódico de la mano de Loveday.

—Voy a tener que recordarle, señorita Brooke —dijo con severidad—, queaunque tengo la costumbre de ser expeditivo, jamás me he dado prisa, que nadiesepa. Tengo para mí que las prisas en el trabajo son el distintivo de las personasimpuntuales y dejadas.

Dicho esto, como si se empeñara en contradecir la observación de la señoritaBrooke, desdobló el recorte de periódico con mucha parsimonia y, acentuandodespacio cada palabra y cada sílaba, ley ó en voz alta:

UN HALLAZGO SORPRENDENTE

A primera hora de la mañana de ay er, un muchacho llamado Smith,vendedor de periódicos, encontró un bolso de viaje de cuero negro en el umbralde la puerta de una anciana soltera, entre Easterbrook y Wredford. En el bolso sehallaron un alzacuellos sacerdotal y una corbata de lazo, un misal, un libro desermones, un ejemplar de las obras de Virgilio, una reproducción facsímil de laCarta Magna, traducida, un par de guantes negros, de niño, un cepillo y un peine,varios periódicos y algunos otros artículos que indican que el dueño del bolso esun sacerdote. Encima de todos estos objetos había una extraña carta, escrita alápiz, en una cuartilla, que decía lo siguiente:

Ha llegado el día fatídico. No puedo seguir viviendo. Me marcho, pues, ynadie volverá a verme. Deseo no obstante que el juez de instrucción y el juradosepan que soy un hombre cuerdo, y que un veredicto de locura transitoria seríaen mi caso un error descomunal, tras la confesión que aquí ofrezco. No mepreocupa que se tomen mis actos por felo de se[19], ya que para entonces habrédejado atrás todo sufrimiento. Busquen con diligencia mi pobre cuerpo sin vidaen las inmediaciones del vecindario —en el frío brezal, en las vías del tren o en elrío, al otro lado del puente—, pues en un momento habré decidido mi final. Dehaber seguido el recto camino, contaría ahora con poder en la Iglesia, de la quey a no soy un digno miembro y sacerdote; pero el censurable pecado del juego seapoderó de mí, y las apuestas han sido mi perdición, como la de tantos otrosmiles que me han precedido. ¡Alejaos, jóvenes, del corredor de apuestas y de las

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carreras como os alejarías del diablo y del infierno! Adiós, amigos de MaríaMagdalena. Adiós, y daos por advertidos. Aun cuando puedo presumir de miamistad con un duque, una marquesa y un obispo, y a pesar de que soy hijo deuna mujer noble, soy un indeseable y un proscrito, en verdad y sin paliativos.Dulce muerte, y o te saludo. No me atrevo a firmar con mi nombre. A todos ycada uno, adiós. ¡Ah, mi pobre madre viuda de un marqués! Para ti mi últimobeso. R.I.P.

La policía y varios empleados del ferrocarril han emprendido una « búsquedaexhaustiva» en los alrededores de la estación, sin que haya sido posible localizarel « pobre cuerpo sin vida» . Las autoridades policiales se inclinan a pensar que lacarta es un engaño, si bien continúan investigando el caso.

Con la misma parsimonia con que había desdoblado y leído el recorte, elseñor Dy er lo dobló y se lo devolvió a Loveday.

—¿Puedo preguntarle —dijo con sarcasmo— qué ve usted en este absurdoengaño para que ambos perdamos nuestro valioso tiempo?

—Quería saber —respondió Loveday, en su tono tranquilo de siempre— sicree usted que esto podría tener alguna relación con el robo en Craigen Court.

El señor Dyer la miró con honda y rotunda perplej idad.—Cuando era pequeño —dijo, con el mismo sarcasmo—, jugaba a un juego

que se llamaba « A qué se parece lo que estoy pensando» . Alguien pensaba enalgo absurdo, pongamos por caso la cima de un monumento, y otra personatrataba de adivinarlo. Supongamos que uno decía « la punta de la bota izquierda» ,y el desafortunado adivinador tenía que encontrar la relación entre la punta de labota izquierda y el monumento en cuestión. Señorita Brooke, no tengo intenciónde repetir ese juego tan tonto esta noche con usted.

—Muy bien —dijo Loveday sin perder la calma—. Pensé que quizá legustaría discutirlo, nada más. Deme mis « instrucciones de navegación» , comousted las llama, y concentraré toda mi atención en la doncella francesa y susposibles novios.

El señor Dyer volvió a adoptar un tono amistoso.—En eso exactamente quiero que se concentre —dijo—. Cogerá el primer

tren a Craigen Court mañana. La casa está a unos diez kilómetros de la líneaOriental. Huxwell es la estación en la que debe bajar. Uno de los mozos decuadras de la casa la estará esperando allí. He acordado con el ama de llaves, laseñora Williams, una persona muy digna y muy discreta, que se hará usted pasarpor una sobrina suya, que está de visita tras un arduo período de estudio parapasar los exámenes de maestra de escuela. Su nombre, por cierto, será JaneSmith… será mejor que lo anote. Limitará su trabajo a la servidumbre de laresidencia y no tendrá necesidad de ver a sir George ni a lady Cathrow. Lo ciertoes que ninguno de los dos están al corriente de su llegada, pues cuantas menos

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personas lo sepan, mejor para nosotros. No tengo la menor duda, sin embargo, deque Bates se enterará por Scotland Yard de que está usted en la casa, e insistirá enverla.

—¿Ha descubierto Bates algo reseñable?—No, por el momento. Pero, como parece ser un joven honrado y

respetable, completamente libre de sospechas, eso no cuenta demasiado.—Creo que no tengo nada más que preguntar —dijo Loveday, disponiéndose

a retirarse—. Naturalmente, si se presentara la necesidad, le enviaré untelegrama en el lenguaje cifrado habitual.

El primer tren que salía de Bishopsgate a la mañana siguiente con destino aHuxwell incluía entre sus pasajeros a Loveday Brooke, pulcramente vestida denegro, como supuestamente corresponde a la servidumbre de las clases altas. Laúnica literatura que llevaba consigo para atenuar el tedio del viaje era unpequeño volumen con tapas de cartón, titulado El tesoro del recitador. Se habíaeditado por el módico precio de un chelín, y parecía especialmente destinado asatisfacer las exigencias de los aficionados a la poesía de tercera categoría enediciones baratas.

La señorita Brooke hizo la primera mitad del viaje enfrascada en la lectura.La segunda mitad del tray ecto la pasó tendida en el asiento, con los ojoscerrados, completamente inmóvil, como si estuviera dormida o sumida en suspensamientos.

Se espabiló cuando el tren llegó a Huxwell y recogió su equipaje.No le fue difícil distinguir al mozo de cuadras de Craigen Court entre los

demás individuos que holgazaneaban en el andén. Y alguien, además de estehombre, llamó su atención al instante: Bates, el enviado de Scotland Yard,ataviado como un viajante de comercio, con su consabido maletín. Era unhombre nervudo, de escasa estatura, pelirrojo y con bigote, con una expresiónafanosa y hambrienta.

—Estoy helada de frío —dijo Loveday, dirigiéndose al mozo de cuadras desir George—. Si tiene usted la amabilidad de llevar mi equipaje, prefiero irandando hasta la casa.

El hombre le indicó qué camino debía seguir y se marchó con su baúl,permitiéndole así complacer al señor Bates, cuyos deseos de tener unaconversación confidencial mientras paseaban por el campo eran más queevidentes.

Bates parecía de un humor excelente esa mañana.—Es un caso muy sencillo, señorita Brooke. Creo que será muy fácil

resolverlo si usted trabaja dentro de los muros del castillo mientras y o indagofuera. De momento no ha surgido ninguna complicación, y, si esa muchacha nose encuentra en prisión antes de una semana, es que yo no me llamo JeremiahBates.

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—¿Se refiere a la doncella francesa?—Naturalmente que sí. Creo que caben pocas dudas de que cumplió con la

doble misión de dejar abierta la caja fuerte y la ventana. Le explicaré cómo loveo y o, señorita Brooke: todas las chicas tienen pretendientes, digo yo, pero unadoncella francesa que además es guapa está abocada a tener el doble depretendientes que una chica del montón. Ahora bien, cuanto may or sea elnúmero de pretendientes, mayores serán las posibilidades de que entre ellos seencuentre un delincuente. Está claro como el agua, ¿no le parece?

—Clarísimo.Bates se sintió alentado a continuar.—Pues bien, discurriendo de la misma manera, me dije: « Esta chica no es

más que una bobalicona guapa. Si fuera una delincuente consumada, no habríareconocido que dejó abierta la caja fuerte. Démosle cuerda suficiente y ella solase ahorcará» . En cuestión de un par de días, si la dejamos en paz, irá corriendo areunirse con el hombre cuyo nido ha contribuido a construir, y los cazaremos alos dos antes de que lleguen al estrecho de Dover. Incluso es posible queencontremos alguna pista que nos permita seguir el rastro de sus cómplices. ¿Nole parece que será toda una hazaña, señorita Brooke?

—Sin duda. ¿Quién se acerca en esa calesa a tan buen paso? —preguntóLoveday, volviéndose al oír el traqueteo de unas ruedas a sus espaldas.

Bates también giró sobre los talones.—Ah, es el joven Holt. Las tierras de su padre se encuentran a unos

kilómetros de aquí. Es uno de los pretendientes de Stephanie, y yo diría que elmejor de todos. Sin embargo, no parece ser el favorito. Según tengo entendido,otro le está ganando terreno a escondidas. Por lo visto, desde que se cometió elrobo, la muchacha le ha dado calabazas.

El joven aflojó el paso al aproximarse, y Loveday no pudo por menos queadmirar su expresión franca y honrada.

—Aquí hay sitio para uno… ¿Puedo llevarles? —preguntó, cuando estuvo a sulado.

Y, para indecible disgusto de Bates, que contaba con pasar como mínimo unahora en conversación confidencial con la señorita Brooke, ésta aceptó elofrecimiento del joven y subió con él a la calesa.

Cuando echaron a rodar velozmente por el camino, Loveday le explicó quese dirigía a Craigen Court y, como no conocía la zona, confiaba en que él ladejase en el punto más cercano.

La expresión del joven se oscureció a la mención de Craigen Court.—Ahí tienen problemas, y sus problemas han causado problemas a otras

personas —dijo, con un deje de resentimiento.—Lo sé —contestó Loveday, simpatizando con él—. Suele ocurrir. En

circunstancias como éstas, las sospechas a menudo recaen sobre alguien

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completamente inocente.—¡Eso es! ¡Eso es! —asintió, muy acalorado—. Si va usted a esa casa, oirá

contar toda clase de maldades sobre esa muchacha y verá que lo tiene todo encontra. Pero es inocente. Le juro que es tan inocente como usted o como yo.

Su voz resonó por encima del repiqueteo de los cascos del caballo. No pareciódarse cuenta de que no había mencionado ningún nombre, por lo que Loveday, alser extraña en el lugar, no podía saber a quién se refería.

—Solo Dios sabe quién ha sido el culpable —continuó pasado un momento—.No seré yo quien acuse a nadie de esa casa. Lo único que digo es que ella esinocente: apostaría mi vida.

—Es una muchacha con suerte, por contar con alguien que cree y confía enella tanto como usted —dijo Loveday, con mayor simpatía aún.

—¿Usted cree? Ojalá supiera aprovechar su suerte —contestó el joven conpesar—. La mayoría de las chicas, en su situación, se alegrarían de contar con unhombre dispuesto a defenderlas a las duras y a las maduras. Pero ¡ella no! Desdela noche de ese maldito robo se niega a verme y no contesta mis cartas. Nisiquiera me ha enviado una nota. Mientras que yo, ¡ay !, mañana mismo mecasaría con ella y, si pudiera, retaría al mundo entero a decir una sola palabra ensu contra.

Fustigó al caballo. Los matorrales pasaban volando a ambos lados del caminoy, antes de que Loveday cay era en la cuenta de que habían llegado a su destino,el joven tiró de las riendas y la ayudó a apearse delante de la entrada de laservidumbre de Craigen Court.

—¿Querrá contarle lo que le he dicho, si tiene usted la oportunidad, y rogarleque me vea aunque no sean más que cinco minutos? —le pidió antes de volver asubirse a la calesa. Y, dando las gracias al muchacho por su amabilidad, Lovedayprometió que buscaría la ocasión para dar su recado a la doncella.

La señora Williams, el ama de llaves, recibió a Loveday en la sala de estarde la servidumbre y la acompañó luego a su habitación para que dejara suspaquetes. La señora Williams era la viuda de un comerciante de Londres yestaba un poco por encima de lo que generalmente es un ama de llaves, tanto ensus modales como en su manera de hablar.

Era una mujer afable y bondadosa, y no tardó en entablar conversación conLoveday. Cuando fueron a servirles el té, parecían muy a gusto la una con laotra. En el curso de esta cómoda y grata conversación, Loveday se puso alcorriente de todo cuanto había ocurrido el día del robo: del número y el nombrede los invitados que fueron a cenar aquella noche, además de otros detallesaparentemente triviales.

El ama de llaves no intentó disimular la desagradable situación en que tantoella como los demás criados de la casa se encontraban, dadas las circunstancias.

—Nadie está cómodo —explicó, mientras servía el té y encendía la

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chimenea—. Todos nos figuramos que los demás sospechan de nosotros, ydesenterramos cosas que se dijeron o hicieron en otro tiempo para ofrecerlascomo prueba. Parece que una nube se ha instalado sobre la casa. ¡Y para colmoen esta época del año, que en general es siempre la más alegre! —añadió,mirando con lástima el ramo de mirto y acebo que colgaba del techo.

—Supongo que aquí siempre hay mucha alegría en Navidad —asintióLoveday —. ¿Celebran ustedes bailes entre la servidumbre, funciones de teatro yesas cosas?

—¡Ya lo creo que sí! Cuando pienso en lo bien que lo pasamos el año pasado,apenas puedo creer que sea la misma casa. Siempre celebramos nuestro baile acontinuación del baile de la señora, y tenemos permiso para invitar a amigos yparientes y quedarnos todo el tiempo que queramos. Empezamos la velada conun concierto y una función de teatro; después cenamos y bailamos hasta lamañana siguiente. Pero ¡este año! —Guardó silencio, y movió la cabeza con unatristeza que lo decía todo.

—Supongo que entre sus amigos y parientes habrá buenos músicos yrecitadores —dijo Loveday.

—Excelentes. Sir George y lady Cathrow siempre nos acompañan alprincipio de la fiesta. Tendría usted que haber visto a sir George el año pasado:casi se muere de la risa cuando vio a Harry Emmett disfrazado de preso, con unestropajo en la mano, recitando El noble convicto. Sir George dijo que si esemuchacho se subiera a un escenario, ganaría una fortuna.

—Solo media, por favor —dijo Loveday, ofreciendo su taza—. ¿Quién eraese Harry Emmett… el novio de alguna de las criadas?

—Las cortejaba a todas, pero no era novio de ninguna. Era el lacay o delcoronel James, un gran amigo de sir George, y siempre estaba yendo y viniendocon recados de una casa a la otra. Su padre, creo, era cochero en Londres, yHarry también siguió el oficio por algún tiempo. Luego se le metió en la cabezatrabajar al servicio de un caballero, y es un empleado excelente. Es unmuchacho muy apuesto, siempre alegre y divertido. Agradaba a todo el mundo.Pero le estoy aburriendo con estas historias, y seguro que usted prefiere hablarde otra cosa. —El ama de llaves volvió a suspirar, al acordarse una vez más delterrible asunto del robo.

—En absoluto. Me interesan mucho todos ustedes y sus fiestas. ¿SigueEmmett en el vecindario? Me encantaría verlo recitar.

—Lamento decir que dejó al coronel James hará unos seis meses. Alprincipio todos le echamos de menos. Era un muchacho de muy buen corazón, yrecuerdo que me dijo que se iba a cuidar de su querida abuela, que tenía unaconfitería no sé dónde, de eso no me acuerdo.

Loveday se había reclinado en el asiento y había cerrado los párpados hastaconvertirlos literalmente en un par de rendijas.

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Cambió bruscamente el tema de la conversación.—¿Podría ver el gabinete de lady Cathrow? —preguntó.El ama de llaves miró su reloj .—Ahora mismo —dijo—. Son las cinco menos cuarto, y la señora a veces

sube a su dormitorio a descansar un rato antes de vestirse para la cena.—¿Sigue Stephanie atendiendo a lady Cathrow? —quiso saber la señorita

Brooke, mientras seguía al ama de llaves por las escaleras de atrás.—Sí. Sir Geroge y la señora han sido la bondad personificada con todos

nosotros en estos momentos tan duros. Creen que somos todos inocentes, hastaque se demuestre lo contrario, y no han querido alterar ninguna de nuestrasobligaciones.

—Me imagino que Stephanie estará en muy malas condiciones para cumplircon las suy as.

—Muy malas. Los tres primeros días, después de que vinieran los detectives,estaba histérica de la mañana a la noche, y ahora se ha vuelto muy huraña, nocome nada y no le dirige la palabra a nadie más que por obligación. Éste es elgabinete de la señora; pase, por favor.

Loveday entró en una estancia espaciosa y amueblada con lujo, y fuederecha, como es lógico, a su principal punto de interés: la caja fuerte empotradaen el tabique que separaba el gabinete del dormitorio.

Era una caja ordinaria, con la puerta de hierro y una cerradura de seguridad.Y en la puerta, con tiza, en letras de aspecto desafiante por su trazo y su tamaño,se habían escrito estas dos palabras: « Se alquila: sin amueblar» .

Loveday se quedó alrededor de cinco minutos delante de la caja fuerte, contoda su atención puesta en el descarado mensaje.

Se sacó del bolsillo un trozo de papel y comparó las letras, una por una, conlas de la caja fuerte. Hecho esto se volvió a la señora Williams y anunció queestaba lista para ver la salita de abajo.

El ama de llaves parecía sorprendida, y su opinión de la capacidadprofesional de la señorita Brooke se vio considerablemente mermada.

—Los detectives pasaron cerca de una hora en esta salita —dijo. Abandonó eltono amistoso y desenfadado para adoptar la actitud de una mujer quedesempeña su trabajo con celo profesional.

Sin decir una sola palabra más, la señora Williams acompañó a Loveday a lasalita que había resultado ser el punto débil de la casa.

Entraron por la puerta que daba al pasillo y a las escaleras de la parte deatrás. Loveday encontró la estancia tal como la había descrito el señor Dyer. Nonecesitó mirar la ventana dos veces para comprender lo fácil que era abrirladesde fuera y colarse por allí si el cerrojo no estaba echado.

No perdió mucho tiempo en registrarla. A decir verdad, y para asombro ydecepción de la señora Williams, se limitó a cruzar la habitación, entrando por

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una puerta y saliendo por la otra, la que comunicaba con el gran vestíbulo de lavivienda.

Allí, sin embargo, se detuvo a hacer una pregunta.—¿Esa silla siempre está en la misma posición? —dijo, señalando una silla de

roble que estaba justo al lado de la puerta por la que acababan de salir.El ama de llaves asintió. Era un rincón bien caldeado.—La señora es muy considerada, y se cuida mucho de que todo el que venga

a traer un recado pueda esperar en un sitio cómodo.—Ahora me gustaría que me enseñara mi habitación —dijo Loveday, con un

punto de brusquedad—. Y ¿tendría usted la bondad de facilitarme un directorio detodos los comercios del condado, si es que disponen de él?

Con aire de dignidad ofendida, la señora Williams abrió el camino una vezmás hacia las dependencias del servicio. La respetable ama de llaves se sentíacasi herida en su orgullo profesional por la falta de interés que había manifestadola señorita Brooke por aquellas dos salas que, dadas las circunstancias, eran paraella el « escaparate» de la casa.

—¿Le mando a alguien para que la ayude a deshacer el equipaje? —preguntócon leve envaramiento, en la puerta de la habitación de Loveday.

—No, gracias. No hay mucho que deshacer. Tengo que irme mañana, en elprimer tren.

—¡Mañana! Pero ¡si he dicho a todo el mundo que estaría usted comomínimo dos semanas!

—En ese caso, tendrá que explicar que he recibido un telegrama inesperadoy debo volver a casa. Estoy segura de que puedo confiar en que sabrádisculparme. De todos modos, no diga nada antes de la hora de la cena. Megustaría sentarme a la mesa con ustedes. Supongo que entonces podré ver aStephanie.

El ama de llaves asintió y se retiró, asombrada por el extrañocomportamiento de la mujer a la que en un primer momento había tomado poruna persona tan agradable y buena interlocutora.

A la hora de la cena, cuando los criados se reunieron para disfrutar de lacomida más grata del día, les aguardaba a todos una gran sorpresa.

Al ver que Stephanie no ocupaba su lugar en la mesa, enviaron a una de suscompañeras a buscarla en su habitación. La muchacha volvió diciendo que lahabitación estaba vacía, y que no encontraba a Stephanie por ninguna parte.

Loveday y la señora Williams fueron juntas al dormitorio de la doncella. Loencontraron todo tal como siempre. No había recogido sus cosas y, aparte delabrigo y el sombrero, no parecía que se hubiese llevado nada más.

Tras algunas averiguaciones, se supo que Stephanie había ayudado a ladyCathrow a vestirse para la cena, como de costumbre, y después nadie habíavuelto a verla.

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El ama de llaves juzgó que la situación tenía la importancia suficiente paracomunicarla a sus señores en el acto, y sir George, a su vez, mandó recado alseñor Bates, que se alojaba en La Cabeza del Rey, para que acudiese deinmediato.

Loveday envió a un mensajero en otra dirección, en busca del joven Holt,para ponerle al corriente de la desaparición de Stephanie.

El señor Bates tuvo una breve entrevista con sir George en su estudio, dedonde salió radiante. Insistió en ver a Loveday antes de abandonar la residenciay pidió que la avisaran de que la esperaba en la avenida para hablar un momentocon ella.

Loveday se puso el sombrero y salió a su encuentro. Bates la recibió casibailando de alegría.

—¡Se lo dije! ¡Se lo dije! ¡Se lo dije! ¿No se lo dije, señorita Brooke? —exclamó—. Antes de que amanezca habremos dado con ella, no tema. Estoyperfectamente preparado. Supe desde el principio lo que esa chica tenía en lacabeza. Me dije: « Se irá cuando haya terminado de ayudar a la señora a vestirsepara la cena, cuando disponga de un par de horas libres y nadie repare en suausencia, y cuando, sin demasiadas complicaciones, pueda coger el tren deHuxwell a Wredford» . Bueno, llegará a Wredford sana y salva, pero desde allíseguiremos sus pasos donde quiera que vaya. Ayer mismo envié a un hombre aesa ciudad, un tipo muy astuto para estas cosas, y le di todas las instruccionespertinentes. Él sabrá seguirle el rastro hasta su guarida. ¿Dice usted que no se hallevado nada? ¿Y eso qué más da? Cree que encontrará todo lo que necesita « ensu nido» . Ya le hablé de eso esta mañana. ¡Ja, ja! Pues bien, en lugar de llegar asu nido, tal como se imagina, caerá directamente en manos de un detective, y depaso nos entregará a su compinche. Los habremos cazado a los dos en menos decuarenta y ocho horas, como que me llamo Jeremiah Bates.

—¿Qué piensa hacer ahora? —preguntó Loveday, cuando el policía concluyósu perorata.

—¡Ahora! Vuelvo a La Cabeza del Rey a esperar un telegrama de mi colegaen Wredford. En cuanto vea a esa muchacha, me indicará adónde tengo que ir.Como ya sabe usted, Huxwell es un lugar muy apartado, y el único tren que llegahasta allí sale de aquí entre las 7:30 y las 10:15. Podemos tener la certeza de queWredford es el destino de la muchacha, y eso me quita todas las preocupaciones.

—¿De veras? —dijo Loveday en tono grave—. A mí se me ocurre otrodestino posible: el arroyo que atraviesa el bosque por el que vinimos estamañana. Buenas noches, señor Bates. Hace frío aquí fuera. Espero que en cuantotenga noticias envíe recado a sir George.

La servidumbre se acostó tarde esa noche, pero no hubo noticias de Stephaniedesde ninguna parte. Bates le dijo a sir George que sería una imprudencia dar lavoz de alarma sobre la desaparición de la muchacha, pues la noticia podía llegar

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a sus oídos y disuadirla de reunirse con la persona a la que él se complacía enllamar su « compinche» .

—La seguiremos con sigilo, sir George, con el mismo sigilo con el que lasombra persigue al hombre —le había dicho en tono grandilocuente—, y de estemodo daremos con los dos, y confió en que también daremos con el botín.

Sir George, por su parte, comunicó a la servidumbre la advertencia de Batesy, de no haber sido por el recado que Loveday envió a primera hora de la nocheal joven Holt, ni un alma, fuera de la casa, se habría enterado de la desapariciónde Stephanie.

Loveday se levantó temprano a la mañana siguiente, y a las ocho ya seencontraba entre los numerosos pasajeros que subieron al tren de Wredford.Antes de emprender el viaje, envió un telegrama a su jefe en Ly nch Court. En élse leía este extraño mensaje:

Petardo disparado. Salgo para Wredford. Telegrafiaré desde allí. L. B.

Por extraño que fuera, el señor Dyer no necesitó recurrir a la guía depalabras en clave para interpretarlo. Recordaba que « petardo disparado»significaba « pista encontrada» en la jerga de los detectives.

« ¡Qué rápida ha sido esta vez!» , se dijo, a la vez que especulaba qué diría elsiguiente telegrama.

Media hora más tarde recibió la visita de un agente de Scotland Yard queacudió a comunicarle la desaparición de Stephanie, así como los rumores quecirculaban sobre el caso, y entonces, como es lógico, interpretó el telegrama deLoveday a la luz de esta información y concluyó que la pista que ella tenía en susmanos guardaba relación con el paradero de Stephanie y su complicidad en elrobo.

Poco más tarde, sin embargo, recibió un telegrama que echó por tierra estateoría. Estaba, como el anterior, escrito en el enigmático lenguaje queempleaban en la oficina de Lynch Court, pero, al tratarse de un mensaje máslargo y complicado, el señor Dyer tuvo que recurrir a su guía de palabras enclave.

—¡Increíble! ¡Esta vez se ha burlado de todos! —fue la exclamación deldetective cuando terminó de descifrar la última palabra.

En cuestión de diez minutos había dejado la oficina a cargo del jefe depersonal para el resto del día y cruzaba la ciudad en un calesín camino de laestación de Bishopsgate.

Tuvo la suerte de coger un tren que estaba a punto de salir para Wredford.« El acontecimiento del día —murmuró, mientras se instalaba cómodamente

en una esquina del compartimento— tendrá lugar en el viaje de vuelta, cuandome cuente con pelos y señales cómo ha resuelto el caso.»

Eran casi las tres de la tarde cuando llegó a la antigua ciudad de mercado de

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Wredford. Ese día, por casualidad, había feria de ganado, y la estación estabaabarrotada de arrieros y ganaderos. Loveday lo esperaba en la puerta de laestación, tal como indicaba en su telegrama, montada en un birlocho.

—Todo va bien —anunció cuando el señor Dyer subió al coche—. Esehombre no podrá escapar, aunque supiera que andamos buscándolo. Dos agentesde policía nos esperan en la puerta de la casa con una orden de detenciónfirmada por un juez. De todos modos, no entiendo por qué la agencia de LynchCourt no se lleva el mérito por la resolución del caso, por eso he querido avisarlo,para que sea usted quien dirija la detención.

Salieron por la calle principal hacia las afueras de la ciudad, donde loscomercios empezaban a mezclarse con viviendas reconvertidas en oficinas. Elcoche se detuvo delante de una de ellas, y dos policías de paisano se acercaron asaludar a Dy er, llevándose una mano al sombrero.

—Está dentro, señor, trabajando —explicó uno de los hombres a la vez queseñalaba una puerta en la que se veía un rótulo escrito con letras negras:« Asociación Benéfica de Cocheros del Reino Unido» —. Hemos sabido, sinembargo, que es la última vez que podremos encontrarlo aquí, pues hace unasemana anunció que dejaba el empleo.

Mientras el policía terminaba de dar esta explicación, un hombre conevidente aspecto de pertenecer a la cofradía de cocheros se detuvo al pie de lasescaleras. Observó con curiosidad al pequeño grupo y, acto seguido, haciendotintinear las monedas que llevaba en la mano, entró en la oficina a pagar sucuota.

—Tenga la bondad de decirle al señor Emmett que un caballero desea hablarcon él —le pidió Dyer.

El hombre asintió y entró en la oficina. Al abrirse la puerta, se vio a unanciano sentado delante un escritorio, al parecer rellenando recibos. A suderecha, un poco más al fondo, había un joven decididamente apuesto, delantede una mesa sobre la que había ido formando montones de peniques y monedasde plata. El joven se levantó caballerosamente y respondió con ademán afable ycomplaciente al recado del cochero, asintiendo con la cabeza a la vez quesonreía.

—Enseguida vuelvo —le dijo a su compañero mientras se dirigía a la puerta.Pero, en cuanto puso un pie al otro lado del umbral, la puerta se cerró

definitivamente tras él y se vio rodeado por tres individuos corpulentos, uno de loscuales le comunicó que traía una orden judicial para detener a Harry Emmett,acusado de complicidad en el robo de Craigen Gourt, y le dijo que « más le valíaacompañarlos sin protestar, pues de nada le serviría ofrecer resistencia» .

Emmett dio muestras de creer esta última advertencia. Por unos instantes, sepuso blanco como un cadáver, pero enseguida se recompuso.

—¿Alguien tiene la amabilidad de recoger mi abrigo y mi sombrero? —pidió

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con altivez—. No veo ninguna razón para morir de un resfriado solo porque aalgunos les dé por hacer el ridículo.

Le llevaron su abrigo y su sombrero, y los dos agentes lo escoltaron al coche.—Permítame que le diga algo, joven —dijo Dyer, cerrando la portezuela del

vehículo y observando a Emmett por la ventanilla—. No creo que sea un delitopunible dejar una bolsa de viaje en la puerta de una anciana, pero, sepa ustedque, de no haber sido por esa bolsa, se habría salido usted con la suya.

El incontenible Emmett tenía una respuesta a punto. Se levantó el sombrerocon gesto irónico y contestó:

—Debería hablar usted con mayor propiedad, señor. Yo, en su lugar, habríadicho: « Joven, recibirá usted un justo castigo por sus fechorías. Lleva usted todala vida despojando a sus semejantes, y ahora les toca el turno a ellos» .

Las obligaciones de Dyer no concluyeron ese día con el ingreso de HarryEmmett en la prisión del condado. Había que proceder al registro de su vivienday sus pertenencias, y no quiso perdérselo, como es natural. En sus habitaciones seencontraron alrededor de una tercera parte de las joyas robadas, y a partir deeste hallazgo se concluy ó que sus cómplices habían acordado que Emmettafrontase una tercera parte del riesgo y el castigo.

Varias cartas y otros escritos aparecidos en las habitaciones condujeronposteriormente al descubrimiento de los cómplices, y, aunque lady Cathrowestaba abocada a perder la mayor parte de sus valiosas alhajas, tuvo al menos lasatisfacción de saber que todos y cada uno de los ladrones recibieron unacondena proporcional a su delito.

Hasta eso de la medianoche no consiguió Dyer verse sentado en el tren,enfrente de Loveday, con tiempo suficiente para interesarse por los eslabones dela cadena de razonamiento que la habían llevado de una manera tan notable arelacionar un bolso de viaje lleno de objetos insignificantes con el robo de unasalhajas de inmenso valor.

Loveday se lo explicó todo con sencillez, con naturalidad, paso a paso, fiel asu estilo metódico.

—Leí —dijo—, como supongo que tantas otras personas, la crónica de las dosnoticias en el mismo periódico, el mismo día, y en ambas detecté, como supongoque no muchas personas, que el artífice tenía un gran sentido del humor. Heobservado que, si bien muchos coinciden en la diversidad de motivos que inducenal delito, muy pocos saben apreciar la diversidad del carácter criminal.Tendemos a imaginar que los delincuentes van por el mundo con un fardo desiniestros motivos debajo del brazo, y no somos capaces de representárnosloscomo hombres de mirada chispeante y agudo sentido del humor, como a vecestienen las personas honradas que desempeñan un trabajo por vocación.

Dyer respondió a esto último con un leve gruñido que tanto podía ser deasentimiento como de discrepancia.

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Loveday continuó:—El absurdo lenguaje de la carta encontrada en el bolso llamaría la atención

de cualquiera; a mí, además, aquellas frases tan rimbombantes me sonaronextrañamente familiares. Estaba segura de haberlas oído o leído en alguna parte,aunque al principio no recordaba dónde. No dejaban de resonar en mis oídos, asíque, no del todo por pura curiosidad, fui a Scotland Yard para examinar losobjetos del bolso y copiar, con una hoja de papel de calco, un par de líneas de lacarta. Al descubrir que la letra de la carta no era idéntica a la de las traduccionesencontradas en el bolso, confirmé la impresión de que su dueño no era el escritorde la carta, y pensé que quizá alguien se había apropiado del bolso en algunaestación de tren, con un propósito determinado, y una vez cumplido dichopropósito, quienquiera que fuese no había querido seguir cargando con ese fardo,así que se deshizo de él de la manera más sencilla que se le ocurrió. La carta, mepareció, se había escrito con la intención de despistar a la policía, pero elirrefrenable espíritu bromista que indujo al autor a depositar esos efectosclericales en el umbral de la puerta de la anciana pudo más que él: se dejó llevar,y la carta que en un principio pretendía ser trágica terminó siendo cómica.

—Muy ingenioso, hasta ahora —murmuró Dyer—. No tengo la menor dudade que cuando se dé a conocer qué había en ese bolso mediante los oportunosanuncios, alguien lo reclamará, y entonces quedará demostrado que su teoría escorrecta.

—Cuando volví de Scotland Yard —prosiguió Loveday—, encontré la nota enla que usted me pedía que fuese a verlo por el asunto del robo de las alhajas.Antes de ponerme en camino, me pareció oportuno leer de nuevo la noticiapublicada en los periódicos, para que no se me escapase ningún detalle. Al leerque el ladrón había escrito en la puerta de la caja de seguridad: « Se alquila: sinamueblar» , relacioné en el acto estas palabras con « el beso de agonía a mipobre madre viuda de un marqués» y la solemne admonición sobre las carrerasde caballos y las apuestas que se hacía en la carta. Y entonces, en un abrir ycerrar de ojos, lo vi todo con claridad. Hará cosa de dos o tres años, ciertosasuntos profesionales me obligaron a asistir con frecuencia a modestasrepresentaciones teatrales de escasa calidad que se ofrecían en los suburbios delsur de Londres. Jóvenes tenderos y gentes de parecida condición celebraban laoportunidad de alardear de sus dotes declamatorias con asombroso vigor y, por logeneral, seleccionaban fragmentos que su heterogénea audiencia supuestamentesabría apreciar. A través de estas funciones, supe que había un libro de lecturasescogidas que era el favorito de los recitadores, y me tomé la molestia decomprarlo. Aquí lo tengo.

Loveday se sacó del bolsillo de la capa El tesoro del recitador y se lo ofrecióa su compañero.

Si mira usted en el índice, verá los títulos de las obras sobre las que deseo

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llamar su atención. La primera es: La despedida del suicida; la segunda, El nobleconvicto; y la tercera, Se alquila: sin amueblar.

—¡Por Júpiter! ¡Pues claro! —exclamó Dyer.—En la primera de las obras, La despedida del suicida, figuran algunas de las

expresiones con que comienza la carta encontrada en la bolsa: « El día fatídico hallegado» , así como las advertencias sobre el juego y las alusiones al « pobrecuerpo sin vida» . En la segunda, El noble convicto, se encuentran las referenciasa los parientes aristocráticos y el beso de agonía a la madre, una condesa viuda.La tercera pieza, Se alquila: sin amueblar, es un poemilla bastante absurdo,aunque me atrevo a afirmar que más de una vez ha arrancado carcajadas entreun público no demasiado exigente. Cuenta la historia de un hombre soltero quellama a una casa para interesarse por unas habitaciones sin amueblar, seenamora de la hija de los caseros y le ofrece su corazón que, según dice, « sealquila sin amueblar» . Ella declina la proposición y contesta que también deberíaalquilar su cabeza sin amueblar. Con estas tres obras delante, no me fue difícildescubrir el hilo que unía al escritor de la carta con el ladrón que dejó unmensaje en la caja de seguridad de Craigen Court tras haberla desvalijado.Siguiendo este hilo di con Harry Emmett: lacayo, recitador, mujeriego ygranuja. Comparé entonces la letra que había copiado con la del mensaje de lacaja de seguridad y, al margen de la inevitable diferencia entre un trozo de tiza yuna pluma de acero, llegué a la conclusión de que ambas eran sin duda obra deuna misma mano. Antes de eso, no obstante, ya había encontrado otro eslabón enmi cadena de pruebas, que en mi opinión es el más importante de todos: en quémomento se puso Emmett esa túnica de sacerdote.

—¿Y eso cómo lo supo? —preguntó el señor Dyer, inclinándose haciadelante, con los codos apoyados en las rodillas.

—Hablando con la señora Williams, que resultó ser una persona muycomunicativa, averigüé los nombres de los invitados a la cena de Nochebuena.Eran todas personas muy respetadas en el vecindario. El ama de llaves me contóque, momentos antes de anunciarse la cena, un joven sacerdote se presentó en lapuerta de la casa y pidió hablar con el rector de la parroquia. El rector, por lovisto, siempre asiste a la cena de Nochebuena en Craigen Court. El jovensacerdote explicó que cierto clérigo, a quien llamó por su nombre, le había dichoque necesitaban un cura en la parroquia, y venía de Londres para ofrecer susservicios. Había pasado por la casa parroquial y los criados le habían dicho que elrector estaba cenando en Craigen Court. Temía perder la oportunidad deconseguir el puesto, y por eso lo había seguido hasta allí. Era verdad que el rectorbuscaba un cura y había anunciado la plaza vacante la semana anterior. Un pocoenfadado por la interrupción de las celebraciones, le contestó al joven que nonecesitaba ningún cura. Sin embargo, al ver la decepción del pobre muchacho,parece ser que incluso se le escapó alguna lágrima, el rector se ablandó. Lo invitó

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a pasar para descansar un rato en el vestíbulo antes de emprender el regreso a laestación y prometió pedir a sir George que le ofrecieran un vaso de vino. Eljoven se sentó en una silla, junto a la puerta por la que entraron los ladrones.Bueno, no hace falta que le diga quién era aquel sacerdote, y tampoco, estoysegura, que le insinúe que, mientras un criado fue a buscar un vaso de vino o,mejor dicho, en cuanto el joven vio el camino despejado, entró a hurtadillas en lasalita contigua y abrió el cerrojo para que sus cómplices, que sin duda estabanescondidos en el jardín, pudiesen entrar por la ventana. El ama de llaves no supodecir si el sacerdote llevaba un bolso negro. Yo personalmente estoy convencidade que sí, y de que dentro de ese bolso iba la ropa de Harry Emmett, que muyprobablemente volvió a ponerse antes de regresar a su casa, en Wredford, dondesupongo que guardó en el bolso esos artículos clericales y redactó esa cartatragicómica. Debió de dejar el bolso de madrugada, antes de que nadie sehubiera levantado, en el umbral de la casa de Easterbrook Road.

Dy er respiró hondo. Estaba profundamente impresionado por la inteligenciade su colega, que rayaba en la inspiración. En cuanto se le ofreciera laoportunidad, le cantaría sus alabanzas a la primera persona con la que se cruzara,aunque no tenía la más mínima intención de cantarlas en presencia de Loveday,pues el exceso de elogios podía tener efectos perniciosos en una joven promesa.

Así, se contentó con decir:—Sí, muy convincente. Ahora, cuénteme cómo siguió al joven hasta su

guarida.—Eso fue pan comido —dijo Loveday—. La señora Williams me contó que

el joven había dejado su empleo con el coronel James alrededor de seis mesesantes para cuidar de su querida abuela, que tenía una confitería, aunque norecordaba dónde. Yo había oído que el padre de Emmett era cochero y, como esnatural, pensé de inmediato en la jerga de los cocheros… Seguro que usted laconoce. A su mutualidad de previsión la llaman « la querida abuela» y a laoficina donde reciben sus pagos, « la confitería» .

—Ja, ja, ja. Y la pobre señora Williams lo entendió todo literalmente, claroestá.

—Así es, y estaba convencida de que era un muchacho de muy buencorazón. Pensé, lógicamente, que tenía que haber una filial de la mutualidad en laciudad de mercado más próxima, y un directorio de los comercios del distritoconfirmó mi suposición de que había una en Wredford. Teniendo en cuentadónde se había encontrado el bolso, no me fue difícil deducir que Emmett, quizásirviéndose de las influencias de su padre, tanto como de su atractivo personal,había conseguido un puesto de confianza en la filial de Wredford. Reconozco queno esperaba encontrarlo tan fácilmente, nada más llegar, pero resultó que era elencargado de cobrar las cuotas semanales. Sin perder un instante avisé a lapolicía local, y lo demás creo que y a lo sabe usted.

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Dyer no pudo seguir refrenando su entusiasmo por más tiempo.—Es formidable de principio a fin —exclamó—. ¡Esta vez se ha superado

usted!—Lo único que lamento —dijo Loveday— es el destino que quizá aguarde a

la pobre Stephanie.La preocupación de Loveday por el bienestar de Stephanie tardó, sin

embargo, menos de veinticuatro horas en disiparse. Con el primer correo de lamañana recibió una carta de la señora Williams, en la que le explicaba quehabían encontrado a la muchacha poco antes del amanecer, medio muerta defrío y de miedo, en la orilla del río que atraviesa el bosque de Craigen. « Además—decía el ama de llaves—, quien la encontró fue ni más ni menos quien debíaencontrarla, el joven Holt, que estaba y sigue estando locamente enamorado deella. Gracias a Dios, a la pobre chica le faltó el valor en el último momento y, envez de tirarse al río, se desmay ó en la orilla de puro agotamiento. Holt la llevódirectamente a casa de su madre y allí, en la granja, se encuentra ahora,atendida y mimada por todos.»

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Fergus Hume

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Ferguson Wright Hume (1859-1932), Fergus Hume para la literatura, nacióen Inglaterra, pero tres años después su familia emigró a Nueva Zelanda. Estudióderecho en Otago y poco después se mudó a Melbourne. Tras unos intentosfrustrados de convertirse en autor teatral decidió escribir una novela: « Lepregunté a un librero de Melbourne qué clase de libros se vendían mejor. Me dijoque las historias de detectives de Gaboriau. Yo no había oído hablar de ellas, perome las compré todas y las leí atentamente. Decidí escribir una obra de ese tipo,con un misterio, un asesinato y la descripción de los bajos fondos deMelbourne» . El resultado, The Mystery of a Hansom Cab (1886), obtuvo unenorme éxito y se la reconoce hoy como la primera novela puramente policíacaen lengua inglesa. Tras su publicación, Hume regresó a Inglaterra, primero aLondres y después a Thundersley, en la campiña de Essex, donde pasó el resto desu vida y donde escribió más de cien novelas y relatos.

« El dios de jade y el corredor de bolsa» (« The Greenstone God and theStockbroker» ) se publicó en The Idler en enero de 1894 y se recogeríaposteriormente en The Dwarf’s Chamber and Other Stories (1896). Comocorresponde a quizá el único autor de esta antología del que se puede decir quefue un profesional exclusivo del género, es un elogio de la eficacia del oficio dedetective, único capaz de dar importancia a los datos relevantes y de no dejarseguiar por las apariencias.

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El dios de jade y el corredor de bolsa

(1894)

Por norma general, un detective medio suele recibir el doble del reconocimientoque merece. No me refiero al impostor que finge obrar milagros, sino al serhumano de carne y hueso que es propenso a equivocarse y así lo demuestra amenudo. Puede darse por sentado que cuando un detective exhibe una hoja deservicios impecable y la atribuye enteramente a su sagacidad, es joven en añosy aún más joven en experiencia. Los hombres maduros, que se han visto cienveces atrapados en las hábiles redes de la delincuencia, reconocen la influenciadel azar tanto en el éxito como en el fracaso. ¡Ahí lo tienen! En nueve de cadadiez ocasiones, el azar hace más por resolver un caso que toda la destreza y elingenio del individuo en quien recae la misión. La excepción es necesariamenteingeniería de un paladín infalible. No conozco a nadie así. Si alguna vez llegó aexistir, está fuera de la circulación.

Esta opinión, basada en la experiencia colectiva antes que en un episodioconcreto, puede sustanciarse mediante un puñado de hechos incontrovertibles.Para el presente ejemplo bastará con uno. Tomaré por tanto el caso Brixton conel fin de ilustrar la intervención del azar en los asuntos humanos. De no haber sidopor aquel fetiche maorí… pero eso es el final más que el comienzo de la historiay sería conveniente dejarlo a un lado por el momento. Baste decir que esafigurilla de jade llevó a la horca a una persona de la que nos ocuparemos acontinuación.

Cuando el señor Paul Vincent y su mujer se establecieron en Ulster Lodge, lasociedad de Brixton los acogió como un par de excelentes adquisiciones. Ella erahermosa y tenía talento para la música; él, apuesto, relativamente adinerado ymagnífico jugador de tenis. Sus antecesores, el padre de él y la madre de ella,ambos fallecidos, habían llevado una respetable vida de clase media. El mismohalo seguía envolviendo a sus hijos que, en razón tanto de este don heredadocomo de su propia personalidad, eran personas muy solicitadas en la sociedad deBrixton. La popular pareja vivía además plenamente entregada el uno al otro, ytres años después de contraer matrimonio seguían pareciendo dos enamorados.Así tenía que ser, de ahí que amigos y conocidos tuvieran a los Vincent comoemblema de la perfección conyugal. Paul Vincent era corredor de bolsa ypasaba por tanto la mayor parte del tiempo en la ciudad.

Juzguen, pues, la conmoción que se produjo cuando la guapa señora Vincentapareció muerta en el estudio de su casa, con una puñalada en el corazón.Difícilmente podía esperarse un asesinato tan inconcebible. La joven contaba con

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numerosos amigos, ningún enemigo conocido y, sin embargo, había llegado aeste trágico final. Una investigación más detallada reveló que la cerradura delescritorio estaba forzada, y el señor Vincent declaró que le faltaban doscientaslibras. Así las cosas, en un principio se crey ó que el robo era la única causa delcrimen y, al sorprender la víctima al ladrón, éste la había asesinado.

El propicio momento escogido por el asesino denotaba un conocimientominucioso de las costumbres domésticas de Ulster Lodge. El marido estuvoocupado en la ciudad hasta medianoche; la servidumbre, cocinera y doncellatenían permiso ese día para asistir a una boda y no regresaron hasta las once. Laseñora Vincent pasó por tanto seis horas completamente sola en casa, y en eseintervalo se cometió el asesinato. Las sirvientas hallaron el cadáver de suinfortunada señora y dieron la alarma de inmediato. Poco después llegó Vincenty encontró a su mujer muerta, su casa tomada por la policía y a sus sirvienteshistéricas. Nada se podía hacer esa noche, si bien a la mañana siguiente se dieronlos primeros pasos para aclarar el misterio. Es en este punto donde comienza mirelato.

A las nueve recibí órdenes de hacerme cargo del caso, y a las diez estaba encasa de los Vincent, tomando nota de los detalles y reuniendo pruebas. Aparte deretirar el cadáver, no se había tocado nada, y el estudio se encontrabaexactamente igual que en el momento de descubrirse el crimen. Registréatentamente la sala y hecho esto interrogué a la cocinera, a la doncella y, porúltimo, al señor de Ulster Lodge. El resultado del interrogatorio me hizo albergarmoderadas esperanzas de dar con el asesino.

El estudio, amplio, con vistas al jardín que separaba la vivienda del camino,estaba amueblado con sencillez, como la estancia de un hombre soltero. Contabacon un escritorio anticuado, dispuesto en ángulo recto con respecto a la ventana,una mesa redonda que llegaba casi hasta el alféizar, dos butacas, tres sillas demimbre corrientes y, sobre la repisa de la chimenea, una exposición de pipas,pistolas, guantes de boxeo y floretes. Uno de los floretes había desaparecido.

Un simple vistazo mostraba la encarnizada batalla que había librado el asesinoantes de derrotar a su víctima. El mantel de la mesa estaba en el suelo, dos de lassillas caídas y el escritorio, con varios cajones abiertos, presentaba importanteshachazos. La llave no estaba en la cerradura del escritorio, y la ventana estabacerrada por dentro.

Un registro posterior reveló los siguientes hallazgos:

Un hacha para cortar madera (encontrada cerca del escritorio).Un florete con la punta partida (encontrado debajo de la mesa).Un ídolo de jade (escondido detrás del guardafuegos).

La cocinera, que gracias al brandy se mostraba desafiante y valerosa,declaró que había salido de la casa a las cuatro de la tarde de la víspera y había

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regresado cerca de las once. La puerta de atrás (para su sorpresa) estaba abierta.Fue con la doncella a informar de este incidente a su señora, y encontraron elcadáver tendido en el suelo, a medio camino entre la puerta y la chimenea. Avisóa la policía sin perder un instante. El señor y la señora eran una pareja muy bienavenida y (que ella supiera) no tenían enemigos.

La doncella ofreció una declaración muy similar, a la que añadió que elhacha era de la leñera de la casa. Las demás habitaciones estaban intactas.

El pobre Vincent, destrozado por la tragedia, a duras penas acertaba aresponder a mis preguntas con serenidad. Condoliéndome de su comprensiblepena, le interrogué con la mayor delicadeza posible y tengo que reconocer quecontestó con admirable prontitud y claridad.

—¿Qué sabe de este infortunado asunto? —le pregunté cuando nos quedamosa solas en la sala de estar. Se negó a quedarse en el estudio, como a buen seguroera natural dadas las circunstancias.

—Absolutamente nada —dijo—. Me fui a la ciudad ayer, a las diez de lamañana, y, como tenía mucho trabajo, le dije a mi mujer que no regresaríahasta medianoche. Estaba contenta y llena de salud cuando la vi por última vez, yahora… —Incapaz de terminar la frase, hizo un gesto de desesperación. Tras unapausa, añadió—: ¿Tiene usted alguna teoría sobre el caso?

—A juzgar por el estado del escritorio yo diría que el robo…—¿El robo? —interrumpió, mudando de color—. Sí, ése fue el móvil. Tenía

doscientas libras guardadas en el escritorio.—¿En monedas o en billetes?—En billetes. Cuatro de cincuenta, del Banco de Inglaterra.—¿Está seguro de que se las han llevado?—¡Sí! El cajón donde las guardaba está hecho pedazos.—¿Sabía alguien que guardaba usted doscientas libras ahí?—¡No! Excepto mi mujer, aunque… ¡Ay ! —Una vez más se interrumpió

bruscamente—. Eso es imposible.—¿Qué es imposible?—Se lo diré cuando me hay a expuesto su teoría.—Esa idea la ha sacado usted de la novelas de un chelín —respondí

secamente—. No todos los detectives nos ponemos a teorizar en el acto. No tengoninguna teoría en particular. Quien cometió el crimen sabía que su mujer estabasola en la casa y que había doscientas libras en ese escritorio. ¿Le contó a alguienestos detalles?

Vincent se atusó el bigote con cierto apuro, y supe por su gesto que habíacometido una indiscreción.

—No querría buscar problemas a una persona inocente —dijo al fin—, perose lo conté a un hombre llamado Roy.

—¿Por qué razón?

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—Es una larga historia. Perdí doscientas libras jugando a las cartas con unamigo, y retiré ese dinero del banco para pagarle la deuda. Se marchó de laciudad, así que guardé el dinero con llave en mi escritorio. Anoche, Roy vino averme al club, muy alterado, y me pidió que le prestara cien libras. Dijo queestaba perdido si no se las prestaba. Le ofrecí un cheque, pero necesitaba eldinero en efectivo. Le dije que había dejado las doscientas libras en casa, y portanto no podía prestárselas. Me preguntó si no podía venir a buscarlas a Brixton,pero le dije que no había nadie en casa y…

—Pero sí había alguien en casa —interrumpí.—¡Yo creía que no! Sabía que las criadas iban de boda y pensé que mi mujer

se iría a casa de alguna amiga, para no pasar la noche sola.—Bien y ¿qué ocurrió después de que le dijera a Roy que no había nadie en

casa?—Se marchó, muy enfadado, jurando que necesitaba ese dinero a toda costa.

Pero es imposible que tenga nada que ver con esto.—No lo sé. Usted le dijo dónde estaba el dinero y que la casa estaba vacía.

¿No es probable que viniera con la intención de robar el dinero? Y, en ese caso,¿qué habría ocurrido? Entra por la puerta de atrás y coge el hacha de la leñerapara forzar el escritorio. Su mujer oye ruido y lo sorprende en el estudio. Élpierde los nervios, coge un florete de encima de la chimenea y la mata. Actoseguido se larga con el dinero. Ahí tiene su teoría… pésima para ese tal Roy.

—¿No irá usted a acusarlo? —se apresuró a preguntar Vincent.—¡No si no tengo pruebas suficientes! Si fue él quien cometió el crimen y

robó el dinero, es evidente que tarde o temprano cambiará los billetes. Ahorabien, si tuviera la numeración…

—Aquí está —dijo Vincent, sacando una libreta—. Siempre anoto lanumeración de los billetes grandes. Pero seguro —añadió, mientras copiaba losnúmeros—, seguro que no piensa usted que Roy es culpable.

—No lo sé. Me gustaría saber qué hizo esa noche.—Yo no puedo decírselo. Vino a verme al Chestnut Club alrededor de las siete

y se fue enseguida. Yo tenía una cita de negocios, fui al Alhambra y despuésvolví a casa.

—Dígame dónde vive Roy, y descríbame qué aspecto tiene.—Es estudiante de medicina y vive en Grower Street. Alto, rubio, un joven

muy apuesto.—Y ¿cómo iba vestido anoche?—De etiqueta, aunque llevaba un abrigo de color beige.Tomé debida nota de estos detalles y estaba a punto de retirarme cuando me

acordé del ídolo de jade. Era muy extraño encontrar un objeto así en un lugar tanprosaico como Brixton, y no pude dejar de pensar que había llegado allí poraccidente.

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—Por cierto, señor Vincent —dije, sacando el monstruoso ídolo del bolsillo—.¿Es suyo este dios de jade?

—No lo había visto en la vida —respondió, y lo cogió para examinarlo—.Está… ¡ay ! —soltó la figurilla—, manchado de sangre.

—Es sangre de su mujer, señor. Si no es suyo, entonces tiene que ser delasesino. Por el sitio dónde se encontró, supongo que debió de caérsele del bolsilloal atacar a su víctima. Como puede ver, está manchado de sangre. Seguramentese puso nervioso, pues de lo contrario no habría dejado una prueba tancondenatoria. Este ídolo, señor, llevará a la horca al asesino de la señora Vincent.

—Eso espero, pero a menos que tenga usted la certeza de que ha sido Roy, nole arruine la vida acusándolo de este crimen.

—No se preocupe: no lo acusaré si no tengo pruebas suficientes —respondísin vacilar, y con esto me despedí de él.

Vincent tuvo una actitud muy ecuánime en esta conversación preliminar. Pormás que deseara castigar al asesino, no quería que pudieran caer sobre Roysospechas infundadas. Si no le hubiera forzado a contarme el incidente del club,dudo de que él lo hubiera sacado a relucir. Como es lógico, la información meproporcionó la pista que necesitaba. Solo Roy sabía que los billetes estaban en elescritorio y además se imaginaba (debido al error de Vincent) que no había nadieen la casa. Resuelto a conseguir ese dinero a toda costa (según sus propiaspalabras), intentó el robo, hasta que la inesperada aparición de la señora Vincentvino a transformar un delito menor en uno mayor.

Lo primero que hice fue dar aviso al banco del robo de cuatro billetes decincuenta libras con tal y tal numeración, señalando que el ladrón o algúncómplice probablemente intentaría cambiarlos transcurrido un tiempo razonable.No dije ni una palabra del asesinato y me cuidé mucho de que ningún detallellegara a oídos de la prensa; pensando que el asesino quizá leyera las crónicasperiodísticas para trazar su curso de acuerdo con la acción de la policía, juzguémás sabio que supiera lo menos posible. Esas noticias periodísticas tanpormenorizadas causan más mal que bien. Satisfacen los instintos morbosos delpúblico y ponen en guardia a los delincuentes. Y así, mientras la policía trabajaen la oscuridad, ellos —gracias a los corresponsales especiales— pueden estar altanto de los procedimientos y burlar en consecuencia el castigo de la ley.

El ídolo de jade me dio importantes quebraderos de cabeza. Quería sabercómo había ido a parar al estudio de Ulster Lodge. Cuando lo supiera podríacazar a mi hombre, pero había muchos obstáculos que superar antes de disponerde dicha información. Ahora bien, una estatuilla tan curiosa no es un objetocomún en este país. Quien la tenga en sus manos es porque ha estado en NuevaZelanda o la ha recibido de un amigo neozelandés. No podía haberla encontradoen Londres. En tal caso no la llevaría encima. Deduje así que el asesino habíarecibido la estatuilla el mismo día del crimen, y que el amigo en cuestión tenía

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contactos en Nueva Zelanda para que el ídolo obrara en su poder. La cadena depensamientos, que no fue sencilla, comenzó con la curiosidad que me despertó elídolo y concluyó con la consulta de la lista de vapores con rumbo a las antípodas.Me serví para ello de un pequeño ardid que no es necesario explicar en estemomento. A su debido tiempo, todo encajará con el ahorcamiento del asesino dela señora Vincent. Entretanto, seguí el rastro de los billetes y dejé que el ídolo dejade labrara su propio destino. Tenía, así pues, dos hilos que seguir.

El asesinato se cometió el 20 de junio y el día 23 se ingresaron en el Banco deInglaterra dos billetes de cincuenta libras cuya numeración coincidía con la deldinero robado. Me asombró el escaso cuidado que ponía el delincuente paraocultar su crimen y mi sorpresa fue mayor si cabe cuando supe que la personaque ingresó el dinero era un abogado muy respetable. Me facilitaron su direccióny fui a visitarlo. El señor Maudsley me recibió con mucha cortesía y no dudó enrelatarme cómo habían llegado los billetes a su poder. No le confié el principalmotivo de la investigación.

—Espero que no haya ningún problema con esos billetes —dijo cuandoterminé de exponerle la razón de mi visita—. Ya he tenido bastantes problemas.

—Y eso, señor Maudsley, ¿en qué sentido?En vez de responder, tocó la campana y ordenó al criado que acudió a la

llamada:—Diga al señor Ford que venga. —Volviéndose a mí, continuó—: No tengo

más remedio que revelar lo que esperaba guardar en secreto, aunque confío enque esta revelación quede entre nosotros.

—Eso lo decidiré cuando lo haya oído. Soy un detective, señor Maudsley, ypuede estar usted seguro de que no me dedico a investigar por mera curiosidad.

Antes de que pudiera contestarme, un joven esbelto y de aspecto frágil, muynervioso, entró en la sala. Era Ford, y nos miró primero a mí y luego a Maudsleycon cierto recelo.

—Este caballero —anunció Maudsley en tono amable— es de Scotland Yard,y está aquí por el dinero que me diste hace dos días.

—No habrá ocurrido nada malo, espero —balbució Ford, poniéndose rojo yblanco al mismo tiempo.

—¿Quién le dio el dinero? —pregunté, eludiendo su pregunta.—Mi hermana.Su respuesta me sobresaltó, y con razón. Mis pesquisas sobre Roy habían

puesto al descubierto que el joven estaba enamorado de una enfermera llamadaClara Ford. Era evidente que Roy le entregó a ella los billetes después de robarlosen Ulster Lodge, pero ¿qué necesidad tenía de cometer el robo?

—¿Por qué le dio su hermana cien libras? —le pregunté a Ford.En lugar de contestar, miró a Maudsley con gesto de súplica. El abogado

tomó la palabra.

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—Tenemos que confesarlo todo, Ford —suspiró—. Si has cometido unsegundo delito para ocultar el primero, yo no puedo ayudarte. Esta vez no está enmi mano.

—No he cometido ningún delito —dijo Ford. Y, mirándomedesesperadamente, añadió—: Señor, reconozco que desfalqué cien libras delseñor Maudsley para pagar una deuda de juego. Tuvo la bondad y la generosidadde pasar por alto el delito si le devolvía lo que le había quitado. Yo no tenía esedinero, así que se lo pedí a mi hermana. Es una pobre enfermera, y ella tampocodisponía de esa cantidad. Pero, como sabía que si no pagaba la deuda estabaperdido, mi hermana pidió ay uda a Julian Roy. Él prometió ayudarla, y le dio dosbilletes de cincuenta libras. Mi hermana me los entregó y yo se los di al señorMaudsley para que los ingresara en el banco.

Esto explicaba el comentario de Roy. No se refería a su ruina, sino a la deFord. Para salvar al pobre infeliz, y por amor a su hermana, había cometido elcrimen. No me hacía falta hablar con Clara Ford, y en ese mismo instante decidídetener a Roy. El caso estaba clarísimo, y tenía motivos justificados para dar estepaso. Mientras tanto, les hice prometer a Maudsley y a Ford que guardaríansilencio, pues no quería que la señorita Ford pusiera en guardia a Roy a través desu hermano.

—Caballeros —dije, tras un momento de silencio—, no me es posibleexplicarles ahora las razones que me han traído hasta aquí, pues sería demasiadolargo y no tengo tiempo que perder. No digan nada de esta entrevista hastamañana; entonces lo sabrán todo.

—¿Ha vuelto Ford a meterse en líos? —preguntó Maudsley, preocupado.—Él no, pero otro sí.—Mi hermana —empezó a decir Ford, pero no le permití continuar.—Su hermana está perfectamente, señor Ford. Le ruego que confíe en mí; ni

a ella ni a usted les ocurrirá nada si puedo evitarlo… Ustedes, ante todo, guardensilencio.

Así lo prometieron, y regresé a Scotland Yard bastante convencido de quenadie pondría a Roy sobre aviso. Los indicios eran tan claros que no podía dudarde su culpabilidad. De lo contrario, ¿cómo había conseguido el dinero? A estasalturas contaba con pruebas suficientes para ahorcarlo, pero no quería dejarningún cabo suelto y me proponía demostrar además que el ídolo de jade erasuyo. No era de Vincent, y tampoco de su difunta esposa, así que alguien teníaque haberlo llevado al estudio. ¿Por qué no Roy, dado que a juzgar por todas lasapariencias era el autor del crimen y además el ídolo estaba manchado desangre de la víctima? No me fue difícil obtener una orden de detención, y conella me presenté en Gower Street.

Roy proclamó airadamente su inocencia. Negó todo conocimiento del crimeny del ídolo. Yo esperaba esta reacción, pero me sorprendió la vehemencia con

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que se defendió. Aunque parecía sincero, todo era tan absurdo que no logróquebrar mi convicción en su culpabilidad. Le dejé que hablara cuanto quiso —talvez fuese un error—, porque era incapaz de estarse callado, y después me lollevé en un coche.

—Le juro que yo no he sido —me aseguró con ardor—. Nadie se quedó másatónito que yo al leer la noticia de la muerte de la señora Vincent.

—Pero ¿estuvo usted en Ulster Lodge esa noche?—Eso lo reconozco —dijo con franqueza—. Si fuera culpable, no lo diría.

Pero fui porque Vincent me lo pidió.—Tengo que recordarle que todo lo que diga puede utilizarse como prueba

contra usted.—¡Me da igual! Me defenderé. Le pedí a Vincent cien libras y…—Claro que se las pidió, para dárselas a la señorita Ford.—¿Cómo lo sabe? —preguntó con brusquedad.—Por su hermano, a través de Maudsley. Él ingresó en el banco los billetes

que usted le entregó. Debería haberse andado usted con más cuidado para ocultarsu delito.

—Yo no he cometido ningún delito —protestó—. Vincent me dio el dinero. Laseñorita Ford me lo había pedido, para evitar que condenaran a su hermano pordesfalco.

—¡Vincent niega haberle dado el dinero!—En ese caso, miente. Le pedí cien libras en el Chesnut Club. No llevaba esa

cantidad encima, pero me dijo que en casa tenía doscientas libras, en elescritorio. Yo necesitaba el dinero imperiosamente, esa misma noche, así que lepedí permiso para ir a buscarlo.

—Y ¿se lo negó?—No me lo negó. Aceptó, y me dio una nota para la señora Vincent, en la

que le indicaba que me entregase cien libras. Fui a Brixton, conseguí el dinero endos billetes de cincuenta y se lo entregué a la señorita Ford. Cuando me marchéde Ulster Lodge, entre las ocho y las nueve, la señora Vincent se encontrabaperfectamente y estaba muy contenta.

—Es una defensa muy ingeniosa —señalé en tono dubitativo—, pero el señorVincent niega rotundamente haberle dado ese dinero.

Roy me miró muy serio, para ver si le estaba tomando el pelo. Era evidenteque la actitud de Vincent le causaba un profundo desconcierto.

—Eso es ridículo —dijo en voz baja—. Escribió una nota para su mujer y ledio órdenes de entregarme el dinero.

—¿Dónde está esa nota?—Se la di a la señora Vincent.—No la hemos encontrado —dije—. Si esa nota hubiese llegado a sus manos,

ahora yo la tendría en las mías.

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—¿No me cree?—¿Cómo voy a creerle si cuento con la prueba de los billetes y Vincent lo

niega todo?—Seguro que no ha negado que me prestó el dinero.—Sí lo ha negado.—Tiene que haberse vuelto loco —dijo Roy con desesperación—. Es uno de

mis mejores amigos. ¿Cómo puede decir una falsedad tan grande? Claro que…—Más le vale guardar silencio —le recordé, harto de sus tonterías—. Si lo que

usted dice es verdad, Vincent lo exonerará a usted de toda complicidad en elcrimen. Si las cosas ocurrieron como usted asegura, no tiene ningún sentido queél lo niegue.

Hice esta última observación para que se callara de una vez por todas. No erami cometido escuchar declaraciones incriminatorias ni defensas ingeniosas. Esascosas son competencia del juez y del jurado, de ahí que pusiera fin a laconversación como ya se ha dicho y me llevara preso a Roy. Desconozco si lasaves transportan las noticias por el aire, aunque es posible que esa nocheestuvieran muy atareadas porque, al día siguiente, todos los periódicos deLondres me felicitaban por la inteligente captura del presunto asesino. Algunosdetectives se habrían mostrado muy complacidos con estos elogios; yo no loestaba. Me inquietaba el enardecimiento con que Roy insistía en su inocencia yempezaba a dudar de si a fin de cuentas había encerrado al verdadero autor delcrimen. Las pruebas, sin embargo, eran concluy entes. Roy reconoció que habíaestado con la señora Vincent la noche fatídica y admitió que se había llevado dosbilletes de cincuenta libras. Su única defensa posible era la nota del corredor debolsa, pero la nota no aparecía, eso si de verdad había llegado a existir.

Vincent estaba muy apenado por la detención de Roy. Lo apreciaba mucho, yhabía creído en su inocencia mientras le fue posible. No obstante, a la vista de lasolidez de las pruebas, se vio obligado a considerarlo culpable, si bien sereprochaba severamente por no haberle prestado el dinero y haber evitado así latragedia.

—No tenía la menor idea de que el asunto fuera tan urgente —me dijo—. Dehaberlo sabido, le habría acompañado a Brixton para prestarle el dinero. De esemodo, mi mujer se habría librado de su locura y él de una muerte en el patíbulo.

—¿Qué opinión le merece su defensa?—Es completamente falsa. Yo no escribí ninguna nota y tampoco le dije que

fuera a Brixton. ¿Cómo iba a decírselo si estaba convencido de que no habíanadie en casa?

—Es una lástima que fuera usted al Alhambra en vez de volver a casa, señorVincent.

—Fue un error —asintió—, pero en ningún momento se me pasó por lacabeza que Roy se propusiera robarme. Además, había quedado en ir al teatro

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con mi amigo, el doctor Monson.—¿Cree usted que ese ídolo es de Roy?—No puedo decirlo. Nunca lo he visto con él. ¿Por qué lo pregunta?—Porque creo firmemente que si Roy no llevaba ese ídolo en el bolsillo

aquella noche, entonces es inocente. Parece usted sorprendido, pero créame si ledigo que ese ídolo es del hombre que asesinó a su mujer.

La mañana siguiente a esta conversación, una dama se presentó en ScotlandYard y pidió verme. Por fortuna, me encontraba en mi despacho y, adivinandode quién se trataba, accedí a recibirla. Cuando nos quedamos a solas, se levantóel velo, y me encontré en presencia de una mujer de aspecto noble, queguardaba cierto parecido con el empleado del señor Maudsley, aunque, poralguna extraña contradicción de la naturaleza, ella tenía un rostro más varonil.

—¿Es usted la señorita Ford? —pregunté, adivinando su identidad.—Soy Clara Ford —respondió tranquilamente—. He venido para hablarle del

señor Roy.—Me temo que no se puede hacer nada para salvarlo.—Pues algo hay que hacer —dijo con pasión—. Estamos prometidos, vamos

a casarnos, y haré todo cuanto pueda hacer una mujer para salvar a suenamorado. ¿Usted cree que es culpable?

—A la vista de las pruebas, señorita Ford…—Me traen sin cuidado las pruebas —replicó—. Es tan inocente como yo.

¿Cree usted que un hombre que acaba de cometer un delito pondría el dinero queha obtenido de ese delito en manos de la mujer a la que afirma amar? Yo leaseguro que es inocente.

—El señor Vincent no opina lo mismo.—¡El señor Vincent! —dijo la señorita Ford con marcado desprecio—. ¡Ah,

sí! Ya supongo que él cree que Julian es culpable.—¡No lo creería si pudiera pensar de otra manera! Es, o mejor dicho, era un

amigo incondicional del señor Roy.—Tan incondicional que intentó impedir nuestra boda. Escúcheme, señor. No

se lo he contado a nadie, pero a usted se lo voy a contar. El señor Vincent es unsinvergüenza. Se hacía pasar por amigo de Julian, pero se atrevió a hacermeproposiciones… proposiciones deshonrosas, por las que podría haberlodenunciado. Él, un hombre casado y supuesto amigo de Julian, quería queabandonase a mi prometido y me fugara con él.

—Seguramente se confunde usted, señorita Ford. El señor Vincent era muyatento con su mujer.

—Su mujer le traía completamente sin cuidado —afirmó tajantemente—.Estaba enamorado de mí. No le conté a Julian cómo me había insultado Vincentpara que no se enfadara. Ahora que Julian está en un aprieto por un lamentableerror, Vincent está encantado.

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—Eso es imposible. Le aseguro que Vincent lamenta mucho que…—No me cree —me interrumpió—. Muy bien, le daré una prueba de que

digo la verdad. Venga conmigo a las habitaciones de mi hermano en Bloomsbury.Avisaré al señor Vincent, le diré que deseo verlo, y, si se esconde usted en algunaparte, oirá de sus propios labios lo contento que está ahora que mi amado Julian ysu mujer ya no pueden interponerse en el camino de su deshonrosa pasión.

—Iré, señorita Ford, aunque creo que se equivoca usted con Vincent.—Ya lo veremos —contestó con frialdad. Y, cambiando súbitamente de tono,

dijo—: ¿No hay ningún modo de ay udar a Julian? Estoy segura de que esinocente. Todas las apariencias están en su contra, pero él no es el asesino. ¿Nohay ningún modo… ninguno?

Conmovido por su sincera súplica, le mostré el ídolo de jade y le conté todocuanto había hecho en relación con la estatuilla. Me escuchó ávidamente y seaferró sin dudarlo a esta única esperanza de salvar a Roy. Cuando le hubefacilitado esta información, reflexionó en silencio alrededor de dos minutos.Luego se cubrió con el velo y se dispuso a retirarse.

—Venga a las habitaciones de mi hermano. Están en Alfred Place, cerca deTottenham Court Road —dijo—. Le prometo que verá al verdadero Vincent. Loespero el lunes a las tres.

Por el color que cobró su rostro y el brillo que iluminó sus ojos supe que teníaun plan para salvar a Roy. Me tengo por un hombre listo pero, después de aquellareunión en Alfred Place, me declaro completamente idiota en comparación conla señorita Ford. Ató cabos, descubrió pruebas insospechadas y terminó porofrecer una explicación sencillamente increíble. En el momento en que sedespidió de mí, llevaba en el bolsillo el ídolo de jade. Confiaba en demostrar conél la inocencia de su amado y la culpabilidad de otra persona. Fue la maniobramás inteligente que había visto en mi vida.

El examen del cadáver de la señora Vincent concluyó con un dictamen dehomicidio intencionado. Poco después se le dio sepultura, y todo Londresesperaba el juicio de Roy. En la vista preliminar se le acusó del crimen, pero Royse acogió a su derecho a no declarar, y a su debido tiempo se señaló la fecha deljuicio. Entretanto, fui a ver a la señorita Ford el día acordado y la encontré asolas.

—Vincent no tardará en llegar —dijo tranquilamente—. Ya sé que se hafijado la fecha del juicio.

—Y Roy no se ha defendido.—Yo lo defenderé —dijo, con una extraña mirada—. Ya no temo por él.

Salvó a mi pobre hermano y yo voy a salvarlo a él.—¿Ha descubierto algo?—He descubierto muchas cosas. ¡Calle! Ya está aquí Vincent —dijo, al oír

que un coche se detenía en la puerta—. Escóndase detrás de esa cortina y no

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salga hasta que le dé la señal.Preguntándome qué se proponía, me escondí tal como me ordenaba. Al

momento entraba Vincent y poco después presencié una escena extrañísima. Laseñorita Ford lo recibió con frialdad y le pidió que se sentara. Vincent estabanervioso, mientras que ella parecía de piedra y no manifestaba ninguna emoción.

—Le he hecho venir, señor Vincent, para pedirle que me ayude a salvar aJulian.

—¿Cómo voy a ayudarla? —contestó con perplej idad—. Lo haría de buengrado, pero no está en mi mano.

—Yo no lo veo así.—Le aseguro, Clara —empezó a decir con ardor. Pero ella le cortó en seco.—¡Sí, llámeme Clara! Diga que me ama. Mienta, como todos los hombres, y

luego niégueme la ayuda que le pido.—No pienso ayudar a Julian a casarse con usted —afirmó en tono resentido

—. Usted sabe que la amo… la amo con todo mi corazón. Quiero casarme conusted…

—¿No es una declaración demasiado prematura, estando tan reciente lamuerte de su mujer?

—Mi pobre mujer nos ha dejado. Que descanse en paz.—Pero ¿usted la quería?—Nunca la quise —dijo, poniéndose en pie—. ¡Es a usted a quien quiero! La

quise desde el primer momento en que la vi. ¡Mi mujer está muerta! Julian Royestá en prisión, acusado de haberle quitado la vida. Nada nos impide casarnosahora que se han eliminado esos obstáculos.

—Si me casara con usted —dijo ella, despacio—, ¿ayudaría a Julian en sudefensa?

—¡No puedo! Las pruebas son concluyentes.—Usted sabe que es inocente, señor Vincent.—¡No! Creo que él mató a mi mujer.—Cree que mató a su mujer —repitió la señorita Ford, dando un paso hacia él

con el ídolo de jade en la mano—. ¿Cree usted que esto se le cayó en el estudiocuando le asestó el golpe mortal?

—¡No lo sé! —dijo sin inmutarse, echando un vistazo al ídolo—. No lo habíavisto nunca.

—Piénselo bien, señor Vincent… piénselo bien. ¿Quién estuvo en el Alhambraa las ocho de la tarde con el doctor Monson y allí se encontró con el capitán de unvapor de Nueva Zelanda con quien tenía cierta amistad?

—Yo —contestó Vincent en tono desafiante—. ¿Y eso qué significa?—Significa —dijo ella, subiendo la voz— que ese capitán le dio a usted el

ídolo de jade en el Alhambra, y usted se lo guardó en el bolsillo. Poco despuésvolvió a Brixton, cuando el hombre cuya muerte usted había planeado ya no

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estaba allí. Llegó a su casa y mató a su pobre mujer, que lo recibió con toda lainocencia del mundo. Se guardó usted el dinero que quedaba, destrozó elescritorio y, en algún momento, sin querer, se le cayó esta estatuilla que lo acusadel crimen.

Mientras pronunciaba este discurso, se acercó paso a paso al malvadoVincent, que, pálido y angustiado, retrocedió para escapar de la furia de laseñorita Ford. Vino directo a mi escondite y casi cayó en mis brazos. Yo ya habíaoído lo suficiente para convencerme de que era culpable, y al momentoestábamos forcejeando.

—¡Es mentira! ¡Mentira! —gritó, intentando escapar.—¡Es verdad! —dije mientras lo inmovilizaba—. No tengo la menor duda de

que es culpable.En el forcejeo se le cayó la libreta del bolsillo y unos papeles que llevaba

dentro se desperdigaron por el suelo. La señorita Ford recogió un papelmanchado de sangre.

—¡La prueba! —exclamó—. La prueba de que Julian ha dicho la verdad.Ésta es la nota con la que usted autorizó a su pobre mujer para que le entregaselas cien libras a Julian.

Vincent comprendió que estaba perdido y, sin ofrecer más resistencia, secomportó como el cobarde que era.

—No puedo luchar contra el destino —dijo mientras le ponía las esposas—.Confieso el crimen. Lo hice por amor. Odiaba a mi mujer, porque era una cargapara mí, y odiaba a Roy, porque la amaba a usted. Pensé en librarme de los dosde un solo golpe. Él puso la oportunidad en mis manos cuando me pidió el dinero.Fui a Brixton, vi que ella le había entregado el dinero, tal como yo le habíaordenado, arranqué el florete de la pared y la maté. Destrocé el escritorio y tiréla silla, para simular el robo, y me marché. Fui en coche hasta la estaciónsiguiente a Brixton, cogí un tren y volví corriendo al Alhambra. Monson nosospechó mi ausencia, pues me hacía en otra parte del teatro. Ésa era micoartada. De no haber sido por esta nota, que he cometido la estupidez de nodestruir, y por ese ídolo infernal que se me cayó del bolsillo, habría llevado aRoy a la horca y me habría casado con usted. Parece ser que el ídolo me hadelatado. Y ahora, señor —añadió, volviéndose a mí—, será mejor que me llevea prisión.

Eso hice, sin perder un instante. Una vez cumplidos los trámites legales, Julianquedó en libertad y finalmente se casó con la señorita Ford. Vincent murióahorcado, tal como merecía por haber cometido un crimen tan vil. Mirecompensa fue el ídolo de jade, que conservo como recuerdo de este caso tansingular. Semanas más tarde, la señorita Ford me contó cómo había tendido sutrampa.

—Cuando me reveló usted sus sospechas sobre el ídolo —explicó—, tuve la

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certeza de que Vincent tenía algo que ver con el crimen. Dijo usted que el doctorMonson había estado con él en el Alhambra. Los dos trabajamos en el mismohospital. Le pregunté por el ídolo y se lo enseñé. Recordaba que el capitán del K.se lo había regalado a Vincent. La estatuilla se le quedó grabada, por lo extrañaque era. Con esta información fui al puerto y busqué al capitán. Reconoció elídolo y confirmó que se lo había dado a Vincent. A partir de lo que usted mehabía contado, deduje cómo se urdió el plan, y así se lo expuse a Vincent talcomo usted mismo oyó. Casi todo eran conjeturas, y hasta que vi la nota no tuveplena seguridad de que era culpable. Todo ha sido obra del ídolo de jade.

Lo mismo creo yo, pero también obra del azar. Si no se le hubiera caído delbolsillo fortuitamente, Roy habría acabado en la horca por un crimen que nohabía cometido. Por eso afirmo que en nueve de cada diez casos el azar pesamás que toda la destreza del hombre encargado de resolver el misterio.

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M. P. Shiel

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Matthew Phipps Shiell (1865-1947), M. P. Shiel para la literatura, nació enMontserrat, en las Indias Occidentales, y se educó en Barbados. Alrededor de1880 se instaló en Inglaterra y le quitó la última letra a su apellido, dejándolo en« Shiel» . Tras probar diversos oficios adquirió cierta fama en la década de 1890gracias a sus cuentos, que muestran una fuerte influencia de Edgar Allan Poe. Enesta época crea su personaje más conocido, el decadente detective príncipeZalevski, quien, como Auguste Dupin, resuelve los casos más intrincados sinlevantarse siquiera de su asiento. En esos años obtuvo también su mayor éxito decrítica, la novela de ciencia ficción The Purple Cloud(1901), y su mayor éxitopopular con The Yellow Danger (publicada en forma de serial a lo largo de 1899),la primera de varias obras basadas en los prejuicios raciales contra los chinos.Con el nombre de Gordon Holmes escribió novelas de detectives en colaboracióncon Louis Tracy. Al cumplir cincuenta años, su padre lo coronó rey de Redonda,una pequeña isla. Los últimos años de su vida los dedicó a redactar una biografíade Jesucristo.

« La estirpe de los Orven» (« The Race of Orven» ) es el primer relato de lostres que componen el libro Príncipe Zaleski, publicado en 1895, en el que se nospresenta al personaje, aristócrata ruso, filósofo, decadente, fumador de hachís(algo que no vuelve a aparecer en los otros relatos) y posiblemente homosexual.En esta historia de locura heredada, generación tras generación, por una estirpede sanos y descreídos condes británicos se agudiza el contraste entre elpragmatismo prosaico con el que los ingleses se resignan a lo inevitable y laactitud barroca y filosófica del fatalista Zaleski.

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La estirpe de los Orven

(1895)

¡Tristeza y dolor es lo que siempre me asalta cuando recuerdo el sino delpríncipe Zaleski, víctima de un Amor tan importuno como desafortunado que niel fulgor del mismísimo trono consiguió atajar; exiliado forzoso de su tierra nataly exiliado voluntario del resto de los hombres! Habiendo renunciado al mundo,por el que, refulgente e inescrutable cual estrella fugaz, había pasado, el mundodejó enseguida de maravillarlo; e incluso y o, a quien, en mayor medida que acualquier otro, fueron revelados los misterios de esa mente justa y apasionada, lodejé medio relegado al olvido en el devenir de los acontecimientos.

Sin embargo, durante la época en la que lo que se denominó el « laberinto dePharanx» tenía absortos a muchos de los intelectos mejor dotados del país, mispensamientos volvían a él una y otra vez; e incluso cuando el asunto y a había sidoolvidado por la opinión pública, un luminoso día de primavera, combinado quizácon una desconfianza latente respecto al desenlace de aquella oscura trama, mellevó hasta su lugar de retiro.

Llegué a la lúgubre morada de mi amigo al ocaso. Era un inmenso palacio deotros tiempos que se levantaba aislado en medio de una zona boscosa, y al que seaccedía por una sombría avenida de álamos y cipreses por los que apenaspenetraba la luz del sol. Por ella pasé, y tras encontrar vacíos los establos (queme parecieron demasiado ruinosos para ofrecer amparo), acabé por dejar micalèche[20] en la sacristía a medio desmoronar de una antigua capilla dominicay solté la yegua para que paciera durante la noche en un potrero detrás de lacasa.

Cuando empujaba la puerta principal abierta y entraba en la mansión, nopude por menos de pensar en el antojo saturnino que llevó a este hombre díscoloa escoger un lugar de meditación tan desolado en el que pasar sus días. ¡Mepareció una inmensa tumba de Mausolo en la que tantísimo genio, cultura,inteligencia y poder yacían hondamente sepultados! El vestíbulo estabaconstruido a la manera de un atrio romano y del estanque oblongo de aguacaliginosa en el centro huyó una tropa de ratas gordas y ociosas lanzando débileschillidos al acercarme yo. Ascendí por peldaños de mármol quebrados hasta lasgalerías que circundaban el espacio abierto, y luego me abrí camino a través deun laberinto de aposentos —una estancia tras otra— a un costado de la galería,subiendo y bajando un buen número de escaleras. Nubecillas de polvo surgían delos suelos sin alfombrar y me ahogaban; el Eco incontinente tosía en respuesta

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sincopada a mis pasos en la oscuridad en ciernes y daba énfasis a la penumbrafunérea de la morada. Por ninguna parte había vestigio de mobiliario; porninguna parte rastro de vida humana.

Tras un largo intervalo llegué, en una remota torre del edificio y cerca de sumayor altura, a un pasillo suntuosamente alfombrado, desde cuy o techo treslámparas de mosaico proyectaban tenues luces de color violeta, escarlata y rosapálido. Percibí al cabo dos figuras erguidas como si hicieran guardia silenciosa aambos lados de una puerta tapizada en piel de pitón. Una de ellas erareproducción tardía en mármol de Paros de la Afrodita desnuda de Cnidos; en laotra reconocí la forma gigantesca del negro Ham, el único ayudante del príncipe,cuyo fiero y reluciente rostro de ébano se abrió en una sonrisa avispadaconforme iba acercándome. Le ofrecí un asentimiento y entré sin ceremonias alaposento de Zaleski.

La estancia no era de las grandes, aunque tenía un techo elevado. Incluso enla semioscuridad del levísimo brillo verdoso que irradiaba de una lampas de orodesgastado similar a un incensario, en el centro del techo abovedado decorado alencausto, cierta incongruencia de esplendor bárbaro en el mobiliario me colmóde asombro. El aire estaba enrarecido por el olor perfumado de esa luz y losvapores del narcótico cannabis sativa —la base del bhang de los mahometanos—en el que bien sabía yo que mi amigo tenía costumbre de buscar el sosiego. Lostapices eran de terciopelo color vino, gruesos, ribeteados en oro y bordados enNurshedabad. Todo el mundo sabía que el príncipe Zaleski era un consumadoconocedor —un profundo aficionado— además de un erudito y pensador, pero,aun así, me pasmó la mera multitud de curiosidades que había conseguidoaglomerar en el espacio que le rodeaba. Uno al lado de otro se veían uninstrumento paleolítico, un « sabio» chino, una joya gnóstica, un ánfora deartesanía grecoetrusca. El efecto general era una bizarrerie de lustre y penumbraa medio camino de la rareza. Las planchas sepulcrales flamencas difícilmentecasaban con lápidas rúnicas, miniaturas, un toro alado, escrituras tamiles en hojaslaqueadas de palma talipot, relicarios medievales suntuosamente engastados dejoy as o dioses brahmines. Todo un lado de la estancia estaba ocupado por unórgano cuy o retumbo en aquel espacio circunscrito debía de lanzar todas aquellasreliquias de épocas muertas a danzas fantásticas entre tintineos y estrépitos. Alentrar y o, la atmósfera vaporosa palpitaba al ritmo del campanilleo grave ylíquido de una caja de música invisible. El príncipe estaba reclinado en unaotomana de la que un paño plateado se precipitaba como un torrente por el suelo.A su lado, tumbada en su sarcófago abierto sobre tres caballetes de latón, yacía lamomia de un antiguo menfita, en cuya parte superior las vendas pardas se habíanpodrido o habían sido hurtadas, dejando a la vista el espanto del semblantedesnudo y sonriente.

Desprendiéndose de su chibuquí engastado y de una antigua reimpresión en

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papel vitela de Anacreonte, Zaleski se apresuró a ponerse en pie y me recibióefusivamente al tiempo que murmuraba algún lugar común sobre su « placer» ylo « inesperado» de mi visita. Luego dio orden a Ham de que me preparara unlecho en una de las habitaciones contiguas. Pasamos la mayor parte de la nochesumidos en el delicioso flujo de esa charla soñolienta y medio mística que solo elpríncipe Zaleski era capaz de iniciar y mantener, durante la cual me instó a catarrepetidamente un mejunje de cáñamo hindú parecido al hachís que preparabacon sus propias manos y resultaba más bien inocuo. Fue tras un sencillo desay unoa la mañana siguiente cuando planteé el asunto que constituía parte del motivo demi visita. Se repantigó en el diván, ablusó labeneesh[21] turca que llevaba y meprestó oídos, quizá un tanto cansado al principio, con los dedos entrelazados, y lospálidos ojos invertidos de viejos anacoretas y astrólogos, la velada luz verdosacayendo sobre sus rasgos siempre pálidos.

—¿Conocía usted a lord Pharanx? —pregunté.—Me he cruzado con él en « el mundo» . Con su hijo lord Randolph también;

lo vi una vez en el Tribunal en Peterhof y luego en el Palacio de Invierno del zar.Observé en su gran estatura, las matas de pelo greñudo, las orejas de unaconformación muy particular y cierta agresividad en el porte, un intensoparecido entre padre e hijo.

Había traído conmigo un legajo de viejos recortes de periódico y,comparándolos a medida que continuaba, procedí a exponerle los incidentes.

—El padre —dije— ocupó, como usted bien sabe, un alto cargo en unaantigua administración, y era una de nuestras grandes luminarias en la política;también ha sido presidente del consejo de diversas sociedades científicas y autorde un libro sobre ética moderna. Su hijo estaba adquiriendo prestigio rápidamenteen el corps diplomatique, y hace poco (si bien, en el sentido estricto de la palabra,

de un modo unebenbürtig)[22] se prometió con la princesa Charlotte MarianaNatalia de Morgenüppigen, dama con una veta indudable de sangre Hohenzollernen sus reales venas. La familia Orven es muy antigua y distinguida aunque, sobretodo en estos tiempos, nada rica. Sea como fuere, poco después de que Randolphse hubiera prometido con esta real dama, el padre aseguró su vida por sumasinmensas en diversos bufetes tanto de Inglaterra como de Norteamérica, y ahorala estirpe ha visto cómo quedaba borrada de un plumazo la ignominia de lapobreza. Hace seis meses, casi simultáneamente, tanto el padre como el hijorenunciaron a sus diversos cargos en bloc. Pero si le cuento todo esto, como esnatural, es porque doy por sentado que no lo ha leído en la prensa.

—Siendo lo que son en su mayor parte —respondió—, no hay nada que meresulte tan insoportable en la actualidad como un periódico moderno. No hago nipor verlos, créame.

—Pues bien, lord Pharanx, como decía, renunció a sus cargos en plenitud de

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facultades y se retiró a una de sus fincas en el campo. Hace unos cuantos años,tuvo con Randolph una terrible pelea por una nimiedad, y, con la implacabilidadque caracteriza a su estirpe, no habían cruzado palabra desde entonces. Pero elpadre, poco después de su jubilación, envió un mensaje al hijo, que estaba en laIndia. Como primer paso con vistas al rapprochement[23] de este par de seresorgullosos y egoístas, era un mensaje realmente singular, y fue presentadoposteriormente como prueba por un funcionario de telégrafos; rezaba así:« Regresa. El principio del fin ha llegado» . Después de lo cual Randolph regresó,y tres meses después de la fecha de su llegada a Inglaterra, lord Pharanx habíamuerto.

—¿Asesinado?Algo en la entonación con que pronunció Zaleski esta palabra me dejó

perplejo. No me quedó claro si me había dirigido una exclamación queexpresaba convencimiento o una mera pregunta. Supongo que mi expresión medelató, porque dijo a renglón seguido:

—Hubiera podido deducirlo fácilmente de su comportamiento, ¿sabe? Quizáincluso podría haberlo predicho, hace años.

—¿Haber predicho qué? Desde luego, no el asesinato de lord Pharanx,¿verdad?

—Algo por el estilo —respondió con una sonrisa—, pero, adelante, cuéntemetodos los hechos que le constan.

No era raro que se desprendieran enigmas verbales como éste de los labiosdel príncipe, así que seguí adelante con la narración.

—Los dos, entonces, se reunieron y reconciliaron, pero fue unareconciliación sin cordialidad, sin afecto, un apretón de manos a través de unabarrera de latón, e incluso este apretón de manos fue estrictamente metafórico,porque se ve que no pasaron de cruzar una fría inclinación de cabeza. Sea comofuere, hubo pocas oportunidades de comprobarlo. Poco después de la llegada deRandolph a Orven Hall, su padre inició una vida de aislamiento casi absoluto. Lamansión es un antiguo edificio de tres plantas, la última constituida may ormentepor dormitorios, la primera por una biblioteca, salón y demás, y la planta baja,aparte del comedor y otras estancias habituales, por otra pequeña bibliotecaabierta (por un lado de la casa) a una galería baja que, a su vez, se asoma a uncésped salpicado de macizos de flores. Fue esta biblioteca menor en la plantabaja la que quedó despojada de libros y convertida en dormitorio para el conde.Allí emigró y allí vivió, sin abandonarla apenas nunca. Randolph, por su parte, semudó a una habitación en la primera planta inmediatamente encima de aquélla.De los criados de la familia, unos fueron despedidos, y sobre los pocos restantesse cernió un silencio expectante, una sensación de incertidumbre, sobre lo quepresagiaban esos acontecimientos. Se propagó por el edificio una gran quietudimpuesta, y el menor ruido indebido en cualquier parte venía indudablemente

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seguido de la voz furiosa del amo exigiendo saber la causa. En cierta ocasión,mientras los criados cenaban en la cocina en la parte de la casa más alejada dela que ocupaba él, lord Pharanx, ataviado con zapatillas y batín, apareció en elumbral y, rojo de ira, amenazó con poner a todos en la calle si no moderaban elestrépito de cuchillos y tenedores. Siempre se le había temido en su propia casa,y ahora el mero sonido de su voz desencadenó el terror. Se le llevaba la comida ala estancia que había convertido en su morada, y se comentó que, si antes teníapreferencias gastronómicas sencillas, a partir de entonces, debido posiblemente ala vida sedentaria que llevaba, se volvió quisquilloso e insistía en que le sirvieranbocados exquisitos. Si le menciono todos estos detalles, como también lemencionaré otros, no es porque tengan la menor relación con la tragedia queocurrió después, sino solo porque me constan y usted me ha pedido que le cuentetodo lo que sé.

—Sí —respondió con un ápice de tedio—, tiene razón. Más vale que oiga todala historia, si es que tengo que oír parte de ella.

—Mientras tanto, se ve que Randolph visitaba al conde al menos una vez aldía. Tan retirado vivía él también que muchos de sus amigos lo creían todavía enla India. Solo respecto a un particular quebrantaba el retiro. Como usted biensabe, los Orven están considerados en política, y creo que siempre lo han estado,los conservadores más obstinados e incluso recalcitrantes. Incluso entre lasfamilias más enamoradas del pasado de Inglaterra, descuellan visiblemente eneste aspecto. ¿Le resulta verosímil, siendo así, que Randolph se ofreciera a laAsociación Radical del Distrito de Orven como candidato para las siguienteselecciones en oposición al miembro en funciones? También ha quedadoconstancia de que habló en tres sesiones públicas, de las que se informó en laprensa local, declarando su conversión política, y luego colocó la primera piedrade una nueva capilla baptista, presidió un té metodista y, llevado por un insólitointerés por las degradadas condiciones de vida de los jornaleros en los puebloscircundantes, habilitó como aula un aposento en la planta superior de Orven Hall,donde reunía en torno a sí dos tardes a la semana a toda una clase de palurdos aquienes se dedicó a inculcar demostraciones de mecánica elemental.

—¡Mecánica! —exclamó Zaleski, al tiempo que se incorporaba un instante—.¡Mecánica a los trabajadores del campo! ¿Por qué no química elemental? ¿Porqué no botánica elemental? ¿Por qué mecánica?

Era la primera muestra de interés por la historia que daba, y me complació,pero respondí:

—Eso no hace al caso; y lo cierto es que los caprichos de este individuo notienen explicación. Imagino que confiaba en transmitir cierta idea a los jóvenesincultos de las simples ley es del movimiento y la fuerza. Pero ahora llego a unnuevo personaje en el drama, el personaje más importante de todos. Un día sepresentó una mujer en Orven Hall y pidió ver a su dueño. Hablaba inglés con

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fuerte acento francés y, aunque se acercaba a la mediana edad, seguía siendohermosa, con unos furiosos ojos negros y el rostro de una palidez lechosa. Suvestido era chabacano, barato y chillón, con señales evidentes de desgaste,llevaba el pelo desarreglado y su porte no era el de una dama. Ciertavehemencia, exasperación o inquietud caracterizaba todo lo que decía y hacía. Ellacayo no le permitió pasar; lord Pharanx, le dijo, no estaba visible. Ella insistióviolentamente, intentó apartar al sirviente y tuvieron que echarla por la fuerza,durante todo lo cual la voz del amo se oyó atronar desde el pasillo en una coléricaprotesta por aquel alboroto fuera de lo corriente. Ella se marchó gesticulando confuria y clamando venganza contra lord Pharanx y el mundo entero. Luego seaveriguó que se había establecido en una de las aldeas vecinas llamada Lee.

» Esta persona, que dio el nombre de Maude Cibras, volvió a presentarse en lamansión tres veces sucesivas, y una tras otra se le impidió la entrada. Entonces,sin embargo, se consideró aconsejable informar a Randolph de sus visitas, y éldejó instrucciones de que si volvía, le permitieran verlo. Eso hizo ella al díasiguiente, y tuvo una larga entrevista con él en privado durante la que una talHester Dyett, una criada de la casa, oyó la voz de la mujer, alzada en una airadaprotesta, mientras Randolph, en tonos quedos, parecía intentar calmarla. Laconversación era en francés y no alcanzó a entender ni una palabra. Ella salió alcabo, sacudiendo la cabeza con garbo, y sonrió en ademán de vulgar triunfo allacayo que anteriormente le había impedido el paso. Que se sepa, no volvió asolicitar que la recibieran en la casa.

» Su contacto con los moradores, sin embargo, no cesó. La misma Hesterasegura que una noche, cuando regresaba a casa a horas avanzadas por elparque, vio a dos personas conversando en un banco bajo los árboles, se ocultótras unos arbustos y descubrió que eran la desconocida y Randolph. La mismacriada asegura haberles seguido a otros lugares de encuentro y también haberhallado en la saca del correo cartas con la dirección de Maude Cibras escrita depuño y letra por Randolph: una de ellas saldría a la luz más adelante. De hecho,tan absorbente se tornó la relación que, por lo visto, llegó a interferir en elarrebato de celo radical del hombre que recientemente se había convertido a lapolítica. Los encuentros, siempre a cobijo de la oscuridad pero manifiestos yevidentes a los ojos de la atenta Hester, coincidían a veces con las clases deciencias, y entonces éstas se suspendían; tanto que poco a poco fueronvolviéndose más escasas y luego casi cesaron.

—Su narración adquiere un interés inesperado —dijo Zaleski—. Pero ¿quédecía esa carta de Randolph que salió a la luz?

Leí lo siguiente:

Querida mlle. Cibras:Estoy intercediendo por usted ante mi padre con toda la influencia que poseo,

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pero él no da señal de cambiar de parecer por el momento. ¡Ojalá pudierainducirle a que la recibiera! Pero, como usted bien sabe, es una persona devoluntad implacable, y mientras tanto debe confiar en mis leales esfuerzos en sunombre. Al mismo tiempo, reconozco que la situación es precaria: no me cabeduda de que usted queda bien asegurada en el actual testamento de lord Pharanx,pero está a punto —yo diría que es cosa de dos o tres días— de redactar otro y,exasperado como está por causa de su aparición en Inglaterra, sé que no tieneusted ninguna oportunidad de recibir ni un céntimo con el nuevo testamento.Esperemos que, antes de eso, le ocurra a usted algo favorable, y, mientras tanto,permítame implorarle, no permita que su justísimo resentimiento traspase loslímites de lo razonable.

Un cordial saludo,RANDOLPH

—¡Me gusta la carta! —exclamó Zaleski—. Se aprecia un tono de franquezaviril, pero los hechos ¿eran ciertos? ¿Redactó el conde un nuevo testamento en elmomento especificado?

—No, aunque bien pudo ser porque aconteció su muerte.—Y, en el testamento antiguo, ¿quedaba bien asegurada mademoiselle Cibras?—Sí, al menos eso era correcto.Le cruzó el rostro una sombra de dolor.—Y ahora —continué—, llego a la escena final, en la que uno de los hombres

más notables de Inglaterra falleció a manos de un oscuro asesino. La carta queacabo de leer fue escrita a Maude Cibras el 5 de enero. El siguienteacontecimiento se produce el día 6, cuando lord Pharanx abandonó su habitaciónpor otra durante el día entero y un mecánico especializado fue conducido a ellacon objeto de que llevara a cabo ciertas alteraciones. Al preguntarle HesterDyett, cuando abandonaba él la casa, cuál era la naturaleza de sus operaciones,el hombre contestó que había colocado un dispositivo patentado en la ventana quedaba a la galería para proteger mejor la estancia de los ladrones, pues se habíanproducido varios robos en el vecindario recientemente. La repentina muerte deeste hombre, no obstante, antes de que ocurriera la tragedia, impidió que prestaratestimonio. Al día siguiente (el 7) Hester, que entraba a la habitación con lacomida de lord Pharanx, se figura, aunque no sabría decir por qué (ya que estáde espaldas a ella, sentado en un sillón junto al fuego), que lord Pharanx haestado « bebiendo abundantemente» .

» El día ocho ocurrió algo insólito. Por fin indujeron al conde a que recibieraa Maude Cibras, y durante la mañana de ese día escribió una nota de su puño yletra informándole de su decisión, nota que Randolph entregó a un mensajero.Este mensaje también salió a la luz, y dice lo siguiente:

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Maude Cibras:Puede usted venir una vez oscurecido. Vaya a la parte sur de la casa, suba las

escaleras hasta la galería y entre a mi habitación por la ventana abierta.Recuerde, no obstante, que no debe esperar nada de mí, y que a partir de estanoche pienso borrarla eternamente de mi pensamiento: pero escucharé suhistoria, que y a de antemano sé falsa. Destruya esta nota.

PHARANX

A medida que seguía adelante con mi relato, reparé en que poco a poco seadueñaba del semblante del príncipe Zaleski un singular aspecto de rigidez. Susrasgos menudos y penetrantes se deformaron en una expresión que solo puedodescribir como de insólita curiosidad, una curiosidad de lo más impaciente,arrogante en su intensidad. Sus pupilas, contraída cada una de ellas en un punto,se convirtieron en núcleo de dos anillos de luz abrasadora, y dio la impresión deque le rechinaban los dientecillos. Ya le había visto otra vez esa misma expresióncodiciosa cuando, aferrando una lápida prehistórica cubierta de jeroglíficosmedio borrados —sus dedos lívidos por efecto de la presión que ejercían—, volcóen ella esa intensa curiosidad, esa ardiente mirada inquisitiva, hasta que, gracias auna suerte de dominio hipnótico, pareció arrancarle el arcano que se ocultaba aotros ojos; luego se recostó, pálido y débil tras tan ardua victoria.

Cuando hube leído la carta de lord Pharanx, se apresuró a cogerme el papelde las manos y escudriñó el pasaje.

—Cuénteme… el final —dijo.—Maude Cibras —continué—, invitada a reunirse con el conde, no se

presentó en el momento acordado. Resulta que había dejado su alojamiento en laaldea a primera hora de esa misma mañana y, por una u otra razón, se habíatrasladado a la ciudad de Bath. Randolph también se fue ese mismo día, aunque aPlymouth, en dirección contraria, y regresó a la mañana siguiente, la del 9. Pocodespués se llegó a Lee y conversó con el patrón de la hostería donde se alojabaCibras, le preguntó si estaba y, cuando le dijeron que se había marchado, indagósi se había llevado su equipaje; se le informó de que así era y también de quehabía anunciado su intención de abandonar Inglaterra de inmediato. Entoncesregresó camino de la mansión. Ese mismo día Hester Dyett advirtió que habíanumerosos artículos de valor esparcidos por la habitación del conde,particularmente una diadema de antiguos brillantes brasileños que acostumbraralucir lady Pharanx. Randolph, que estaba presente en ese momento, le hizoreparar aún más en ellos al decirle que lord Pharanx había querido reunir en suestancia muchas de las joyas de la familia; y recibió instrucciones de poner altanto de ello a los demás sirvientes, por si veían a algún gandul de aspectosospechoso por la finca.

» El día 10, tanto el padre como el hijo no salieron de sus habitaciones en todo

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el día, salvo cuando el segundo bajó a la hora de las comidas, momentos en losque cerró la puerta tras de sí y con sus propias manos subió la comida del conde,aduciendo como razón que su padre redactaba un documento importante y noquería que lo molestara la presencia de un criado. Durante la mañana, HesterDyett, al oír en la estancia de Randolph fuertes ruidos, como si trasladaranmuebles de un lado a otro, encontró un pretexto para llamar a su puerta y él leordenó que no volviera a interrumpirle bajo ningún concepto, pues estabaocupado haciendo el equipaje con vistas a un viaje a Londres al día siguiente. Laconducta posterior de la mujer indica que el espectáculo sin duda insólito deRandolph haciendo su propio equipaje debió de aguijonear su curiosidad almáximo. Durante la tarde se dio instrucciones a un muchacho del pueblo de quereuniera a sus compañeros para una clase de ciencias ese mismo día a las ocho.Y así transcurrió la azarosa jornada.

» Llegamos ahora a las ocho de la tarde del día 10 de enero. La noche esoscura y sopla el viento; ha estado nevando un poco pero y a ha amainado. Enuna habitación de la planta superior, Randolph se dedica a explicar los principiosde la dinámica; en la estancia inferior se encuentra Hester Dy ett, pues, de algunamanera, Hester ha obtenido una llave que abre la puerta de la habitación deRandolph, y aprovecha que éste se encuentra arriba para registrarla. Debajo deella está lord Pharanx, sin duda en cama, probablemente dormido. Hester,temblando de la cabeza a los pies en una fiebre de miedo y emoción, sostieneuna vela encendida en una mano que cubre religiosamente con la otra, pues latormenta es racheada y las rachas, abriéndose paso por las grietas de los viejos yruidosos marcos de ventana, proyectan grandes sombras trémulas sobre lascortinas que le dan sustos de muerte. Solo tiene tiempo de ver que la habitaciónentera está revuelta de arriba abajo cuando, de repente, una ráfaga más fuerteapaga la llama, y se queda en lo que a sus ojos, estando como estaba en terrenoprohibido, debió de ser el horror de la oscuridad. Al mismo tiempo, brusco ynítido justo debajo de ella, resuena en su oído un disparo de pistola. Por uninstante se queda de piedra, incapaz del menor movimiento, y luego sus sentidosaturdidos cobran conciencia, o al menos eso juró, de que un objeto se mueve enla habitación, se mueve al parecer por voluntad propia, se mueve en oposicióndirecta a todas las leyes de la naturaleza según las conoce ella. Imagina percibirun espectro, un ente extraño de un blanco globular, según dice, “como una bolade algodón de gran tamaño” que se alza directamente del suelo frente a ella yasciende poco a poco como si lo halara una fuerza invisible. La bruscaconmoción resultante de percibir lo sobrenatural la priva de razón coherente. Altiempo que levanta los brazos y profiere un estridente chillido, se precipita haciala puerta, pero no llega a alcanzarla: a medio camino cae postrada sobre unobjeto y luego ya no sabe más, y cuando, una hora después, sale de la habitaciónen brazos del propio Randolph, la sangre le gotea de una fractura en la tibia

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derecha.» Mientras tanto, en la estancia superior se han oído el disparo y el grito de la

mujer. Todas las miradas se vuelven hacia Randolph, que está a la sombra delartilugio mecánico con el que estaba ilustrando sus razonamientos, y busca apoy oen él. Intenta hablar, los músculos de la cara se le mueven pero no emite sonidoalguno. Solo transcurrido un rato es capaz de decir con voz entrecortada:“¿Habéis oído algo, en el piso de abajo?”. Responden “sí” a coro y luego uno delos muchachos enciende una vela y salen todos en tromba con Randolph a lazaga. Un aterrado sirviente sube a toda prisa con la noticia de que algo horrible haocurrido en la casa. Continúan un trecho, pero hay una ventana abierta en lasescaleras y la vela se apaga, de modo que tienen que esperar unos minutos hastaque encuentran otra, y luego la procesión reanuda la marcha. Al llegar a lapuerta de lord Pharanx y encontrarla cerrada, se procuran un farol y Randolphlos guía a través de la casa hasta el jardín, pero cuando y a casi han alcanzado lagalería, un muchacho observa una pista de huellas de pies pequeños de mujer enla nieve; se detiene la marcha y entonces Randolph señala otro rastro de pies,medio borrado por la nieve, que parte de un bosquecillo cerca de la galería yforma un ángulo con respecto a la primera pista. Estas últimas huellas son de piesgrandes, holladas por gruesas botas de faena. Sostiene el farol sobre los macizosde flores y muestra cómo los han pisoteado. Alguien encuentra un pañuelo vulgarcomo los que suelen llevar los obreros, y Randolph encuentra medio enterradosen la nieve un anillo y un relicario olvidados por los ladrones en su huida. Y ahoralos que van a la cabeza llegan a la galería. Randolph, a su espalda, les grita queentren, pero le contestan que les es imposible porque la ventana está cerrada. Aloír la respuesta parece que se adueña de él primero la sorpresa y luego el horror.Alguien le oye murmurar las palabras: “Dios mío, ¿qué puede haber ocurridoahora?”. Su horror se agrava cuando uno de los chicos le trae un trofeorepugnante hallado delante de la galería: las falanges anteriores de tres dedos deuna mano humana. Una vez más profiere la exclamación agónica: “¡Dios mío!”,y luego, dominando la inquietud, avanza camino de la galería para descubrir queel cierre de guillotina de la ventana ha sido arrancado por la fuerza y la guillotinapuede abrirse con solo empujar hacia arriba: así lo hace, y entra. La habitaciónestá en la oscuridad: en el suelo debajo de la ventana se encuentra el cuerpoinsensible de esa mujer, Cibras. Está viva, pero se ha desmay ado. Tiene losdedos de la mano derecha cerrados en torno al mango de una navaja de grandesdimensiones que está cubierta de sangre; le falta parte de los dedos de la manoizquierda. Todas las joyas han sido sustraídas de la habitación. Lord Pharanxyace en la cama, apuñalado en el corazón a través de las sábanas. Luegotambién se hallará una bala alojada en su cerebro. Debo aclarar que un ribeteafilado que recorría toda la parte inferior de la guillotina de la ventana constituíala herramienta que a todas luces había cercenado los dedos de Cibras. La había

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colocado pocos días antes el obrero al que me he referido, y constaba de variosresortes secretos ubicados en la cara interna de la pieza horizontal inferior delbastidor. Al oprimir cualquiera de estos resortes la ventana de guillotinadescendía; de modo que nadie que ignorara el secreto podía salir por allí sinapoy ar la mano en uno de aquellos resortes, haciendo descender de súbito laguillotina armada sobre la mano colocada debajo.

» Se celebró, como es natural, un juicio. La pobre acusada, presa del terror ala muerte, graznó una confesión del asesinato justo en el momento en que eljurado regresaba tras una breve consulta y antes de que hubiera tenido tiempo depronunciar su fallo de “culpable”, aunque negó haber disparado contra lordPharanx y negó también haber robado las joyas; y lo cierto es que no leencontraron pistola ni joyas encima, ni en toda la estancia, por lo que aún haymuchas cuestiones misteriosas. ¿Qué papel tuvieron los ladrones en la tragedia?¿Estaban conchabados con Cibras? ¿No tendría un significado oculto elcomportamiento extraño de al menos uno de los habitantes de Orven Hall? Seaventuraron conjeturas descabelladas por todo el país y se forjaron teorías, peroninguna de ellas explicaba todas las cuestiones. Ahora, sin embargo, hamenguado la conmoción. Mañana por la mañana Maude Cibras será ejecutadaen la horca.

Así puse punto final a mi narración.Sin una palabra, Zaleski se levantó del sofá y se acercó al órgano. Ayudado

desde atrás por Ham, que preveía todos y cada uno de los antojos de su amo,procedió a interpretar con infinito sentimiento un pasaje del Lakmé de Delibes;estuvo un buen rato sentado, desentrañando la melodía como en un ensueño, conla cabeza caída sobre el pecho. Cuando por fin se levantó, su amplia frente seveía despejada y tenía en los labios una sonrisa que era cualquier cosa menossolemne. Se acercó a un escritoire de marfil, garabateó unas palabras en unpapel y se lo entregó al negro con las instrucciones de coger mi calesa y llevar elmensaje a toda prisa a la oficina de telégrafos más cercana.

—Este mensaje —dijo, volviendo a ocupar su sitio en la otomana— es unaúltima palabra sobre la tragedia y, sin duda, propiciará alguna modificación en eltramo final de su historia. Y ahora, Shiel, vamos a ponernos cómodos para hablarde este asunto. A juzgar por cómo lo ha expresado usted, salta a la vista que hayciertas cuestiones que lo dejan perplejo: no abarca de un limpio coup d’oeil[24]

el regimiento entero de hechos, y sus causas y consecuencias, tal comoocurrieron. Veamos si, a partir de toda esa confusión, somos capaces de obteneruna coherencia, una simetría. Se comete una grave ofensa, y en la sociedad a laque ha sido infligida recae la tarea de dilucidarla, de verla en todas susimplicaciones, y de castigarla. Pero ¿qué ocurre? La sociedad no está a la alturade las circunstancias; en general, se las arregla para tornar más opaca laopacidad, no ve el crimen en el sentido humano; es incapaz de castigarlo. Ahora

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bien, usted estará de acuerdo en que, cuando esto ocurre, se trata de un tristefracaso: triste, quiero decir, no en sí mismo, sino en su importancia, y tiene quehaber una causa precisa para ello. Esta causa es la carencia de algo no solo, niespecialmente, en los investigadores del agravio, sino en el mundo en general.¿Tendremos el atrevimiento de llamarlo carencia de cultura? Pero, entiéndame,con este término no me refiero tanto a un logro en general cuanto a un humor enparticular. La incógnita de cuándo puede llegar a ser universal semejante humor,si es que alguna vez llega a serlo, quizá le plantee a usted dudas, pero, por lo que amí respecta, a menudo creo que la civilización empieza, como sin dudaempezará algún día, cuando las razas del mundo dejan de ser turbas crédulas yovinas y se convierten en naciones críticas y humanas: eso marcará el comienzode diez mil años de cultura clarividente. En ninguna parte, sin embargo, y enningún momento en los escasos cientos de años que el hombre ha ocupado latierra, se ha apreciado un solo indicio de su presencia. En algunos individuos sí, enel griego Platón, y me parece que en sus ingleses Milton y el obispo Berkeley,pero en la humanidad, nunca; y apenas en individuo alguno fuera de esas dosnaciones. La razón, a mi modo de ver, no es tanto que el hombre sea un necio sinremedio cuanto que el Tiempo, por lo que a él respecta, no ha hecho, comosabemos, más que empezar: naturalmente, es concebible que la creación de unasociedad perfecta de hombres, como primer requisito para un régime de cultura,debe concederse un período de tiempo más largo que la consolidación de,pongamos por caso, un estrato de carbón. Una persona locuaz, uno de susqueridos novelistas, por cierto, si es que puede considerarse novela una obra en laque no haya ninguna aspiración de novedad, me aseguró en cierta ocasión que nopodía reflexionar sin enorgullecerse acerca de la grandeza de la época en quevivía, una época cuya poderosa civilización comparaba con la de los tiempos deAugusto y Pericles. Me parece que cierta mirada pétrea de interés antropológicocon la que observé su hueso frontal dejó anonadado al pobre hombre, que semarchó sin demora. ¿Ignoraba acaso que la nuestra es, en general, más grandeque la de Pericles por la mera razón de que la Divinidad no la constituye el malni un chapucero; que tres mil años de conciencia humana no son nada; que untodo es más grande que sus partes y una mariposa más grande que la crisálida?Pero fue la suposición de que poseía por tanto algún atisbo de grandeza abstractolo que ocasionó mi profundo asombro y, desde luego, mi desprecio. Lacivilización, si algún significado tiene, es el del arte gracias al cual los hombresviven juntos en armonía, al son, por así decirlo, de las zampoñas o, tal vez, deditirambos marciales cual triunfantes estallidos de órgano. Cualquier fórmula quela defina como « el arte de repanchigarse y dejar que nos diviertan de formamuy elaborada» debería a estas alturas ser demasiado primitiva, demasiado« ópica» , para arrancar otra cosa que una sonrisa de los labios de hombresblancos hechos y derechos; y el simple hecho de que semejante definición

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todavía encuentre plena aceptación en todas partes puede ser un indicio de que laauténtica ιdεα que esta condición del ser debe asumir al cabo está muy lejos,quizá a eras y eones de distancia, de entrar a formar parte de la concepcióngeneral. En ninguna parte desde el principio del mundo se ha acercado eltremendo problema de la vida tanto a una solución, y mucho menos el delicado ycomplejo problema de la vida en común: à propos del cual el cuerpo colectivo nosolo sigue produciendo criminales (igual que el cuerpo natural pulgas), sino quesu organismo, tan elemental, no es capaz de revestir siquiera una constitucióngenuinamente atlética. Mientras tanto, usted y yo estamos en desventaja. Elindividuo se afana con dolor. En su lucha por la calidad, por los poderes, por elaire, consume sus fuerzas y, sin embargo, apenas es capaz de eludir la asfixia. Yano puede evadirse de las tendencias físicas que lo condicionan, como no puede latierra zafarse del sol, ni éste de las omnipotencias que lo sujetan al universo. Sipor casualidad a alguien le crece un tenue indicio de alas, una súbita sensación decontraste lo colma de inseguridad: una tragedia inmediata en la que loinconsciente es « la soledad absoluta» . Para lograr cualquier cosa, tiene queembutir la cabeza en la atmósfera del futuro mientras pies y manos derramanumbríos humores de desesperanza desde la crucifixión del burdo presente: ¡quéhorrible tensión! En las alturas ve una instigación nocturna de estrellas, pero nopuede golpearlas con la cabeza. Si la tierra fuera un barco, y estuviera yo altimón, bien sé hacia qué tormentoso azimut arrumbaría la proa, pero la gravedad,la gravedad, ¡la mayor maldición tras el pecado en el Edén!, es hostil. Cuandopor fin (como ha de ser) la vieja madre se encarame a una órbita sublime, laseguiremos en su estela: hasta entonces no somos sino vanos « comparsas» deÍcaro. Lo que quiero decir es que es el plano de ubicación lo que falla: si se alzaese plano, todo ascenderá. Pero, mientras tanto, ¿no es Goethe quien nos aseguraque « por mucho que se esfuerce, más lejos no alcanza hombre alguno» ? Pues elHombre, como habrá advertido, no es muchos, sino Uno. Es absurdo suponer queInglaterra puede ser libre mientras Polonia está esclavizada; mientras París estélejos de los orígenes de la civilización, Tuvalu y Chicago siguen en la barbarie. Esprobable que ningún malhadado y microcéfalo hijo de Adán cometiera un errortan inmenso e infantil como Epulón si se imaginó rico mientras Lázaro estabasentado míseramente a la puerta[25]. No muchos, como digo, sino uno. Nisiquiera Ham y yo, aquí en nuestro retiro, estamos solos: nos incomoda el espírituintruso del presente; la adamantina raíz de la montaña en cuya cima nosencontramos está inextricablemente ligada al mundo inferior. Sin embargo,gracias al cielo, Goethe no estaba del todo en lo cierto, como, de hecho, demostróen carne propia. Se lo aseguro, Shiel, sé si María asesinó o no a Darnley [26]; sé,con toda la claridad y precisión de que es capaz un hombre, que Beatrice Cencino era « culpable» como « demuestran» ciertos documentos recientemente

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descubiertos, sino que la versión del asunto que da Shelley, aunque meraconjetura, es la correcta[27]. Es posible, por medio del raciocinio, añadir uncodo, o quizá una mano, o un dáctilo, a nuestra estatura; cabe la posibilidad dedesarrollar poderes levemente, muy levemente, pero sin lugar a dudas, tanto engénero como en grado, anticipándose siempre a la masa de aquellos que vivenmás o menos en el mismo ciclo temporal que uno. Aun así, solo cuando la masacomparta estos poderes a los que me refiero, cuando lo que, a falta de mejortérmino, denomino la época del Humor Cultivado haya llegado por fin, resultaráel ejercicio de ellos sencillo y familiar al individuo y ¿quién sabe quépresciencias, prismas, sesiones de espiritismo, qué destreza introspectiva,apocalipsis del genio no estarán entonces al alcance de esos pocos que se hallanespiritualmente a la vanguardia de los hombres?

» Todo esto, como usted comprenderá, se lo digo como una suerte de excusapara mí mismo y para usted, por cualquier vacilación que hay amos podido tenerante la tarea de desentrañar el pequeñísimo enigma que me ha planteado, unenigma cuya resolución no debemos considerar difícil en absoluto. Como esnatural, teniendo en cuenta todos los hechos, el primer particular que debeinevitablemente llamarnos la atención es el que se deriva de la circunstancia deque el vizconde Randolph tiene razones de peso para desear la muerte de supadre. Son enemigos declarados; él está prometido con una princesa a pesar deque probablemente es muy pobre para llegar a desposarse con ella, aunque lomás seguro es que sea lo bastante rico cuando muera su padre; etcétera. Todo esosalta a la vista. Por otro lado, nosotros, tanto usted como y o, conocemos alindividuo: es una persona de sangre noble, tan moralmente cabal, debemossuponer, como la gente de a pie, que ocupa un puesto destacado en el mundo. Esimposible imaginar que una persona semejante cometiera un asesinato, osimplemente lo consintiera, por cualquiera de las razones que hemos visto o portodas ellas. En lo más hondo, con pruebas fehacientes o sin ellas, nos costaríacreer algo así de él. Los hijos de los condes, de hecho, no van por ahí asesinandogente. A menos, por tanto, que nos las ingeniemos para descubrir otros móvilessólidos, adecuados e irresistibles, y por “irresistible” entiendo un móvil que debeser mucho más fuerte incluso que el amor a la vida misma, creo que lo más justosería descartarlo.

» Y, sin embargo, hay que reconocer que sus actos no están libres de culpa.De pronto intima con la culpable confesa, a quien, por lo visto, no conocía antes.Se da cita con ella de noche y mantiene correspondencia con ella. ¿Quién y quées esa mujer? Creo que no nos equivocaríamos mucho al suponer que se trata dealgún antiquísimo amor de lord Pharanx de las del tipo théâtre des variétés, a laque ha mantenido durante años, y a la que, al llegar a oídos de él alguna historiaque la desacredita, ha amenazado con retirar sus favores. Sea como fuere,Randolph escribe a Cibras, una mujer violenta, una mujer de pasiones desatadas,

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asegurándole que en cuatro o cinco días se verá excluida del testamento de supadre; y en cuatro o cinco días Cibras hunde un cuchillo en el pecho de su padre.Es una secuencia perfectamente natural, aunque, claro está, la intención decausar con sus palabras el efecto que en realidad causaron bien pudo estarausente; de hecho, la carta del propio lord Pharanx, de haberla recibido, habríacontribuido a causar ese mismo efecto, pues no solo ofrece una oportunidadexcelente para trasladar a la acción las ideas malvadas que Randolph (bien sinpensarlo o bien aposta) ha inspirado, sino que tiende en mayor medida aún asuscitar su pasión desengañándola de cualquier esperanza de clemencia. Sisuponemos, como es natural, que no hubo intención semejante por parte delconde, podríamos suponer lo mismo en el caso del hijo. Cibras, sin embargo, nollega a recibir la carta del conde: la mañana del mismo día se marcha a Bath conel doble objeto, imagino, de adquirir un arma y dar la impresión de que se hamarchado del país. Entonces, ¿cómo sabe la localización exacta de la habitaciónde lord Pharanx? Está en una parte poco habitual de la mansión, ella no tienerelación con ninguno de los criados y es forastera en el distrito. ¿Es posible queRandolph se lo hubiera dicho? Y aquí de nuevo, incluso en ese caso, hay quetener en cuenta que lord Pharanx también se lo decía en su nota, y hay quereconocer la posibilidad de la ausencia de intención dolosa por parte del hijo. Dehecho, iré hasta el extremo de demostrarle que en todos y cada uno de los casosen que sus actos son en sí extravagantes y sospechosos, la circunstancia de que elpropio lord Pharanx estuviea al tanto de ellos y participara asimismo en ellos lostorna, cuando no menos extravagantes, sí menos sospechosos. Luego está el cruelfilo añadido a la ventana de la galería; a este respecto, el pensador másrudimentario argüiría para sí: “Randolph prácticamente incita a Maude Cibras aasesinar a su padre el día 5, y el día 6 hace que modifiquen la ventana de modoque si ella actúa según se lo ha sugerido él, se verá atrapada al intentar salir de lahabitación, mientras que él, al ser descubierta en flagrant délit la culpableejecutora, se zafará de cualquier atisbo de sospecha”. Pero, por otra parte,sabemos que la modificación se llevó a cabo con el consentimiento de lordPharanx, probablemente a petición suya, pues abandona su estancia preferidatodo un día con ese objeto. Lo mismo atañe a la carta a Cibras del día 8:Randolph la envía, pero la escribe el conde. Lo mismo con la colocación de lasjoy as en el aposento el día 9. Se habían producido varios robos en el vecindario,y de inmediato surge la sospecha en la mente de quien se ciñe al razonamientoelemental: ¿es posible que Randolph, al averiguar que Cibras ha “abandonado elpaís”, y que, de hecho, la herramienta que esperaba que cumpliese sus objetivosle ha fallado, es posible que hubiera llevado las joyas allí y hubiera advertido alos criados de su presencia con la esperanza de que la información trascendiera ydiera lugar a un robo en el curso del cual su padre perdiera la vida? Hay pruebas,como usted sabe, que nos llevan a pensar que el robo sí llegó a producirse, y, a la

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vista de ello, semejante sospecha no es en absoluto irrazonable. Y, sin embargo,militando en contra de tal sospecha, obra en nuestro poder el conocimiento deque fue lord Pharanx quien “eligió” acumular las joyas cerca de él; de queRandolph puso al tanto de su existencia a la criada en presencia de aquél. Almenos en el asunto de la pequeña comedia política parece ser que el hijo actuósolo, pero desde luego uno no puede librarse de la impresión de que los discursosradicales, la candidatura y todo lo demás no constituían sino una serie muyelaborada, y sin embargo torpe, de preliminares a esas clases que le dio porimpartir. Cualquier cosa para hacer que la perspectiva, la secuencia, de talmedida pareciera natural. Pero en las clases, por lo menos, contamos con elconsentimiento tácito, e incluso la cooperación, de lord Pharanx. Usted hadescrito la conspiración de silencio que se impuso, por una u otra razón, en lacasa; en ese reino de silencio un portazo, la caída de una bandeja se conviertenen un tornado doméstico. Pero ¿ha oído usted alguna vez subir las escaleras a untrabajador del campo con chanclos o botas gruesas? El ruido es terrible. Elestruendo de una multitud de tales trabajadores al atravesar la casa por la plantasuperior, probablemente cruzando groserías unos con otros, sería insufrible. Sinembargo, parece ser que lord Pharanx no puso ninguna objeción; la nuevainstitución se establece en su propia casa, en una parte de ella insólita,probablemente en contra de sus principios, pero no oímos ni un murmullo de suslabios. El día fatal, además, la calma de la casa se ve bruscamente quebrantadapor un revuelo considerable justo encima de la habitación de Randolph, deresultas de sus preparativos para “un viaje a Londres”, pero el amo no protestacon su furia habitual. Y ¿no ve usted cómo esta actitud que va más allá delconsentimiento por parte de lord Pharanx en lo que respecta a la conducta de suhijo resta a esa conducta la mitad de su importancia, lo intrínsecamentesospechoso que resulta?

» Quien razonara con premura llegaría inevitablemente a la conclusión deque Randolph era culpable de algo, de alguna intención funesta, aunque no sabríaa ciencia cierta de qué. Pero quien razonara con más esmero haría un alto ycolegiría que, puesto que el padre estaba implicado en esos actos, y puesto que élera inocente de cualquier intención semejante, lo mismo podría decirseposiblemente, incluso probablemente, del hijo. Por lo que veo, ésta ha sido laopinión de las autoridades, cuya lógica es de suponer que vaya muy por delantede su imaginación. Pero, suponiendo que pudiéramos alegar un acto, sin dudamotivado por la intención dolosa por parte de Randolph, un acto en el que supadre sin duda no participó, ¿con qué nos encontramos a continuación? Pues conque de súbito nos remitimos al punto de vista de quien razona con premura yllegamos a la conclusión de que todos los demás actos relacionados se llevaron acabo por el mismo motivo dañino; y llegados a este punto, ya no seremoscapaces de resistirnos a la conclusión de que aquellos en los que su padre

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participaba bien pudieron derivarse de un motivo similar también en supensamiento; como tampoco la mera obvia imposibilidad de una tesiturasemejante tendrá la más mínima influencia en nosotros, en tanto que pensadores,a la hora de decidirnos en contra de su posibilidad lógica. Hago, por tanto, lainferencia, y continúo.

» Veamos si somos capaces, por medio de la indagación, de descubrir algunadesviación completamente irrefutable del camino recto por parte de Randolph,sobre la que podamos fundar nuestra certeza de que su padre no actuó comoinstigador. A las ocho de la noche del asesinato ya está oscuro; ha caído un pocode nieve, pero la nevada ya ha amainado: no sé cuánto rato antes, pero elsuficiente para que el intervalo sea lo bastante apreciable para dejar huella.Ahora el grupo que rodea la casa se encuentra con dos pistas de huellas de piesque forman ángulo una con respecto a otra. De una de las pistas se nos diceúnicamente que se debe a unos pies pequeños de mujer, y no sabemos de ellanada más; de la otra averiguamos que los pies eran grandes y las botas gruesas,y, se añade, el rastro estaba medio borrado por la nieve. Dos cosas quedan portanto claras: que las personas que las hicieron venían de direcciones distintas yque probablemente las dejaron en momentos diferentes. Ya solo eso, por cierto,constituiría una respuesta suficiente a la pregunta de si Cibras estaba conchabadacon los “ladrones”. Pero ¿cómo se comporta Randolph con estas huellas? Aunquelleva el farol, pasa por alto las primeras, las de la mujer, cuyo descubrimientolleva a cabo un muchacho; pero las otras, medio ocultas en la nieve, las ve sindificultad, y de inmediato llama la atención sobre ellas. Explica que los ladroneshan estado haciendo de las suyas, pero fijémonos en su terror y sorpresa cuandooye que la ventana está cerrada; cuando ve los dedos ensangrentados de lamujer. No puede por menos de exclamar: “Dios mío, ¿qué ha ocurrido ahora?”.Pero ¿por qué “ahora”? La palabra no puede hacer referencia a la muerte de supadre, pues eso lo sabía, o lo conjeturó, de antemano, al oír el disparo. ¿No esmás bien la exclamación de un hombre cuyos proy ectos se han vistocomplicados por el destino? Además, lo que él esperaba era encontrar la ventanacerrada: nadie excepto él, lord Pharanx y el trabajador, a estas alturas fallecido,conocían el secreto de su construcción; uno de los ladrones, por tanto, después deentrar y robar en la estancia, al intentar salir apoyaría la mano en el marco y laguillotina le caería encima de la mano con el resultado que ya conocemos. Losotros, entonces, romperían el cristal para escapar, o cruzarían la casa, oquedarían atrapados. Esa sorpresa desmesurada era, por tanto, ilógica hasta loabsurdo, después de ver el rastro de huellas del ladrón en la nieve. Pero ¿cómoexplicar el silencio de lord Pharanx durante la visita de los ladrones, si es quehubo tal visita? Estuvo, hay que tenerlo en cuenta, vivo todo el rato; no lo matarony, desde luego, no le dispararon, pues el disparo se oy ó después de que la nievehubiera dejado de caer, es decir, después, mucho después de que los ladrones se

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hubieran marchado, ya que fue la nieve lo que dejó medio borradas las huellas alcaer; ni lo acuchillaron, pues eso confiesa haberlo hecho Cibras. Entonces, ¿cómoes que, estando vivo, y sin amordazar, no dio lord Pharanx señal de la presenciade sus visitas? En realidad, no hubo ladrones esa noche en Orven Hall.

—Pero ¡las huellas! —exclamé—. ¡Las joyas encontradas en la nieve! ¡Elpañuelo!

Zaleski sonrió.—Los ladrones no son más que gente honrada y común que tiene una noción

acertada del valor de las joyas cuando las ven. Consideran, como es natural, unmero desperdicio absurdo perder piedras preciosas en la nieve, y se negarían a iren compañía de un hombre lo bastante necio para que se le cayera el pañuelouna noche de frío. Todo el asunto de los ladrones fue una artimaña especialmentepoco artera, indigna de su autor. Únicamente la facilidad con que Randolphdescubrió las joyas enterradas con la ayuda de la tenue luz de un farol deberíahaber servido ya de indicio a cualquier policía avezado y sin miedo a arrostrar loimprobable. Las joyas se dejaron allí con el propósito de dirigir las sospechashacia los ladrones imaginarios; con ese mismo objetivo se arrancó el cierre de laventana, se dejó abierta aposta la guillotina, se hizo la pista de huellas y sehurtaron los objetos valiosos de la habitación de lord Pharanx. Todo esto lo llevó acabo deliberadamente alguien… ¿Sería precipitado decir ya quién lo hizo?

» Ahora que nuestras sospechas han perdido todo su carácter de imprecisióny han empezado a llevarnos en una dirección perfectamente definida,examinemos las declaraciones de Hester Dyett. Veo comprensible que lostestimonios aportados por esta mujer en los interrogatorios públicos se recibierancon desconfianza. No hay duda de que es un espécimen indigno de ser humano,una criada indeseable, la caricatura histérica y fisgona de una mujer. Susdeclaraciones, si bien quedó constancia formal de ellas, no se creyeron; o si secrey eron, solo se creyeron a medias. No se hizo ningún intento de deducir algo apartir de ellas, pero, por mi parte, si quisiera información especialmentefidedigna sobre un asunto, sería precisamente de un ser semejante de quien noacudiría a buscarla. Permítame que le haga un esbozo de esa clase de intelecto.Adolece de codicia de información, pero la información, para que lo satisfaga,debe hacer referencia a hechos reales; la ficción no le despierta simpatía; es desu impaciencia frente a lo que parece ser de donde surge su curiosidad por lo quees. Clío es su musa, y solo ella.[28] Todo su afán es recabar información a travésde un agujero, toda su facultad consiste en fisgar, pero está desprovisto deimaginación, y no miente; en su pasión por las realidades consideraría unsacrilegio distorsionar una historia. Va directo a lo sustancial, lo indudable. Poresa razón losPeniculi y Ergasili de Plauto[29] me parecen mucho más fieles a la

naturaleza que el personaje de Paul Pry en la comedia de Jerrold.[30] En un

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caso, sin lugar a dudas, el testimonio de Hester Dyett parece, al menos a primeravista, ser del todo falso. Declara haber visto un objeto blanco orbicular queascendía en la estancia, pero, teniendo en cuenta que la noche era cerrada y se lehabía apagado la vela, debía de estar en medio de una densa oscuridad. ¿Cómopudo, entonces, ver el objeto? Su testimonio, se arguyó, debía de ser falso adredeo, si no (puesto que se encontraba en un estado de arrebato), producto de unaimaginación desaforada. Pero ya he dicho que esa clase de personas, nerviosas,neuróticas incluso, no son fantasiosas y, por tanto, yo doy su declaración porcierta. Y ahora vea usted la consecuencia de aceptarla como tal. Me veoinclinado a admitir que debía de haber una fuente de luz de alguna clase en lahabitación, una luz lo bastante tenue y difusa para que la propia Hester noreparase en ella. De ser así, tenía que partir de algún punto al lado, debajo oencima de ella. No hay otras alternativas. En torno a éstas no había sino laoscuridad de la noche; la habitación inferior, como sabemos, también estaba aoscuras. Entonces la luz procedía de la estancia superior, de la clase demecánica. Pero solo hay un medio por el que la luz de una habitación superiorpueda filtrarse a otra inferior. Tiene que ser por un agujero en los tablones queseparan una de la otra. Eso nos lleva al descubrimiento de una abertura de algunaclase en el suelo de la cámara superior. Dada esta circunstancia, el misterio delobjeto blanco orbicular que es “halado” se desvanece. De inmediatopreguntamos: ¿por qué no alzado a través de la abertura recién descubierta pormedio de un cordel lo bastante fino para resultar invisible en la penumbra? Sinduda fue alzado. Y ahora que hemos determinado la existencia de un agujero enel techo de la habitación en que se encuentra Hester, ¿sería poco razonable,incluso sin pruebas adicionales, sospechar la existencia de otro en el suelo? Perolo cierto es que sí tenemos esas pruebas. Al apresurarse hacia la puerta cae, sedesvanece y se fractura la parte inferior de la pierna. Si hubiera tropezado conalgún objeto, como suponía usted, el resultado habría sido igualmente unafractura, pero en una parte distinta del cuerpo; estando donde estaba, solo pudohabérsela causado al introducir el pie sin apercibirse en un agujero mientras elresto del cuerpo continuaba su movimiento apresurado. Eso nos da una ideaaproximada del tamaño del orificio inferior; era al menos lo bastante grande paradar cabida a esa “bola de algodón de gran tamaño” de la que habla la mujer: y apartir del inferior podemos conjeturar el tamaño del superior. Pero ¿cómo es queno se mencionan estos agujeros entre las pruebas? Solo puede ser porque nadiellegó a verlos. Sin embargo, las habitaciones tuvieron que ser inspeccionadas porlos agentes de policía, quienes, en caso de que existieran, tuvieron que haberlosvisto. Por lo tanto, no existían: es decir, las piezas retiradas del suelo habían sidopulcramente repuestas para entonces, y, en el caso de la estancia inferior,cubiertas por la alfombra cuya retirada tanto revuelo causara en la habitación deRandolph el día fatal. Hester Dyett habría sido capaz de reparar al menos en una

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de las aberturas e incluirla en su testimonio, pero perdió el conocimiento antes deque le diera tiempo de averiguar la causa de su caída, y una hora después, comousted recordará, fue el propio Randolph quien la sacó de la habitación. Aun así,¿no tendrían que haber reparado en la rendija los alumnos de las clases del pisosuperior? Sin duda, si se hallaba en el espacio abierto en medio de la habitación.Pero no repararon en ella, de modo que su posición no era ésa, sino el único lugarposible aparte de ése: detrás del aparato utilizado en la demostración. Ése era, portanto, uno de los fines útiles que el aparato, y con él la rebuscada hipocresía de laclase, y los discursos, y la candidatura, perseguía: se construyó para hacer decortina, de pantalla. Pero ¿no tenía otro fin? Podremos contestar a esa preguntacuando sepamos su nombre y su naturaleza. Y no está fuera de nuestrascapacidades conjeturarlo con algo parecido a la certeza, pues las únicas“máquinas” que cabe utilizar a modo de ilustración de nociones básicas de lamecánica son la clavija, la cuña, la balanza, la palanca, el eje con su rueda y lamáquina de Atwood. Los principios matemáticos que ejemplifican cualquiera deellas resultarían, como es natural, incomprensibles para alumnos semejantes,pero sobre todo las cinco primeras, y como sin duda se utilizaba el leve pretextode procurar que los alumnos entendieran, escojo por tanto la última, selecciónque queda justificada si recordamos que al oírse el disparo, Randolph buscaapoyo en la “máquina” y queda bajo su sombra: cualquiera de las demás seríademasiado pequeña para proyectar una sombra apreciable, salvo una, el eje y larueda, que difícilmente hubiera servido como apoyo a un hombre alto enposición erguida. Por lo tanto, la máquina de Atwood se nos impone; por lo querespecta a su construcción, está compuesta, como usted bien sabe, de dos postesverticales con un travesaño provisto de poleas y cuerdas, y se utiliza parademostrar el movimiento de cuerpos sometidos a una fuerza constante: a saber,la fuerza de la gravedad. Piense ahora, sin embargo, en todos los usos de verasgloriosos que se puede dar a esas mismas poleas con objeto de arriar y halarinadvertidamente esa “bola de algodón” a través de las dos aberturas, mientraslas otras cuerdas con los pesos amarrados oscilan ante los ojos embrutecidos delos campesinos. Basta con que señale que cuando el grupo entero salió en tropelde la estancia, Randolph fue el último en abandonarla, y ahora no resulta difícilconjeturar por qué.

» Entonces, ¿de qué hemos declarado culpable a Randolph? Para empezar,hemos demostrado que por medio de las huellas en la nieve se llevaron a cabopreparativos de antemano con objeto de ocultar la causa de la muerte del conde.Esa muerte, por tanto, debía de ser al menos esperada, prevista. Así pues, lodeclaramos culpable de esperarla. Y luego, a través de una línea de deducciónindependiente, podemos descubrir también el modo en que esperaba queocurriese. Está claro que no esperaba que ocurriese cuando ocurrió a manos deMaude Cibras, como prueba el que supiera que ella se había marchado, su

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asombro a todas luces genuino al ver la ventana cerrada y, sobre todo, su afán, deveras morboso, de establecer una coartada irrefutable para sí mismo y endo aPlymouth el día en que todo indicaba que ella haría lo que tenía intención dehacer, es decir, el día 8, fecha de la invitación del conde. La noche fatal, elmismo afán morboso de labrarse una coartada clara es apreciable, y a que serodea de una nube de testigos en la cámara superior. Aunque ésa, como ustedreconocerá, no es ni remotamente tan perfecta como hubiera sido un viaje,pongamos por caso, a Plymouth. ¿Por qué entonces, si esperaba la muerte, nohizo ese viaje? A todas luces porque en esta ocasión su presencia personal eranecesaria. Cuando, juntamente con todo esto, recordamos el hecho de quedurante las intrigas con Cibras las clases se interrumpieron, y luego sereanudaron de inmediato tras su inesperada partida, llegamos a la conclusión deque el modo en que se esperaba que ocurriera la muerte de lord Pharanx era lapresencia personal de Randolph junto a los discursos políticos, la candidatura, lasclases, el aparato.

» Aun así, aunque sigue siendo culpable de saber lo que ocurriría, y de estaren cierta medida relacionado con la muerte de su padre, no alcanzo a ver ningúnindicio de que fuera personalmente su responsable, ni siquiera de que hubieraalbergado intención semejante. Las pruebas son pruebas de complicidad, y nadamás. Y, sin embargo, incluso de eso empezamos por exculparlo a menos quepodamos descubrir, como he dicho, algún móvil sólido, adecuado, del todoirresistible para semejante complicidad. De otro modo, nos veremos obligados areconocer que en algún punto nuestra argumentación nos ha jugado una malapasada y nos ha llevado a conclusiones que difieren por completo de ciertosconocimientos que poseemos sobre los principios que rigen la conducta humanaen general. Busquemos, pues, un motivo de esa índole, ¡algo más hondo que laenemistad personal, más fuerte que la ambición personal, que el amor a la vidamisma! Y ahora, dígame, cuando aconteció este misterio, ¿se investigó a fondotoda la historia pretérita de la casa de los Orven?

—No, que yo sepa —contesté—; en la prensa aparecieron, como es natural,esbozos de la carrera del conde, pero creo que eso fue todo.

—Sin embargo, no cabe la posibilidad de que su pasado fuera desconocido,sino que meramente se hizo caso omiso de él. Mucho tiempo, se lo aseguro,mucho tiempo y a menudo, he meditado sobre esa historia e intentado averiguarde qué funesto secreto ha estado preñado el destino, triste como Érebo y lastinieblas de Nyx[31] con su manto negro, que durante siglos ha enturbiado a loshombres de esta malhadada estirpe. Ahora al fin lo sé. Oscura, oscura yenrojecida de sangre y horror es esa historia; por los silenciosos pasillos de lostiempos han huido entre gritos estos hijos ensangrentados de Atreo con las garrasde las temidas Euménides a la zaga.[32] El primer conde recibió su título en 1535de manos del octavo Enrique. Dos años después, aunque era conocido como

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rabioso « hombre del rey» , se sumó al alzamiento contra su amo conocido comoPeregrinaje de Gracia, y poco después fue ejecutado junto a Darcy y algunosotros lores. Tenía entonces cincuenta años. Su hijo, mientras tanto, había servidoen el ejército del rey a las órdenes de Norfolk. Es notable, por cierto, que lasmujeres siempre han sido excepcionales en la familia, y que en ningún caso hahabido más de un hijo. El segundo conde, bajo el reinado del sexto Eduardo,rechazó de pronto un cargo en la administración, se alistó en el ejército y cayó ala edad de cuarenta años en la batalla de Pinkie en 1547. Su hijo lo acompañaba.El tercero en 1557, bajo María, renunció a la fe católica, a la que, tanto antescomo a partir de entonces, la familia se ha aferrado con pasión, y fue condenado(a la edad de cuarenta años) a la pena capital. El cuarto conde murió de causasnaturales, pero de súbito, en la cama, a los cincuenta años en el verano de 1566.A medianoche del mismo día su hijo lo tendió en la tumba. Más adelante, en1591, a este hijo lo vio caer su hijo desde una alta galería en Orven Hall mientrasandaba sonámbulo en pleno día. Después no ocurre nada durante un tiempo, peroel octavo conde muere misteriosamente en 1651 a la edad de cuarenta y cincoaños. Al declararse un incendio en su habitación, saltó por una ventana para huirde las llamas. Se fracturó de esa manera varias extremidades, pero iba caminode recuperarse cuando padeció una repentina recaída que pronto desembocó ensu muerte. Se descubrió que había sido envenenado con radix aconiti indica, unveneno árabe muy poco común a la sazón, desconocido en Europa salvo para losentendidos, y mencionado por primera vez pocos meses antes por Acosta.[33]Un sirviente fue acusado y sometido a juicio, pero absuelto. El por entonces hijode la casa era miembro de la recién fundada Real Sociedad, y autor de untrabajo sobre toxicología ahora olvidado, que, de todos modos, he leído. Como esnatural, no recayó ninguna sospecha sobre él.

A medida que Zaleski seguía adelante con esta retrospectiva, no pude pormenos de preguntarme con el más genuino asombro si sería poseedor de estosconocimientos de carácter íntimo ¡sobre todas las grandes familias de Europa!Era como si hubiese dedicado parte de su vida a llevar a cabo un estudiopormenorizado de la historia de los Orven.

—De esta misma manera —continuó—, podría detallar los anales de lafamilia desde aquellos tiempos hasta el presente. Pero en todos los casos hanestado caracterizados por los mismos elementos trágicos latentes; y y a heexplicado lo suficiente para demostrarle que en cada una de las tragedias habíainvariablemente algo grande, siniestro, algo acerca de lo que el entendimientoexige explicación, aunque se esfuerza en vano por encontrarla. Ahora ya notenemos que seguir buscando. El destino no proy ectó que el último lord Orvencontinuara ocultando al mundo la culpa secreta de su estirpe. Era la voluntad delos dioses, y se traicionó a sí mismo. « Regresa —escribió—. El principio del finha llegado.» ¿Qué fin? El fin, perfectamente bien conocido por Randolph, no

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necesitaba ninguna explicación para él. El antiguo, antiquísimo fin, que entiempos lejanos y oscuros llevó al primer lord, todavía leal en el alma, atraicionar a su rey ; y a otro, todavía devoto, a renunciar a su preciada fe, y a otroa incendiar la casa de sus antepasados. Usted ha calificado a los dos últimosvástagos de la familia de « par de seres orgullosos y egoístas» ; orgullosos lo eran,y egoístas también, pero se engaña si cree que su egoísmo era personal: alcontrario, eran singularmente ajenos a sí mismos en el sentido literal de laexpresión. Los suyos eran el orgullo y el egoísmo de la estirpe. ¿Qué otraconsideración, cree usted, aparte del bienestar de su casa, pudo inducir a lordRandolph a cargar sobre sí la vergüenza, pues así la considera sin duda, de unaconversión al radicalismo? Estoy convencido de que hubiera preferido morir allevar a cabo esa simulación con fines meramente personales. Pero la lleva acabo, ¿y con qué razón? Es porque ha recibido el terrible emplazamiento desdecasa; porque « el fin» está más cerca cada día que pasa, y no debe encontrarlodesprevenido para arrostrarlo; es porque los sentidos de lord Pharanx estánadquiriendo una agudeza excesiva; porque el estrépito de los cuchillos de loscriados al otro lado de la casa le altera hasta la locura; porque su paladar agitadoya no soporta alimento alguno excepto las exquisiteces más sutiles; porque HesterDy ett es capaz de conjeturar a partir de la postura en que está sentado que seencuentra ebrio; porque, en realidad, está al borde de la horrenda dolencia quelos médicos llaman parálisis general del demente. Recordará usted que le cogí delas manos el periódico donde se reproducía la carta del conde a Cibras paraleerla con mis propios ojos. Tenía mis razones, y estaba justificado. Esa cartacontiene tres errores de ortografía: « aquí» está impreso « aqui» , « pase»aparece como « pas» y « habitación» , como « havitación» . ¿Erratas deimprenta, diría usted? Pues no lo creo, una es posible, dos en un párrafo tan brevedifícilmente podría ser, tres resultaría imposible. Escudriñe el periódico entero ycreo que no encontrará otra. Rindámonos ante la teoría de la probabilidad: loserrores eran del autor, no del impresor. Se sabe que la parálisis general deldemente tiene efecto en la escritura. Ataca a sus víctimas en torno al período dela edad mediana, la edad en que acontecieron los fallecimientos de todos losOrven que murieron de modo misterioso. Al descubrir que la funesta herencia desu estirpe, la herencia de la locura, cae o ha caído sobre él, pide a su hijo queregrese de la India. Dicta para sí mismo sentencia de muerte: es la tradición de lafamilia, el voto secreto de autodestrucción transmitido de padre a hijo a través delos tiempos. Pero debe contar con ayuda: hoy en día es difícil que un hombrecometa el acto suicida sin ser detectado, y si la locura es una ignominia para laestirpe, lo mismo ocurre con el suicidio. Además, la familia debe enriquecersecon los seguros de vida, y de ese modo emparentará con sangre real; pero eldinero se perdería en caso de detectarse el suicidio. Randolph, por tanto, regresay se transforma en un candidato popular.

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» Durante una temporada se ve obligado a abandonar sus planes originariospor causa de la aparición de Maude Cibras; confía en poder convencerla paraque sea ella quien acabe con el conde; pero cuando ella lo deja en la estacada,vuelve a su plan original, vuelve a él de repente, pues el estado de lord Pharanxse está volviendo crítico, patente para cualquiera, si alguien lo viese, tanto así queel último día no se permite a ninguno de los criados entrar en su habitación.Debemos, por tanto, considerar a Cibras como mera adición y elemento extrañoa la tragedia, no como parte integral de ella. No disparó al noble lord, y a que notenía pistola; ni tampoco le disparó Randolph, pues estaba lejos del lecho demuerte, rodeado de testigos; ni tampoco lo hicieron los ladrones imaginarios. Porlo tanto, el conde se disparó a sí mismo; y fue la pequeña pistola plateadaglobular, una como ésta —aquí Zaleski sacó de un cajón cercano una pequeñaarma veneciana repujada— lo que a Hester, en su nerviosismo, le pareció una“bola de algodón” mientras la halaban en la penumbra por medio de la máquinade Atwood. Pero si el conde se disparó a sí mismo, no pudo haberlo hechodespués de ser apuñalado en el corazón. Maude Cibras, por tanto, apuñaló a unhombre muerto. Naturalmente, tendría tiempo de sobra para entrar a hurtadillasen la habitación y hacerlo después de que se efectuara el disparo, y antes de queel grupo llegara a la ventana de la galería, debido a la demora en las escaleras alprocurarse otra luz; al acudir a la puerta del conde; al examinar las huellas, ydemás. Pero puesto que apuñaló a un hombre muerto, no es culpable deasesinato. El mensaje que acabo de enviar por medio de Ham va dirigido alministro del Interior, y tiene como objeto decirle que no permita que se celebremañana la ejecución de Cibras bajo ningún concepto. Sabe muy bien quién soy,y dudo que sea lo bastante necio para creerme capaz de utilizar esas palabras sino es con pleno conocimiento de causa. Será perfectamente sencillo demostrarmis conclusiones, y a que las piezas retiradas y luego otra vez colocadas en lossuelos todavía pueden detectarse si se buscan; la pistola sigue, sin la menor duda,en la habitación de Randolph, y su cañón puede compararse con la bala en elcerebro de lord Pharanx; pero, sobre todo, las joy as robadas por los “ladrones”siguen a buen recaudo en algún armario del nuevo conde, y pueden encontrarsecon facilidad. Por lo tanto, espero que el dénoûment[34] dé ahora un gironotablemente distinto.

Que el dénoûment dio un giro notablemente distinto, y estrictamente ceñido alas previsiones de Zaleski, forma y a parte de la historia, y, por tanto, huelga quey o haga aquí comentario adicional alguno sobre los incidentes.

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Arthur Morrison

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Arthur Morrison (1863-1945) nació en Poplar, uno de los barrios bajos deLondres, y creció en el este de la ciudad, una zona empobrecida. En suproducción literaria, de corte naturalista, predominarán los personajes que tratande mejorar y escapar de esa vida. En 1890, tras ejercer una variedad de oficios,decidió intentar ganarse la vida con el periodismo, a la vez que empezaba aescribir literatura. Su primer libro fue una colección de cuentos de fantasmastitulada Shadows Around Us (1891). En 1894 publicaría Tales of Mean Streets, unlibro de relatos en gran parte autobiográfico, y empezó a escribir cuentos dedetectives en emulación de las hazañas de Sherlock Holmes. Estos relatos serecogerían en tres volúmenes protagonizados por el detective Martin Hewitt. Suobra más conocida es A Child of the Jago (1896), sobre un muchacho de buencorazón destruido por el ambiente que lo rodea. A principios del siglo XX,Morrison había reunido una importante colección de grabados japoneses quevendió en 1913 al Museo Británico, tras lo cual se retiró de la vida activa hasta sumuerte en 1945.

« El caso del difunto señor Rewse» (« The Case of the Late Mr. Rewse» ) sepublicó en The Windsor Magazine en febrero de 1896 y se recogióposteriormente en The Adventures of Martin Hewitt (1896). Es un cuento muyreposado que, al contrario de lo habitual en el género, se toma su tiempo para quelos personajes se expresen, incluso los secundarios. Martin Hewitt comparteciertas características con Sherlock Holmes: tiene un cronista, se apoya en ladeducción y acumula los indicios desconcertantes hasta una exposición final delos hechos que suena indiscutible; pero frente a la excentricidad manifiesta deHolmes, cultiva una terca normalidad.

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El caso del difunto señor Rewse

(1896)

I

Nada supe personalmente de este caso, aparte de la primera visita del señorHorace Bowy er a la oficina de Hewitt para encomendarle la investigación, y esedía me limité a ver a Bowyer de espaldas, cuando bajaba de mis habitaciones.Tomé nota sin embargo de todos los detalles cuando Hewitt regresó de Irlanda,pues me pareció un asunto no del todo exento de interés, aunque solo fuera comoejemplo de la fatalidad que puede llevar a un hombre, sin querer, a cavar unafosa de la que no hay escapatoria posible.

Momentos después de que viera llegar al desconocido, Kerret fue a entregara Hewitt, en su despacho, una nota que anunciaba la llegada del señor HoraceBowyer por un asunto urgente. Que el visitante venía apremiado se manifestócon un impaciente tamborileo en la ventanilla de la sala contigua, donde eraevidente que Bowyer intentaba seguir en persona a la nota que anunciaba suvisita. Hewitt no tardó en aparecer, e invitó a Bowy er a entrar en el despacho,cosa que éste hizo con mucho ímpetu en cuanto Kerret abrió la puerta. Era unhombre corpulento y rubicundo, de voz poderosa y mirada intensa.

—Señor Hewitt —dijo—, necesito su ay uda de inmediato en una cuestión dela máxima gravedad. ¿Tendrá usted la bondad de darse por contratado, sinreparar en gastos, y dejar de lado todo cuanto tenga entre manos paraconsagrarse al caso que deseo encomendarle?

—Ciertamente no —replicó Hewitt con una leve sonrisa—. Lo que tengoentre manos son asuntos que me he comprometido a atender, y ningunacompensación por las pérdidas podría persuadirme de dejar a mis clientes en laestacada. Además, ¿qué pasaría si otro caballero se presentara aquí mañana yme ofreciera unos honorarios mayores que los suy os para inducirme a dejarle austed plantado?

—Pero esto… es un asunto muy grave, señor Hewitt. Un caso de vida omuerte… ¡se lo aseguro!

—Lo creo —asintió Hewitt—, pero en este momento hay pendientes miles decasos igual de graves que ni usted ni yo conocemos, y otros dos o tres de los queusted no sabe nada, en los que yo estoy trabajando. Por tanto, será cuestión deviabilidad. Si me expone usted la situación, estaré en condiciones de juzgar sipuedo o no aceptar su encargo y compaginarlo con mis ocupaciones actuales.Hay operaciones que requieren meses de dedicación constante; otras se pueden

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conducir intermitentemente; y otras son cosa de unos pocos días… a veces tansolo de horas.

—Se lo expondré —dijo Bowyer—. En primer lugar, ¿tiene usted la bondadde leer esto? Es un recorte de una columna del Standard, de la sección provincial,de hace dos días.

Hewitt tomó el recorte y leyó:

La epidemia de viruela en el condado irlandés de Mayo presenta pocos signosde remisión. La enfermedad se ha propagado con asombrosa rapidez paratratarse de una zona de población tan dispersa, si bien no cabe duda de que losnúcleos de la infección se encuentran en las ciudades de mercado y es de ellasdesde donde personas llegadas de todas partes los días de feria han llevado losgérmenes contagiosos por todo el país. En muchos casos, la enfermedad hacobrado una forma especialmente maligna y las muertes han sido rápidas ynumerosas. Los escasos médicos disponibles están desbordados, principalmentepor las grandes distancias que separan a los enfermos. Entre los fallecidos en losúltimos días figura el señor Algernon Rewse, un joven caballero inglés quepasaba una temporada con un amigo, a pocos kilómetros de Cullanin, en unaexcursión de pesca.

Hewitt dejó el recorte encima de la mesa.—¿Y? —preguntó—. ¿Quiere usted llamar mi atención sobre la muerte del

señor Algernon Rewse?—Así es —respondió Bowy er—. Y la razón por la que estoy aquí es que

tengo la sospecha, más que la sospecha, a decir verdad, de que Algernon Rewseno ha muerto de viruela, sino que ha sido asesinado; asesinado a sangre fría, ypor los más sórdidos motivos, por el amigo con quien pasaba sus vacaciones.

—¿Cómo cree que lo asesinaron?—Eso no lo sé. Eso es precisamente lo que quiero que usted descubra, entre

otras cosas… principalmente al propio asesino, que ha desaparecido.—¿Y su posición en este asunto —quiso saber Hewitt— es la de…?—Soy su albacea. En virtud de cierto testamento, el señor Rewse se habría

visto considerablemente beneficiado si hubiera vivido uno o dos meses más. Dehecho, esta circunstancia se acerca bastante a la raíz del problema. Le explicarépor qué. De acuerdo con el testamento al que me refiero, del tío del señor Rewse,un buen amigo mío, el dinero debía quedar en fideicomiso hasta que el jovencumpliera los veinticinco años. Su hermana menor, la señorita Mary Rewse,también figura como beneficiaria, aunque con una suma muy inferior. Lamuchacha podrá disponer de la herencia cuando cumpla los veinticinco años, oantes de ese momento, si contrae matrimonio. Una disposición adicional estipulaque, si alguno de los dos falleciera antes del plazo previsto para recibir la

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herencia, su parte iría a parar al superviviente. Le ruego que recuerdeespecialmente este detalle. Verá usted que ahora, puesto que el joven AlgernonRewse ha muerto apenas dos meses antes de cumplir los veinticinco años, latotalidad del cuantioso legado, sin ningún tipo de trabas o restricciones, que deotro modo habría sido para él, pasará a su debido tiempo, bien cuando cumpla losveinticinco años o « en el momento en que se case» , a la señorita Mary Rewse,cuya herencia era en comparación insignificante. Comprenderá la importanciade este dato cuando le diga que el hombre del que sospecho que ha causado lamuerte de Algernon Rewse y lo ha acompañado en estas solitarias vacaciones esel prometido de la señorita Rewse.

Bowyer hizo una pausa, pero Hewitt se limitó a enarcar las cejas y a asentir.—Nunca me ha gustado ese hombre —continuó Bowy er—. Siempre me ha

parecido más bien mediocre. A mí me gustan los hombres que llevan la cabezabien alta y dicen lo que piensan. No creo que esa humildad de la que él tanto hahecho gala sea… sincera. Un hombre determinado a abrirse camino en la vidano puede permitirse ser tan modesto y retraído, y él tiene inteligencia suficientepara saberlo.

—¿Es pobre, entonces? —preguntó Hewitt.—Bastante pobre. Su nombre, por cierto, es Main, Stanley Main, y es médico.

Desde que terminó sus estudios solo ha ejercido como ay udante, por la razón,según tengo entendido, de que no pudo permitirse montar una clínica encondiciones. Él es la persona a quien más beneficiaría la muerte del jovenRewse; al menos intentaría aprovecharse de ella, pero eso y a lo veremos. Encuanto a Mary, la pobre muchacha, no habría querido perder a su hermano ni porcincuenta fortunas.

—Y ¿en qué circunstancias se produjo la muerte?—Sí, sí, a eso voy. Algernon Rewse, es importante que usted lo sepa, no

andaba bien de salud, y Main lo convenció de que necesitaba un cambio de aires.No sé bien qué le ocurría, pero por lo visto sufría mal de amores, y a sabe usted.Creo que se había prometido, o estaba a punto de hacerlo, y su prometida muriópoco después. Pues bien, como digo, estaba muy abatido, bajo de ánimo y desalud, y sin duda le venía bien un cambio. El tal Stanley Main siempre ha tenidomucha influencia sobre el pobre muchacho, porque era cuatro o cinco añosmayor que él, y se las arregló para convencerlo de irse los dos, a algún lugarrecóndito del oeste de Irlanda, a pescar salmones. A mí me pareció una idearidícula, pero Main se salió con la suya, y allá se fueron. Había una casa decampo en el distrito, bastante buena según tengo entendido, que un amigo deMain, antiguo terrateniente, había convertido en un alojamiento idóneo para lapesca del salmón, y alquilaron la vivienda. Poco después de su llegada sepropagó esa epidemia de viruela en la zona, aunque eso, creo y o, ha tenido muypoco que ver con la muerte de Rewse. Todo iba bien hasta hace cosa de una

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semana, cuando la señora Rewse recibió esta carta de Main.El señor Bowyer le entregó a Hewitt una carta de caligrafía entrecortada e

irregular, como si la persona que la había escrito se encontrara en un estado desuma agitación. Decía lo siguiente:

Mi querida señora Rewse:Es probable que sepa usted por los periódicos, de hecho creo que Algernon se

lo ha contado en sus cartas, que se ha propagado una grave epidemia de viruelaen el distrito. Lamento profundamente comunicarle que Algernon ha contraído laenfermedad en una de sus peores variantes. Por fortuna está conmigo, que soymédico, y a que el médico local se encuentra en Cullanin, a más de sietekilómetros, y tal como están las cosas no para de desplazarse para atender a losenfermos, tanto de día como de noche. Cuento con mi pequeño maletín médico,y puedo conseguir en Cullanin todo lo necesario, de manera que he hecho porAlgernon todo cuanto me ha sido posible y confío en que pronto recupere lasalud, aunque la enfermedad es peligrosa. Le ruego que no se alarmeinnecesariamente y no piense en venir ni nada por el estilo. No podría usteday udar en nada y no haría más que ponerse en peligro. Le iré dando cuenta decómo evolucionan las cosas, así que, por favor, no venga. El viaje es largo ysería muy duro para usted. Además, no encontraría alojamiento sino cerca deCullanin, que en estos momentos es un foco de infección. Volveré a escribirmañana.

Sinceramente suy o,STANLEY MAIN

Además de las muestras de agitación que se observaban en la caligrafía,había en la carta repeticiones y omisiones de letras. Hewitt la dejó sobre la mesa,al lado del recorte de periódico, y Bowyer prosiguió:

—Al día siguiente llegó otra carta —dijo, pasándosela a Hewitt—, breve,como ve, y escrita con menos indicios de agitación. Se limita a decir que Rewseestá muy mal, y reitera las mismas súplicas a su madre para disuadirla de hacerel viaje. —Hewitt leyó la carta someramente y la dejó con la anterior mientrasBowy er seguía diciendo—: Pese a la insistencia de Main para que se quedara encasa, la señora Rewse, lógicamente angustiada por su hijo, casi estaba decidida aemprender el viaje a Irlanda, pese a su delicada salud, cuando recibió unatercera carta en la que Main anunciaba la muerte de Algernon. Aquí está. Es lacarta que cabe esperar en parecidas circunstancias, sin embargo, yo detectocomo mínimo un aire de falsedad en la manera en que está escrita. Contiene,como ve, las condolencias de rigor. Dice que Algernon contrajo la peor variantede la enfermedad, que avanza con una rapidez terrible y en muchos casos acabacon la vida del paciente incluso antes de que se presente la erupción. Actoseguido, y deseo que tome nota expresamente de este detalle, insiste de nuevo en

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que ni la madre ni la hija vayan a Irlanda. El entierro, dice, debe hacerse deinmediato, por orden de las autoridades locales, y por tanto no llegarían a tiempo.Ahora, dígame, ¿no le parece extraño tanto afán por impedir que la familia deljoven Rewse pueda estar cerca de él durante su enfermedad, que ni siquierapueda acompañarlo en su funeral?

—Bueno, tal vez lo sea. Aunque también podría tratarse de simple celo por lasalud de la señora Rewse y de su hija. De hecho, lo que dice Main me parecemuy sensato. No podrían hacer nada, dadas las circunstancias, y pondrían enpeligro su propia vida, por no hablar del cansancio del viaje y los comprensiblesnervios. La señora Rewse no está bien de salud, me ha parecido que ha dichousted.

—Sí; en realidad está prácticamente inválida. Padece del corazón. Pero,dígame, como un observador completamente imparcial, ¿no aprecia usted untono muy forzado, muy poco real, en estas cartas?

—Tal vez, pero podría obedecer a cincuenta razones distintas. Es posible quela situación fuera desde el principio más grave de lo que dijo. ¿Qué ocurriódespués de que llegara esta carta?

—La señora Rewse está postrada en cama, como es lógico. Su hija quisocomunicarse conmigo, como amigo de la familia, y así es como lo he sabidotodo. Vi las cartas, y pensé, considerando el caso en su conjunto, que alguiendebía asegurarse de que en verdad se trata de una muerte natural. El pobreAlgernon estaba en una casa de campo solitaria con el único hombre en todo elmundo que tenía motivos para desear su muerte, o que podía beneficiarse de ella,que de hecho tenía importantes incentivos. Además, era médico, y « teníaconsigo su maletín» , recuerde esto, tal como él mismo señala en su carta. Y enesta situación Algernon muere de repente, sin nadie a su lado, por lo que hastaahora sabemos, más que el propio Main. Al ser el médico que lo atendió, lecorrespondía a Main certificar la muerte, de manera que, por viles que fueransus intenciones, estaría a salvo mientras nadie se presentara por allí, incluso enese caso tendría una escapatoria fácil. Cuando un hombre puede resultar muybeneficiado por la muerte de otro, el maletín de un médico es capaz de procurarmedios muy sencillos para acabar con su vida.

—¿Ha confesado alguna de estas sospechas a las señoras?—Bueno, es posible que hay a hecho alguna insinuación, pero nada más. Claro

que no quisieron ni oírme: se indignaron mucho y « se pusieron» , como se sueledecir, peor que nunca, así que tuve que tranquilizarlas. Yo seguía pensando quealguien tenía el deber de indagar en el asunto con may or atención, y por lo vistosoy el único que puede hacerlo, así que esa misma noche salí de viaje en el trencorreo. Llegué a Dublín a primera hora de la mañana siguiente y tardé todo eldía en cruzar Irlanda. La estación de tren más cercana a Cullanin se encuentra aunos quince kilómetros de la ciudad, y desde allí, como quizá recuerde usted, hay

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otros siete kilómetros hasta la casa de campo, conque no llegué hasta la mañanadel día siguiente. Tengo que decir que Main se sorprendió mucho al verme.Estaba nervioso, aprensivo, y eso me hizo sospechar todavía más. Ya habíanenterrado a Algernon, naturalmente, días antes. Le hice algunas preguntas sobrela enfermedad y esas cosas, y sus respuestas fueron muy confusas. Habíaquemado la ropa de Rewse cuando advirtió los primeros síntomas de laenfermedad, dijo, y también las sábanas, porque no tenía ningún otro medio dedesinfección a mano. Lo esencial de su historia es que una mañana fue andandohasta Cullanin para ver si podían repararle una pieza de la caña de pescar. A suregreso encontró a Algernon enfermo de viruela, lo acostó en el acto y cuidó deél hasta que murió. Quise saber, como es lógico, por qué no había avisado a otromédico. Dijo que solo había un médico en los alrededores, y era poco probableque pudiera acudir, aunque lo avisara con un día de antelación, porque estabadesbordado de trabajo. Además, como estaba tan agotado y atareado, no habríapodido atender al enfermo mejor que él, que no tenía otra cosa que hacer. Alcabo de un rato le señalé sin rodeos que habría sido mucho más prudente permitirque al menos otro médico examinara el cadáver, a la vista de que él podíabeneficiarse sustancialmente de la muerte de Rewse, y señalé que aún no erademasiado tarde para solicitar una orden de exhumación. El efecto de estaspalabras me convenció definitivamente. Se quedó boquiabierto y se puso blancode pavor. Creo que tardó un minuto en sobreponerse antes de intentarpersuadirme de que no llevara a cabo mis insinuaciones. Eso hizo en cuanto fuecapaz de reflexionar… de hecho me lo rogó casi con desesperación. Y entoncestomé la decisión. Contesté que, después de haberlo escuchado, y a la vista de suactitud y su comportamiento, me veía obligado a insistir por todos los medios enque se hiciera un examen del cadáver, y al momento regresé a Cullanin paraponer en marcha la operación y pedir ayuda a las autoridades. Cuando volví esatarde a la casa de campo, Stanley Main había recogido sus cosas y habíadesaparecido: no he vuelto a verlo ni a tener noticias de él desde entonces. Mequedé ese día y el siguiente en los alrededores, y esa noche salí para Londres. Através de mis abogados, puse el caso en conocimiento del Ministerio del Interior,y, al comprobarse que Main había huido, se dictó de inmediato la orden deexhumar el cadáver, así como un examen forense como medida cautelar antesde abrir una investigación. Espero tener noticias de que hoy mismo se hapracticado la exhumación. Lo que quiero que haga usted, principalmente, esencontrar a Main. Los policías irlandeses de la zona son corpulentos, y sin dudaexcelentes para sofocar una pelea o cerrar una taberna ilegal, pero desconfío desu eficacia en un caso que requiere mucha más finura. Quizá pueda ustedaveriguar algo sobre la forma en que se cometió el asesinato, pues está claro quese trata de un asesinato. Es muy posible que Main se hay a servido de algún ardidpara dar al cadáver el aspecto de que la causa de la muerte ha sido la viruela,

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anticipándose a que otro médico llegara a examinarlo.—Eso —dijo Hewitt— me parece muy poco probable. Además, ¿por qué no

se molestó en que otro médico pudiera ver el cuerpo antes del sepelio? De esamanera se habría cubierto las espaldas. No hay forma de engañar a un médico.Desde luego que la exhumación es deseable, dadas las circunstancias, pero si setrata de un caso de viruela, no envidio al profesional que tenga que examinarlo.De todos modos, me parece que el caso no requerirá demasiado tiempo, y puedoaceptarlo desde ahora mismo. Saldré de madrugada para Irlanda, en el tren deEuston, a las 6:30.

—Muy bien. Iré con usted, por supuesto. Si entretanto tengo alguna noticia, selo haré saber.

Una o dos horas más tarde un coche se detenía en la puerta y una señoritavestida de negro solicitaba ver a Hewitt. Era Mary Rewse. Llevaba un velo muytupido, y todo cuanto dijo denotaba una honda aflicción. Hewitt trató detranquilizarla como buenamente pudo y se mostró paciente con ella.

Por fin, Mary Rewse dijo:—Tenía la sensación de que debía venir a hablar con usted, señor Hewitt, y

ahora que estoy aquí no sé qué decir. ¿Es cierto que el señor Bowyer le haencargado investigar las circunstancias en que murió mi pobre hermano ydescubrir el paradero del señor Main?

—Sí, señorita Rewse, es cierto. ¿Puede decirme algo que me ayude?—No, señor Hewitt, me temo que no. Pero es terrible y, como creo que el

señor Bowyer tiene muchos prejuicios en contra del señor Main, he pensado quetenía que hacer algo… al menos decir algo para que no aborde usted el caso conla idea preconcebida de que Main es culpable de semejante atrocidad. Leaseguro que es incapaz de hacer una cosa así.

—Por favor, señorita Rewse, no se inquiete usted por eso. Si Main, comousted afirma, es incapaz de cometer un acto como el que quizá se sospecha,tenga la seguridad de que no le ocurrirá nada malo. Por la parte que me toca,afronto el caso con plena amplitud de miras. Un hombre de mi profesión que sedejara llevar por los prejuicios desde el principio no estaría en condiciones deofrecer resultados relevantes. De momento no tengo una opinión, ni teoría, niprejuicios, ni nada, en realidad, más que un esbozo general de lo ocurrido. No meformaré ninguna opinión ni elaboraré ninguna teoría sin antes haber analizado lasverdaderas circunstancias y las pruebas que encuentre en el lugar de los hechos.Comprendo perfectamente la relación del señor Main con usted y su familia. ¿Hatenido noticias suy as recientemente?

—No, desde la carta en la que nos informaba de la muerte de mi hermano.—¿Y antes de eso?La señorita Rewse titubeó:—Sí, nos escribíamos. Pero… pero en esas cartas no había nada importante…

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Eran íntimas y personales… Eran…—Sí, claro —respondió Hewitt, mirando fijamente el velo, que la señorita

Rewse no se había levantado—. Lo comprendo, como es natural. Entonces, ¿nopuede decirme nada más?

—No, me temo que no. Solo puedo suplicarle que recuerde que, al margen delo que vea o lo que oiga, al margen de las pruebas que descubra, estoy segura,segura, segura de que el pobre Stanley jamás haría una cosa así. —Y la señoritaRewse hundió el rostro entre las manos.

Hewitt no apartó los ojos de ella y, sonriendo levemente, preguntó:—¿Desde cuándo conoce al señor Main?—Desde hace cinco o seis años. Iba al mismo colegio que mi pobre hermano,

aunque estaban en clases distintas, porque Stanley es mayor.—Y ¿siempre se llevaron bien?—Siempre como hermanos.Poco más se dijo. Hewitt se compadeció de la señorita Rewse en la medida

en que le fue posible, y ella se despidió a continuación. Justo cuando la jovenbajaba las escaleras, llegó un mensajero con una nota para el señor Bowy er y untelegrama recién llegado de Cullanin. El telegrama decía:

Cuerpo exhumado. Muerte por herida de bala. Ni rastro de viruela. Sinninguna noticia de Main. Información enviada al juez de instrucción. O’Reilly.

II

Hewitt y Bowyer emprendieron juntos el viaje al condado de May o: Bowyer,inquieto y locuaz por el asunto que se traían entre manos; Hewitt, bastanteaburrido de los comentarios de su compañero. Hewitt se negó rotundamente aexpresar su opinión sobre ningún detalle del caso hasta que hubiera examinadolas pruebas disponibles, de ahí que sus observaciones ocasionales sobre cuestionesde interés general, el paisaje y cosas por el estilo, sorprendieran a Bowyer, queno estaba acostumbrado a situaciones como las que ocasionaban aquel viaje, porsu indiferencia y su sangre fría. Habían enviado varios telegramas para ordenarque no se permitiera a nadie tocar nada en la casa de campo antes de su llegada,y Hewitt sabía perfectamente que no podía hacer nada más hasta que llegase asu destino. En Bally maine, donde por fin bajaron del tren, se quedaron a pasar lanoche, y a primera hora del día siguiente partieron hacia Cullanin, donde eldoctor O’Reilly los esperaba en la morgue. El cadáver yacía sobre una mesa,despojado de su mortaja, sereno, ceniciento y empezando a descomponerse, conuna herida apenas apreciable en el lado izquierdo del pecho.

—La herida se limpió a conciencia, se cerró y se contuvo la hemorragia conun tapón de ácido carbólico antes de dar sepultura al difunto —explicó el doctor

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O’Reilly. Era un hombre de mediana edad, entrecano, y en su rostro seapreciaban signos de que llevaba varias noches sin dormir—. No me ha parecidonecesario diseccionar el cadáver. La bala no está dentro. Atravesó las costillaslimpiamente y salió por la espalda, y en su tray ectoria perforó el corazón. Lamuerte debió de ser instantánea.

Hewitt se apresuró a examinar las dos heridas, en el pecho y en la espalda,cuando el forense dio la vuelta al cadáver, y entonces preguntó:

—¿Tiene usted alguna experiencia previa con heridas de bala, doctorO’Reilly?

El médico sonrió con tristeza.—Creo que sí —dijo, con un leve rastro de acento irlandés que delataba su

nacionalidad—. Trabajé muchos años como médico militar antes de venir aCullanin, y presté mis servicios en Ashanti y en la India.

—Entonces es usted todo un experto —asintió Hewitt—. ¿Es posible que eldisparo se hiciera por la espalda?

—No. ¡Mire! El orificio de entrada es muy distinto del de salida.—¿Tiene alguna idea del arma que se empleó?—Yo diría que un revólver grande, puede que del tamaño reglamentario. Es

decir, yo diría que la bala era un proyectil cónico del tamaño corriente de esetipo de arma, más pequeña que la de un rifle.

—¿Tiene idea de la distancia a la que se efectuó el disparo?El doctor O’Reilly negó con la cabeza.—Quemaron toda la ropa y lavaron la herida. Sin eso no podemos encontrar

restos de pólvora.—¿Conocía usted personalmente al difunto o al doctor Main?—Muy por encima. Puedo decir que vi a Main con una pistola similar a la

que podría haber causado esa herida el día anterior a que anunciase que Rewsehabía contraído la viruela. Pasé en coche por delante de la casa de campo, y lo vicon la pistola en la mano. Había abierto el tambor, como si estuviera cargándolao descargándola… eso no sabría decirlo.

—Muy bien, doctor. Ese detalle puede ser importante. Ahora, dígame: ¿hayalguna circunstancia, conjetura o incidente relacionado con el caso que puedaañadir a lo ya dicho?

El doctor O’Reilly se quedó pensativo un momento antes de responder:—Por supuesto, me enteré de que se había declarado un nuevo caso de

viruela, y de que Main se ocupaba personalmente del enfermo. Fue un aliviopara mí, porque ya tenía demasiados pacientes para atenderlos como es debido.Esa casa de campo está bastante apartada, y tampoco se habría ganado grancosa enviando al paciente a un hospital; lo cierto es que apenas quedaban plazaspara entonces. Que y o sepa, nadie vio al joven Rewse, ni vivo ni muerto, despuésde que Main anunciara que había contraído la viruela. Según parece, lo hizo todo

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él solo, incluso amortajó el cadáver, y, como puede usted figurarse, nadie teníademasiado interés por ay udar. El funerario (no hay más que uno en la ciudad yahora también ha caído enfermo) estaba tan desbordado como yo, y se alegrómucho cuando recibió órdenes de enviar un féretro en una carreta y dejar elamortajamiento y todo lo demás en manos de Main. El propio Main expidió elcertificado de defunción y, como estaba sobradamente capacitado, todo nospareció normal.

—Tengo entendido que el certificado de defunción atribuía la muerte a laviruela, sin más precisiones.

—Simplemente a la viruela.Hewitt y Bowyer dieron los buenos días al doctor O’Reilly y subieron al

coche para ir a la casa de campo en la que Algernon encontró la muerte. Alpasar por la plaza del mercado, Hewitt detuvo el vehículo y puso su reloj en horacon el reloj del Ayuntamiento.

—Es más de una hora y media antes que en Londres, y tenemos quesincronizar el reloj con la hora local.

Mientras pronunciaba estas palabras, el doctor O’Really se acercó jadeando.—Acabo de enterarme de algo —dijo—. Tres hombres oyeron un disparo

cuando pasaban por delante de la casa de campo, el martes pasado.—¿Dónde están?—Ahora mismo no lo sé, pero podemos localizarlos. ¿Quiere que me ocupe?—Si pudiera —dijo Hewitt—, nos ayudaría muchísimo. ¿Puede enviarles

recado de que vayan a la casa hoy mismo, en cuanto les sea posible? Dígales querecibirán medio soberano por cabeza.

—Muy bien, así lo haré. Adiós.—El martes pasado —dijo Bowyer—. Ésa era la fecha de la primera carta

de Main, y el día en que, según él, Rewse cayó enfermo. Si ése fue el disparoque acabó con la vida de Rewse, el pobre muchacho debía de estar muertocuando Main escribió esas cartas a su madre para dar cuenta de su enfermedad.¡Qué sangre fría la de ese canalla!

—Sí —asintió Hewitt—. Me parece probable que Rewse recibiera el disparoel martes. No habría sido prudente que Main escribiese a la madre contando esasmentiras sobre la viruela antes de que su amigo estuviese muerto. Rewse podríahaber escrito a casa entretanto, o algo podría haber obligado a Main a posponersus planes, y en ese caso se habría visto en la obligación de dar explicacionesimposibles.

Por un camino en muy mal estado, que terminaba convirtiéndose en unasenda estrecha, llegaron en coche a una granja medio en ruinas.

—Aquí vive la mujer que cocinaba y limpiaba la casa para Rewse y Main —dijo Bowy er—. La casa de campo está a menos de cien metros, a la derecha delcamino.

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—¿Qué tal si paramos a hacerle unas preguntas? —propuso Hewitt—. Megustaría recabar información de todos los testigos cuanto antes. Eso simplifica eltrabajo una barbaridad.

Se apearon, y Bowyer llamó a voces desde la puerta abierta, a la vez quetocaba con el bastón. A su llamada acudió una mujer de aspecto decoroso, deunos cincuenta años, aunque arrugada como si tuviera muchos más, y mejorvestida que todas las mujeres a las que Hewitt había visto desde que salieron deCullanin. Se asomó desde detrás de unas casetas y saludó con una amablereverencia.

—Buenos días, señora Hurley, buenos días —dijo Bowyer—. Éste es el señorMartin Hewitt, un caballero de Londres que ha venido a investigar el terribleasesinato de nuestro amigo, el señor Rewse, para llegar hasta el fondo del asunto.

La mujer hizo otra reverencia.—Y bienvenido que es el caballero. Y muy bien que hace en venir. —Tenía

un tono de voz amable y suave, muy poco acorde con su físico poco atractivo, yun acento irlandés muy marcado—. ¿No pasan ustedes? ¡Madre de Dios! ¡Pensarque los dos vivían y pescaban y leían y todo lo hacían juntos como hermanos!¡Con lo fino que era ese joven! ¡Vaya si lo era!

—Supongo, señora Hurley —dijo Hewitt—, que habrá tenido usted másrelación con esos caballeros que nadie de por aquí.

—Así es, señor. Más que nadie.—¿Oy ó decir que alguien tuviera enemistad con el señor Rewse… quien

fuera… el señor Main o cualquier otra persona?—Ni un alma en todo Mayo. ¿Cómo podía ser? ¡Un caballero tan agradable y

bien hablado!—Cuénteme todo lo que pasó el día en que se enteró usted de que el señor

Rewse estaba enfermo… el martes pasado.—Por la mañana, señor, todo estaba como siempre. Llegué allí a las siete y

media, y media hora más tarde oí que los caballeros empezaban a vestirse.Desayunaron, aunque el señor Rewse estaba un poco pálido. A las nueve y mediael señor Main se fue andando a Cullanin. El señor Rewse se quedó, para escribirunas cartas. Me marché media hora después. Luego, cerca de las once, fui alpozo a llenar un cubo de agua y, al pasar por delante de la ventana, vi al caballerosentado a la mesa, escribiendo, tan tranquilo y en paz… y ya no volví a verlo eneste mundo.

—Y ¿qué ocurrió después?—Después, señor, volví con el cubo y no volví a ver ni a oír nada hasta las

dos, cuando el señor Main volvió de Cullanin.—¿Lo vio usted volver?—Sí, señor. Estaba ahí, reparando la cerca, porque los cerdos la habían roto.

Estuve más de una hora, atenta al camino, por si traía algo para que les preparase

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la cena. Y además me dijo la hora que marcaba su reloj , la misma que el relojdel Ay untamiento.

—Y ¿eran las dos?—Las dos en punto, porque mi reloj dio la hora justo en ese momento, y fui a

darle cuerda. Y…—Un momento, ¿puedo ver su reloj?La señora Hurley dio media vuelta para cerrar la puerta, que ocultaba un

viejo reloj de pared. Hewitt sacó su reloj y comparó la hora.—Su reloj va bien, señora Hurley —dijo—. Da la hora exacta.—Sí, señor. Y eso que solo lo hemos llevado a limpiar dos veces a Rafferty

desde que mi pobre padre, que en paz descanse, lo colgó ahí. No es un mal reloj ,como decía a menudo el propio señor Rewse. Siempre lo pongo en hora según elreloj del Ayuntamiento. Pero, como le iba diciendo, el señor Main me dio lahora, se fue a su casa y no volví a verlo hasta eso de las tres y media.

—¿Y entonces?—Entonces, señor, se presentó aquí, muy triste, con una carta. « Envíela a

Cullanin con la primera persona que vaya allí para que la echen al correo —mepidió—. El señor Rewse tiene la viruela, y está muy mal —dijo—. No se acerqueusted por la casa, porque podría contagiarse. Lo he acostado, y voy a quemar suropa detrás de la casa —dijo—. Así que si ve usted humo, ya sabe por qué es. Nohará falta avisar al médico. Yo soy médico y cuidaré de él.» Yo sabía que eramédico, desde que vino aquí. « No se acerque a la casa —volvió a decir—, hastaque esto haya acabado de un modo o de otro. Deje usted la comida y la bebida amedio camino entre las dos casas y y o lo recogeré. Que echen esta carta alcorreo —dijo—, sin falta. La carta no es contagiosa. La he desinfectado. Pero nose acerque a la casa.» Y eso hice.

—Y, entonces, ¿volvió directamente a su casa?—Sí, señor. Y ¡no se figura usted lo triste que parecía, blanco como el papel,

y muy preocupado! ¡El canalla asesino! ¡Con lo educado que era siempre ytodo! Bueno, pues ese día y a no volví a verlo. Al día siguiente, dejó otra carta conlos platos sucios, a medio camino entre las dos casas, y me pidió que la echara alcorreo. Era para la madre del pobre caballero, seguro, lo mismo que la otra. Y aldía siguiente dejó otras dos cartas, una para el funerario, porque me anunció quetodo había terminado, que su amigo había muerto. Y al día siguiente loenterraron.

—Entonces, desde el momento en que fue al pozo y vio al señor Rewseescribiendo, ¿no volvió usted a pasar por la casa hasta después del funeral?

—Nunca, señor. Y no le extrañe. Tengo hijos, y Terence está enfermo, conbronquitis.

—Claro, claro, hizo muy bien. Además, usted solo cumplía órdenes. Peropiense un momento. ¿Recuerda, en esos tres días, haber oído un disparo o algún

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otro ruido extraño en la casa?—Nunca, señor. Llevo cuatro días intentando hacer memoria. Debió de pasar

algo, pero yo no lo oí.—Después de que fuera usted al pozo y antes de que el señor Main volviera a

la casa, ¿salió el señor Rewse en algún momento, o cree que pudo salir?—No salió para nada, que yo sepa. Aunque podría haber salido y entrado por

detrás sin que yo lo viera. Yo no lo vi.—Gracias, señora Hurley. Vamos a acercarnos a la casa. Si viniera alguien,

dígale que estamos allí. Supongo que habrá un policía vigilando.—Sí, señor. Y el sargento tampoco anda lejos. Están de guardia desde que se

marchó el señor Bowyer… pero duermen aquí.Hewitt y Bowyer echaron a andar hacia la casa.—¿Se ha fijado en que esa mujer vio al señor Rewse escribiendo cartas? —

preguntó Bowyer—. ¿Qué cartas eran y dónde están? Que yo sepa, no se escribíacon nadie más que con su hermana y su madre, y ellas no tuvieron noticiassuy as. ¿Será otra cosa? ¿Otra trama? Todo esto es muy extraño.

—Sí —dijo Hewitt, pensativo—. Creo que la investigación nos llevará máslejos de lo esperado. Y, en cuanto a esas cartas… sí, creo que podrían estar muycerca del meollo del misterio.

Llegaron a la casa de campo, una construcción que destacaba notablementeen la zona. Era de planta cuadrada y de buen ladrillo, con el tejado de pizarra. Enel terreno de atrás aún se apreciaban los restos de la hoguera en la que Mainhabía quemado la ropa y otros objetos de Rewse, y apoyado en el alféizar de laventana que daba al camino había un miembro de la Real Policía Irlandesa,grande y soldadesco, que se levantó al vernos llegar y saludó a Bowyer.

—Buenos días, agente —dijo Bowyer—. Espero que no hayan tocado nada.—Ni una rama, señor. Nadie ha entrado siquiera en la casa.—¿Se ha abierto o cerrado alguna ventana? —preguntó Hewitt.—Ésta, señor —dijo el policía, señalando la que tenía a su espalda—, cuando

retiraron el cadáver, y también la siguiente, la que está a la vuelta de la esquina.Ésta es la del dormitorio. La abrieron para ventilar un poco. La de atrás, la delcuarto de estar, no se ha abierto.

—Muy bien —contestó Hewitt—. Vamos a echar un vistazo desde dentro aesa ventana que no se ha abierto.

Abrieron la puerta y entraron en un pequeño vestíbulo. A la izquierda seencontraba el dormitorio, con dos camas. La otra habitación de la vivienda era lasala de estar. La casa no contaba con más habitaciones, aparte de una cocinapequeña y un armario estrecho que se empleaba como cuarto de baño, encajadoentre el dormitorio y la sala. Se acercaron a la ventana de la sala, orientada a laparte de atrás de la casa. Era una ventana de guillotina, normal y corriente, yestaba cerrada, pero sin echar el cerrojo. Hewitt examinó el cerrojo y llamó la

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atención de Bowyer sobre un arañazo muy visible en el metal sucio.—Mire —dijo—. Esa marca coincide exactamente con el hueco que hay

entre las dos hojas de la ventana. Y, fíjese —levantó ligeramente la hoja inferiormientras hablaba—, hay una muesca de cuchillo en la zona superior del marco.Alguien ha entrado por esta ventana, forzando el cerrojo con un cuchillo.

—¡Sí, sí! —exclamó Bowyer, muy alterado—. Y ha salido por el mismo sitio.Si no, ¿por qué la ventana está cerrada y el cerrojo sin echar? ¿Por qué haría eso?¿Qué demonios significa?

Antes de que Hewitt pudiera responder, el agente asomó la cabeza y anuncióque un tal Larry Shanahan estaba en la puerta y decía que le habían prometidomedio soberano.

—Es uno de los que oyó el disparo —dijo Hewitt—. Dígale que pase, agente.El agente volvió enseguida con Larry Shanahan, que apestaba a whisky. Era

un hombre andrajoso, con un solo ojo, y esto lo obligó a ladear la cabeza comoun loro para mirar a Hewitt. El tono tostado del sol y el rojo más encendido sedisputaban el color de su tez, y su voz no era precisamente clara. Sostenía elsombrero con una mano a la altura del estómago, mientras con la otra se tirabadel flequillo.

—Y ¿quién es el honorable caballero que va a darme ese dinerito? —preguntó.

—Soy yo —respondió Hewitt, haciendo tintinear las monedas que llevaba enel bolsillo—. Y aquí está su medio soberano, esperando a que conteste usted unaspreguntas. Me han dicho que oyó un disparo cerca de aquí.

—Pues sí, señor. Un disparo en esta misma casa.—Y eso ¿cuándo fue?—Fue por la tarde, seguro.—Pero ¿de qué día?—El martes pasado. Lo sé porque iba a la feria de Bally shiel.—Cuénteme todo lo que sepa.—Sí, señor. Ese día llevé unos cerdos a la feria de Bally shiel. En Cullanin me

encontré con Danny Mulcahy, que tenía intención de ir a la feria, y mientrasechábamos un trago apareció Dennis Grady, que también quería ir. Así queechamos otro trago, o puede que dos, y nos fuimos juntos. Teníamos que pasarpor aquí, señor, aunque puede que usted no lo sepa, por ser forastero. Pues bien,estábamos pasando justo por delante de la casa cuando oímos un disparo deldiablo que nos hizo pararnos en seco. « ¿Qué ha sido eso?» , dijo Dan. « Undisparo —dije yo—, y ha sonado dentro de la casa.» « Eso es —dijo Dennis—.Ha sido dentro, estoy seguro.» Y nos miramos muy asustados. « ¿Y quéhacemos?» , dije y o. « ¿Qué quieres hacer? —dijo Dan—. No es asuntonuestro.» « Eso es» , dijo Dennis. Y pasamos de largo. Era raro, pero bien podíaser que alguno de los caballeros estuviera haciendo puntería por la ventana o qué

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sé yo. Y… y… por eso… por eso —Shanahan se rascó una oreja—, por eso…pasamos de largo.

—Y ¿sabe usted qué hora era?Larry Shanahan dejó de rascarse y se agarró la oreja entre el pulgar y el

índice, mirando fijamente el suelo con su único ojo, como muy concentrado ensus cálculos.

—Seguro que eran… —dijo—. Serían… serían… vamos a ver… serían… —Levantó la vista—. Serían las dos y media, o puede que más cerca de las tres.

—Y Main había vuelto a casa a las dos —señaló Bowyer, cerrando un puñocontra la palma de la otra mano—. Ya está todo aclarado. Ya lo hemos cazado.

—¿Llevaba usted reloj? —preguntó Hewitt.—Íbamos todos sin un triste reloj . He tenido que calcularlo. Esto está a siete

kilómetros y medio de Cullanin, y salimos de allí cerca de hora y media despuésde que el reloj del Ayuntamiento diera las doce. Sabíamos que tardaríamos doshoras y pico en llegar a Bally shiel, teniendo en cuenta que íbamos con los cerdosy que el camino es malo y también la distancia y… y que habíamos bebido unpoquitín —dijo, con picardía—. Así lo he calculado, señor.

El agente de policía llegó entonces con otros dos hombres. Los dos tenían dosojos, como todo el mundo, pero en lo demás eran excelentes réplicas del señorShanahan. Iban harapientos y ninguno tenía pinta de ser abstemio.

—Dan Mulcahy y Dennis Grady —anunció el agente.El relato de Dan Mulcahy fue idéntico al de Larry Shanahan, y lo mismo

ocurrió con el de Dennis Grady. Estaba claro que los tres oy eron el disparo. Loque Dan le había dicho a Dennis y Dennis a Larry tenía poca importancia.También ellos coincidieron en que era martes, porque había feria. Pero no seponían de acuerdo en la hora.

—Era poco después de la una —dijo Dan Mulcahy.—¡Poco después de la una! —protestó Larry Shanahan con desdén—. ¡Poco

después del cerdo de tu abuela! Eran como poco más de las dos y media.Salimos de Cullanin una hora y media después de las doce. Pero ¡si oíste el reloj!

—No lo oí. Oí que daban las once, y salimos cinco minutos después.—¡Qué tonterías estás diciendo, Dan Mulcahy ! Eran las doce. Conté las

campanadas.—Pues contaste mal. Yo las conté, y eran las once.—Pues ninguno de los dos tenéis razón —terció Dennis Grady—. No eran ni

las once cuando salimos. No lo eran, ¡ni aunque lo diga la madre de Moisés!—Me dejas pasmado, Dennis Grady. Debías de estar más borracho que una

vaca de Kerry. —Tanto Mulcahy como Shanahan la emprendieron con elobstinado Grady, y la discusión creció clamorosamente hasta que Hewitt le pusofin.

—Vamos, vamos —dijo—. Olvídense de la hora. Ya lo discutirán cuando se

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hayan marchado. ¿Alguno de ustedes recuerda, no supone, sino que « recuerda»a qué hora llegaron a Bally shiel? A la hora exacta del reloj… sin suposiciones.

Ninguno de los tres se había fijado en ningún reloj en Bally shiel.—¿Recuerdan algo del viaje de vuelta?No lo recordaban. Se miraron de reojo unos a otros y se echaron a reír.—Ya entiendo lo que pasó —dijo Hewitt en tono jovial—. Creo que hemos

terminado. Aquí tienen diez chelines cada uno.Les dio el dinero. Los hombres volvieron a tirarse del flequillo, se guardaron

las monedas y se prepararon para marcharse. Cuando ya se retiraban, LarryShanahan dio media vuelta misteriosamente y susurró:

—¿Quieren ustedes que lo jure sobre la Biblia? Y eso de la hora…—No, gracias —se rió Hewitt—. Creemos en su palabra, señor Shanahan. —

Y Shanahan volvió a tirarse del flequillo antes de salir.—De esos hombres solo cabe esperar confusión —dijo Bowyer, muy irritado

—. Es una pérdida de tiempo.—No, no es una pérdida de tiempo —dijo Hewitt—, y tampoco hemos tirado

el dinero. Una cosa está muy clara, y es que el disparo se produjo el martes. Laseñora Hurley no oyó la detonación, pero esos hombres estaban cerca y no cabeduda de que la oyeron. Es en lo único en que se han puesto de acuerdo. En todo lodemás se han llevado la contraria, pero en eso han coincidido plenamente. Claroque me gustaría saber la hora exacta, pero eso parece imposible. No hay duda deque dos de ellos se equivocan, puede que los tres. De todos modos, no seríaprudente confiar en los cálculos de tres individuos que acababan de empezar aemborracharse y no tenían ningún motivo para recordar el incidente. Si porcasualidad se hubieran puesto de acuerdo en la hora, tal vez nos habrían inducidoa seguir una pista completamente falsa, dándola por un hecho. Sin embargo, undisparo no deja tanto margen para la duda. Cuando tres testigos que están juntosoy en un disparo, es indudable que alguien ha disparado. Será mejor que se sienteun rato, Bowyer. Quizá encuentre algo que leer. Voy a registrar la casa palmo apalmo, y es posible que se aburra usted si no tiene nada que hacer.

Pero Bowyer no podía pensar en nada más que en el asunto que tenían entremanos.

—No comprendo lo de esa ventana —dijo, señalando con un dedo—. No locomprendo en absoluto. ¿Qué necesidad tenía Main de entrar y salir por laventana? No era un intruso.

Hewitt comenzó a examinar minuciosamente el suelo, el techo, las paredes yel mobiliario de la sala de estar. Se agachó junto a la chimenea y recogió consumo cuidado unas hojas de papel carbonizado que había encima de la parrilla.Las dejó en el alféizar.

—¿Quiere hacer el favor de cerrar esa persiana —pidió—, para que no entrecorriente? Gracias. Parece papel de carta, y bastante grueso, porque las cenizas

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apenas se han deshecho. Ha hecho buen tiempo, y el fuego no ha vuelto aencenderse desde hace días. Estos papeles se quemaron a conciencia, con unacerilla o una vela.

—¡Ah! Podrían ser las cartas que el pobre Rewse estaba escribiendo esamañana. Pero ¿qué van a contarnos?

—Puede que nada o puede que mucho. —Hewitt estudió atentamente lascenizas, sosteniendo el papel a contraluz—. Vamos a ver si consigo distinguir ladirección de Rewse en Londres: Mountjoy Gardens, 17, Hampsted. ¿Es ésa?

—Sí. ¿Lo dice ahí? ¿Lo ha leído? Déjeme ver —dijo Bowyer, acercándosecon impaciencia y nerviosismo.

—A veces es posible descifrar las palabras en el papel quemado —dijoHewitt—, como quizá haya podido comprobar. Está muy doblado y arrugado porel fuego, pero se nota que es papel de carta, con membrete, eso se ve bastantebien. Es evidente que trajo algunas cuartillas de casa. Mire, aquí se ven unaslíneas de tinta que tachan la dirección, pero no hay mucho más. La cartaempieza diciendo: « Mi q_____» , y luego hay un espacio en blanco. Despuésviene el último trazo de una m y el resto de la palabra « madre» . « Mi queridamadre» o « Mi queridísima madre» , no cabe duda. Hay algo más en la mismalínea, pero es ilegible. « Mi querida madre y hermana» , tal vez. A partir de ahíno se reconoce nada. La primera letra parece una w, pero no está claro. Da laimpresión de que era una carta larga, de varias cuartillas, pero se han pegado alquemarse. Quizá fuera más de una carta.

—La cuestión está clara —dijo Bowyer—. El pobre muchacho estabaescribiendo a casa, y puede que a alguien más, y Main, después de asesinarlo,quemó las cartas, porque hacían pedazos sus mentiras sobre la viruela.

Hewitt no dijo nada y prosiguió la búsqueda. Pasó rápidamente la mano porla superficie de todos los objetos que había en la sala, centímetro a centímetro.Hecho esto, entró en el dormitorio y prosiguió con su registro. Había dos camas,una a cada lado. Hizo una somera inspección ocular de la ropa de cama. Deldormitorio pasó al pequeño cuarto de baño, y de ahí a la cocina. A continuaciónsalió de la casa y examinó tabla por tabla la cerca de madera que se encontrabaa escasos metros de la ventana de la sala de estar, y el sendero de baldosas quehabía entre medias.

Tras examinarlo todo, volvió con Bowyer.—Aquí hay algo extraño —dijo—. La bala atravesó limpiamente el cuerpo

de Rewse, sin impactar en los huesos y sin encontrar ninguna resistencia. Era unabala de buen tamaño, según el testimonio del doctor O’Reilly, y por tanto debió dedejar una cantidad de pólvora considerable en el casquillo. Al salir por la espaldade Rewse, necesariamente tuvo que dar con algo, en un espacio tan pequeñocomo éste. Y sin embargo, en ninguna parte, ni en el techo, ni en el suelo, ni enlas paredes, ni en los muebles, veo una marca de bala y tampoco encuentro la

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bala.—Main se habrá deshecho de ella sin dificultad.—Sí, pero no ha podido borrar la marca. Además, tampoco habría sido fácil

sacar la bala si hubiera dado en alguna parte, porque se habría incrustado. Fíjesebien. ¿Dónde habría podido impactar una bala sin dejar huella?

El señor Bowyer miró a su alrededor.—Bueno, eso es verdad —dijo—. En ninguna parte. A menos que la ventana

estuviese abierta y la bala saliera por ella.—En ese caso tendría que haber dado en la cerca o en el sendero de baldosas,

y tampoco ahí hay rastro de ella —respondió Hewitt—. Aunque la hoja de laventana hubiese estado completamente levantada, la bala no habría podido pasarpor encima de la cerca sin dar antes en la ventana. Y por las ventanas deldormitorio es imposible que saliera. Shanahan y sus amigos no solo habrían oídoel disparo, sino que lo habrían visto, y no lo vieron.

—Y eso ¿qué significa?—Significa simplemente lo siguiente: que a Rewse lo mataron en otra parte y

luego trajeron el cadáver aquí, o que el objeto en el que impactó la bala, fuera loque fuera, se lo han llevado.

—Eso es, claro que sí. Otra prueba que Main ha destruido. A cada paso quedamos resulta más evidente la diabólica perfección de su plan. Y cada pruebaque falta no hace más que incriminarlo. El cadáver basta por sí solo paracondenarlo sin perdón de ninguna clase.

Hewitt estudiaba la sala de estar con aire pensativo.—Creo que deberíamos llamar a la señora Hurley —propuso—. Ella podrá

decirnos si falta algo. Agente, ¿quiere hacer el favor de pedirle a la señoraHurley que venga?

La mujer llegó enseguida, y Hewitt dijo:—Quiero que se fije bien en lo que ve en esta sala y en el resto de la casa, y

me diga si falta algo que recuerde que estuviera aquí la mañana del día en quevio al señor Rewse por última vez.

La mujer miró a conciencia por todas partes.—Estoy segura de que todo está como siempre, señor. —Entonces miró hacia

la repisa de la chimenea y rectificó al momento—: Menos el reloj .—¿Menos el reloj?—El reloj , eso es. Estaba encima de la chimenea esa mañana, como de

costumbre.—¿Qué tipo de reloj era?—Un reloj normal y corriente, con la esfera redonda y la caja de metal. Un

reloj americano, decían que era. Pero daba la hora casi tan bien como el mío.—¿Dice usted que daba bien la hora?—Ya lo creo, señor. Podían pasar semanas sin que hubiera una diferencia de

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un minuto entre los dos.—Gracias, señora Hurley, gracias. Nada más —dijo Hewitt, con un punto de

exaltación. Y volviéndose a Bowyer añadió—: Tenemos que encontrar ese reloj .Y la pistola, que tampoco hemos visto. Venga, ay údeme a buscar. Mire a ver sihay algún tablón suelto.

—Lo más probable es que se los haya llevado.—La pistola puede que sí… aunque no es probable. El reloj , no. ¡Es una

prueba, amigo mío, una prueba! —Y dicho esto, Hewitt salió precipitadamentede la casa y buscó por todas partes en los alrededores.

Al cabo de un rato volvió diciendo:—No. Es más probable que esté aquí dentro. —Reflexionó un momento y

acto seguido se acercó a la chimenea y retiró la parrilla. En el lecho del hogarhabía una grieta—. ¡Miren! —exclamó, señalando con el dedo. Cogió las tenazasy levantó la piedra hasta que logró sujetarla con los dedos. Entonces tiró de ella yla dejó en el suelo de linóleo. En el hueco que había debajo aparecieron unrevólver grande y un reloj americano redondo y chapado en níquel—. ¡Mirenesto! ¡Miren! —Y se incorporó para dejar los dos objetos en la repisa de lachimenea. La tapa del reloj , de cristal, estaba hecha añicos, y en la esfera habíaun agujero. Hewitt se quedó unos segundos mirando el reloj antes de volverse aBowyer—. Señor Bowyer, hemos cometido una triste injusticia con StanleyMain. El pobre Rewse se suicidó. Ésa es la prueba irrefutable —dijo, señalando elreloj .

—¿La prueba? ¿Cómo? ¿Dónde? Eso es absurdo, amigo mío. ¡Bah! ¡Esridículo! Si Rewse se suicidó, ¿por qué se habría tomado Main tantas molestias yhabría mentido para demostrar que murió de viruela? Más aún, ¿por qué haescapado?

—Se lo explicaré enseguida. Pero primero vamos con este reloj . Recuerdeque Main puso en hora su reloj según la que marcaba el reloj del Ayuntamientode Cullanin, y que el reloj de la señora Hurley marcaba exactamente la mismahora. Eso ya lo hemos comprobado hoy mismo con mi propio reloj . El reloj dela señora Hurley sigue marcando la misma hora. Este reloj siempre marcaba lamisma hora que el de la señora Hurley. Main regresó a las dos en punto. Mirequé hora marca este reloj… la hora en que se detuvo al recibir el impacto de labala.

El reloj marcaba la una menos tres minutos.Hewitt cogió el reloj , desatornilló la tapa y la retiró rápidamente, dejando a la

vista el mecanismo.—Mire —dijo—. La bala se ha incrustado entre los dientes de las ruedas y se

ha rasgado. Las ruedas están destrozadas. El eje que soporta las manecillas estádoblado. ¡Mire! Es imposible mover las manecillas. Esa bala dio en el eje einmovilizó las manecillas en el preciso instante en que Algernon Rewse murió.

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Fíjese en el muelle principal. No ha llegado a la mitad de su recorrido. Esodemuestra que el reloj estaba funcionando cuando recibió el balazo. Main dejó aRewse vivo y sano a las nueve y media. No regresó hasta las dos… y paraentonces Rewse llevaba más de una hora muerto.

—¡Caray ! Pero, entonces, ¿a qué vienen las mentiras, el falso certificado dedefunción y la huida?

—Le contaré la historia completa, señor Bowyer, tal como creo que ocurrió.El pobre Rewse estaba, como usted mismo dijo, alicaído, completamenteabatido, creo que fueron sus palabras. Dijo usted que estaba prometido con unadama, y que la joven murió. Esto indica claramente un estado de alteraciónanímica y nerviosa. Muy bien. Está muy afligido. Necesita marcharse, cambiarde aires y de ocupación. Su íntimo amigo, Main, lo trae aquí. Las vacaciones lesientan bien al principio, pero al cabo de un tiempo se vuelven monótonas, y elabatimiento regresa. No sé si por casualidad está usted al corriente, aunque es unhecho demostrado, que cuatro de cada cinco personas que sufren melancolíatienen tendencias suicidas. Es posible que Main jamás lo sospechara, pues de locontrario no lo habría dejado solo tanto tiempo. El caso es que se quedó solo, yaprovechó la oportunidad. Le escribe una nota a Main, y una larga carta a sumadre: una carta tremenda, desgarradora, en la que ofrece una descripciónescalofriante de su sufrimiento, quizá con un barniz de fanatismo religioso,profetizando que merece el infierno en el más allá. Hecho esto, simplemente sealeja de la mesa, donde ha estado escribiendo, y se pega un tiro, de espaldas a lachimenea. Main regresa una hora más tarde. La puerta está cerrada y Rewse noabre. Da la vuelta a la casa, se asoma a mirar por la ventana de la sala de estar yquizá ve el cadáver. Empuja el cerrojo con su navaja, abre la ventana y entra.Entonces lo ve. Se queda atónito. Es una tragedia. ¿Qué va a hacer… qué puedehacer? La pobre madre de Rewse y su hermana lo adoran, y la madre ademásestá inválida… enferma del corazón. Recibir esa carta la mataría. Main quema lacarta, y también la nota dirigida a él. Entonces se le ocurre una idea. Incluso sinesa carta, la noticia de que su hijo se ha suicidado mataría a la pobre madre.¿Hay alguna manera de impedir que conozca la verdad? De que Rewse hamuerto tiene que enterarse… eso es inevitable. Pero ¿la causa de la muerte? ¿Nosería posible inventar una mentira piadosa? Y entonces cae en la cuenta de laoportunidad que se le brinda. Nadie más que él sabe lo que ha ocurrido. Esmédico y por tanto está plenamente facultado para expedir un certificado dedefunción. Además, hay una epidemia de viruela en los alrededores. ¿Qué cosamás sencilla, con algunas disposiciones adicionales, que atribuir la muerte a laviruela? Nadie se empeñaría en acercarse al cadáver de un enfermo de viruela.Decide pasar a la acción. Escribe una carta a la señora Rewse para anunciarleque su hijo ha contraído la enfermedad, y prohíbe a la señora Hurley acercarsea la casa, por miedo al contagio. Limpia el suelo —ya ve que es de linóleo y las

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manchas eran recientes—, quema la ropa, y limpia y cierra la herida. Susconocimientos médicos le asisten en cada uno de estos pasos. Esconde el reloj yla pistola debajo de la losa de la chimenea. En una palabra, actúa con graninteligencia. ¡Qué días tan terribles ha debido de pasar! En ningún momento se leocurre que ha cavado su propia tumba. Usted sospecha y se presenta aquí. Esposible que le señalara usted en tono perentorio que su comportamiento era muysospechoso. Y, entonces, un relámpago viene a revelarle que se encuentra en unasituación desesperada. Lo comprende todo. Ha destruido deliberadamente todaslas pruebas del suicidio. No queda una sola prueba de que Rewse hay a muerto demuerte natural, aparte del cadáver, y usted quería exhumarlo. En ese momentocomprende (de hecho es usted quien se lo dice) que él es el único hombre en elmundo que puede beneficiarse de la muerte de Rewse. Y resulta que el cadávertiene un disparo, y que el certificado de defunción es falso, y que ha mentido enlas cartas, y que ha contado historias a los vecinos. Ha destruido todo lo quedemuestra el suicidio. Y todo cuanto queda apunta a que se ha cometido uncrimen abyecto y que el asesino es él. ¿Le extraña que se derrumbara ydecidiera huir? ¿Qué otra cosa podía hacer el pobre hombre?

—Bueno, bueno… sí, sí —asintió Bowy er, con aire pensativo—. Parece muyverosímil, desde luego. Pero, de todos modos, piense en las probabilidades, amigomío, piense en las probabilidades.

—No se trata de probabilidades, sino de « posibilidades» . Está el reloj . Refuteeso si puede. ¿Alguna vez se ha visto mejor coartada? ¿Cómo habría podidomatar a Rewse si se encontraba a mitad de camino de Cullanin? Recuerde que laseñora Hurley lo vio volver a las dos, y que llevaba una hora atenta, y que desdedonde estaba veía casi un kilómetro de camino.

—Bueno, sí. Supongo que tiene usted razón. Y ahora ¿qué hacemos?—Conseguir que Main vuelva. Creo que para empezar deberíamos poner un

anuncio en los periódicos. Decir: « Se ha demostrado que el señor Rewse murióuna hora antes de que usted regresara. Todo está aclarado. Se precisa sutestimonio» , o algo por el estilo. Hay que poner en marcha la maquinaria. Lapolicía ya lo está buscando, sin duda. Mientras tanto, y o me quedaré aquí.

El anuncio dio sus frutos en el plazo de dos días. De hecho, Main diría mástarde que a esas alturas, una vez superado el pánico, estaba sopesando si no seríamejor regresar y afrontar la situación, puesto que estaba seguro de su inocencia.No se atrevía a ir a casa a por dinero, y tampoco al banco, por miedo a que lodetuvieran. Vio el anuncio por casualidad, cuando buscaba en el periódico algunanoticia del caso, y entonces tomó la decisión. Sus explicaciones fueronexactamente las que Hewitt esperaba. En lo único que pensó, hasta que recibió lavisita de Bowyer, fue en destruir las pruebas y ahorrar un disgusto tan grande a laseñora Rewse y a su hija, sin reparar en lo peligroso de su situación hasta queBowy er se lo expuso a las claras. Los acontecimientos posteriores demostraron

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que sus temores por la señora Rewse estaban bien fundados, pues la pobre mujerno sobrevivió a su hijo más que un mes.

Estos hechos ocurrieron hace y a algún tiempo, tal como demuestra lacircunstancia de que la señorita Rewse es, desde hace casi tres años, la señora deStanley Main.

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George R. Sims

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George Robert Sims (1847-1922) nació en Kennington, Londres, hijo de unpróspero comerciante y de Louisa Amelia Ann Stevenson Sims, presidenta de laWomen’s Provident League. Sims empezó su carrera literaria como escritorsatírico en Fun (la revista rival de Punch), junto a William S. Gilbert y AmbroseBierce, y se convirtió con el tiempo en uno de los periodistas más apreciados dela época, capaz de combinar columnas humorísticas con la defensa de causassociales. Novelista de gran éxito, dramaturgo y activista, intervino, al igual queConan Doy le, en varios asuntos judiciales de la época e impulsó el movimientoque dio lugar en 1907 al Tribunal de Apelación. A Sims le interesaba la psicologíacriminal y disfrutaba comentando los sucesos en el Club Crimes de ArthurLambton junto a Max Pemberton, Conan Doy le y Churton Collins. Leobsesionaban los asesinatos de Jack el Destripador, de los que llegó a sersospechoso por unos días. Su contribución a la literatura detectivesca fue pequeñaen el conjunto de su enorme producción, pero dejó su huella con la creación deDorcas Dene.

« El hombre de ojos dementes» (« The Man With the Wild Eyes» ) formaparte de la colecciónDorcas Dene, Detective: Her Life and Adventures (1897).Dorcas Dene es una detective profesional, antigua actriz, capaz de seguir eidentificar pistas, hacer deducciones rigurosas y disfrazarse convincentemente.Excepto en el uso de la fuerza física, rivaliza en todo con Sherlock Holmes. Tienetambién un cronista admirador, dispuesto a acompañarla y asistirla, en este casoun antiguo empresario teatral. En el relato aquí elegido, muy bien construido, nosolo asistimos a un despliegue de sus habilidades detectivescas, sino que en él setransparenta, tras la crónica minuciosa de la investigación y mediante poderosasimágenes asociadas al agua, la intensidad alucinada de una historia de amor.

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El hombre de ojos dementes

(1897)

Cuando conocí a Dorcas Dene, su nombre era Dorcas Lester. Vino a verme conuna carta de recomendación de un agente teatral, para solicitar un pequeño papelen la obra que en ese momento estábamos ensay ando en un teatro del West End.

Era completamente desconocida en la profesión. Dijo que quería ser actriz yme pidió una oportunidad. Le ofrecí un papel de criada, que constaba apenas deun par de frases. Las dijo de maravilla y se quedó en el teatro alrededor de docemeses. Nunca pasó de interpretar « papeles menores» , pero su actuación erasiempre magnífica.

Su último papel fue el de una vieja arpía. Nos sorprendió a todos que eligieraeste personaje, pues era joven y guapa, y las actrices jóvenes y guapas por logeneral quieren sacar el máximo partido a su físico.

Dorcas Lester cosechó un éxito formidable en su papel de arpía. Aunque soloaparecía en escena diez minutos en el primer acto y cinco minutos en el segundo,todo el mundo elogió su interpretación realista y bien trabajada.

Nos dejó cuando la obra aún seguía en cartel, y pensé que se había casado yhabía abandonado la profesión.

Transcurrieron ocho años hasta que volví a verla. Tenía asuntos que tratar conun conocido abogado del West End. El pasante, crey endo que su jefe estaba asolas, me hizo pasar al despacho. Sorprendimos al señor… en rigurosaconversación con una dama. Pedí disculpas.

—No se preocupe —dijo el abogado—. La señora ya se marchaba. —Y laseñora en cuestión, captando la indirecta, se levantó y salió del despacho.

Me fijé en ella cuando pasó a mi lado, pues no se había cubierto con el velo,y sus rasgos me resultaron familiares.

—¿Sabe quién era? —preguntó el abogado en tono misterioso, después de quela puerta se cerrara.

—No lo sé, pero creo que la he visto en alguna parte. ¿Quién es?—Esa mujer, mi querido amigo, es Dorcas Dene, la famosa detective. Quizá

no hay a oído usted hablar de ella, pero goza de una excelente reputación entre losabogados y la policía.

—¡Vaya! ¿Es detective privado o pertenece al departamento de investigacióncriminal?

—No ocupa ningún puesto oficial —contestó mi amigo—. Trabajaenteramente por su cuenta. Ha participado en algunos de los casos más notablesdel momento, casos que a veces llegan a los tribunales, aunque con mayor

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frecuencia se resuelven en el despacho de un abogado.—Si no es indiscreción, ¿qué está haciendo para usted? Usted no es penalista.—No. No soy más que un anticuado y rutinario abogado de familia, pero

justo en este momento estoy llevando un caso muy curioso. No le revelo ningúnsecreto profesional si le cuento que el joven lord Helsham, que ha alcanzadorecientemente la mayoría de edad, ha desaparecido en extrañas circunstancias.Ya se ha hablado del suceso con pelos y señales en la columna de cotilleos de laspáginas de sociedad. Su madre, lady Helsham, que es cliente mía, ha venido averme en un completo estado de angustia. Está convencida de que su hijo estávivo y que se encuentra bien. La pobre mujer cree que es un caso de cherchez lafemme, y teme desesperadamente que su hijo, acaso embaucado por alguna

mujer sin principios, pueda verse inducido a contraer una mésalliance[35]

desastrosa. Es la única explicación que encuentra para un comportamiento taninsólito.

—Y esta famosa detective que acaba de salir ¿es la encargada de resolver elmisterio?

—Sí. Todas nuestras pesquisas han resultado infructuosas, y ayer decidíconfiarle el caso, porque lady Helsham no desea ponerlo en conocimiento de lapolicía. Le preocupa que el escándalo se haga público. Dorcas Dene está alcorriente de todos los detalles, y ahora mismo ha ido a ver a lady Helsham.Bueno, mi querido amigo, ¿qué puedo hacer por usted?

El asunto que a mí me llevaba hasta allí era una menudencia. No tardamos endiscutirlo y acordarlo, y mi amigo me invitó a comer con él en un restaurantecercano. Después de la comida lo acompañé paseando hasta la puerta deldespacho. Cuando nos acercábamos, un coche se detuvo en la entrada y de élbajó una dama.

—¡Por Júpiter! —exclamé—. Es su joven detective, otra vez.La mujer nos había visto y salió a nuestro encuentro.—Disculpe —le dijo a mi amigo—. Necesito hablar con usted un momento.Hubo algo en su voz que llamó mi atención, y de pronto recordé de qué la

conocía.—Perdone, ¿no somos viejos amigos? —dije.—Claro que sí —contestó con una sonrisa—. Lo reconocí nada más verlo,

pero pensé que se habría olvidado de mí. He cambiado mucho desde que dejé elteatro.

—Ha cambiado de nombre y de profesión, pero apenas de aspecto… Tendríaque haberla reconocido al momento. ¿Puedo esperarla mientras discute usted susasuntos con el señor …? Me gustaría mucho que habláramos de los viejostiempos.

Dorcas Lester, o mejor dicho Dorcas Dene, como ahora debo llamarla,asintió con la cabeza, y la esperé cerca de un cuarto de hora, fumando y

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paseando calle arriba, calle abajo.—Siento haberle hecho esperar tanto —dijo con amabilidad—. Si quiere

hablar conmigo, tendrá que acompañarme a casa. Le presentaré a mi marido.No tema usted ser un estorbo, porque lo cierto es que nada más verlo me dije quepodría serme de gran utilidad.

Levantó su sombrilla para detener un taxi y, antes de que pudiera evaluar lasituación, íbamos camino del bosque de St. John.

Dorcas Dene me hizo algunas confidencias en el tray ecto. Me contó quehabía abandonado el teatro porque su padre, que era artista, murió de repente,dejándolas a su madre y a ella con poco más que unos cuadros imposibles devender.

—¡Pobre papá! —se lamentó—. Era muy inteligente y nos queríamuchísimo, pero siguió siendo un niño hasta el último día. Cuando las cosas leiban bien, se gastaba todo lo que ganaba y disfrutaba de la vida. Cuando le ibanmal, hacía cuentas e iba a la casa de empeños. Le parecía muy divertido. Unavez quiso invitarnos a cenar en el Café Royal y después al teatro, y otras vecesnos enseñaba a vivir con lo mínimo, como hacía él cuando vivía en París, en elQuartier Latin, y se preparaba la comida en un hornillo que tenía en su estudio.

» Pues bien, cuando murió mi padre, empecé a trabajar en el teatro, y alfinal, me atrevería a decir que usted lo recuerda, ganaba dos guineas a lasemana. Con eso vivíamos mi madre y y o, en dos habitaciones de St. Paul’sRoad, en Candem Town.

» Entonces un joven artista, Paul Dene, que era amigo de la familia y venía aver a mi padre a todas horas cuando éste aún vivía, se enamoró de mí. Habíaprosperado muy deprisa en la profesión y ganaba bastante dinero. No teníaparientes, contaba con una renta de setecientas u ochocientas libras anuales yexpectativas de ganar mucho más. Paul me pidió que me casara con él, y yoacepté. Insistió en que dejara el teatro. Dijo que buscaría una casa agradable,que mi madre vendría a vivir con nosotros y que todos seríamos felices.

» Alquilamos la casa a la que vamos ahora, una casita muy linda, con unjardín precioso, en Elm Tree Road, y fuimos muy felices los dos primeros años.Entonces nos ocurrió una desgracia. Paul tuvo una enfermedad y se quedó ciego.Nunca podría volver a pintar.

» Cuidé de él hasta que recuperó la salud y entonces vi que los intereses deldinero que habíamos ahorrado apenas alcanzaban para pagar el alquiler de lacasa. Yo no quería romper nuestra familia. No sabía qué hacer. Pensé en volveral teatro y casi estaba decidida a intentarlo cuando la casualidad eligió mi futuroy me ofreció la oportunidad de ganarme la vida con una profesióncompletamente distinta.

» Nuestro vecino, el señor Johnson, era un jefe de policía retirado. Desde lafecha de su jubilación dirigía una agencia de detectives para los miembros de la

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alta sociedad, en colaboración con un prestigioso bufete de abogados que seocupa de asuntos delicados y por lo visto guarda los secretos de la mitad de laaristocracia.

» Teníamos mucho trato con el señor Johnson, y no había nada que agradasemás a Paul, en nuestras noches tranquilas, que charlar y fumar una pipa connuestro jovial y bondadoso vecino y antiguo jefe de policía. En más de unaocasión nos quedábamos mi marido y yo junto al fuego hasta altas horas de lamadrugada, escuchando las pintorescas historias de crímenes y misterios quenuestro buen amigo nos contaba. Nos fascinaba seguir el curso lento y cautelosocon que el señor Johnson, que parecía un alegre capitán de barco más que undetective, nos invitaba a adentrarnos por el laberinto de Hampton Court[36], encuyo centro se escondía la verdad que era su cometido descubrir.

» Debía de apreciar mucho la opinión de Paul, porque, al cabo de algúntiempo, venía a hablar con él de los casos que tenía entre manos, sin mencionarningún nombre, claro está, cuando se trataba de un asunto confidencial, y más deuna vez resultó que la visión que Paul tenía del misterio era la acertada. A raíz deesta frecuente relación con un detective privado empezamos a interesarnos porsu trabajo y, cuando los periódicos se hicieron eco de un caso muy importante,que al parecer traía de cabeza a Scotland Yard, Paul y y o lo discutimos yelaboramos nuestras propias teorías.

» Cuando mi querido Paul perdió la vista, el señor Johnson, que era viudo,venía de visita siempre que estaba en casa (sus casos a veces lo obligaban a pasarvarias semanas seguidas fuera de Londres) y trataba de animarlo con el últimoamorío o el último escándalo en el que se había visto envuelto.

» En aquellas ocasiones, mi madre, que es una mujer encantadora, aunquesencilla y chapada a la antigua, siempre daba un pretexto para no estar presente.Decía que las historias del señor Johnson le ponían los pelos de punta. Prontoempezó a creer que todas las personas a las que conocía ocultaban una culpasecreta y que el mundo era una enorme cámara de los horrores repleta de seresvivos en lugar de figuras de cera como las del museo de Madame Tussaud.

» Le hablé al señor Johnson de nuestra situación cuando vi que necesitaba unempleo para complementar las cien libras anuales que nos reportaban los ahorrosde Paul, y coincidió conmigo en que el teatro era la mejor salida.

» Una mañana decidí presentarme en una agencia. Me puse mi mejor vestidoy me miré con miedo en el espejo. Temía que las preocupaciones y la tensión,tras la larga enfermedad de mi marido, hubiesen dejado huella en mis faccionesy rebajado mi “valor de mercado” a los ojos de un empresario.

» Me esmeré tanto en arreglarme y me concentré tanto en mi objetivo quecuando quedé satisfecha fui corriendo a la sala de estar y, sin pensarlo, le dije ami marido:

» —¡Voy a salir! ¿Qué tal estoy?

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» Mi pobre Paul volvió hacia mí sus ojos ciegos, y le temblaron los labios. Alinstante comprendí mi descuido. Lo abracé, lo besé y, con los ojos llenos delágrimas, salí corriendo al jardín. Cuando abrí la puerta, el señor Johnson estaba apunto de llamar.

» —¿Adónde va? —preguntó.» —A la agencia de artistas, a ver si encuentro trabajo.» —Vuelva, quiero hablar con usted.» Entramos en casa y pasamos al comedor, que estaba vacío.» —¿Cómo cree que le iría en el teatro? —dijo.» —Bueno, si tengo suerte, podré ganar lo mismo que antes: dos guineas a la

semana.» —En ese caso, olvídese del teatro por el momento y le ofreceré algo con lo

que ganará mucho más. Tengo entre manos un caso para el que necesito laay uda de una dama. La mujer que trabajaba conmigo los dos últimos años hacometido la estupidez de casarse, con las consabidas consecuencias, y estoy enun aprieto.

» —¿Quiere… quiere usted que haga de detective? ¿Que vigile a la gente? —pregunté boquiabierta—. No sería capaz.

» —Mi querida señora Dene —dijo amablemente—, les respeto demasiado, austed y a su marido, para ofrecerle un trabajo que pudiera causarle ningúnmotivo de temor. Quiero que me ayude a rescatar a un desgraciado a quien estánchantajeando de una manera tan brutal que ha abandonado a su desconsoladamujer y a sus pobres hijos. Le aseguro que se trata de una transacción comercialen la que incluso un ángel podría participar sin mancharse las alas.

» —Pero ¡yo no soy lista para… esas cosas!» —Es usted más lista de lo que se imagina. Tengo una excelente opinión de

usted y creo que está cualificada para este trabajo. Tiene usted un gran sentidocomún, es muy observadora y ha sido actriz. Verá, la familia de la mujer es rica,y recibiré una suma importante si consigo salvar al pobre hombre y devolverlo acasa. Puedo ofrecerle una guinea al día, gastos aparte, y únicamente tendrá quehacer lo que y o le indique.

» Lo pensé bien y acepté el trato con una condición. Quería probar qué tal medesenvolvía antes de decirle nada a Paul. Si resultaba que el trabajo de detectiveme repugnaba, si me veía obligada a sacrificar mis instintos femeninos,renunciaría, sin que mi marido supiera jamás lo que había hecho.

» El señor Johnson se mostró de acuerdo y fuimos juntos a su oficina.» Así fue como me convertí en detective. Comprobé que el trabajo me

interesaba y que no era tan torpe como suponía. Tuve éxito en esta primeramisión, y el señor Johnson insistió en que siguiera trabajando con él, hasta quecon el tiempo nos hicimos socios. Hace un año, cuando se retiró, me recomendóa todos sus clientes, y ahora, y a ve usted, soy una detective profesional.

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—Y una de las mejores de Inglaterra —asentí, con una reverencia—. Miamigo, el señor …, me ha hablado de su excelente reputación.

Dorcas Dene sonrió.—Mi reputación es lo de menos —dijo—. Ya hemos llegado a casa. Pase y le

presentaré a mi marido, a mi madre y a Toddlekins.—¿A Toddlekins? Supongo que será el bebé.Una sombra veló el hermoso rostro de Dorcas Dene, y vi que sus ojos grises

se humedecían.—No, no tenemos hijos. Toddlekins es un perro.

Me convertí en visitante asiduo de Elm Tree Road. Sentía una granadmiración por la valiente mujer que, al quedar ciego su marido artista yensombrecerse el futuro para ambos, tuvo el valor de emplear sus dotes yaprovechar sus oportunidades para abrirse camino noblemente en una profesiónque, además de dura y agotadora para una mujer, no estaba exenta de gravespeligros personales.

Dorcas Dene siempre se alegraba de verme, por el bien que le hacía a sumarido.

—Paul le ha cogido un aprecio inmenso —me dijo una tarde— y confío enque pueda usted venir a pasar unas horas con él siempre que le sea posible. Mitrabajo me obliga a estar mucho tiempo fuera de casa. Paul no puede leer, y mimadre, con la mejor intención del mundo, no es capaz de hablar con él más decinco minutos sin sacarlo de quicio. Tiene una visión de la vida tremendamentepráctica y, según Paul, « abrasiva» para un temperamento artístico y soñadorcomo el suyo.

Yo disponía de tiempo libre en abundancia, así que tomé por costumbre ir porallí dos o tres veces por semana a fumar una pipa y charlar con Paul. Suconversación era siempre interesante, y la entereza con que sobrellevaba sudolorosa situación conquistó mi corazón. No me avergüenza confesar que misfrecuentes visitas a Elm Tree Road tenían también mucho que ver con el deseode pasar un rato con Dorcas Dene y saber más de sus extrañas aventuras yexperiencias.

Desde el momento en que vio que su marido valoraba mi compañía, empezóa tratarme como a uno más de la familia y, cuando tenía la fortuna deencontrarla en casa, hablaba de sus asuntos profesionales en mi presencia sinninguna clase de tapujos. Yo le agradecía esta confianza, y en alguna ocasiónpude ayudarla en circunstancias en las que una presencia masculinarepresentaba una ventaja para ella. En una de estas oportunidades me referí a mímismo como su « ayudante» , en broma, y desde ese día todos empezaron allamarme así. El placer que me procuraba esta asociación profesional conDorcas Dene tenía un único inconveniente. Comprendí que me sería imposible

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resistir la tentación de contar mis experiencias.—¿No teme que el ayudante pueda revelar un día los secretos profesionales

de su jefa? —le pregunté.—En absoluto —dijo Dorcas. Todo el mundo la llamaba Dorcas, y también

yo tomé esta costumbre al ver que tanto ella como su marido lo preferían al másformal « señora Dene» —. Estoy segura de que no será usted capaz de resistir latentación.

—Y ¿eso no le preocupa?—Claro que no, con la condición de que utilice la información de manera que

no se pueda identificar a ninguna de las personas concernidas.Esto me quitó un gran peso de encima y avivó más que nunca mis ganas de

demostrar que era un ayudante digno de aquella mujer encantadora que mehonraba con su confianza.

Una noche, cuando estábamos en la sala de estar, después de cenar, la señoraLester se puso a hojear con desprecio la última edición de la revista The Tatler yse preguntó en voz alta adónde se proponían llegar las jóvenes de hoy. Paulestaba fumando su pipa de brezo, su inseparable compañera en el estudio en lostiempos en los que aún podía pintar, el pobrecillo, y Dorcas se había tumbado enel sofá. Toddlekins, hecho un ovillo a su lado, roncaba suavemente a la manerapropia de su especie.

Dorcas había tenido una semana dura y llena de emociones, y no tuvoreparos en reconocer que se sentía algo cansada. Acababa de rescatar a unadama de fortuna de las garras de un aventurero ruso sin escrúpulos, y habíalogrado impedir el matrimonio casi en el mismo altar, con la oportuna exhibiciónde los antecedentes del novio, a los que tuvo acceso con ayuda del jefe de labrigada de detectives de Francia. Este caballero le debía un favor. Poco antes,Dorcas había emprendido una delicada investigación para el chef de la Sûreté, enla que se vio envuelto el hijo de una de las familias más nobles de Francia, y suintervención logró cortar de raíz un escándalo que habría sido la comidilla de losbulevares por espacio de un mes entero.

Paul y yo hablábamos en voz baja, porque la respiración acompasada deDorcas nos indicó que se había quedado dormida.

De repente, Toddlekins abrió los ojos y soltó un gruñido. Había oído lacampana de la puerta principal.

Momentos después la criada entraba a entregar una tarjeta a su señora, quese incorporó en el sofá con los ojos aún medio cerrados.

—El caballero dice que tiene que verla sin falta, por un asunto de la mayorimportancia.

Dorcas miró la tarjeta y le dijo a la criada:—Acompaña al caballero al comedor y dile que enseguida estoy con él.

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Se acercó a mirarse en el espejo y borró de sus párpados las huellas de lareciente siestecita.

—¿Lo conoce de algo? —preguntó, pasándome la tarjeta.—Coronel Hargreaves, Orley Park, Godalming —leí. Negué con la cabeza, y

Dorcas, dejando escapar un suspiro, fue a ver al visitante.Al cabo de unos minutos sonó la campana del comedor, y momentos después

la criada entró en la sala de estar.—Señor —me dijo—, la señora le pide que tenga la bondad de pasar a la sala

de estar.Me sorprendió encontrar allí a un caballero entrado en años y de aspecto

marcial, inconsciente en una butaca, y a Dorcas inclinada sobre él.—Creo que solo es un desmayo pasajero —dijo—. Está muy nervioso y muy

alterado. Quédese con él mientras voy a buscar un poco de brandy. Será mejorque le afloje el cuello de la camisa. ¿O cree que deberíamos avisar al médico?

—No, no parece nada grave —dije, tras echar una rápida ojeada alcaballero.

Empecé a aflojarle el cuello de la camisa en cuanto salió Dorcas, y elcoronel enseguida lanzó un hondo suspiro y abrió los ojos.

—Ya está mejor —dije—. No se preocupe, no pasa nada.El coronel miró un momento por todo el comedor, desconcertado.—Yo… y o… ¿Dónde está la señora?—Enseguida viene. Ha ido a buscar un poco de brandy.—Ya me encuentro bien, gracias. Supongo que habrá sido el ajetreo del día.

Vengo de viaje, no he comido nada y estoy muy preocupado. Le aseguro queesto no me suele pasar.

Dorcas volvió con el brandy. El coronel se animó nada más verla. Cogió lacopa que le ofrecía y la vació de un trago.

—Ya me encuentro bien —repitió—. Por favor, permítame que continúe conmi historia. Confío en que pueda usted aceptar el caso de inmediato. Veamos…¿por dónde iba?

Me miró de soslayo, con gesto incómodo.—Puede hablar sin reservas delante de este caballero —dijo Dorcas—. Tal

vez pueda ayudarnos, si quiere usted que lo acompañe ahora mismo a OrleyPark. Hasta ahora me ha contado que su hija, que tiene veinticinco años y vivecon usted, apareció anoche en la orilla del lago de su finca, con la mitad delcuerpo fuera del agua y la otra mitad dentro. Había perdido el conocimiento y lallevaron a casa para acostarla. Usted estaba en Londres en ese momento yregresó a Orley Park esta mañana tras recibir un telegrama. Hasta ahí habíamosllegado antes de que se sintiera indispuesto.

—¡Sí… sí! —exclamó el coronel—, pero y a me encuentro perfectamente.Cuando llegué a casa esta mañana, poco antes de mediodía, me tranquilizó ver

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que Maud, que así se llama mi pobre hija, estaba consciente y que el médicohabía dejado una nota en la que me decía que no me preocupase y prometíapasar a verme a primera hora de la tarde.

» Subí directamente a la habitación de mi hija, y la encontré muy débil yabatida, como es natural. Le pregunté qué había ocurrido, porque no lo entendía,y me dijo que salió a pasear después de la cena y que debió de marearse y caeren la orilla del lago.

—¿Es un lago profundo? —preguntó Dorcas.—En el centro sí, pero no en la orilla. Es relativamente grande y tiene una

pequeña isla con aves acuáticas. Vamos en barca hasta allí.—Probablemente fue un desmayo repentino, como usted mismo acaba de

decir. Seguramente le ocurre con cierta frecuencia.—No, es una muchacha fuerte y sana.—Disculpe que le hay a interrumpido —dijo Dorcas—. Continúe, por favor.

En realidad creo que hay algo más que un desmayo repentino detrás de esteincidente; de lo contrario no habría venido usted a contratar mis servicios.

—Hay mucho más —asintió el coronel Hargreaves, atusándose el bigote griscon gesto nervioso—. Dejé a mi hija en la cama, profundamente agradecido a laProvidencia por haberla salvado de una muerte tan atroz, pero el médico me diomás tarde una información que me alarmó mucho y me llenó de inquietud.

—¿No creía que se tratase de un desmayo repentino? —preguntó Dorcas, queobservaba atentamente al coronel.

El coronel reaccionó con asombro.—No sé cómo lo ha adivinado, pero su suposición es cierta —dijo—. El

médico me explicó que Maud le había contado lo mismo que a mí: que de prontose había mareado y se había caído al agua. Sin embargo, observó que teníaheridas en el cuello y en las muñecas.

» Al principio no capté lo que quería decir, y respondí que se habría hecho lasheridas al caer.

» El médico negó con la cabeza y me aseguró que, según su experiencia,ningún accidente explicaba aquellas marcas. Las del cuello indicaban que lahabían atacado y habían tratado de estrangularla; y las de las muñecas, que lahabían inmovilizado con violencia.

Dorcas Dene, que hasta entonces había escuchado sin dar muestras dedemasiado interés, se inclinó hacia delante al oír esta extraordinaria revelación.

—Comprendo —dijo—. Su hija le ha contado que se cayó al lago, mientrasque el médico asegura que no ha dicho la verdad. Alguien la arrastró o la empujódespués de atacarla.

—¡Sí!—Y ¿qué dijo ella cuando usted volvió a preguntarle tras conocer esta

información?

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—Se alteró mucho y rompió a llorar. Cuando aludí a las marcas en el cuello,que empezaban a ser más visibles, reconoció que se había inventado el cuento deldesmay o para no preocuparme. Entonces dijo que la atacó un vagabundo que sehabía colado en la finca: intentó robarle y, en el forcejeo, que ocurrió cerca de laorilla del lago, la tiró al suelo y escapó corriendo.

—Y ¿usted acepta esa explicación? —preguntó Dorcas, mirando fijamente alcoronel.

—¿Cómo voy a aceptarla? ¿Por qué querría mi hija proteger a un vagabundo?¿Por qué le mintió al médico? El impulso natural de una mujer aterrorizada,cuando la rescatan de una muerte terrible, sería describir al agresor para que lobuscasen y lo llevasen ante la justicia.

—Y la policía ¿ha averiguado algo? ¿Saben si anoche se vio a alguna personasospechosa por los alrededores?

—No he hablado con la policía. Discutí el asunto con el médico. Cree que si lapolicía empieza a investigar, el caso pasará a ser de dominio público y en todaspartes se sabrá que la historia de mi hija, que ya circula por todo el vecindario,era falsa. Pero todo es tan misterioso y tan inquietante que no podía dejar lascosas tal como están. Ha sido el médico quien me aconsejó que viniera a verlapara emprender una investigación privada.

—No necesitaría usted contratar a nadie si pudiera persuadir a su hija de quecuente la verdad. ¿Lo ha intentado?

—Sí, pero insiste en que fue un vagabundo y dice que se inventó la historia deldesmay o, hasta que las heridas la traicionaron, para que yo me preocupara lomenos posible.

Dorcas Dene se levantó.—¿A qué hora sale el último tren para Godalming? —preguntó.—Dentro de una hora —contestó el coronel, mirando su reloj—. Un carruaje

nos estará esperando en la estación para llevarnos a Orley Court. Quiero que sequede usted allí hasta que hay a descubierto la clave del misterio.

—No —dijo Dorcas, tras reflexionar un momento—. Esta noche no podréhacer nada, y si me presento con usted, daríamos que hablar a la servidumbre.Vuelva usted. Llame al médico. Dígale que su paciente precisa cuidadosconstantes durante los próximos días y que para ello llegará una enfermera deLondres. La enfermera estará allí mañana, alrededor del mediodía.

—Y usted —preguntó el coronel—, ¿no piensa venir?—Claro que sí —dijo Dorcas, con una sonrisa—. Yo seré la enfermera.El coronel se puso en pie.—Si logra usted descubrir la verdad y decirme lo que mi hija me está

ocultando, le estaré eternamente agradecido —dijo—. La espero mañana amediodía.

—Mañana a mediodía recibirá usted a la enfermera que el médico ha

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enviado. Buenas noches.Acompañé al coronel Hargreaves hasta la cancela del jardín.Cuando volví a la casa, Dorcas me esperaba en el vestíbulo.—¿Tiene usted algo que hacer los próximos días? —preguntó.—No, prácticamente nada.—Entonces, venga conmigo mañana a Godalming. Será usted un artista, y le

conseguiré un permiso para dibujar ese lago mientras yo cuido de mi paciente.

Eran más de las doce de la mañana cuando el calesín que nos llevó desde laestación se detuvo ante las verjas de Orley Park y la mujer del guarda nos dejópasar.

—Supongo que es usted la enfermera de la señorita Maud —dijo, fijándoseen el pulcro uniforme de Dorcas.

—Sí.—El coronel y el médico la esperan en la casa, señorita. Espero que no sea

nada grave lo de la pobre señorita.—Yo también lo espero —dijo Dorcas, con una amable sonrisa.En pocos momentos llegamos a la puerta de una pintoresca mansión

isabelina. El coronel, que nos había visto llegar desde la ventana, ya estabaesperándonos en las escaleras para hacernos pasar a la biblioteca.

Dorcas explicó mi presencia con pocas palabras. Yo era su ayudante, y conmi ay uda podría hacer todas las indagaciones necesarias en el vecindario.

—Para todo el mundo, el señor Saxon será un artista a quien usted ha dadopermiso para dibujar la casa y la finca. Creo que eso será lo mejor.

El coronel me prometió plena libertad de movimientos por sus terrenos, acualquier hora, y decidimos que me alojaría en una agradable posada, a mediokilómetro de la residencia. Dorcas me había dado instrucciones detalladas en elcamino, así que sabía exactamente lo que tenía que hacer, y me despedí de ellahasta esa noche, cuando quedamos en que pasaría a verla.

El médico entró en la biblioteca para acompañar a la enfermera hasta lacama de su paciente y yo me marché a cumplir mi misión.

En El Damero, como se llamaba la posada, en cuanto se supo que yo era unartista y tenía permiso para dibujar los terrenos de Orley Park, la casera empezóa hablarme del accidente que había estado a punto de costar la vida a la señoritaHargreaves.

La historia del desmayo repentino, la única que había circulado, se daba porbuena en todas partes.

—Ese lago es muy solitario, y de noche no pasa nadie por allí, ¿sabe usted?Fue un milagro que encontraran tan pronto a la pobre señorita.

—¿Quién la encontró? —pregunté.—Uno de los jardineros, que vive en la finca. Había venido a Godalming esa

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tarde, y volvía a casa por la orilla del lago.—¿A qué hora?—Cerca de las diez. Menos mal que la vio, porque faltaba menos de una hora

para que anocheciera, y no había luna.—Y ¿qué pensó al verla?—Bueno, la verdad es que al principio pensó que se trataba de un suicidio, que

la señorita no había sido capaz de llegar hasta el final y en algún momento perdióel conocimiento.

—Claro —asentí—. No se lo ocurrió que pudiera tratarse de un asesinato,porque nadie podía entrar en la finca a esa hora de la noche sin pasar por lasverjas.

—Bueno, hay un sitio por el que sí se puede entrar, pero para eso hay queconocer a los perros o ir con alguien que los conozca. Tienen una pareja demastines para proteger la finca, y ningún desconocido se atrevería a entrar porahí si oyese ladrar a los perros. Es una cancela lateral, por la que entra y sale lafamilia, señor.

—Y ¿sabe usted si esa noche los perros ladraron?—Pues sí —dijo la casera—. Ahora que lo pienso, el señor Peters, que es el

guarda, los oyó ladrar, pero enseguida se callaron, así que no le dio importancia.Esa misma tarde decidí dibujar el pabellón del guarda. El señor Peters estaba

en casa, y el permiso del coronel me garantizó su simpatía de inmediato. Sumujer le había hablado del caballero que había llegado con la enfermera, y leexpliqué que, al no haber más que un calesín en la estación, cuando supimos queíbamos al mismo destino, la enfermera tuvo la amabilidad de ofrecerme unasiento en el vehículo.

Hice en mi cuaderno unos cuantos bocetos y algún dibujo a lápiz algo máselaborado, y le dije al señor Peters que eran simples apuntes, para disimular elresultado amateur de mis esfuerzos y conseguir que se quedara chismorreandoconmigo sobre el « accidente» de la señorita.

Me referí a los ladridos que oyó esa noche, según me había contado la dueñade la posada.

—Sí, pero enseguida se callaron —dijo.—¿Quizá un desconocido pasó por delante de la verja?—Es muy probable, señor. Al principio me asusté un poco, pero al ver que se

tranquilizaban pensé que no había de qué preocuparse.—¿Por qué se asustó?—Bueno, esa tarde un hombre muy extraño estuvo merodeando por aquí. Mi

mujer lo vio espiando entre las verjas, alrededor de las siete.—¿Un vagabundo?—No, parecía un caballero, pero mi mujer se asustó. Dice que tenía ojos de

demente, aunque se expresaba a la perfección. Ella le preguntó qué quería y el

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desconocido quiso saber cómo se llamaba la mansión y quién vivía aquí. Mimujer le dijo que el nombre de la finca era Orley Park y que en ella vivía elcoronel Hargreaves. El hombre le dio las gracias y se marchó. Quizá fuera unturista, señor, o un artista, como usted.

—Habrá venido a estudiar la belleza de los alrededores.—No. Cuando lo conté en el pueblo, al día siguiente, me dijeron que había

llegado en el tren esa misma tarde. Los mozos de estación se fijaron en él.También a ellos les pareció muy raro.

Terminé mi boceto y le pedí al señor Peters que me acompañara al lugar delaccidente. El lago era grande y se correspondía con la descripción que habíadado el coronel.

—Ahí encontraron a la señorita —dijo Peters—. Como verá, hay pocaprofundidad, y tenía la cabeza fuera del agua.

—Gracias. Qué bonita es esa isla que hay en el centro. Voy a dibujarlamientras fumo una pipa. No quiero robarle más tiempo.

El guarda se retiró, y entonces, siguiendo las instrucciones de Dorcas Dene,examiné atentamente el terreno.

En el barro de la orilla, cerca del punto donde la señorita Hargreaves habíareconocido que se produjo el forcejeo, se apreciaban claramente las huellas deunas botas con tachuelas. Podían ser del vagabundo o podían ser del jardinero; notenía y o la destreza suficiente en el arte de las huellas para determinarlo. Habíarecabado, sin embargo, no poca información y, a las siete, fui a la casa ypregunté por el coronel.

No tenía nada que hablar con él, aparte de pedirle que avisara a Dorcas Denede mi llegada. En pocos minutos apareció Dorcas, con su sombrero y su capa.

—Voy a dar un paseo mientras haya luz —dijo—. Venga conmigo.En cuanto salimos de la casa le conté a Dorcas lo que había averiguado, y al

instante quiso ir a la orilla del lago.Examinó a fondo el lugar del accidente y señaló las huellas de las botas con

tachuelas.—Sí, es probable que sean del jardinero… Yo estoy buscando otras.—¿De quién?—Éstas —dijo, agachándose de pronto y señalando una serie de impresiones

en el fango—. Fíjese: éstas son pisadas de mujer, y al lado hay unas másgrandes… Aquí se acercan… Aquí se alejan… Y aquí se cruzan. ¿Ve algoespecial en estas huellas?

—No… aparte de que no tienen tachuelas.—Exacto: las huellas son pequeñas, pero más grandes que las de la señorita

Hargreaves. La pisada es elegante. ¿Ve que las puntas están rectas y el talón esestrecho? Un vagabundo no llevaría ese calzado. ¿Dónde dice usted que la señoraPeters vio a ese caballero tan extraño?

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—Espiando entre las verjas de la finca.—Vayamos allí.La señora Peters salió y nos abrió las verjas.—Hace una tarde preciosa —dijo Dorcas—. ¿Está muy lejos el pueblo?—A tres kilómetros y medio, señorita.—Eso es demasiado para ir ahora.Sacó el monedero y escogió unas monedas.—¿Me haría el favor de enviar a alguien mañana a primera hora y pedirle

que compre un frasco de esencia de violeta en la farmacia? Es la fragancia quellevo siempre, y he venido sin ella.

Estaba a punto de darle el dinero a la señora Peters cuando se le cayó elmonedero y las monedas salieron rodando por el camino.

Las recogimos casi todas, pero Dorcas dijo que le faltaba medio soberano.Estuvo un cuarto de hora buscando por todas partes el medio soberano delante delas verjas, y la ayudé en la búsqueda. Pasó diez minutos escudriñando una zonaconcreta, junto a la verja derecha, donde la tierra del camino estaba muypisoteada.

De repente dijo que lo había encontrado, se llevó una mano al bolsillo y le dioa la señora Peters una moneda de cinco chelines para el perfume. Con un gestome indicó que la siguiera, y echamos a andar por la carretera.

—¿Cómo es que se le ha caído el monedero? ¿Está nerviosa? —pregunté.—En absoluto. Lo he tirado a propósito, para que las monedas salieran

rodando y me dieran la oportunidad de examinar el terreno alrededor de lasverjas.

—¿De verdad ha encontrado el medio soberano?—No lo había perdido. Pero he encontrado lo que buscaba.—Y ¿qué era?—Las huellas del hombre que se acercó a la verja esa noche. Son idénticas a

las que hemos visto en la orilla del lago. La persona con la que Maud Hargreavesforcejeó esa noche, la persona que la tiró al lago y a quien ella se empeñó enocultar, diciendo que había tenido un accidente, era el hombre que preguntócómo se llamaba la casa y quién vivía en ella: el hombre de ojos dementes.

—¿Está usted completamente segura de que las huellas del hombre que asustóa la señora Peters en la verja y las huellas mezcladas con las de la señoritaHargreaves en la orilla del lago son las mismas? —pregunté.

—Completamente.—En ese caso, si la señorita Hargreaves pudiera describirlo, quizá el coronel

sea capaz de reconocerlo.—No. Ya le he preguntado si sabía de alguien que pudiera guardar rencor a su

hija por alguna razón, y me ha asegurado que no. Su hija apenas tiene amistades.—Y ¿no ha tenido ningún amorío?

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—Ninguno, según su padre, aunque él solo puede responder por los tresúltimos años. Antes de eso estaba en la India, y Maud, que regresó a Inglaterra alos catorce años, cuando murió su madre, vivía con una tía suya, en Norwood —explicó Dorcas.

—¿Cree que el hombre que consiguió entrar en la finca para reunirse con laseñorita Hargreaves o sorprenderla en el lago era un desconocido para ella?

—No. Si lo hubiera sido, no se habría inventado la historia del mareo paraprotegerlo.

Nos habíamos alejado bastante de la casa cuando pasó a nuestro lado uncalesín vacío. Le hicimos parar, y Dorcas pidió al cochero que nos llevase a laestación.

Allí me indicó que interrogara al mozo de equipajes y tratara de averiguar siun hombre que encajaba con la descripción del sospechoso había cogido el trenla noche del « accidente» .

Localicé al empleado que había contado al señor Peters que había visto llegaral caballero y se había fijado en la extraña expresión de sus ojos. Me aseguróque ese individuo no cogió un tren de vuelta. Había hablado de él con suscompañeros, y alguno tendría que haberlo visto. El desconocido no llevabaequipaje y venía de Waterloo, sin billete de vuelta.

Transmití esta información a Dorcas, que me esperaba en la puerta.—Sin equipaje —dijo—. Eso significa que no iba a un hotel y tampoco se

alojaba en una residencia particular.—Pero podría vivir cerca.—No. El mozo de estación lo habría reconocido si tuviera la costumbre de

pasar por aquí.—Tuvo que huir después de atacar a la señorita Hargreaves y arrojarla al

agua. Seguramente salió de la finca y fue andando hasta otra estación pararegresar a Londres.

—Es posible —dijo Dorcas—, pero no lo creo. Venga, volveremos a OrleyPark en el calesín.

Poco antes de llegar a la mansión, Dorcas despidió al cochero.—¿Dónde están esos perros? Cerca de esa puerta privada que hay en el muro

para uso de la familia, ¿verdad?—Sí. Peters me lo ha enseñado esta tarde.—Muy bien. Voy a entrar. Espéreme en el lago mañana por la mañana, a eso

de las nueve. Ahora, vigile hasta que me vea llegar a la verja. Esperaré cincominutos fuera antes de llamar. Cuando vea que he entrado, vaya a esa zona delmuro donde está la puerta privada. Suba al muro y asómese. Cuando los perrosempiecen a ladrar y se acerquen, compruebe si le daría tiempo a saltar y huirantes de que alguien los llame. Después, vuelva a la posada.

Seguí las órdenes de Dorcas. Cuando logré encaramarme al muro, los perros

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salieron corriendo de su caseta y empezaron a ladrar con furia. Si hubierasaltado, habría caído justo en sus garras. Al momento oí un grito y reconocí lavoz del guarda. Salté al camino y me alejé pegado al muro. Oí que Petershablaba con alguien y comprendí lo que había ocurrido. Mientras abría la puertapara que entrase Dorcas, oyó ladrar a los perros y se acercó corriendo a ver quépasaba. Ella lo había seguido.

A las nueve del día siguiente Dorcas me esperaba en el lago.—Lo hizo usted de maravilla anoche —dijo—. Peters se llevó un buen susto.

Se alegró mucho de que lo acompañara. Tranquilizó a los perros y buscamos portodas partes entre los matorrales, para ver si había alguien escondido. La señoritaHargreaves no abrió la puerta a ese hombre para que entrase esa noche. Él saltóel muro. He encontrado dos huellas, muy juntas, tal como quedarían impresas alsaltar desde cierta altura.

—Y ¿volvió por el mismo camino? ¿Había huellas de retorno?Pensé que había hecho una pregunta inteligente, pero Dorcas sonrió y negó

con la cabeza.—No las he buscado. ¿Cómo iba a pasar por delante de los perros mientras la

señorita Hargreaves estaba tendida en la orilla del lago? Lo habrían despedazado.—Y ¿sigue pensado que el hombre de ojos dementes es el culpable? ¿Quién

puede ser?—Se llamaba Victor.—¡Lo ha descubierto! —exclamé—. ¿Se lo ha dicho la señorita Hargreaves?—Anoche hice un pequeño experimento. Cuando se quedó dormida y

empezó a soñar, me acerqué sin hacer ruido y me coloqué justo detrás de lacama. Con la voz más ronca que fui capaz de poner, me incliné y le dije al oído:« ¡Maud!» . Se despertó sobresaltada y gritó: « ¡Victor!» .

» Al momento aparecí a su lado y vi que temblaba violentamente. “¿Quéocurre, querida? ¿Estaba soñando?”, le pregunté.

» —Sí, sí —dijo—. Estaba… estaba soñando.» La tranquilicé y estuve un rato hablando con ella, hasta que volvió a

quedarse dormida.—Bueno, al menos sabemos el nombre de pila de ese hombre.—Sí. No es gran cosa, pero creo que hoy descubriremos también el apellido.

Quiero que vaya usted al pueblo a hacer un recado, pero antes eche esa barca alagua y lléveme a la isla. Quiero registrarla.

—¿No creerá que ese hombre se esconde allí? Es demasiado pequeña.—Lléveme —insistió Dorcas. Y subió a la barca.Obedecí, y no tardamos en llegar a la isla.Dorcas miró a uno y otro lado del lago. Luego echó a andar y examinó la

vegetación y el cañizo que crecía en la zona más próxima a la orilla.

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De buenas a primeras, apartó una masa de maleza muy tupida, metió lamano, la hundió en el agua y sacó un sombrero de fieltro chorreante.

—Pensé que si algo había caído al agua esa noche, se habría quedado aquíenganchado —dijo Dorcas.

—Si el sombrero es de ese hombre, tuvo que marcharse a cabezadescubierta.

—Exacto, pero primero tenemos que asegurarnos de que es suyo. Volvamosa la orilla.

Escurrió el sombrero, lo dobló, lo envolvió con su pañuelo y se lo guardódebajo de la capa.

Cuando llegamos a la orilla, fui al pabellón del guarda y me puse a hablar conla señora Peters hasta que logré que sacara el tema del hombre de ojosdementes. Le pregunté qué clase de sombrero llevaba, y dijo que un sombrerode fieltro, abombado en el centro. Comprendí que habíamos hecho un buenhallazgo.

Se lo conté a Dorcas, y sonrió con satisfacción.—Tenemos su nombre de pila y su sombrero —dijo—. Ahora necesitamos

todo lo demás. Aún está usted a tiempo de coger el tren de las 11:20.—Sí.Sacó un sobre del bolsillo y me enseñó una fotografía pequeña.—Es el retrato de un joven muy apuesto. Por el tamaño y el estilo, yo diría

que se hizo hace cuatro o cinco años. El estudio de fotografía es StereoscopicCompany, en Londres; y el número del negativo, el 111.492. Vaya a verlos ypídales que consulten sus libros y le faciliten el nombre y la dirección delcaballero. Cuando lo tenga, vuelva aquí.

—¿Es el hombre que buscamos? —pregunté.—Creo que sí.—¿Cómo diantres ha encontrado ese retrato?—Cuando la señorita Hargreaves se quedó dormida, me entretuve hojeando

el álbum de fotos que guarda en su tocador. Es un álbum antiguo, lleno de retratosde familiares y amigos. Creo que había más de cincuenta; algunosprobablemente de compañeros de estudios. Se me ocurrió que tal vez descubrieraalgo, ya sabe usted. La gente va recibiendo retratos, los conserva en un álbum ycasi se olvida de ellos. Pensé que la señorita Hargreaves podía haberse olvidado.

—Pero ¿por qué ha elegido éste entre cincuenta? Supongo que habría retratosde otros caballeros.

—Pues sí, pero los fui mirando uno por uno y examiné el dorso y el margen.Cogí la fotografía para observarla y vi que en el dorso se había borrado una

inscripción y que la superficie estaba rugosa.—Han empleado borrador de tinta —dijo Dorcas—. Eso me hizo

concentrarme en esta fotografía en particular. Ahí había escrito un nombre o

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alguna palabra que la señorita Hargreaves no quería que nadie viese.—Eso son solo conjeturas.—Pues sí, pero la propia foto ofrece una certeza. Fíjese bien en el diamante

del alfiler de la corbata. ¿Qué forma tiene?—Parece una V pequeña.—Exacto. Hace unos años estaba de moda que los caballeros llevaran su

inicial en el alfiler. Es la V de Victor. Si a eso le sumamos que han borrado loescrito, creo que vale la pena ir a Londres y averiguar el nombre y la direcciónque corresponden a este negativo en los libros de la Stereoscopic Company.

Antes de las dos estaba interrogando al director del estudio fotográfico, que notuvo reparos en consultar sus libros. La foto se había tomado hacía seis años, y lasseñas del caballero eran: Victor Dubois, Anerley Road, Norwood.

Siguiendo las instrucciones de Dorcas, fui a la dirección que me habíanindicado y pregunté por el señor Victor Dubois. Allí no vivía nadie con esenombre. Los actuales inquilinos llevaban tres años en la casa.

Cuando volvía por la calle, me encontré con un cartero y decidí preguntarle siconocía a algún vecino con ese apellido. Lo pensó un momento.

—Sí, ahora que caigo, aquí vivía un Dubois, en el número …, pero de esohace lo menos cinco años. Era un caballero mayor, de pelo blanco.

—Un caballero mayor… ¡Victor Dubois!—Ah, no… el caballero se llamaba mounseer Dubois, pero también había un

Victor. Supongo que sería su hijo, porque vivía con él. Me acuerdo del nombre.Recibía cartas casi a diario, a veces hasta dos al día, siempre con la mismacaligrafía, de una dama… por eso me fijé.

—Y ¿no sabe usted adónde han ido el señor Dubois y su hijo?—No. Oí decir que el anciano perdió la cabeza y lo ingresaron en un

manicomio. Pero ya no viven en mi zona.—¿No sabrá por casualidad cuál era su profesión?—Pues sí, lo decía en una placa de bronce: profesor de idiomas.Volví a la ciudad y cogí el primer tren a Godalming para informar a Dorcas

del resultado de mis pesquisas sin pérdida de tiempo.Quedó muy satisfecha y elogió mi trabajo. A continuación tocó la campana

—estábamos en el comedor—, y poco después entró un lacayo.—¿Puede decirle al coronel que me gustaría verlo? —le pidió Dorcas, y el

lacayo fue a dar el recado.—¿Va a contárselo todo? —pregunté.—No voy a contarle nada de momento. Quiero que él me diga algo.Entró el coronel. Parecía cansado y saltaba a la vista su preocupación.—¿Tiene algo que contarme? —preguntó ávidamente—. ¿Ha descubierto lo

que mi pobre hija me está ocultando?

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—Me temo que todavía no puedo decírselo, pero quería hacerle unaspreguntas.

—Ya le he contado todo lo que sé —contestó, con un deje de fastidio.—Me ha contado todo lo que recuerda. Ahora intente pensar. Su hija, antes de

que regresara usted de la India, vivía con su tía en Norwood. ¿Dónde estudiódesde que volvió a Inglaterra?

—Primero fue a una escuela en Brighton, pero desde que cumplió losdieciséis años recibió enseñanza privada en casa.

—Supongo que tendría profesores… de música, de francés…—Sí, eso creo. Yo pagaba las facturas. Mi hermana me las enviaba a la India.—¿Recuerda usted el apellido Dubois?El coronel se quedó pensativo.—¿Dubois? ¿Dubois? ¿Dubois? —dijo—. Me suena vagamente que ese

apellido figuraba en las cuentas que me enviaba mi hermana, pero no sabríadecirle si era de una modista o de un profesor de francés.

—Entonces, vamos a suponer que su hija recibía clases de francés enNorwood de un profesor llamado Dubois. Ahora, dígame: ¿en alguna de lascartas que le escribió su difunta hermana, mencionó algo de Maud que lepreocupara?

—Solo una vez —contestó el coronel—, pero todo se aclaró poco después. Undía mi hija salió de casa a las nueve de la mañana y no volvió hasta las cuatro dela tarde. Su tía estaba muy enfadada. Maud dijo que se había encontrado conunos amigos en el Palacio de Cristal, donde iba a clases de dibujo, y habíaacompañado a una de sus compañeras a la estación. Subió con ella al coche, y eltren arrancó antes de que pudiera bajarse, así que tuvo que ir hasta Londres. Creoque mi hermana me lo contó para darme a entender que merecía una buenacompensación por cuidar de mi hija.

—¿Se fue a Londres? —musitó Dorcas—. Y ¡podía haberse bajado en lasiguiente estación, a tres minutos de Norwood! —Y, volviéndose al coronel, dijo—: Dígame, coronel, cuando falleció su mujer, ¿qué hizo usted con su alianzanupcial?

—¡Santo cielo, señora! —exclamó el coronel, levantándose y dando vueltaspor el comedor—. ¿Qué tiene que ver la alianza nupcial de mi pobre mujer conque alguien arrojase a mi hija a ese lago?

—Lamento que mi pregunta le parezca absurda —dijo Dorcas sin perder lacalma—, pero ¿tendría la amabilidad de responder?

—La alianza nupcial de mi difunta esposa está en el dedo de mi difuntaesposa, en su ataúd, en el cementerio de Simla. Y ¡ahora quizá quiera ustedexplicarme a qué viene todo esto!

—Mañana —dijo Dorcas—. Ahora, si me disculpa, voy a dar un paseo con elseñor Saxon. La doncella está con la señorita Hargreaves y se quedará con ella

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hasta que yo vuelva.—Muy bien, muy bien —asintió el coronel—, pero le ruego, le suplico que

me cuente todo lo que sepa lo antes posible. Estoy espiando a mi propia hija yeso es una monstruosidad, pero… pero… ¿qué voy a hacer? Ella se niega acontarme la verdad, y yo tengo que saberla… tengo que saberla por su bien.

El coronel tomó la mano que Dorcas le ofrecía.—Gracias —dijo, con labios temblorosos.

Dorcas me habló con impaciencia en cuanto salimos de la casa.—Le estoy tratando a usted muy mal —se disculpó—, pero su tarea y a casi

ha terminado. Tiene que volver a la ciudad esta noche. Mañana, a primera hora,vaya a Somerset House. Pregunte por Daddy Green; es un investigador. Dígaleque va de mi parte y entréguele esta nota. Cuando haya encontrado lo que busco,envíeme un telegrama y vuelva en el siguiente tren.

Miré la nota, y vi que Dorcas había escrito:

Información solicitada:Matrimonio de Victor Dubois y Maud Eleanor Hargreaves. Celebrado en

Londres, posiblemente entre 1905 y 1908.

—¿Qué le hace pensar que se han casado? —pregunté, levantando la vista dela nota.

—Esto —dijo. Y sacó del monedero una alianza nupcial muy poco usada—.La encontré entre un montón de baratijas, en el fondo de una caja que según ladoncella era el joyero de la señorita. Me tomé la libertad de probar todas lasllaves hasta que logré abrirlo. Un joyero revela muchos secretos a quienes sabeninterpretarlos.

—Y ¿a partir de eso concluyó que…?—Que no habría guardado una alianza nupcial si no hubiera pertenecido a un

familiar o la hubiera llevado en su propia mano. Está casi nueva, ¿lo ve? Esosignifica que se la quitó inmediatamente después de la ceremonia. Le pregunté alcoronel por la alianza de su mujer solo para asegurarme.

Me presenté en Somerset House, según lo acordado, y poco después delmediodía el investigador me entregó un papel. Era una copia del certificado dematrimonio de Victor Dubois, soltero, de veintiséis años, y Maud EleanorHargreaves, de veintiuno años, en Londres, el año 1906. Envié el telegrama paradar la noticia limitándome a decir « Sí» , y la fecha, y regresé en el primer tren.

Cuando llegué a Orley Park tuve que llamar varias veces antes de que alguienabriera las verjas. Por fin, la señora Peters, muy pálida y alterada, vinocorriendo y se disculpó por haberme hecho esperar.

—¡Ay, señor! ¡Qué tragedia! ¡Un cadáver en el lago!

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—¡Un cadáver!—Sí, señor… Un hombre. Esa enfermera que vino con usted estaba remando

en el lago y ha debido de empujarlo con el remo, porque salió a flote cubierto dealgas. Es un hombre, señor, y y o creo que es el mismo al que yo vi en las verjasesa noche.

—¡El hombre de ojos dementes! —exclamé.—¡Sí, señor! ¡Es terrible! Primero la señorita Maud y ahora esto. ¿Qué puede

significar?Encontré a Dorcas en la orilla del lago, donde Peters y dos de los jardineros

cargaban el cuerpo del ahogado en la barca de remos.Dorcas les daba instrucciones.—Acuéstenlo en la barca y cúbranlo con una lona. ¡Que nadie toque nada

hasta que venga la policía! Iré a buscar al coronel.Me vio al dar media vuelta.—¡Qué cosa tan terrible! ¿Es Dubois? —pregunté.—Sí —dijo Dorcas—. Ay er sospeché que estaba aquí, pero quería

encontrarlo personalmente, antes de pedir que dragasen el lago.—¿Por qué?—Bueno, no quería que le registraran los bolsillos. Podría ser que llevara

encima documentos o cartas comprometedoras para la señorita Hargreaves, yhabrían salido a la luz con la investigación. Pero no había nada…

—¡Cómo! ¿Lo ha registrado usted?—Sí, después de sacar al pobre hombre del agua con los remos.—Y ¿cómo cree que se ahogó?—Suicidio… locura. Al padre tuvieron que ingresarlo en un manicomio… Eso

lo supo usted ayer en Norwood. Seguramente el hijo heredó esa tendencia.Parece un caso de manía homicida: atacó a la señorita Hargreaves, trasencontrarla al cabo de varios años de separación, y, creyendo que la habíamatado, se quitó la vida. La cuestión es que ella ahora es una mujer libre. Nocabe duda de que su marido le causaba pavor, así que…

Adiviné lo que pensaba Dorcas cuando volvíamos juntos a la casa. En lapuerta me tendió la mano.

—Será mejor que vay a a la posada y regrese usted esta noche a la ciudad —dijo—. Aquí ya no puede hacer nada más, y es preferible que se quede almargen. Yo volveré a casa mañana. Venga a Elm Tree Road a última hora de latarde.

Al día siguiente, Dorcas me explicó lo que había ocurrido después de mipartida. Paul ya estaba al corriente de todo y, nada más verme, me agradecióefusivamente la ayuda que había prestado a su mujer. La señora Lester, por suparte, no pudo resistirse a señalar que jamás se había imaginado que una hija

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suya iría por el mundo pescando cadáveres para ganarse la vida.Dorcas se lo contó todo al coronel. El pobre hombre estaba desquiciado, pero

ella insistió en que la única forma de descubrir la verdad era que fueran juntos ahablar con la muchacha e intentaran convencerla, con los hechos en la mano, deque confesara todo lo demás.

Cuando el coronel le dijo a su hija que el hombre con el que se había casadoera el mismo que la atacó esa noche, Maud se quedó perpleja y se puso histérica,pero, al saber que lo habían encontrado muerto en el lago, se asustó y lo confesótodo.

Veía a Victor Dubois con asiduidad cuando vivía en Norwood, al principio consu padre —su profesor de francés— y después a solas. Era apuesto, joven yromántico, y se enamoraron locamente. Ciertos asuntos obligaban a Victor apasar una temporada en el extranjero, y le propuso que se casaran en secreto.Ella cometió la estupidez de aceptar, y se despidieron al salir de la iglesia. Maudvolvió a casa y él emprendió su viaje esa misma noche.

De vez en cuando recibía cartas clandestinas de su marido. En una de ellas,Victor le contaba que su padre se había vuelto loco y tenían que ingresarlo en unmanicomio, y le anunciaba su regreso. Volvió apenas el tiempo necesario paraocuparse del ingreso de su padre y una vez más abandonó el país. No supo de élen mucho tiempo, hasta que, por medio de una amiga de Norwood que conocía alos Dubois y a sus amistades, hizo algunas indagaciones. Victor había regresado aInglaterra y había sufrido un accidente que le había causado graves lesionescerebrales. Había perdido el juicio y lo habían internado en un manicomio.

La pobre muchacha decidió entonces guardar su matrimonio en secreto parasiempre, sobre todo cuando su padre volvió de la India, pues sabía que se llevaríaun disgusto tremendo si se enteraba de que su hija se había casado con un loco.

La noche del accidente, Maud salió a dar un paseo por la orilla del lagodespués de cenar. De pronto oy ó un ruido, y los perros empezaron a ladrar.Entonces vio a Victor Dubois escalando el muro de la finca. Temiendo que losperros alertasen a Peters o a cualquier otra persona, corrió a tranquilizar a losanimales mientras su marido saltaba la tapia.

—¡Ven! —le dijo, por miedo a que los mastines lo atacaran o volvieran aladrar. Y lo llevó hasta el lago, que no se veía desde la casa ni desde el pabellóndel guarda.

Con la emoción del momento, Maud se olvidó de que estaba trastornado. Alprincipio se mostró amable y cariñoso. Le explicó que había estado enfermo, enun manicomio, pero que estaba curado y le habían dado el alta recientemente.En cuanto recuperó la libertad, empezó a buscar a su mujer y supo, por unantiguo conocido de Norwood, que la señorita Hargreaves vivía con su padre enOrley Park, cerca de Godalming.

Ella le rogó que se marchara tranquilamente y le prometió que escribiría. Él

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intentó abrazarla y besarla, pero ella se apartó instintivamente. Entonces se pusofurioso. Presa de una locura repentina, la agarró del cuello. Ella forcejeó yconsiguió soltarse.

Estaban en la orilla. De buenas a primeras, él volvió a agarrarla del cuello yla empujó al lago. Se hundió hasta la cintura, pero logró arrastrarse hacia laorilla. Antes de alcanzarla, sin embargo, perdió el conocimiento, por suerte con lacabeza fuera del agua.

El asesino, quizá crey éndola muerta, debió de adentrarse en el lago y seahogó.

Antes de abandonar Orley Park, Dorcas recomendó al coronel que dejaseque la investigación siguiera su curso sin revelar lo sucedido. Bastaría con quedijera a la policía que un hombre cuy a descripción coincidía con la del suicidahabía recibido recientemente el alta de un manicomio.

Más tarde tuvimos noticias de que un funcionario del manicomio fue citado adeclarar, y el tribunal concluy ó que Victor Dubois, un demente, entró en la fincapor una u otra razón y se ahogó en el lago, presa de un arrebato de locuratransitoria. El juez de instrucción señaló que tal vez la señorita Hargreaves, queno se encontraba en condiciones de comparecer ante el tribunal, no llegó a ver asu agresor, pero se asustó al oír sus pasos, lo que explicaría que se hubieradesmay ado en la orilla del lago. De todos modos, la investigación se cerró con unveredicto convincente y, poco después, el coronel se llevó a su hija a Europa,pensando que el viaje le sentaría bien.

De todo esto, como es natural, no supimos nada la tarde siguiente al hallazgodel cadáver, cuando Dorcas volvió a acogerme bajo su techo una vez más.

Paul estaba encantado de tener a su mujer de nuevo en casa, y ella seentregó por completo a su marido, de ahí que aquella noche no tuviera ojos nioídos para nadie más… ni siquiera para su fiel « ay udante» .

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M. McDonnel Bodkin

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Matthias McDonnell Bodkin (1850-1933) fue un abogado, juez y diputadonacionalista irlandés. Comenzó su prolífica carrera literaria como periodista, peroabarcó todo tipo de géneros: historia, novela, teatro, panfletos políticos,autobiografía y literatura judicial. Algunos de sus escritos aparecieron con elseudónimo de Crom a Boo. Bodkin fue creador de dos detectives, Paul Beck yDora Mry l. Beck, el detective privado irlandés, hizo su aparición en Paul Beck,the Rule of Thumb Detective en 1898, y Dora Myrl al año siguiente. En TheCapture of Paul Beck (1909), ambos detectives se casaron y en 1911 hizo suentrada el hijo de ambos, en Paul Beck, a Chip off the Old Block. Otros títulos dela serie fueron The Quests of Paul Beck (1908), Pigeon Blood Rubies(1915) yPaul Beck, detective (1929).

« Asesinato por poderes» (« Murder By Proxy» ) se publicó en Pearson’sWeekly el 6 de febrero de 1897 y después en Paul Beck: The Rule of ThumbDetective (1898). Como Martin Hewitt, Paul Beck busca marcar las distanciascon Sherlock Holmes haciendo hincapié en su normalidad y en el ejercicio delsentido común a la hora de investigar.

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Asesinato por poderes

(1897)

A las dos en punto de aquel sofocante 12 de agosto, Eric Neville, joven,apuesto,débonnaire[37], salió despacio por la puerta vidriera y bajó la escalerade hierro forjado que conducía a los hermosos y antiguos jardines de BerklyManor, vestido con un radiante traje de franela blanca y un panamá de ala anchaligeramente encaramado sobre sus rizos negros y brillantes, pues venía de pasarun rato tendido en su canoa en los tramos más umbríos del río, con un libro portoda compañía.

La fachada posterior de la mansión formaba el muro sur de la finca, quediscurría a lo largo de casi un kilómetro y medio, rebosante de alegres flores yfruta madura. El aire, cargado de aromas, se colaba a hurtadillas por todas lasventanas, abiertas al sol de par en par, como si la casa anhelara respirar.

El pie de Eric, calzado con una bota fina de color tostado, abandonó el últimopeldaño y se posó en el amplio sendero de grava del jardín. A cincuenta metrosde allí, el jardinero se ocupaba de los melocotones, y el humo de su pipa pendíacomo un leve resplandor azulado en el aire quieto, que parecía temblar de calor.Eric se acercó al jardinero y tendió una mano pedigüeña, demasiado perezosopara hablar.

Sin decir palabra, el jardinero se estiró para alcanzar un melocotón enormeque pugnaba por ocultar del sol su cara sonrosada entre las hojas nervadas yestrechas, lo arrancó con cariño y lo depositó suavemente en la mano del joven.

Eric peló la envoltura aterciopelada, de tonos roj izos, verdes y ámbar, hastaque la piel de la fruta quedó colgando en j irones, e hincó entonces los dientesblancos y afilados en la carne jugosa del melocotón maduro.

¡Pum!Un ruido repentino, muy cerca de sus oídos, crispó los nervios de los dos

hombres: el uno dejó caer el melocotón y el otro, la pipa. Miraron por todaspartes llenos de perplej idad.

—Mire, señor —susurró el jardinero, señalando una pequeña nube de humoque se escapaba despacio de una ventana abierta, casi encima de donde seencontraban, a la vez que el olor ácido y penetrante de la pólvora se dejaba sentiren el aire caliente.

—Es la habitación de mi tío —dijo Eric, apenas sin voz—. Acabo de dejarlohace un momento, dormido en el sofá.

Dio media vuelta mientras hablaba y echó a correr como un ciervo por el

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sendero del jardín, subió las escaleras de hierro y entró en la casa por la puertavidriera, seguido por el viejo jardinero a la mayor velocidad que su reúma lepermitía.

Eric cruzó la sala de estar, subió de cuatro en cuatro los peldaños de la ampliaescalera alfombrada, giró bruscamente a la derecha por un pasillo espacioso eirrumpió en el estudio de su tío, que tenía la puerta abierta.

Aunque había llegado en cuestión de momentos, alguien se le habíaadelantado. Un hombre alto, fuerte, vestido con un traje de tweed ligero, estabainclinado sobre el sofá donde, minutos antes, Eric había visto a su tío durmiendo.

Eric reconoció al instante la espalda ancha y el pelo castaño.—¡John! —gritó—. John, ¿qué sucede?Al volver la cabeza, el rostro de su primo parecía atractivo y varonil, pálido

como un espectro; hasta los labios los tenía blancos.—Eric —dijo con voz balbuciente—. Esto es horrible. Han asesinado a

nuestro tío… Está muerto, de un disparo.—No, no; no puede ser. No hace ni cinco minutos que lo vi tranquilamente

dormido —empezó a decir Eric. Sus ojos se fijaron entonces en el cuerpo queyacía en el sofá, inmóvil, y guardó silencio bruscamente.

El hidalgo Neville estaba tendido de lado y solo el perfil de sus durasfacciones quedaba a la vista. La bala había entrado por la base del cráneo y elpelo gris estaba salpicado de sangre que, aún tibia, seguía goteando lentamentesobre la alfombra.

—¿Quién ha podido…? —murmuró Eric, casi sin habla de puro horror.—Ha tenido que ser con su propia escopeta —dijo su primo—. Estaba encima

de la mesa, a la derecha, y cuando entré aún salía humo del cañón.—No ha sido un suicidio… ¿verdad? —preguntó Eric, con un susurro aterrado.—Yo diría que es imposible. Ya ves dónde está la herida.—Pero ¿cómo ha ocurrido todo tan deprisa? Salí corriendo en cuanto oí el

disparo y tú llegaste antes que yo. ¿No has visto a nadie?—Ni un alma. La habitación estaba vacía.—Y ¿cómo ha logrado escapar el asesino?—Quizá saltara por la ventana. Estaba abierta cuando entré.—No pudo hacer eso, señor —dijo el jardinero desde la puerta—. El señorito

Eric y yo estábamos justo debajo de la ventana cuando oímos el disparo.—Entonces, ¿cómo diablos se ha esfumado, Simpson?—No lo sé, señor.John Neville examinó la pieza con ojos ávidos. No había escondite posible, ni

siquiera para un gato. Era sobria, sencilla: en las paredes de roble colgabanalgunas armas y cañas de pescar, en su mayoría antiguas, aunque de la mejorfactura y los mejores materiales. Una pequeña librería en una esquina era laúnica razón para llamar « estudio» a aquella estancia. El enorme sofá de cuero

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en que yacía el cadáver, una mesa en el centro, grande y redonda, y unascuantas sillas recias completaban el mobiliario. Una gruesa capa de polvo cubríatodas las superficies y el ardiente sol atravesaba la sala con una amplia franja deluz. El ambiente estaba cargado, por el calor y el humo acre de la pólvora.

John Neville reparó en lo pálido que estaba su primo. Apoyó una mano en suhombro, con el gesto bondadoso y protector de un hermano may or.

—Ven, Eric —le dijo en voz baja—. Aquí no podemos hacer nada.—¿No deberíamos buscar alguna pista? —preguntó Eric, tendiendo la mano

hacia el arma; pero John le impidió alcanzarla.—No, no —se apresuró a decir—. No debemos tocar nada. Enviaré a un

criado al pueblo en busca de Wardle, y un telegrama a Londres, para avisar a undetective.

Sacó a su primo de la estancia con suavidad, cerró la puerta por fuera y seguardó la llave en el bolsillo.

—¿A quién envío el telegrama? —preguntó John Neville desde su escritorio,con un lápiz ya apoyado en el papel, a su primo, que estaba sentado a la mesa dela biblioteca con la cabeza hundida entre las manos—. Necesitamos a un hombreinteligente y que pueda dedicar todo su tiempo a la investigación. No conozco anadie. O sí. Ese tipo con un nombre tan extraño que encontró el ópalo del duquede Southern… Beck. Eso es. Vive en Thornton Crescent, en el centro-oeste deLondres. Lo encontraré.

John Neville añadió el nombre y la dirección al telegrama que ya habíaredactado:

Venga enseguida. Caso de asesinato. Los gastos son lo de menos. John Neville,Berkly Manor, Dorset.

Poco sospechaba Eric que ese nombre era cuestión de vida o muerte para él.John Neville hojeó las páginas de un horario de trenes.—El servicio no es bueno —dijo—. Por más que lo intente, no podrá llegar

antes de medianoche. Pero al menos contamos con Wardle. Eso será más rápido.Wardle, el agente de policía local, era un hombre callado y sagaz que en ese

preciso instante subía con paso enérgico por la amplia avenida de la finca. Eraademás fuerte y activo, a pesar de que tenía bastante más de cincuenta años.

John Neville lo esperaba en la puerta para darle la noticia, pero el mozo decuadras ya le había hablado del asesinato.

—Ha hecho usted bien en cerrar la puerta, señor —dijo Wardle mientrasentraban en la biblioteca, donde Eric seguía sentado, aparentemente ajeno a supresencia—, y también en telegrafiar a ese detective. He trabajado con el señorBeck en alguna ocasión. Es un hombre con suerte, y muy educado. « No tengaprisa, señor Wardle —me decía—. Y no desordene. No mueva nada. Todas lascosas que rodean a un cadáver tienen una historia que contar si se les permite, y

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a mí siempre me gusta ser el primero en tener una pequeña conversación conellas.»

Dicho esto, el agente Wardle cerró la boca, dejó las manos quietas y aguzólos ojos y los oídos, mientras la mansión era un hervidero de habladurías.Circulaba un rumor aquí y otro allá, y todos ellos se iban combinando hastacomponer una historia. Poco a poco, las más negras sospechas se concentraroncomo una nube alrededor de John Neville.

La influencia de las sospechas atravesó de un modo extraño la puerta cerradade la biblioteca, y John empezó a dar vueltas de un lado a otro, sin poder evitarlo.

Al cabo de un rato, las grandes dimensiones de la estancia no fueronsuficientes para dar cabida a su impaciencia. Deambuló sin rumbo de un lado aotro; tan pronto bajaba al jardín por las escaleras de hierro para contemplar conaire ausente la ventana del estudio de su tío como volvía al pasillo y pasaba pordelante de la puerta cerrada.

Con calculada y fingida despreocupación, Wardle no lo perdía de vista enningún momento, si bien John Neville parecía demasiado absorto para darsecuenta.

Por fin volvió a la biblioteca. Eric seguía sentado, de espaldas a la puerta, ysolo su coronilla asomaba por encima del respaldo de la silla. Parecía enfrascadoen sus pensamientos, o dormido, de tan quieto como estaba.

Se sobresaltó, gritó, se puso blanco y adoptó una expresión de terror cuandoJohn le tocó ligeramente el brazo.

—¿Vienes a dar un paseo por los jardines, Eric? —dijo—. Tanto esperar yvigilar sin hacer nada me está matando. No aguanto más.

—Prefiero quedarme, si no te molesta —contestó Eric con aire cansado—.Estoy destrozado.

—El aire fresco te sentará bien, muchacho. Pareces agotado.Eric negó con la cabeza.—Bueno, y o me voy —dijo John.—Si me dejas la llave, se la daré al detective cuando venga.—No llegará antes de medianoche y yo habré vuelto en cuestión de una hora.Y John Neville se alejó por la avenida a paso ligero, sin mirar atrás, mientras

Wardle lo seguía con sigilo y no lo perdía de vista.De buenas a primeras, Neville se adentró en el bosque, y el policía fue tras él

cautamente. Los árboles eran altos y estaban bastante separados, y los oblicuosray os del sol dibujaban entre las sombras senderos de un verde intenso. CuandoWardle se interpuso entre Neville y la luz, su sombra se alargó y oscureció elverde luminoso.

John Neville vio la sombra delante de él y giró bruscamente para encararsecon su perseguidor.

Wardle se paró en seco y lo miró fijamente.

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—¿Qué ocurre, Wardle? ¡No se quede ahí parado como un memoapuntándome con su bastón! Hable, amigo mío: ¿qué quiere de mí?

—Verá, señor Neville —tartamudeó el agente—. No puedo creerlo. Loconozco a usted desde hace veintiún años, desde que nació, casi se podría decir…y no creo ni una sola palabra de lo que he oído. Pero el deber es el deber, y tengoque cumplirlo. Y los hechos son los hechos, y usted tuvo unas palabras con su tíoanoche, y el señorito Eric lo encontró a usted en el estudio cuando…

John Neville escuchó al policía, desconcertado en un primer momento.Luego, cuando por fin pareció reparar en que podía ser sospechoso del asesinato,una ardiente y repentina cólera prendió en él.

Se acercó a Wardle con fiereza, sacando pecho, plantando bien las piernasfuertes, alzándose sobre él como una torre, aterrador en su ira: con los puñoscrispados, los músculos en tensión, los dientes blancos apretados como un cepo yun resplandor roj izo en el fondo de sus ojos castaños.

—¿Cómo se atreve? ¿Cómo se atreve? —escupió entre dientes, ahogado depasión.

Parecía peligroso, grande como un gigante, pero Wardle aguantó sinpestañear su mirada iracunda.

—¿De qué sirve eso, señor Neville? —intentó tranquilizarlo—. La situación esmuy difícil para usted, lo sé. Pero yo no tengo la culpa, y tomárselo así no leay udará en nada.

El rapto de Neville pareció esfumarse tan repentinamente como se habíadeclarado. Su rostro agradable se aclaró, y no había rastro alguno de ira en la vozsincera con la que dijo:

—Tiene razón, Wardle. Tiene usted toda la razón. Y ¿ahora qué? ¿Debodarme por detenido?

—No, señor. Tiene usted cosas que hacer, y estando preso no podría hacerlas.No quiero interponerme en su camino. Será suficiente con que me dé su palabra.

—¿Mi palabra de qué?—De que estará disponible cuando se le requiera.—Pero ¡hombre! ¿No irá usted a pensar que soy tan tonto, inocente o

culpable, para huir? ¡Dios mío! ¡Huir de una acusación de asesinato!—No diga eso, señor. Ese hombre que viene de Londres lo aclarará todo, y a

lo verá. ¿Tengo su palabra?—Tiene mi palabra.—Será mejor que vuelva a casa, señor. Los criados están murmurando. Yo no

voy a entrometerme, así que nadie sabrá lo que ocurrió entre ustedes.A medio camino de la avenida, un carro de dos ruedas que circulaba a toda

velocidad adelantó a John Neville y paró tan de repente que los cascos de loscaballos levantaron la gravilla. Un hombre grande y corpulento, que hasta esemomento iba en animada conversación con el carretero, saltó con una agilidad

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sorprendente a la vista de su constitución.—¿El señor Neville, supongo? Soy Beck. Paul Beck.—¡Señor Beck! Yo creía que no llegaría antes de medianoche.—He venido en un tren especial —contestó Beck en tono agradable—. Decía

usted en su telegrama que los gastos eran lo de menos. Pues bien, el tiempo es uncomplemento, y la comodidad también en casos como éste, así que cogí un trenespecial y aquí estoy. Con su permiso, enviaremos el carro por delante e iremosdando un paseo hasta la casa. Esto parece un mal asunto, señor Neville. Elcarretero me ha dicho que murió de un disparo. ¿Se sospecha de alguien?

—De mí —dijo Neville, y la respuesta salió de sus labios casi con furia.Beck lo miró un instante con plácida curiosidad y sin atisbo alguno de

sorpresa.—¿Cómo lo sabe?—Wardle, el agente de policía local, acaba de decírmelo a la cara. Me ha

hecho el favor de no detenerme en el acto.Beck dio diez o quince pasos en silencio al lado de John Neville.—¿Podría decirme —preguntó entonces, con una voz muy seductora— por

qué sospechan de usted exactamente?—En absoluto.—Sepa —se apresuró a añadir el detective— que no le ofrezco ninguna

garantía ni le hago ninguna promesa. Mi misión es descubrir la verdad. Si creeque la verdad le ay udará, entonces le conviene ay udarme. Esto es unairregularidad, desde luego, pero no lo tendré en cuenta. Cuando se acusa a unhombre de un delito, siempre hay un testigo que sabe si es culpable o inocente.Generalmente no hay más que uno. Lo primero que hace la justicia británicapara desentrañar la verdad es cerrarle la boca al único testigo que la conoce.Bueno, ése no es mi estilo. A mí me gusta que un hombre inocente tenga laoportunidad de contar su propia versión, y no tengo reparos en tender una trampaal culpable si me es posible.

Miraba a John Neville directamente a los ojos mientras hablaba.Neville le correspondió con la misma mirada.—Creo que lo comprendo. ¿Qué quiere usted saber? ¿Por dónde empiezo?—Por el principio. ¿Por qué se peleó usted ay er con su tío?John Neville dudó un instante, y Beck tomó nota de su vacilación.—No me peleé con él. Fue él quien se peleó conmigo. Le contaré lo que

ocurrió. Mi tío estaba enemistado con nuestro vecino, el coronel Pey ton. Lasfincas son colindantes, y discutieron por un asunto de caza. Mi tío era un hombremuy violento… decía que el coronel Pey ton era un « vulgar furtivo» . Bueno, y ono quise tomar parte en la disputa. Me sentí muy incómodo cuando volví aencontrarme con el coronel después de ese día, porque sabía que mi tío lo habíaentendido todo al revés. Pero el coronel estuvo amabilísimo conmigo. « No hay

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ninguna razón para que tú y yo dejemos de ser amigos, John —dijo—. Todo estoes absurdo. Estaría dispuesto a ceder los mejores matorrales de mis tierras contal de acabar con esta situación. Los hombres ya no pueden batirse en duelo enestos tiempos, y los caballeros no deben reñir como verduleras. Pero espero quenadie me tilde de cobarde por detestar las rencillas.»

» —No lo creo probable —dije.» Debe usted saber, señor Beck, que el coronel se ha distinguido en una

docena de actos de servicio y ha recibido la Cruz de la reina Victoria, que guardabajo llave en un cajón de su escritorio. Lucy me la enseñó una vez. Lucy es laúnica hija del coronel, que vive entregado a ella. Bueno, pues a raíz de esto,como es natural, el coronel y yo seguimos llevándonos bien. A mí me caíasimpático y me gustaba pasar por su casa, pero nuestra amistad enfadó a mi tío.Yo iba muy a menudo por la finca Grange últimamente, y mi tío se enteró.Anoche, mientras cenábamos, habló de una manera muy grosera del coronelPey ton y de su hija, y y o salí en su defensa.

» —¿Con qué derecho, niñato insolente, tomas parte por ese advenedizo encontra de mí? —protestó.

» —Los Pey ton son una familia tan buena como la nuestra, señor —contesté,pues era verdad—. Y en cuanto al derecho, la señorita Lucy Pey ton me hahecho el honor de prometer que sería mi esposa.

» A esto montó en cólera. No me es posible repetir los insultos que soltó contrael coronel y su hija. Ni siquiera ahora, que ha muerto, me resulta fácilperdonarlo. Juró que no volvería a verme ni a dirigirme la palabra si caía en ladeshonra de contraer ese matrimonio. “Si no puedo romper el vínculo —gruñó—,pues mala suerte. Pero sí puedo convertirte en un mendigo mientras viva, yviviré otros cuarenta años mal que te pese. Si ese furtivo quiere comprarte comouna ganga, a mí me trae sin cuidado. Ve y véndete al mejor precio que puedas, yempieza a vivir de la fortuna de tu mujer cuando te plazca.”

» Entonces perdí los estribos, y le di mi opinión.—Trate de recordar lo que le dijo —le pidió Beck—. Es importante.—Le dije que le lanzaba su desprecio a la cara; que amaba a Lucy Pey ton,

que viviría por ella y moriría por ella en caso necesario.—¿Le dijo usted que « era un consuelo saber que él no viviría eternamente» ?

—preguntó Beck—. Como sabe, el cuento de esa discusión ha llegado a todaspartes. El cochero me lo ha contado. Intente recordar si le dijo eso.

—Creo que sí. Estoy seguro de que se lo dije, pero es que estaba furioso y nosabía lo que decía. Nunca se me pasó por la cabeza…

—¿Quién estaba presente en esa discusión?—Únicamente mi primo Eric y el may ordomo.—Y supongo que ha sido el mayordomo quien ha ido con el cuento por ahí.—Seguramente. Eric jamás haría una cosa así. Estaba tan disgustado como

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yo. Trató de mediar en la disputa, pero su intervención solo sirvió para que mi tíose enfadara todavía más.

—¿Qué asignación recibía usted de su tío?—Mil libras anuales.—Y ¿él podía retirarle ese dinero?—Desde luego que sí.—Pero no tenía ningún poder sobre la finca. ¿Es usted, por ley, el heredero y

actual propietario de Berkly Manor?—Así es. Pero le aseguro que hasta el momento en que usted lo ha dicho ni

siquiera recordaba que…—¿Quién es el siguiente en la línea sucesoria?—Mi primo Eric. Es cuatro años menor que y o.—¿Y quién le sigue a él?—Un primo lejano. Apenas lo conozco, pero tiene mala fama y sé que mi tío

y él se odiaban cordialmente.—¿Qué tal se llevaban su tío y su primo Eric?—No demasiado bien. Mi tío odiaba al padre de Eric, su hermano menor, y a

veces era muy duro con mi primo. Insultaba al difunto en presencia de su hijo,decía que era cruel y traicionero, y cosas por el estilo. El pobre Eric lo pasabamuy mal. Nuestro tío era generoso con él en cuestión de dinero, tan generosocomo conmigo. Lo acogió bajo su techo y no le negaba nada, pero a veces lohería con sus maldiciones y su desprecio. A pesar de todo, Eric parecía tenerlecariño.

—Pasemos a hablar del asesinato. Supongo que esa noche no volvió usted aver a su tío.

—No volví a verlo con vida.—¿Sabe usted qué hizo esta mañana?—Solo de oídas.—Eso suele ser una prueba de primera clase, aunque los tribunales no la

acepten como tal. Dígame qué oyó.—A mi tío le volvía loco la caza. Ya le he dicho que esa disputa con el coronel

Pey ton fue por la caza, ¿verdad? Tenía alquilado un coto para cazar urogallos aunos veinte kilómetros de aquí, y nunca faltaba el primer día de la temporada.Salió con Lennox, el guardabosques, cuando cantaba el gallo. Habíamos quedadoen que yo iría con él, pero no fui, como es lógico. En contra de su costumbre,volvió a eso del mediodía y fue derecho a su estudio. Yo estaba en mi dormitorio,escribiendo, y le oí pasar con paso firme por delante de mi puerta. Poco despuésEric lo vio, dormido en el sofá de cuero. Cinco minutos más tarde, oyó el disparoy fue corriendo al estudio.

—¿Examinaron el estudio después de encontrar el cadáver?—No. Eric quería, pero pensé que no debíamos tocar nada. Cerré la puerta

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con llave y me guardé la llave en el bolsillo hasta que usted llegara.—¿Podría tratarse de un suicidio?—Yo diría que es imposible. Le pegaron un tiro en la nuca.—¿Tenía su tío enemigos, que usted supiera?—Los furtivos lo odiaban. Era implacable con ellos. Una vez uno le disparó, y

mi tío le devolvió el disparo y le destrozó la pierna. Tuvieron que llevarlo alhospital, y cuando se recuperó lo juzgaron y le condenaron a dos años.

—¿Cree entonces que el asesino podría ser un furtivo? —preguntó Beck, sindarle demasiada importancia.

—No veo cómo. Yo estaba en mi dormitorio, en el mismo pasillo. Para llegaral estudio de mi tío hay que pasar por delante de mi puerta. Salí corriendo encuanto oí el disparo, y no vi a nadie.

—Es posible que el asesino saltara por la ventana.—Eric me ha dicho que el jardinero y él estaban en el jardín, justo debajo de

la ventana.—¿Cuál es entonces su teoría, señor Neville?—No tengo ninguna teoría.—¿Anoche se despidió usted de su tío enfadado?—Así es.—Y al día siguiente aparece muerto, y a usted, no diré que lo cogen pero sí

que lo sorprenden en su estudio un momento después.John Neville enrojeció, aunque logró dominarse y asintió con la cabeza.Continuaron andando en silencio.Se encontraban a menos de cien metros de la mansión, de la casa de John

Neville, que se alzaba por encima del dosel de los árboles, cuando el detectivereanudó la conversación.

—Tengo la obligación de decirle, señor Neville, que las cosas pintan muy malpara usted, tal como están. Creo que el agente Wardle debería haberlo detenido.

—Aún estamos a tiempo —dijo John Neville con sequedad—. Lo estoyviendo en la esquina de la casa, y le diré lo que opina usted.

Giró sobre sus talones, y Beck le preguntó rápidamente:—¿Y esa llave?John Neville se la entregó sin decir palabra. El detective la cogió igualmente

en silencio y echó a andar hacia la escalinata de piedra, silbando suavemente.Eric lo recibió en la puerta, pues el cochero le había anunciado su llegada.—¿No habrá cenado aún, señor Beck? —preguntó con cortesía.—Primero el deber y luego el placer. Tomé un tentempié en el tren. ¿Podría

hablar cinco minutos en privado con Lennox, el guardabosques?—Por supuesto. Le pediré que venga a la biblioteca.Lennox, un hombre entrado en años, larguirucho y de hombros rectos, entró

con aire cohibido, consumido por los nervios en presencia del detective

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londinense.—Siéntese, Lennox, siéntese —dijo Beck amablemente. Bastó al

guardabosques con oír la voz agradable y familiar del detective para sentirsecómodo—. Dígame, ¿por qué volvieron tan temprano del coto esta mañana?

—Pues verá, señor, fue así. Llevábamos dos horas venga a soplar el reclamocuando el hidalgo me dice: « Lennox, estoy harto de hacer el tonto. Me voy acasa» .

—¿No había caza?—Había pájaros gordos como moras, pero escondidos como alondras.—Entonces, ¿no había cazador?—¿Lo dice usted por el hidalgo, señor? —protestó Lennox, olvidando la

timidez en su acaloramiento ante semejante injuria contra el hidalgo—. No habíamejor cazador en todo el condado, ni siquiera quien le igualase. Era de los deverdad, de los de antes. « Eso es como colgar la caza en el granero» , decía,cuando lo invitaban a cazar mansos faisanes. Él levantaba los pájaros con susperros, eso hacía. Y lo mismo que un día cazaba sin arma otro día cazaba sinperro. Así era. Y siempre usaba su vieja Manton, de carga por el cañón, hasta elúltimo día. « Es vieja pero certera, Lennox —me decía muchas veces—. Nofalla nunca. Llega más lejos y tiene más fuerza que todas esas escopetas conmira telescópica, y no hay necesidad de limpiarla a todas horas para que no seoxide.»

» —¡Qué fácil de cargar, hidalgo! —decían los mozos, que sudaban la gotagorda con sus cargadores de martillo oculto.

» —Sí —decía él—. Y quita mucho trabajo a los perros. ¿De qué sirveenseñar a un perro a cobrar la pieza si no puedes cargar los cartuchos a la mismavelocidad con que un gallo picotea el maíz?

» Donde ponía el tiro ponía la bala, el hidalgo. Siempre acertaba si no estabanervioso. Más de una vez lo he visto consolar a hombres que se tenían porexcelentes cazadores con la misma vieja escopeta que al final acabó con su vida.Más de una vez he visto…

—¿Por qué le dio la espalda a la caza ayer si era buena? —preguntó Beck,cortando en seco los recuerdos del guardabosques.

—Pues verá usted, para empezar hacía un calor que achicharraba, pero nofue por eso, porque ni el fuego del infierno detenía al hidalgo si andaba con ganasde cazar. Estuvo de muy mal genio toda la mañana, y el mal genio es lo peorpara ir de caza. Cuando Flora espantó a una bandada… es una perra joven, ytampoco fue culpa suy a, porque se acercó en la dirección del viento… el hidalgose apoyó la escopeta en el hombro con intención de pegarle un tiro. Cincominutos después, la perra encontró otra bandada y se lanzó como una flecha. Lospájaros levantaron el vuelo, grandes como montones de heno y perezosos comocuervos, pero el hidalgo falló a diestra y siniestra, ni siquiera rozó un ala… y eso

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no se lo había visto yo desde que era un niño.» —Es a mí a quien debería pegar un tiro, y no a la perra —gruñó. Y me

lanzó la escopeta para que la cargase. Cuando ya había metido los cartuchos yagitado la pólvora, soltó una maldición y dijo que estaba harto. Echó a andarcampo a través hacia donde habíamos preparado la celada. Los pájaroslevantaron el vuelo, pero no disparó un triste tiro y volvió derecho a casa.

» Cuando llegamos, le pedí que me dejara la escopeta para disparar o sacarlos cartuchos. Pero me mandó a … y se la llevó a su estudio, cargada. Allí nuncaentra nadie si no es por algo especial. Fue media hora después cuando oí eldisparo de la Manton. Lo reconocería entre mil. Fui corriendo al estudio y …

Eric Neville irrumpió bruscamente en la biblioteca, acalorado y nervioso.—Señor Beck —gritó—. Ha ocurrido algo monstruoso. Wardle, el agente de

policía local, ha detenido a mi primo y lo acusa de haber asesinado a mi tío conpremeditación.

Sin apartar los ojos del rostro alterado del muchacho, Beck hizo un ademáncon la mano para calmarlo.

—Tranquilo, señor Neville. No se alarme. Comprendo que eso hiera sussentimientos, pero no se puede evitar. El agente no ha hecho nada más quecumplir con su deber. Las pruebas son muy sólidas, como usted sabe, y en estoscasos lo mejor para todos es seguir el procedimiento.

» Puede retirarse —añadió, dirigiéndose a Lennox, que se había quedadomudo, además de oj iplático y boquiabierto, al recibir la noticia de la detención deJohn Neville.

Acto seguido se volvió a Eric.—Ahora, señor Neville —dijo—, me gustaría ver la habitación donde se

encuentra el cadáver.La total tranquilidad del detective causó su efecto en el chiquillo, pues era

poco más que un chiquillo, y calmó su agitación como calma el aceite las aguasrevueltas.

Dominando su sorpresa, Eric lo acompañó al pasillo de arriba y le condujohasta la puerta cerrada. Casi inconscientemente, se disponía a entrar en el estudiocon el detective cuando éste se lo impidió.

—Sé que tendrá la amabilidad de disculparme —dijo Beck—. Hecomprobado que veo más y pienso mejor cuando estoy solo. No soyprecisamente tímido, pero es una costumbre que tengo.

Cerró la puerta suavemente mientras decía estas palabras y echó la llave pordentro, sin retirarla de la cerradura.

La máscara de serenidad cayó de su rostro en cuanto se vio a solas. Sus labiosse crisparon, sus ojos echaron chispas y sus músculos parecieron tensarse deemoción, como un perro de caza cuando se acerca a su presa.

Le bastó echar una ojeada al cadáver para saber que aquello no era un

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suicidio. Al menos en ese punto, John Neville había dicho la verdad.La parte posterior de la cabeza estaba literalmente reventada por un disparo

casi a quemarropa. Entre el pelo, revuelto y pegajoso, asomaban pequeñasesquirlas de hueso blanco. La sangre había formado un charco negro sobre laalfombra, y su olor fétido inundaba el ambiente del estudio.

El detective se acercó a la mesa donde reposaba la escopeta de corredera,noble, antigua, apuntando hacia el cadáver. Pero entonces llamó su atención unabotella de agua casi llena, grande, como un globo de cristal, posada sobre un libroque había cerca del arma, entre ésta y la ventana. Cogió la botella y probó elagua con la punta de la lengua. Tenía un sabor insípido y peculiar, a agua hervida,pero no detectó ningún olor extraño. Aunque había mucho polvo en todas partes,la cubierta del libro estaba limpia, y Beck se fijó en un hueco de la tercera fila dela librería.

Tras echar un vistazo por todo el estudio, el detective se acercó a la ventana.Allí, en una mesita, observó un círculo limpio en la gruesa capa de polvo. Apoyóla base de la botella en el círculo y comprobó que coincidía a la perfección.Seguía junto a la ventana cuando vio unos trozos de papel arrugados y tirados enun rincón. Los cogió, los alisó y descubrió que estaban perforados con pequeñasquemaduras. Después de analizar minuciosamente los agujeros con la lupa, doblólos papeles y se los guardó en el bolsillo del chaleco.

De la ventana volvió a la escopeta. Esta vez la examinó con sumo cuidado.Vio que el cañón derecho se había disparado recientemente, pero el izquierdoseguía cargado. Y entonces hizo un hallazgo sobrecogedor. La corredera de losdos cañones estaba deslizada hasta la mitad. La pequeña cabeza de cobre delpercutor brillaba en el extremo del cañón izquierdo, pero en el derecho no habíacapucha.

¿Cómo había disparado el asesino el cañón derecho sin percutor? ¿Cómo ypor qué tuvo tiempo, en su mortífera tarea, de deslizar la corredera y echar elcerrojo?

¿Había resuelto Beck este problema? La sonrisa lúgubre se agrandó en suslabios y un destello de mal augurio para el desconocido asesino iluminó sus ojos.Por fin llevó la escopeta a la ventana y la examinó atentamente con la lupa.Observó una línea oscura y fina, como trazada con la punta de una aguja al rojovivo, que recorría la madera a lo largo de la culata y terminaba en el percutorderecho.

Hecho esto dejó el arma sobre la mesa. No había tardado más de diezminutos en la investigación. Dirigió una mirada al cuerpo inmóvil en el sofá,abrió la puerta, volvió a cerrarla a sus espaldas y echó a andar por el pasillo,nuevamente transformado en el jovial e imperturbable detective que habíaentrado en el estudio diez minutos antes.

Eric lo esperaba junto a las escaleras.

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—¿Y bien? —preguntó, al verlo.—Bueno —dijo Beck, pasando por alto la pregunta del muchacho—. ¿Cuándo

viene el juez de instrucción? Eso es lo primero en lo que hay que pensar, ycuanto antes, mejor.

—Mañana mismo, si usted lo desea. Mi primo John envió recado al señorMorgan, el juez de instrucción. Vive a solo cinco minutos de aquí, y ha prometidovenir mañana a las doce. No será difícil formar el jurado en el pueblo.

—Eso está muy bien, muy bien —contestó Beck, frotándose las manos—.Cuanto antes y con mayor discreción terminemos con estos preliminares, muchomejor.

—Acabo de contratar al abogado local para que represente a mi primo. Metemo que no es demasiado brillante, pero es el mejor que he podido encontrarcon tanta urgencia.

—Eso es muy oportuno y considerado de su parte… muy considerado. Perolos abogados poco pueden hacer en estos casos. Son pruebas lo que necesitamos,y me temo que las pruebas son más que evidentes. Y ahora, si hace el favor —añadió con mayor brío, como si apartara el desagradable asunto de un manotazo,por así decir—, aceptaría con mucho gusto esa cena de la que me habló.

Beck tomó un buen plato de urogallo, la última pieza cazada por el difunto, yuna botella de borgoña. Estaba de un humor excelente y, mientras saboreaba elvino y las nueces, le contó a Eric curiosas anécdotas de su carrera con las que elmuchacho pareció distraerse un poco del hondo dolor por la muerte de su tío y lapreocupación por su primo.

John Neville seguía entretanto encerrado en su dormitorio, custodiado por elpolicía en la puerta.

A las doce y media del día siguiente se llevó a cabo el levantamiento delcadáver.

El juez de instrucción, un hombre grande, rubicundo y de modales muyafables, practicó sus diligencias sin pérdida de tiempo.

El jurado examinó el cadáver atentamente, imperturbablemente, conparsimonia, como si se deleitara en el macabro espectáculo.

Incomprensiblemente, Beck se erigió en maestro de ceremonias y asesor deltribunal.

—Debería usted llevarse la escopeta —le indicó al juez de instrucción cuandosalían del estudio.

—Desde luego, desde luego —contestó el juez.—Y la botella de agua —añadió el detective.—¿Sospecha que pudiera estar envenenada?—Es mejor no dar nada por sentado —sentenció Beck.—Por supuesto, si usted lo cree —asintió el juez con servilismo—. Agente,

llévese la botella de agua.

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La biblioteca se llenó de gente del vecindario, en su mayoría agricultores dela finca Berkly y tenderos del pueblo.

Se colocó una mesa en un extremo de la sala para el juez, y en ella sereservó un asiento para el ubicuo corresponsal del diario local. A la derecha de lamesa se dispuso una doble hilera de sillas para el jurado.

Acababa el jurado de regresar, tras su inspección del cadáver, cuando en laavenida de grava resonó un cruj ir de ruedas y un trote de cascos, y un faetóntirado por dos caballos se detuvo bruscamente en la puerta de la mansión.

Momentos más tarde entraba en la biblioteca un caballero apuesto y de portemarcial, y de su brazo una joven, a la que él sostenía con una ternura y un cariñoprotector sumamente conmovedores. La joven tenía la tez muy pálida, perohabía en sus rasgos una dulzura y un encanto extraordinarios. Un levísimo rubor,puro como la rosa silvestre, coloreaba sus mejillas, y sus ojos se asemejaban alos de un cervatillo.

No hizo falta que nadie dijera a Beck que allí estaban el coronel Pey ton y suhija. El detective observó la mirada —tímida, compasiva, amorosa— que lajoven dirigió a John Neville al pasar por delante de la mesa donde estaba sentadocon el rostro hundido entre las manos. La expresión de Beck se ensombreció porun instante y adoptó un gesto deliberadamente severo, pero enseguida recobró elaire afable y jovial de costumbre.

El juez de instrucción interrogó brevemente al jardinero, el guardabosques yel mayordomo, y acto seguido, con bastante torpeza por cierto, continuó elinterrogatorio el señor Waggles, el abogado a quien Eric había tenido laconsideración de contratar para que defendiera a su primo.

Conforme las sospechas que pesaban sobre John Neville se convertían poco apoco en siniestra certeza, la señorita Pey ton, en un rincón de la sala, se ibaponiendo blanca como un lirio, y se habría desmayado de no ser porque su padrela sostenía.

—¿Está dispuesto a declarar el señor John Neville? —preguntó el juez, cuandoterminó de anotar las últimas palabras de la declaración del mayordomo sobre lapelea de la noche anterior al asesinato.

—No, señoría —dijo el señor Waggles—. Comparezco en representación delacusado, y nos acogemos a nuestro derecho a no declarar.

—En realidad, no tengo nada que decir que no se hay a dicho y a —interpusoJohn Neville en voz baja.

—Señor Neville —protestó el abogado en tono pomposo—, tengo que pedirleque deje el caso enteramente en mis manos.

—¡Eric Neville! —llamó el juez—. Creo que es el último testigo.Eric se puso delante de la mesa y cogió la Biblia con una mano. Estaba

pálido, aunque tranquilo y sereno, y había en sus ojos oscuros y en su voz suaveun dolor sincero que conmovió todos los corazones… menos uno.

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Fue conciso y claro. Saltaba a la vista que intentaba por todos los mediosproteger a su primo, pero a pesar de eso, o quizá por eso mismo, las pruebas sevolvieron en contra de John Neville de un modo aterrador.

El juez tuvo que arrancarle literalmente las respuestas a las preguntas queincriminaban a su primo.

Con manifiesta reticencia, Eric describió la riña que se produjo durante lacena, la noche anterior al asesinato.

—¿Se enfadó mucho su primo? —preguntó el juez.—No sería humano si no se hubiera enfadado por aquellos insultos.—¿Qué dijo?—No recuerdo todo lo que dijo.—¿Le dijo a su tío: « Bueno, no vivirás eternamente» ?No hubo respuesta.—Vamos, señor Neville, le recuerdo que ha jurado usted decir la verdad.—Sí —respondió Eric, con un susurro apenas audible.—Lamento su dolor, pero debo cumplir con mi deber. Tengo entendido que al

oír ese disparo se encontraba usted a unos cincuenta metros del estudio de su tío ysalió corriendo hacia allí.

—Más o menos.—¿A quién vio inclinado sobre el difunto?—A mi primo. Y tengo que decir que estaba profundamente apenado.—Y ¿no vio a nadie más?—No.—Su primo es el heredero de los bienes del hidalgo Neville, su propietario,

dadas las circunstancias. ¿Es así?—Eso creo.—Es suficiente. Puede retirarse.Este intercambio de preguntas y respuestas, que parecía tensar por momentos

la soga alrededor del cuello de John Neville, se escuchó en la bibliotecaabarrotada en medio de un silencio expectante.

Hubo un suspiro hondo y prolongado cuando concluyó. La intriga diomuestras de diluirse, pero no la agitación.

Beck se puso en pie con la mayor naturalidad del mundo cuando Eric Nevilley a se alejaba de la mesa, dispuesto a interrogarlo.

—Ha dicho usted que « cree» que su primo es el heredero de su tío. ¿Acasono lo « sabe» ?

El señor Waggles intervino al punto:—Protesto, señoría. Esto es completamente irregular. Este caballero no es un

profesional. No representa a nadie. No tiene locus standi en el tribunal.Nadie sabía mejor que el detective que técnicamente no estaba legitimado

para abrir la boca, pero su expresión serena y decidida, la tranquilidad con que

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parecía hacer uso de un derecho incuestionable, le permitieron salirse con lasuya.

—Tengo entendido —dijo el juez— que el señor Beck ha venidoexpresamente de Londres para hacerse cargo del caso, y no voy a impedirle queformule tantas preguntas como desee.

—Gracias, señoría —respondió Beck, en el tono de quien ve reconocido underecho legítimo. Y una vez más se dirigió al testigo—: ¿No sabía usted que JohnNeville era el heredero de Berkly Manor?

—Claro que lo sabía.—Y si John Neville muere en la horca, ¿la totalidad de los bienes será para

usted?Todos los presentes se quedaron atónitos por la brutalidad de la pregunta,

formulada con tanta indiferencia. El señor Waggles negó con la cabeza, muyenfadado, pero Eric respondió, más tranquilo que nunca:

—Eso es una grosería y una crueldad.—Pero ¿es cierto?—Sí, es cierto.—Sigamos adelante. Cuando entró usted en el estudio, después del asesinato,

¿examinó la escopeta?—Lo intenté, pero mi primo no me lo permitió. Permítame añadir que creo

que hizo muy bien. Dijo que no debíamos tocar nada. Cerró la puerta y se guardóla llave. Después de ese momento no volví a entrar en el estudio.

—¿Se fijó bien en la escopeta?—No especialmente.—¿Vio usted que la corredera de los dos cañones estaba a medio deslizar?—No.—¿Se fijó en que el cañón derecho acababa de ser disparado?—Por supuesto que no.—¿Eso quiere decir que no se fijó?—Sí.—¿Se fijó en que había una pequeña quemadura en forma de raya en la

culata y que llegaba hasta el percutor derecho?—No.El señor Beck cogió la escopeta.—Fíjese bien. ¿Lo ve ahora?—Sí, ahora lo veo por primera vez.—Y supongo que no tendrá una explicación.—No.—¿Seguro?—Completamente seguro.El auditorio no perdía ripio de este extraño interrogatorio, sin sentido aparente,

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y se esforzaba en vano por desentrañar su significado.Las respuestas de Eric Neville fueron claras y tranquilas, pero quienes lo

observaban con atención repararon en que a Eric le temblaba el labio inferior ysolo con un enorme esfuerzo de la voluntad lograba conservar la calma.

—Sigamos adelante —volvió a decir el detective—. Cuando entró usted en elestudio de su tío, antes de que se efectuara el disparo, ¿cogió un libro de laestantería y lo dejó encima de la mesa?

—La verdad es que no lo recuerdo.—¿Por qué se llevó la botella, que estaba junto a la ventana, y la puso encima

del libro?—Quería beber.—Pero la jarra estaba llena.—Supongo que lo hice para apartarla del sol.—Y ¿la dejó en la mesa, donde también daba el sol?—La verdad es que no recuerdo esos detalles triviales —dijo Eric. Su forzada

serenidad empezaba a resquebrajarse por fin.—En ese caso sigamos adelante —dijo Beck por tercera vez.Se sacó del bolsillo del chaleco los trozos de papel con pequeñas quemaduras

y se los dio al testigo.—¿Sabe algo de estos papeles?Eric guardó silencio unos instantes. Sus labios se tensaron, como si sintiera un

espasmo de dolor, pero enseguida respondió rotundamente:—Nada en absoluto.—¿Se entretiene usted a veces quemando papeles con una lupa?Esta pregunta, tan sencilla en apariencia, se formuló con la brusquedad de un

pistoletazo.—El caballero está jugando con el tribunal —protestó Waggles.—Esa pregunta parece irrelevante, señor Beck —le reconvino el juez con

amabilidad.—Mire al testigo, señoría —respondió Beck—. A él no le parece irrelevante.Todos los ojos se volvieron al rostro de Eric Neville y se quedaron clavados

en su expresión.El color había abandonado por completo sus mejillas y sus labios. Tenía la

boca abierta y miraba a Beck con desprecio y pavor.El detective prosiguió sin inmutarse:—¿Se entretiene usted a veces quemando papeles con una lupa?No hubo respuesta.—¿Sabe usted que una botella como ésta puede convertirse en una lente de

ignición?No hubo respuesta.—¿Sabe usted que en ocasiones se ha empleado una lente de ignición para

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provocar la explosión de un cañón o disparar un arma?Eric por fin recobró el habla, aunque lo hizo como en contra de su voluntad.

Habló con una voz que no era la suy a: fuerte, ronca, apenas articulada; una vozcomo la que se oía antiguamente en la cámara de tortura cuando la tensión delpotro se volvía insoportable.

—¡Sabueso diabólico! —gritó—. Maldito seas. Maldito seas. ¡Me hasdescubierto! ¡Lo confieso! ¡Yo soy el asesino! —Y cayó al suelo, como si lediera un síncope.

—¡Y el sol fue su cómplice! —concluyó Beck, con su placidez de siempre.

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E. y H. Heron

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E. (?—?) y H. Heron (1876-1922) son los seudónimos, respectivamente, deKate O’Brien Ryall Prichard y Hesketh Vernon Hesketh-Prichard, madre e hijo.Hesketh Vernon Hesketh-Prichard fue un militar, aventurero, explorador, cazadory deportista muy conocido en la época. Junto a su madre, de la cual poco sesabe, escribió libros de viajes, relatos y novelas. Una de ellas, The Chronicles ofDon Q. (1904), sobre un Robin Hood español, se convertiría años después en unvehículo de lucimiento en el cine para Douglas Fairbanks. En 1897, James Barrielos presentó a Cy ril Arthur Pearson, magnate de la prensa, que les encargó unaserie de cuentos de fantasmas para su revista. Nació así el primer detectiveparanormal, Flaxman Low, cuyas aventuras se recogerían después enGhosts:Being the Experiences of Flaxman Low (1899). Posteriormente, en 1913, y a ensolitario, Hesketh-Prichard crearía otro personaje, November Joe, cazador yleñador canadiense que también se enfrenta a los más variados delitos.

« La historia de Los Españoles de Hammersmith» (« The Story of TheSpaniards, Hammersmith» ) se publicó en enero de 1898 en Pearson’s Magaziney fue el quinto relato de las aventuras de Flaxman Low. Low es un detective de losobrenatural. Su tarea es identificar a qué tipo de fantasma se enfrenta (vampiro,momia, espectro…) y tratar de neutralizarlo. En este oficio combina experiencia,dotes de deducción a partir de las huellas (leves) de los fantasmas y siempre hayun enfrentamiento físico con ellos.

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La historia de Los Españoles de Hammersmith

(1898)

El teniente de navío Roderick Houston, del buque de su majestad Sphinx, apenascontaba con nada más que su salario y empezaba a estar cansado de su puesto enÁfrica occidental cuando recibió la grata noticia de que un familiar le habíadejado una herencia. El legado consistía en una atractiva suma de dinero enefectivo y una casa en Hammersmith, alquilada por doscientas libras anuales yconfortablemente equipada, según se decía. Así pues, Houston contaba con estarenta para redondear sus ingresos hasta alcanzar una cifra bastante deseable.Nuevas notificaciones de casa le mostraron, sin embargo, que sus expectativaseran prematuras: de ahí que, siendo como era un hombre de acción, solicitarados meses de permiso y regresara a su país para ocuparse personalmente de susasuntos.

Cuando llevaba una semana en Londres, llegó a la conclusión de que no habíaninguna esperanza de sortear sin ayuda los obstáculos que se le presentaban. Enconsecuencia, escribió la siguiente carta a su amigo Flaxman Low:

Los Españoles, Hammersmith23-3-1892

Querido Low:Desde que nos despedimos, hace tres años, he sabido muy poco de ti. Ay er

me encontré con nuestro amigo común Sammy Smith (el « Gusano de Seda» denuestros tiempos del colegio), y me contó que tus estudios han tomado un nuevorumbo y que ahora estás muy interesado por los fenómenos paranormales. Deser así, confío en poder animarte a que vengas a pasar unos días conmigo, yprometo exponerte un problema que se enmarca en el ámbito de tus intereses. Eneste momento estoy viviendo en Los Españoles, una casa que he heredadorecientemente, construida por un hombre llamado Van Nuysen, que se casó conuna tía abuela mía. Es una buena casa, pero dicen que hay « algo raro» en ella.Es perfecta para alquilarse, aunque por desgracia no hay manera de convencer alos inquilinos para que se queden una semana más. Se quejan de que la casa estáencantada « por un fantasma» , de que ocurren cosas que por lo visto llevan lamarca inequívoca de los caprichos absurdos que revelan la presencia deapariciones.

Se me ocurre que quizá te interese investigar el caso conmigo. Si así fuera,envíame un telegrama y dime cuándo te espero.

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Tuy o,RODERICK HOUSTON

Houston esperó la respuesta con impaciencia. Low era de esos hombres enlos que se podía confiar para casi cualquier emergencia. Sammy Smith le habíacontado a Houston una anécdota muy característica del paso de Low por Oxford,donde, aun cuando sus proezas intelectuales pudieran haberse olvidado, siemprese le recordaría porque, cuando Sands, del Queen’s College, cayó enfermo un díaantes del torneo universitario, Low recibió un telegrama que decía: « Sandsenfermo. Tienes que lanzar el martillo para nosotros» . A lo que Low contestósucintamente: « Allí estaré» . Hecho esto, terminó de redactar el trabajo en elque estaba ocupado y, al día siguiente, su esbelta figura lanzó el martillo,vitoreado por una vociferante multitud, pues no solo ganó la competición, sinoque marcó el récord.

Cinco días más tarde llegó la respuesta de Low, desde Viena. Mientras la leía,Houston recordó con una sonrisa la frente alta, el cuello largo y el bigote fino desu erudito y atlético amigo. Había en Flaxman Low mucho más de los méritospor los que se le reconocía y respetaba.

Mi querido Houston:Me alegra tener noticias tuyas. En respuesta a tu amable invitación, te

agradezco la oportunidad de conocer al fantasma, y aún más el placer de tucompañía. He venido aquí para investigar un caso similar. Confío, no obstante, enpoder emprender el viaje mañana y estar contigo el viernes por la noche.

Muy sinceramente,FLAXMAN LOW

P.S. Sería conveniente que des vacaciones a la servidumbre durante miestancia, pues, para que mis investigaciones sirvan de algo, nadie, aparte denosotros, debe tocar una sola mota de polvo en la casa.

F. L.

Los Españoles se encontraba a unos quince minutos andando del puente deHammersmith. Situada en un vecindario muy respetable, la residenciacontrastaba de un modo extraño con el aspecto anodino y corriente de lasestrechas callejuelas de los alrededores. Cuando Flaxman Low se acercaba haciaallí en un coche, a la luz del atardecer, pensó que la casa procedía del más allá,que parecía pertenecer a un mundo antiguo y exótico.

Un muro de tres metros de alto, por encima del cual asomaba la plantaprincipal, rodeaba la vivienda, y Low llegó a la conclusión de que aquel edificiode aspecto indiscutiblemente inglés, tenía sin embargo un curioso aire tropical. Elinterior de la casa producía la misma sensación, con sus habitaciones espaciosas

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y bien aireadas, sus colores frescos y sus amplios pasillos alfombrados.—¿Tú has visto algo desde tu llegada? —preguntó Low cuando se sentaron a

cenar, ya que Houston había llegado a un acuerdo con un hotel para que lessirviera las comidas.

—He oído golpes en el pasillo del piso de arriba. Es un corredor sin alfombraque va de un lado a otro de la casa. Una noche reaccioné más deprisa de lonormal y vi algo parecido a una vej iga que desaparecía en uno de los dormitorios(el que va a ser el tuyo, por cierto) y cómo se cerraba la puerta a continuación—dijo Houston con disgusto—. Las payasadas propias de un fantasma.

—¿Qué te contaron los anteriores inquilinos? —dijo Low.—Casi todos vieron y oyeron lo mismo que acabo de contarte, y se

marcharon enseguida. El único que aguantó un poco más fue el anciano Filderg.¿Lo conoces? Hace veinte años intentó cruzar los desiertos australianos. Filderg sequedó aquí ocho semanas. Cuando dejó la casa le dijo al agente inmobiliario quehabía hecho algunas prácticas de tiro en el pasillo del piso de arriba y esperabano tener que pagar los desperfectos, porque había sido en defensa propia. Lecontó que algo le había atacado, en la cama, y había intentado estrangularlo. Lodescribió como una masa viscosa y fría. Lo persiguió por el pasillo y disparó.Aconsejó al dueño que demoliera la casa, pero, como es lógico, mi primo noquiso hacer nada por el estilo. Es una buena casa y le pareció absurdo derribarla.

—Eso es verdad —asintió Flaxman Low, mirando a su alrededor—. El señorVan Nuy sen había vivido en las Antillas y conservaba el gusto por lashabitaciones espaciosas.

—¿Dónde oíste hablar de él? —preguntó Houston, sorprendido.—No sé nada más de lo que me contabas en tu carta, pero he visto un par de

frascos con sargazos y una planta acuática ornamental de esas que se traíanantiguamente de las Antillas.

—Tal vez debería contarte la historia de Van Nuy sen —dijo Houston en tonodubitativo—, aunque lo cierto es que no estamos precisamente orgullosos de él.

Flaxman Low se quedó pensativo un momento y preguntó:—¿Cuándo se vio al fantasma por primera vez?—Cuando el primer inquilino llegó a la casa. Se alquiló después de la muerte

de Van Nuy sen.—En ese caso, quizá me ayudaría saber algo de él.—Tenía plantaciones de caña de azúcar en Trinidad, donde vivió la may or

parte de su vida. Mi tía, su mujer, estaba casi siempre en Inglaterra, porincompatibilidad de caracteres, al parecer. Cuando él regresó definitivamente yconstruyó esta casa, siguieron viviendo separados. Ella se negó a vivir con él pornada del mundo. Más adelante Van Nuysen quedó inválido e insistió en que mi tíalo acompañara. Vivió aquí alrededor de un año, hasta que una mañana laencontraron muerta, en la cama… en tu habitación.

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—¿De qué murió?—Tenía la costumbre de tomar narcóticos, y crey eron que se excedió con la

dosis.—Eso no suena muy convincente —señaló Flaxman Low.—A su marido, por lo visto, sí le convenció, y, como no era asunto de nadie

más, la familia prefirió silenciar el accidente.—Y ¿qué fue de Van Nuysen?—Eso no lo sé. Desapareció poco después. Lo buscaron, como es natural,

pero hoy nadie sabe qué ha sido de él.—Eso es raro, teniendo en cuenta que estaba inválido —dijo Low. Y se

abstrajo un buen rato, hasta que oy ó a Houston maldecir la incurable estupidez delos fantasmas. Flaxman volvió en sí entonces. Era un hombre con una inmensacapacidad para entusiasmarse sin perder la serenidad. Cascó una nuez con airepensativo y dijo con voz suave—: Mi querido amigo, es fácil apresurarse acensurar el comportamiento de los fantasmas. A nosotros puede parecernoscompletamente absurdo, y reconozco que en general no parece tener ningúnsentido o propósito inteligente. Pero ten en cuenta que lo que a nosotros nosparece estupidez puede ser sabiduría en el mundo de los espíritus, del quenuestros sentidos solo están capacitados para vislumbrar pequeños fragmentosinconexos. No me cabe la menor duda de que ese mundo forma un todocoherente si logramos descubrir su conexión.

—Podría ser —dijo Houston con indiferencia—. La gente dice, como esnatural, que este fantasma es el espíritu de Van Nuy sen. Pero ¿qué relaciónpuede existir entre lo que te he contado de él y las apariciones? ¿En esacostumbre de andar dando golpes en el pasillo con forma de vej iga, como unniño jugando? ¡Parece una idiotez!

—Lo parece, pero no tiene por qué serlo necesariamente. Eso son hechosaislados; tenemos que buscar la manera de relacionarlos. Supongamos que a unhombre que nunca ha visto un caballo le mostraran una silla de montar y unaherradura. Dudo que, por muy inteligente que fuera, lograra encontrar larelación. Si los espíritus nos resultan tan extraños, es sencillamente porque nosfaltan datos que nos ayuden a interpretarlos.

—Es un punto de vista original —respondió Houston—, pero yo creo, Low,que estás perdiendo el tiempo.

Flaxman Low sonrió despacio. Su rostro grave y melancólico se iluminó.—Yo he ahondado un poco más en este asunto. En otras ciencias se razona

por analogía. La psicología, por desgracia, es una ciencia con futuro, aunque sinpasado, o más probablemente es una ciencia antigua y perdida. Sea como sea,hoy nos encontramos en la frontera de un mundo desconocido, y el progreso esel fruto del esfuerzo individual; cada solución a los fenómenos extrañosconstituye un paso hacia la solución del problema siguiente. En este caso, por

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ejemplo, la aparición en forma de vej iga podría ser la clave del misterio.Houston bostezó.—No parece que tenga mucho sentido, pero puede que tú seas capaz de

comprender la razón. Si fuera algo tangible, algo que se pudiera asir con lasmanos, sería más sencillo.

—Estoy completamente de acuerdo. Pero, supongamos que tratamos elasunto tal como es, siguiendo un procedimiento similar al que aplicaríamos a unmisterio puramente humano, es decir, un procedimiento prosaico y racional.

—Mi querido amigo —contestó Houston, retirando la silla de la mesa con airecansado—, haz lo que quieras, pero líbrame de ese fantasma.

Por algún tiempo, tras la llegada de Low, no ocurrió nada nuevo. Los golpesen el pasillo continuaron, y más de una vez Low tuvo tiempo de ver cómo lavej iga desaparecía en su dormitorio y cerraba la puerta. Lamentablemente, él noestaba dentro en esas ocasiones y, aunque la siguió a toda prisa, no llegó a vernada más. Examinó la casa a conciencia, sin dejar un solo rincón por analizar ensu minucioso registro. No había sótanos, y los cimientos eran una gruesa capa dehormigón.

La sexta noche, por fin sucedió un acontecimiento que, según Flaxman Low,los acercaba bastante al final de sus investigaciones. Las dos noches anteriores,los dos amigos habían montado guardia, con la esperanza de ver a la persona o lacosa que se empeñaba en dar golpes en el pasillo. No hubo apariciones, y sellevaron un chasco. La tercera noche, por tanto, Low se retiró a su dormitorio unpoco antes de lo acostumbrado, y se quedó dormido casi al instante.

Más tarde contaría que se despertó con la sensación de tener un peso encimade los pies, un peso inerte y quieto. Recordó que había dejado la lámpara de gasencendida, pero el dormitorio estaba a oscuras.

A continuación tomó conciencia de que el objeto que estaba en la cama sedesplazaba despacio y se acercaba poco a poco a su pecho. No tenía la menoridea de cómo había llegado esa cosa a la cama. ¿Había subido de un salto o habíatrepado? Tuvo la impresión de que era un cuerpo lento, pesado y viscoso, que noreptaba ni se arrastraba, ¡sino que se expandía! ¡Fue espantoso! Intentó mover laspiernas, pero el peso se lo impidió. Una sensación de sopor empezó a apoderarsede él, y un frío mortal, comparable al que había experimentado en alta mar,rodeado de icebergs, invadió el ambiente.

Con un esfuerzo titánico consiguió liberar los brazos, pero la cosa se volvíacada vez más invencible conforme se iba extendiendo. Después vio un par deojos vidriosos, con unos párpados lívidos y vueltos hacia fuera, que lo miraban sinpestañear. No sabía decir si eran los ojos de un hombre o de un animal, pero eranacuosos, como los de un pez muerto, y tenían un pálido brillo interior.

Reconoció que se asustó, aunque tuvo la frialdad suficiente para fijarse enuna peculiaridad de su visitante espectral: a pesar de que tenía la cara del

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fantasma a escasos centímetros de la suy a, no notaba su respiración. Entoncescomprendió que el fantasma se proponía asfixiarlo, pues, por el mismoprocedimiento de expandirse, empezaba a cubrir su rostro. Era una masapegajosa y fría, como la melaza o como un caracol. Y a cada instante se volvíamás pesada. Low es un hombre fuerte, y la emprendió a puñetazos con la cabezade la cosa. Sintió que los golpes hacían fluir una sustancia, y tuvo una repugnantesensación de carne herida.

Con un movimiento feliz, consiguió incorporarse en la cama y pelear contodas sus fuerzas a pesar de que estaba aplastado. Sus esfuerzos apenas producíanun ligero temblor o una sacudida en la masa que recibía los puñetazos.Finalmente, por casualidad, tocó con la mano la vela que tenía en la mesilla. Almomento se acordó de los fósforos, cogió la caja y encendió uno.

Al hacerlo, el bulto se deslizó hasta el suelo. Low saltó de la cama y encendióla vela. Sintió que algo frío le rozaba la pierna, pero miró y no vio nada. Lapuerta, que había cerrado con llave al entrar, estaba abierta. Salió corriendo alpasillo. Todo estaba tranquilo y silencioso, con esa especie de vacío latente propiode la noche.

Pasó un rato buscando y volvió a su dormitorio. En la cama aún seapreciaban signos de la reciente pelea, y el reloj marcaba entre las dos y las tres.

Viendo que no podía hacer nada, se puso la bata, encendió su pipa y se sentó aredactar una crónica de la experiencia que acababa de tener, para la Sociedad deInvestigación Paranormal. De este documento se ha tomado el resumen de lospárrafos precedentes.

Aunque es un hombre valiente, Low no pudo ocultarse que había combatidocontra alguna grotesca modalidad de muerte. No estaba en condiciones dedeterminar la naturaleza de su agresor, pero su experiencia se veía corroboradapor el ataque que antes que él había sufrido Filderg, y también —era imposibleno llegar a esta conclusión— por la manera en que había muerto la mujer de VanNuysen.

Analizó atentamente la experiencia en relación con los golpes en el pasillo yla vej iga, pero, por más vueltas que daba a estos sucesos, no sacaba nada enclaro. Eran del todo incongruentes. Un poco más tarde llamó a la puerta deldormitorio de Houston.

—¿Qué era? —preguntó Houston cuando Low terminó de relatarle elencuentro.

Low se encogió de hombros.—Al menos demuestra que Filderg no lo soñó —dijo.—Pero ¡es monstruoso! Estamos aún más perdidos que al principio. No hay

más remedio que derribar la casa. Nos marcharemos de aquí hoy mismo.—No te apresures, amigo mío. Me privarías de un inmenso placer. Además,

podríamos estar muy cerca de realizar un hallazgo muy valioso. Esta secuencia

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de apariciones es incluso más interesante que el misterio de Viena del que tehablé.

—Pues con hallazgo o sin él —replicó Houston—, a mí esto no me gusta.A primera hora de la mañana siguiente Low salió de la casa y estuvo fuera un

cuarto de hora. Antes de desay unar, un hombre entró en el jardín con unacarretilla de arena. Low levantó la vista del periódico, se asomó a la ventana ydio una orden.

Cuando Houston bajó, minutos más tarde, vio con sorpresa el montón dearena sobre el césped.

—¡Eh! ¿Qué pasa? —preguntó.—Lo he pedido yo —dijo Low.—Muy bien. ¿Para qué es?—Para que nos ayude en nuestras investigaciones. Nuestro visitante es capaz

de hacerse notar, y ha dejado una huella muy clara en la cama. Supongo quetambién puede dejarla en la arena. Sería una ventaja enorme si pudiéramosdescubrir qué tipo de pies le permiten desplazarse. Me propongo cubrir el pasillode arriba con una capa de arena y ver qué pisadas deja si regresa esta noche.

Esa noche, encendieron el fuego en el dormitorio de Houston y se sentaron afumar y a charlar, dejando que el fantasma « deambulase a sus anchas por unavez» , según lo expresó Houston. A la hora de costumbre empezaron los golpes,que cesaron poco después en el otro extremo del pasillo a la vez que la puerta secerraba con sigilo.

Low soltó un largo suspiro de satisfacción.—Es la puerta de mi dormitorio —dijo—. Reconozco el ruido perfectamente.

Por la mañana, a la luz del día, veremos qué ha pasado.En cuanto hubo luz suficiente para examinar las huellas, Low despertó a

Houston.Houston estaba emocionado como un niño, pero se desanimó mucho cuando

terminaron de recorrer el pasillo.—Hay huellas —dijo—, pero son tan desconcertantes como todo lo

relacionado con esta bestia que acecha la casa, sea lo que sea. Supongo que creesque es la huella que ha dejado la cosa que te atacó la noche anterior.

—Yo diría que sí —contestó Low, que seguía inclinado y observando el sueloatentamente—. ¿Tú qué crees, Houston?

—Para empezar, que esa cosa tiene una sola pierna, y que deja la marca deuna almohadilla grande y sin garras. Es un animal… un monstruo macabro.

—Al contrario —dijo Low—. Creo que ahora tenemos razones suficientespara llegar a la conclusión de que es un hombre.

—¿Un hombre? ¿Qué hombre dejaría unas huellas como éstas?—Mira los hoy os y las líneas que hay a los lados. Son las marcas de los

bastones con que hace esos ruidos.

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—No me convences —dijo Houston con obstinación.—Esperaremos otras veinticuatro horas y, mañana por la noche, si no ocurre

nada más, te contaré mis conclusiones. Piénsalo. Los golpes, la vej iga y el hechode que Van Nuysen viviese en Trinidad. Suma las tres cosas a esa única huellaque parece una almohadilla. ¿No se te ocurre una posible explicación?

Houston negó con la cabeza.—Ninguna. Y no soy capaz de relacionar nada con lo que os ocurrió a Filderg

y a ti.—¡Ay! —dijo Flaxman Low, con gesto desanimado—. Confieso que me

llevas a un terreno muy distinto, pero a mí me parece que la relación es perfecta.Houston enarcó las cejas y se rió.—Si consigues desentrañar este enredo de indicios y sucesos y eres capaz de

diagnosticar la aparición, me dejarás muy sorprendido. ¿Qué puedes deducir apartir de esa huella sin pie?

—Algo, al menos eso espero. De hecho, esa marca puede ser una pista, unapista extravagante, pero una pista al fin y al cabo.

Esa tarde el tiempo se estropeó, y ya de noche la tormenta se convirtió envendaval, acompañado de fuertes chaparrones.

—Hay mucho ruido —dijo Houston—. No creo que oigamos al fantasma,suponiendo que aparezca.

Esto sucedía después de cenar, cuando se retiraron a la sala para fumar. Alver que el quinqué del vestíbulo daba poca luz, Houston se detuvo a abrir la llavedel gas y le pidió a Low que fuese a comprobar si la lámpara del pasillo de arribatambién estaba encendida.

Flaxman Low miró hacia las escaleras y se le escapó una pequeñaexclamación que alertó a Houston.

Un rostro los observaba entre la barandilla del piso de arriba: un rostroborroso, amarillento, flanqueado por dos orejas enormes, con un aspectoextrañamente leonino. Apenas alcanzaron a verlo un segundo: fue como unacolisión de miradas, por así decir; una mirada desafiante antes de que el rostrodesapareciera y los dos amigos subieran las escaleras literalmente corriendo.

—Aquí no hay nada —dijo Houston, después de registrar todas lashabitaciones.

—Yo no esperaba encontrar nada —contestó Low.—Esto se embrolla cada vez más —dijo Houston—. Ahora no podrás

desentrañar el misterio.—Ven —dijo Low—. Ya estoy preparado para darte mi opinión.Bajaron a la sala, donde Houston se afanó en encender todas las luces

posibles y se aseguró de cerrar las ventanas antes de preparar un buen fuego,mientras Flaxman Low, que como de costumbre tenía un cigarrillo entre loslabios, lo observaba con aire divertido, desde un extremo de la mesa.

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—¿Has visto esa cara abominable? —preguntó Houston, cuando por fin sedesplomó en una butaca—. Era tan material como la tuya o la mía. ¿Adóndehabrá ido? Tiene que estar en alguna parte.

—Lo hemos visto claramente. Con eso nos basta.—A ti se te da muy bien enumerar puntos, Low. Ahora escucha mi propia

lista. Los misterios crecen con cada nuevo descubrimiento. Estamos en uncallejón sin salida, creo y o. Los ruidos y los bastones apuntan a que es un hombremayor, y ese juego de la vej iga, a que es un niño; la huella podría ser de un tigresin garras, pero la cosa que te atacó la otra noche era viscosa y fría. Y al final,para rematar la broma, vemos un rostro humano con aspecto de león. Si erescapaz de encajar todas estas piezas, con mucho gusto escucharé lo que tengasque decir.

—Primero permíteme que te haga una pregunta. Me pareció entender que nohabía ningún parentesco sanguíneo entre el señor Van Nuysen y tú, ¿es así?

—Así es. Él era extranjero —contestó Houston con brusquedad.—En ese caso, bienvenido a mis conclusiones. Todo lo que has enumerado

apunta a una explicación. Esta casa está hechizada por el espíritu de Van Nuysen,que estaba enfermo de lepra.

Houston se levantó y miró a su amigo boquiabierto.—¡Qué horror! Reconozco que no entiendo cómo has llegado a esa

conclusión.—Analiza la cadena de pruebas en un orden distinto —dijo Low—. ¿Por qué

necesita un hombre un bastón para caminar?—Generalmente porque es ciego.—En caso de ceguera, el bastón se usa para orientarse. Aquí hay dos

bastones, para apoyarse.—Es un hombre que ha perdido el uso de los pies.—Exacto. Un hombre que por alguna razón ha perdido parcialmente el uso de

los pies.—Pero ¿y la vej iga y esa cara con aspecto de león? —preguntó Houston.—La vej iga, o lo que a nosotros nos parece una vej iga, era uno de los pies,

deformado por la enfermedad y probablemente vendado. Con ese pie searrastraba más que otra cosa. Por eso, cuando cruza una puerta, por ejemplo,tiene la costumbre de dejarlo atrás. Pasemos ahora a la única huella queencontramos. Existe una variedad de lepra que descompone los huesos máspequeños de las extremidades. La huella parecida a una almohadilla era, creo, lamarca del otro pie, un pie sin dedos, porque en una fase más avanzada de laenfermedad la mano o el pie mutilados cicatrizan y se vuelven callosos.

—Continúa —dijo Houston—, suena como si pudiera ser cierto. Aunque esode la cara de león sigo sin entenderlo. He estado en China, y he visto enfermos delepra.

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—Sabemos que Van Nuy sen vivió muchos años en Trinidad, y es probableque contrajera la enfermedad allí.

—Supongo que sí. Y a su regreso —añadió Houston—, se encerró casi porcompleto y difundió el rumor de que padecía gota, aunque la explicación era esaotra enfermedad terrible.

—Eso también explica que su mujer se negara a volver con él.Houston parecía muy alterado.—No podemos detenernos ahora, Low —dijo con voz ahogada—. Aún

quedan muchas cosas por aclarar. ¿Puedes decirme algo más?—A partir de aquí me encuentro en un terreno menos seguro —reconoció

Low—. Me limito a apuntar una posibilidad. Por tanto, no te pido que la aceptes.¡Creo que la señora Van Nuysen murió asesinada!

—¡Cómo dices! ¿Por su marido?—Los indicios señalan que fue así.—Pero, querido amigo…—La asfixió y después acabó con su vida. Es una lástima que no se

encontrara el cadáver. El estado de los restos es lo único que podría corroborarmi teoría. Si aún fuera posible dar con el esqueleto, podríamos determinar si teníala lepra.

Hubo una larga pausa antes de que Houston pusiera otra cuestión sobre lamesa.

—Espera un momento, Low —dijo—. Es un hecho aceptado que losfantasmas son inmateriales. Pero resulta que nuestra aparición tiene un cuerpotangible. ¿Eso no es muy extraño? Todo lo demás lo has dejado más o menosclaro. Ahora, dime una cosa: ¿por qué este leproso muerto intentó asesinaros a tiy a Filderg? Y también: ¿cómo tenía la fuerza física necesaria para hacerlo?

Low se apartó el cigarrillo de los labios.—Ahora entro en el campo de la pura especulación teórica —dijo—. Ha

habido casos aparentemente justificados por una intervención diabólica.—¿Una intermediación diabólica? No entiendo.—Trataré de explicarme, aunque los datos son de momento inmaduros y

vagos. Van Nuysen cometió un asesinato de una atrocidad inusitada, y acontinuación se quitó la vida. Ahora bien, se sabe que los cadáveres de lossuicidas son especialmente susceptibles a las influencias espirituales, hasta elpunto de que su descomposición se interrumpe. Suma esto al hecho conocido deque el principal objetivo de un espíritu maligno es encarnarse en algún cuerpo.Llevando mi teoría a su conclusión lógica, yo diría que el cuerpo de Van Nuy senestá escondido en alguna parte de esta casa, y que intermitentemente lo anima unespíritu que, en ciertos momentos, se ve obligado a escenificar la truculentatragedia de los Van Nuysen. ¡Ay de la persona viva que por azar ocupe el lugarde la primera víctima!

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Houston tardó un rato en hacer algún comentario a esta opinión tan singular.—Pero ¿tú has visto alguna vez algo parecido? —preguntó al fin.—Recuerdo bastantes casos —dijo Low, pensativo—, que podrían refrendar

esta hipótesis. Entre ellos un curioso hechizo que Busner estudió exhaustivamentea principios de 1888 y en el que tuve la suerte de participar. Incluso me atreveríaa decir que el caso que he estudiado recientemente en Viena presenta algunosrasgos similares. Allí, sin embargo, tuvimos que renunciar antes de que seiniciaran las excavaciones, que es lo único que habría podido ofrecer resultadosconcretos.

—Entonces, ¿crees que demoler la casa podría aclarar algo más estemisterio? —preguntó Houston.

—No se me ocurre una alternativa mejor.Y Houston zanjó la discusión con una declaración definitiva:—¡Demoleremos la casa!Y así se hizo.He aquí la historia de Los Españoles de Hammersmith, que ha merecido el

primer lugar en esta serie, pues, sin tener una naturaleza tan extraña comoalgunos de los relatos que le siguen, nos parece un excelente ejemplo de losmétodos empleados por Flaxman Low para resolver sus casos.

Los trabajos de demolición comenzaron enseguida y no requirierondemasiado tiempo. En sus primeras etapas, se encontró un esqueleto debajo delsuelo, en una esquina del pasillo. Le faltaban varias falanges, lo que sumado aotros indicios permitió determinar sin lugar a dudas que aquéllos eran los restosmortales de un leproso.

El esqueleto se encuentra ahora en el museo de uno de los hospitales denuestra ciudad. Lo acompaña una etiqueta científica, y es la única pruebaexistente de la idoneidad de los métodos de Flaxman Low y de la posibleveracidad de sus asombrosas teorías.

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Cutcliffe Hyne

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Charles John Cutcliffe Wright Hyne (1865-1944) nació en Bibury,Gloucestershire, se licenció en ciencias naturales en Cambridge y se embarcódespués como sobrecargo en un buque mercante. A la vuelta se dedicó alperiodismo, especializándose en artículos de divulgación científica y relatos deaventuras. Le llegó la fama con la creación del capitán Kettle, un marinomercante ingenioso, fanfarrón y sin escrúpulos. Las historias del capitán Kettlehoy han caído en el olvido pero fueron en su época casi tan famosas como las deSherlock Holmes. Escribió muchas obras de ciencia ficción, entre las cuales serecuerda hoy The Lost Continent, su novela sobre la Atlántida de 1909. Ademásescribió novelas históricas, relatos de viajes, ensayos políticos y unaautobiografía, en total unas cincuenta novelas y un gran número de relatos.

« El falsificador de papel moneda» (« The Bank-Note Forger. A DetectiveStory» ) se publicó por primera vez en The Harmsworth Magazine en septiembrede 1899. Lo curioso de este relato es que el detective protagonista no es, ni se ledeja ser, el protagonista. En la vida real, el trabajo de campo de lasinvestigaciones se encargaba muchas veces a los ayudantes de los abogados,figuras insignificantes para la sociedad de la época. Este cuento muestra muybien esa incongruencia entre su estatus de subordinado y su papel central en laresolución del misterio. Por ejemplo, el tradicional discurso final, que enumeralas pistas y los pasos de la deducción, aquí es prácticamente reprimido por sussuperiores, que desean que vaya al grano.

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El falsificador de papel moneda

(1899)

Íbamos camino del hipódromo de Aintree, el día del Grand National, yestábamos pasando el rato en uno de los salones.

O’Malley es perfecto para hacer agradables los viajes en tren. Estuvimos unpar de horas jugando al whist con dos barajas y luego, cansados de los naipes, nosacomodamos en los asientos a charlar. Hablamos de deportes, claro está, deltamaño variable del obstáculo de Valentine’s Brook, de cuando Emperor sedesnucó en una doble valla y tuvo que abandonar la carrera, y de cuestionessimilares de interés local. La conversación derivó poco después hacia héroes eidiotas del pasado, y el nombre de Cope salió a colación con una risotadanostálgica.

—No hay duda —dijo Grayson, el consejero de la reina— de que el señoritoWillie Cope era un bobo, por su manera de dilapidar el dinero. Pasó la infanciamuy corto de riendas y a los veintidós años heredó una finca que le rentabacomo mínimo mil novecientas libras al año contantes y sonantes. Empezó bien:obtuvo una buena cosecha de bonos; luego, por así decir, se desmelenó y quisocomprobar cuánto dinero era capaz de gastar un hombre si se lo proponía.

» Sus métodos eran ambiciosos y variados. Se hizo con una importantecaballeriza y compitió por lo menos con un caballo en todas las principalespruebas ecuestres. Tenía villas en Niza, Homburg y Aix-les-Bains. Leapasionaban las regatas y, en el empeño por conseguir unos cuantos trofeos, selanzó a participar en la Copa América. No ganó, como quizá recordaréis, pero labroma le costó cerca de cincuenta y cuatro mil libras. Y, aparte de estos gastillossin importancia, tenía que mantener el pabellón de caza de Argy leshire,agregado al coto de ciervos, y una mansión cercana a Hy de Park, además delcastillo de Cope, en Fermanagh, y la finca de Bordell Priory, en Yorkshire.

» Lo cierto es que en los primeros cuatro años de su reinado compró unapopularidad sensacional por el módico precio de nueve veces y media susingresos.

» La prensa sensacionalista no tardó en ponerle un apodo. Lo llamaron “elrevoloteador”. Es verdad que era un hombre nervioso y saltarín, y el mote cuajó,porque sonaba alegre.

» Contrató a un administrador llamado Presse para que se ocupara de susasuntos, y tengo motivos para creer que Presse siempre estaba poniendo el gritoen el cielo por sus excesos. Pero Cope tenía un lema vital: “Mientras vivamos, notengamos la menor duda de que vivimos”. Y, como disfrutaba plenamente de

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este tren de vida, no tenía la más mínima intención de echar el freno. El caso esque cada día estaba más entrampado.

» Ahora bien, cuando un pobre hombre empieza a arruinarse a pequeñaescala, nadie en su parroquia le presta demasiada atención, pero cuando unmillonario se mete en un estercolero, sus maniobras acaparan el interés delpopulacho. En el caso de Cope, la prensa sensacionalista le dedicaba cuatrolargos e interesantes párrafos todas las semanas. Todos los británicos insularesobservaban su vida con curiosidad y mojigatería. Es una simpática costumbreque tienen. Les hace sentir que no son tan malos como parece, y ésa es unasensación muy agradable para cualquiera.

» Y, cuando, a su particular manera, Cope se había convertido en la máximacelebridad del país, sobrevino el terremoto. Lo acusaron de falsificarsistemáticamente billetes de mil libras del Banco de Inglaterra. Por lo visto, habíadistribuido al menos cincuenta y cuatro, y se creía que podía contar con más ensu poder.

» Pues bien, como éste es un delito que en el decálogo británico equivale casia un asesinato, Cope tenía muchas posibilidades de ingresar en prisión desde elmomento en que lo detuvieron, porque, al emprenderse la instrucción judicial, sedemostró que estaba comprometido hasta el cuello. Sin embargo, cuando se fijóla fecha del juicio oral, hubo enormes presiones y finalmente quedó en libertad acambio de una fianza astronómica.

» Contrataron a Barnes para llevar el caso, y me pidió que me sumara alequipo de la defensa, que fue peliaguda. El principal argumento que se me pidióesgrimir era que el señorito Willie Cope estaba plenamente convencido de suinocencia. Tenía la costumbre de hacer todas sus apuestas en billetes de millibras. De este modo evitaba los cálculos aritméticos, que no se le daban bien, yde paso cosechaba fama. Es muy fácil conseguir ese estigma de notoriedad enGran Bretaña: basta con tener dinero suficiente para pagar su precio.

» La acusación, por su parte, logró demostrar sin lugar a dudas que los últimoscincuenta de aquellos insignificantes billetes que Cope había retirado de distintosbancos eran impecables y astutos duplicados; que Cope había pagadopersonalmente con esas reproducciones; y que los originales, ahorrados hastacompletar una suma de cincuenta y pico mil, se habían reembolsadosimultáneamente en Constantinopla, Moscú, Berlín, Génova, Monte Carlo,Marsella, Lyon y París. Todo apuntaba a una trama organizada, pero fueimposible descubrir a sus cómplices. Los billetes del Banco de Inglaterra sonválidos en el mundo entero, y los que se endosaron en el continente eranauténticos.

» Las falsificaciones eran tan buenas que circularon sin dificultad por todoslos bancos del país, incluso por el banco de los bancos de la City por algúntiempo. El caso no se destapó hasta que otros billetes con su correspondiente

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marca de agua, que llevaban la firma del señor May y la promesa de abonar1.000 libras al portador, comenzaron a gotear desde Europa. Se supo entoncesque el E/65 16626 ya se había negociado previamente, lo mismo que el R/1623360 y el P/84 86162. Los documentos llevaban su sello azul y su rúbrica a tinta,lo que en parte permitió seguir el rastro de su periplo circular; a las autoridadesno les costó averiguar por qué manos habían pasado, ya que estos movimientosde miles de dólares se observan con mucho más interés que el ir y venir de loscorrientes y más numerosos billetes de cinco libras.

» Cuando se comprobó que las últimas remesas eran indiscutiblementeauténticas y que la serie anterior era una falsificación magnífica, se produjo enel Banco de Inglaterra uno de los mayores escándalos que se habían visto desdelos tiempos en que se pavimentó Threadneedle Street. En la cúpula echabanchispas por la negligencia de sus inmediatos subordinados; los de abajocomprendieron la gravedad de la situación y confiaron en salir indemnes porocupar una posición inferior; y los pobres cajeros que entregaron el primer lotede billetes se llevaron la peor parte en los bombardeos. La may oría de los billetesse había quemado, pero aún quedaban suficientes para demostrar —de unamanera mucho más palmaria tras descubrirse la trama— que eranfalsificaciones de excelente calidad.

» Ahora bien, eso de atacar ferozmente a los subordinados puede ser muyagradable por puro entretenimiento o por diversión, pero no es una venganzasólida y convincente y tampoco guarda ninguna relación con la ley del Talión,que son cosas mucho más profesionales y eficaces. Así, una vez concluido elprimer asalto, a base de insultos y de rasguños, los directores del banco miraron asu alrededor y exigieron sangre. La víctima, como es lógico, tenía que ser elseñorito Willie Cope, y nadie más que él, pues era el único acusado. Era unpersonaje idóneo para el escarmiento, de ahí que la maquinaria judicial sepusiera en movimiento, y todo indicaba que Cope acabaría hecho trizas. Así loseñaló el Morning Post en un solemne editorial.

» Pues bien, éstas eran las líneas generales del caso, y Barnes coincidióconmigo en que las cosas pintaban muy mal para la defensa. La acusacióndemostraría que Cope estaba sin blanca, que había perdido mucho dinero en lascarreras, que había retirado billetes auténticos de mil libras de diversos bancos ymás tarde había distribuido los falsos entre los corredores de apuestas. Todo esoera completamente cierto, y así lo reconocimos.

» —Oye —le dije a Barnes—, sabemos quién y cómo ha fabricado esosbilletes falsos.

» —Efectivamente —dijo Barnes—, eso es obvio. Pero hay un pequeñoescollo, y está en el método. Confieso que eso me supera y, además, me pareceque es un asunto que a Cope le viene demasiado grande. Es ahora que está enapuros cuando su ingenio empieza a agudizarse; no le cabe una gota más de

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miedo en el cuerpo, pero, de todos modos, no parece que eso le haya apretadolas tuercas hasta el punto necesario. Sigue asegurando que no sabe cómo llegaronesos billetes a su bolsillo, que tiene tan poca idea como Elk, tu pasante. Como ves,el jovencito era un chapucero de primera a la hora de llevar sus negocios, perohabía cierto método en sus desvaríos. Un carterista no puede desprenderse de unbillete de mil libras del Banco de Inglaterra con tanta facilidad como de un billetede diez. Por tanto, Cope dejaba su dinero en cualquier parte, seguro de que nadiese lo robaría, y hasta cuarenta personas habrían podido llevárselo sincontratiempos. Dice que Presse siempre le reñía por su descuido y que él a suvez, para fastidiarle, le llamaba vieja quisquillosa. Presse velaba por sus negocioscon sumo interés, eso es indudable.

» —¿Estás insinuando que ese administrador falsificó los pagarés? —lepregunté a Barnes.

» —No insinúo nada, Grayson, pero sospecho de todo el mundo. Tengo queseñalar, de todos modos, que Presse siempre va por ahí con una cámara de fotos,y la fotografía seguramente tiene algo que ver con la fabricación de esos billetesfalsos.

» —¿Por qué narices no lo has dicho antes?» —Porque no puedo asegurar nada. Entre ser aficionado a la fotografía y

fabricar billetes de mil libras perfectos hay un abismo que no puedo explicar. Nosoy precisamente tonto, Grayson. Puedes apostarte las botas a que y a heintentado atribuir a Presse la autoría del delito.

» —Lo que me desconcierta es que tiene que ser Presse —respondí—. Nopuede ser nadie más. Según dices, la may oría de los billetes falsos se endosaronen el hipódromo de Doncaster, la semana en que se celebraba el Leger. Cope seencontraba en ese momento en su residencia de Bordell. ¿Tienes inconvenienteen que envíe a Elk por allí, a ver si descubre algo?

» —Por mí como si envías una manada de animales salvajes —dijo Barnes.» Vi que no le hacía gracia que yo siguiera investigando algo en lo que él

había fracasado; y, si se me hubiera ocurrido otro modo de librar a Cope de loscargos que se le imputaban, nunca habría hecho esta sugerencia. Pero mepareció que nuestra única esperanza era culpar a Presse, y pensé que si alguienera capaz de lograrlo, ese alguien sería mi curioso pasante.

» Cuando le expliqué a Elk lo que quería de él, se le iluminaron los ojos.» —¿Cree que podrá pasar un par de días lejos del calor del hogar? —le

pregunté.» Sonrió como un demonio. Es un hombrecillo casado, y tiene un montón de

cuñadas demacradas y adustas. Su vida familiar es una arlequinada en la que élinterpreta el papel de un pobre pelele. Siempre que le encomiendo un caso, ponetodo su ingenio en la misión y la desempeña de la mejor manera posible, con laesperanza de que pronto vuelva a encargarle otro. Claro está que no siempre

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resulta útil, pero reconozco que me ha permitido ganar algunos casos que sin suay uda habrían sido un rotundo fiasco.

» El asunto de Cope es un buen ejemplo para ilustrar la capacidad olfativa deElk. Se fue a Bordell Priory plenamente decidido a echarle toda la culpa aPresse, y no dejó piedra sin remover para lograrlo. Presse estaba entonces en elcastillo de Fermanagh, así que encontró el camino libre.

» Cope fue sumamente cortés con él.» —Me trató como a un caballero, señor —dijo Elk—, y me ofreció una cena

espléndida. Estaba muy dolido por algo que había ocurrido esa misma mañana.Un sinvergüenza de Fleet Street había escrito un artículo anónimo sobre el lío delos billetes falsos, y lo contaba todo con pelos y señales. Despreciabaolímpicamente al tribunal y tenía la desfachatez de dictar sentencia. Señalabaque no podía establecer sin lugar a dudas la inocencia del señor Cope, y hastatenía la gentileza de vaticinarle una condena de catorce años de trabajosforzados. Afirmaba que, cuando una persona con sus antecedentes compareceante un jurado de rectos profesionales, éstos no tienen por costumbre sermagnánimos, y tampoco un juez, cuando dicta sentencia, puede abstenerse dedar ejemplo—. La verdad, señor —añadió mi pasante, frotándose las manos—,creo que fue el ataque de ese periodista lo que me permitió disfrutar de aquelbanquete con Cope. De lo contrario habría tenido que cenar con los criados.

» —Claro, claro —dije—, pero vayamos al grano. ¿Ha podido hacerle cargarcon la culpa a Presse?

» Elk sonrió con malicia.» —Ése fue mi empeño desde el momento en que puse el pie en la casa —

dijo—. Al señor Cope no le hacía gracia, pero le expliqué que no veíamos otrasalida para salvarle el pellejo, y con esto se retiró a su habitación y me permitióactuar a mis anchas, sin interferir en absoluto. Empecé por revisar el equipofotográfico de Presse.

» ”Ya sabe usted, señor, que yo también soy aficionado a la fotografía. Tengouna cámara de cuarto de placa, y de vez en cuando retrato a mi familia en elbucólico escenario de mi jardín. Así que podía ofrecer una opinión experta sobrelos aparatos de Presse.

» ”Los guardaba en la buhardilla —continuó Elk—, donde tenía instalado sucuarto oscuro, y no parecía que los hubiera utilizado recientemente. Cogí lacámara, una de las primeras Meagher, y la examiné con atención. A primeravista me pareció que estaba en buenas condiciones, pero al mirarla de cerca viun agujero de carcoma a dos centímetros de la lente. Pues bien, señor, eseagujero formaría una segunda imagen superpuesta, y probablemente lo velaríatodo. El orificio era relativamente antiguo, así que di por sentado que la cámarano había vuelto a utilizarse desde que se perforó.

» ”Esto no significaba que el señor Presse no tuviera una segunda cámara

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escondida en alguna parte. Sin embargo, llegué a la conclusión de que no la tenía,por lo siguiente. Los líquidos de revelado llevaban mucho tiempo sin usarse. Losfrascos estaban cubiertos de polvo. El revelador se había vuelto negro. Y elfrasco de fijador tenía una corteza en forma de coliflor alrededor del corcho.Claro que Presse podía tener otro juego de frascos, pero me pareció bastanteraro.

» ”El suelo estaba limpio, pero en los estantes y en el fregadero se notaba queel desván no se empleaba como cuarto oscuro desde hacía meses. Todo estaballeno de polvo. Todo menos una cosa.

» ”Inclinada a un lado del fregadero, había una bandeja de revelado deebonita, para negativos de media placa. La mitad superior estaba limpia yreluciente, pero en la esquina inferior había unas gotas de un líquido marrónoscuro, cubierto por una capa ligeramente opalescente. Las manchas eran derevelador pirogálico, y recientes. Me llevé la bandeja a la ventana paraexaminarla mejor.

» ”En uno de los bordes se apreciaba la huella de un pulgar, muy tenue,aunque con todas sus líneas completamente nítidas. Pues bien, Presse tiene lasmanos grandes y es un hombre enorme, según he visto en algunas fotografías, ytambién Cope tiene unas buenas manazas. Me fijé en sus manos cuando estuvecon él. Esa huella no podía ser de ninguno de los dos. Era pequeña, alargada y deforma delicada. Me pareció que era la huella de una mujer, más concretamentede una dama.

» ”Esto me desconcertó mucho. Cope no es hombre de ninguna mujer; no serelaciona con mujeres. Él mismo me aseguró que a su casa solo van sus amigos,y que las únicas mujeres que viven bajo su techo son las que trabajan en lacocina. Y aquella huella de pulgar, por su aspecto delicado, no podía ser de lascriadas. Como no se me ocurría ninguna otra explicación, fui a hablar con laseñora Jarrett, el ama de llaves.

» ”Resultó ser una mujer muy educada, señor, muy por encima de suposición en la vida. Me contó que antes de torcerse su suerte tenía su propiocoche y …

» —Olvídese de la señora Jarrett, Elk —le dije—, siga con su relato.» —Sí, señor. Como le iba diciendo, la señora Jarrett fue muy amable y me

contó todo lo que sabía. Le pregunté si había notado que alguna de las criadasllevara siempre los dedos sucios, y fue directa al grano. Se acordó de unaay udante de cocina a la que tenía que reprender continuamente por esa falta, unachica agradable y educada, dijo, y sí, tenía las manos pequeñas y bonitas, ahoraque lo pensaba. Pero me llevé un chasco al enterarme de que la joven ya notrabajaba en la residencia. Por lo visto se marchó sin ningún motivo en especial,más bien por un arranque de genio. Se despidió dos días antes de que a Cope leocurriera esta desgracia, y se fue con un mes de sueldo y sin referencias, así sin

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más. Su puesto seguía vacante, y la señora Jarrett no tenía inconveniente en queregistrara su habitación, donde nadie había entrado desde su partida. Era unahabitación sencilla, en las buhardillas, con una cama, una cómoda, dos sillas deenea y los utensilios corrientes, y estuve lo menos media hora registrándola, sinencontrar nada sospechoso. De pronto pisé un alfiler que había en el suelo, con lapunta hacia arriba, y al sacarlo del zapato vi que estaba manchado de yeso.

» Elk hizo una pausa, sonrió y siguió diciendo:» —Dirá usted, señor, que eso no parece importante. Puede que no, pero me

hizo fijarme en las paredes con mayor atención, y en una de ellas encontré otrostres alfileres clavados en el yeso, y el agujero de un cuarto alfiler. Bueno, yo nosabía cuál es el tamaño de un billete de mil libras, pero llevaba en el bolsillo elbillete de cinco que usted me dio para los gastos y, suponiendo que tendría lamisma forma, lo alisé y lo puse en el espacio que ocupaban los alfileres en lapared. Encajaba a la perfección. Las cabezas coincidían con las esquinas, sin quelos alfileres llegaran a perforar el papel.

» ”Entonces me dije: está claro. Ahora bien, ¿desde dónde se tomaría lafotografía? Busqué con la mirada. La cómoda que había en la pared de enfrenteofrecía un soporte idóneo para la cámara, y el quinqué que estaba encima,empotrado en la pared, iluminaba justo en aquella dirección. Me habría jugadocualquier cosa a que aquél era el primer paso del proceso de duplicación de loscincuenta billetes de mil libras, pero necesitaba una prueba mucho más concretaantes de poder redactar un informe para usted. Así que, seguí razonando.

» —Preferiría que me ahorrase sus bonitos razonamientos y me diesesimplemente el resultado —dije—. Para empezar: ¿cómo se falsificaron losbilletes?

» —Se fotografiaron, señor, tal como le he demostrado, a partir del original,con una placa de zinc sensibilizada. Esta placa se revela como un negativocorriente, y después se sumerge en un baño de ácido nítrico diluido. El ácido secome la parte en blanco del papel y deja las letras impresas en relieve. Estaplancha se entinta, se coloca en una prensa y se imprime con un papel especial,con su correspondiente marca de agua.

» —Comprendo —asentí—. Ahora dígame: ¿encontró usted la cámara, laprensa y los negativos que se emplearon para imprimir esos billetes?

» El hombrecillo me miró con cómico reproche.» —No, señor. ¿Cree usted que una mujer tan inteligente para hacer todo ese

proceso iba a cometer la torpeza de dejar allí su equipo fotográfico? No, señor.Cuando terminó su operación, se insolentó con la señora Jarrett, guardó su equipoen sus cajas y se marchó. Pero sí dejó un par de recordatorios. Utilizaba otrahabitación de las buhardillas, al final del pasillo, como laboratorio: un cuarto sinventanas, lleno de trastos, donde nunca entraba nadie. Todo estaba bien oculto,pero como yo sabía lo que buscaba, encontré muchas cosas. Revelaba sus

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fotografías encima de una caja, que estaba llena de manchas de productosquímicos, y vertía los líquidos por un agujero de la pared. También había dejadootra cosa en aquel cuarto: una placa inservible, subexpuesta, del billete P/8486162. En una esquina de la pared, encima de la cabeza del alfiler, que coincidíacon una flor del papel pintado, había una huella de pulgar idéntica a la impresa enla bandeja de revelado. Es posible que haya oído usted decir, señor, que no haydos personas con las mismas huellas de pulgar; y basándome en ese dato…

» —Déjese de tantas explicaciones y continúe —protesté.» —Sí, señor. Pues bien, como entonces no podía hacer nada más, volví

corriendo a la ciudad y ofrecí a Scotland Yard una descripción detallada de lajoven a la que buscaba. La reconocieron en el acto: están muy familiarizadoscon ciertos círculos artísticos, señor, y en doce horas habían dado con ella. Sehabía instalado cómodamente en mi propio barrio, en Brixton, y en su casaencontraron un foco, una prensa litográfica manual y una cámara de mediaplaca de excelente calidad, con una lente rectilínea y rápida, además de variasplacas de zinc sin exponer, impregnadas con una emulsión de yoduro de bromo.El equipo en sí era inocente, por supuesto, pero a la luz de lo que descubrí mástarde resultó una prueba de cargo. Además, la huella del pulgar, que le tomaronen un molde de cera, coincidía línea por línea con las impresiones que obrabanen mi poder. Expusimos los hechos a la joven, señor Grayson, y me complacecomunicarle que ha reconocido que falsificó todos los billetes con los que se haacusado al señor Cope.

» Elk siguió haciendo algunas pesquisas. Quería volver a Brodell Priory paraprolongar un poco más sus vacaciones y librarse de sus adustas cuñadas. Puso elpretexto de que necesitaba completar las pruebas. Yo sabía que eranpaparruchas, pero se lo permití, por gratitud. Me temo que mi gratitud es todocuanto Elk ha sacado del caso, porque los elogios públicos han sido para mí,naturalmente.

—Naturalmente. Entonces, ¿conseguiste salvar a tu hombre? —preguntóO’Malley.

Gray son se frotó las manos.—Sí —asintió—, y fue un juicio sonado, una cause célèbre en toda regla.

Pesaban dos cargos sobre él: falsificación y distribución de moneda falsa. Estasegunda acusación era irrefutable, y se declaró « culpable como instrumentoinconsciente» . El testimonio de los peritos del Banco de Inglaterra demostró, sinembargo, que las imitaciones eran excelentes, y, por tanto, yo no temía que locondenaran por este delito. Aun así, tuvimos que librar un combate colosal, puespocas veces se habían visto en un tribunal pruebas indiciarias tan contundentes.Por fin conseguimos un triunfal veredicto de « no culpable» .

» El presidente del tribunal era Hawkins, y ya sabéis cómo se las gasta. Nopudo resistir la tentación de dirigir a Cope un instructivo sermón. Tal vez fuera

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injusto, dadas las circunstancias, pero tampoco le venía mal a ese zopenco llenode iniciativa. El señorito Willie Cope se despojó de sus costumbres licenciosas yse comportó de maravilla en lo sucesivo; y, gracias a Presse, ha logradorecuperar casi todos sus bienes.

—Y ¿qué fue de la joven?—Pues resultó ser una pecadora muy buscada. Ya la habían condenado por el

mismo delito y procedía de una antigua estirpe de delincuentes. En consecuencia,salió muy mal parada.

—¿Tenía cómplices?—Muchos, como es lógico. Formaban una banda organizada y operaban con

métodos muy científicos. Pero la chica era obstinada, y se negó a confesar. Losdemás siguen sueltos, y es probable que nos encontremos con alguno de ellos enel hipódromo. Si alguno de vosotros consigue descubrirlo, recibirá del Banco deInglaterra más dinero del que podría ganar en toda la tarde apostando por loscaballitos. Porque…

El rechinar de los frenos hizo que el consejero de la reina se asomara por laventanilla.

—¡Vay a! Ya estamos en Aintree. ¡Hay que ver cómo me habéis tirado de lalengua! Bueno, decidme: ¿aún me conviene apostar 25 a 1 por Canoptic? Es unaposibilidad muy remota, pero me gustaría intentarlo.

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Victor L. Whitechurchy E. Conway

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Victor Lorenzo Whitechurch (1868-1933) estudió teología en el ChichesterTheological College y fue después capellán del obispo de Oxford antes deestablecerse como diácono rural en Ay lesbury en 1918. Fue autor de más deveintiséis libros, entre ellos una autobiografía y varias novelas de detectives, asícomo de numerosos relatos, la mayoría de ellos protagonizados por el ferrocarril.Fue el creador de uno de los primeros detectives sacerdotes, el joven vicarioWesterham en The Crime at Diana’s Pool (1926). También fue el creador deThorpe Hazell, detective de ferrocarril, un excéntrico personaje, detectiveaficionado, rico, vegetariano y obsesionado por la salud, cuy o hobby son lostrenes.

Su colección Stories of the Railway, de 1912 (también editada con el nombreThrilling Stories of the Railway), recoge los nueve relatos protagonizados porThorpe Hazell y otros seis también centrados en el ferrocarril, entre elseleccionado en esta antología: « Una advertencia en rojo» (« A Warning inRed» ), publicado por primera vez en el número de diciembre de 1899 deHarmsworth Magazine. De E. Conway, el coautor del cuento, no se tiene noticia:es posible que solo participara en el esquema argumental. Por otro lado, pareceque éste es el único caso de colaboración en la prolífica carrera de Whitechurch.

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Una advertencia en rojo

(1899)

—Sí —dijo el coronel, mientras encendía otro puro—, más de un hombre sufreun arrebato de locura transitoria cuando entra en combate y está peleando comoun demonio, porque lo ve todo rojo.

—¿Lo ve todo rojo? —pregunté, sin entender.—¿No sabe usted qué es eso?—No.—Pues es un curioso fenómeno psicológico que yo mismo he experimentado.

Estaba dirigiendo una carga de la caballería en Jaunpur, cuando de repente, elenemigo, el paisaje, todo, pareció diluirse en una neblina roja como la sangreque me cegó por completo, de tal forma que solo veía ese color. Más tarde mecontaron que me comporté como un chiflado, y lo creo, porque he visto amuchos hombres en el mismo estado. Tengo entendido que solo ocurre en labatalla. Es el único momento en que todo se vuelve rojo.

—¿Está seguro?—Sí. Pero ¿qué más da, Forbes? Se ha quedado usted atónito.—No pasa nada. Es que esta tarde, cuando llegué, tuve un extraño presagio, y

esto me lo ha recordado.—¿No irá a decirme que lo ha visto todo rojo? —preguntó el coronel, soltando

una carcajada.—No en el sentido que acaba usted de explicar, coronel. Se reiría de mí si se

lo contara. Es pura fantasía, nada más.—Pues ahogue usted sus fantasías en un whisky con soda y descanse del

viaje. Es lo mejor que puede hacer, Forbes. Pero si quiere usted contarme lo quele preocupa, le aseguro que no me reiré.

Así, acabé por relatarle la extraña experiencia que había tenido en laestación, al bajar del tren. Venía de la ciudad a pasar unos días en Manningfordcon el coronel Ward. Aunque nos conocíamos desde hacía muchos años y noshabíamos visto a menudo en su club, era la primera vez que me invitaba a sucasa de campo. No me esperaba hasta la noche, pero sucedió que el juicio queen ese momento tenía entre manos terminó antes de lo previsto, y pude salir de laciudad por la tarde y llegar a Manningford a eso de las seis. No me pareció quevaliese la pena enviar un telegrama, pues pensaba coger un coche, si la casaestaba demasiado lejos para ir andando, y dar una sorpresa a mi amigo.

La estación de Manningford es muy pequeña. Fui el único pasajero que bajódel tren, y un empleado solitario, que al parecer combinaba las tareas de jefe de

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estación, revisor y mozo de equipaje, me recibió en el andén.—Su billete, por favor —dijo con aspereza.Le di mi billete. El tren que me había llevado hasta allí se alejó entonces de la

estación, y por un momento vi brillar su roja luz de cola en el atardecer.Cogí mi bolso de viaje y estaba a punto de marcharme cuando se me ocurrió

preguntar al jefe de estación dónde podía encontrar un coche. Se había retirado asu oficina y estaba detrás de la taquilla de venta de billetes. Había encendido unalámpara, porque la oficina estaba bastante oscura.

—¿Puedo encontrar un coche en alguna parte? —pregunté.Era un hombre rubicundo y pelirrojo, y la luz de la lámpara intensificaba

vivamente su color. Cumpliendo con las normas de la compañía de ferrocarrilpara la que trabajaba, llevaba una corbata roja.

—No —dijo secamente. Es posible que me fijara en su rostro iluminado deuna manera un poco grosera.

—Pero seguro que tiene que haber algún vehículo cerca, ¿no?—Puede alquilar un carro en La Estrella —contestó.—Y eso ¿dónde queda?—Cruce las vías y salga de la estación por el otro lado. Luego gire a la

derecha. Está a unos cinco minutos.Y cerró la taquilla de un manotazo.Volví al andén y crucé las vías despacio. Digo « despacio» porque empecé a

cobrar conciencia de todas las cosas rojas que me rodeaban. La propia estaciónestaba pintada de un tono chocolate roj izo. Las tejas que bordeaban los arriateseran de un rojo intenso, y la mayoría de las flores eran geranios rojos. Miré alotro lado de la vía y vi los rayos del sol, de color carmesí, reflejados en los raílesy, al volver la vista en dirección contraria, divisé la luz roja y brillante del furgónde cola, detenido en el semáforo. Fue una sensación indescriptible y extraña laque me asaltó al tomar conciencia de este predominio del color rojo como lasangre, y me entraron escalofríos mientras iba camino de la fonda, a mediokilómetro de la estación. Un coche me llevó a casa del coronel, que seencontraba a tres kilómetros y medio, y después de cenar, al hacer mi amigo esaalusión a « ver rojo» , me acordé de lo ocurrido.

—Bueno —dijo el coronel Ward cuando me dio las buenas noches—. No merío de usted, porque reconozco que nadie puede explicar a veces ciertassensaciones cerebrales. Monk, el jefe de estación, no es precisamente una bellezaque digamos, ¿verdad? Pero es un excelente funcionario. Ha trabajado usted másde la cuenta últimamente, Forbes, y necesita descansar. Buenas noches, amigomío. Que duerma usted bien. Espero que esa sensación roja no sea el preludio deuna pesadilla.

A la mañana siguiente, mientras desayunábamos, un criado irrumpió en elsalón con expresión aterrada y anunció al coronel que un caballero deseaba verlo

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inmediatamente. El coronel se ausentó y regresó al cabo de un cuarto de hora,muy agitado.

—¡Santo cielo! Han asesinado a mi amigo Geoffrey Anstruthers. Lo mataronanoche, en las vías del tren, cuando volvía a casa. Puede que esa sensación derojo sangre que tuvo usted no fuera fortuita, Forbes.

—¡Cuénteme qué ha pasado!—Se lo contaré. Estoy impresionado. El pobre Anstruthers era mi vecino más

próximo, vivía a un kilómetro y medio de aquí, en esa casa grande que hay entreésta y la estación. Éramos excelentes amigos. Anstruthers era un hombre muypeculiar, pero nos llevábamos de maravilla. El pobrecillo iba a venir esta noche acenar con nosotros.

—¿Cómo ocurrió?—Bueno, me han dicho que lo encontraron junto a las vías del tren, cerca de

Barton, a medio camino entre Londres y Manningford. Un encargado delmantenimiento de la línea encontró el cadáver esta mañana temprano. Habíaindicios de pelea, y tenía un par de cuchilladas. Parece que lo atacaron y lomataron en el tren y después lo arrojaron a la vía.

—¿Sabe usted si había algún motivo para asesinarlo? —pregunté.—Por desgracia, sí —dijo el coronel—. Anstruthers era un hombre de

costumbres excéntricas, y, entre otras manías, tenía la de no retirar dinero enninguna parte más que en el Banco de Inglaterra y no hacer ningún pago portalón. Abonaba sus facturas trimestralmente y, si un comerciante le pedía el pagoanticipado, o un criado o un labriego solicitaban su salario semanal o mensual,podía dar por seguro que estaba despedido. Una vez al trimestre iba a Londres,retiraba varios cientos de libras en metálico, en el Banco de Inglaterra, y volvíacon ellas en un maletín corriente. Yo le advertí más de una vez de que eso erauna locura, pero siempre se reía de mí.

» Ay er fue a la ciudad con esta intención. Al ver que no volvía en el tren desiempre, que llega a las diez y cuarto, sus criados pensaron que se había quedadoa pasar la noche en la ciudad. Pero es evidente que algún canalla estaba alcorriente de sus movimientos. ¡Pobre Anstruthers!

—¿Se ha hecho algo ya? —pregunté.—No lo sé —dijo el coronel—, creo que sus familiares más próximos están

fuera del país. En todo caso, yo era su mejor amigo, así que me ocuparé delasunto. Cogeré el próximo tren para Barton.

—Iré con usted.—Se lo agradezco, Forbes. Su presencia será muy valiosa, porque sé que los

trenes son su afición favorita. Eso podría ay udarnos.Terminamos de desayunar rápidamente y fuimos a la estación. En el

trayecto le pregunté al coronel algunos detalles sobre el tren que había tomadoAnstruthers la noche anterior. Eran los siguientes:

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Londres (salida) 20:45 h.Muggridge (parada) 21:10 h.Barton (parada) 21:37 h.Manningford (parada) 22:10 h.Porthaven (llegada) 22:30 h.

Así pues, las únicas paradas entre Londres y Manningford eran Muggridge yBarton. El cadáver, según había sabido el coronel, se encontró a unos treskilómetros y medio antes de Barton.

El rubicundo jefe de estación estaba en su oficina cuando llegamos.—Qué cosa tan triste, señor Monk —dijo el coronel.—Terrible, señor. Me ha afectado mucho enterarme de lo ocurrido esta

mañana, cuando el tren trajo la noticia. ¡Pobre señor Anstruthers! Yo lo conocíabien, señor. Lo vi marcharse por la mañana y me extrañó que no volviera a las22:15 como de costumbre. ¿Van a coger el tren?

—Sí. Vamos a Barton, a interesarnos por esta desgracia. Dos de ida y vueltaen primera, por favor.

El jefe de estación se acercó al organizador de papeles para darnos losbilletes. Ahora bien, como sucede a menudo en las pequeñas estaciones rurales,donde las reservas para los distintos destinos de la línea son limitadas y a veces seagotan los billetes, tuvo que hacer algo muy común. Cogió dos billetes en blanco,mojó la pluma en el tintero y escribió en sus correspondientes mitades:« Manningford-Barton» , « Barton-Manningford» , y el importe, 7 chelines con 8peniques.

Hecho esto nos los entregó a través de la taquilla. Fui y o quien los cogió.¡Había escrito con tinta roja!

—Espero que atrapen a esos canallas, señor —dijo el jefe de estaciónminutos más tarde, cuando nos abría la puerta del compartimento.

En Barton pedimos un coche para ir hasta el lugar de la tragedia. Se habíanllevado el cuerpo en tren a una fonda cercana, nos explicaron, pero a peticiónmía fuimos primero a las vías, pues estaba impaciente por ver el sitio exacto enque habían arrojado del tren al señor Anstruthers. Allí nos encontramos con unpolicía local y dos empleados de mantenimiento, al borde de una zanja. Uno deellos era el que había encontrado el cadáver.

—Estaba justo aquí, señores —dijo, señalando el espacio de casi dos metrosque separaba las dos vías.

—Y supongo que ya estaba muerto cuando usted lo encontró —dije.—Sí, señor. Pero y o creo que no estaba muerto del todo cuando lo tiraron del

tren.—¿Por qué?—Porque parece que más tarde se movió. Tenía un brazo apoy ado en el raíl

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de ida.—¿Y?—Pues que no pudo caer así, señor, porque las ruedas del tren le habrían

segado el brazo.—Un momento —dije—. ¿A qué hora lo encontró usted?—Entre las tres y las cuatro de la madrugada, señor.—Y ¿lo tiraron del tren alrededor de las nueve y media de la noche anterior?—Sí, señor.—Ese tren ¿era el último?—El último tren de pasajeros, señor.—¿Pasó un tren de mercancías después?—Sí, señor. Entre la una y media y las dos.—Y ¿por qué ese tren no le segó el brazo?Esta pregunta desconcertó al trabajador tanto como al policía. Era evidente

que no habían pensado en ese detalle.—Supongo que aún estaría vivo cuando pasó el tren de mercancías, y se

movería después —dijo entonces el empleado de mantenimiento, y el policíatomó nota en su libreta.

—¿Qué intenta usted decir? —preguntó el coronel.—Por ahora no tiene importancia —respondí. Y le pregunté al empleado—:

Lo habían apuñalado, ¿verdad?—Sí, señor.—¿Dónde?—En el pecho, señor.—Y ¿tenía sangre?—Sí, señor. Llevaba un chaleco blanco, y estaba completamente rojo cuando

le di la vuelta.—Entonces, ¿lo encontró tendido boca abajo?—Sí, señor.—¿Dónde están las manchas de sangre en las piedras? ¿Las ha limpiado

usted?—No había ninguna —dijo.—¡Qué raro! —dije, cuando nos retiramos.—Es usted un buen detective, Forbes —señaló el coronel.—Sí, más de lo que se imagina. Pero ahora vayamos a ver al pobre hombre.Habían acostado a Anstruthers en una cama, tal como lo encontraron. El

inspector de policía de la localidad más próxima, un hombre de aspectoimponente e importante, y a había llegado. El coronel le enseñó su tarjeta, y nospermitieron ver al difunto.

Tenía un aspecto aterrador, y mi amigo se apartó enseguida para haceralgunas preguntas al inspector. Yo me quedé observando el cadáver más

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atentamente. Presentaba señales de haber peleado. Tenía la ropa rota y uno delos puños, cerrados. Entonces vi algo que, al parecer, el astuto policía rural habíapasado por alto: un papel en la mano cerrada. Sin llamar la atención delinspector, separé los dedos rígidos y cogí un trozo de papel muy pequeño, al quesin duda se había aferrado la víctima en su agonía. Llevaba escritas unas letras:« ord — es» . Era un trozo de papel diminuto, insignificante, pero lo guardé en milibreta de todos modos.

—Venga —me dijo el coronel—. No aguanto más aquí. Bueno, inspector,confío en que atrapen ustedes al asesino.

—Estamos siguiendo el rastro —dijo el inspector con sagacidad—. Sabemosque se apearon del tren en Barton y al final daremos con ellos.

—¿Quiere ver algo más, Forbes? —preguntó el coronel.—Sí, me gustaría hablar con el médico que examinó el cadáver.—Es el doctor Moore —dijo el inspector—. Vive en Barton.Y así, camino de la estación, pasamos a visitar al doctor Moore. Nos contó

que había visto al pobre Anstruthers a las seis de la mañana, y estabacompletamente seguro de que llevaba por lo menos siete u ocho horas muerto. Elmisterio se complicaba cada vez más.

En el andén de Barton tuvimos que enseñar los billetes. Cuando medevolvieron el mío, lo miré por casualidad y me sobresalté. ¿Dónde había vistoesas tres últimas letras?: « ord» . La oalargada de una manera muy singular y elextraño trazo de la d. ¡Y entonces lo recordé!

Saqué apresuradamente de mi libreta el diminuto trozo de papel y lo comparécon el billete. Las letras « ord» parecían escritas por la misma mano. Formabanparte de las palabras « Estación de Manningford» .

Al instante se me ocurrió algo, y busqué al mozo de equipaje.—¿Hay algún encargado en la estación con quien pueda hablar un momento?

Es por un asunto urgente.—Sí, señor. El señor Smart, el supervisor de zona, está aquí. Ha venido por el

asesinato. Está en la oficina del jefe de estación.—Venga conmigo, coronel —grité, mientras daba media vuelta para

dirigirme a la oficina.Me presenté al señor Smart y le expliqué que mi misión estaba relacionada

con el asesinato.—Dígame, ¿hay algún tren que vaya de Manninford a Londres pasadas las

diez y cuarto?—Únicamente un mercancías —dijo.—Eso es. Y ¿a qué hora sale de Manningford?—Alrededor de medianoche.—¿Y de Barton?—Aquí para y cambia de vía. Generalmente sale a eso de la 1:45.

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—¿Podría usted localizar a los hombres que trabajaron anoche en ese tren?Consultó unos papeles.—El maquinista es Power y el fogonero, Hussey —murmuró—. Hoy están

en el ramal de Slinford. No suelen trabajar en la línea principal. Y elguardafrenos es Sutton. Hoy le toca volver a Porthaven en un mercancías.Llegará allí dentro de media hora.

—Y ¿él siempre trabaja en la línea principal?—Desde hace unos meses.—En ese caso es nuestro hombre, señor Smart. Es de suma importancia que

envíe un telegrama a Porthaven para que lo vigilen de cerca. Enseguida leexplicaré por qué.

Smart garabateó en el acto unas palabras en un formulario de telégrafosoficial y al instante salió de la oficina. A su regreso, pregunté:

—¿Hay algún detective de la compañía disponible?—Sí, dos.—Que vengan entonces.—Mi querido amigo —dijo el coronel, que hasta ese momento había

guardado silencio pacientemente—. ¿Qué significa todo esto?—Lo mismo digo yo —añadió Smart—. Estoy perdido.—Está llegando el tren —exclamé—. Tenemos que volver todos a

Manningford… Deprisa, señores… Se lo explicaré todo en el trayecto.Minutos más tarde, el coronel, el señor Smart, sus dos detectives y y o íbamos

en el tren camino de Manningford.—¿Y bien? —preguntó Smart.—Vamos a detener a los asesinos —dije—, o al menos a uno de ellos, sin

ninguna duda.—Y ¿quién es?—Monk, el jefe de estación de Manningford —respondí.—¿Monk? Imposible. El crimen se produjo a sesenta kilómetros de allí.—No. Todo ocurrió anoche en la estación de Manningford, poco después de

las 10.15. Verán. El pobre Anstruthers llegó de la ciudad, bajó del tren, y el jefede estación, que estaba solo, lo asesinó, para quitarle el dinero. En la pelea, lavíctima arrancó un trozo de papel que Monk había escrito y que probablementellevaba en el bolsillo. Lo he encontrado en la mano del difunto. La letra es deMonk. ¡Miren! —Y lo comparé con el billete.

—Y ¿cómo apareció el cadáver en otra parte?—Lo llevaron después hasta allí, probablemente en el furgón de Sutton, y lo

arrojaron a la vía. Esto explicaría dos cosas: primero, que no hubiera sangre en elsuelo, a pesar de que Anstruthers había sangrado; y segunda, que tuviera un brazoencima del raíl en la línea de ida. El tren de mercancías ya había pasado antes deque lanzasen a la víctima desde el furgón en el camino de vuelta. Ésa es mi

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teoría, caballeros. Ya hemos llegado a Manningford y, como mínimo, deberíanustedes detener al jefe de estación por sospechoso.

Monk estaba en el andén. Noté que se sobresaltaba al ver que éramos tantos.Smart se acercó a él.

—Señor Monk, estamos aquí para cumplir con una obligación muydesagradable. Estos dos caballeros son miembros de nuestra fuerza policial ytendrán que detenerlo por sospechoso.

—¿Sospechoso de qué? —preguntó Monk, palideciendo y con vozentrecortada.

—De participación en el asesinato del señor Anstruthers, ayer por la noche.—Pero a él lo mataron en el tren —dijo el jefe de estación.—Eso aún está por demostrar. De todos modos, vamos a detenerlo y a

registrar su casa.—No pienso consentirlo —empezó a decir Monk, pero lo consintió en cuanto

lo esposaron. A continuación fuimos todos a su casa, justo al otro lado de la calle.Volvió a resistirse, pero no le sirvió de nada. Con una llave maestra, uno de losdetectives abrió una caja que Monk guardaba en el dormitorio.

—¡Ja! —exclamó, sacando un maletín—. Esto pesa bastante. No me extraña.Está lleno de dinero.

—¡Es de Anstruthers! —exclamó el coronel.El canalla comprendió que el juego había terminado, pero, como era un

canalla, dijo:—No fui yo… Fue Sutton… el guardafrenos del tren de mercancías. Está tan

metido en esto como yo. Él se llevó el cadáver y buena parte del dinero.—Muy bien —dijo Smart—, iremos a buscarlo. Dé usted las gracias a este

caballero —añadió, señalándome—, por haber desentrañado el misterio.—¡Maldito sea! —gritó el jefe de estación.Sutton acusó a Monk, y entre el uno y el otro salió a la luz la historia completa.

Monk andaba mal de dinero y tenía deudas en todas partes, por apostar en lascarreras de caballos. En varias ocasiones había planeado asesinar a Anstruthers,y por fin se le presentó la oportunidad. Era el único pasajero que bajó del trenesa noche, y Monk se fijó en que el revisor no lo había visto. Así, le pidió que loacompañara un momento a su oficina, con algún pretexto, y allí lo atacó.Pelearon, pero Monk era más fuerte. En el forcejeo, Anstruthers arrancó el trozode papel sin que el otro se diera cuenta.

A continuación se deshicieron del cadáver. Sutton era un hombre de dudosareputación, y Monk sabía de él lo suficiente para arruinarle la vida si desvelabaciertos casos de mercancías robadas. Cuando llegó el tren de mercancías, le dio aSutton veinte libras y le prometió otras treinta para que se llevara el cadáver en elfurgón y lo arrojara a las vías, de manera que pareciese que a Anstruthers lohabían matado en el tren. Nada más fácil, en la oscuridad de la noche, que

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detener el furgón del guardafrenos justo delante de la oficina de Monk y cargarel cadáver sin que el maquinista o el fogonero se enterasen.

La consecuencia fue la horca para Monk y quince años en Dartmoor paraSutton.

—Al final, Forbes —dijo el coronel cuando terminamos de cenar, al final deaquel día tan intenso—, sí había algo extraño en esa visión roja como la sangreque tuvo usted en la estación de Manningford, y también en el jefe de estación.

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Robert Barr

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Robert Barr (1849-1912) nació en Glasgow en 1849, aunque su familiaemigró a Canadá pocos años después. En la década de 1870 empezó a escribircon el seudónimo de Luke Sharp, que emplearía intermitentemente toda sucarrera, en la revista satírica Grip de Toronto. En 1876 fue contratado comoreportero del Detroit Free Press y en 1881 se trasladó a Inglaterra paraencargarse de la edición inglesa de este periódico. En 1892, junto a Jerome K.Jerome, fundó The Idler, una revista mensual satírica que contó concolaboradores de la talla de Conan Doy le, Rudyard Kipling, Mark Twain, GrantAllen o H. G. Wells. Para el primer número Barr escribió (como Luke Sharp) suprimera parodia de Sherlock Holmes, « Detective Stories Gone Wrong: TheAdventures Of Sherlaw Kombs» . En los relatos de The Triumphs of EugèneValmont (1906), sobre las aventuras de un detective francés exiliado enInglaterra, adoptó un tono ligero y cómico sin renunciar a las convenciones delgénero. Su detective es a la vez astuto y vanidoso, sofisticado y capaz de reírse desí mismo; su nacionalidad extranjera le permite al autor satirizar a la sociedadinglesa.

« Un selecto círculo de despistados» (« The Absent-Minded Coterie» ) sepublicó por primera vez en el Saturday Evening Post el 13 de mayo de 1905 ydespués en el número 23 de The Windsor Magazine, en diciembre de 1905. Sutrama prefigura a Chesterton. A Valmont se le considera precursor de Poirot,pero es un gran personaje por derecho propio, que condensa todos los tópicossobre Francia: fatuo, frívolo, gourmet. Con su compañero de aventuras, elinspector Hale, que a su vez es la visión extranjera del típico inglés —rígido,pomposo y algo torpe—, forma un buen dúo cómico.

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Un selecto círculo de despistados

(1905)

Hace unos años, disfruté de la experiencia única de perseguir a un hombre por undelito y terminar obteniendo pruebas para acusarlo de otro. Era inocente deldelito menor por el que yo lo buscaba, pero culpable de otro muy grave, si bientanto él como sus cómplices quedaron impunes, en las circunstancias que medispongo a relatar.

Quizá recuerden los lectores que, en el cuento de Rudy ard Kipling tituladoBedalia Herodsfoot, el desdichado marido de la protagonista era detenido porembriaguez en un momento en que tenía las botas manchadas de sangre de lavíctima de un crimen. En el caso de Ralp Summertrees ocurrió justamente locontrario. Las autoridades inglesas intentaban acusarlo de un delito casi tan gravecomo el asesinato, mientras que yo buscaba pruebas que demostraran suculpabilidad en un acto mucho más trascendental que la mera embriaguez.

Las autoridades inglesas siempre han tenido la costumbre, eso cuando sedignan reconocer que existo, de tratarme con divertida condescendencia. Si hoyse le preguntara a Spenser Hale, de Scotland Yard, qué opina de Eugène Valmont,nuestro complaciente caballero adoptaría esa sonrisa de superioridad que tanto lefavorece y, si fuera un íntimo amigo quien le hiciera la pregunta, tal vez sepellizcaría el párpado derecho para responder: « Ah, sí, un tipo muy decente,Valmont, pero ¡es francés!» , como si, dicho esto, no hubiera necesidad de añadirmás.

A mí, personalmente, me gusta mucho la policía inglesa, y si mañana meviera envuelto en una pelea, no habría otro hombre más que Spenser Hale aquien quisiera tener a mi lado. En cualquier situación en que se precise un puñopara derribar a un buey, mi amigo Hale es una compañía sumamente valiosa.Ahora bien, en lo tocante a inteligencia, sagacidad mental, finura… ¡en fin! Soyun hombre modesto, y no diré más.

Quizá les divierta a ustedes ver a este gigante presentándose en mi despachouna tarde, con el falso pretexto de fumar una pipa conmigo. La diferencia queexiste entre este afable hombretón y yo es tan grande como la que se observaentre su pipa negra y mi delicado cigarrillo, que aspiré ávidamente en supresencia para protegerme de los humos de su horrendo tabaco. Me agradasobremanera este hombre descomunal que, con un aire de picardía y un brillosingular en la mirada cuando cree que me está llevando al huerto, se esfuerza envano por conseguir alguna pista sobre el caso que en ese momento le tienedesconcertado. Yo lo despisto con la misma agilidad con que un galgo se libra del

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mastín que lo persigue, y al final le digo, riendo: « Vamos, Hale, mon ami,cuéntemelo todo y trataré de ayudarlo» .

Un par de veces negó con su impresionante cabeza y replicó que el secretono era suyo. La última vez que hizo esto, le aseguré que sus impresiones eranciertas y acto seguido le expuse todos los detalles de la situación en la que seencontraba, sin dar nombres, puesto que él tampoco los había dado. Fuiencajando las piezas de su perplej idad a partir de fragmentos de la conversaciónque tuvimos a lo largo de la media hora en la que intentó pescar mi consejo,consejo que, como es natural, y o le habría dado directamente si me lo hubierapedido. Desde entonces solo ha acudido a mí para exponerme casos que puederevelar con libertad, y he tenido la satisfacción de resolver algún que otroproblema para él.

Ahora bien, por más que Spenser Hale esté convencido de que no hay en elmundo mejor policía que la de Scotland Yard, existe en Francia un procedimientopolicial en el que incluso él reconoce que somos superiores, aunque matiza demala gana su reconocimiento añadiendo que en Francia se nos permite hacercosas que en Inglaterra están prohibidas. Me refiero al registro minucioso de unavivienda cuando su propietario está ausente. Si leen ustedes el excelente relato deEdgar Allan Poe titulado La carta robada, encontrarán una crónica de esteprocedimiento mucho más elocuente que cualquier descripción que y o, que amenudo he participado en ese tipo de registros, pueda ofrecer.

Sin embargo, las gentes entre las que vivo se enorgullecen, según su propiaexpresión, de que « la casa de un inglés es su castillo» , y en ese castillo nisiquiera un policía puede entrar sin una orden judicial. Esto puede ser una buenamedida, en teoría, pero si uno se ve en la obligación de acercarse a una casa alson de las trompetas y los tambores, no es de extrañar que no encuentre lo quebusca una vez se han cumplido todos los requisitos legales. Los ingleses son genteextraordinaria, por descontado, y eso es algo que siempre tengo a gala atestiguar,pero hay que reconocer que en sentido común los franceses los superan concreces. En París, si necesito un documento incriminatorio, no envío a su poseedoruna carta para informarle de mis deseos, y los franceses, que son sensatos,aceptan plenamente esta manera de proceder. He conocido hombres que, cuandosalían a pasear por los bulevares, le dejaban las llaves al portero y le decían: « Sive usted que la policía viene a husmear por aquí mientras estoy fuera, por favor,colabore con ellos y presénteles mis más distinguidos respetos» .

Recuerdo que en cierta ocasión, siendo jefe de la brigada de detectives, alservicio del gobierno francés, me requirieron para ir a cierta hora a la residenciaprivada del ministro de Asuntos Exteriores. Coincidió con el momento en queBismarck consideraba la posibilidad de atacar por segunda vez mi país, y mecomplace afirmar que pude proporcionar al Servicio Secreto ciertos documentosque disuadieron a aquel hombre de hierro de cumplir sus propósitos, lo que, así lo

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creo, me valió la gratitud de mis compatriotas, aun cuando yo ni siquierainsinuara mis méritos cuando el subsiguiente responsable del Ministerio se olvidóde mis servicios. La memoria de una república, como ya han dicho hombresmás importantes que yo, es corta. De todos modos, eso no tiene nada que ver conel incidente que me dispongo a referir. Si aludo a la crisis política, es únicamentecon la intención de disculpar un olvido momentáneo por mi parte que, encualquier otro país, habría tenido graves consecuencias para mí. Pero enFrancia… Ah, nosotros sabemos comprender estas cosas, y no ocurrió nada.

No soy en absoluto dado a descubrirme. Soy, en general, el sereno y discretoEugène Valmont, a quien nada consigue alterar, pero aquellos fueron tiempos demucha tensión y llegué a verme muy afectado. Me encontraba a solas con elministro en su residencia privada, y uno de los documentos que y o necesitabaestaba en su despacho del Ministerio de Asuntos Exteriores, según él.

—¡Ah! Está en mi despacho, en el escritorio —dijo—. ¡Qué contrariedad!Tendré que enviar a alguien a buscarlo.

—No, señor ministro —salté como un resorte, olvidándome por completo delos buenos modales—. Está aquí.

Accioné el mecanismo de un cajón secreto, lo abrí, saqué el documento quebuscaba y se lo entregué.

Hasta que vi su mirada inquisitiva y una leve sonrisa en sus labios no fuiconsciente de lo que había hecho.

—Valmont —dijo sin alterarse—, ¿en interés de quién ha venido a registrarmi casa?

—Excelencia —repliqué, en un tono no menos amable que el suyo—, estanoche, por orden de usted, haré una visita a la mansión del barón Dumoulaine, aquien el presidente de la República Francesa tiene en la may or estima. Si algunode estos dos distinguidos caballeros llegara a tener conocimiento de mi visitainformal y me preguntara en interés de quién me presento, ¿cuál desea usted quesea mi respuesta?

—Responda usted, Valmont, que actúa en interés del Servicio Secreto.—Así lo hare, excelencia. Y en respuesta a la pregunta que acaba usted de

hacerme, tengo el honor de registrar esta casa en interés del Servicio Secreto deFrancia.

El ministro de Asuntos Exteriores se rió de buena gana, sin ningún rencor.—Le felicito, Valmont, por la eficacia de su registro y su magnífica

memoria. Éste es el documento que creía haber dejado en mi despacho.No sé yo qué diría lord Landsdowne[38] si Spenser Hale tratara con la misma

familiaridad sus documentos privados. Y ahora que hemos vuelto sobre nuestrobuen amigo Hale, no debemos hacerle esperar por más tiempo.

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EL SEÑOR SPENSER HALE, DE SCOTLAND YARD

Recuerdo bien ese día de noviembre en que oí hablar por primera vez delcaso Summertrees, porque la niebla que envolvía Londres era tan densa que meperdí dos o tres veces, y no había forma de encontrar un coche. Los pocoscocheros que circulaban por las calles volvían despacio a los establos. Era uno deesos deprimentes días londinenses que me llenaban deennui[39] y de nostalgiapor mi luminoso París, donde, si alguna vez nos visita la neblina, al menos eslimpia, vapor blanco, y no esta horrorosa niebla de Londres saturada deasfixiante carbón.

Tan espesa era la niebla que los peatones no podían leer los sumarios de laprensa, pegados en las paredes, y, como ese día probablemente no había carrerasde caballos, los vendedores de periódicos voceaban el siguiente acontecimientoen el orden de importancia: las elecciones presidenciales en Estados Unidos.Compré un periódico y lo guardé en el bolsillo. Era tarde cuando llegué a miapartamento, después de cenar, cosa rara en mí, me puse las pantuflas, acerquéuna butaca al fuego y empecé a leer el periódico de la tarde. Me disgustóenterarme de que el elocuente señor Bryan[40] había sido derrotado. Noentendía y o de asuntos de plata, pero el candidato me había conquistado con sucapacidad oratoria y se había ganado mi simpatía por el hecho de que, aunqueera dueño de numerosas minas de plata, el precio del metal estaba tan bajo que aduras penas podía ganarse la vida con sus explotaciones mineras. Pero, como esnatural, las constantes acusaciones de que era un plutócrata y un millonarioreconocido terminaron por derrotarlo en una democracia en la que el votantemedio es extremadamente pobre y no confortablemente adinerado como sucedecon los agricultores franceses. Siempre me han interesado los asuntos de la granrepública occidental, y me he esforzado por estar bien informado de su política;y aunque, como saben mis lectores, rara vez cito un cumplido que se me hay ahecho, un cliente norteamericano me confesó en cierta ocasión que jamás habíacomprendido los entresijos de la política de su país —creo que ésa fue laexpresión que empleó— hasta que me oyó hablar a mí. Claro que, añadió, élsiempre estaba muy ocupado.

Había dejado que el periódico se fuera cay endo hasta el suelo, pues lo ciertoes que la niebla estaba entrando también en casa y empezaba a costarme leer apesar de la luz eléctrica. Mi criado entró en la sala y anunció que el señorSpenser Hale deseaba verme, y la verdad es que cualquier noche, especialmentesi llueve o hay niebla, me agrada más conversar con un amigo que leer elperiódico.

—Mon Dieu, mi querido monsieur Hale. Es usted un valiente para aventurarse

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a salir con una niebla como la de esta noche.—Ah, monsieur Valmont —dijo Hale con orgullo—. ¡En París no son ustedes

capaces de levantar una niebla como ésta!—No. En eso son ustedes únicos —admití, poniéndome en pie para recibirlo

ofreciéndole asiento.—Veo que estaba usted leyendo las últimas noticias —dijo, señalando el

periódico—. Me alegro mucho de que Bry an hay a perdido. Ahora vendrántiempos mejores.

Hice un gesto con la mano, mientras volvía a sentarme, despreciando sucomentario. Estoy dispuesto a hablar de muchas cosas con Spenser Hale, pero node política norteamericana. Hale no comprende a los norteamericanos. Es undefecto común de los ingleses tener una ignorancia supina de los asuntos internosde otros países.

—Seguro que es un caso importante lo que le trae por aquí en una nochecomo ésta. La niebla debe de ser muy densa en Scotland Yard.

Hale no captó mi ironía y respondió sin inmutarse:—Es muy densa en todo Londres. En realidad, envuelve la mayor parte de

Inglaterra.—Así es —asentí, pero esto tampoco lo captó.Sin embargo, momentos más tarde, hizo una observación que, de haber

venido de cualquier otra persona, podría haber denotado un destello decomprensión.

—Es usted muy inteligente, monsieur Valmont, mucho, así que bastará conque le diga que la cuestión que me trae por aquí es la misma que se ha dirimidoen la batalla por la presidencia de Estados Unidos. A un inglés me vería obligadoa darle más explicaciones, pero tratándose de usted, monsieur, no será necesario.

Hay momentos en los que me desagrada la artera sonrisa de Spenser Hale ysu manera de entornar los ojos cuando pone sobre la mesa un dilema con el queespera desconcertarme. Mentiría si digo que jamás lo ha conseguido, pues, enalguna ocasión, la profunda simplicidad de sus rompecabezas me obliga aadentrarme por derroteros de una complej idad innecesaria dadas lascircunstancias.

Uní las puntas de los dedos y me quedé un rato mirando el techo. Hale habíaencendido su pipa negra, mientras mi sigiloso criado le servía un whisky con soday se retiraba de puntillas. Al cerrarse la puerta, mis ojos se apartaron del techopara posarse en el amplio rostro de Hale.

—¿Se le han escapado? —pregunté en voz baja.—¿Quiénes?—Los falsificadores de moneda.A Hale se le cay ó la pipa de los labios, pero logró atraparla antes de que

llegara al suelo. Bebió entonces un sorbo de whisky.

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—Eso ha sido un simple golpe de suerte —dijo.—Parfaitement —respondí, con indiferencia.—Vamos, Valmont, reconózcalo, ¿no lo ha sido?Me encogí de hombros. Un hombre no puede contradecir a su invitado,

aunque se encuentre en su propia casa.—¡No me venga con ésas! —protestó Hale con muy poca educación. Es un

poquito dado a emplear expresiones fuertes, incluso vulgares, cuando estádesconcertado—. Dígame cómo lo ha adivinado.

—Es muy sencillo, mon ami. La batalla electoral en Estados Unidos se halibrado en torno al precio de la plata, que al estar tan bajo ha arruinado al señorBryan y amenaza con arruinar a todos los granjeros del Oeste que cuentan conminas de plata en sus tierras. La plata era la preocupación en Estados Unidos,ergo la plata es la preocupación en Scotland Yard.

» Muy bien. La deducción natural es, por tanto, que alguien ha robado unoslingotes de plata. Pero ese robo ocurrió hace tres meses, mientras descargaban elmetal de un vapor alemán que había llegado a Southampton, y mi buen amigoSpenser Hale sorprendió a los ladrones muy astutamente cuando intentabanborrar con ácido las marcas de los lingotes. Ahora bien, los delitos no siguen unasecuencia aleatoria, como los números de la ruleta de Monte Carlo. Los ladronesson inteligentes. Se preguntan: “¿Qué posibilidades hay de robar con éxito unoslingotes de plata mientras el señor Hale esté en Scotland Yard?”. ¿No es así,amigo mío?

—De verdad, Valmont —dijo Hale, bebiendo otro sorbo de whisky—, que aveces casi llega usted a convencerme de que tiene poderes para el razonamiento.

—Gracias, camarada. Eso quiere decir que lo que aquí nos interesa no es unrobo de plata, aunque la batalla electoral en Estados Unidos se centrase en elprecio de la plata. Si la plata hubiera alcanzado un precio muy elevado, ahora noestaríamos hablando de esto. Luego, el delito que a usted le preocupa tiene quever con el bajo precio de la plata, y eso apunta a que debe tratarse de un caso deacuñación ilícita aprovechando el bajo precio del metal. Es, quizá, el delito mássutil al que ha tenido usted que enfrentarse hasta la fecha. Alguien estáfabricando chelines y medias coronas con plata auténtica, en vez de emplear unmetal de calidad inferior, y aun así está obteniendo un beneficio que antes no eraposible, cuando la plata tenía un precio muy alto. Usted estaba familiarizado conlas circunstancias anteriores, pero este nuevo elemento desafía todas susfórmulas previas. Éste ha sido mi razonamiento.

—Pues ha dado usted en el clavo, Valmont, tengo que reconocerlo. Ha dadousted en el clavo. Hay una banda de falsificadores expertos que están fabricandomoneda con plata auténtica, y por cada media corona obtienen un chelín limpio.No somos capaces de dar con ellos, pero sí sabemos quién es el hombre quedirige el cotarro.

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—Eso debería ser suficiente —insinué.—Sí, debería serlo, pero hasta ahora no lo ha sido. Por eso he venido a verlo,

para ver si quisiera usted hacer alguno de sus trucos franceses con disimulo.—¿A qué truco francés se refiere, monsieur Hale? —pregunté con cierta

aspereza, pues por un momento me olvidé de lo maleducado que se volvíasiempre cuando estaba alterado.

—No pretendía ofenderle —dijo el torpe oficial, que en realidad es un buenhombre, aunque siempre primero mete la pata y después pide disculpas—.Quiero que alguien entre en casa de ese hombre sin una orden de registro, queencuentre la prueba y me avise, para que podamos intervenir sin darle tiempo adestruirla.

—¿Quién es ese hombre y dónde vive?—Se llama Ralph Summertrees, y vive en una casa de mucho postín, una

preciosidad, como dicen los anuncios, en una calle tan elegante como Park Lane.—Comprendo. Y ¿qué le hace sospechar de él?—Bueno, ése es un barrio muy caro, cuesta dinero vivir allí. Este

Summertrees no tiene una ocupación conocida, pero todos los viernes va alUnited Capital Bank de Piccadilly y deposita una fortuna, generalmente enmonedas de plata.

—¿Y ese dinero?—Ese dinero, por lo que sabemos hasta el momento, está compuesto por

muchas de esas piezas nuevas que nunca se han visto en la Casa de la Moneda.—O sea, que no todas las monedas son de nuevo cuño.—Claro que no, es demasiado listo. Un hombre, ¿sabe usted?, puede ir por

Londres con los bolsillos llenos de monedas falsas de cinco chelines, compraresto, lo otro y lo de más allá, y volver a casa con el cambio en moneda legal:medias coronas, florines, chelines, peniques, y todo lo demás.

—Comprendo. Y ¿por qué no le echan el guante cualquier día, cuando llevelos bolsillos llenos de monedas falsas de cinco chelines?

—Desde luego que podríamos, y ya lo he pensado, pero queremos cazar atoda la banda. Si lo detuviéramos sin saber de dónde procede el dinero, los demásalzarían el vuelo.

—Y ¿cómo sabe que no es él quien acuña las monedas?El pobre Hale es como un libro abierto. Dudó unos segundos antes de

responder a esta pregunta, y parecía tan confundido como si lo hubieransorprendido cometiendo un acto deshonesto.

—No tema contármelo —dije con ánimo tranquilizador—. Ha puesto usted auno de sus agentes en casa de Summertrees, y así ha sabido que no es él quienacuña las monedas falsas, pero su hombre no ha encontrado las pruebasnecesarias para incriminar a los demás.

—Ha vuelto a dar en el clavo, monsieur Valmont. Uno de mis hombres es el

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mayordomo de Summertrees desde hace dos semanas, pero, como bien diceusted, no ha encontrado ninguna prueba.

—Y ¿sigue allí?—Sí.—Cuénteme lo que han averiguado. Saben que Summertrees deposita una

bolsa de monedas todos los viernes en ese banco de Picadilly, y supongo que elbanco les ha permitido registrar alguna de las bolsas.

—Sí, señor, pero ya sabe usted que no es fácil tratar con los bancos. No lesgusta que los detectives vayan a husmear por ahí, y, aunque no se enfrentanabiertamente a la ley, contestan únicamente a lo que se les pregunta, y el señorSummertrees es un buen cliente del United Capital desde hace muchos años.

—¿Aún no saben de dónde procede el dinero?—Sí, lo sabemos. Lo trae todas las noches un individuo con aspecto de

respetable empleado de banca, y lo guarda en una caja de seguridad, de la que éltiene la llave. La caja de seguridad está en el comedor, en la primera planta.

—¿No han seguido a ese individuo?—Sí. Duerme en la casa de Park Lane todas las noches; por las mañanas va a

una tienda de objetos antiguos y curiosos de Tottenham Court Road, donde pasatodo el día, y vuelve a casa con una bolsa de dinero por las tardes.

—¿Por qué no lo detienen y le interrogan?—Bueno, monsieur Valmont, por la misma razón por la que no detenemos a

Summertrees. Podríamos detenerlos a los dos fácilmente, pero no tenemosninguna prueba contra ellos, y, en ese caso, meteríamos entre rejas a losintermediarios, pero los principales delincuentes se nos escaparían.

—¿Hay algo sospechoso en esa tienda de curiosidades?—No. Parece completamente normal.—¿Y desde cuándo juegan a este juego?—Desde hace alrededor de seis semanas.—¿Summertrees está casado?—No.—¿Hay alguna mujer en el servicio doméstico de su casa?—No, aparte de las tres limpiadoras que van todas las mañanas.—Y ¿quién compone la servidumbre?—El mayordomo, el lacay o y un cocinero francés.—¡Conque un cocinero francés! —exclamé—. Este caso me interesa. Y

Summertrees ha conseguido desconcertar a ese agente suyo por completo. ¿Leha impedido deambular libremente por la casa?

—¡Qué va! Más bien se lo ha facilitado. Una vez sacó el dinero de la cajafuerte y le pidió a Podgers, así se llama mi hombre, que le ayudara a contarlo, ydespués lo envió al banco con la bolsa de monedas.

—Y ¿Podgers ha registrado toda la casa?

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—Sí.—¿No ha encontrado indicios de que en alguna parte se esté acuñando

moneda?—No. Es imposible que lo estén haciendo ahí. Además, como y a le he dicho,

es el hombre con aspecto de empleado respetable el que lleva el dinero.—¿Qué tal si y o ocupara el puesto de Podgers?—Sinceramente, monsieur Valmont, preferiría que no. Podgers y a ha hecho

todo lo posible, pero he pensado que, con ay uda de Podgers, podría usted entraren la casa noche tras noche y moverse a sus anchas.

—Comprendo. Eso es un poco peligroso en Inglaterra. Yo preferiría ocupar laposición legal de sucesor de Podgers. ¿Dice usted que Summertrees no tiene unaprofesión conocida?

—Bueno, nada que pueda llamarse profesión. Se hace pasar por escritor, peroa mí eso no me parece una profesión.

—¿Conque escritor? Y ¿cuándo escribe?—Pasa la mayor parte del día encerrado en su estudio.—¿Sale a comer?—No. Por lo visto tiene un infiernillo, según me ha dicho Podgers. Se prepara

un café y toma un par de bocadillos.—Eso es una comida muy frugal para vivir en Park Lane.—Sí, monsieur Valmont, lo es, pero lo compensa por las noches, con una

buena cena en la que disfruta de todas esas delicias que tanto les gustan a ustedes,preparadas por su cocinero francés.

—¡Un hombre sensato! Bien, Hale. Creo que será un placer conocer al señorSummertrees. Ese hombre suyo, Podgers, ¿tiene alguna restricción para entrar ysalir de la casa?

—Ninguna en absoluto. Puede salir tanto de día como de noche.—Muy bien, amigo mío. Dígale que venga mañana, en cuanto nuestro

escritor se encierre en su estudio, o mejor dicho, en cuanto ese individuo deaspecto respetable se marche a Tottenhan Court Road, lo cual, por lo que me hacontado, supongo que será una media hora después de que su jefe se encierrecon llave en esa habitación en la que escribe.

—Pues supone usted bien, Valmont. ¿Cómo lo ha adivinado?—Mera suposición, Hale. Hay muchas cosas extrañas en esa casa de Park

Lane, así que no me extraña en absoluto que el jefe empiece a trabajar antes quesu empleado. Y también sospecho que Ralph Summertrees sabe perfectamentepor qué está allí su estimable Podgers.

—¿Qué le hace pensar eso?—No tengo ninguna razón en particular, pero mi opinión sobre la inteligencia

de Summertrees ha ido creciendo gradualmente según usted me hablaba en lamisma proporción en que menguaba mi estima por las capacidades de Podgers.

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De todos modos, que venga mañana, para que pueda hacerle unas preguntas.

LA EXTRAÑA CASA DE PARK LANE

Al día siguiente, a eso de las once, el lento y corpulento Podgers, sombrero enmano, siguió a su jefe hasta mi casa. Su rostro amplio, impasible e inmóvil, ledaba un aire de mayordomo más genuino de lo que me esperaba, y la librea,como es natural, realzaba aún más esta apariencia. Sus respuestas a mispreguntas fueron las de un buen sirviente que no dice demasiado a menos que leinterese. En conjunto, Podgers superó mis expectativas y comprendí que miamigo Hale tenía algunas razones para considerarlo, como saltaba a la vista quehacía, un as en la manga.

—Siéntese, señor Hale, y usted también, Podgers.Podgers despreció mi invitación y se quedó quieto como una estatua hasta

que su jefe tomó la iniciativa. Entonces se sentó en una silla. Los ingleses sonúnicos en lo que a disciplina se refiere.

—En primer lugar, señor Hale, tengo que felicitarle por la elección dePodgers. Es excelente. Ustedes no dependen tanto de la ayuda artificial comonosotros en Francia, y creo que en eso hacen bien.

—Bueno ¡no somos tontos del todo, monsieur Valmont! —dijo Hale conperdonable orgullo.

—Muy bien, Podgers, hábleme de ese empleado. ¿A qué hora vuelve por lastardes?

—A las seis en punto, señor.—¿Llama a la puerta o entra con su propia llave?—Con su propia llave, señor.—¿Cómo lleva el dinero?—En una cartera de cuero, cerrada con llave y colgada del hombro.—¿Pasa directamente al comedor?—Sí, señor.—¿Lo ha visto usted abrir la caja fuerte y guardar el dinero?—Sí, señor.—Y esa caja ¿se abre con combinación o con llave?—Con llave, señor. Una llave antigua.—Y después el empleado abre la cartera.—Sí, señor.—Eso significa que en tres minutos utiliza tres llaves. ¿Las lleva separadas o

en un llavero?—En un llavero, señor.—¿Ha visto usted alguna vez al señor Summertrees con ese manojo de llaves?

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—No, señor.—Tengo entendido que una vez lo vio usted abrir la caja, ¿no es así?—Sí, señor.—Y ¿tenía una sola llave o un manojo?Podgers se rascó la cabeza despacio.—No lo recuerdo, señor.—¡Está olvidando usted detalles importantes, Podgers! ¿Seguro que no lo

recuerda?—No, señor.—Y, una vez que ha guardado el dinero y cerrado la caja fuerte, ¿qué hace el

empleado?—Se retira a su habitación, señor.—¿Dónde está esa habitación?—En la tercera planta, señor.—¿Y dónde duerme usted?—En la cuarta, con los demás sirvientes.—¿Dónde duerme el señor Summertrees?—En la segunda planta, junto a su estudio.—¿La casa tiene cuatro plantas y un sótano?—Sí, señor.—No sé por qué tengo la impresión de que es una casa muy estrecha, ¿estoy

en lo cierto?—Sí, señor.—Ese empleado ¿cena alguna vez con su jefe?—No, señor. El empleado nunca come en la casa.—¿Se marcha antes del desayuno?—No, señor.—¿Nadie le lleva el desayuno a su habitación?—No, señor.—¿A qué hora se va de casa?—A las diez, señor.—¿A qué hora se sirve el desayuno?—A las nueve, señor.—¿A qué hora se retira el señor Summertrees a su estudio?—A las nueve y media, señor.—¿Cierra con llave por dentro?—Sí, señor.—¿Nunca pide nada a lo largo del día?—No que yo sepa, señor.—¿Qué clase de hombre es?Aquí Podgers se sintió en terreno firme y ofreció una descripción minuciosa

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en todos sus detalles.—Lo que le preguntaba, Podgers, es si es callado o hablador, o si tiene mal

genio. Si parece furtivo, sospechoso, preocupado, asustado, tranquilo, excitable oqué.

—Bueno, es muy callado, nunca dice nada. Nunca lo he visto enfadado onervioso.

—Muy bien, Podgers. Lleva usted algo más de dos semanas en Park Lane. Esusted un hombre agudo, vigilante y observador. ¿Ha visto algo que le hayallamado la atención?

—Bueno, no sabría decirlo con exactitud, señor —contestó Podgers, mirandocon impotencia a su jefe, luego a mí, y otro vez a Hale.

—Tengo la impresión de que sus responsabilidades profesionales le hanobligado a interpretar en otras ocasiones el papel de mayordomo, de lo contrariono lo haría usted tan bien. ¿Es así?

En lugar de responder, Podgers miró a su jefe. Era sin duda una preguntarelacionada con la organización del servicio, y a un subordinado no le estabapermitido responder a ella. Fue Hale quien contestó en el acto:

—Así es. Podgers ha estado en docenas de casas.—Bien, Podgers, intente recordar cómo eran esas otras casas en las que ha

trabajado y dígame si la del señor Summertrees se diferencia de las demás enalgún detalle.

Podgers se quedó un buen rato pensativo.—Bueno, señor, siempre está escribiendo.—Claro, Podgers, es su profesión. Escribe desde las nueve y media hasta

cerca de las siete, supongo.—Sí, señor.—¿Algo más, Podgers? Por trivial que pueda parecer.—También le gusta leer, señor. Al menos le gusta leer periódicos.—¿Cuándo lee?—Nunca lo he visto ley endo el periódico. En realidad, no parece que llegue a

abrirlos siquiera, pero los compra todos, señor.—¿Todos los diarios de la mañana?—Sí, señor. Y los de la tarde también.—¿Dónde dejan los periódicos de la mañana?—En la mesa de su estudio, señor.—¿Y los de la tarde?—Bueno, señor, cuando llegan los de la tarde, el estudio está cerrado con

llave. Los dejamos en el comedor, en una mesa auxiliar, y él se los lleva a suestudio.

—Y ¿eso ha sido así a diario, desde que usted está allí?—Sí, señor.

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—Y ha informado usted a su jefe de ese hecho tan llamativo, ¿verdad?—No, señor. Creo que no —dijo Podgers, confundido.—Pues debería haberlo hecho. El señor Hale habría sabido sacar partido de

un asunto tan vital.—¡Vamos, Valmont! Nos está tomando el pelo —interrumpió Hale—.

¡Mucha gente compra todos los periódicos!—No lo creo. Incluso los clubes y los hoteles están suscritos solo a los

principales diarios. ¿Ha dicho usted todos, Podgers?—Bueno, casi todos, señor.—¿Cuáles? La diferencia es muy grande.—Muchos, señor.—¿Cuántos?—No lo sé exactamente, señor.—Eso es fácil de averiguar, Valmont —protestó Hale con un punto de

impaciencia—, si le parece tan importante.—Me parece tan importante que voy a ir con Podgers a esa casa. Entiendo

que puedo ir con usted cuando regrese.—Sí, señor.—Volviendo un momento a esos periódicos, Podgers. ¿Qué se hace con ellos?—Se los venden al trapero una vez a la semana, señor.—¿Quién los saca del estudio?—Yo, señor.—Y ¿parece que los han leído con atención?—Pues no, señor. Al menos algunos ni siquiera parece que los hayan abierto,

o los han vuelto a doblar con mucho cuidado.—¿Se ha fijado en que hayan recortado alguna noticia?—No, señor.—¿Tiene el señor Summertrees un álbum de recortes de periódico?—No que yo sepa, señor.—¡El caso está clarísimo! —dije, recostándome en el asiento y

contemplando el desconcierto de Hale con esa seráfica expresión de satisfacciónque sé que tanto le importuna.

—¿Qué es lo que está clarísimo? —preguntó, con una brusquedad quizámayor de lo que permitían los buenos modales.

—Summertrees no falsifica monedas, ni tiene ninguna relación con unabanda de falsificadores.

—Entonces, ¿qué hace?—¡Ah! Eso abre una línea de investigación muy distinta. Por lo que sé hasta

el momento, podría ser un hombre honradísimo. A juzgar por las apariencias,tiene un negocio razonablemente lucrativo en Tottenham Court Road, y no quiereque se aprecie ninguna relación visible entre una ocupación tan plebey a y una

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residencia tan aristocrática en Park Lane.Al oír estas palabras, Spenser Hale dejó traslucir uno de esos extraños

destellos de razonamiento que tanto asombro causan en quienes lo conocen.—Eso no tiene sentido, monsieur Valmont —dijo—. El hombre que se

avergüenza de la relación que pueda existir entre sus negocios y su casa es el queintenta entrar en sociedad, o el que cuenta con mujeres en su familia que tratande conseguirlo. Pero Summertrees no tiene familia. No va a ninguna parte, norecibe a nadie y no acepta invitaciones. No es miembro de ningún club; por tanto,decir que se avergüenza de su relación con ese comercio de Tottenham CourtRoad es absurdo. Si lo oculta, es por otra razón que tendremos que indagar.

—Mi querido Hale, ni la misma diosa de la Sabiduría habría ofrecido unaargumentación más juiciosa. Ahora, mon ami, ¿necesita usted mi ayuda o tieneya suficiente para valerse por sí mismo?

—¿Suficiente para valerme por mí mismo? Sabemos lo mismo que sabíamoscuando vine aquí ayer por la noche.

—Ayer por la noche, querido Hale, usted suponía que este hombre estabaasociado con una banda de falsificadores. Hoy sabe que no lo está.

—Sé que usted dice que no lo está.Me encogí de hombros, enarqué las cejas y sonreí.—Es lo mismo, monsieur Hale.—El engreimiento… —El bueno de Hale no fue capaz de continuar.—Si quiere mi ayuda, cuente con ella.—Muy bien. Hablando en plata, la quiero.—En ese caso, querido Podgers, volverá usted a la residencia de nuestro

amigo Summertrees y me hará un paquete con todos los periódicos de la mañanay de la tarde que se recibieron ayer en la casa. ¿Puede facilitármelos o estánamontonados en la carbonera?

—Puedo, señor. Tengo órdenes de guardar todos los periódicos del día, por sise necesitaran más adelante. Almacenamos en el sótano los de la semanacorriente y vendemos al trapero los de la semana anterior.

—Estupendo. Afronte el riesgo de apartar los periódicos de un día y téngaloslistos para mí. Pasaré a recogerlos a las tres y media en punto, y quiero queentonces me enseñe el dormitorio del empleado, en la tercera planta. Supongoque no estará cerrado con llave durante el día.

—No lo está, señor.Con esto, el paciente Podgers se retiró, y Spenser Hale se puso en pie cuando

su subalterno y a había salido.—¿Hay algo más que pueda hacer? —preguntó.—Sí. Deme la dirección de ese establecimiento de Tottenham Court Road.

¿Por casualidad lleva usted encima alguna de esas monedas de cinco chelinessupuestamente ilegales?

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Me pasó una moneda de metal blanco que sacó del monedero.—Voy a ponerla en circulación antes de esta tarde —dije, guardándome la

pieza en el bolsillo—. Espero que sus hombres no me detengan.—Me parece muy bien —contestó Hale, riéndose, cuando ya se marchaba.A las tres y media Podgers me estaba esperando. Abrió la puerta antes de que

y o terminara de subir las escaleras, ahorrándome así la necesidad de llamar.Reinaba en la casa una extraña quietud. El cocinero francés estaba en el sótano yquizá podíamos disponer de la tercera planta a nuestro antojo, a menos queSummertrees estuviera en su estudio, cosa que yo dudaba. Podgers me llevódirectamente al dormitorio del empleado, de puntillas, con un aire de elefantesigiloso que me pareció innecesario.

—Voy a registrar la habitación —dije—. Tenga la bondad de esperarme en lapuerta del estudio.

La habitación resultó tener un tamaño muy respetable para lo pequeña queera la casa. La cama estaba bien hecha, y había dos sillas, pero faltaban elacostumbrado aguamanil y el espejo. Vi una cortina al fondo y, al retirarla,encontré, tal como esperaba, un lavabo, en una alcoba de poco más de un metrode ancho y un metro y medio de largo. Como el resto de la habitación tenía unoscuatro metros y medio de ancho, este hueco ocupaba una tercera parte delespacio. A continuación abrí la puerta de un armario, lleno de ropa colgada enperchas. Al abrir la puerta quedó un espacio de metro y medio entre el ropero yel lavabo. En un primer momento pensé que la entrada a la escalera secretaseguramente salía del hueco donde estaba el lavabo, pero examiné atentamentelas tablas de la pared y comprobé que, aunque sonaban huecas al golpear con losnudillos, no ocultaban ninguna puerta. La entrada a la escalera debía estar portanto dentro del ropero. La pared de la derecha tenía el mismo revestimiento detablas que el lavabo si se miraba o se palpaba sin demasiada atención, peroenseguida vi una puerta. El cerrojo se accionaba con un ingenioso mecanismoinstalado en una de las perchas, en la que había un par de pantalones viejos.Descubrí que, al empujar la percha hacia arriba, la puerta se abría hacia fuera,justo al borde de la escalera. Bajé al segundo piso y un cerrojo similar me llevóa un ropero similar en la habitación inmediatamente inferior. Las doshabitaciones eran de idéntico tamaño y estaban la una justo encima de la otra,con la única diferencia de que la habitación de la segunda planta daba al estudio,y no al pasillo, como ocurría con la del piso de arriba.

El estudio estaba pulcro y ordenado. O bien no se utilizaba mucho o bien eldueño de la casa era un hombre muy metódico. No había nada sobre la mesa,aparte de un montón de periódicos de la mañana. Crucé la sala, abrí la puerta, yallí me encontré con el atónito Podgers.

—¡Me ha dejado de piedra! —dijo.—No es para menos —respondí—. Lleva usted dos semanas pasando de

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puntillas por delante de una habitación vacía. Venga conmigo y le enseñaré eltruco.

Entramos en el estudio, volví a cerrar la puerta con llave y conduje al falsomay ordomo, que a fuerza de costumbre seguía andando de puntillas, hasta laescalera y la habitación del piso de arriba, de donde salimos dejándolo todoexactamente tal como estaba. Bajamos al vestíbulo por la escalera principal yPodgers me dio allí mi montón de periódicos envuelto con cuidado. Volvíentonces a mi apartamento, di algunas indicaciones a uno de mis ayudantes y lodejé trabajando con los diarios.

LA TIENDA DE CURIOSIDADES DE TOTTENHAM COURT ROAD

Fui en un coche hasta la esquina de Tottenham Court Road y desde allí seguíandando hasta la tienda de objetos curiosos de J. Simpson. Antes de entrar estuveun rato mirando el escaparate bien surtido, del que seleccioné un pequeñocrucifijo de hierro, obra de algún antiguo artesano.

Por la descripción de Podgers, reconocí en el acto al respetable empleadoque todas las noches llevaba el dinero en una cartera a Park Lane y que no eraotro, no me cupo duda, que el propio Ralph Summertrees.

No había en su aspecto nada por lo que se distinguiera de cualquier otrocomerciante tranquilo. El crucifijo costaba siete chelines con seis peniques, ypagué con un soberano.

—¿Tiene algún inconveniente en que le devuelva el cambio en monedas,señor? —preguntó el caballero, y respondí con indiferencia, a pesar de que supregunta reavivó mis sospechas, que casi empezaban a aplacarse.

—En absoluto.Me devolvió media corona, tres monedas de dos chelines y cuatro de un

chelín, todas ellas de plata muy gastada y corriente factura, inequívoco productode la reputada Casa de la Moneda. Su aspecto parecía descartar la teoría de queestaba distribuy endo moneda ilegal. Me preguntó si me interesaba alguna ramade las antigüedades en concreto y respondí que solo tenía una curiosidad general,de simple aficionado, a lo cual me invitó a echar un vistazo. Eso hice, mientras élvolvía a ocuparse de ensobrar, poner dirección y franquear unos folletos quesupuse serían ejemplares de su catálogo.

En ningún momento me vigiló ni trató de venderme sus productos. Elegí alazar un pequeño tintero y pregunté su precio. Dos chelines, dijo, y saqué mimoneda falsa de cinco chelines. La cogió y me devolvió el cambio sin decirnada, y mi última duda sobre su relación con los falsificadores se disipódefinitivamente.

En ésas entró un joven que, según vi en el acto, no era un cliente. Se dirigió

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con resolución al otro extremo de la tienda y desapareció detrás de unamampara con una ventana de cristal situada frente a la puerta principal.

—Discúlpeme un momento —dijo el caballero que me había atendido, ysiguió al joven a aquel recinto privado.

Mientras examinaba la pintoresca colección de artículos diversos, oí eltintineo de un montón de monedas al caer sobre la superficie de un escritorio ouna mesa sin tapete, y un murmullo de voces llegó a mis oídos. Me encontrabacerca de la entrada y, sin dejar de observar por el rabillo del ojo la ventana decristal de la mampara, cogí la llave de la puerta principal sin hacer ruido, hice unmolde con cera y devolví la llave a su sitio sin que me vieran. Poco después entróotro joven y también fue derecho a la oficina privada. Le oí decir:

—¡Ah, disculpe, señor Simpson! ¿Cómo estás, Rogers?—Hola, Macpherson —saludó Rogers, que salió, dio las buenas noches al

señor Simpson y se marchó silbando calle abajo, no sin antes saludar a otro jovena quien llamó Tyrrel.

Tomé nota de los tres nombres en mi memoria. Otros dos hombres entraronjuntos, pero tuve que conformarme con memorizar sus facciones. Todos eran sinduda recaudadores, pues cada vez que entraba uno se oía el mismo tintineo demonedas. La tienda, sin embargo, era pequeña, y al parecer no se hacía allímucho negocio, pues había pasado más de media hora y yo seguía siendo elúnico cliente. Si vendían a crédito, habría bastado con un recaudador, pero habíanentrado cinco, y todos habían añadido su contribución al montón queSummertrees se llevaría a casa esa noche.

Decidí coger uno de los folletos que Summertrees había estado metiendo ensobres. Estaban apilados en un estante, detrás del mostrador, pero no me fuedifícil estirarme, alcanzar el primero del montón y guardármelo en el bolsillo.Cuando el quinto joven salió de la tienda apareció Summertrees, y esta vezllevaba en la mano una cartera de cuero, abultada y cerrada con llave, con lascorreas colgando. Eran casi las cinco y media, y vi que parecía impaciente porcerrar y marcharse.

—¿Ve algo más que le guste, señor? —me preguntó.—No, o mejor dicho, sí y no. Tiene usted una colección muy interesante,

pero empieza a oscurecer y apenas veo.—Cierro a las cinco y media, señor.—En ese caso —dije, mirando mi reloj—, volveré otro día con mucho gusto.—Gracias —contestó Summertrees tranquilamente, y con esto salí de la

tienda.Desde la esquina de un callejón, en la acera de enfrente, lo vi echar el cierre

y salir con el abrigo puesto y la cartera en bandolera. Cerró la puerta con llave,comprobó con los nudillos que estaba bien cerrada y se alejó con los folletosdebajo del brazo. Lo seguí de lejos, hasta que echó los folletos en el buzón de la

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primera oficina de correos que encontró y siguió rápidamente camino de sucasa, en Park Lane.

Volví a mi apartamento y llamé a mi ay udante.—Después de descartar los anuncios de rigor, de píldoras, jabones y qué se

yo —dijo—, he encontrado el único común a todos los diarios: los de la mañanay los de la tarde. Los dos anuncios no son idénticos, pero sí similares en dosdetalles, o quizá en tres. Todos ofrecen un remedio para el despiste; todos piden alsolicitante que refiera cuál es su principal afición, y todos llevan la mismadirección: Dr. Willoughby, en Tottenham Court Road.

—Gracias —dije, cuando dejó sobre la mesa los anuncios recortados.Leí algunos. Eran pequeños y quizá por eso nunca me había fijado en ellos,

pues lo cierto es que eran muy extraños. Algunos solicitaban listas de hombresdespistados, con sus correspondientes aficiones, y ofrecían por ellas premios deentre uno y seis chelines. En otros recortes el doctor Willoughby garantizaba unacura para el despiste. No se indicaban los honorarios ni el tratamiento, sino que seprometía el envío de un folleto que, si no beneficiaba al receptor, al menos erainocuo. El doctor no podía atender a los pacientes en persona ni tampocoestablecer correspondencia con ellos. La dirección era la de la tienda decuriosidades de Tottenham Court Road. Saqué entonces el folleto que me habíaguardado en el bolsillo y vi que llevaba por título Ciencia cristiana[41] y despiste,del doctor Stamford Willoughby, y que concluía con la misma advertencia quefiguraba en los anuncios: que el doctor no podía atender a los pacientes niestablecer correspondencia con ellos.

Cogí un papel y escribí al doctor Willoughby. Le decía que era un hombremuy despistado, le solicitaba su folleto y añadía que mi afición favorita era lacolección de primeras ediciones. Y a continuación firmé como Alport Webster,Imperial Flats, Londres, Oeste. Debo explicar que con frecuencia necesitopresentarme bajo un nombre distinto del conocido Eugène Valmont. Miapartamento tiene dos puertas, y en una de ellas pone « Eugène Valmont» . En laotra hay un buzón con una visera corrediza en la que escribo el nombre de guerraque decida elegir. El mismo dispositivo se ha instalado en los buzones de la plantabaja, donde figuran los nombres de todos los ocupantes del edificio. Escribí ladirección en el sobre, pegué el sello, indiqué a mi criado que pusiera en la puertael nombre de Alport Webster y le dije que si por casualidad no me encontraba encasa cuando alguien viniera a preguntar por este caballero ficticio, meconcertara una cita.

Eran cerca de las seis de la tarde del día siguiente cuando me entregaron unatarjeta de Angus Macpherson para el señor Alport Webster. Reconocí al jovenque la traía, el segundo que entró en la tienda el día anterior con su recaudaciónpara Simpson. Llevaba tres libros debajo del brazo y se expresaba de unamanera agradable y seductora que reconocí al punto como propia de un hombre

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que desempeña con pericia su profesión de representante comercial.—¿Quiere sentarse, señor Macpherson? ¿En qué puedo servirle?Dejó los libros, boca abajo, encima de la mesa.—¿Le interesan a usted las primeras ediciones, señor Webster?—Es lo único que me interesa —respondí, pero por desgracia suelen costar

mucho dinero.—Eso es verdad —asintió Macpherson con simpatía—. He traído tres libros, y

uno de ellos es un ejemplo de lo que usted dice. Cuesta cien libras. El únicoejemplar subastado en Londres se adquirió por ciento veintitrés libras. Elsiguiente cuesta cuarenta libras y el tercero, diez libras. Estoy seguro de que noencontrará tres tesoros como éstos por ese precio en ninguna librería de GranBretaña.

Los examiné con ojo crítico y me bastó un instante para comprobar que loque decía era cierto. Macpherson seguía de pie, al otro lado de la mesa.

—Tome asiento, señor Macpherson, por favor. ¿Va usted por Londres tantranquilo con unos libros debajo del brazo que valen ciento cincuenta libras?

El joven se rió.—No corro ningún peligro, señor Webster. No creo que nadie que se tope

conmigo imagine siquiera por un momento que lo que llevo debajo del brazo seaalgo más que tres volúmenes que he comprado por cuatro peniques.

Me incliné sobre el volumen por el que pedía cien libras.—¿Cómo ha llegado a hacerse usted con este libro, por ejemplo? —pregunté.Me miró con un gesto amable y franco y respondió sin vacilación, con la

mayor sinceridad posible.—En realidad no es mío, señor Webster. Por casualidad entiendo de libros

raros y valiosos, aunque, como es natural, no dispongo de dinero para permitirmecoleccionarlos. Conozco, sin embargo, a los amantes de los libros más deseadosen distintas zonas de Londres. Estos tres volúmenes, por ejemplo, son de labiblioteca privada de un caballero del West End. Le he vendido muchos libros ysabe que soy de fiar. Quiere desprenderse de ellos por un precio inferior a suvalor real y ha tenido la gentileza de encomendarme la transacción. Mi trabajoconsiste en encontrar a las personas interesadas en libros raros. Recibo unacomisión y con eso redondeo sustancialmente mis ingresos.

—Y ¿cómo ha sabido usted que soy bibliófilo?Macpherson se rió amistosamente.—Verá, señor Webster, confieso que ha sido por casualidad. Me ocurre muy

a menudo. Escojo un apartamento como éste, entrego mi tarjeta y solicito ver ala persona cuyo nombre figura en la puerta. Si me invitan a entrar, pregunto a lapersona en cuestión lo mismo que acabo de preguntarle a usted: « ¿Le interesanlas ediciones raras?» . Si dice que no, simplemente pido disculpas y me retiro. Sidice que sí, le enseño mi mercancía.

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—Comprendo —asentí. Era un charlatán consumado, con esa pinta taninocente, pero mi siguiente pregunta sacó a la luz la verdad.

—Ya que es la primera vez que viene usted a verme —dije—, supongo queno tendrá objeción en que haga algunas averiguaciones. ¿Podría decirme elnombre del propietario de estos libros, ese caballero del West End?

—Es el señor Ralph Summertrees, de Park Lane.—¿De Park Lane? ¡Vay a!—Con mucho gusto le dejaré los libros, señor Webster, y si desea usted

concertar una cita con el señor Summertrees, estoy seguro de que no tendráinconveniente en darle buenas referencias de mí.

—No lo pongo en duda en absoluto y no quisiera importunar a ese caballero.—Quería decirle —continuó el joven— que tengo un amigo, un capitalista

que me financia en cierto modo, pues, como y a le he dicho, yo no dispongo demucho dinero. Sé que la gente a veces no puede desembolsar una sumaconsiderable. Por eso, cuando cierro un trato, mi capitalista compra los libros yacuerda con el cliente el pago de una cantidad semanal, de manera que, aunqueel coste de la operación sea elevado, mi cliente pueda pagar en cómodos plazos.

—Me ha parecido entender que tiene usted otro empleo fijo, ¿no es así?—Sí. Trabajo en el distrito financiero.¡Volvíamos a zambullirnos en el feliz reino de la ficción!—Supongamos que me interesa este libro de diez libras, ¿qué plazos

semanales tendría que pagar por él?—Los que usted quiera, señor. ¿Serían mucho cinco chelines?—Creo que no.—Muy bien, señor. Si me da usted cinco chelines ahora, le dejaré el libro y

tendré el placer de volver el mismo día de la semana que viene a cobrar elsiguiente plazo.

Me llevé la mano al bolsillo y le di dos medias coronas.—¿Tengo que firmar algún recibo o compromiso de pago de la cantidad

restante?—No, señor —dijo, riendo con amabilidad—. Esa formalidad no es

necesaria. Verá, yo me dedico a esto principalmente por amor, aunque no niegoque tenga las miras puestas en el futuro. Estoy construyendo una relación queconfío en que pueda serme muy valiosa, con caballeros como usted, amantes delos libros, y tengo la esperanza de que algún día podré abandonar mi empleo enla compañía de seguros y montar mi propio negocio, sirviéndome de misconocimientos literarios.

Dicho esto anotó algo en una libreta que sacó del bolsillo, se despidió de mícon suma cortesía y me dejó cavilando sobre el posible significado de todoaquello.

A la mañana siguiente recibí dos artículos. El primero llegó por correo y era

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un folleto deCiencia cristiana y despiste, idéntico al que me había llevado de latienda de curiosidades; el segundo era la llave que encargué a partir del molde decera y que me abriría la puerta de la misma tienda: una llave elaborada por unexcelente amigo, anarquista, en un oscuro callejón cerca de Holborn.

Esa noche, a las diez, entré en la tienda con un pequeño acumulador eléctricoen el bolsillo y una lamparilla incandescente en el ojal, instrumentos sumamentevaliosos tanto para un ladrón como para un detective.

Esperaba encontrar los libros en una caja fuerte similar a la de Park Lane yestaba preparado para abrirla con las copias de las llaves que obraban en mipoder o hacer un molde de cera y confiar en mi amigo anarquista para todo lodemás. Me sorprendió, por tanto, encontrar todos los documentos del negocio enun escritorio que ni siquiera estaba cerrado con llave. Los libros, tres en total,eran los de clientes, proveedores y contabilidad, propios de una administración ala vieja usanza, pero en otra carpeta había media docena de pliegos con lossiguientes encabezamientos: « Lista del señor Rogers» ; « Lista del señorMacpherson» ; « Lista del señor Ty rrel» . Es decir, los tres nombres que yaconocía, y otros tres más. En la primera columna de las listas aparecían una seriede nombres; en la segunda, las direcciones; en la tercera, distintas cantidades dedinero; y por último, en unas casillas, sumas que oscilaban entre los dos chelinescon seis peniques y la libra. Al final de la lista de Macpherson se había anotado elnombre de Alport Webster, Imperial Flats, 10 libras; y en la casilla siguiente,cinco chelines. Cada uno de los seis pliegos que llevaba el nombre de unrepresentante comercial era sin duda el registro de la recaudación en curso, y elsistema parecía tan inocente que, de no haber sido porque tengo por norma nocreer jamás que he llegado al fondo de un caso hasta encontrar algo sospechoso,habría salido de allí tal como entré, con las manos vacías.

Los seis pliegos independientes se guardaban en una carpeta, pero en unanaquel que había encima del escritorio había varios volúmenes de tamañoconsiderable. Examiné uno de ellos y comprobé que en él figuraban listassemejantes de años anteriores. Vi que en la lista actual de Macpherson aparecíael nombre de lord Semptam, un excéntrico aristócrata al que y o conocíasuperficialmente. Consulté entonces la lista del año anterior y descubrí que sunombre también figuraba en ella. Seguí consultando lista tras lista, en ordencronológico inverso, hasta que di con la primera entrada, de tres años antes, en laque lord Semptam constaba como comprador de un mueble por valor decincuenta libras, por cuya adquisición había abonado una libra semanal desdehacía más de tres años, hasta sumar un total de ciento setenta libras, y entoncescaí en la cuenta de la gloriosa sencillez del plan. Tanto me interesó la estafa queencendí la luz de gas, por miedo a que mi lamparilla incandescente se agotaraantes de haber concluido mis pesquisas, que prometían no ser breves.

En varios casos, la víctima elegida demostraba ser menos incauta de lo que

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Simpson calculaba, de ahí que las palabras « Deuda saldada» apareciesen en lalínea correspondiente al nombre una vez abonados los preceptivos plazos. Pero,cuando éstos abandonaban la competición, otros incautos pasaban a ocupar sulugar, y en nueve de cada diez casos parecía justificado que Simpson dependieradel despiste de estas personas. Sus recaudadores seguían cobrando la deudamucho tiempo después de que ésta se hubiera liquidado. En el caso de lordSemptam, los pagos parecían crónicos, y el anciano seguía abonando su librasemanal al encantador Macpherson dos años después de haber saldado la deuda.Saqué del volumen la hoja suelta, fechada en 1893, en la que se registraba, anombre de lord Semptam, la compra de una mesa tallada por valor de cincuentalibras, por la que había pagado una libra semanal desde entonces hasta la fechaen que ahora escribo, que es el mes de noviembre de 1896. No era probable queecharan de menos este único documento sustraído del archivo de los tres añosprevios, como habría sido el caso de haber seleccionado una de las listas actuales.De todos modos, copié los nombres y las direcciones de los actuales clientes deMacpherson y, hecho esto, lo dejé todo tal como lo había encontrado, apagué lalámpara de gas, salí de la tienda y cerré con mi llave. Con la lista de 1893 en elbolsillo, decidí preparar una pequeña sorpresa para mi embaucador amigoMacpherson cuando viniera a cobrar el siguiente plazo de cinco chelines.

Aunque era tarde cuando llegué a Trafalgar Square, no pude privarme delplacer de hacer una visita a Spenser Hale, pues sabía que estaba de guardia. Enlas horas de oficina no tenía su mejor aspecto, porque era fornido y la burocraciale agarrotaba el cuerpo. Le afectaba anímicamente la importancia de suposición, a lo que había que añadir que no se le permitía fumar ese tabaco atrozen su pipa negra. Me recibió con la sequedad a la que me tenía acostumbradocuando le imponía mi presencia en la comisaría y me saludó bruscamente.

—¡Vay a, Valmont! ¿Cuánto tiempo cree que va a ocuparle este trabajo?—¿Qué trabajo? —pregunté con ironía.—Ya sabe a qué me refiero: ¿el caso Summertrees?—¡Ah, eso! —exclamé, sorprendido—. El caso Summertrees y a está

resuelto, como es natural. De haber sabido que tenía usted prisa, podría haberterminado ay er, pero, como usted y Podgers, y no sé cuántos más, llevabandieciséis o diecisiete días como poco, pensé que podía tomarme la libertad deemplear el mismo número de horas, puesto que trabajo completamente solo.Usted no dijo que le corriera prisa.

—Vamos, Valmont, eso es demasiado. ¿Me está diciendo que tiene pruebas encontra de ese hombre?

—Pruebas definitivas y concluy entes.—Entonces, ¿quiénes son los que acuñan esas monedas?—Estimadísimo amigo, ¿cuántas veces le he dicho que no se apresure a sacar

conclusiones? Ya le expliqué cuando vino a hablarme del caso por primera vez

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que Summertrees no acuñaba moneda y tampoco era cómplice de losfalsificadores. He reunido pruebas suficientes para condenarlo por un delito muydistinto, probablemente único en los anales de la estafa. He indagado en elmisterio de la tienda de curiosidades y he descubierto la razón de esassospechosas maniobras que le hicieron a usted seguirle los pasos muyoportunamente. Ahora quiero que venga usted a mi casa el próximo miércolespor la tarde, a las seis menos cuarto, preparado para hacer una detención.

—Necesito saber a quién voy a detener y por qué motivo.—Claro, mon ami. No he dicho que fuera usted a hacer una detención, solo le

he advertido para que se prepare. Si tiene tiempo ahora para escuchar misrevelaciones, estoy a su entera disposición. Le prometo que este caso presentaalgunos rasgos muy originales. Claro que, si no es el momento oportuno, paseusted a verme cuando mejor le convenga; eso sí, llame primero por teléfonopara saber si estoy en casa. De esa manera no perderá su valioso tiempo enbalde.

Dicho esto, hice la más cortés de mis reverencias y, aunque su expresión dedesconcierto delataba el recelo de que pudiera estarle yo chinchándole, como éldecía, su aire de dignidad oficial se diluy ó ligeramente y dio a entender quedeseaba saberlo todo en el acto. Había logrado despertar la curiosidad de miamigo Hale. Me escuchó con perplej idad y terminó exclamando un « ¡VálgameDios!» .

—Este joven —dije, para terminar— vendrá a verme el miércoles a las seisde la tarde, para cobrar sus cinco chelines. Propongo que usted me acompañe,vestido de uniforme, para recibirlo, y estoy impaciente por ver la cara del señorMacpherson cuando comprenda que le han tendido una trampa para hacerle caeren las redes de un policía. Si me permite usted que lo interrogue un momento, noa la manera de Scotland Yard, es decir, leyéndole sus derechos a menos que sedeclare culpable, sino al estilo libre y espontáneo de París, acto seguido dejaré elcaso en sus manos para que proceda usted como mejor le parezca.

—Tiene usted una labia prodigiosa, señor Valmont —fue el elogio con que mehonró el policía—. Allí estaré el miércoles a las seis menos cuarto.

—Mientras tanto —dije—, tenga la bondad de no hablar de esto con nadie.Debemos preparar una sorpresa en toda regla para el señor Macpherson. Esesencial. Por favor, no haga nada hasta la tarde del miércoles.

Spenser Hale, muy impresionado, asintió con la cabeza, y me despedí de élcon mucha educación.

EL CÍRCULO DE LOS DESPISTADOS

La iluminación es importante en espacios como por ejemplo una mina, y la

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electricidad ofrece al ingenio un amplio terreno de experimentación. De ello mehe aprovechado al máximo en más de una ocasión. Sé cómo manipular lailuminación de mi sala de estar para que un punto en particular brille mientras elresto de la estancia queda en relativa penumbra, y así dispuse las lámparas deforma que sus rayos incidieran de lleno sobre la puerta ese miércoles por latarde, antes de sentarme a la mesa, enfrente de Hale, a quien otra lámparailuminaba desde arriba dándole la extraña apariencia de una viva efigie de laJusticia, severa y victoriosa. Quienquiera que entrase quedaría deslumbrado porla luz, y acto seguido vería la gigantesca silueta de Hale con su uniforme delcuerpo policial.

Cuando hicieron pasar a Angus Macpherson, su perplej idad fue notoria, y separó en seco en el umbral, absorto en la figura del enorme policía. Creo que suprimer impulso fue dar media vuelta y echar a correr, pero la puerta se cerró asus espaldas y seguramente oyó, lo mismo que nosotros, el ruido del cerrojo, quele impedía salir.

—Disculpe —tartamudeó—. Esperaba encontrar al señor Webster.Mientras decía estas palabras, apreté un botón instalado debajo de la mesa y

al instante la luz me envolvió. Al verme, Macpherson esbozó una sonrisa forzada,y hay que decir que hizo un intento muy encomiable por encarar la situación conafectado descuido.

—Ah, está usted ahí, señor Webster. No lo había visto.Fue un momento tenso. Hablé despacio y con voz solemne.—Es posible, señor, que no me conozca usted por el nombre de Eugène

Valmont.—Lo siento, señor, pero nunca he oído nombrar a ese caballero —respondió

con descaro.A esto siguió un extemporáneo « Ja, ja» del botarate de Spenser Hale, que

arruinó por completo el ambiente dramático que y o había preparado con tantoesmero y dedicación. No es de extrañar que los ingleses no tengan sentido deldramatismo, pues manifiestan un aprecio muy escaso de los grandes momentosde la vida; no son capaces de responder con prontitud a las luces y las sombras delos acontecimientos.

—Ja, ja —rebuznó Spenser Hale, cubriendo con un velo de banalidad laintensa atmósfera emocional. Pero ¿qué puede hacer un hombre? No tiene másremedio que conformarse con las herramientas que la Providencia se complazcaen proporcionarle. Así, pasé por alto la intempestiva carcajada de Hale.

—Siéntese, señor —le dije a Macpherson, y me obedeció—. Ha ido usted aver a lord Semptam esta semana —proseguí con severidad.

—Sí, señor.—Y ¿le ha cobrado una libra?—Sí, señor.

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—En octubre de 1893, ¿le vendió usted a lord Semptam una mesa antigua,tallada, por valor de cincuenta libras?

—Así es, señor.—Cuando estuvo usted aquí, la semana pasada, me habló de Ralph

Summertrees como un caballero que vive en Park Lane. ¿Sabía usted entoncesque ese hombre era su jefe? —Macpherson me miró fijamente, y esta vez norespondió. Continué sin alterarme—: Y ¿sabía también que Summertrees, de ParkLane, era idéntico a Simpson, de Tottenham Court Road?

—Bueno, señor, no sé adónde se propone llegar exactamente, pero es muycomún que un hombre desempeñe sus negocios bajo un nombre supuesto. Nohay nada ilegal en eso.

—Enseguida llegaremos a la ilegalidad, señor MacPherson. ¿Son usted,Rogers, Ty rrell y los otros tres cómplices de ese tal Simpson?

—Trabajamos para él, sí, pero no somos más cómplices que cualquier otroempleado.

—Creo, señor Macpherson, que ya he dicho lo suficiente para demostrarleque el juego ha terminado, como dicen ustedes. Está usted en presencia deSpenser Hale, de Scotland Yard, que espera oír su confesión.

Y en ésas, el estúpido de Hale terció:—Y recuerde, señor, que todo lo que pueda…—Disculpe, señor Hale —me apresuré a decir—. Enseguida dejaré el caso a

su cuidado, pero le ruego que recuerde nuestro trato y por el momento lo dejeenteramente en mis manos. Ahora, Macpherson, quiero su confesión y la quieroy a.

—¿Confesión? ¿Cómplices? —protestó Macpherson con asombroadmirablemente simulado—. Recurre usted a términos extraordinarios, señor…señor… ¿Cuál ha dicho que era su nombre?

—Ja, ja —rugió Hale—. Su nombre es monsieur Valmont.—Le suplico, señor Hale, que me deje hablar con este caballero un

momento. Y bien, Macpherson, ¿tiene algo que decir en su defensa?—No se me ha acusado de ningún delito, monsieur Valmont, así que no veo la

necesidad de defenderme. Si lo que me pide es que reconozca que por algúnmotivo ha conseguido usted desvelar ciertos detalles relacionados con nuestronegocio, estoy completamente dispuesto a suscribir que son exactos. Si tiene labondad de explicarme cuál es su queja, haré cuanto pueda por aclararle lacuestión si me es posible. Es evidente que ha habido un malentendido, pero leaseguro que si no me da más explicaciones, estoy tan perdido en la niebla comocuando venía hacia aquí, y le aseguro que es bien densa.

Macpherson se conducía con suma discreción, y de un modo completamenteinconsciente hacía gala de una actitud mucho más diplomática que mi amigoSpenser Hale, que seguía sentado frente a mí muy envarado. Exponía sus

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objeciones con una amabilidad atenuada por el convencimiento de que el errorno tardaría en aclararse. Su actitud, exteriormente, era de total inocencia y no seexcedía ni se quedaba corto en sus protestas. Yo le reservaba, sin embargo, otrasorpresa; guardaba un as en la manga, por así decir, y puse esa carta sobre lamesa.

—¡Ahí tiene! —dije con brío—. ¿Ha visto usted esta hoja antes?La miró sin hacer ademán de cogerla.—Claro que sí. La han sacado de nuestros archivos. Es lo que yo llamo mi

lista de visitas.—Vamos, vamos —le reconvine con dureza—, se niega usted a confesar,

pero le advierto que lo sabemos todo. Supongo que nunca ha oído hablar deldoctor Willoughby…

—Sí, es el autor de un absurdo folleto de ciencia cristiana.—Así es, señor Macpherson; de ciencia cristiana y despiste.—Es posible. Hace mucho tiempo que no lo leo.—Y ¿conoce a tan docto caballero, señor Macpherson?—Por supuesto que sí. El doctor Willoughby es el seudónimo del señor

Summertrees. Cree en la ciencia cristiana y en cosas por el estilo, y escribesobre eso.

—Bueno, bueno. Poco a poco vamos acercándonos a su confesión, señorMacpherson. Creo que le conviene ser sincero con nosotros.

—Precisamente y o iba a sugerirle lo mismo, monsieur Valmont. Si me diceusted en pocas palabras de qué se nos acusa exactamente al señor Summertreeso a mí, podré explicarme.

—Los acusamos, señor, de estafa, y eso es un delito que ha llevado a prisión amás de un distinguido financiero.

Spenser Hale me señaló con su grueso dedo índice.—Vamos, Valmont —dijo—. No debemos amenazar, no debemos amenazar,

ya lo sabe usted.Continué sin prestarle atención:—Tomemos como ejemplo a lord Semptam. Le vendió usted una mesa de

cincuenta libras, a plazos. Tenía que pagar una libra a la semana, y en menos deun año habría liquidado la deuda. Pero es un hombre despistado, como todos susclientes. Por eso vino usted a verme, porque contesté al falaz anuncio deWilloughby. Pues bien, lleva usted cobrando los plazos a lord Semptam más detres años. ¿Comprende ahora la acusación?

Mientras lo acusaba, Macpherson ladeó levemente la cabeza. En un primermomento, adoptó una expresión de honda concentración, falsa y astuta como y ono había visto jamás, y luego, gradualmente, dio muestras de tomar concienciade algo. Cuando terminé de hablar, una obsequiosa sonrisa asomó a sus labios.

—Lo cierto es que es un plan insuperable —dijo—. La liga de los despistados,

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podríamos llamarlo. Ingeniosísimo. Si Summertrees tuviera algún sentido delhumor, que no lo tiene, le encantaría saber que su inocente afición a la cienciacristiana lo ha llevado a ser sospechoso de estafa. Pero lo cierto es que no hayestafa alguna en todo este asunto. Tal como y o lo veo, me limito sencillamente acobrar los plazos a esas personas despistadas de mi lista, pero creo que, para quepudiera usted cazarnos tanto a Summertrees como a mí, si hubiera algo deverdad en su audaz teoría, necesitaría acusarnos de conspiración. De todosmodos, ahora veo de dónde viene el error. Ha llegado usted a la precipitadaconclusión de que solo le vendimos esa mesa a lord Semptam hace tres años.Tengo el placer de señalar que este caballero es un cliente habitual, y hacomprado muchos otros artículos desde entonces. A veces él nos debe dinero yotras veces se lo debemos nosotros a él. Tenemos un contrato vigente, por el quenos abona una libra semanal. Trabajamos con otros clientes de acuerdo con elmismo plan, y a cambio del pago de una libra semanal pueden adquirir cualquierobjeto que les interese. Como y a le he dicho, en los libros de la oficina llamamosa estos clientes listas de visitas, pero para completar las listas de visitas necesitausted lo que llamamos nuestra enciclopedia. Lo llamamos así porque consta demuchos volúmenes, uno para cada año, desde hace no sé cuánto tiempo. En ellosverá que de vez en cuando aparecen unos números anotados encima de lacantidad que figura en la lista de visitas. Estos números se refieren a la página dela enciclopedia correspondiente al año en curso, y en dicha página se anota laventa siguiente y los plazos en los que debe abonarse, como se anotaría en unlibro de contabilidad.

—Es una explicación muy entretenida, señor Macpherson. Supongo que esaenciclopedia, como usted la llama, estará en la tienda de Tottenham Court Road.

—No, señor. Cada volumen de la enciclopedia se guarda en una caja deseguridad. Esos libros contienen el verdadero secreto de nuestro negocio, están abuen recaudo en casa del señor Summertrees, en Park Lane. Si consulta usted lacuenta de lord Semptam, por ejemplo, verá escrito a lápiz, debajo de una fechadeterminada, el número 102. Si va a la página 102 de la enciclopediacorrespondiente a ese año, verá una lista de todo lo que ha comprado lordSemptam, y el precio que ha pagado por ello. En realidad es un procedimientomuy sencillo. Si me permite utilizar su teléfono, le pediré al señor Summertrees,que todavía no habrá empezado a cenar, que traiga el volumen del año 1893, yen cuestión de un cuarto de hora se habrá convencido usted por completo de quetodo es completamente legal.

Reconozco que la naturalidad y la confianza con que se expresaba el jovenme dejaron pasmado, y la sonrisa sarcástica de Hale me hizo ver que no creía niuna sola palabra de cuanto había dicho el empleado.

Había un teléfono encima de la mesa y Macpherson se acercó a cogerlocuando terminó de ofrecer sus explicaciones. Pero Spenser Hale intervino

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entonces.—Disculpe —dijo—. Yo haré esa llamada. ¿Cuál es el número de

Summertrees?—140, Hy de Park.Hale marcó el número de la central y al momento le comunicaron con Park

Lane.—¿Hablo con la residencia del señor Summertrees? Ah, ¿es usted, Podgers?

¿Está en casa Summertrees? Muy bien. Soy Hale. Estoy en casa de Valmont, enImperial Flats, y a sabe usted dónde. Sí, vino usted conmigo el otro día. Muy bien,dígale a Summertrees que el señor Macpherson necesita la enciclopedia del año1893. ¿Lo ha entendido? Sí, enciclopedia. Ah, que no lo entiende. El señorMacpherson. No, no diga mi nombre. Diga solo que Macpherson necesita laenciclopedia de 1893, y que usted debe traerla. Sí, puede decirle que Macphersonestá en Imperial Flats, pero de mí no diga nada. Exacto. En cuanto tenga el libro,coja un coche y venga lo antes posible. Si Summertrees no quiere darle el libro,pídale que venga con usted. Si tampoco quiere acompañarlo, deténgalo, y vengacon él y con el libro. Muy bien. Dese prisa; lo esperamos.

Macpherson no puso ninguna objeción a que Hale hiciera la llamada. Sereclinó en la silla, con un gesto de resignación que si se pintara en un lienzo,podría titularse El falso culpable. Cuando Hale colgó el teléfono, Macphersondijo:

—Naturalmente que usted conoce su trabajo mejor que nadie, pero si suhombre detiene a Summertrees, se convertirá usted en el hazmerreír de todoLondres. La detención arbitraria es un delito, igual que la estafa, y el señorSummertrees no perdona un insulto. Además, si me permite que se lo diga,cuanto más pienso en su teoría del despiste, más grotesca me parece, y, si el casollegara a oídos de la prensa, estoy seguro, señor Hale, de que pasará usted unamedia hora muy incómoda con sus superiores en Scotland Yard.

—Correré el riesgo, gracias —dijo Hale con obstinación.—¿Debo considerarme detenido también y o? —preguntó el joven.—No, señor.—En ese caso, si me disculpan, me retiraré. El señor Summertrees les

mostrará todo lo que deseen ver en ese libro, y podrá explicarles elfuncionamiento del negocio mucho mejor que yo, porque él sabe más cosas. Portanto, caballeros, les deseo buenas noches.

—No se irá usted todavía —exclamó Hale, poniéndose en pie a la vez que eljoven.

—Entonces estoy detenido —protestó Macpherson.—No saldrá de esta habitación hasta que Podgers traiga ese libro.—Muy bien —dijo, y volvió a sentarse.Y entonces, como hablar es un trabajo que seca mucho la boca, saqué algo

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de beber, una caja de puros y otra de cigarrillos. Hale se preparó su brebajefavorito, pero Macpherson, rechazando el vino de su país, se contentó con un vasode agua mineral y encendió un cigarrillo. Acto seguido, despertó mi máximaadmiración al decir amablemente, como si nada hubiera pasado:

—Mientras esperamos, monsieur Valmont, ¿puedo recordarle que me debeusted cinco chelines?

Me reí y le di una moneda que saqué del bolsillo, a lo que él me dio lasgracias.

—¿Trabaja usted para Scotland Yard, monsieur Valmont? —preguntó, con elaire de quien trata de entablar conversación para pasar un rato de tedio. Peroantes de que pudiera responder, Hale soltó con brusquedad:

—¡Nada de eso!—Entonces, ¿no ocupa usted un puesto oficial de detective?—Ninguno —me apresuré a decir, para adelantarme a Hale.—Pues es una pérdida para nuestro país —continuó el admirable joven, con

notoria sinceridad.Empezaba y o a ver que podía sacar mucho partido de un individuo tan

inteligente si estuviera bajo mi tutela.—Las meteduras de pata de nuestra policía son deplorables —añadió—. Si

recibieran lecciones de estrategia, digamos de Francia, desempeñarían sudesagradable cometido de una manera mucho más razonable y causarían muchamenos incomodidad a sus víctimas.

—Francia —gruñó Hale con desprecio—, donde un hombre es culpable hastaque se demuestre su inocencia.

—Sí, señor Hale, y parece que aquí en Imperial Flats sucede lo mismo.Ustedes ya han decidido que el señor Summertrees es culpable, y no se daránpor satisfechos hasta que demuestre su inocencia. Me atrevo a vaticinar que notardarán ustedes en tener noticias del señor Summertrees de una manera quequizá les asombre.

Hale refunfuñó y miró su reloj . El tiempo pasaba muy despacio mientrasesperábamos, y al final incluso y o empecé a impacientarme. Macpherson, alpercibir nuestra inquietud, señaló que cuando había llegado la niebla era casi tandensa como la semana anterior, y que no sería fácil encontrar un coche. Justo enese momento, se abrió la puerta, y Podgers entró con un grueso volumen en lamano. Se lo entregó a su superior, que empezó a pasar las páginas muyasombrado y acto seguido miró la cubierta y exclamó:

—Enciclopedia de deportes, 1893. ¿Qué broma es ésta, señor Macpherson?Macpherson puso un gesto de contrariedad, se inclinó para coger el libro y

suspiró:—Si me hubiera permitido telefonear a mí, señor Hale, le habría explicado

con claridad a Summertrees lo que usted quería. Tendría que haber caído en la

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cuenta de que podía producirse este error. Cada vez hay más demanda de librosde deporte descatalogados, y sin duda el señor Summertrees ha creído que merefería a eso. No hay más remedio que enviar a su hombre a Park Lane ydecirle al señor Summertrees que lo que queremos es el libro de contabilidad delaño 1893 que llamamos enciclopedia. Permítame escribir una nota. No sepreocupe, le enseñaré lo que he escrito antes de que su hombre se la lleve —añadió, mientras Hale se disponía a leer por encima de su hombro.

Cogió una hoja de mi papel de notas y escribió rápidamente la petición talcomo la había esbozado. Se la entregó al señor Hale, que la leyó antes de dárselaa Podgers.

—Lleve esta nota a Summertrees y vuelva lo antes posible. ¿El coche loespera en la puerta?

—Sí, señor.—¿Hay niebla en la calle?—No tanta como hace una hora. No hay problemas de tráfico.—Muy bien, vuelva cuanto antes.Podgers saludó y se marchó con el libro debajo del brazo. La puerta volvió a

cerrarse por fuera, y seguimos fumando en silencio hasta que el timbre delteléfono interrumpió la quietud.

Hale contestó la llamada.—Sí, esto es Imperial Flats. Valmont. Ah, sí. Macpherson está aquí. ¿Qué?

¿Cómo dice? No le oigo bien. Descatalogado. ¿Qué es lo que está descatalogado,la enciclopedia? ¿Con quién hablo? Con el doctor Willoughby. Gracias.

Macpherson se levantó como si fuera a coger el teléfono, pero en lugar deesto (y actuó tan deprisa que no me di cuenta de lo que hacía hasta que y a lohabía hecho) cogió la hoja que él llamaba su lista de visitas y se acercó sin prisaa la chimenea, donde la arrimó a las brasas hasta que prendió una llama y elpapel se consumió. Me levanté, indignado, aunque demasiado tarde paraimpedírselo. Nos miró a Hale y a mí con una sonrisa de desprecio que y a habíamostrado en otras ocasiones.

—¿Cómo se atreve a quemar esa hoja?—Porque no era suy a, monsieur Valmont; porque usted no pertenece a

Scotland Yard; porque no tenía derecho a llevársela; y porque no ocupa ningúncargo oficial en este país. Si el señor Hale se la hubiera llevado de la tienda, nome habría atrevido a destruirla, como usted dice, pero resulta que fue usted quienla sustrajo del local de mi jefe y, como en absoluto está usted autorizado paraobrar de ese modo, el señor Summertrees habría tenido motivos para matarlo deun disparo si lo hubiese sorprendido allanando su propiedad, porque usted sehabría resistido si él lo hubiera descubierto; por eso me he tomado la libertad dedestruir ese documento. Siempre he dicho que esas hojas no estaban bienguardadas, que si llegaran a manos de una persona tan inteligente como Eugène

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Valmont, tal como se ha demostrado, podían inducir a conclusiones erróneas. Elseñor Summertrees insistió en seguir guardándolas así, pero acordamos que sialguna vez le enviaba un telegrama o le llamaba por teléfono y decía la palabra« Enciclopedia» , él quemaría de inmediato todos los registros, a la vez querespondería a mi telegrama o mi llamada diciendo: « La enciclopedia estádescatalogada» , para avisarme de que había conseguido deshacerse de ellos.

» Ahora, caballeros, abran esa puerta y me ahorrarán la molestia de forzar lacerradura. Una de dos, o me detienen formalmente, o dejan de restringir milibertad. Le agradezco mucho al señor Hale que hiciera esa llamada, y no leguardo ningún rencor a un anfitrión tan gentil comomonsieur Valmont porhaberme encerrado en esta sala. Sin embargo, la farsa ha terminado. Elprocedimiento por el que me han retenido aquí es completamente ilegal y, si meperdona usted, señor Hale, demasiado francés para aplicarlo en nuestra viejaInglaterra o para que la prensa pueda ofrecer una crónica que satisfaga a sussuperiores. Exijo por tanto que me detenga formalmente o que abra esa puerta.

Apreté un botón en silencio y mi criado abrió la puerta. Antes de salir,Macpherson se detuvo en el umbral y miró a Hale, que estaba callado como unaesfinge.

—Buenas noches, señor Hale.Como no hubo respuesta, me miró a mí con la misma sonrisa obsequiosa y

añadió:—Buenas noches, monsieur Valmont. El miércoles que viene, a las seis,

tendré el placer de venir a cobrar mis cinco chelines.

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Notas

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[1] Fragmento del poema « Sir Eustace Grey» de George Crabbe (1754-1832).[Esta nota, como las siguientes, es de la traductora.]<<

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[2] Urbain Le Verrier (1811-1877), astrónomo y matemático que descubrióNeptuno. John Couch Adams (1819-1892) había predicho matemáticamente laexistencia de ese mismo planeta.<<

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[3] Charles Fourier (1772-1837), padre del socialismo libertario y uno de losinspiradores teóricos de las revueltas del siglo XIX en Europa.<<

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[4] El lord canciller, en el gobierno británico, es responsable del buenfuncionamiento de la justicia.<<

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[5] Robert Browning (1812-1889), uno de los más renombrados poetasvictorianos.<<

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[6] John Morley, vizconde de Morley de Blackburn (1883-1923), político,periodista y biógrafo.<<

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[7] Los polvos del doctor Gregory eran un laxante muy popular en la época.<<

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[8] « Lady Clara Vere de Vere» (1892), poema de Robert Browning.<<

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[9] Sí, señora; muchas gracias, señora; no podría desear más, señora.<<

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[10] Doncella.<<

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[11] Perfectamente… hay que reconocerlo.<<

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[12] Las palabras.<<

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[13] Por placer.<<

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[14] El querido.<<

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[15] ¡Funciona de maravilla!<<

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[16] De ningún modo.<<

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[17] Es un golpe frustrado.<<

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[18] Jefe de estación.<<

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[19] Literalmente, felón de sí mismo. Se refiere al suicidio.<<

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[20] Calesa.<<

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[21] Capa.<<

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[22] Morganático.<<

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[23] Acercamiento, reconciliación.<<

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[24] Golpe de vista.<<

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[25] Referencia a la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro (Lucas, 16, 19-31).<<

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[26] María de Escocia (1542-1587) fue sospechosa de la muerte de su segundomarido, Enrique Estuardo, lord Darnley (1545-1567).<<

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[27] Beatrice Cenci (1577-1599), su madrastra y sus dos hermanos mataron a supadre, el noble romano Francesco Cenci y fueron ajusticiados por ello. En elsiglo XIX, la historia llamó la atención de muchos escritores románticos comoStendhal, Alexandre Dumas o Percy B. Shelley ; este último le dedicará unatragedia, Los Cenci (1819).<<

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[28] Clío es la musa de la historia y de la épica.<<

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[29] Peniculo (Los dos Menecmos) y Ergasulo (Los cautivos) son personajes decomedias de Plauto (254-184 a. C.). Ambos encarnan al prototipo del parásito.<<

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[30] Paul Pry, comedia de Douglas William Jerrold (1803-1857).<<

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[31] Érebo, dios de la oscuridad, y Ny x, diosa de la noche, en la mitología griega.<<

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[32] En la mitología griega, Atreo, rey de Micenas, mató a los hijos de suhermano gemelo Tiestes y se los sirvió en un banquete. Para vengarse, Tiestestuvo con su hija un hijo, Egislo, y éste mató a Atreo. Atreo es también el padrede Agamenón y Menelao, alrededor de los cuales compondría Esquilo (525-456a. C.) la Orestiada. Las Euménides o Erinias son diosas vengadoras de todoparricidio.<<

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[33] Probablemente se refiera a la Historia natural y moral de las Indias deljesuita José de Acosta (1540-1600), que fue traducida al inglés en 1604 (no unosmeses, sino bastantes años antes de la muerte del octavo conde que aquí semenciona).<<

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[34] Desenlace.<<

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[35] Matrimonio desigual.<<

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[36] Palacio Real en el distrito londinense de Richmond upon Thames.<<

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[37] Bonachón.<<

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[38] Henry Petty -Firzmaurice (1845-1927), quinto marqués de Landsdowne,desempeñó, entre otros cargos, el de ministro de Exteriores británico.<<

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[39] Tedio.<<

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[40] William Jennings Bryan (1860-1925), político estadounidense del PartidoDemócrata. Se presentó tres veces a las elecciones presidenciales (1896, 1900 y1908) y ninguna ganó.<<

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[41] La ciencia cristiana, fundada por Mary Baker Eddy (1821-1910), es unmovimiento religioso que propugna la curación de los enfermos mediante laoración.<<