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Los enamoramientos reflexiona sobre el estado de enamoramiento,considerado casi universalmente como algo positivo e incluso redentor aveces, tanto que parece justificar casi todas las cosas: las acciones noblesy desinteresadas, pero también los mayores desmanes y ruindades.También es un libro sobre la impunidad y sobre la horrible fuerza de loshechos; sobre la inconveniencia de que los muertos pudieran volver, pormucho que se los haya llorado y que en apariencia nada se deseara tantocomo su regreso, o al menos que siguieran vivos; también sobre laimposibilidad de saber nunca la verdad cabalmente, ni siquiera la de nuestropensamiento, oscilante y variable siempre.

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Javier MaríasLos enamoramientos

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Para Mercedes López-Ballesteros,por visitarme y contarme

Y para Carme López Mercader,por seguir riendo a mi oído

y escuchándome

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I

La última vez que vi a Miguel Desvern o Deverne fue también la última que lovio su mujer, Luisa, lo cual no dejó de ser extraño y quizá injusto, ya que ella eraeso, su mujer, y yo era en cambio una desconocida y jamás había cruzado conél una palabra. Ni siquiera sabía su nombre, lo supe sólo cuando ya era tarde,cuando apareció su foto en el periódico, apuñalado y medio descamisado y apunto de convertirse en un muerto, si es que no lo era y a para su propiaconciencia ausente que nunca volvió a presentarse: lo último de lo que se debióde dar cuenta fue de que lo acuchillaban por confusión y sin causa, es decir,imbécilmente, y además una y otra vez, sin salvación, no una sola, con voluntadde suprimirlo del mundo y echarlo sin dilación de la tierra, allí y entonces. Tardepara qué, me pregunto. La verdad es que lo ignoro. Es sólo que cuando alguienmuere, pensamos que ya se ha hecho tarde para cualquier cosa, para todo —másaún para esperarlo—, y nos limitamos a darlo de baja. También a nuestrosallegados, aunque nos cueste mucho más y los lloremos, y su imagen nosacompañe en la mente cuando caminamos por las calles y en casa, y creamosdurante mucho tiempo que no vamos a acostumbrarnos. Pero desde el principiosabemos —desde que se nos mueren— que ya no debemos contar con ellos, nisiquiera para lo más nimio, para una llamada trivial o una pregunta tonta (‘¿Mehe dejado ahí las llaves del coche?’, ‘¿A qué hora salían hoy los niños?’), paranada. Nada es nada. En realidad es incomprensible, porque supone tenercertidumbres y eso está reñido con nuestra naturaleza: la de que alguien no va avenir más, ni a decir más, ni a dar un paso y a nunca —para acercarse ni paraapartarse—, ni a mirarnos, ni a desviar la vista. No sé cómo lo resistimos, nicómo nos recuperamos. No sé cómo nos olvidamos a ratos, cuando el tiempo yaha pasado y nos ha alejado de ellos, que se quedaron quietos.

Pero lo había visto muchas mañanas y lo había oído hablar y reírse, casitodas a lo largo de unos años, temprano, no demasiado, de hecho yo solía llegaral trabajo con un poco de retraso para tener la oportunidad de coincidir conaquella pareja un ratito, no con él —no se me malentienda— sino con los dos,eran los dos los que me tranquilizaban y me daban contento, antes de empezar lajornada. Se convirtieron casi en una obligación. No, la palabra no es adecuadapara lo que nos proporciona placer y sosiego. Quizá en una superstición, aunquetampoco: no es que y o creyera que me iba a ir mal el día si no compartía con

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ellos el desayuno, quiero decir a distancia; era sólo que lo iniciaba con el ánimomás bajo o con menos optimismo sin la visión que me ofrecían a diario, y queera la del mundo en orden, o si se prefiere en armonía. Bueno, la de unfragmento diminuto del mundo que contemplábamos muy pocos, como pasa contodo fragmento o vida, hasta la más pública o expuesta. No me gustabaencerrarme durante tantas horas sin haberlos visto y observado, no a hurtadillaspero con discreción, lo último que habría querido era hacerlos sentirse incómodoso molestarlos. Y habría sido imperdonable ahuyentarlos, además de ir enperjuicio mío. Me confortaba respirar el mismo aire, o formar parte de supaisaje por las mañanas —una parte inadvertida—, antes de que se separaranhasta la siguiente comida, probablemente, que tal vez ya era la cena, muchosdías. Aquel último en que su mujer y yo lo vimos, no pudieron cenar juntos. Nitan siquiera almorzaron. Ella lo esperó veinte minutos sentada a una mesa derestaurante, extrañada pero sin temer nada, hasta que sonó el teléfono y se leacabó su mundo, y nunca más volvió a esperarlo.

Desde el primer día me saltó a la vista que eran matrimonio, él de cerca decincuenta años y ella de unos cuantos menos, no habría alcanzado aún loscuarenta. Lo que más agradaba de ellos era ver lo bien que lo pasaban juntos. Auna hora a la que casi nadie está para nada, y menos para fiestas y risas,hablaban sin parar y se divertían y estimulaban, como si acabaran deencontrarse o incluso de conocerse, y no como si hubieran salido juntos de casa,y hubieran dejado a los niños en el colegio, y se hubieran arreglado al mismotiempo —acaso en el mismo cuarto de baño—, y se hubieran despertado en lamisma cama, y lo primero que cada uno hubiera visto hubiera sido la descontadafigura del cónyuge, y así un día tras otro desde hacía bastantes años, pues loshijos, que los acompañaron en un par de ocasiones, debían de tener unos ocho laniña y unos cuatro el niño, que se parecía enormemente a su padre.

Éste vestía con distinción levemente anticuada, sin llegar a resultar ridículo nianacrónico en modo alguno. Quiero decir que iba siempre trajeado y bienconjuntado, con camisas a medida, corbatas caras y sobrias, pañueloasomándole por el bolsillo de la chaqueta, gemelos, lustrados zapatos de cordones—negros o bien de ante, éstos sólo al final de la primavera, cuando se ponía sustrajes claros—, manos cuidadas por manicura. A pesar de todo esto, no daba unaimpresión de ejecutivo presuntuoso ni de pijo a ultranza. Parecía más bien unhombre cuya educación no le permitiera asomarse a la calle vestido de otramanera, en día laborable al menos; en él resultaba natural aquella clase deindumentaria, como si su padre le hubiera enseñado que a partir de cierta edadera eso lo que tocaba, independientemente de las modas que ya nacen caducas yde los desharrapados tiempos actuales, que a él no tenían por qué afectarlo. Era

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tan clásico que ni siquiera le descubrí nunca ningún detalle extravagante: noquería hacerse el original, aunque acababa por resultarlo un poco en el contextode aquella cafetería en la que lo vi siempre y aun en el de nuestra ciudadnegligente. El efecto de naturalidad se veía realzado por su carácterindudablemente cordial y risueño, que no campechano (no lo era con loscamareros, por ejemplo, a los que trataba de usted y con amabilidad desusada,sin caer en el empalago): de hecho llamaban algo la atención sus frecuentescarcajadas que eran casi escandalosas, aunque en ningún caso molestas. Sabíareír, lo hacía con fuerza pero con sinceridad y simpatía, nunca como si adulara nien actitud aquiescente sino como si respondiera siempre a cosas que le hacíanverdadera gracia y fueran muchas las que se la hicieran, un hombre generoso,dispuesto a percibir lo cómico de las situaciones y a aplaudir las bromas, por lomenos las verbales. Quizá era su mujer quien se la hacía, en conjunto, haypersonas que nos hacen reír aunque no se lo propongan, lo logran sobre todoporque nos dan contento con su presencia y así nos basta para soltar la risa conmuy poco, sólo con verlas y estar en su compañía y oírlas, aunque no esténdiciendo nada del otro mundo o incluso empalmen tonterías y guasasdeliberadamente, que sin embargo nos caen todas en gracia. El uno para el otroparecían ser de esas personas; y aunque se los veía casados, nunca sorprendí enellos un gesto edulcorado ni impostado, ni tan siquiera estudiado, como los dealgunas parejas que llevan años conviviendo y tienen a gala exhibir loenamoradas que siguen, como un mérito que las revaloriza o un adorno que lasembellece. Era más bien como si quisieran caerse simpáticos y agradarse antesde un posible cortejo; o como si se tuvieran tanto aprecio y querencia desde antesde su matrimonio, o aun de su emparejamiento, que en cualquier circunstanciase habrían elegido espontáneamente —no por deber conyugal, ni por comodidad,ni por hábito, ni por lealtad siquiera— como compañero o acompañante, amigo,interlocutor o cómplice, en la seguridad de que, fuera lo que fuese lo queaconteciera o se diese, o lo que hubiera que contar o escuchar, siempre seríamenos interesante o divertido con un tercero. Sin ella en el caso de él, sin él en elcaso de ella. Había camaradería, y sobre todo convencimiento.

Miguel Desvern o Deverne tenía unas facciones muy gratas y una expresiónvaronilmente afectuosa, lo cual lo hacía atractivo de lejos y me llevaba asuponerlo irresistible en el trato. Es probable que me fijara antes en él que enLuisa, o que fuera él quien me obligara a fijarme también en ella, y a que, si a lamujer la vi sin su marido a menudo —éste se marchaba antes de la cafetería yella se quedaba unos minutos más casi siempre, a veces sola, fumando, a vecescon una o dos compañeras de trabajo o madres del colegio o amigas, que algunaque otra mañana se les agregaban a última hora, cuando él y a estaba a punto de

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despedirse—, al marido no llegué a verlo nunca sin su mujer al lado. Para mí suimagen sola no existe, es con ella (fue una de las razones por las que al principiono lo reconocí en el periódico, porque allí no estaba Luisa). Pero en seguidapasaron a interesarme los dos, si ese es el verbo.

Desvern tenía el pelo corto, tupido y muy oscuro, con canas solamente en lassienes, que se le adivinaban más crespas que el resto (si se hubiera dejado crecerlas patillas, quién sabe si no le habrían aparecido unos caracolillos incongruentes).Su mirada era viva, sosegada y alegre, con un destello de ingenuidad o puerilidadcuando escuchaba, la de un individuo al que la vida en general divierte, o que noestá dispuesto a pasar por ella sin disfrutar de los mil aspectos graciosos queencierra, incluso en medio de las dificultades y las desgracias. Bien es verdadque él habría sufrido muy pocas para lo que es el destino más común de loshombres, lo cual lo ayudaría a conservar aquellos ojos confiados y sonrientes.Eran grises y parecían registrarlo todo como si todo fuera novedoso, hasta lo quese les repetía a diario insignificante, aquella cafetería de la parte alta de Príncipede Vergara y sus camareros, mi figura muda. Tenía hoyuelo en la barbilla. Mehacía acordarme de algún diálogo de película en el que una actriz le preguntaba aRobert Mitchum o a Cary Grant o a Kirk Douglas, no recuerdo, cómo se lasingeniaba para afeitarse allí, a la vez que se lo tocaba con el dedo índice. A míme daban ganas de levantarme de mi mesa todas las mañanas, acercarme hastala de Deverne y preguntarle lo mismo, y tocarle a mi vez el suy o con el pulgar oel índice, levemente. Siempre iba muy bien afeitado, el hoyuelo incluido.

Ellos se fijaron en mí mucho menos, infinitamente menos que yo en ellos.Pedían su desayuno en la barra y una vez servido se lo llevaban a una mesa juntoal ventanal que daba a la calle, mientras que yo tomaba asiento en una más alfondo. En primavera y verano nos sentábamos todos en la terraza y loscamareros nos pasaban las consumiciones por una ventana abierta a la altura desu barra, lo cual daba pie a varias idas y venidas de unos y otros y a may orcontacto visual, porque de otra clase no hubo. Tanto Desvern como Luisacruzaron conmigo alguna mirada, de mera curiosidad, sin intención y jamásprolongada. Él no me miró nunca de manera insinuante, castigadora opresumida, eso habría sido un chasco, y ella tampoco me mostró nunca recelo,superioridad o displicencia, eso me habría supuesto un disgusto. Eran los dos losque me caían bien, los dos juntos. No los observaba con envidia, en absoluto eraeso, sino con el alivio de comprobar que en la vida real podía darse lo que a mientender debía de ser una pareja perfecta. Y aún me parecían más esto últimoen la medida en que el aspecto de Luisa no casaba con el de Deverne, en cuantoa estilo y vestimenta. Junto a un hombre tan trajeado como él uno habríaesperado ver a una mujer de sus mismas características, clásica y elegante,aunque no necesariamente previsible, con faldas y zapatos de tacón alto las másde las veces, con ropa de Céline, por ejemplo, y pendientes y pulseras notables

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pero de buen gusto. En cambio ella alternaba un estilo deportivo con otro que nosé si calificar de fresco o de desentendido, nada historiado en todo caso. Tan altacomo él, era morena de piel, con una media melena castaña muy oscura, casinegra, y poquísimo maquillaje. Cuando llevaba pantalón —a menudo vaquero—,lo acompañaba de una cazadora convencional y de bota o zapato plano; cuandollevaba falda, los zapatos eran de medio tacón y sin originalidades, casi idénticosa los que calzaban muchas mujeres en los años cincuenta, o en verano sandaliasfinas que dejaban al descubierto unos pies pequeños para su estatura y delicados.Nunca le vi ninguna joya y sus bolsos eran de bandolera. Se la veía tan simpáticay alegre como él, aunque su risa era menos sonora; pero igual de fácil y quizámás cálida, con su dentadura resplandeciente que le confería una expresión algoaniñada —habría reído de la misma forma desde los cuatro años, sin poderevitarlo—, o eran las mejillas, que se le redondeaban. Era como si hubieranadquirido la costumbre de darse un respiro juntos, antes de ir a sus respectivostrabajos, tras poner fin al ajetreo matinal de las familias con hijos pequeños. Unrato para ellos, para no desprenderse el uno del otro en medio del traj ín y charlaranimadamente, me preguntaba de qué hablaban o qué se contaban —cómo esque tenían tanto que contarse, si se acostaban y levantaban juntos y semantendrían al día de sus pensamientos y andanzas—, su conversación sólo mealcanzaba en fragmentos, o en palabras sueltas. En una ocasión le oí a él llamarla‘princesa’.

Por así decir, les deseaba todo el bien del mundo, como a los personajes deuna novela o de una película por los que uno toma partido desde el principio, asabiendas de que algo malo va a ocurrirles, de que algo va a torcérseles en algúnmomento, o no habría novela o película. En la vida real, sin embargo, no teníapor qué ser así y y o esperaba seguir viéndolos cada mañana tal como eran, sindescubrirlos un día con desapego unilateral o mutuo y sin saber qué decirse,impacientes por perderse de vista, con un gesto de irritación recíproca o deindiferencia. Eran el breve y modesto espectáculo que me ponía de buen humorantes de entrar en la editorial a bregar con mi megalómano jefe y sus autorescargantes. Si Luisa y Desvern se ausentaban unos días, los echaba de menos yme enfrentaba a mi jornada con más pesadumbre. En cierta medida me sentíaen deuda con ellos, porque, sin saberlo ni pretenderlo, me ayudaban a diario yme permitían fantasear sobre su vida que se me antojaba sin mácula, tanto queme alegraba de no poder cerciorarme ni averiguar nada al respecto, y así nosalir de mi encantamiento pasajero (y o tenía la mía con muchas máculas, y laverdad es que no volvía a acordarme de ellos hasta la mañana siguiente, mientrasmaldecía en el autobús por haber madrugado, eso me mata). Yo habría deseadoofrecerles algo parecido, pero no era el caso. Ellos no me necesitaban, niprobablemente a nadie, yo era casi invisible, borrada por su contento. Sólo un parde veces, al él marcharse, y tras darle el acostumbrado beso en los labios a Luisa

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—ella nunca esperaba ese beso sentada, sino que se ponía de pie paradevolvérselo—, me hizo un ligero ademán con la cabeza, casi una inclinación,después de haber alargado el cuello y alzado la mano a media altura paradespedirse de los camareros, como si yo fuera uno de éstos, pero femenina. Sumujer, observadora, me hizo un gesto parecido cuando yo me fui —siempredespués que él y antes que ella— las mismas dos veces en que su marido habíatenido esa deferencia. Pero cuando yo les quise corresponder con mi inclinaciónaún más leve, tanto él como ella habían desviado y a la mirada y no me vieron.Tan rápidos fueron, o tan prudentes.

Mientras los vi, no supe quiénes eran ni a qué se dedicaban, aunque se trataba sinduda de gente con dinero. Tal vez no riquísimos, pero sí acomodados. Quierodecir que de haber sido lo primero, no habrían llevado a sus niños a la escuela enpersona, como tenía la seguridad de que hacían antes de su pausa en la cafetería,posiblemente al colegio Estilo, que estaba muy cerca, aunque hay varios en lazona, chalets de El Viso rehabilitados, u hotelitos, como se los llamabaantiguamente, y o misma fui a uno de ellos en párvulos, en la calle Oquendo, nomuy lejana; ni habrían desayunado casi a diario en aquel local de barrio, ni sehabrían marchado a sus respectivos trabajos hacia las nueve, él un poco antes deesa hora, ella un poco después, según me confirmaron los camareros cuando lesinquirí acerca de ellos y también una compañera de la editorial con la quecomenté más adelante el suceso macabro y que, pese a conocerlos no más quey o, se las había arreglado para saber unos cuantos datos, supongo que laspersonas cotillas y malpensadas siempre encuentran manera de averiguar lo quequieren, sobre todo si es negativo o hay por medio una desgracia, aunque no lesvaya nada en ello.

Una mañana de finales de junio no aparecieron, lo cual no tenía nada departicular, pasaba a veces, yo suponía que estarían de viaje o demasiadoatareados para tomarse aquel respiro del que debían de disfrutar tanto. Luego meausenté yo durante casi una semana, enviada por mi jefe a una estúpida Feria delLibro en el extranjero, a hacer relaciones públicas y el memo en su nombre,más que nada. A mi regreso seguían sin aparecer, ningún día, y eso meintranquilizó, más que por ellos por mí misma, que de pronto perdía mi alicientemañanero. ‘Qué fácil resulta la esfumación de alguien’, pensaba. ‘Basta con quecambie de trabajo o de casa para que uno ya no vuelva a saber más de él ni averlo en la vida. O incluso con que le modifiquen el horario. Qué frágiles son losvínculos tan sólo visuales.’ Eso me hizo preguntarme si acaso no debía cruzar conellos unas palabras alguna vez, tras tanto tiempo de dotarlos de una significaciónalegre. No con ánimo de dar la lata ni de estropearles su ratito de compañíamutua ni de entablar trato fuera de la cafetería, claro está, eso no habría venido a

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cuento; sino tan sólo de mostrarles mi simpatía y mi aprecio, de darles los buenosdías de entonces en adelante, y de así sentirme obligada a despedirme si era y oquien un día me largaba de la editorial y no volvía a pisar aquella zona, y deobligarlos un poco a ellos a hacer otro tanto si eran ellos quienes se trasladaban oalteraban sus hábitos, de la misma manera que un comerciante de nuestro barrionos suele advertir de que va a cerrar o a traspasar su negocio, o que los avisamosnosotros a casi todos cuando estamos a punto de mudarnos. Por lo menos tenerconciencia de que vamos a dejar de ver a gente de cada día, aunque siempre lahay amos visto a distancia o de forma utilitaria y sin apenas reparar en sus caras.Sí, eso suele hacerse.

Así que acabé por preguntar a los camareros. Me contestaron que, segúntenían entendido, la pareja se había marchado ya de vacaciones. Me sonó más asuposición que a dato. Era un poco pronto, pero hay personas que prefieren nopasar julio en Madrid, cuando el calor es más de fuego, o quizá Luisa y Devernepodían permitirse salir los dos meses, parecían lo bastante adinerados y libres (talvez sus salarios dependían de ellos mismos). Aunque lamenté no ir a disponer y ahasta septiembre de mi pequeño estímulo matutino, también me tranquilizó saberque regresaría entonces, y que no había desaparecido de la faz de mi tierra parasiempre.

Recuerdo haber caído, en aquellos días, sobre un titular del periódico quehablaba de la muerte a navajazos de un empresario madrileño, y haber pasadorápidamente de página, sin leer el texto completo, precisamente por la ilustraciónde la noticia: la foto de un hombre tirado en el suelo en mitad de la calle, en lacalzada, sin chaqueta ni corbata ni camisa, o con ella abierta y los faldones fuera,mientras los del Samur intentaban reanimarlo, salvarlo, con un charco de sangrea su alrededor y esa camisa blanca empapada y manchada, o eso me figuré alvislumbrarlo. Por el ángulo adoptado no se le veía bien la cara y en todo caso nome detuve a mirársela, detesto esa manía actual de la prensa de no ahorrarle allector o al espectador las imágenes más brutales —o será que las piden éstos,seres trastornados en su conjunto; pero nadie pide nunca más que lo que y aconoce y se le ha dado—, como si la descripción con palabras no bastara y sin elmás mínimo miramiento hacia el individuo brutalizado, que y a no puededefenderse ni preservarse de las miradas a las que no se habría sometido jamáscon su conciencia alerta, como no se habría expuesto ante desconocidos niconocidos en albornoz o en pijama, juzgándose impresentable. Y comofotografiar a un hombre muerto o agonizante, más aún si es por violencia, meparece un abuso y la máxima falta de respeto hacia quien acaba de convertirseen una víctima o en un cadáver —si aún puede vérselo es como si no hubieramuerto del todo o no fuera pasado enteramente, y entonces hay que dejarlo quese muera de veras y se salga del tiempo sin testigos inoportunos ni público—, noestoy dispuesta a participar de esa costumbre que se nos impone, no me da la

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gana de mirar lo que se nos insta a mirar o casi se nos obliga, y a sumar mis ojoscuriosos y horrorizados a los de centenares de miles cuy as cabezas estaránpensando mientras observan, con una especie de fascinación reprimida o deseguro alivio: ‘No soy yo sino otro, este que tengo delante. No soy yo porque leveo el rostro y no es el mío. Leo su nombre en la prensa y tampoco es el mío, nocoincide, así no me llamo. Le ha tocado a otro, qué habría hecho, en qué líos odeudas se habría metido o qué perjuicios terribles habría causado para que lohay an cosido a navajazos. Yo no me meto en nada ni me creo enemigos, y o meabstengo. O sí me meto y hago mi daño, pero no me han pillado. Por suerte esotro y no soy yo el muerto que aquí se nos muestra y del que se habla, luegoestoy más a salvo que ayer, ayer me he escapado. A este pobre diablo, encambio, lo han cazado’. En ningún momento se me ocurrió asociar aquellanoticia que dejé pasar de largo con el hombre agradable y risueño que veíadesay unar a diario, y que con su mujer, sin darse cuenta, tenía la gentilezainfinita de levantarme el ánimo.

Durante unos días, ya después de mi viaje, eché en falta al matrimonio pese asaber que no vendría. Ahora llegaba a la editorial con puntualidad (daba cuentade mi desayuno y listo, sin motivo para el remoloneo), pero con ciertodecaimiento y más desgana, es sorprendente lo mal que nuestras rutinas aceptanlas variaciones, hasta las que son para bien, esta no lo era. Me daba más perezaenfrentarme a mis tareas, ver inflarse a mi jefe y recibir las pesadísimasllamadas o visitas de los escritores, lo cual, no se sabía por qué, había acabadopor convertirse en uno de mis cometidos, quizá porque tendía a hacerles máscaso que mis compañeros, que directamente los rehuían, sobre todo a los másengreídos y exigentes, por un lado, y por otro a los más pelmas y desorientados,a los que vivían solos, a los desastrosos, a los que coqueteaban inverosímilmente,a los que marcaban nuestro teléfono para empezar la jornada y comunicarle aalguien que aún existían, valiéndose de cualquier pretexto. Son gente rara, lamayoría. Se levantan de la misma forma que se acostaron, pensando en suscosas imaginarias que sin embargo les ocupan tanto tiempo. Los que viven de laliteratura y sus aledaños y por lo tanto carecen de empleo —y y a van siendounos cuantos, en este negocio hay dinero, en contra de lo que se proclama,principalmente para los editores y distribuidores— no se mueven de sus casas ylo único que tienen que hacer es volver al ordenador o a la máquina —todavíahay algún pirado que sigue utilizando esta última y al que después hay queescanearle los textos, cuando los entrega— con incomprensible autodisciplina:hay que ser un poco anormal para ponerse a trabajar en algo sin que nadie se lomande a uno. Y así, me sentía con mucho menos humor y paciencia paraayudar a vestirse, como hacía casi a diario, a un novelista llamado Cortezo que

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me llamaba con alguna excusa absurda para a continuación preguntarme,‘aprovechando que te tengo al teléfono’, si me parecía que iba bien combinadocon los adefesios o antiguallas que se había puesto o pensaba ponerse, y que medescribía.

‘¿Tú crees que con este pantalón mil rayas y mocasines marrones con borla,ya sabes, a modo de adorno, van bien unos calcetines de rombos?’

Me guardaba de decirle que me horrorizaban los calcetines de rombos, lospantalones mil rayas y los mocasines marrones con borla, porque eso lo habríapreocupado en exceso y la conversación se habría eternizado.

‘¿De qué colores son los rombos?’, le preguntaba.‘Marrones y naranja. Pero también los tengo rojos y azules, y verdes y

beige, ¿qué te parece?’‘Mejor marrones y azules, tal como me has dicho que vas’, le contestaba.‘Esa mezcla no la tengo. ¿Crees que debería salir a comprármela?’Me daba una miaja de pena, aunque me irritara mucho que se permitiera

hacerme estas consultas como si yo fuera su previuda o su madre, y el sujetofuera fatuo respecto a sus escritos, que la crítica alababa y a mí me parecíantontainas. Pero no quería enviarlo a buscar por la ciudad más calcetinesignominiosos que tampoco iban a arreglarle nada.

‘No vale la pena, Cortezo. ¿Por qué no recortas los rombos azules de unos ylos marrones de otros y los empalmas? Haz un patchwork, como se dice enespañol ahora. Una obra de arte del remiendo.’

Tardaba en darse cuenta de que estaba bromeando.‘Pero y o no sé hacer eso, María, ni siquiera sé coserme un botón, y además

tengo mi cita dentro de una hora y media. Ah, y a. Tú me estás tomando el pelo.’‘¿Yo? En absoluto. Pero es mejor que recurras a unos lisos, entonces. Azul

marino, si los tienes, y en ese caso te aconsejo zapato negro.’ Al final lo ayudabaun poco, dentro de lo que cabía.

Ahora estaba de peor humor, y lo despachaba en seguida, con hastío yengaños algo malintencionados: si me decía que iba a asistir a un cocktail de laEmbajada Francesa con un traje gris oscuro, le recomendaba sin vacilar unoscalcetines verde Nilo y le aseguraba que esa era la última osadía y que todo elmundo quedaría admirado, lo cual no era del todo falso.

Tampoco me salía ser amable con otro novelista, que se firmaba GarayFontina —así, dos apellidos sin nombre de pila, debía de creerlo original yenigmático, pero sonaba a árbitro de fútbol— y que consideraba que la editorialhabía de resolverle cualquier dificultad o contratiempo, aunque no tuviera lamenor relación con sus libros. Nos pedía que le fuéramos a recoger a casa unabrigo y se lo lleváramos a la tintorería, que le mandáramos a un técnicoinformático o a unos pintores o que le buscáramos alojamiento en Trincomalee oen Batticaloa y le hiciéramos los preparativos de un viaje allí particular suyo, las

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vacaciones con su señora tiránica, que de vez en cuando nos llamaba o aparecíaen persona y no pedía, sino que ordenaba. Mi jefe tenía en mucho a GarayFontina y lo complacía a través de nosotros, no tanto porque éste vendieramuchos ejemplares cuanto porque le había hecho creer que lo invitaban amenudo a Estocolmo —yo sabía, por un azar, que iba allí por su cuenta siempre,a intrigar en el vacío y a respirar el aire— y que le iban a dar el Nobel, pese aque nadie lo había pedido para él públicamente, ni en España ni en ningún sitio.Ni en su ciudad natal siquiera, como suele ocurrir con tantos. Él lo daba porhecho, sin embargo, ante mi jefe y sus subordinados, que nos sonrojábamos aloírle frases como ‘Me dicen mis espías nórdicos que está al caer este año o elpróximo’, o ‘Ya he memorizado en sueco lo que le soltaré a Carlos Gustavo en laceremonia. Lo voy a hacer fosfatina, no habrá oído nada tan feroz en su vida, yencima en su lengua que nadie aprende’. ‘¿Y qué es, qué es?’, le preguntaba mijefe con excitación anticipada. ‘Lo leerás en la prensa mundial al día siguiente’,le contestaba Garay Fontina con ufanía. ‘No habrá periódico que no lo recoja, ytendrán que traducirlo todos del sueco, hasta los de aquí, ¿no tiene gracia?’. (Meparecía envidiable vivir con tanta confianza en una meta, aunque ambas fueranficticias, la meta y la confianza). Yo procuraba ser muy diplomática con él, nome fuera a jugar el puesto, pero ahora me costaba indeciblemente, cuando mellamaba temprano con sus pretensiones desmesuradas.

‘María’, me dijo por teléfono una mañana, ‘necesito que me consigáis un parde gramos de cocaína, para una escena del nuevo libro. Que me los acerquealguien a casa lo antes posible, pero en todo caso antes de que anochezca. Quieroverle el color a la luz del día, no vaya luego a equivocarme.’

‘Pero, señor Garay…’‘Garay Fontina, querida, mira que te lo tengo dicho; Garay a secas es casi

cualquiera, en el País Vasco, en México y en la Argentina. Hasta podría ser unfutbolista.’ Insistía tanto en eso que yo estaba convencida de que el segundoapellido era inventado (miré en la guía de Madrid un día y no figuraba ningúnFontina, tan sólo un tal Laurence Fontinoy, nombre aún más inverosímil, como deCumbres borrascosas), o tal vez lo era la conjunción entera y se llamaba enrealidad Gómez Gómez o García García o cualquier otra redundancia que loofendía. Si se trataba de un pseudónimo, cuando lo eligió seguramente ignorabaque Fontina es un tipo de queso italiano, no sé si de vaca o de cabra, que se haceen la Val d’Aosta, me parece, y que la gente se dedica a fundir más que a otracosa. Pero bueno, al fin y al cabo también hay unos cacahuetes que se llamanBorges, no creo que eso lo hubiera perturbado.

‘Sí, señor Garay Fontina, perdone, es por abreviar un poco. Pero mire’, nopude evitar decirle, aunque no era lo principal ni mucho menos, ‘por el color nose preocupe. Ya le puedo asegurar y o que es blanca, con luz solar y con luzeléctrica, lo sabe casi todo el mundo. Sale mucho en las películas, ¿no vio las de

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Tarantino en su día? ¿O aquella otra de Al Pacino en la que se ponía montículos?’‘Hasta ahí llego, querida María’, me respondió picado. ‘Vivo en este sucio

planeta, aunque pueda no parecerlo cuando estoy creando. Pero haz el favor deno subestimarte, tú que no te limitas a fabricar libros, como tu compañera Beatrizy tantos otros, sino que además los lees, y con buen tino.’ Me decía cosas así devez en cuando, supongo que para ganárseme: yo jamás le había dado una opiniónsobre ninguna novela suya, para eso no me pagaban. ‘Lo que temo es no serexacto con los adjetivos. Vamos a ver, ¿tú puedes precisarme si es de un blancolechoso o de un blanco calcáreo? Y la textura. ¿Es más como tiza machacada ocomo azúcar? ¿Como sal, como harina o como polvos de talco? A ver, dime.’

Me vi envuelta en una discusión absurda y peligrosa, dada la susceptibilidaddel inminente galardonado. Yo misma me había metido.

‘Es como cocaína, señor Garay Fontina. A estas alturas no hace faltadescribirla, porque quien no la ha probado la ha visto. Excepto la gente vieja,quizá, que de todas formas también la ha visto en la televisión mil veces.’

‘¿Me estás diciendo cómo tengo que escribir, María? ¿Si tengo que poner o noadjetivos? ¿Qué me toca describir y qué es superfluo? ¿Le estás dando leccionesa Garay Fontina?’

‘No, señor Fontina…’ Era incapaz de llamarlo cada vez por los dos apellidos,se tardaba siglos y la combinación no era sonora ni me gustaba. Que omitieraGaray no parecía molestarlo tanto.

‘Si yo os pido dos gramos de coca para hoy, será por algo. Será porque estanoche los va a necesitar el libro, y a vosotros os interesa que haya nuevo libro yque esté sin fallas, ¿no? Lo único que os toca hacer es conseguírmelos yenviármelos, no discutirme. ¿O es que tengo que hablar personalmente conEugeni?’

Aquí y a me planté, con cierto riesgo, y me salió un catalanismo. Me lospegaba mi jefe, que era catalán de origen y los conservaba a mantas, pese allevar en Madrid toda la vida. Si la exigencia de Garay llegaba a sus oídos, eracapaz de lanzarnos a la calle a todos a pillar droga (a malos barrios y a pobladosen los que se niegan a entrar los taxis), con tal de satisfacerlo. Se tomabademasiado en serio a su autor más presuntuoso, es inconcebible cómo este tipo degente convence a muchos de su valía, es un fenómeno universal enigmático.

‘¿Que nos toma por camellos, señor Fontina?’, le dije. ‘Nos está pidiendo queinfrinjamos la ley, no sé si se da cuenta. La cocaína no se compra en losestancos, eso sí lo sabe, ni en el bar de la esquina. Y además dos gramos, paraqué los quiere. ¿Tiene idea de lo que son dos gramos, cuántas rayas salen de ahí?A ver si se va a pasar con las dosis y tenemos una gran pérdida. Para su mujer ypara la literatura. Podría darle a usted un ictus. O hacerse adicto y no pensar yaen otra cosa, ni escribir más ni nada, un despojo humano incapaz de viajar, no sepueden cruzar fronteras con droga. Qué le parece, al traste la ceremonia sueca y

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su impertinencia a Carlos Gustavo.’Garay Fontina se quedó callado un momento, como si calibrara si se había

excedido en su petición o no. Pero yo creo que le pesaba más la amenaza de noir a hollar a la postre las alfombras de Estocolmo.

‘Hombre, camellos no’, dijo por fin. ‘Vosotros la compraríais tan sólo, no lavenderíais.’

Aproveché su vacilación para aclarar de paso un importante detalle de laoperación que pretendía:

‘Ah, ¿y luego, cuando se la pasáramos? Le entregaríamos los dos gramos yusted nos daría el dinero, ¿no? ¿Y eso qué es? ¿No es camelleo? Para un poli losería, no le quepa duda.’ No era una cuestión baladí, porque Garay Fontina nosiempre nos reembolsaba el importe de la tintorería ni el estipendio de lospintores ni los gastos de las reservas en Batticaloa, o en el mejor de los casos sedemoraba y mi jefe se azoraba y se ponía nervioso cuando había quereclamárselos. Sólo faltaba que también le financiáramos los vicios de su nuevanovela incompleta y por tanto aún no contratada.

Noté que dudaba más. Quizá no se había parado a pensar en el dispendio,malacostumbrado como estaba. Al igual que tantos escritores, era gorrón, tacañoy sin orgullo. Dejaba tremendos pufos en los hoteles cuando iba a darconferencias por esos mundos o más bien esas provincias. Exigía suites y todoslos extras pagados. Se rumoreaba que se llevaba a los viajes sus juegos desábanas y su ropa sucia, no por excentricidad ni manía, sino para aprovechar yque se los lavaran en los hoteles, hasta los calcetines sobre los que no meconsultaba. Esto debía de ser falso —desplazarse con tanto peso sería un increíbleengorro—, pero nadie se explicaba cómo si no, en una ocasión, los organizadoresde su charla habían tenido que hacerse cargo de una descomunal factura delavandería (unos mil doscientos euros, había corrido de boca en boca).

‘¿Tú sabes a cuánto está ahora la cocaína, María?’No sabía bien el precio, creía que a unos sesenta euros, pero tiré por lo muy

alto, para asustarlo y disuadirlo. Empezaba a pensar que podría lograrlo, o por lomenos zafarme del embolado de ir a buscársela, a saber en qué garitos oandurriales.

‘Me suena que a unos ochenta euros el gramo.’‘Caray.’ Luego se quedó pensativo. Supuse que estaba haciendo cálculos

ratoniles. ‘Ya. Quizá tengas razón. Quizá me baste con uno, o con medio. ¿Sepuede comprar medio?’

‘Lo ignoro, señor Garay Fontina. Yo no uso. Pero diría que no.’ Convenía queno viera ahorro posible. ‘Lo mismo que no se puede comprar medio frasco decolonia, supongo. Ni media pera.’ Nada más decir estas frases me di cuenta de loabsurdo de las comparaciones. ‘O medio tubo de pasta de dientes.’ Esto mepareció más adecuado. Pero aún había que quitarle la idea del todo, o conseguir

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que se comprara él la droga por su cuenta, sin hacernos delinquir ni poner dineropor adelantado. Con él no podía descartarse que no volviéramos a verlo, ytampoco la editorial estaba para despilfarros. ‘Pero permítame preguntarle, ¿laquiere para colocarse o sólo para verla y tocarla?’

‘Todavía no lo sé. Depende de lo que el libro me pida esta noche.’A mí me parecía ridículo que un libro pidiera nada de noche o de día, más

aún cuando no estaba escrito y al que lo estaba escribiendo. Lo tomé por unaexpresión poética, lo dejé correr sin comentarios.

‘Es que verá, si se trata sólo de lo segundo y lo que quiere es describirla, puesno sé cómo explicárselo. Usted aspira a ser universal, y a lo es, y como tal tienelectores de todas las edades. No querrá que los jóvenes piensen que para usted esuna novedad esa droga, y que a buenas horas se cae del guindo, si se pone acontar cómo es y sus efectos. Y que se choteen en consecuencia. Describir lacocaína hoy en día es como ponerse a describir un semáforo. ¿Se imagina losadjetivos? ¿Verde, ámbar, rojo? ¿Estático, erguido, imperturbable, metálico?Sería cosa de risa.’

‘¿Quieres decir un semáforo, de los de la calle?’, me preguntó alarmado.‘Los mismos.’ No sabía qué más podía significar ‘semáforo’, en lenguaje

coloquial al menos.Guardó silencio unos instantes.‘Choteo, ¿eh? Caerse del guindo’, repitió. Me di cuenta de que la utilización de

estas palabras había sido un acierto, le habían hecho mella.‘Pero sólo en esa parte, señor Fontina, eso seguro.’La perspectiva de que unos jóvenes pudieran chotearse de una sola línea suya

le debía de resultar insoportable.‘Bueno, déjame que me lo piense. No pasa nada porque me retrase un día. Ya

te diré lo que decido mañana.’Supe que no me diría nada, que se dejaría de experimentos y

comprobaciones idiotas y que nunca más haría referencia a aquellaconversación telefónica. Se las daba de anticonvencional y transcontemporáneo,pero en el fondo era como Zola y algún otro: hacía lo imposible por vivir lo queimaginaba, con lo cual todo sonaba en sus libros artificioso y trabajado.

Cuando colgué, me quedé sorprendida de haberle negado algo a GarayFontina, y además sin consultarle a mi jefe, por mi cuenta. Había sido gracias ami peor humor y a mi may or desánimo, a que mis desayunos sin la parejaperfecta ya no los disfrutaba, no estaban ellos para contagiarme optimismo. Almenos le vi a la pérdida esa ventaja: me hacía más intolerante con lasdebilidades, los envanecimientos y las tonterías.

Esa fue la única ventaja, y desde luego no valió la pena. Los camareros estaban

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equivocados, y cuando dejaran de estarlo no me lo comunicaron. Desvern novolvería nunca, ni por tanto la pareja jovial, como tal había quedado tambiénsuprimida del mundo. Fue mi compañera Beatriz, que desayunaba alguna vezsuelta en la cafetería, y a la que yo había llamado la atención sobre loextraordinario de aquel matrimonio, la que una mañana me aludió a lo ocurrido,sin duda creyendo que estaría enterada, que lo habría sabido por mi propiacuenta, es decir, por los periódicos o por los empleados del establecimiento, yque además ya lo habíamos comentado, olvidándose de que yo había estadofuera en aquellos días, los siguientes al suceso. Tomábamos un café rápido en laterraza cuando se quedó pensativa, dándole vueltas inútiles con la cucharilla alsuyo, y murmuró mirando hacia las otras mesas, todas llenas:

—Qué horror que te pase eso, la verdad, lo que le pasó a tu matrimonio.Empezar un día como cualquier otro, sin tener la menor idea de que se te va aacabar la vida, y además a lo bestia. Porque, aunque de otra forma, supongo quetambién se le habrá acabado a ella. Al menos por una larga temporada, échaleaños, y dudo que se pueda recuperar nunca. Una muerte tan idiota, tan de malasuerte, de esas que se puede uno pasar la existencia pensando: ¿por qué tuvo quetocarle a él, por qué a mí, habiendo en la ciudad millones? No sé. Mira que yoquiero ya poco a Saverio, pero si le pasase algo así, no creo que pudiera seguiradelante. No sólo por la pérdida, es que me sentiría como señalada, como quealguien me había puesto la proa y y a no iba a pararse, ¿sabes como te digo? —Estaba casada con un italiano achulado y parasitario al que apenas toleraba, losobrellevaba por los niños y porque tenía un amante que le entretenía los días consus llamadas salaces y la perspectiva de algún que otro encuentro esporádico, lesfaltaban ocasiones de verse, los dos emparejados y con críos. Y un autor de laeditorial le entretenía la imaginación nocturna, no precisamente Cortezo el gruesoni el repelente Garay Fontina, también repelente de aspecto.

—Pero ¿de qué estás hablando?Y entonces me contó o más bien me empezó a contar, sorprendida de mi

ignorancia, demasiado exclamativa y aturullada, porque ya se nos hacía tarde ysu posición en la editorial era más inestable que la mía y no quería correr riesgos,ya era bastante malo que Fontina le tuviera ojeriza y se quejara de ella amenudo ante Eugeni.

—Pero ¿es que ni siquiera viste el periódico? Venía con foto del pobre hombrey todo, ensangrentado y tirado en el suelo. No recuerdo la fecha exacta, perobúscalo en Internet, seguro que lo encuentras. Se llamaba Deverne, resulta queera de los de la distribuidora cinematográfica, sabes: ‘Deverne Films presenta’, lohemos visto en los cines mil veces. Ahí lo tendrás todo. Una cosa espantosa. Paratirarse de los pelos y no dejarse ni uno, de la mala suerte. Si yo fuera su mujer,no levantaba cabeza. Andaría loca. —Fue entonces cuando supe su nombre, o,por así decir, su nombre artístico.

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Aquella noche tecleé ‘Muerte Deverne’ en el ordenador y en efecto meapareció la noticia, recogida en la sección local de dos o tres diarios de Madrid.Su verdadero apellido era Desvern, y se me ocurrió que su familia lo podía habermodificado en su día, en los negocios cara al público, para facilitar lapronunciación de los castellanohablantes y quizá para evitar que loscatalanohablantes lo asociaran a la población de Sant Just Desvern, con la que yoestaba familiarizada por tener allí sus almacenes más de una editorialbarcelonesa. O tal vez también para que la distribuidora pareciera francesa: sinduda cuando se fundó —en los años sesenta o aun antes— todo el mundo conocíatodavía a Julio Verne y lo francés era prestigioso, no como ahora, con esaespecie de Louis de Funès con pelo como Presidente. Me enteré de que losDeverne eran además propietarios de varios cines céntricos de estreno y de que,acaso por la progresiva desaparición de éstos y su conversión en grandessuperficies comerciales, la empresa se había diversificado y ahora se dedicabasobre todo a las operaciones inmobiliarias, no sólo en la capital, sino en todaspartes. Así que Miguel Desvern debía de ser aún más rico de lo que meimaginaba. Se me hizo más incomprensible que desayunara casi todas lasmañanas en una cafetería que asimismo estaba a mi alcance. Los hechos habíanocurrido el último día que yo lo había visto allí, y por eso supe que su mujer y yonos habíamos despedido de él al mismo tiempo, ella con los labios, yo con losojos solamente. Se daba la cruel ironía de que era su cumpleaños, así que habíamuerto un año más viejo que el día anterior, con cincuenta.

Las versiones de la prensa diferían en algunos detalles (seguramentedependía de con qué vecinos o transeúntes hubiera hablado cada reportero), perocoincidían en conjunto. Deverne había estacionado su coche, como al parecersolía, en una bocacalle del Paseo de la Castellana hacia las dos del mediodía —abuen seguro iba a encontrarse con Luisa para su almuerzo en el restaurante—,bastante cerca de su casa y más cerca aún de un aparcamiento al aire libre, depequeña cabida, dependiente de la Escuela Técnica Superior de IngenierosIndustriales. Al salir del automóvil, lo había abordado un indigente que hacíalabores de aparcacoches en la zona, a cambio de la voluntad de los conductores—lo que se llama un gorrilla—, y había empezado a increparlo con vocesincoherentes y acusaciones disparatadas. Según unos testigos —aunque todosentendieron poco—, le recriminó que hubiera metido a sus hijas en una red deprostitución extranjera. Según otros, le gritó una sarta de frases ininteligibles delas que sólo captaron dos: ‘¡Me quieres dejar sin herencia!’ y ‘¡Me estás quitandoel pan de mis hijos!’. Desvern intentó sacudírselo y hacerlo entrar en razóndurante unos segundos, diciéndole que él no tenía nada que ver con sus hijas ni lasconocía y que se confundía de persona. Pero el indigente, Luis Felipe VázquezCanella según la noticia, de treinta y nueve años, poblada barba y muy alto, sehabía sulfurado aún más y había seguido imprecándolo y maldiciéndolo de

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manera inconexa. El portero de una casa le había oído chillarle, fuera de sí: ‘¡Asíte mueras hoy y tu mujer te hay a olvidado mañana!’. Otro diario reproducía unavariación más hiriente: ‘¡Así te mueras hoy mismo y tu mujer esté con otromañana!’. Deverne había hecho ademán de darlo por imposible y de irse haciala Castellana, abandonando toda tentativa de calmarlo, pero entonces el gorrilla,como si hubiera decidido no esperar al cumplimiento de su maldición yconvertirse en su artífice, había sacado una navaja tipo mariposa, de sietecentímetros de hoja, se había abalanzado sobre él por detrás y lo había apuñaladorepetidamente, tirándole las cuchilladas al tórax y a un costado, según unperiódico, a la espalda y el abdomen, según otro, y a la espalda, el tórax y elhemitórax, según un tercero. También divergían en el número de navajazosrecibidos por el empresario: nueve, diez, dieciséis, y el que daba esta última cifra—quizá el más fiable, porque el redactor citaba ‘revelaciones de la autopsia’—añadía que ‘todas las puñaladas afectaron a órganos vitales’ y que ‘cinco de ellaseran mortales, según dedujo el forense’.

Desvern había intentado zafarse y huir en un primer momento, pero lascuchilladas habían sido tan furiosas, tan sañudas y seguidas —y por lo visto tancerteras— que no había tenido posibilidad de escapar a ellas y había desfallecidomuy pronto, desplomándose en el suelo. Sólo entonces había parado su asesino.Un vigilante de seguridad de una empresa cercana ‘se percató de lo que ocurríay logró retenerlo hasta la llegada de la Policía Municipal’, diciéndole: ‘¡No temuevas de aquí hasta que venga la Policía!’. No se explicaba cómo habíaconseguido inmovilizar con una mera orden a un individuo armado, fuera dequicio y que acababa de derramar ya mucha sangre —quizá había sido a puntade pistola, pero en ninguna versión se mencionaba su arma de fuego ni que lahubiera desenfundado o lo hubiera encañonado con ella—, ya que elaparcacoches, de acuerdo con varias fuentes, todavía sostenía su navaja en lamano cuando hicieron acto de presencia los guardias, que fueron quienes loconminaron a soltarla. El indigente la arrojó entonces al suelo, fue esposado ytrasladado a la comisaría del distrito. ‘Según la Jefatura Superior de Policía deMadrid’, eso o algo similar aparecía en todos los periódicos, ‘el presunto homicidapasó a disposición judicial, pero se ha negado a declarar.’

Luis Felipe Vázquez Canella vivía en un coche abandonado desde hacíatiempo en la zona, y los testimonios de los vecinos volvían a ser discrepantes,como sucede siempre que se pide o se confía un relato a más de una persona.Para unos, era un individuo muy tranquilo y correcto que nunca se metía enproblemas: se dedicaba a buscar sitios libres para los automóviles y a guiarloshasta ellos con los habituales aspavientos imperiosos o serviciales del gremio —aveces innecesaria e indeseadamente, pero así trabajan todos los gorrillas— ysacarse unas propinas. Llegaba sobre el mediodía y dejaba sus dos mochilasazules al pie de un árbol y se ponía a su intermitente tarea. Otros residentes, sin

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embargo, señalaron que ya estaban hartos ‘de sus arranques violentos y de sustrastornos mentales’, y que muchas veces habían intentado echarlo de su hogarlocomotor inmóvil y alejarlo del barrio, pero sin éxito hasta entonces. VázquezCanella carecía de antecedentes policiales. Uno de esos altercados lo habíasufrido precisamente el chófer de Deverne un mes atrás. El mendigo se habíadirigido a él con malos modos y, aprovechando que éste llevaba la ventanillabajada, le había asestado un puñetazo en la cara. Avisada la policía, lo habíadetenido momentáneamente por agresión, pero al final el chófer, aunque‘lesionado’, no había querido perjudicarlo ni presentar denuncia alguna. Y lavíspera de la muerte del empresario, víctima y verdugo habían tenido un primerencontronazo. El aparcacoches ya lo había increpado con sus desvaríos. ‘Hablabade sus hijas y de su dinero, decía que se lo querían quitar’, había relatado unportero de la bocacalle de la Castellana en que se había producido elapuñalamiento, el más hablador seguramente. ‘El fallecido le explicó que seequivocaba de persona y que él no tenía nada que ver con sus asuntos’, proseguíauna de las versiones. ‘El indigente, ofuscado, se alejó hablando solo, entredientes.’ Y, con cierta floritura narrativa y no pocas confianzas hacia losimplicados, añadía: ‘Miguel jamás pudo imaginar que la perturbación de LuisFelipe iba a costarle la vida veinticuatro horas más tarde. El guión, que estabaescrito para él, comenzó a fraguarse un mes antes de forma indirecta’, estoúltimo en alusión al incidente con el chófer, al cual algunos vecinos veían comoel verdadero objeto de las iras: ‘Quién sabe, igual se obsesionó con el conductor’,se ponía en boca de uno de ellos, ‘y lo confundió con su patrón’. Se sugería que elgorrilla debía de andar de muy mal humor desde hacía aproximadamente unmes, pues ya no podía obtener dinero con su esporádico trabajo por la instalaciónde parquímetros en la zona. Uno de los periódicos mencionaba, de pasada, undato desconcertante que los demás no recogían: ‘Al haberse negado a prestardeclaración el presunto homicida, no ha sido posible confirmar si éste y suvíctima eran familia política, como se decía en el barrio’.

Una UVI móvil del Samur se había desplazado a toda velocidad al lugar delos hechos. Sus miembros le habían practicado a Desvern ‘las primeras curas’,pero ante su gravedad extrema, y tras ‘estabilizarlo’, lo trasladaron de urgencia alHospital de La Luz —pero según un par de diarios había sido al de La Princesa, nisiquiera en eso eran unánimes—, donde ingresó inmediatamente en el quirófano,con parada cardiorrespiratoria y en estado crítico. Se debatió durante cinco horasentre la vida y la muerte, sin recobrar en ningún instante el conocimiento, yfinalmente ‘se venció a última hora de la tarde, sin que los médicos pudieranhacer nada por salvarlo’.

Todos estos datos estaban repartidos en dos días, los dos siguientes al asesinato.Luego la noticia había desaparecido por completo de los periódicos, como sueleocurrir con todas actualmente: la gente no quiere saber por qué pasó nada, sólo

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que pasó y que el mundo está lleno de imprudencias, peligros, amenazas y malasuerte que a nosotros nos rozan y en cambio alcanzan y matan a nuestrossemejantes descuidados, o quizá no elegidos. Se convive sin problemas con milmisterios irresueltos que nos ocupan diez minutos por la mañana y a continuaciónse olvidan sin dejarnos escozor ni rastro. Precisamos no ahondar en nada niquedarnos largo rato en ningún hecho o historia, que se nos desvíe la atención deuna cosa a otra y que se nos renueven las desgracias ajenas, como si después decada una pensáramos: ‘Ya, qué espanto. Y qué más. ¿De qué otros horrores noshemos librado? Necesitamos sentirnos supervivientes e inmortales a diario, porcontraste, así que cuéntennos atrocidades distintas, porque las de ayer ya lashemos gastado’.

Curiosamente, en esos dos días se decía poco del muerto, sólo que era hijo deuno de los fundadores de la conocida distribuidora cinematográfica y quetrabajaba en la empresa familiar, y a casi convertida en emporio gracias a sucrecimiento constante de décadas y a sus múltiples ramificaciones, que incluíanhasta compañías aéreas de bajo coste. En las fechas posteriores no parecíahaberse publicado ninguna necrológica de Deverne en ningún sitio, ningunarememoración o evocación escrita por un amigo o compañero o colega, ningunasemblanza que hablara de su carácter y de sus logros personales, lo cual erabastante extraño. Cualquier empresario con dinero, más aún si está relacionadocon el cine y aunque no sea famoso, tiene contactos en la prensa, o amistadesque los tengan, y no resulta difícil que alguna de éstas, con la mejor voluntad,coloque un sentido obituario de homenaje y elogio en algún diario, como si esopudiera compensar un poco al difunto o su falta fuera un agravio añadido (tantasveces nos enteramos de la existencia de alguien solamente cuando ésta hacesado, y de hecho porque ha cesado).

De modo que la única foto visible era la que un reportero muy raudo le habíahecho tendido en el suelo, antes de que se lo llevaran, mientras lo asistían al raso.Por fortuna se veía mal en Internet, una reproducción de mala calidad y muypequeña, porque esa foto me pareció una canallada para un hombre como él,siempre tan alegre e impecable en vida. No la miré apenas, no quise hacerlo, yya había tirado el periódico en el que la había vislumbrado en su día, más grande,sin percatarme de quién era ni querer tampoco detenerme en ella. De habersabido entonces que no era un completo desconocido, sino una persona que veía adiario con complacencia y una especie de agradecimiento, la tentación defijarme habría sido demasiado fuerte para resistirme, pero luego habría apartadola vista con más indignación y espanto de los que ya sentí sin reconocerlo. Nosólo lo matan a uno en la calle de la peor manera y por sorpresa, sin ni siquierahaberlo temido, sino que, precisamente por ser en la calle —‘en un lugar público’,como se dice reverencial y estúpidamente—, se permite luego exhibir ante elmundo el indigno estropicio que le han hecho. Ahora, en la foto de reducido

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tamaño que Internet mostraba, se lo reconocía mal, o sólo porque se measeguraba en el texto que aquel muerto o premuerto era Desvern. A él le habríahorrorizado, en todo caso, verse o saberse así expuesto, sin chaqueta ni corbata nitan siquiera camisa o con ésta abierta —no se distinguía bien, y dónde habrían idoa parar sus gemelos si se la habían quitado—, lleno de tubos y rodeado depersonal sanitario manipulándolo, con sus heridas al descubierto, en medio de lacalle sobre un charco de sangre y llamando la atención de los transeúntes y losautomovilistas, inconsciente y desmadejado. También a su mujer le habríahorrorizado esa imagen, si la había visto: no habría tenido tiempo ni ganas de leerlos periódicos del día siguiente, era lo más probable. Mientras uno llora y vela yentierra y no comprende, y además ha de dar explicaciones a unos niños, no estápara nada más, el resto no existe. Pero tal vez sí la había visto más adelante,acaso había tenido la misma curiosidad que yo una semana después y habíaentrado en Internet para saber qué habían sabido las demás personas en elmomento, no sólo las allegadas sino también las desconocidas como yo. Quéefecto les podía haber hecho. Sus amistades menos cercanas se habrían enteradopor la prensa, por aquella noticia local madrileña o por una esquela, debía dehaber aparecido alguna en algún diario, o varias, como suele ser la normacuando muere un adinerado. Esa foto, en todo caso, principalmente esa foto —también la manera de morir infame y absurda, o cómo decir, teñida además demiseria— era lo que le había permitido a Beatriz referirse a él como a ‘el pobrehombre’. A nadie se le habría ocurrido llamarle eso en vida, ni siquiera un minutoantes de bajarse del coche en una zona apacible y encantadora, junto a losjardincillos de la Escuela de Ingenieros Industriales, allí hay árboles frondosos yun quiosco de bebidas con unas mesas y unas sillas en las que más de una vez yome he sentado con mis sobrinos niños. Ni tan siquiera un segundo antes de queVázquez Canella abriera su navaja de mariposa, hace falta ser ducho para abriruna de esas con su doble mango, tengo entendido que no se venden en cualquiersitio o que están medio prohibidas. Y ahora en cambio quedaba como tal parasiempre, sin posible vuelta de hoja: pobre Miguel Deverne sin suerte. Pobrehombre.

—Sí, era el día de su cumpleaños, ¿puedes creértelo? El mundo deja entrar yhace salir a las personas demasiado en desorden para que alguien nazca y mueraen la misma fecha, con cincuenta años por medio, justo cincuenta. No tiene elmenor sentido, precisamente por parecer que lo tiene. Podría no haber sido así,era tan fácil que no hubiera ocurrido. Podría haber sido cualquier otro día, o nohaber sido ninguno. Lo que tocaba es que no fuera. En absoluto. Que no fuera.

Pasaron varios meses hasta que volví a verla a ella, a Luisa Alday, y algunomás hasta que supe su nombre, ese nombre, y me dijo esas palabras junto con

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muchas otras. No supe entonces si es que hablaba continuamente de lo que lehabía pasado, con cualquiera dispuesto a escucharla, o si es que en mí habíaencontrado una persona con la que le era cómodo desahogarse, alguiendesconocido y que no contaría lo oído a nadie cercano a ella y cuyo tratoincipiente podía interrumpir en cualquier momento sin explicaciones niconsecuencias, y a la vez compasivo y leal y curioso y cuyo rostro le era nuevoa la vez que vagamente familiar y asociado a los tiempos sin brumas, aunque yohubiera creído durante muchas mañanas que ella apenas había reparado en mí,aún menos que su marido.

Luisa reapareció un día a la vuelta del verano, ya entrado septiembre, a lahora acostumbrada y en compañía de dos amigas o compañeras de trabajo,todavía estaba puesta la terraza y yo la vi llegar desde mi mesa y sentarse o másbien dejarse caer sobre una silla, una de las amigas le cogió con solicitudmaquinal el antebrazo, como si temiera que fuera a perder el equilibrio y tuvierasu fragilidad asumida. Estaba delgadísima y desmejorada, con una de esaspalideces profundas, vitales, que acaban por desdibujar todos los rasgos, como sino sólo la piel hubiera perdido el color y el lustre, sino también el pelo, las cejas,las pestañas, los ojos, la dentadura y los labios, todo mate y difuminado. Parecíaestar allí de prestado, quiero decir aquí en la vida. Ya no hablaba con viveza,como hacía con su marido, sino con una falsa naturalidad que denotaba sentidode la obligación y desgana. Pensé que acaso estaba medicada. Se habían puestobastante cerca de mí, con sólo una mesa vacía por medio, así que pude oírretazos de su conversación, más a las amigas que a ella, cuy o tono de voz eraapagado. Ellas le hacían consultas o preguntas sobre los detalles de un funeral, elde Desvern sin duda, no supe si es que iba a celebrarse uno para conmemorar lostres meses de su muerte (estarían a punto de cumplirse, calculé) o si es que era elprimero, no celebrado en su día, al cabo de una o dos semanas como aún es aveces costumbre, en Madrid al menos. Quizá ella no había tenido fuerzasentonces, o las circunstancias truculentas lo habían hecho desaconsejable —lagente nunca se abstiene de inquirir en esos actos sociales, ni de propalar rumores— y aún estaba pendiente si la familia era tradicional. Quizá alguien protector —por ejemplo un hermano, o sus padres, o una amiga— se la había llevado deMadrid en seguida tras el entierro, para que se fuera haciendo a la ausencia en ladistancia, sin que se la subrayaran o agudizaran los escenarios cony ugales, enrealidad un aplazamiento inútil del horror que la aguardaba. Lo más que le oíadecir a ella era: ‘Sí, así me parece bien’, o ‘Como digáis vosotras, que tenéis lacabeza más clara’, o ‘Que el cura sea breve, a Miguel le caían regular, lo poníanun poco nervioso’, o ‘No, Schubert no, está demasiado poseído por la muerte y yatenemos bastante con la nuestra’.

Vi que los camareros de la cafetería, tras parlamentar un rato en la barra, seacercaron juntos hasta su mesa con paso rígido más que solemne y, aunque le

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hablaron con timidez y en voz muy queda, oí que le expresaban sus condolenciassomeramente: ‘Queríamos decirle que hemos sentido mucho lo de su marido,siempre fue amabilísimo’, le dijo uno. Y el otro añadió la fórmula anticuada yhuera: ‘La acompañamos en el sentimiento. Una desgracia’. Ella se lo agradeciócon su deslucida sonrisa y nada más, me pareció comprensible que no quisieraentrar en detalles ni comentar ni espaciarse. Al levantarme tuve el impulso dehacer lo mismo que ellos, pero no me atreví a agregar otra interrupción a suapática charla con las amigas. Además, ya se me había hecho tarde y no queríallegar al trabajo con excesivo retraso, ahora que me había enmendado y solíaestar puntualmente en mi puesto.

Transcurrió un mes más antes de que volviera a verla, y aunque las hojas yacaían y el aire empezaba a ser fresco, aún había quienes preferíamos desay unaren el exterior —desayunos veloces, de gente con prisa que se encerraría durantemuchas horas y a la que no le daba tiempo a enfriarse; la mayoría en silencio ysoñolienta, como y o misma— y todavía no se habían retirado las mesas de laacera. Luisa Alday llegó esta vez con sus dos niños y pidió sendos helados paraellos. Me figuré —un remoto recuerdo de mi propia infancia— que los habríallevado en ayunas a hacerse un análisis de sangre y que los compensaba luegocon un capricho por el hambre pasada y por el pinchazo, y además les permitíasaltarse la primera hora de clase. La niña estaba muy pendiente de su hermano,unos cuatro años menor que ella, y me dio la impresión de que también seocupaba de Luisa a su manera, como si a ratos intercambiaran los papeles o, sino tanto, ambas se disputaran un poco el de madre, en los escasos terrenos en quetal cosa era posible. Quiero decir que, mientras la niña se tomaba su helado enuna copa, con minuciosidad infantil en el manejo de la cucharilla, vigilaba que aLuisa no se le quedara el café frío y la instaba a tomárselo. También laobservaba de reojo, como si acechara sus gestos y expresiones, y si la veía conla mirada demasiado ida, abismándose en sus pensamientos, se dirigía a ella alinstante, haciéndole algún comentario o pregunta o tal vez contándole algo, comosi quisiera impedir que se perdiera del todo y le dieran lástima susensimismamientos. Cuando apareció un coche y se situó en doble fila e hizosonar muy levemente el claxon, y los niños se pusieron en pie, cogieron susmochilas, besaron rápidamente a su madre y se encaminaron agarrados de lamano hacia él con la certeza de que venía a por ellos, tuve la sensación de que lacría se separaba con más preocupación de Luisa que a la inversa (fue aquélla laque le hizo a ésta una caricia fugaz en la mejilla, como si le recomendaracomportarse y no meterse en líos o procurara dejarle algún consuelo táctil hastael momento de reencontrarse). Aquel coche venía a recogerlos sin duda paraacercarlos al colegio. Miré quién lo conducía, no pude evitarlo con unainstantánea aceleración del pulso, porque aunque no entiendo de automóviles yme parecen todos iguales, este lo reconocí al primer golpe de vista: era el mismo

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en que Deverne solía montarse cuando se iba a su trabajo, dejando a su mujer unrato más en la cafetería, sola o con alguna amiga. Seguramente era también elmismo que había conducido y estacionado en persona junto a la Escuela deIngenieros Industriales, y del que se había bajado en tan mala hora el día de sucumpleaños. Había un hombre al volante, pensé que sería aquel chófer con elque se alternaba y que podía haberlo sustituido en la fecha fatídica, que podíahaber muerto por él, a quien acaso quería matarse de veras o el matar ibadirigido y que se había librado por poco en consecuencia —por un azar, quiénsabía, tal vez había tenido que ir al médico aquel día—. Si lo era, no vestíauniforme. No lo vi bien, medio tapado por los otros vehículos en primera fila; sinembargo me pareció un hombre atractivo. No es que se asemejara a MiguelDesvern, pero algo había en común entre ellos o por lo menos no eran de tipoopuesto, una confusión era explicable, sobre todo para un trastornado. Luisa,desde su mesa, le dijo adiós con la mano, o fueron hola y adiós sostenidos, desdesu llegada hasta su marcha. Sí, alzó y bajó la mano tres o cuatro veces, un pocoabsurdamente, mientras el coche estuvo parado. Reiteró el ademán con unos ojosabsortos que quizá veían sólo al fantasma. O el adiós era a los hijos. No logré versi el conductor le devolvía algún saludo.

Fue entonces cuando decidí acercarme a ella. Ya habían desaparecido los niñosen el antiguo automóvil del padre, se había quedado sola, no estaba con ningunacompañera de trabajo ni madre del colegio ni amiga. Daba vueltas con lacucharilla larga y pringosa a los restos de helado que se había dejado el hijopequeño en su copa, como si quisiera hacerlos líquido al instante sin pensar en loque hacía, acelerar el que iba a ser su destino en todo caso. ‘Cuántos ratos eternostendrá en que no sabrá cómo ayudar a avanzar el tiempo’, pensé, ‘si es que setrata de eso, que no creo. Se espera a que transcurra el tiempo en la ausenciapasajera del otro —del marido, del amante—, y en la indefinida, y en la que noes definitiva pese a tener pinta de serlo y a que nos lo susurre persistente elinstinto, al que decimos: “Calla, calla, apaga esa voz, todavía no quiero oírte, aúnme faltan las fuerzas, no estoy lista”. Cuando uno ha sido abandonado, se puedefantasear con un retorno, con que al abandonador se le hará la luz un día yvolverá a nuestra almohada, incluso si sabemos que y a nos ha sustituido y queestá enfrascado en otra mujer, en otra historia, y que sólo va a acordarse denosotras si de pronto le va mal en la nueva, o si insistimos y nos hacemospresentes contra su voluntad e intentamos preocuparlo o ablandarlo o darlelástima o vengarnos, hacerle sentir que nunca se librará de nosotras del todo, queno queremos ser un recuerdo menguante sino una sombra inamovible que lo va arondar y acechar siempre; y hacerle la vida imposible, y en realidad hacerloodiarnos. En cambio no se puede fantasear con un muerto, a no ser que

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perdamos el juicio, hay quienes eligen perderlo, aunque sea transitoriamente,quienes consienten en ello mientras logran convencerse de que lo sucedido hasucedido, lo inverosímil y aun lo imposible, lo que ni siquiera cabía en el cálculode probabilidades por el que nos regimos para levantarnos a diario sin que unanube plomiza y siniestra nos inste a cerrar los ojos de nuevo, pensando: “Bah, siestamos todos condenados. En realidad no vale la pena. Hagamos lo quehagamos, estaremos sólo esperando; como muertos de permiso, según dijo unavez alguien”. No me pega, sin embargo, que Luisa hay a perdido así el juicio, noes más que una intuición, no la conozco. Y si no lo ha perdido, entonces quéaguarda, y cómo pasa las horas, los días, las semanas y los ya meses, con qué finpuede empujar el tiempo o huy e de él y se sustrae, y de qué modo se lo apartaahora mismo, en este instante. No sabe que y o voy a acercarme y a hablarle,como los camareros la última vez que la vi en este sitio, jamás la he visto enningún otro. No sabe que voy a echarle una mano y a borrarle un par de minutoscon mis convencionales palabras, quizá tres o cuatro a lo sumo si me contestaalgo más que “Gracias”. Todavía le quedarán centenares hasta que venga en susocorro el sueño y le enturbie la conciencia que cuenta, la conciencia es la queva siempre contando: uno, dos, tres y cuatro; cinco, seis, y siete y ocho, y asíindefinidamente sin pausa hasta que deja de haber conciencia.’

—Perdone la intromisión —le dije de pie; ella no se levantó inmediatamente—. Me llamo María Dolz y no me conoce. Pero he coincidido aquí durante añoscon usted y con su marido a la hora del desay uno. Sólo quería decirle lomuchísimo que lamenté lo ocurrido, lo que le pasó a él y lo que estará pasandousted desde entonces. Lo leí en la prensa, con retraso, después de echarlos demenos bastantes mañanas. Aunque no los conocía más que de vista, se notabaque se llevaban muy bien y me resultaban ustedes muy simpáticos. De verdadque lo he sentido mucho.

Me di cuenta de que con mi penúltima frase también la había matado a ella,había utilizado el tiempo pretérito para referirme a los dos, no sólo al difunto.Busqué cómo arreglarlo pero no se me ocurrió ninguna manera que nocomplicara innecesariamente las cosas o no fuera muy torpe. Supuse que mehabría entendido: los dos como pareja me resultaban gratos, y como tal ya noexistían. Entonces pensé que quizá le había subray ado lo que ella procurabasuspender o confinar a una especie de limbo a cada instante, pues le seríaimposible olvidarlo o negárselo: que en ningún caso eran dos, y ella no formabaya parte de ninguna pareja. Iba a añadir: ‘Nada más, no la entretengo, sóloquería decirle eso’, y a darme media vuelta y marcharme, cuando Luisa Aldayse puso en pie sonriendo —era una sonrisa abierta que no podía evitar, aquellamujer no tenía doblez ni malicia, hasta podía ser ingenua— y me cogióafectuosamente del hombro y me dijo:

—Sí, claro que te conocemos de vista, también nosotros. —Me tuteó sin

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dudarlo pese a mi tratamiento inicial, éramos de la misma edad más o menos,quizá me llevaba un par de años; habló en plural y en presente de indicativo,como si aún no se hubiera acostumbrado a ser una en la vida, o acaso como si seconsiderara ya del otro lado, tan muerta como su marido y por tanto en la mismadimensión o territorio: como si no se hubiera separado de él todavía en todo caso,y no viera razón alguna para renunciar a aquel ‘nosotros’ que seguramente lahabía conformado durante casi un decenio y del que no iba a desprenderse enunos míseros tres meses. Aunque a continuación sí pasó al imperfecto, quizá elverbo se lo exigía—. Te llamábamos la Joven Prudente. Ya ves, hasta teníasnombre para nosotros. Gracias por lo que me has dicho, ¿no quieres sentarte? —Y me señaló una de las sillas que habían ocupado sus hijos, mientras mantenía sumano en mi hombro, ahora tuve la sensación de que le era un sostén o un asidero.Estuve segura de que, de haber hecho yo un mínimo gesto de aproximación, seme habría abrazado naturalmente. Se la veía frágil, como un espectro recienteque vacila y no se ha convencido aún de serlo.

Miré el reloj , y a era tarde. Quería preguntarle por aquel apodo mío, me sentísorprendida y levemente halagada. Se habían fijado en mí, se referían a mí, metenían identificada. Sonreí sin querer, las dos sonreíamos con una alegría tímida,la de dos personas que se reconocen en medio de unas circunstancias tristísimas.

—¿La Joven Prudente? —dije.—Sí, eso es lo que nos pareces. —De nuevo volvió al presente de indicativo,

como si Deverne estuviera en casa y siguiera vivo o ella no pudiera arrancarsede él más que en algunos conceptos—. ¿No te habrá molestado, por favor,espero? Pero siéntate.

—No, cómo va a molestarme, yo también los llamaba a ustedes algo,mentalmente. —No era que no quisiera tutearla a mi vez, sino que no me atrevíaa hacerlo con el marido, y en esa frase había vuelto a incluirlo. Tampoco puedeuno referirse por el nombre de pila a un muerto al que no ha conocido. O nodebe, hoy nadie observa estos matices, todo el mundo se toma confianzas—.Ahora no puedo quedarme, cuánto lo siento, tengo que entrar al trabajo. —Volvía mirar el reloj maquinalmente o para corroborar mi prisa, sabía bien qué horaera.

—Claro. Si quieres quedamos más tarde, pásate por casa, ¿a qué hora sales?¿En qué trabajas? ¿Y cómo nos llamabas? —Me tenía aún la mano en el hombro,no noté conminación, más bien ruego. Un ruego superficial, eso sí, del momento.Si le decía que no, probablemente a la tarde ya se habría olvidado de nuestroencuentro.

No contesté a su penúltima pregunta —no había tiempo— y menos aún a laúltima: decirle que para mí eran la Pareja Perfecta podría haberle añadido dolory amargura, al fin y al cabo iba a quedarse sola de nuevo, en cuanto y o mefuera. Pero le dije que sí, que me pasaría a la salida del trabajo si le venía bien, a

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media tarde, hacia las seis y media o las siete. Le pregunté las señas, me las dio,era bastante cerca. Me despedí posando mi mano en la suy a un instante, la queme tocaba el hombro, y aproveché el contacto para apretársela y retirárselaluego, ambas cosas suavemente, parecía agradecer que lo hubiera, algúncontacto. Ya me disponía a cruzar la calle cuando caí en la cuenta. Tuve quevolver sobre mis pasos.

—Qué tonta soy, se me había olvidado —le dije—. No sé cómo te llamas.Sólo entonces me enteré, su nombre no había aparecido en ningún periódico

y y o no había visto las esquelas.—Luisa Alday —me contestó—. Luisa Desvern —se corrigió. En España la

mujer no pierde el apellido de soltera al casarse, me pregunté si habría decididollamarse ahora así, como un acto de lealtad u homenaje—. Bueno, sí, LuisaAlday —rectificó, repitió. Seguro que se había pensado así siempre—. Has hechobien en acordarte, porque en el portal no figura Miguel, sólo yo. —Se quedópensativa y añadió—: Era una precaución suy a, su apellido se asocia a negocios.Mira de lo que ha servido.

—Lo más extraño de todo es que me ha cambiado el pensamiento —me dijotambién aquella tarde o cuando ya se hizo de noche en el salón de su casa, Luisasentada en el sofá y y o en una butaca cercana, le había aceptado un oporto, queera lo que había decidido tomar ella; lo bebía a sorbos pequeños pero frecuentes,se había ido sirviendo y y a llevaba tres copitas, si no me equivocaba; sabía cómocruzar las piernas naturalmente, le quedaban elegantes siempre, ibaalternándolas, ahora la derecha encima, ahora la izquierda, ese día vestía falda ycalzaba zapatos escotados y acharolados negros de tacón bajo aunque muy fino,le daban un aspecto de norteamericana educada, las suelas eran en cambio muyclaras, casi blancas, como si fueran de zapatos sin estrenar, hacían contraste; devez en cuando entraban los niños o uno de ellos a contar o a preguntar o a dirimiralgo, veían la televisión en una habitación contigua, era como una extensión delsalón ya que carecía de puerta, Luisa me había explicado que tenían otro aparatoen la alcoba de la niña, pero ella prefería que no anduvieran lejos y poder oírlos,por si pasaba algo o se peleaban y también por la compañía, es decir, losobligaba a estar al lado, si no a la vista sí al oído, al fin y al cabo no le impedíanconcentrarse porque le era imposible concentrarse en nada, a eso habíarenunciado para siempre, creía que sería para siempre, a leer un libro o ver unapelícula enteros, a preparar una clase de otro modo que no fuera a salto de matao en el taxi camino de la Facultad, y sólo lograba escuchar música a ratos, piezasbreves o canciones o un solo movimiento de una sonata, cualquier cosa larga lacansaba e impacientaba; alguna serie de televisión también seguía, los episodiosno duran mucho, se las compraba ahora en DVD para poder retroceder cuando

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se despistaba, le costaba mantener la atención, la mente se le iba a otros sitios, osiempre al mismo, a Miguel, a la última vez que lo había visto con vida quetambién era la última que yo lo había visto, al parquecito apacible de la Escuelade Ingenieros de la Castellana, junto al que lo habían apuñalado y apuñalado yapuñalado con una navaja tipo mariposa de las que por lo visto están prohibidas—. No sé, es como si tuviera otra cabeza, se me ocurren continuamente cosasque antes nunca habría pensado —decía con sincera extrañeza, los ojos muyabiertos, rascándose una rodilla con las y emas de los dedos como si le picara,seguramente era inquietud del ánimo tan sólo—. Como si fuera otra personadesde entonces, u otro tipo de persona, con una configuración mentaldesconocida y ajena, alguien dado a hacer asociaciones y a sobresaltarse conellas. Oigo la sirena de una ambulancia o de la policía o de los bomberos y piensoen quién se estará muriendo o quemando o a lo mejor asfixiando, y al instanteme viene la idea angustiosa de que cuantos oy eran la de los guardias que sepresentaron allí para detener al gorrilla, o la de la UVI móvil del Samur queasistió y recogió a Miguel en la calle, lo harían distraídamente o inclusosintiéndolas como un incordio, qué manera de pitar, y a sabes, lo quenormalmente nos decimos todos, qué exageración, vaya estrépito, seguro que noserá para tanto. Casi nunca nos preguntamos con qué desgracia concreta secorresponden, son un sonido familiar de la ciudad y además un sonido sincontenido específico, una mera molestia y a vacía o abstracta. Antes, cuando nohabía muchas ni pitaban tan fuerte, ni se sospechaba que los conductores lasutilizaran sin causa, para ir más rápido y que les abran paso, la gente se asomabaa los balcones para saber qué ocurría, e incluso confiaba en que se lo contaran losperiódicos del día siguiente. Ahora y a no nos asomamos nadie, esperamos a quese alejen y a que saquen de nuestro campo auditivo al enfermo, al accidentado,al herido, al casi muerto, para que así no nos conciernan ni nos pongan los nerviosde punta. Ahora y a he vuelto a no asomarme, pero durante las primeras semanastras la muerte de Miguel no podía evitar abalanzarme a un balcón o a unaventana e intentar divisar el coche de policía o la ambulancia para seguir surecorrido con la mirada hasta donde pudiera, pero la may or parte de las vecesuno no los ve desde la casa, sólo los oy e, de modo que lo dejé estar al pocotiempo, y sin embargo, cada vez que suena una, todavía interrumpo lo que estéhaciendo y estiro el cuello y escucho hasta que desaparece, las escucho como sifueran lamentos y ruegos, como si cada una dijera: ‘Por favor, soy un hombremuy grave que se debate entre la vida y la muerte y además no tengo culpa, nohe hecho nada para que me acuchillen, bajé de mi coche como tantos días y derepente noté un aguijón en la espalda, y luego otro y otro y otro en otras partesdel cuerpo y ni siquiera sé cuántos, me di cuenta de que sangraba por los cuatrocostados y de que me tocaba morirme sin haberme hecho a la idea ni habérmeloyo buscado. Déjenme pasar, se lo suplico, ustedes no llevan ni la mitad de prisa,

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y si hay una posibilidad de salvarme depende de que llegue a tiempo. Hoy es micumpleaños y mi mujer no sabe nada, aún me estará aguardando sentada en unrestaurante y dispuesta a celebrarlo, me debe de tener un regalo, una sorpresa,no permitan que me encuentre y a muerto’.

Luisa se detuvo y bebió otro sorbo de su copita, fue un gesto más maquinalque otra cosa, de hecho le quedaba sólo una gota. No tenía los ojos idos, sinoencendidos, como si las figuraciones, lejos de abstraerla, la pusieran alerta y ledieran momentánea fuerza y la hicieran sentirse más en el mundo real, aunquefuera un mundo real ya pasado. Yo no la conocía apenas, pero iba teniendo lasensación de que su presente le causaba tanto desconcierto que en él era muchomás vulnerable y lánguida que cuando se instalaba en el pasado, incluso en elinstante más doloroso y final del pasado, como acababa de hacer ahora. Sus ojoscastaños eran bonitos con aquel fulgor, rasgados, uno visiblemente más grandeque el otro sin que eso se los afeara en modo alguno, tenían intensidad y vivezamientras ella se ponía en el lugar de Desvern moribundo. Sin duda era una mujercasi guapa, hasta en medio de sus penalidades; cuánto más cuando se la veíaalegre, como y o la había visto tantas mañanas.

—Pero él no pudo pensar nada de eso, si no entendí mal lo que traía elperiódico —me atreví a apuntar. No sabía qué decir o no había que decir nada,pero tampoco me pareció adecuado permanecer callada.

—No, claro que no —me contestó con celeridad y un leve dejo de desafío—.No lo pudo pensar mientras lo trasladaban al hospital, porque para entonces y aestaba inconsciente y la conciencia no volvió a recobrarla. Pero sí quizá algoparecido, anticipándose, mientras aún lo estaban apuñalando. No dejo derepresentarme ese momento, esos segundos, los que durara el ataque hasta que élparara de defenderse y y a no se diera cuenta de nada, hasta que perdiera elsentido y ya no experimentara nada, ni desesperación ni dolor ni… —Buscó uninstante qué más podría haber experimentado justo antes de caer semimuerto—.Ni despedida. Yo jamás había pensado los pensamientos de nadie, lo que puedapensar otro, ni siquiera él, no es mi estilo, carezco de imaginación, mi cabeza noda para eso. Y ahora, en cambio, lo hago casi todo el rato. Ya te digo, se me haalterado el cerebro, y es como si no me reconociera; o a lo mejor, también seme ocurre, como si no me hubiera conocido durante toda mi vida anterior, ytampoco Miguel me hubiera conocido entonces: en realidad no habría podido yhabría estado fuera de su alcance, ¿no es extraño?, si la verdadera fuera esta queasocia cosas continuamente, cosas que hace unos meses me habrían parecidodispares e inasociables. Si soy la que soy a raíz de su muerte, para él he sidosiempre otra distinta, y habría seguido siendo la que ya no soy, indefinidamente,de haber continuado él con vida. No sé si me entiendes —añadió percatándose deque lo que explicaba era abstruso.

Para mí era casi un trabalenguas, pero más o menos se lo entendía. Pensé:

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‘Esta mujer está muy mal, y no es para menos. Su tristeza ha de ser inabarcable,y debe de pasarse el día y la noche dándole vueltas a lo sucedido, imaginándoselos últimos instantes conscientes de su marido, preguntándose qué pudo pensar,cuando seguramente no le dio tiempo más que a intentar esquivar los primerosnavajazos y a tratar de huir y de zafarse, no me parece probable que le dedicaraa ella un pensamiento ni tan siquiera medio, debió de estar sólo concentrado en suavistada muerte y en hacer el máximo por evitarla, y si algo más le cruzó por lamente hubo de ser su estupefacción y su incredulidad y su incomprensióninfinitas, pero qué está pasando y cómo es posible, qué hace este hombre y porqué me acuchilla, por qué me ha elegido a mí entre millones y con quién malditome confunde, no se da cuenta de que no soy y o el causante de sus males, y quéridículo, qué penoso y estúpido morir así, por una equivocación u obcecaciónajena, con esta violencia y a manos de un desconocido o de un personaje tansecundario en mi vida que no le había prestado atención apenas y solamente ainstancias suy as, por sus intromisiones y sus destemplanzas, por habérsenoshecho molesto y haber agredido a Pablo un día, un tipo con menos importanciaque el farmacéutico de la esquina o el camarero de la cafetería en la quedesay uno, alguien anecdótico, insignificante, como si me matara de pronto laJoven Prudente que también está allí todas las mañanas y con la que jamás hecruzado una palabra, personas que son sólo figurantes borrosos o presenciasmarginales, que habitan en un rincón o en el fondo oscurecido del cuadro y que sidesaparecen no echamos de menos ni casi nos percatamos, esto no puede estarsucediendo porque es demasiado absurdo y una mala suerte inconcebible, yencima no voy a poder contárselo a nadie, lo único que muy débilmente noscompensa de las may ores desgracias, uno no sabe nunca qué o quién adoptará eldisfraz o la forma de su muerte individual y única, siempre única aunque unodeje el mundo a la vez que otros muchos en una catástrofe masiva, pero tieneciertas previsiones, una enfermedad heredada, una epidemia, un accidente decoche, uno aéreo, el desgaste de un órgano, un atentado terrorista, underrumbamiento, un descarrilamiento, un infarto, un incendio, unos ladronesviolentos que irrumpen de noche en su casa tras haber planeado el asalto, inclusoalguien con quien el azar lo junta en un peligroso barrio en el que se adentró pordescuido nada más llegar a una ciudad aún no explorada, en lugares así me hevisto en mis viajes, sobre todo cuando era más joven y me desplazaba mucho yme arriesgaba, he notado que algo podía pasarme por imprudencia ydesconocimiento en Caracas y en Buenos Aires y en México, en Nueva York yen Moscú y en Hamburgo y hasta en la propia Madrid, pero no aquí sino en otrascalles más pendencieras o humilladas o sombrías, no en esta zona tranquila,luminosa y acomodada que es la mía más o menos y que me conozco al dedillo,no al bajarme de mi coche como tantos otros días, por qué hoy y no ay er nimañana, por qué hoy y por qué y o, podía haberle tocado a otro cualquiera y

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hasta al mismísimo Pablo fácilmente, que había tenido y a un altercado muchomás serio que el mío, si le hubiera puesto la denuncia cuando esta bestia le pegóel puñetazo, fui y o quien le aconsejó dejarlo, imbécil de mí, me daba lástimaeste hombre que ni sé cómo se llama y en cambio nos lo habríamos quitado deen medio, y yo tuve mi aviso ay er mismo ahora que lo pienso, fue ayer cuandome increpó y me negué a darle importancia y me apresuré a olvidarlo, deberíahaber temido y haber sido más cauteloso, no haber aparecido por su territoriodurante varios días o hasta que me hubiera quitado de su punto de mira, nohaberme puesto hoy a tiro de este demente furioso al que le ha dado porclavarme una y otra vez su navaja que además estará sucísima pero eso es y a lode menos, no hará falta una infección para mi muerte, me matan más rápido lapunta y el filo que hurgan y se retuercen en el interior de mi cuerpo, huele maltodo este hombre, está tan cerca, hará siglos que no se lava, no tendrá dónde,metido siempre en su automóvil abandonado, no me quiero morir con este olor,uno no elige, por qué ha de ser lo último con lo que me envuelva la tierra antes dedespedirme, eso y el olor a sangre que y a me invade, olor a hierro y de infancia,que es cuando más se sangra, es la mía, no puede ser otra, la suy a, y o no heherido a este loco, es muy fuerte y es nervioso y y o no he podido con él, notengo con qué rajarlo y él sí me ha abierto y traspasado la piel y la carne, porestos boquetes se me va la vida y me voy desangrando, cuántos van, nada hayque hacer, cuántos van, se me ha acabado’. Y a continuación pensé también:‘Pero él no pudo pensar nada de eso. O quizá sí, concentradamente’.

—No soy quién para darle consejos a nadie —le dije entonces a Luisa, tras miprolongado silencio—, pero creo que no deberías pensar tanto en lo que pasó porsu cabeza en aquellos momentos. Al fin y al cabo fueron muy breves, en elconjunto de su vida casi inexistentes, quizá no le diera tiempo a pensar nada. Notiene sentido que a ti te duren, en cambio, todos estos meses y quién sabe si más,qué ganas con ello. Y tampoco él gana nada. Por mucho que le des vueltas, loque no puedes conseguir es haberlo acompañado en aquellos momentos, ni habermuerto con él, ni en su lugar, ni salvarlo. Tú no estabas allí, tú no sabías, eso nopuedes cambiarlo aunque te esfuerces. —Me di cuenta de que había sido yoquien se había espaciado más rato en esos pensamientos prestados, bien esverdad que incitada o contagiada por ella, es muy aventurado meterse en lamente de alguien imaginariamente, luego cuesta salir a veces, supongo que poreso tan poca gente lo hace y casi todo el mundo lo evita y prefiere decirse: ‘Nosoy yo quien está ahí, a mí no me toca vivir lo que le pasa a este, y a santo dequé voy a añadirme sus padecimientos. Ese mal trago no es mío, cada cual bebalos suyos’—. Fuera lo que fuese, además, y a pasó, y a no es, y a no cuenta. Él yano lo está pensando ni está sucediendo.

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Luisa se llenó la copa de nuevo, eran muy pequeñas, y se llevó las manos alas mejillas, un gesto mitad pensativo y mitad sobrecogido. Tenía unas manosfuertes y largas, sin más adorno que su alianza. Con los codos apoy ados en losmuslos, pareció estrecharse o disminuirse. Habló un poco para sus adentros,como si cavilara en voz alta.

—Sí, esa es la idea que se suele tener. Que lo que ha cesado es menos graveque lo que está aconteciendo, y que la cesación debe aliviarnos. Que lo que hapasado debe dolernos menos que lo que está pasando, o que las cosas son másllevaderas cuando han terminado, por horribles que hayan sido. Pero esoequivale a creer que es menos grave alguien muerto que alguien que se estámuriendo, lo cual no tiene mucho sentido, ¿no te parece? Lo irremediable y lomás doloroso es que se haya muerto; y que el trance hay a acabado no significaque no pasara por él la persona. Cómo no va a tener uno presente ese trance, sifue lo último que compartió con nosotros, con los que continuamos vivos. Lo quesiguió a ese momento suy o está fuera de nuestro alcance, pero cuando tuvolugar, en cambio, todavía estábamos todos aquí, en la misma dimensión, él ynosotros, respirando el mismo aire. Coincidimos aún en el tiempo, o en el mundo.No sé, no sé explicarme. —Hizo una pausa y encendió un cigarrillo, era elprimero; los tenía a mano desde el principio pero no había alumbrado ningunohasta entonces, como si se hubiera desacostumbrado a fumar, quizá lo habíadejado una temporada y ahora había vuelto, o sólo a medias: los compraba peroprocuraba evitarlos—. Además nada pasa del todo, ahí están los sueños, losmuertos aparecen vivos en ellos y los vivos se nos mueren a veces. Yo sueñomuchas noches con ese momento, y entonces sí estoy presente, sí estoy allí, sí sé,estoy en el coche con él y nos bajamos los dos, y y o le aviso porque sé lo que vaa ocurrirle y aun así no puede escaparse. Bueno, y a sabes cómo van esas cosas,los sueños son al mismo tiempo confusos y precisos. Me los sacudo nada másdespertarme, y en pocos minutos se me desvanecen, se me olvidan los detalles;pero en seguida caigo en la cuenta de que el hecho permanece, de que es verdad,de que ha pasado, de que Miguel está muerto y de que lo mataron de maneraparecida a la que he soñado, aunque la escena del sueño se me haya diluido alinstante. —Se quedó parada, apagó el cigarrillo mediado, como si se hubieraextrañado de verse con uno en la mano—. ¿Sabes cuál es una de las cosaspeores? No poder enfadarme ni echarle la culpa a nadie. No poder odiar a nadiepese a haber tenido Miguel una muerte violenta, a haber sido asesinado en plenacalle. Si lo hubieran matado con un motivo, porque iban por él, sabiendo quiénera, porque alguien lo veía como un obstáculo o quería vengarse, qué sé yo, almenos para robarle. Si hubiera sido una víctima de ETA podría reunirme conotros familiares de víctimas y odiar todos juntos a los terroristas o incluso a todoslos vascos, cuanto más se pueda compartir y repartir el odio mejor, ¿verdad quesí?, mejor cuanto más amplio sea. Recuerdo que cuando era muy joven un novio

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mío me dejó por una chica canaria. No sólo la detesté a ella, sino que decidídetestar a todos los canarios. Un absurdo, una manía. Si en la televisión había unpartido en el que jugaban el Tenerife o el Las Palmas, deseaba que perdierancontra quien fuese, aunque a mí me dé bastante igual el fútbol y no lo estuvieraviendo, lo estaban viendo mi hermano o mi padre. Si había un concurso de missesde esos idiotas, deseaba que no ganaran las representantes canarias, y me llevabarabietas porque solían ganar, con frecuencia son muy guapas. —Y se rio de símisma con ganas, sin poder evitarlo. Lo que le hacía gracia se la hacía de veras,incluso en medio de su pesadumbre—. Hasta me prometí no volver a leer aGaldós: por madrileño que se hiciera, era canario de origen, y me lo prohibíterminantemente una larga temporada. —Y se rio de nuevo, ahora su risa fue y atan abierta que resultó contagiosa, y también y o reí la inquisitorial ocurrencia—.Son reacciones irracionales, pueriles, pero ay udan momentáneamente, traenalgo de variación al ánimo. Ahora ya no soy joven, y ni siquiera dispongo de eserecurso para pasar algún tramo del día furiosa, en vez de triste todo el rato.

—¿Y el gorrilla? —dije—. ¿No puedes odiarlo? ¿U odiar a todos losvagabundos?

—No —contestó sin pensárselo, es decir, como si ya lo hubiera considerado—. No he querido saber más de ese hombre, creo que se ha negado a declarar,que desde el primer instante se encerró en el mutismo y que ahí sigue, pero estáclaro que se confundió y que anda mal de la cabeza. Al parecer tiene dos hijasmetidas en la prostitución, dos hijas jóvenes, y le dio por pensar que Miguel yPablo, el chófer, tenían que ver en ello. Un disparate. Mató a Miguel como podíahaber matado a Pablo o a cualquier vecino de la zona al que hubiera enfilado.Supongo que también él necesitaba enemigos, alguien a quien echar la culpa desu desgracia. Lo que hace todo el mundo, por otra parte, las clases bajas comolas medias y las altas y los desclasados: nadie acepta ya que las cosas pasan aveces sin que haya un culpable, o que existe la mala suerte, o que las personas setuercen y se echan a perder y se buscan ellas solas la desdicha o la ruina. —‘Túmismo te has forjado tu ventura’, pensé recordando, citando a Cervantes, cuy aspalabras, en efecto, no se tienen y a en cuenta—. No, no puedo enfurecerme conquien lo mató por nada, con quien lo señaló por azar, como si dijéramos, eso es lomalo; con un loco, con un trastornado que en realidad no lo malquería a él por serél y que ni siquiera sabía su nombre, sino que lo vio como la encarnación de suinfortunio o el causante de su situación amarga. Bueno, qué sé y o lo que vio, nome importa, ni estoy en su cabeza ni quiero estarlo. A veces intentan hablarme deello mi hermano o el abogado o Javier, uno de los mejores amigos de Miguel,pero y o los paro y les digo que no deseo explicaciones más o menos hipotéticasni investigaciones a tientas, que lo que ha ocurrido es tan grave que el porqué meda lo mismo, sobre todo si es un porqué incomprensible, que no existe ni puedeexistir fuera de esa mente alucinada o enferma en la que no tengo por qué

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adentrarme. —Luisa hablaba bastante bien, con no escaso vocabulario y converbos que en el habla general son infrecuentes, como ‘malquerer’ o ‘adentrarse’;al fin y al cabo era profesora universitaria, de Filología Inglesa, me había dicho,enseñaba la lengua; por fuerza tenía que leer y traducir mucho—. Exagerando unpoco, ese hombre tiene para mí el mismo valor que una cornisa que se desprendey te cae en la cabeza justo cuando pasas debajo, podías no haber pasado en eseinstante: un minuto antes y ni te habrías enterado. O que una bala perdidaproveniente de una cacería, disparada por un inexperto o un imbécil, podías nohaber ido ese día al campo. O que un terremoto que te pilla en un viaje, podías nohaber ido a ese sitio. No, odiarlo no sirve, no consuela ni da fuerzas, no mereconforta esperar que lo condenen ni desear que se pudra en la cárcel. Tampocoes que le tenga lástima, claro, no puedo tenérsela. Lo que sea de él me esindiferente, a Miguel no me lo va a devolver nada ni nadie. Supongo que irá a unainstitución psiquiátrica, si es que aún existen, no sé qué se hace con losdesequilibrados que cometen delitos de sangre. Supongo que lo quitarán de lacirculación por ser un peligro y para evitar que repita lo que ha hecho. Pero nobusco su castigo, sería como caer en la estupidez de los ejércitos de antes, quearrestaban e incluso ejecutaban a un caballo que hubiera tirado a un oficial alsuelo ocasionándole la muerte, cuando el mundo era más ingenuo. Tampocopuedo tomarla con todos los mendigos y los sin techo. Me dan miedo ahora, esosí. Cuando veo a uno procuro alejarme o cruzar de acera, es un acto reflejojustificado, que me durará para siempre. Pero eso es algo distinto. Lo que nopuedo es dedicarme a odiarlos activamente, como sí podría odiar a unosempresarios rivales que le hubieran mandado a un sicario, no sé si sabes que esoes cada vez más común, también en España, individuos que hacen venir a unasesino de fuera, un colombiano, un serbio, un mexicano, para que quite de enmedio a quien les hace demasiada competencia y les impide expandirse, o unmero negocio. Traen a un tipo, hace su trabajo, le pagan y se larga, todo en undía o dos, nunca los encuentran, son discretos y profesionales, son asépticos y nodejan rastro, cuando se levanta el cadáver ellos y a están en el aeropuerto ovolando de regreso. Casi nunca hay manera de probar nada, menos aún quién loha contratado, quién lo ha inducido o le ha dado la orden. Si hubiera pasado algoasí, ni siquiera podría odiar mucho a ese sicario abstracto, le habría tocado a él lachina como podría haberle tocado a otro, al que estuviera libre; no habríaconocido a Miguel ni habría tenido nada en su contra, personalmente. Pero sí alos inductores, tendría la posibilidad de sospechar de unos y otros, de cualquiercompetidor o resentido o damnificado, todo empresario hace víctimas sin querero queriendo; y hasta de los colegas amigos, como leí el otro día una vez más, enel Covarrubias. —Luisa vio mi cara de conocimiento sólo vago—. ¿No loconoces? El Tesoro de la lengua castellana o española, fue el primer diccionario,de 1611, lo escribió Sebastián de Covarrubias. —Se levantó y trajo un voluminoso

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libro verde que tenía a mano y buscó entre sus páginas—. Tuve que consultar lapalabra ‘envidia’ para cotejar con la definición inglesa, y mira cómo termina lasuy a. —Y me ley ó en voz alta—. ‘Lo peor es que este veneno suele engendrarseen los pechos de los que nos son más amigos, y nosotros los tenemos por talesfiándonos dellos; y son más perjudiciales que los enemigos declarados.’ Y esesaber venía ya de más antiguo, porque mira lo que añade: ‘Esta materia es lugarcomún, y tratada de muchos; no es mi intento traspalar lo que otros han juntado.Quédese aquí’. —Y cerró el libro y volvió a sentarse, con él en el regazo,asomaban papelitos de no pocas de sus páginas—. Mi mente estaría ocupada enotra cosa, y no sólo en el lamento y en la añoranza. Lo añoro sin parar, ¿sabes?Lo añoro al despertarme y al acostarme y al soñar y todo el día en medio, escomo si lo llevara conmigo incesantemente, como si lo tuviera incorporado, enmi cuerpo. —Se miró los brazos, como si la cabeza de su marido reposara enellos—. Hay gente que me dice: ‘Quédate con los buenos recuerdos y no con elúltimo, piensa en lo mucho que os habéis querido, piensa en tantos momentosfantásticos que otros ni siquiera han conocido’. Es gente bienintencionada, que noalcanza a entender que todos los recuerdos están teñidos ahora por este final tristey sangriento. Cada vez que me acuerdo de algo bueno, al instante se me aparecela imagen última, la de su muerte gratuita y cruel, tan fácilmente evitable, tantonta. Sí, es lo que llevo peor: tan sin culpable y tan tonta. Y el recuerdo seenturbia y se hace malo. En realidad ya no me queda ninguno bueno. Todos meresultan ilusos. Todos se han contaminado.

Se quedó callada y miró hacia el cuarto contiguo en el que estaban los niños. Seoía la televisión de fondo, luego todo debía de estar en orden. Eran niños bieneducados, por lo que había visto, mucho más de lo que es la norma hoy en día.Curiosamente no me sorprendía ni me causaba violencia que Luisa me hablaracon tanta confianza, como si yo fuera una amiga. Tal vez no podía hablar de otracosa, y en los meses transcurridos desde la muerte de Deverne había agotadocon su estupefacción y sus cuitas a todos sus allegados, o le daba vergüenzainsistir sobre el mismo tema con ellos y se aprovechaba para desahogarse de lanovedad que yo suponía. Tal vez le daba lo mismo quién y o fuera, le bastaba contenerme como interlocutor no gastado, con quien podía empezar desde elprincipio. Es otro de los inconvenientes de padecer una desgracia: al que la sufrelos efectos le duran mucho más de lo que dura la paciencia de quienes semuestran dispuestos a escucharlo y acompañarlo, la incondicionalidad nunca esmuy larga si se tiñe de monotonía. Y así, tarde o temprano, la persona triste sequeda sola cuando aún no ha terminado su duelo o y a no se le consiente hablarmás de lo que todavía es su único mundo, porque ese mundo de congoja resultainsoportable y ahuy enta. Se da cuenta de que para los demás cualquier desdicha

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tiene fecha de caducidad social, de que nadie está hecho para la contemplaciónde la pena, de que ese espectáculo es tolerable tan sólo durante una brevetemporada, mientras en él hay aún conmoción y desgarro y cierta posibilidad deprotagonismo para los que miran y asisten, que se sienten imprescindibles,salvadores, útiles. Pero al comprobar que nada cambia y que la persona afectadano avanza ni emerge, se sienten rebajados y superfluos, lo toman casi como unaofensa y se apartan: ‘¿Acaso no le basto? ¿Cómo es que no sale del pozo,teniéndome a mí a su lado? ¿Por qué se empeña en su dolor, si ya ha pasadoalgún tiempo y yo le he dado distracción y consuelo? Si no puede levantar lacabeza, que se hunda o que desaparezca’. Y entonces el abatido hace esto último,se retrae, se ausenta, se esconde. Tal vez Luisa se aferró a mí aquella tardeporque conmigo podía ser la que aún era y no ocultarse: una viuda inconsolable,según la frase consagrada. Obsesionada, aburrida, doliente.

Miré y o hacia el cuarto de los niños, señalé en su dirección con la cabeza.—Deben de serte una ayuda, dentro de las circunstancias —dije—. Tenerte

que ocupar de ellos te obligará a levantarte cada mañana con algo de ánimo, aser fuerte y a aguantar el tipo, supongo. Saber que dependen de ti enteramente,más que antes. Serán una carga pero también un salvavidas forzoso, serán larazón para empezar cada día. ¿No? ¿O no? —añadí al ver que su rostro se nublabamás todavía y que su ojo grande se contraía, igualándose con el chico.

—No, es todo lo contrario —contestó respirando hondo, como si tuviera quehacer acopio de serenidad para decir lo que a continuación dijo—. Daríacualquier cosa por que no estuvieran ahora, por no tenerlos. Entiéndeme bien: noes que me arrepienta de pronto, su existencia me resulta vital y son lo que másquiero, más que a Miguel probablemente, o al menos me doy cuenta de que supérdida habría sido aún peor, la de cualquiera de los dos, ya me habría muerto.Pero ahora no puedo con ellos, me pesan demasiado. Ojalá me fuera posibleponerlos entre paréntesis, o hibernarlos, no sé, ponerlos a dormir y que no sedespertaran hasta nuevo aviso. Quisiera que me dejaran en paz, que no mepreguntaran ni me pidieran nada, que no tiraran de mí, que no se me colgarancomo lo hacen, pobres. Necesitaría estar a solas, no tener responsabilidades, nique hacer un sobreesfuerzo para el que no me siento capacitada, no pensar en sihan comido o se han abrigado o en si se han acatarrado y tienen fiebre. Quisierapoder quedarme en la cama todo el día, o estar a mi aire sin ocuparme de nada otan sólo de mí misma, y así recomponerme poco a poco, sin interferencias niobligaciones. Si es que alguna vez me recompongo, espero que sí, aunque no veocómo. Pero estoy tan debilitada que lo último que me hace falta son dos personasaún más débiles que y o a mi lado, que no pueden valerse por sí solas y quetodavía entienden menos que yo lo que ha ocurrido. Y que encima me dan pena,una pena inamovible y constante, que va más allá de las circunstancias. Lascircunstancias la acentúan, pero estaba ya ahí desde siempre.

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—¿Cómo constante? ¿Cómo más allá? ¿Cómo desde siempre?—¿Tú no tienes hijos? —me preguntó. Negué con la cabeza—. Los hijos dan

mucha alegría y todo eso que se dice, pero también dan mucha pena,permanentemente, y no creo que eso cambie ni siquiera cuando sean may ores,y eso se dice menos. Ves su perplej idad ante las cosas y eso da pena. Ves subuena voluntad, cuando tienen ganas de ay udar y de poner de su parte y nopueden, y eso te da también pena. Te la da su seriedad y te la dan sus bromaselementales y sus mentiras transparentes, te la dan sus desilusiones y también susilusiones, sus expectativas y sus pequeños chascos, su ingenuidad, suincomprensión, sus preguntas tan lógicas, y hasta su ocasional mala idea. Te la dapensar en cuánto les falta por aprender, y en el larguísimo recorrido al que seenfrentan y que nadie puede hacer por ellos, aunque llevemos siglos haciéndoloy no veamos la necesidad de que todo el que nace deba empezar otra vez desdeel principio. ¿Qué sentido tiene que cada uno pase por los mismos disgustos ydescubrimientos, más o menos, eternamente? Y claro, a ellos les ha tocadoademás algo infrecuente y que podían haberse ahorrado, una gran desgracia queno estaba prevista. No es normal que en nuestras sociedades le maten a uno alpadre, y la tristeza que ellos sienten me es una pena añadida. No soy yo sola laque ha sufrido una pérdida, ojalá lo fuera. Me corresponde a mí explicárselo, yni siquiera tengo una explicación que darles. Todo esto sobrepasa mis fuerzas. Noles puedo decir que ese hombre odiaba a su padre, ni que era un enemigo suy o, ysi les cuento que se volvió loco hasta el punto de matarlo, eso difícilmente loentienden. Carolina sí, más, pero Nicolás nada.

—Ya. ¿Y qué les has dicho? ¿Cómo lo llevan?—La verdad, en el fondo, más o menos, adaptada. Dudé si contarle nada al

niño, es muy pequeño, pero me dijeron que sería peor si se lo soltaban loscompañeros en el colegio. Como salió en la prensa, todo el mundo que nosconoce se enteró en seguida, e imagínate las versiones de críos de cuatro años,podían ser aún más truculentas y disparatadas que lo que sucedió realmente. Asíque les dije que ese hombre estaba muy furioso porque le habían quitado a sushijas, y que se confundió de persona y atacó a papá en vez de a quien se lashabía quitado. Me preguntaron que quién se las había quitado entonces, y lescontesté que no lo sabía, y que seguramente ese hombre tampoco lo sabía y quepor eso estaba así, buscando con quién enfadarse. Que no distinguía bien a laspersonas y que sospechaba de todo el mundo, y que por eso le había pegado aPablo otro día, crey endo que era él el responsable. Es curioso, eso sí loentendieron muy rápido, que alguien se pusiera furioso porque le hubieranrobado a sus hijas, e incluso ahora me preguntan a veces si se sabe algo de ellas osi han aparecido, como si fuera un cuento pendiente, supongo que se las imaginanniñas. Les dije que todo había sido mala suerte. Que era como un accidente,como cuando un coche atropella a un peatón o se cae un albañil de los que

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trabajan en los edificios. Que su padre no tenía ninguna culpa ni le había hechonada a nadie. El niño me preguntó si y a no iba a volver. Le contesté que no, queahora estaba muy lejos, como cuando se iba de viaje o más lejos, tanto queregresar no era posible, pero que desde allí donde estaba seguía viéndolos a ellosy cuidándolos. También se me ocurrió decirles, para que no fuera todo tandefinitivo de golpe, que yo podría hablar con él de tarde en tarde, y que siquerían algo de él, algo importante, que me lo transmitiesen y y o se locomunicaría. La niña no se crey ó esta parte, me parece, porque nunca me daningún mensaje, pero el niño sí, así que ahora me pide a veces que le cuente tal ocual cosa a su padre, tonterías del colegio que él vive como acontecimientos, y aldía siguiente me pregunta si y a se lo he dicho y qué ha respondido, o si se hapuesto contento al saber que y a juega al fútbol. Yo le contesto que aún no hehablado, que hay que esperar, que no es fácil establecer contacto, dejo pasarunos días y, si se acuerda e insiste, entonces me invento algo. Cada vez dejarépasar más tiempo hasta que se desacostumbre y se olvide, él apenas va arecordarlo a la larga. Creerá recordar, sobre todo, lo que su hermana y yo lecontemos. Carolina es más preocupante. Casi no lo menciona, está más seria ymás callada, y cuando le cuento a su hermano que su padre se ha reído al oír susocurrencias, por ejemplo, o que me ha encargado que le diga que no dé patadasa los otros niños sino sólo a la pelota, me mira con una especie de pena parecidaa la que ellos me inspiran, como si mis mentiras le dieran lástima, de manera quehay momentos en los que todos nos damos pena, ellos a mí y y o a ellos, o por lomenos a la niña. Me ven triste, me ven como no me habían visto nunca, aunquey o hago esfuerzos, no te creas, por no llorar y por que no se me note muchocuando estoy con ellos. Pero me lo han de notar, estoy segura. Sólo he lloradouna vez en su presencia. —Recordé la impresión que me había causado la niñacuando los había observado a los tres por la mañana en la terraza: cómo prestabaatención a la madre y casi velaba por ella, dentro de sus posibilidades; y la fugazcaricia en la mejilla que le había hecho al despedirse—. Y además temen por mí—añadió Luisa sirviéndose otra copita con un suspiro. Hacía rato que no bebía, sehabía frenado, quizá era de esas personas que saben pararse a tiempo o quedosifican hasta los excesos, que bordean los peligros pero nunca caen en ellos, nisiquiera cuando sienten que y a no tienen qué perder y les da todo lo mismo. Eraindudable que estaba muy desesperada, pero no lograba imaginármela en plenoabandono, de ningún tipo: ni emborrachándose bestialmente ni descuidando a losniños ni dándose a la droga ni faltando al trabajo ni entregándose a un hombretras otro (eso más adelante) para olvidarse del que le importaba; era como sihubiera en ella un último resorte de sensatez, o de sentido del deber, o deserenidad, o de preservación, o de pragmatismo, no sabía bien lo que era. Yentonces lo vi claro: ‘Saldrá de esta’, pensé, ‘se recuperará antes de lo que cree,le parecerá irreal cuanto ha vivido estos meses y hasta volverá a casarse, tal vez

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con un hombre tan perfecto como Desvern, o con el que al menos volverá aformar una pareja parecida, es decir, casi perfecta’—. Han descubierto que lagente se muere, y que se mueren quienes les parecían a ellos más indestructibles,los padres. Ya no es una pesadilla, y Carolina había empezado a tenerlas, está enla edad: y a soñaba alguna noche que me moría y o o que se moría su padre, antesde que pasara nada. Nos había llamado desde su cuarto en mitad de la noche,angustiada, y nosotros la habíamos convencido de que eso era imposible. Ha vistoque nos equivocábamos o quizá que le mentíamos; que tenía motivos para temer,que lo que se le había representado en sueños se ha cumplido. No me lo hareprochado a las claras, pero al día siguiente de que Miguel fuera enterrado y yano hubiera vuelta de hoja ni nada más que hacer sino seguir viviendo sin él, medijo dos veces, como cargada de razón: ‘¿Lo ves? ¿Lo ves?’. Y yo le pregunté sincomprender: ‘¿Qué es lo que tengo que ver, cielo?’. Estaba demasiado aturdidapara comprender. Entonces ella se replegó, y ha seguido haciéndolo desde aquelmomento: ‘Nada, nada. Que papá y a no está en casa, ¿no lo ves?’, me contestó.Me faltaron las fuerzas y me senté en el borde de la cama, estábamos en mihabitación. ‘Claro que lo veo, cariño’, le dije, y se me saltaron las lágrimas. Nome había visto llorar y le di pena, desde entonces se la doy. Se acercó y empezóa secármelas con su vestido. En cuanto a Nicolás, lo ha descubierto demasiadopronto, sin ni siquiera poderlo soñar y temer antes, cuando aún no teníaconciencia de la muerte, y o creo que ni se ha enterado bien de en qué consiste,aunque se va dando cuenta de que eso significa que las personas dejen de estar,que ya no se las vea nunca más. Y si su padre ha muerto y ha desaparecido deun día a otro; aún peor, si a su padre lo han matado de golpe y ha dejado deexistir sin aviso, si ha resultado tan frágil como para caer abatido a la primeraembestida de un desgraciado, ¿cómo no van a pensar que lo mismo puedesucederme a mí cualquier día, a la que ven menos fuerte? Sí, temen por mí,temen que me pase algo malo y que los deje solos del todo, me miran conaprensión, como si fuera y o quien estuviera en riesgo y desprotegida, más queellos. En el niño es algo instintivo, en la niña es muy consciente. Noto cómo miraa mi alrededor cuando estamos en la calle, cómo se pone alerta ante cualquierdesconocido, o más bien ante cualquier hombre desconocido. La tranquiliza queesté acompañada, de gente amiga o de mujeres. Ahora hace rato que estádespreocupada, porque estoy en casa y porque estoy contigo, y a ves que noentra a vigilar con pretextos ni a dar la lata. Aunque acabe de conocerte, leinspiras confianza, eres mujer y no te ve como un peligro. Al contrario, te vecomo un escudo, una defensa. Eso me preocupa un poco, que les coja miedo alos hombres, que se ponga en guardia y nerviosa ante ellos, ante los que noconoce. Espero que se le pase, no se puede ir por la vida temiendo a la mitad dela especie.

—¿Saben cómo murió exactamente su padre? Quiero decir —dudé, no supe si

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volver a traerlo—, la navaja.—No, y o no entré nunca en detalles, sólo les dije que lo había atacado ese

individuo, no les he contado nunca el modo. Pero Carolina sí debe saberlo, estoysegura de que leyó algún periódico y de que sus compañeros se lo comentaronimpresionados. La idea le ha de dar tal espanto que jamás me ha hechopreguntas ni se ha referido a ello. Es como si las dos estuviéramos tácitamente deacuerdo en no hablar de eso, en no recordarlo, en borrar de la muerte de Miguelese elemento (el elemento clave, el que se la produjo), para que pueda quedarcomo un hecho aislado y aséptico. Es lo que todo el mundo hace con sus muertos,por otra parte. Intenta olvidar el cómo, se queda con la imagen del vivo y siacaso con la del muerto, pero evita pensar en la frontera, en el tránsito, en laagonía, en la causa. Alguien está ahora vivo y después está muerto, y en medionada, como si se pasara sin transición ni motivo de un estado a otro. Pero y o aúnno puedo evitarlo y es lo que no me deja vivir ni empezar a recuperarme, en elsupuesto de que hay a recuperación para esto. —‘La habrá, la habrá’, volví apensar, ‘antes de lo que crees. Y así te lo deseo, pobre Luisa, con toda mialma’—. Con Carolina sí puedo hacerlo, le conviene a ella y eso me basta.Cuando estoy a solas, en cambio, no me es posible, sobre todo a estas horas,cuando y a no es de día ni tampoco es aún de noche. Pienso en esa navajaentrando y en lo que Miguel debió de sentir, y en si le dio tiempo a pensar algo, sipensó que se moría. Entonces me desespero y me pongo enferma. Y no es unamanera de hablar: me pongo literalmente enferma. Y me duele todo el cuerpo.

Sonó el timbre y, sin imaginar quién sería, supe que la conversación y mi visitahabían tocado a su fin. Luisa no había inquirido nada acerca de mí, ni siquierahabía vuelto a las preguntas que me había hecho en la terraza por la mañana, enqué trabajaba y qué nombre les ponía mentalmente a Deverne y a ella cuandolos observaba en el desay uno común. No estaba aún para curiosidades, no estabapara interesarse por nadie ni para asomarse a otras vidas, la suya la consumía yse le llevaba todas las fuerzas y la concentración, probablemente también laimaginación. Yo no era más que un oído sobre el que verter su desgracia y suspensamientos tenaces, un oído virgen pero intercambiable, o quizá no del todo,esto último: al igual que a la niña, le debía de inspirar confianza y familiaridad, yacaso no se habría sincerado de la misma forma con cualquiera, no concualquiera. Al fin y al cabo y o había visto a su marido muchas veces y por tantole ponía rostro a su pérdida, conocía la ausencia que era causa de su desolación,la figura desaparecida de su campo visual, un día tras otro y otro más y otro más,y así monótona e irremediablemente hasta el final. En cierto sentido y o era ‘deantes’, luego capaz de echar también en falta al difunto a mi modo, aunque losdos hubieran hecho siempre caso omiso de mí y Desvern se viera obligado ya a

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hacerlo durante toda la eternidad, yo llegaba demasiado tarde para él, nuncasería más que la Joven Prudente en quien se había fijado muy poco y tan sólo derefilón. ‘Es su muerte, sin embargo, lo que me permite estar aquí’, penséextrañada. ‘De no haberse producido y o no estaría en su casa, porque esta era sucasa, aquí vivió y este era su salón y quizá ahora ocupo el lugar en el que tomabaasiento, de aquí salió la mañana última en que y o lo vi, la última en que tambiénlo vio su mujer.’ Era seguro que a ella yo le caía bien, y que me percibía a sufavor, compasiva y apenada; notaría vagamente que en otras circunstanciaspodríamos haber sido amigas. Pero ahora estaba como en el interior de un globo,habladora pero en el fondo aislada y ajena a todo lo exterior, y ese globo tardaríamucho en pincharse. Sólo entonces me podría ver de veras, sólo entonces dejaríade ser aquella Joven Prudente de la cafetería. Si en aquellos momentos le hubierapreguntado cómo me llamaba, probablemente no lo habría recordado, o si acasosólo el nombre pero no el apellido. Tampoco sabía si nos volveríamos a ver, sihabría más ocasión: cuando saliera de allí me perdería en una nebulosa.

No esperó a que contestara el servicio, había al menos una criada, que fuequien me contestó a mí al llegar. Se levantó y fue hasta la entrada y descolgó eltelefonillo. Le oí decir ‘¿Sí?’ y después ‘Hola. Te abro’. Era alguien bien conocido,que ella esperaba o que solía pasarse a diario sobre aquella hora, no hubo elmenor tono de sorpresa ni de emoción en su voz, hasta podía ser el chico de losultramarinos que venía con un pedido. Aguardó con la puerta abierta a que elvisitante recorriera el tramo de jardín que separaba el portal de la calle de lacasa propiamente dicha, vivía en una especie de chalet u hotelito, de los que hayvarias colonias en zonas céntricas de Madrid, no sólo en El Viso, también aespaldas de la Castellana y en Fuente del Berro y en otros sitios, milagrosamenteescondidas del monstruoso tráfico y del perpetuo caos general. Me di cuentaentonces de que en realidad tampoco me había hablado de Deverne. No lo habíaevocado, ni había descrito su carácter o manera de ser, no había dicho cuántoechaba de menos tal o cual rasgo suy o o tal o cual costumbre común, o cómo lamortificaba que hubiera dejado de vivir —por ejemplo— alguien que disfrutabatanto de la vida, la impresión que y o tenía respecto a él. Me percaté de que nosabía más de aquel hombre que antes de entrar. Hasta cierto punto era como si sumuerte anómala hubiera oscurecido o borrado todo lo demás, eso ocurre a veces:el final de alguien es tan inesperado o tan doloroso, tan llamativo o tan prematuroo tan trágico —en ocasiones tan pintoresco o ridículo, o tan siniestro—, queresulta imposible referirse a esa persona sin que de inmediato la engulla ocontamine ese final, sin que su aparatosa forma de morir tizne toda su existenciaprevia y en cierto modo la prive de ella, algo de lo más injusto. La muertechillona se hace tan predominante en el conjunto de la figura que la sufrió, quecuesta mucho recordarla sin que sobre el recuerdo se cierna al instante ese datoúltimo anulador, o pensarla de nuevo en los largos tiempos en que nadie

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sospechaba que pudiera ir a caerle tan abrupto o pesado telón. Todo se ve a la luzde ese desenlace, o, mejor dicho, la luz de ese desenlace es tan fuerte ycegadora que impide recuperar lo anterior y sonreír en la rememoración o elensueño, y podría decirse que quienes así mueren, mueren más profunda ycabalmente, o quizá es doblemente, en la realidad y en la memoria de los demás,porque ésta es una memoria para siempre deslumbrada por el hecho estúpidoclausurador, amargada y distorsionada y también acaso envenenada.

Podía ser, asimismo, que Luisa se encontrara todavía en la fase del egoísmoextremo, esto es, que sólo fuera capaz de mirar su propia desgracia y no tanto lade Desvern, pese a la preocupación expresada por su momento postrero, el queél tuvo que comprender que era de adiós. El mundo es tan de los vivos, y tanpoco en verdad de los muertos —aunque permanezcan en la tierra todos y sinduda sean muchos más—, que aquéllos tienden a pensar que la muerte de alguienquerido es algo que les ha pasado a ellos más que al difunto, que es a quien deverdad le pasó. Es él quien hubo de despedirse, casi siempre contra su voluntad,es él quien se perdió cuanto estaba por venir (quien ya no vio crecer y cambiar asus hijos, por ejemplo, en el caso de Deverne), quien tuvo que renunciar a suafán de saber o a su curiosidad, quien dejó proyectos sin cumplir y palabras sinpronunciar para las que siempre crey ó que habría tiempo más tarde, quien y a nopudo asistir; es él, si era autor, quien no pudo completar un libro o una película oun cuadro o una composición, o quien no pudo terminar de leer lo primero o dever lo segundo o de escuchar lo cuarto, si era sólo receptor. Basta con echar unvistazo a la habitación del desaparecido para darse cuenta de cuánto ha quedadointerrumpido y en vacuo, de cuánto pasa en un instante a resultar inservible y sinfunción: sí, la novela con su señal que ya no avanzará más páginas, pero tambiénlos medicamentos que de repente se tornan lo más superfluo de todo y que prontohabrá que tirar, o la almohada y el colchón especiales sobre los que la cabeza yel cuerpo y a no van a reposar; el vaso de agua al que no dará ni un sorbo más, yel paquete de cigarrillos prohibidos al que restaban sólo tres, y los bombones quese le compraban y que nadie osará acabarse, como si hacerlo pareciera un roboo supusiera una profanación; las gafas que a nadie más servirán y las ropasexpectantes que permanecerán en su armario durante días o durante años, hastaque se atreva alguien a descolgarlas, bien armado de valor; las plantas que ladesaparecida cuidaba y regaba con esmero, quizá nadie querrá hacerse cargo, yla crema que se aplicaba de noche, las huellas de sus dedos suaves se verán aúnen el tarro; sí querrá alguien heredar y llevarse el telescopio con el que seentretenía observando a las cigüeñas que anidaban sobre una torre a distancia,pero lo utilizará para quién sabe qué, y la ventana por la que miraba cuandohacía un alto en el trabajo se quedará sin contemplador, o lo que es decir sinvisión; la agenda en la que apuntaba sus citas y sus quehaceres no recorrerá niuna hoja más, y el día último carecerá de la anotación final, la que solía

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significar: ‘Ya he cumplido por hoy ’. Todos los objetos que hablaban se quedanmudos y sin sentido, es como si les cayera un manto que los aquieta y acallahaciéndoles creer que la noche ha llegado, o como si también ellos lamentaran lapérdida de su dueño y se retrajeran instantáneamente con una extrañaconciencia de su desempleo o inutilidad, y se preguntaran a coro: ‘¿Y ahora quéhacemos aquí? Nos toca ser retirados. Ya no tenemos amo. Nos esperan el exilioo la basura. Se nos ha acabado la misión’. Tal vez todas las cosas de Desvern sehubieran sentido así meses atrás. Luisa no era una cosa. Luisa, por tanto, no.

Llegaron dos personas, aunque ella había dicho ‘Te abro’, en singular. Oí la voz dela primera, a la que había saludado, que le anunciaba a la segunda, obviamenteimprevista: ‘Hola, te traigo al Profesor Rico para no dejarlo tirado en la calle.Tiene que hacer tiempo hasta la hora de cenar. Ha quedado por esta zona y no lequeda margen para regresar a su hotel y volver. No te importa, ¿verdad?’. Y acontinuación los presentó: ‘El Profesor Francisco Rico, Luisa Alday ’. ‘Claro queno, es un honor’, oí la voz de Luisa. ‘Tengo visita, pasad, pasad. ¿Qué queréistomar?’

La cara del Profesor Rico la conocía bien, ha salido numerosas veces en latelevisión y en la prensa, con su boca muelle, su calva limpia y muy bienllevada, sus gafas un poco grandes, su elegancia negligente —algo inglesa, algoitaliana—, su tono desdeñoso y su actitud entre indolente y mordaz, quizá unaforma de disimular una melancolía de fondo que se le nota en la mirada, como sifuera un hombre que, sintiéndose y a pasado, deplorara tener que tratar todavíacon sus contemporáneos, ignorantes y triviales en su may oría, y al mismotiempo lamentara anticipadamente verse obligado a dejar de tratarlos un día —tratarlos sería también un descanso—, cuando por fin su sentimiento coincidieracon la realidad. Lo primero que hizo fue rebatir lo que su acompañante habíadicho:

—Mira, Díaz-Varela, y o nunca estoy tirado en la calle aunque me encuentreen la calle sin saber efectivamente qué hacer, cosa que me pasa con frecuencia,por lo demás. A menudo salgo en Sant Cugat, donde vivo —y esta aclaración nosla dirigió con sendas miradas oblicuas a Luisa y a mí, que aún no había sidopresentada—, y de repente me doy cuenta de que no sé para qué he salido. O meacerco hasta Barcelona y una vez allí no recuerdo el motivo de midesplazamiento. Entonces me quedo quieto un buen rato, no vagabundeo ni doypasitos en el sitio, hasta que me viene a la memoria el propósito. Pues bien, nisiquiera en esas ocasiones estoy tirado en la calle, de hecho soy una de las pocaspersonas que saben estar en la calle inactivas y desconcertadas sin causar esaimpresión. Sé perfectamente que la impresión que doy es, por el contrario, la deestar muy concentrado: como si dijéramos, siempre al borde de hacer un

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descubrimiento crucial o de completar en mi mente un soneto de alto nivel. Sialgún conocido me divisa en esas circunstancias, ni siquiera se atreve asaludarme aunque me vea solo y quieto en mitad de la acera (nunca me apoyoen la pared, eso sí da la sensación de que a uno le han dado un plantón), portemor a interrumpir un razonamiento exigente o una honda meditación. Tampocoestoy nunca expuesto a ningún atropello, porque mi aire severo y absorto disuadea los maleantes. Perciben que soy un individuo con mis facultades intelectivasalerta y en pleno funcionamiento (a tope, en lenguaje vulgar), y no osan meterseconmigo. Notan que sería peligroso para ellos, que reaccionaría con inusitadasviolencia y celeridad. He dicho.

A Luisa se le escapó una risa y creo que a mí también. Que ella pasara tanrápidamente de las angustias que me había relatado a sentirse divertida poralguien que acababa de conocer me hizo pensar de nuevo que tenía una enormecapacidad para disfrutar y —cómo decirlo— ser cotidiana o momentáneamentefeliz. No hay mucha, pero hay gente así, personas que se impacientan y aburrenen la desdicha y con las que ésta tiene poco futuro, aunque durante unatemporada se hay a cebado en ellas, a todas luces y objetivamente. Por lo quehabía visto de él, Desvern debía de ser también así, y se me ocurrió que, dehaber muerto Luisa y haber continuado él con vida, era probable que hubieratenido una reacción parecida a la de su mujer ahora. (‘Si él siguiera vivo, viudo,y o no estaría aquí’, pensé). Sí, hay quienes no soportan la desgracia. No porquesean frívolos ni cabezas huecas. La padecen cuando les llega, claro está,seguramente como el que más. Pero están abocados a sacudírsela pronto y sinponer gran empeño, por una especie de incompatibilidad. Está en su naturalezaser ligeros y risueños y no ven prestigio en el sufrimiento, a diferencia de lamay or parte de la pesada humanidad, y nuestra naturaleza nos da alcancesiempre, porque casi nada la puede torcer ni quebrar. Tal vez Luisa era unmecanismo sencillo: lloraba cuando la hacían llorar y reía cuando la hacían reír,y lo uno podía seguir a lo otro sin solución de continuidad, ella respondía alestímulo que tocara. La sencillez no está reñida con la inteligencia, eso además.No me cabía duda de que ella poseía esta última. Su falta de malicia y su risapronta no se la menoscababan en absoluto, son cosas que no dependen de ellasino del carácter, que es otra categoría y otra esfera.

El Profesor Rico vestía una bonita chaqueta de color verde nazi y llevaba lacorbata algo aflojada con despreocupación, una corbata más intensa y luminosa—verde sandía, quizá— sobre una camisa marfil. Iba bien entonado sin quepareciera haber mediado estudio en la acertada combinación, pese al pañueloverde trébol que le asomaba del bolsillo de la pechera, quizá ese era un verde demás.

—Pero te atracaron una vez aquí en Madrid, Profesor —protestó el llamadoDíaz-Varela—. Hace muchos años, pero lo recuerdo muy bien. En plena Gran

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Vía, nada más sacar dinero de un cajero automático, ¿a que fue así?Al Profesor no le sentó bien este recordatorio. Sacó un cigarrillo y lo

encendió, como si hacerlo sin consultar fuera hoy tan normal como cuarentaaños atrás. Luisa le alcanzó en seguida un cenicero, que él cogió con la otramano. Con las dos ocupadas, abrió los brazos casi en cruz y dijo como un oradoragobiado por la falacia o por la estupidez:

—Eso fue completamente distinto. No tuvo nada que ver.—¿Por qué? Estabas en la calle y el maleante no te respetó.El Profesor hizo un gesto condescendiente con la mano en la que sostenía el

cigarrillo, y al hacerlo se le cay ó. Lo miró en el suelo con desagrado ycuriosidad, como si fuera una cucaracha andante que no era de suresponsabilidad, y esperara que alguien la recogiera o la matara de un pisotón yla apartara de un puntapié. Al no inclinarse nadie, echó mano de su cajetilla parasacar otro pitillo. No parecía importarle que el caído pudiera quemar la madera,debía de ser de esos hombres para los que nada es grave y que suponen siempreque otros lo pondrán todo en su sitio y arreglarán los desperfectos. No lo esperanpor señoritismo ni por desconsideración, es sólo que su cabeza no registra lascosas prácticas, o el mundo a su alrededor. Los niños de Luisa se habían asomadoal oír el timbre, ahora y a se habían colado en el salón para observar a las visitas.Fue el niño el que corrió a coger el cigarrillo del suelo, y antes de que lo tocara sumadre se anticipó y lo apagó en el cenicero que había utilizado antes, para lossuy os también sin consumir. Rico encendió el segundo y contestó. Ni él ni Díaz-Varela estaban muy dispuestos a interrumpir su discusión, tenerlos delante eracomo asistir a una función teatral, como si dos actores hubieran entrado enescena y a hablando e hicieran caso omiso del público de la sala, como por otraparte sería su deber.

—Primero: estaba de espaldas a la calle, es decir, en esa indigna posición a laque obligan los cajeros y que no es otra que cara a la pared, luego mi miradadisuasoria resultaba invisible para el atracador. Segundo: estaba ocupadotecleando demasiadas respuestas a demasiadas preguntas ociosas. Tercero: a lapregunta de en qué idioma quería comunicarme con la máquina, habíacontestado que en italiano (la costumbre de mis muchos viajes a Italia, me pasomedia vida allí), y estaba distraído memorizando los crasos errores ortográficosy gramaticales que aparecían en la pantalla, aquello estaba programado por unfarsante con un italiano camelo. Cuarto: llevaba todo el día en danza con gente yno me había quedado más remedio que tomarme unas cuantas copasescalonadas en diferentes lugares; mi alerta no es la misma en esascircunstancias, fatigado y con una pizca de embriaguez, como no lo es la denadie. Quinto: llegaba tarde a una cita y a tardía de por sí y lo hice tododescentrado y con aturullamiento, temía que la persona que me aguardabaimpaciente se desesperara y se largara del local en el que íbamos a

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reencontrarnos, y a me había costado convencerla de que prolongara su nochepara vernos a solas; ojo, tan sólo para departir. Sexto: por todo esto, elprimerísimo aviso de que me iban a atracar fue notar, con los billetes y a en lamano pero todavía no en el bolsillo, la punta de una navaja en la región lumbar,con la que el individuo hizo presión y de hecho llegó a pinchar un poquito: cuandoal final de la noche me desnudé en el hotel, tenía un punto de sangre aquí. Aquí.—Y, apartándose los faldones de la chaqueta, se tocó rápidamente en algún sitiopor encima del cinturón, tan rápidamente que ninguno de los presentes, sin duda,pudo precisar cuál era ese lugar—. Quien no hay a experimentado la sensaciónde ese leve pinchazo, ahí o en cualquier otra zona vital, con la conciencia de queno hay más que empujar para que esa punta se adentre en la carne sin oposición,no puede saber que lo único que cabe ante ella es entregar lo que se le pida a uno,lo que sea, y el sujeto se limitó a decir: ‘Venga eso p’acá’. Uno siente unhormigueo insoportable en las ingles, curiosamente, que desde allí se extiende atodo el cuerpo. Pero el origen no está donde se lo amenaza a uno, sino aquí. Aquí.—Y se señaló las dos ingles con sus dos dedos corazón, a la vez. Por fortuna no sellegó a tocar—. Ojo: no es en los huevos, es en las ingles, no tiene nada que ver,aunque la gente se confunda y por eso utilice la expresión ‘Se me pusieron aquí’,señalándose la garganta —y se la tocó con el índice y el pulgar—, porque elhormigueo se extiende hasta arriba. Bien, como sabe todo el mundo desde que ladébil rueda del mundo se echó a girar, eso es una emboscada o un ataque atraición, contra los cuales, y esa es su condición, es imposible prevenirse ni casidefenderse. He dicho. ¿O quieres que siga con la enumeración? Porque no mecuesta nada seguir, por lo menos hasta diez. —Y al ver que Díaz-Varela no lerespondía, pensó que la discusión quedaba zanjada por apabullamiento, miró porprimera vez a su alrededor y reparó en mí, en los niños y casi en Luisa también,aunque ella y a lo había saludado. Realmente no debía de habernos visto conconcreción, de otro modo se habría abstenido, y o creo, de emplear la palabra‘huevos’, más que nada por los menores—. A ver, ¿a quién hay que conocer aquí?—añadió con desenfado.

Me di cuenta de que Díaz-Varela se había callado y puesto serio por la mismarazón por la que Luisa dio tres pasos hasta el sofá y se tuvo que sentar sin antesinvitar a los dos hombres a hacerlo, como si le hubieran flaqueado las piernas yno se pudiera en verdad sostener. De la risa espontánea de hacía un momentohabía pasado a una expresión de aflicción, la mirada enturbiada y la tezpalidecida. Sí, debía de ser un mecanismo muy sencillo. Se llevó la mano a lafrente y bajó los ojos, temí que fuera a llorar. El Profesor Rico no tenía por quésaber lo que le había sucedido hacía unos meses y cómo le había destrozado lavida una navaja que pinchó hasta la saciedad, quizá su amigo no se lo habíacontado —pero era extraño, las desgracias ajenas se cuentan casi sin querer—, osí y él lo había olvidado: decía su fama (que es mucha) que tendía a retener tan

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sólo la información remota, la de los muy pasados siglos en los que era unaautoridad mundial, y a oír lo reciente con mera tolerancia y desatención.Cualquier crimen, cualquier suceso medieval o del Siglo de Oro, le importabanmucho más que lo acontecido anteay er.

Díaz-Varela se acercó a Luisa con solicitud, le cogió las manos entre lassuy as y le murmuró:

—Ya está, y a está, no pasa nada. Lo siento de veras. No me he dado cuentade hacia dónde podía derivar esta tontería. —Y me pareció notarle el impulso deacariciarle la cara, como cuando se consuela a una criatura por la que se daría lavida; sin embargo lo reprimió.

Pero lo mismo que su murmullo me fue audible, también se lo fue alProfesor.

—¿Qué pasa? ¿Qué he dicho? ¿Es por la palabra ‘huevos’? Pues muytiquismiquis sois aquí. Podía haber utilizado una peor, al fin y al cabo ‘huevos’ esun eufemismo. Vulgar y gráfico y muy abusado, lo reconozco, pero no deja deser un eufemismo.

—¿Qué es tiquismiquis? ¿Qué son los huevos? —preguntó el niño, al que nohabía pasado inadvertido el gesto de señalarse las ingles del Profesor. Por fortunanadie le hizo caso ni le contestó.

Luisa se recompuso en seguida y cay ó en la cuenta de que no me habíapresentado aún. No recordaba mi apellido, en efecto, porque así como dijo losnombres completos de los dos hombres (‘El Profesor Francisco Rico; Javier Díaz-Varela’), de mí, como de los niños, sólo dijo el de pila, y luego añadió mi apodo amodo de compensación (‘Mi nueva amiga María; Miguel y yo la llamábamos laJoven Prudente cuando la veíamos casi todos los días a la hora de desayunar,pero hasta ahora no habíamos hablado’). Consideré oportuno subsanar su olvido(‘María Dolz’, precisé). Aquel Javier debía de ser el que ella había mencionadoun rato antes, refiriéndose a él como a ‘uno de los mejores amigos de Miguel’. Entodo caso era el hombre que y o había visto por la mañana al volante del antiguocoche de Deverne, el que había recogido a los niños en la cafetería para llevarlospresumiblemente al colegio, un poco tarde para lo habitual. No era el chófer, portanto, como y o había creído. Acaso Luisa se había imaginado obligada aprescindir de éste, cuando alguien se queda viudo siempre reduce gastos enprimera instancia, como un acto reflejo de encogimiento o de desamparo,aunque hay a heredado una fortuna. No sabía en qué situación económica habíaquedado ella, suponía que buena, pero era posible que se sintiera en precarioaunque no lo estuviera en modo alguno, el mundo entero parece tambalearse trasuna muerte importante, nada se ve sólido ni firme y el deudo más afectadotiende a preguntarse: ‘Para qué esto y para qué lo otro, para qué el dinero, o unnegocio y su urdimbre, para qué una casa y una biblioteca, para qué salir ytrabajar y hacer proy ectos, para qué tener hijos y para qué nada. Nada dura lo

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bastante porque todo se acaba, y una vez acabado resulta que nunca fue bastante,aunque durara cien años. A mí Miguel me ha durado sólo unos pocos, por quéhabría de durar nada de lo que dejó atrás y lo sobrevive. Ni el dinero ni la casa niy o ni los niños. Estamos todos en hueco y amenazados’. Y también hay unimpulso de acabamiento: ‘Quisiera estar donde está él, y el único ámbito en elque me consta que coincidiríamos es el pasado, el no ser y sin embargo habersido. Él ya es pasado y y o en cambio soy aún presente. Si fuera pasado, almenos me igualaría con él en eso, algo es algo, y no estaría en condiciones deecharlo de menos ni de recordarlo. Estaría a su mismo nivel en ese aspecto, o ensu dimensión, o en su tiempo, y y a no permanecería en este mundo precario quenos va quitando las costumbres. Nada más se nos quita si se nos quita de enmedio. Nada más se nos acaba si uno y a se ha acabado’.

Era varonil, calmado y bien parecido, aquel Javier Díaz-Varela. Aunque afeitadocon esmero, se le adivinaba la barba, una sombra levemente azulada, sobre todoa la altura del mentón enérgico, como de héroe de tebeo (según el ángulo ycomo le diera la luz, se le veía o no partido). Tenía pelo en el pecho, le asomabaun poco por la camisa con el botón superior abierto, no llevaba corbata, Desvernsiempre la llevaba, su amigo era algo más joven. Las facciones eran delicadas,con ojos rasgados de expresión miope o soñadora, pestañas bastante largas y unaboca carnosa y firme muy bien dibujada, tanto que sus labios parecían los de unamujer trasplantados a una cara de hombre, era muy difícil no fijarse en ellos,quiero decir apartarles la vista, eran como un imán para la mirada, tanto cuandohablaban como cuando estaban callados. Daban ganas de besárselos, o detocárselos, de bordear con el dedo sus líneas tan bien trazadas, como si se lashubiera hecho un pincel fino, y luego de palpar con la y ema lo rojo, a la vezprieto y mullido. Parecía además discreto, dejaba que el Profesor Rico peroraraa sus anchas sin tratar de hacerle la menor sombra (tampoco debía de resultareso factible, hacerle sombra). Sin duda tenía sentido del humor, porque habíasabido seguirle la corriente y hacerle de contrapunto con eficacia, dándole pie alucirse ante desconocidos o más bien desconocidas, se notaba en seguida que elProfesor era hombre coqueto, de los que tiran tejos teóricos a las mujeres en casicualquier circunstancia. Por teóricos quiero decir que carecen de verdaderopropósito, que no van destinados a conquistar a nadie de veras o en serio (no a míni a Luisa, en todo caso), sino a suscitar curiosidad por su persona, o a deslumbrarsi es posible, aunque no se vay a a volver a ver nunca a los deslumbrados. Díaz-Varela se divertía con su pueril pavoneo y le permitía espaciarse o lo incitaba aello, como si no temiera la competencia o tuviera un objetivo tan definido, y tanansiado, que no le cupiera duda de que antes o después iba a lograrlo, por encimade cualquier eventualidad o amenaza.

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No estuve allí mucho más rato, no pintaba nada en medio de aquella reunión,improvisada en lo que respectaba a Rico y probablemente consuetudinaria en lotocante a Díaz-Varela, daba la impresión de ser una presencia habitual o casicontinua en aquella casa o en aquella vida, la de Luisa viuda. Era la segunda vezque aparecía en un solo día, que y o supiera, y eso debía de ocurrir casi todos,porque al llegar con Rico los niños lo habían saludado con excesiva naturalidadray ana en la indiferencia, como si su visita al atardecer (un ‘dejarse caer’) fueraalgo descontado. Claro que también lo habían visto aquella mañana, y los treshabían hecho juntos un breve recorrido en coche. Era como si él estuviera más altanto de Luisa que nadie, más que su familia, sabía que por lo menos tenía unhermano, lo había mencionado en la misma frase que a Javier y a un abogado.Como a eso, como a un hermano sobrevenido o postizo, me pareció que lo veíaLuisa, alguien que va y viene y entra y sale, alguien que echa una mano con loscríos o con cualquier otra cosa cuando surge un imprevisto, con quien se puedecontar en casi cualquier ocasión y sin preguntarle antes y a quien se solicitaconsejo ante las vacilaciones como en un acto reflejo, que hace compañía sinque se lo note apenas, ni a él ni su compañía, que se presta y se ofrece siempreespontánea y gratuitamente, alguien que no necesita llamar para presentarse, yque de manera paulatina, inadvertida, acaba por compartir todo el territorio y porhacerse imprescindible. Alguien que está ahí sin que se le haga demasiado caso,y a quien se echa indeciblemente de menos si se retira o desaparece. Esto últimopodía suceder con Díaz-Varela en cualquier instante, porque no era un hermanoincondicional y devoto que nunca va a apartarse del todo, sino un amigo delmarido muerto y la amistad no se transfiere. Si acaso se usurpa. Tal vez era unode esos amigos del alma a los que en un momento de debilidad o de premoniciónoscura se les pide o encomienda algo:

‘Si alguna vez me ocurriese una desgracia y y a no estuviera’, podría haberledicho Deverne un día, ‘cuento contigo para que te ocupes de Luisa y los niños.’

‘¿Qué quieres decir? ¿A qué te refieres? ¿Te pasa algo? ¿A qué viene esto? Note estará pasando nada, ¿verdad?’, le habría contestado Díaz-Varela con inquietudy sobresalto.

‘No, no preveo que me pase nada, nada inminente ni tan siquiera próximo,nada concreto, estoy bien de salud y todo eso. Es sólo que quienes pensamos enla muerte, y nos paramos a observar el efecto que produce en los vivos, nopodemos evitar preguntarnos de vez en cuando qué ocurriría tras la nuestra, enqué situación se quedarían las personas para las que significamos mucho, hastadónde las afectaría. No hablo de la situación económica, eso está arreglado máso menos, sino del resto. Yo me imagino que los niños lo pasarían mal unatemporada, y que a Carolina mi recuerdo le duraría toda la vida, cada vez másvago y difuso, y que por eso mismo sería capaz de idealizarme, porque unopuede hacer lo que quiera con lo vago y difuso y manipularlo a su antojo,

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convertirlo en el paraíso perdido, en el tiempo feliz en que todo estaba en su sitioy no faltaban nada ni nadie. Pero en fin, es demasiado pequeña para no zafarsede eso algún día, tirar adelante con su vida y crearse mil ilusiones, las que a cadaedad le toquen. Sería una chica normal, con una ocasional estela de melancolía.Tendería a refugiarse en mi recuerdo cada vez que tuviera un disgusto o lesalieran mal las cosas, pero eso lo hacemos todos en may or o menor grado,buscarnos algún refugio en lo que existió y y a no existe. En todo caso la ayudaríaque alguien real y vivo ocupara mi lugar, en la medida de lo posible, alguien quecontestara. Tener cerca una figura paterna, a la que viera con frecuencia y y aestuviera acostumbrada. No veo a nadie más capacitado que tú para desempeñarese papel sustitutorio. Nicolás me preocuparía menos: por fuerza me olvidaría, esmuy niño. Pero también le vendría bien que tú anduvieras al quite de susproblemas, su carácter le traerá unos cuantos, bastantes. Pero sería Luisa la másdesconcertada y desamparada. Claro que podría volver a casarse, sin embargono lo veo muy factible, y desde luego no pronto, y cuanto menos joven fueramás difícil se le haría. Me imagino que sobre todo, pasada la desesperacióninicial, pasado el duelo, y esas dos cosas duran mucho, sumadas, le daría unapereza infinita todo el proceso. Ya sabes: conocer a alguien nuevo, contarle lapropia vida aunque sea a grandes rasgos, dejarse cortejar o ponerse a tiro,estimular, mostrar interés, enseñar la mejor cara, explicar cómo es uno,escuchar cómo es el otro, vencer recelos, habituarse a alguien y que ese alguiense habitúe a uno, pasar por alto lo que desagrada. Todo eso la aburriría, y a quiénno, si bien se mira. Dar un paso, y luego otro, y otro. Es muy cansado y tieneinevitablemente algo de repetitivo y y a probado, para mí no lo quisiera a misaños. Parece que no, pero son muchos pasos hasta volver a asentarse. Me cuestafigurármela con una mínima curiosidad o ilusión, ella no es inquieta nidescontentadiza. Quiero decir que, si lo fuera, al cabo de un tiempo de habermeperdido podría empezar a ver alguna ventaja o compensación a la pérdida. Sinreconocérsela, claro, pero la vería. Poner fin a una historia y regresar a unprincipio, al que sea, si se ve uno obligado, a la larga no resulta amargo. Aunqueestuviera uno contento con lo que se ha acabado. Yo he visto a viudos y viudasdesconsolados que durante mucho tiempo han creído que jamás levantaríancabeza de nuevo. Sin embargo luego, cuando por fin se han rehecho y hanencontrado otra pareja, tienen la sensación de que esta última es la verdadera yla buena y se alegran íntimamente de que la antigua desapareciera, de quedejara el campo libre para lo que ahora han construido. Es la horrible fuerza delpresente, que aplasta más el pasado cuanto más lo distancia, y además lo falseasin que el pasado pueda abrir la boca, protestar ni contradecirlo ni refutarle nada.Y no hablemos y a de esos maridos o mujeres que no se atreven a abandonar alcóny uge, o que no saben cómo hacerlo, o que temen causarle demasiado daño:esos desean secretamente que el otro se muera, prefieren su muerte antes que

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afrontar el problema y ponerle razonable remedio. Es absurdo, pero así es: en elfondo no es que no le deseen ningún mal y traten de preservarlo de todos con susacrificio personal y su esforzado silencio (porque de hecho se lo desean con talde perderlo de vista, y además el may or e irreversible), sino que no estándispuestos a ocasionárselo ellos, quieren no sentirse responsables de la infelicidadde nadie, ni siquiera de la de quienes los atormentan con su mera existenciacercana, con el vínculo que los ata y que podrían cortar si fueran valientes. Pero,como no lo son, fantasean o sueñan con algo tan radical como la muerte del otro.“Sería una solución fácil y un enorme alivio”, piensan, “y o no tendría nada quever en ello, no le causaría dolor ni tristeza alguna, él no sufriría por mi culpa, oella, sería un accidente, una enfermedad veloz, una desgracia en los que y o notendría arte ni parte; al contrario, y o sería una víctima a los ojos del mundo ytambién a los míos, pero una víctima beneficiada. Y sería libre”. Pero Luisa noes de estos. Está plenamente instalada, aposentada en nuestro matrimonio, y noconcibe otra forma de vida que la que eligió y y a tiene. Tan sólo ansía más de lomismo, sin ningún cambio. Un día tras otro idénticos, sin quitar ni añadir nada.Tanto es así que ni siquiera se le pasará por la cabeza nunca lo que a mí sí se mepasa, es decir, mi posible muerte o la suy a, para ella eso no está en el horizonte,no cabe. Bueno, la suy a para mí tampoco, me cuesta mucho más planteármela yno la considero apenas. Pero la mía sí, de vez en cuando, me vienen rachas, acada uno le toca bregar con su vulnerabilidad y no con la de los otros, por muyqueridos que sean. No sé, no sé cómo decirte, hay temporadas en que veo elmundo sin mí muy fácilmente. Así que si algo me pasara un día, Javier, si mesucediera algo definitivo, ella ha de tenerte a ti como repuesto. Sí, la palabra espragmática e innoble, pero es la adecuada. Entiéndeme bien, no te asustes. No tepido que te cases con ella ni nada por el estilo, evidentemente. Tú tienes tu vidade soltero y tus muchas mujeres a las que no ibas a renunciar por nada, menosaún por hacerle un favor póstumo a un amigo que y a no iba a pedirte cuentas nipodría echarte nada en cara, estaría bien callado en el pasado que no protesta.Pero, por favor, mantente cerca de ella si y o alguna vez falto. No te retraigas pormi ausencia sino todo lo contrario: hazle compañía, dale apoyo y conversación yconsuelo, ve a verla un rato a diario y llámala cuanto puedas sin necesidad depretextos, como algo natural y que pertenece a su día. Sé una especie de maridosin serlo, una prolongación de mí. No creo que Luisa saliera adelante sin unareferencia cotidiana, sin alguien a quien hacer partícipe de sus pensamientos y aquien contarle su jornada, sin un sucedáneo de lo que tiene ahora conmigo, almenos en algún aspecto. A ti te conoce desde hace tiempo, contigo no tendría quevencer sus resistencias como con cualquier desconocido. Hasta podrías contarletus aventuras y entretenerla con ellas, permitirle vivir vicariamente lo que leparecería imposible volver a vivir nunca por su cuenta. Sé que es mucho lo que tepido y que para ti no habría grandes ventajas, casi tan sólo una carga. Pero

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también Luisa podría sustituirme a mí en parte, ser a su vez una prolongación demí, en lo que a ti respecta. Uno siempre se prolonga en los más cercanos, y éstosse reconocen y juntan a través del muerto, como si su pasado contacto con él loshiciera pertenecer a una hermandad o a una casta. Digamos que no me perderíasdel todo, que me conservarías un poco en ella. Tú estás muy rodeado de tusvariadas mujeres, pero tampoco tienes tantos amigos. No te creas que no meecharías de menos. Y ella y y o tenemos el mismo sentido del humor, porejemplo. Son muchos años de gastarnos bromas a diario.’

Díaz-Varela se habría echado a reír, probablemente, por rebajar el ominosotono de su amigo y también porque su petición le habría hecho algo de graciainvoluntaria, de tan extravagante e inesperada.

‘¿Me estás pidiendo que te sustituy a si te mueres’, le habría contestado, amitad de camino entre la afirmación y la pregunta. ‘Que me convierta en unfalso marido de Luisa y en un padre a cierta distancia? No sé cómo se te haocurrido eso, quiero decir que tú puedas faltar de sus vidas pronto, si estás bien desalud, como dices, y no hay motivo real para temer que te pase nada. ¿Estásseguro de que no te pasa nada? No tienes ninguna enfermedad. No estás metidoen ningún lío del que y o no estoy enterado. No te has cargado de deudasinsaldables o que y a no se pueden pagar con dinero. Nadie te ha amenazado. Noestás pensando en desaparecer por tu cuenta, en largarte.’

‘No. De verdad. No te oculto nada. Es sólo lo que te he dicho, que a veces meda por imaginarme el mundo sin mí y me entran miedos. Por los niños y porLuisa, por nadie más, descuida, no me tengo por importante. Sólo quiero estarseguro de que te encargarías de ellos, al menos en los primeros tiempos. De quetendrían lo más parecido a mí posible para apoyarse. Te guste o no, lo sepas o no,tú eres lo más parecido a mí posible. Aunque sólo sea por el largo trato.’

Díaz-Varela se habría quedado pensativo un momento, luego quizá habría sidosemisincero, a buen seguro no del todo:

‘Pero ¿tú te das cuenta de a lo que me arrojarías? ¿Te das cuenta de lo difícilque es convertirse en un falso marido sin pasar a serlo real a la larga? En unasituación como la que has descrito, es muy fácil que la viuda y el soltero prontose crean más de lo que son, y con derechos. Pon a una persona en la cotidianidadde alguien, haz que se sienta responsable y protector y que al otro se le hagaimprescindible, y verás cómo terminan. Siempre que sean medianamenteatractivos y no hay a un abismo de edad entre ellos. Luisa es muy atractiva, no tedescubro nada, y y o no puedo quejarme de cómo me ha ido con las mujeres. Nocreo que me case nunca, no es eso. Pero si tú te murieras un día y y o fuera adiario a tu casa, sería dificilísimo que no pasara lo que no debería pasar nuncamientras tú estuvieras vivo. ¿Querrías morirte sabiendo eso? Aún es más:¿propiciándolo y procurándolo, empujándonos a ello?’

Desvern se habría quedado callado unos segundos, cavilando, como si antes

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de formular su petición no hubiera tenido en cuenta aquel punto de vista. Luegose habría reído un poco paternalistamente y habría dicho:

‘Eres incorregible en tu vanidad, en tu optimismo. Por eso serías tan buenasidero, tan buen soporte. No creo que eso ocurriese. Precisamente porque eresdemasiado familiar para ella, como un primo al que le sería imposible mirar conotros ojos’, aquí habría vacilado un instante o lo habría fingido, ‘que los míos. Suvisión de ti viene de mí, es heredada, está viciada. Eres un viejo amigo de sumarido, del que me ha oído hablar muchas veces, y a puedes imaginártelo, contanto afecto como guasa. Antes de que Luisa te conociera, y o y a le habíacontado cómo eras, le había pintado tu cuadro. Te ha visto siempre a esa luz ycon esos rasgos, y a no puede cambiarlos, tenía una acabada imagen de ti antesde presentaros. Y bueno, no te oculto que nos hacen reír tus líos y, cómo llamarlo,tu ufanía. Me temo que no eres alguien a quien ella pudiera tomar en serio. Estoyseguro de que no te molesta que te lo diga. Es una de tus virtudes, y además loque siempre has buscado, no ser tomado muy en serio. No irás a negármeloahora.’

Díaz-Varela se habría sentido molesto, probablemente, pero lo habríadisimulado. A nadie le agrada que le anuncien que no tiene posibilidades conalguien, aunque ese alguien no le interese ni se hay a planteado conquistarlo.Muchas seducciones se han llevado a cabo, o por lo menos se han iniciado, pordespecho o desafío, sólo por eso, por una apuesta o para refutar un aserto. Elinterés viene luego. Suele venir en esas ocasiones, lo suscitan las maniobras y elpropio empeño. Pero no está al principio, o en todo caso no está antes de ladisuasión o reto. Tal vez Díaz-Varela deseó en aquel momento que Deverne semuriera para demostrarle que Luisa sí podía tomarlo a él en serio cuando ya nohubiera mediadores. Claro que ¿cómo se le demuestra algo a un muerto? ¿Cómose obtiene su rectificación, su reconocimiento? Nunca nos dan la razón quenecesitamos, y sólo cabe pensar: ‘Si ese muerto levantara la cabeza’. Peroninguno la levanta. Se lo demostraría a Luisa, en quien Desvern se prolongaría oseguiría viviendo durante un tiempo, eso había dicho su marido. Quizá fuera así,quizá estuviera en lo cierto. Hasta que él lo barriese. Hasta que borrase surecuerdo y su rastro y lo suplantase.

‘No, no voy a negártelo, y claro que no me molesta. Pero las maneras demirar cambian mucho, sobre todo si quien ha pintado el retrato y a no puedeseguir retocándolo y el retrato queda en manos del retratado. Éste puede corregiry desmentir todos los trazos, uno a uno, y dejar como un embustero al primerartista. O como un equivocado, o como un mal artista, superficial y sinperspicacia. “Qué idea tan errada me habían inducido a tener”, puede pensarquien lo contemplaba. “Este hombre no es como me lo habían descrito, sino quetiene peso, y pasión, y entidad, y fundamento.” Eso pasa a diario, Miguel,continuamente. La gente empieza viendo una cosa y acaba viendo la contraria.

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Empieza amando y acaba odiando, o sintiendo indiferencia y después adorando.Nunca logramos estar seguros de qué va a sernos vital ni de a quién vamos a darimportancia. Nuestras convicciones son pasajeras y endebles, hasta las queconsideramos más fuertes. También nuestros sentimientos. No deberíamosfiarnos.’

Deverne habría captado algo del orgullo herido, lo habría pasado por alto.‘Aun así’, habría dicho. ‘Si y o no creo que eso pueda ocurrir, qué más daría si

finalmente ocurriese después de mi muerte. Yo no me enteraría. Y me habríamuerto convencido de la imposibilidad de tal vínculo entre tú y ella, lo que unoprevé es lo que cuenta, lo que uno ve y vive en el último instante es el final de lahistoria, el final del cuento propio. Uno sabe que todo continuará sin uno, quenada se para porque uno desaparezca. Pero ese después no le concierne. Locrucial es que se para uno, y en consecuencia se detiene todo, el mundo esdefinitivamente como es en el momento de la terminación de quien termina,aunque no sea así de hecho. Pero ese “de hecho” y a no importa. Es el únicoinstante en el que y a no hay futuro, en el que el presente se nos aparece comoinalterable y eterno, porque ya no asistiremos a ningún hecho más ni a ningúncambio. Ha habido gente que ha intentado adelantar la publicación de un libropara que su padre llegara a verlo impreso y se despidiera con la idea de que suhijo era un escritor cumplido, qué más daba que luego no volviera a redactar niuna línea. Ha habido tentativas desesperadas de reconciliar momentáneamente ados personas para que un agonizante crey ese que habían hecho las paces y quetodo estaba arreglado y en orden, qué importaba que los enemistados volvieran atirarse los trastos a la cabeza a los dos días del fallecimiento, lo que contaba era loque quedaba o había justo antes de esa muerte. Ha habido quien ha fingidoperdonar a un moribundo para que éste se fuera en paz, o más tranquilo, qué másdaba que a la mañana siguiente el perdonador le desease en su fuero interno quese pudriera en el infierno. Ha habido quienes han mentido como locos ante ellecho de la mujer o el marido y los han convencido de que jamás les fueroninfieles y de que los quisieron sin fisuras y con constancia, qué importaba que alcabo de un mes y a estuvieran conviviendo con sus veteranos amantes. Lo únicoverdadero, y además definitivo, es lo que el que va a morir ve o creeinmediatamente antes de su marcha, porque para él no hay más historia. Hay unabismo entre lo que crey ó Mussolini, que fue ejecutado por sus enemigos, y loque crey ó Franco en su cama, rodeado de sus seres queridos y adorado por suscompatriotas, digan lo que digan ahora los muy hipócritas. Yo le oí contar a mipadre que Franco tenía en su despacho una fotografía de Mussolini colgado bocaabajo como un cerdo en la gasolinera de Milán a la que lo llevaron para exhibir yescarnecer su cadáver y el de su amante Clara Petacci, y que a algunas visitasque se quedaban mirándola sobrecogidas o desconcertadas les decía: “Sí, vea: y onunca saldré así”. Y tuvo razón, y a procuró que así fuera. Él murió feliz sin duda,

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dentro de lo que cabe, en la idea de que todo continuaría como habíadictaminado. Muchos se consuelan de esta gran injusticia, o de su rabia, pensandoluego: “Si levantara la cabeza”, o “Tal como han ido las cosas, debe de estarrevolviéndose en su tumba”, sin aceptar del todo que nadie levanta la cabezanunca ni se revuelve en su tumba ni se entera de lo que pasa en cuanto expira. Escomo pensar que a quien aún no ha nacido le pudiera importar lo que sucede enel mundo, más o menos. A quien todavía no existe le es todo tan indiferente, porfuerza, como al que ya se ha muerto. Ninguno de los dos es nada, ninguno poseeconciencia, el primero no puede ni presentir su vida, el segundo no estácapacitado para recordarla, como si no la hubiera tenido. Están en el mismoplano, es decir, no están ni saben, aunque nos cueste admitirlo. Qué meimportaría a mí lo que ocurriese una vez que me hubiera ido. Sólo me cuenta loque ahora creo y preveo. Creo que a mis hijos les iría mejor si tú estuvierascerca de ellos, en mi ausencia. Preveo que Luisa se recuperaría antes y sufriríaun poco menos si te tuviera a mano como amigo. Yo no me puedo adentrar en lasconjeturas ajenas, aunque sean tuyas o aunque fueran de Luisa, sólo me cabeatender a las mías y no os puedo imaginar de otra manera. Así que sigopidiéndote que, si me pasa algo malo, me des tu palabra de que te encargarás deellos.’

Díaz-Varela, acaso, aún le habría discutido algo:‘Sí, tienes razón en parte. No en una cosa, sin embargo: no es lo mismo no

haber nacido que haber muerto, porque el que muere deja rastro y lo sabe. Sabeque y a no se enterará de nada pero que va a dejar huella y recuerdo. Que seráechado de menos, tú mismo lo estás diciendo, y que las personas que loconocieron no actuarán como si no hubiera existido. Habrá quien se sientaculpable respecto a él, quien deseará haberlo tratado mejor en vida, quien llorarápor él y no comprenderá que no responda, quien se desesperará por su ausencia.A nadie le cuesta recuperarse de la pérdida de quien no ha nacido, si acaso a lamadre que sufre un aborto, se le hace difícil abandonar la esperanza y sepregunta de vez en cuando por el niño que podría haber sido. Pero en realidad nohay ahí pérdida de ninguna clase, no hay vacío ni hay hechos pasados. Encambio quien ha vivido y ha muerto no desaparece del todo, durante un par degeneraciones al menos; hay constancia de sus actos y al morir él está al tanto deeso. Sabe que y a no va a ver ni a averiguar nada más, que a partir de esemomento quedará en la ignorancia y que el final de la historia es el que es en eseinstante. Pero tú mismo te estás preocupando por lo que les aguardaría a tu mujery a tus hijos, te has ocupado de poner en orden los asuntos financieros, eresconsciente del hueco que dejarías y me estás pidiendo que lo llene, que tesustituy a hasta cierto punto si faltas. Nada de eso estaría en la mano de unnonato.’

‘Claro que no’, habría respondido Desvern, ‘pero todo esto lo hago vivo, lo

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hace un vivo, que no tiene nada que ver con un muerto, aunque normalmentecreamos que son la misma persona y así se diga. Cuando esté muerto no seré nipersona, y no podré arreglar ni pedir nada, ni ser consciente de nada, nipreocuparme. Tampoco nada de eso estaría en la mano de un muerto, es en esoen lo que se parece a un no nacido. No estoy hablando de los otros, de los que nossobreviven y evocan y todavía están en el tiempo, ni de mí mismo ahora, del queaún no se ha ido. Ese hace cosas, por supuesto, y las piensa, nada más faltaría;maquina, toma medidas y decisiones, trata de influir, tiene deseos, es vulnerabley también puede hacer daño. Estoy hablando de mí mismo muerto, veo que se tehace más difícil que a mí imaginarme. Pues no debes confundirnos, a mí vivo ya mí muerto. El primero te pide algo que el segundo no podrá reclamarte nirecordarte ni saber si cumples. Qué te cuesta darme tu palabra, entonces. Nadate impide faltar a ella, te sale gratis.’

Díaz-Varela se habría pasado una mano por la frente y se habría quedadomirándolo con extrañeza y un poco de hartazgo, como si saliera de unaensoñación o de un sopor provocado. Salía en todo caso de una conversacióninesperada, impropia y de mal agüero.

‘Tienes mi palabra de honor, lo que tú digas, cuenta con ella’, le habría dicho.‘Pero haz el favor de no volver a joderme en la vida con historias de estas, mehas dejado mal cuerpo. Anda, vámonos a tomar una copa y a hablar de cosasmenos macabras.’

—Pero qué porquería de edición es esta —oí que mascullaba el Profesor Ricosacando un volumen de un estante, había estado miroteando los libros como si enla habitación no hubiera nadie. Vi que era una edición del Quijote que cogía conlas puntas de los dedos, como si le diera grima—. Cómo se puede tener estaedición, existiendo la mía. Es pura necedad intuitiva, no hay método ni ciencia enella, y ni siquiera es ocurrente, copia mucho. Y encima en casa de una profesorauniversitaria, para may or inri, si mal no he entendido. Así anda la Universidadmadrileña —añadió mirando con reprobación a Luisa.

Ella se echó a reír de buena gana. Pese a ser la destinataria de la reprimenda,la salida de tono le había hecho gracia. Díaz-Varela se rio también, quizá pormimetismo o por coba —para él no podía haber sorpresa en la impertinencia deRico ni en las confianzas que se tomaba—, e intentó tirarle de la lengua,posiblemente para ver si se reía más Luisa y se arrancaba de su momentosombrío. Pero pareció espontáneo. Resultaba encantador y fingir se le daba, sifingía.

—Bueno, no me dirás que el encargado de esa edición no es una autoridadrespetada, bastante más que tú en algunos círculos —le dijo a Rico.

—Bah, respetada por los ignorantes y los eunucos, que en este país casi nicaben, y en los Círculos de la Amistad de los pueblos más tirados y másholgazanes —respondió el Profesor. Abrió el volumen por una página al azar, le

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echó una ojeada displicente y rápida y clavó el índice en un renglón, comoimpulsado por un mazazo—. Aquí y a hay un error de bulto. —A continuación locerró como si no hubiera más que mirar—. Se lo restregaré en un artículo. —Levantó la vista con aire triunfal, sonrió de oreja a oreja (una sonrisa enorme, sela permitía su boca flexible) y añadió—: Y además, me tiene envidia.

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II

Tardé mucho tiempo en volver a ver a Luisa Alday y en el largo entretantoempecé a salir con un hombre que me gustaba a medias y me enamoré estúpiday calladamente de otro, de su enamorado Díaz-Varela, al que me encontré pocodespués en un lugar improbable para encontrarse a nadie, muy cerca de dondehabía muerto Deverne, en el edificio roj izo del Museo Nacional de CienciasNaturales, que está justo al lado o más bien forma conjunto con la EscuelaTécnica Superior de Ingenieros Industriales con su brillante cúpula de cristal yzinc, de unos veintisiete metros de altura y unos veinte de diámetro, erigida hacia1881, cuando ese conjunto no era Escuela ni Museo, sino el flamante PalacioNacional de las Artes y las Industrias que albergó una importante Exposición enaquel año, la zona se conocía antiguamente como los Altos del Hipódromo, porsus varios promontorios y su cercanía a unos caballos cuyas hazañas sonfantasmales por partida doble o definitivamente, pues y a no debe de quedarnadie vivo que asistiera a ellas o las recuerde. El Museo de Ciencias es pobre,sobre todo si se compara con los que se encuentran en Inglaterra, pero meacercaba a él a veces con mis sobrinos pequeños para que vieran los animalesestáticos tras sus vitrinas y se familiarizaran con ellos, y de ahí me quedó ciertaafición a visitarlo por mi cuenta de tarde en tarde, entremezclada —de hechoinvisible para ellos— con los grupos de alumnos de colegios y de institutosacompañados de una profesora exasperada o paciente y con despistados turistassobrados de tiempo que se enteran de su existencia por alguna guía de la ciudaddemasiado puntillosa y exhaustiva: aparte de las numerosísimas guardianas, casitodas sudamericanas hoy en día, esos suelen ser los únicos seres vivos de eselugar algo irreal y superfluo y feérico, como todos los Museos de Ciencias.

Estaba mirando la maqueta de las inmensas fauces abiertas de un cocodrilo—siempre pensaba que yo cabría en ellas, y en la suerte de no vivir en un sitio enel que hubiera esos reptiles— cuando me llamaron por mi nombre y me volví unpoco alarmada, por lo inesperado: cuando uno está en ese Museo semivacío,tiene la casi absoluta y reconfortante certeza de que en esos instantes nadie puedeconocer su paradero.

Lo reconocí en seguida, con sus labios femeninos y su mentón falsamentepartido, su sonrisa calmada y una expresión a la vez atenta y ligera. Me preguntóqué hacía allí, y le contesté: ‘Me gusta venir de vez en cuando. Es un sitio lleno de

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fieras tranquilas, a las que uno puede aproximarse’. Nada más decir esto penséque fieras había bien pocas y que la frase era una pavada, y además me dicuenta de que la había añadido por hacerme la interesante, supuse que connefastos resultados. ‘Es un sitio tranquilo’, concluí sin más adornos. Le pregunté lomismo, qué hacía él allí, y me contestó: ‘También a mí me gusta venir de vez encuando’, y esperé una pavada suya, que para mi desgracia no llegó del todo,Díaz-Varela no deseaba impresionarme. ‘Vivo bastante cerca. Cuando salgo a daruna vuelta, mis pasos me acaban trayendo hasta aquí en ocasiones.’ Lo de lospasos tray éndolo me pareció levemente literario y cursi y me dio algunaesperanza. ‘Luego me siento un rato en la terraza de ahí fuera y regreso a casa.Vamos, te invito a tomar algo, a no ser que quieras seguir mirando esos colmillosu otras salas.’ En el exterior, bajo la arboleda, aún sobre el promontorio, frente ala Escuela, hay un quiosco de refrescos con sus mesas y sillas al aire libre.

—No —respondí—, me las conozco de memoria. Sólo pensaba bajar un ratoa ver esas absurdas figuras de Adán y Eva. —Él no reaccionó, no dijo ‘Ah, ya’ ninada por el estilo, como habría dicho cualquiera que visitara con frecuencia eseMuseo: en el sótano hay una vitrina vertical de no muy gran tamaño, hecha poruna americana o una inglesa, una tal Rosamund Algo, que representa el Jardíndel Edén de manera estrafalaria. Todos los animales que rodean a la primigeniapareja están supuestamente vivos y en movimiento o alerta, monos, liebres,pavos, grullas, tejones, quizá un tucán y hasta la serpiente, que asoma conexpresión demasiado humana entre las muy verdes hojas del manzano. Adán yEva, en cambio, los dos de pie y separados, son sólo sendos esqueletos, y lo únicoque permite distinguirlos al ojo profano es que uno de ellos sostiene en la manoderecha una manzana. Seguramente leí alguna vez el cartel correspondiente,pero no recuerdo que diera explicación satisfactoria alguna. Si se trataba demostrar los huesos de una mujer y de un hombre y de señalar sus diferencias, nose entiende qué necesidad había de convertirlos en nuestros primeros padres,como se los llamaba con la fe antigua, y colocarlos en ese escenario; si se tratabade representar el Paraíso con su más bien pobre fauna, lo que no se entiende sonlos esqueletos, mientras todos los demás animales conservan su carne y su pelo oplumaje. Es una de las más incongruentes instalaciones del Museo de CienciasNaturales, y a nadie que lo visite le puede pasar inadvertida, no por bonita, sinopor sin sentido.

—María Dolz, ¿verdad? Es Dolz, ¿no es así? —me dijo Díaz-Varela una vezque nos hubimos sentado en la terraza, como si quisiera hacer gala de sucapacidad de retención y su buena memoria, al fin y al cabo mi apellido lo habíapronunciado sólo yo, y apresuradamente, lo había colado como un inserto que atodos los presentes traía sin cuidado. Me sentí halagada por el detalle, nocortejada.

—Tienes buena memoria y buen oído —le dije para no ser descortés—. Sí, es

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Dolz, no Dols ni Dolç, con cedilla. —Y dibujé en el aire una cedilla—. ¿Cómosigue Luisa?

—Ah, tú no la has visto. Pensaba que habíais hecho algo de amistad.—Sí, si se puede decir eso de lo que ha durado un solo día. No he vuelto a

verla desde aquella vez en su casa. Entonces nos llevamos muy bien y me hablócomo si en efecto fuera una amiga, y o creo que por debilidad más que nada.Pero después no he vuelto a encontrármela. ¿Cómo sigue? —insistí—. Tú sí debesde verla casi a diario, ¿no?

Esto pareció contrariarlo un poco, se quedó callado unos segundos. Se meocurrió que quizá sólo quería sonsacarme, en la creencia de que ella y yomanteníamos contacto, y que de pronto su aproximación a mí se había quedadosin objetivo antes de empezar, o aún más irónico: sería él quien tendría quedarme noticias e información sobre ella.

—Pues no bien —respondió por fin—, y ya me voy preocupando. No es quehaya pasado demasiado tiempo, desde luego, pero no acaba de reaccionar, noavanza un milímetro, no es capaz de alzar la cabeza ni siquiera fugazmente ymirar a su alrededor y ver cuánto le queda. Después de la muerte de un maridoaún quedan muchas cosas; a su edad, de hecho, queda otra vida entera. Lamayoría de las viudas salen adelante pronto, sobre todo si son más o menosjóvenes y además tienen hijos de los que ocuparse. Pero no son sólo los niños,que en seguida dejan de serlo. Si ella pudiera verse dentro de unos pocos años, deun año incluso, comprobaría que la imagen de Miguel que ahora la rondaincesantemente se le difumina cada día que pasa y cuánto se le ha adelgazado, yque sus nuevos afectos no le permiten acordarse de él más que de tarde en tarde,con una quietud hoy sorprendente, con invariable pena pero sin apenasdesasosiego. Porque tendrá nuevos afectos y su primer matrimonio acabará porparecerle algo casi soñado, un recuerdo vacilante y amortiguado. Lo que hoy esvisto como anomalía trágica será percibido como normalidad irremediable, yaun deseable, puesto que habrá sucedido. Hoy le resulta inadmisible que Miguely a no sea, pero llegará un momento en que lo incomprensible sería que volvieraa ser, que sí fuera; en que la mera fantasía de una reaparición milagrosa, de unaresurrección, de su vuelta, se le haría intolerable, porque y a le habría asignado sulugar definitivo y su rostro apaciguado en el tiempo, y no consentiría que eseretrato suyo acabado y fijo se expusiera de nuevo a las modificaciones de lo quepermanece vivo y por lo tanto es imprevisible. Tendemos a desear que nadie semuera y que nada termine, de lo que nos acompaña y es nuestra queridacostumbre, sin darnos cuenta de que lo único que mantiene las costumbresintactas es que nos las supriman de golpe, sin desviación ni evolución posibles, sinque nos abandonen ni las abandonemos. Lo que dura se estropea y acabapudriéndose, nos aburre, se vuelve contra nosotros, nos satura, nos cansa. Cuántaspersonas que nos parecían vitales se nos quedan en el camino, cuántas se nos

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agotan y con cuántas se nos diluye el trato sin que haya aparente motivo ni desdeluego uno de peso. Las únicas que no nos fallan ni defraudan son las que se nosarrebata, las únicas que no dejamos caer son las que desaparecen contra nuestravoluntad, abruptamente, y así carecen de tiempo para darnos disgustos odecepcionarnos. Cuando eso ocurre nos desesperamos momentáneamente,porque creemos que podríamos haber seguido con ellas mucho más, sin ponerlesplazo. Es una equivocación, aunque comprensible. La prolongación lo altera todo,y lo que ayer era estupendo mañana habría sido un tormento. La reacción quetenemos todos ante la muerte de alguien cercano es parecida a la que tuvoMacbeth ante el anuncio de la de su mujer, la Reina. ‘She should have diedhereafter’, responde de manera algo enigmática: ‘Debería haber muerto a partirde ahora’, es lo que dice, o ‘de ahora en adelante’. También podría entendersecon menos ambigüedad y más llaneza, esto es, ‘más adelante’ a secas, o ‘Deberíahaber esperado un poco más, haber aguantado’; en todo caso lo que dice es ‘no eneste instante, no en el elegido’. ¿Y cuál sería el instante elegido? Nunca nosparece el momento justo, siempre pensamos que lo que nos gusta o alegra, lo quenos alivia o ay uda, lo que nos empuja a través de los días, podía haber durado unpoco más, un año, unos meses, unas semanas, unas cuantas horas, nos parece quesiempre es temprano para que se les ponga fin a las cosas o a las personas, nuncavemos el momento oportuno, aquel en el que nosotros mismos diríamos: ‘Ya. Yaestá bien. Es suficiente y más vale. Lo que venga a partir de ahora será peor, undeterioro, un rebajamiento, una mancha’. A eso nunca nos atrevemos, a decir‘Este tiempo ha pasado, aunque sea el nuestro’, y por eso no está en nuestrasmanos el final de nada, porque si dependiera de ellas todo continuaríaindefinidamente, contaminándose y ensuciándose, sin que ningún vivo pasarajamás a ser muerto.

Hizo una breve pausa para beber de su cerveza, hablar seca en seguida lagarganta y él se había lanzado tras su desconcierto inicial, casi con vehemencia,como si aprovechara para desahogarse. Tenía labia y vocabulario, supronunciación en inglés era buena sin afectación, lo que decía no era hueco e ibatrabado, me pregunté a qué se dedicaría pero no podía preguntárselo sininterrumpirle el discurso y eso no quería hacerlo. Le miraba los labios mientrasperoraba, se los miraba con fijeza y me temo que con descaro, me dejabamecer por sus palabras y no podía apartar los ojos del lugar por donde salían,como si todo él fuera boca besable, de ella procede la abundancia, de ella surgecasi todo, lo que nos persuade y lo que nos seduce, lo que nos tuerce y lo que nosencanta, lo que nos succiona y lo que nos convence. ‘De la superabundancia delcorazón habla la boca’, se lee en la Biblia en algún sitio. Me quedé perpleja alcomprobar cuánto me gustaba y hasta fascinaba aquel hombre apenas conocido,más aún al recordar que para Luisa era en cambio casi invisible e inaudible, detan visto y oído. Cómo podía ser, uno cree que lo que lo enamora debería

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anhelarlo todo el mundo. No quería decir nada para no romper el ensalmo, perotambién se me ocurrió que, si no lo hacía, él podría figurarse que no le prestabaatención, cuando lo cierto es que no perdía vocablo, cuanto procediera deaquellos labios me interesaba. Debía ser breve, con todo, pensé, para nodistraerlo demasiado.

—Bueno, los finales sí dependen de nuestras manos, si éstas son suicidas. Nodigamos si son asesinas —dije. Y estuve a punto de añadir: ‘Aquí mismo, ahí allado, mataron a tu amigo Desvern de mala manera. Es extraño que ahoraestemos aquí sentados y que todo esté en paz y limpio, como si no hubiera pasadonada. De haber estado aquel día, tal vez lo habríamos salvado. Aunque si él nohubiera muerto, no podríamos estar juntos en ningún lado. Ni siquiera nosconoceríamos’.

Estuve a punto pero no lo añadí, entre otras razones porque él echó una rápidaojeada —estaba de espaldas a ella, y o de frente— hacia la calle cercana en quese había producido el acuchillamiento, y pensé si no estaría pensando lo mismoque yo o algo parecido, al menos la primera parte de mi pensamiento. Se peinócon los dedos el pelo con entradas, pelo hacia atrás, pelo de músico, luegotamborileó con las uñas de esos mismos cuatro dedos contra su vaso, uñas duras,bien cortadas.

—Esas son la excepción, esas son la anomalía. Claro que hay quienes decidenponer término a su vida, y lo hacen, pero son los menos y por eso impresionantanto, porque contradicen el ansia de duración que nos domina a la gran may oría,la que nos hace creer que siempre hay tiempo y la que nos lleva a pedir un pocomás, un poco más, cuando se acaba. En cuanto a las manos asesinas que dices,no cabe verlas nunca como nuestras. Ponen fin como lo pone la enfermedad, oun accidente, quiero decir que son causas externas, incluso en aquellos casos enlos que el muerto se lo ha buscado, por su mala vida elegida o por los riesgos queha asumido o porque a su vez ha matado y se ha expuesto a una venganza. Ni elmafioso más sanguinario ni el Presidente de los Estados Unidos, por poner dosejemplos de individuos que están en permanente peligro de ser asesinados, quecuentan con esa posibilidad y conviven a diario con ella, desean nunca que setermine esa amenaza, esa tortura latente, esa zozobra insoportable. No deseanque se termine nada de lo que hay, de lo que tienen, por odioso y gravoso quesea; van pasando de día en día con la esperanza de que el siguiente estará ahítambién, uno idéntico a otro o muy semejantes, si hoy he existido por qué nomañana, y mañana conduce a pasado y pasado al otro. Así vamos viviendotodos, los contentos y los descontentos, los afortunados y los infelices, y si pornosotros fuera continuaríamos hasta el fin de los tiempos. —Pensé que se habíaliado un poco o que había intentado liarme. ‘Las manos asesinas no son nuestras

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excepto si efectivamente son las nuestras de pronto, y en todo caso siemprepertenecen a alguien, que hablará de “las mías”. Sean de quienes sean, no esverdad que esas no quieran que ningún vivo pase jamás a ser muerto, sino quejustamente eso es lo que desean y además no pueden esperar a que el azar lasbeneficie ni a que el tiempo haga su trabajo; se encargan ellas de convertirlos.Esas no quieren que todo siga ininterrumpidamente, al revés, necesitan suprimir aalguien y romper varias costumbres. Esas nunca dirían de su víctima “She shouldhave died hereafter”, sino “He should have died yesterday”, “Debería habermuerto ay er”, o hace siglos, hace mucho más tiempo; ojalá no hubiera nacido nidejado huella alguna en el mundo, así no habríamos tenido que matarlo. Elaparcacoches rompió sus costumbres y las de Deverne de un tajo, las de Luisa ylas de los niños y las del chófer que acaso se salvó por una confusión, por muypoco; las del propio Díaz-Varela y hasta las mías en parte. Y las de otras personasque no conozco.’ Pero no dije nada de esto, no quería tomar la palabra, no queríahablar sino que él lo siguiera haciendo. Quería oír su voz y rastrear su mente, yseguir viendo sus labios en movimiento. Corría el riesgo de no enterarme de loque decía, por estárselos mirando embobada. Bebió otro sorbo y continuó, trascarraspear como si procurara centrarse—. Lo asombroso es que cuando lascosas suceden, cuando se producen las interrupciones, las muertes, las más de lasveces se da por bueno lo sucedido, al cabo del tiempo. No me malentiendas. Noes que nadie dé por buena una muerte y aún menos un asesinato. Son hechos quese lamentarán toda la vida, que ocurrieran cuando ocurrieron. Pero lo que la vidatrae se impone siempre al final, con tal fuerza que a la larga nos resulta casiimposible imaginarnos sin ello, no sé cómo explicarlo, imaginar que algoacontecido no hubiera acontecido. ‘A mi padre lo mataron durante la Guerra’,puede contar alguien con amargura, con enorme pena o con rabia. ‘Una noche lofueron a buscar, lo sacaron de casa y lo metieron en un coche, yo vi cómo seresistía y cómo lo arrastraban. Lo arrastraron de los brazos, era como si laspiernas se le hubieran paralizado y ya no lo sostuvieran. Lo llevaron hasta lasafueras y allí le pegaron un tiro en la nuca y lo arrojaron a una cuneta, para quela visión de su cadáver sirviera a los demás de escarmiento.’ Quien cuenta eso lodeplora, sin duda, y hasta puede pasarse la vida alimentando el odio hacia losasesinos, un odio universal y abstracto si no sabe bien quiénes fueron, susnombres, como fue tan frecuente durante la Guerra Civil, nada más se sabía quehabían sido ‘los otros’, tantas veces. Pero resulta que en buena medida es esehecho odioso lo que constituye a ese alguien, que no podría renunciar nunca a élporque sería como negarse a sí mismo, borrar el que es y no tener sustituto. Él esel hijo de un hombre asesinado de mala manera en la Guerra; es una víctima dela violencia española, un huérfano trágico; eso lo configura, lo define y locondiciona. Ésa es su historia o el arranque de su historia, su origen. En ciertosentido es incapaz de desear que eso no hubiera ocurrido, porque si no hubiera

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ocurrido él sería otro y no sabe quién, no tiene ni idea. Ni se ve ni se imagina,ignora cómo habría salido y cómo se habría llevado con ese padre vivo, si lohabría detestado o lo habría querido o le habría sido indiferente, y sobre todo nose sabe imaginar sin ese pesar y ese rencor de fondo que lo han acompañadosiempre. La fuerza de los hechos es tan espantosa que todo el mundo acaba porestar más o menos conforme con su historia, con lo que le pasó y lo que hizo y loque dejó de hacer, aunque crea que no o no se lo reconozca. La verdad es quecasi todos maldicen su suerte de algún momento y casi nadie se lo reconoce.

Aquí no tuve más remedio que intervenir:—Luisa no puede estar conforme con lo que le ha ocurrido. Nadie puede

estar conforme con que a su marido lo hayan apuñalado gratuita y tontamente,por equivocación, sin motivo y sin que él se lo hubiera buscado. Nadie puedeestar conforme con que le hay an destrozado la vida para siempre.

Díaz-Varela se quedó observándome muy atentamente, con una mejillaapoy ada en el puño y el codo apoyado en la mesa. Aparté la vista, me turbaronsus ojos inmóviles, de mirada nada transparente ni penetrante, quizá era nebulosay envolvente o tan sólo indescifrable, suavizada en todo caso por la miopía(probablemente llevaba lentillas), era como si esos ojos rasgados me estuvierandiciendo: ‘¿Por qué no me entiendes?’, no con impaciencia sino con lástima.

—Ese es el error —dijo al cabo de unos segundos, sin quitarme su mirada fijade encima ni variar su postura, como si en vez de hablar estuviera atendiendo—,un error propio de niños en el que sin embargo incurren muchos adultos hasta eldía de su muerte, como si a lo largo de su vida entera no hubieran logrado darsecuenta de su funcionamiento y carecieran de toda experiencia. El error de creerque el presente es para siempre, que lo que hay a cada instante es definitivo,cuando todos deberíamos saber que nada lo es, mientras nos quede un poco detiempo. Llevamos a cuestas las suficientes vueltas y los suficientes giros, no sólode la fortuna sino de nuestro ánimo. Vamos aprendiendo que lo que nos pareciógravísimo llegará un día en que nos resulte neutro, sólo un hecho, sólo un dato.Que la persona sin la que no podíamos estar y por la que no dormíamos, sin laque no concebíamos nuestra existencia, de cuyas palabras y de cuya presenciadependíamos día tras día, llegará un momento en que ni siquiera nos ocupará unpensamiento, y cuando nos lo ocupe, de tarde en tarde, será para unencogimiento de hombros, y a lo más que alcanzará ese pensamiento será apreguntarse un segundo: ‘¿Qué se habrá hecho de ella?’, sin preocupaciónninguna, sin curiosidad siquiera. ¿Qué nos importa hoy la suerte de nuestraprimera novia, cuy a llamada o el encuentro con ella esperábamosanhelantemente? ¿Qué nos importa, incluso, la suerte de la penúltima, si hace y aun año que no la vemos? ¿Qué nos importan los amigos del colegio, y los de laUniversidad, y los siguientes, pese a que giraran en torno a ellos larguísimostramos de nuestra existencia que parecían no ir a terminarse nunca? ¿Qué nos

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importan los que se desgajan, los que se van, los que nos dan la espalda y seapartan, los que dejamos caer y convertimos en invisibles, en meros nombresque sólo recordamos cuando por azar vuelven a alcanzar nuestros oídos, los quese mueren y así nos desertan? No sé, mi madre murió hace veinticinco años, yaunque me siento obligado a que me dé tristeza pensarlo, y hasta me la acabedando cada vez que lo hago, soy incapaz de recuperar la que sentí entonces, nodigamos de llorar como me tocó hacerlo entonces. Ahora es sólo un hecho: mimadre murió hace veinticinco años, y y o soy sin madre desde aquel momento.Es parte de mí, simplemente, es un dato que me configura, entre otros muchos:soy sin madre desde joven, eso es todo o casi todo, lo mismo que soy soltero oque otros son huérfanos desde la infancia, o son hijos únicos, o el pequeño desiete hermanos, o descienden de un militar o de un médico o de un delincuente,qué más da, a la larga todo son datos y nada tiene demasiada importancia, cadacosa que nos sucede o que nos precede cabe en un par de líneas de un relato. ALuisa le han destrozado la vida que tenía ahora, pero no la futura. Piensa cuántotiempo le queda para seguir caminando, ella no va a quedarse atrapada en esteinstante, nadie se queda en ninguno y menos aún en los peores, de los quesiempre se emerge, excepto los que poseen un cerebro enfermizo y se sientenjustificados y aun protegidos en la confortable desdicha. Lo malo de lasdesgracias muy grandes, de las que nos parten en dos y parece que no van apoder soportarse, es que quien las padece cree, o casi exige, que con ellas seacabe el mundo, y sin embargo el mundo no hace caso y prosigue, y además tirade quien padeció la desgracia, quiero decir que no le permite salirse como quienabandona un teatro, a no ser que el desgraciado se mate. Se da a veces, no digoque no. Pero muy pocas, y en nuestra época es más infrecuente que en ningunaotra. Luisa podrá recluirse, retraerse una temporada, no dejarse ver por nadiemás que por su familia y por mí, si no se cansa de mí y no prescinde; pero no vaa matarse, aunque sólo sea porque tiene dos hijos de los que ocuparse y porqueeso no está en su carácter. Tardará más o menos, pero al cabo del tiempo el dolory la desesperación no le serán tan intensos, le menguará el estupor y sobre todose habrá ido haciendo a la idea: ‘Soy viuda’, pensará, o ‘Me he quedado viuda’.Ese será el hecho y el dato, será eso lo que contará a quienes le presenten y lepregunten por su estado, y seguramente ni siquiera querrá explicar cómo fue elcaso, demasiado truculento y desventurado para relatárselo a un recién conocidocuando medie un poco de distancia, supondría ensombrecer cualquierconversación en el acto. Y será también eso lo que se cuente de ella, y lo que secuenta de nosotros contribuye a definirnos aunque sea superficial e inexacto, alfin y al cabo no podemos sino ser superficiales para casi todo el mundo, unbosquejo, unos meros trazos desatentos. ‘Es viuda’, dirán, ‘perdió al marido encircunstancias terribles y nunca del todo aclaradas, yo misma tengo mis dudas,creo que lo atacó un hombre en la calle, no sé si un loco o un sicario o si fue un

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intento de secuestro al que él se resistió con todas sus fuerzas y en vista de eso selo cargaron allí mismo en el sitio; era un hombre adinerado, tenía mucho queperder o forcejeó más de la cuenta instintivamente, no estoy segura.’ Y cuandoLuisa esté casada de nuevo, y eso será a lo sumo de aquí a un par de años, elhecho y el dato, con ser idénticos, habrán cambiado y ya no pensará de símisma: ‘Me he quedado viuda’ o ‘Soy viuda’, porque ya no lo será en absoluto,sino ‘Perdí a mi primer marido y cada vez más se me aleja. Hace demasiadoque no lo veo y en cambio este otro hombre está aquí a mi lado y además estásiempre. También a él lo llamo marido, eso es extraño. Pero ha ocupado su lugaren mi cama y al y uxtaponerse lo difumina y lo borra. Un poco más cada día, unpoco más cada noche’.

Esta conversación continuó en otras ocasiones, creo que cada vez que nos vimos—no fueron tantas— surgió o la hizo surgir Díaz-Varela, a quien me resisto allamar Javier aunque fuera así como lo llamaba y como pensaba en él algunasnoches en que volvía tarde a mi casa tras haber estado con él un rato en la cama(en las camas ajenas se está siempre sólo un rato y de prestado a no ser que unosea invitado a dormir en ellas, y con él ése nunca fue el caso; es más, seinventaba pretextos innecesarios y absurdos para que yo tuviera que marcharme,cuando yo no he permanecido más de la cuenta en ningún sitio si no se mesolicitaba). Miraba por la ventana abierta antes de cerrar los ojos, miraba hacialos árboles que tengo enfrente sin farol que los alumbre y sin apenas distinguirlos,pero los oía agitarse en la oscuridad muy cerca como preludio de las tormentasque en Madrid no siempre descargan, y me decía: ‘Qué sentido tiene esto, paramí al menos. Él no disimula, no me engaña, no me oculta cuál es su esperanza niqué lo mueve, se le nota demasiado, no se da cuenta, mientras aguarda a que ellasalga de su postración o su embotamiento y empiece a verlo de otra manera, nocomo el amigo fiel de su marido que éste le dejó en herencia. Tiene que llevarcuidado con eso, con los pequeños pasos que da y por fuerza han de ser muypequeños, para que no parezca que no respeta su natural abatimiento o incluso lamemoria del muerto, y vigilar al mismo tiempo que no se le cuele nadie en elentretanto, no se debe despreciar como rival ni al más feo ni al más tonto ni almás extemporáneo ni al más aburrido o más lánguido, cualquiera puede ser unpeligro imprevisto. Mientras la acecha a ella me ve a mí de vez en cuando yquizá también a otras mujeres (hemos dado en evitarnos preguntas), y ya no sé siyo no hago lo mismo que él en cierto modo, confiar en hacérmeleimprescindible sin que él se dé cuenta, lograr formar parte de sus costumbres,aunque sean esporádicas, para que le cueste sustituirme cuando decidaabandonarme. Hay hombres que desde el principio lo dejan todo muy claro sinque se lo pida nadie: “Te advierto que no habrá más de lo que hay, entre tú y yo,

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y si aspiras a otra cosa más vale que cortemos esto en el acto”; o bien: “No eresla única ni pretendas serlo, si buscas exclusividad no es este el sitio”; o bien, comoha sido el caso con Díaz-Varela: “Estoy enamorado de otra a la que aún no le hallegado el momento de corresponderme. Ya le llegará, debo ser constante ypaciente. No hay nada malo en que me entretengas durante la espera, si quieres,pero ten bien presente que eso es lo que somos para el uno el otro: compañíaprovisional y entretenimiento y sexo, a lo sumo camaradería y contenidoafecto”. No es que Díaz-Varela me hay a dicho nunca estas palabras, en realidadno hacen falta, porque ese es el significado inequívoco que se desprende denuestros encuentros. Sin embargo esos hombres que advierten se desdicen con loshechos a veces, al pasar del tiempo, y además muchas mujeres tendemos a seroptimistas y en el fondo engreídas, más profundamente que los hombres, que enel terreno amoroso lo son sólo pasajeramente, se olvidan de seguirlo siendo:pensamos que ya cambiarán de actitud o de convicciones, que descubriránpaulatinamente que sin nosotras no pueden pasarse, que seremos la excepción ensus vidas o las visitas que al final se quedan, que acabarán por hartarse de esasotras invisibles mujeres que empezamos a dudar que existan y preferimos pensarque no existen, según vamos repitiendo con ellos y más los vamos queriendo apesar nuestro; que seremos las elegidas si tenemos el aguante para permanecer asu lado sin apenas queja ni insistencia. Cuando no provocamos inmediataspasiones, creemos que la lealtad y la presencia acabarán siendo premiadas yteniendo más durabilidad y más fuerza que cualquier arrebato o capricho. Enesos casos sabemos que nos sentiremos difícilmente halagadas aunque secumplan nuestras expectativas mejores, pero sí calladamente triunfantes, si enefecto éstas se cumplen. Pero de eso no hay certeza nunca mientras se prolongael forcejeo, y hasta las más creídas con motivo, hasta las cortejadasuniversalmente hasta entonces, se pueden llevar grandes chascos con esoshombres que no se les rinden y les hacen presuntuosas advertencias. Nopertenezco yo a esa clase, a la de las creídas, la verdad es que no albergoesperanzas triunfantes, o las únicas que me permito pasan por que Díaz-Varelafracase con Luisa antes, y entonces, tal vez, con suerte, se quede junto a mí porno moverse, hasta los hombres más inquietos y diligentes o maquinadores puedentornarse perezosos en algunas épocas, sobre todo tras una frustración o unaderrota o una muy larga espera inútil. Sé que no me ofendería ser un sustitutivo,porque en realidad lo es todo el mundo siempre, inicialmente: lo sería Díaz-Varela para Luisa, a falta de su marido muerto; lo sería para mí Leopoldo, al queaún no he descartado pese a gustarme sólo a medias —supongo que por si acaso— y con el que acababa de empezar a salir, qué oportuno, justo antes deencontrarme a Díaz-Varela en el Museo de Ciencias y de oírle hablar y hablarmirándole sin cesar los labios como todavía sigo haciendo cada vez que estamosjuntos, sólo puedo apartar de ellos la vista para llevarla hasta sus ojos nublados;

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quizá la propia Luisa lo fue para Deverne en su día, quién sabe, tras el primermatrimonio de aquel hombre tan agradable y risueño que no se entendería quenadie hubiera podido hacerle mal o dejarlo, y sin embargo ahí lo tenemos, cosidoa navajazos por nada y en camino hacia el olvido. Sí, todos somos remedos degente que casi nunca hemos conocido, gente que no se acercó o pasó de largo enla vida de quienes ahora queremos, o que sí se detuvo pero se cansó al cabo deltiempo y desapareció sin dejar rastro o sólo la polvareda de los pies que vanhuyendo, o que se les murió a esos que amamos causándoles mortal herida quecasi siempre acaba cerrándose. No podemos pretender ser los primeros, o lospreferidos, sólo somos lo que está disponible, los restos, las sobras, lossupervivientes, lo que va quedando, los saldos, y es con eso poco noble con lo quese erigen los más grandes amores y se fundan las mejores familias, de esoprovenimos todos, producto de la casualidad y el conformismo, de los descartesy las timideces y los fracasos ajenos, y aun así daríamos cualquier cosa a vecespor seguir junto a quien rescatamos un día de un desván o una almoneda, o nostocó en suerte a los naipes o nos recogió de los desperdicios; inverosímilmentelogramos convencernos de nuestros azarosos enamoramientos, y son muchos losque creen ver la mano del destino en lo que no es más que una rifa de pueblocuando ya agoniza el verano…’. Entonces apagaba la luz de la mesilla de nochey al cabo de unos segundos los árboles que agitaba el viento se me hacían unpoco visibles y podía dormirme observando, o acaso era adivinando, elmecimiento de sus hojas. ‘Qué sentido tiene’, pensaba. ‘El único sentido que tienees que cualquier atisbo nos vale en estas tontas e invencibles circunstancias,cualquier asidero. Un día más, una hora más a su lado, aunque esa hora tardesiglos en presentarse; la vaga promesa de volver a verlo aunque pasen muchasfechas en medio, muchas fechas de vacío. Señalamos en la agenda aquellas enque nos llamó o lo vimos, contamos las que se suceden sin tener ninguna noticia,y esperamos hasta bien entrada la noche para darlas por definitivamente yermaso perdidas, no vaya a ser que a última hora suene el teléfono y él nos susurre unabobada que nos haga sentir injustificada euforia y que la vida es benigna y seapiada. Interpretamos cada inflexión de su voz y cada insignificante palabra, a laque sin embargo dotamos de estúpido y promisorio significado, y nos larepetimos. Apreciamos cualquier contacto, aunque haya sido tan sólo el justopara recibir una excusa burda o un desplante o para escuchar una mentira poco onada elaborada. “Al menos ha pensado en mí en algún momento”, nos decimosagradecidos, o “Se acuerda de mí cuando se aburre, o si ha sufrido un revés conquien le importa, que es Luisa, quizá yo esté en segundo lugar y eso y a es algo”.A veces supone —aunque sólo a veces— que bastaría con que cay ese quienocupa el primero, eso lo han intuido todos los hermanos menores de los reyes ylos príncipes y aun los parientes menos cercanos y los apartados y remotosbastardos, que saben que de ese modo se pasa también de ser el décimo al

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noveno, del sexto al quinto y del cuarto al tercero, y en algún momento todosellos se habrán formulado en silencio su inexpresable deseo: “He should havedied yesterday”, o “Debería haber muerto ayer, o hace siglos”; o el que acontinuación se enciende en las cabezas de los más atrevidos: “Todavía está atiempo de morir mañana, que será el ayer de pasado mañana, si para entoncesyo sigo vivo”. Nos trae sin cuidado rebajarnos ante nosotros mismos, al fin y alcabo nadie nos va a juzgar ni hay testigos. Cuando nos atrapa la tela de arañafantaseamos sin límites y a la vez nos conformamos con cualquier migaja, conoírlo a él, con olerlo, con vislumbrarlo, con presentirlo, con que aún esté ennuestro horizonte y no haya desaparecido del todo, con que aún no se vea a lolejos la polvareda de sus pies que van huyendo.’

Conmigo Díaz-Varela no disimulaba la impaciencia que se veía obligado aocultar ante Luisa, cuando volvíamos a su conversación favorita, la que no podíamantener con ella y la única que me parecía que de verdad le importaba, comosi todo lo demás fuera aplazable y provisorio mientras ese asunto no estuvierazanjado, como si el esfuerzo invertido en él fuera tan grande que el resto de lasdecisiones debieran quedar en suspenso y aguardar a que aquello se resolviera enun sentido o en otro, y el conjunto de su vida futura dependiera del fracaso o eléxito de aquella obstinada ilusión suya sin fecha de cumplimiento fijada. Quizátampoco la había de incumplimiento definitivo: ¿qué pasaría si Luisa noreaccionaba a sus solicitudes y avances, o a sus pasiones si las expresaba, peropermanecía sola? ¿Cuándo consideraría él que era ya hora de abandonar tanlarga guardia? Yo no quería deslizarme hacia lo mismo insensiblemente y por esoseguía cultivando a Leopoldo, al que había preferido no informar de la existenciade Díaz-Varela. Si habría sido ridículo que mis pasos también dependieran,indirectamente, de los que diera o no diera una viuda desconsolada, más aún lohabría sido que se añadieran los de un pobre hombre inconsciente que ni siquierala conocía y se alargara así la cadena: con un poco de mala suerte y unoscuantos más enamorados de quienes sólo se dejan querer y no rechazan nicorresponden, se habría hecho interminable. Una serie de personas como fichasde dominó alineadas esperando el vencimiento de una mujer ajena a todo, parasaber junto a quién caer y quedarse, o si junto a nadie.

En ningún momento se le ocurrió a Díaz-Varela que a mí pudiera escocermela exposición de sus afanes, si bien es cierto que nunca se presentaba a sí mismocomo la salvación o el destino de Luisa; jamás decía ‘Cuando salga de su abismoy respire de nuevo a mi lado, y sonría’, menos aún ‘Cuando vuelva a casarse yserá conmigo’. Él nunca se postulaba ni se incluía, pero resultaba diáfano, era elhombre inamovible que espera, de haber vivido en otra época habría contado losdías que faltaban de luto, y los de semiluto o alivio o como se llamaran

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antiguamente, y habría consultado con las mujeres mayores —las másentendidas en estas cuestiones— qué fecha sería aceptable para que él sedesenmascarara y empezara a tirarle tejos. Es lo malo de que se hayan perdidoy a todos los códigos, que no sabemos cuándo toca nada ni a qué atenernos,cuándo es pronto y cuándo es tarde y nuestro tiempo ha pasado. Debemosguiarnos por nosotros mismos y así es fácil meter la pata.

No sé si es que lo veía todo a la misma luz o si se buscaba textos literarios ehistóricos que apoyaran sus argumentos y acudieran en su ayuda (quizá loorientaba Rico, hombre de saber inmenso, aunque por lo que yo sé es tarea vanaintentar sacar a este desdeñoso erudito del Renacimiento y la Edad Media, yaque nada de lo habido y sucedido después de 1650 le merece por lo visto respeto,incluida su propia existencia).

—He leído un libro bastante famoso que no sabía que lo fuera —me decía, ycogía el volumen francés de la estantería y lo agitaba ante mis ojos, como si conél en la mano pudiera hablarme con mayor conocimiento de causa y ademásme demostrara que en efecto lo había leído—. Es una novela corta de Balzac queme da la razón respecto a Luisa, respecto a lo que le ocurrirá de aquí a untiempo. Cuenta la historia de un Coronel napoleónico que fue dado por muerto enla batalla de Ey lau. Esta batalla tuvo lugar entre el 7 y el 8 de febrero de 1807cerca de la población de ese nombre, en la Prusia Oriental, y enfrentó a losejércitos francés y ruso con un frío del demonio, se dice que quizá sea la batallalibrada con un tiempo más inclemente de toda la historia, aunque ignoro cómopuede saberse eso y menos aún afirmarse. Este Coronel, Chabert de nombre, almando de un regimiento de caballería, recibe un brutal sablazo en el cráneo en eltranscurso del combate. Hay un momento de la novela en el que, al quitarse elsombrero en presencia de un abogado, se le levanta también la peluca que lleva,y se le ve una monstruosa cicatriz transversal que le coge desde el occipuciohasta el ojo derecho, imagínate —y se señaló la trayectoria en la cabeza,pasándose lentamente el índice—, formando ‘un enorme costurón prominente’,en palabras de Balzac, quien añade que el primer pensamiento que semejanteherida sugería era ‘¡Por ahí se ha escapado la inteligencia!’. El Mariscal Murat, elmismo que sofocó en Madrid el levantamiento del 2 de mayo, lanza entonces unacarga de mil quinientos j inetes para socorrerlo, pero todos ellos, Murat elprimero, pasan por encima de Chabert, de su cuerpo recién abatido. Se lo da pormuerto, pese a que el Emperador, que le tenía aprecio, envía a dos cirujanos averificar su defunción en el campo de batalla; pero esos dos hombres negligentes,sabedores de que le habían abierto la cabeza de parte a parte y luego lo habíanpisoteado dos regimientos de caballería, no se molestan ni en tomarle el pulso yla certifican oficialmente, aunque a la ligera, y esa muerte pasa a constar en losboletines del ejército francés, en los que se consigna y detalla, y así se convierteen un hecho histórico. Se lo apila en una fosa con los demás cadáveres desnudos,

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según era la costumbre: había sido un vivo ilustre, pero ahora es sólo un muertoen medio del frío y todos van al mismo sitio. El Coronel, de manera inverosímilpero muy convincente tal como se la relata a un abogado parisiense, Derville, alque quiere encargar su caso, recupera el conocimiento antes de ser sepultado,cree estar muerto, se da cuenta de que está vivo, y con muchas dificultades ysuerte logra salir de esa pirámide de fantasmas después de haber pertenecido aellos quién sabe durante cuántas horas y de haber oído, o creído oír, como dice—y aquí Díaz-Varela abrió el librito y buscó una cita, las debía de tenerseñaladas y tal vez por eso lo había cogido, para ofrecerme alguna de vez encuando—, ‘gemidos lanzados por el mundo de cadáveres en medio del cual yoyacía’; y añade que aún ‘hay noches en que creo oír esos suspiros ahogados’. Sumujer queda viuda, y al cabo de cierto tiempo contrae nuevas nupcias con un talFerraud, un Conde, del que tiene los hijos, dos, que no le había dado su primermatrimonio. Hereda de su militar caído y heroico una apreciable fortuna, serehace y sigue adelante con su vida, aún es joven, tiene trecho por recorrer y esoes lo determinante: el trecho que previsiblemente nos resta y cómo queremosatravesarlo una vez que decidimos permanecer en el mundo y no marchar traslos espectros, que ejercen una atracción muy fuerte cuando todavía sonrecientes, como si trataran de arrastrarnos. Cuando mueren muchos alrededor,como en una guerra, o bien uno solo muy querido, sentimos en primera instanciala tentación de irnos con ellos, o por lo menos de cargar con su peso, de nosoltarlos. La mayoría de la gente, sin embargo, los deja marchar del todo al cabodel tiempo, cuando se da cuenta de que su propia supervivencia está en juego, deque los muertos son un gran lastre e impiden cualquier avance, y aun cualquieraliento, si se vive demasiado pendiente de ellos, demasiado de su oscuro lado.Lamentablemente ya están fijos como pinturas, no se mueven, no añaden nada,no dicen nada ni jamás responden, y nos abocan al enquistamiento, a meternosen un rincón de su cuadro que no admite retoques al estar completamenteacabado. La novela no cuenta la pena de esa viuda, si es que la hubo como la hayen Luisa; no habla de su dolor ni de su luto, al personaje no se lo muestra en esaépoca, cuando recibiera la fatal noticia, sino unos diez años más tarde, en 1817,creo, pero es de suponer que siguió todo el obligado trayecto en estos casos(estupor, desolación, tristeza y languidecimiento, apatía, sobresalto y temor alcomprobar que pasa el tiempo, y recuperación entonces), puesto que tampocoaparece como una perfecta desalmada o al menos no como alguien que lo fueradesde el principio, la verdad es que no se sabe, eso queda en la penumbra.

Díaz-Varela se interrumpió y bebió un trago de su whisky con hielo que setenía servido. No se había vuelto a sentar tras levantarse a coger el libro, yoestaba en su sofá reclinada, aún no habíamos ido a su cama. Así solía ser,primero tomábamos asiento y hablábamos durante una hora al menos, y yosiempre tenía la duda de si vendría o no el segundo acto, nuestra manera inicial

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de comportarnos no lo preanunciaba en modo alguno, era la de dos personas quetienen cosas que contarse o sobre las que departir y que no han de pasarinevitablemente por el sexo. Yo tenía la sensación de que éste podía o no surgir yde que las dos posibilidades eran igualmente naturales y de que ninguna debíadarse por descontada, como si cada vez fuese la primera y nada se acumulara delo habido en ese campo —ni siquiera la confianza, ni siquiera la caricia en la cara—, y el mismo recorrido hubiera de empezarse desde el principio eternamente.También tenía la seguridad de que sería lo que él quisiera o más bien propusiera,porque lo cierto es que acababa proponiéndolo él sin falta, con una palabra o ungesto, pero sólo al cabo de la sesión de charla y ante mi timidez nunca vencida.Yo temía que en cualquier ocasión, en vez de hacer aquel gesto o decir aquellapalabra que me invitaban a pasar a su alcoba o a disponerme a que me levantarala falda, de pronto —o tras una pausa— pusiera fin a la conversación y alencuentro como si fuéramos dos amigos que han agotado los temas o a los queaguardan quehaceres y me despachara con un beso a la calle, jamás tenía lacerteza de que mi visita acabara con el enredo de nuestros cuerpos. Esta extrañaincertidumbre me gustaba y no me gustaba: por una parte me hacía pensar queél disfrutaba de mi compañía en todo caso y circunstancia, y que no me veíacomo un mero instrumento para su higiene o su desahogo sexuales; por otra medaba rabia que pudiera resistirse durante tanto rato a mi cercanía, que no sintierala necesidad apremiante de abalanzarse sobre mí sin preámbulos, nada másabrirme la puerta, y satisfacer su deseo; que fuera tan capaz de aplazarlo, o quizáera de condensarlo mientras yo lo miraba y oía. Pero este reparo hay queachacarlo a la inconformidad que nos domina, o sin la que no sabemos pasarnos,sobre todo porque al final siempre llegaba lo que yo temía que no se diese, yademás no había queja.

—Continúa, qué pasó después, en qué te da la razón ese libro —le dije. Desdeluego tenía labia y a mí me encantaba escucharlo, me hablara de lo que mehablara y aunque me relatase una historia vieja de Balzac que yo podría leer pormi cuenta, no por él inventada, seguramente sí interpretada o tal vez tergiversada.Lograba interesarme con cualquier cosa que eligiera, y aún peor, me divertía(peor porque tenía conciencia de que un día me tocaría apartarme). Ahora quey a no voy nunca a su casa, recuerdo aquellas visitas como un territorio secreto yuna pequeña aventura, gracias quizá al primer acto, o más a éste que al segundoincierto, y por incierto más ansiado entonces.

—El Coronel quiere recuperar su nombre, su carrera, su rango, su dignidad,su fortuna o parte de ella (lleva años viviendo en la miseria) y, lo que es máscomplicado, a su mujer, que resultaría ser bígama si se demostrase que Chabertes en efecto Chabert y no un impostor ni un lunático. Tal vez Madame Ferraud loquiso de veras y lloró su muerte cuando se la anunciaron, y sintió que el mundose le hundía; pero su reaparición está de sobra, su resurrección supone un

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verdadero incordio, un gran problema, una amenaza de catástrofe y de ruina, denuevo el hundimiento del mundo en el colmo de la paradoja: ¿cómo puede volvera traerlo el regreso de aquel cuya desaparición y a lo trajo? Aquí se veclaramente que, con el paso del tiempo, lo que ha sido debe seguir siendo o debeseguir habiendo sido, como sucede siempre o casi siempre, así está concebida lavida, de manera que lo hecho nunca pueda deshacerse ni desacontecer loacontecido; los muertos han de permanecer en su sitio y nada debe rectificarse.Nos permitimos añorarlos porque vamos sobre seguro con ellos: perdimos a talpersona, y como sabemos que no va a presentarse ni a reclamar el lugar quedejó vacante y que ha sido rápidamente ocupado, somos libres de anhelar contodas nuestras fuerzas su vuelta. La echamos de menos con la tranquilidad de quejamás van a cumplirse nuestros proclamados deseos y de que no hay posibleretorno, de que ya no va a intervenir en nuestra existencia ni en los asuntos delmundo, de que y a no va a intimidarnos ni a cohibirnos ni tan siquiera a hacernossombra, de que y a nunca más será mejor que nosotros. Lamentamossinceramente su marcha, y es cierto que cuando se produjo queríamos quehubiera seguido viviendo; que se hizo un hueco espantoso, y aun un abismo por elque nos tentó despeñarnos tras ellos, momentáneamente. Eso es,momentáneamente, es raro que esa tentación no se venza. Luego pasan los días ylos meses y los años y nos acomodamos; nos acostumbramos a ese hueco y nisiquiera nos planteamos la posibilidad de que el muerto volviera a llenarlo,porque los muertos no hacen eso y estamos a salvo de ellos, y además ese huecose ha cubierto y por lo tanto ya no es el mismo o ha pasado a ser ficticio. De losmás cercanos nos acordamos a diario, y aun nos entristecemos cada vez alpensar que no volveremos a verlos ni a oírlos ni a reír con ellos, o a besar a losque besábamos. Pero no hay muerte que no alivie algo en algún aspecto, o queno ofrezca alguna ventaja. Una vez acaecida, claro está, de antemano no sequiere ninguna, probablemente ni la de los enemigos. Se llora al padre, porejemplo, pero nos quedamos con su herencia, con su casa, su dinero y sus bienes,que tendríamos que devolverle si regresara, poniéndonos en un aprieto ycausándonos desgarradora angustia. Se llora a la mujer o al marido, pero a vecesdescubrimos, aunque tardemos un tiempo, que vivimos más felices ydesahogados sin ellos o que podemos empezar de nuevo, si todavía no somosdemasiado mayores para eso: la humanidad entera a nuestra disposición, comocuando éramos muy jóvenes; la posibilidad de elegir sin cometer viejos errores;el descanso de no tener que soportar las facetas de él o de ella que nosdesagradaban, y siempre hay algo que desagrada de quien está siempre ahí, anuestro lado o enfrente o detrás o delante, el matrimonio circunda, el matrimoniorodea. Se llora al gran escritor o al gran artista cuando mueren, pero hay ciertaalegría en saber que el mundo se ha hecho un poco más vulgar y más pobre yque nuestras propias vulgaridad y pobreza quedan así más escondidas o

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disimuladas, que ya no está ese individuo que con su presencia nos subray abanuestra comparativa medianía, que el talento ha dado otro paso hacia sudesaparición de la tierra o se desliza aún más hacia el pasado, del que no deberíasalir nunca, en el que debería quedar confinado para que no pudiera afrentarnosmás que retrospectivamente si acaso, lo cual es menos lacerante y másllevadero. Hablo de la mayoría, no de todos, desde luego. Pero este regocijo seobserva hasta en la actitud de los periodistas, que suelen titular ‘Muere el últimogenio del piano’, o ‘Cae la última leyenda del cine’, como si celebraranalborozados que por fin ya no hay más ni va a haberlos, que con la defunción deturno nos libramos de la universal pesadilla de que exista gente superior oespecialmente dotada a la que a nuestro pesar admiramos; que ahuyentamos unpoco más esa maldición o la rebajamos. Y por supuesto se llora al amigo, comoyo he llorado a Miguel, pero también en eso hay una sensación grata desupervivencia y de mejor perspectiva, de ser uno quien asista a la muerte delotro y no a la inversa, de poder contemplar su cuadro completo y al final contarla historia, de encargarse de las personas que deja desamparadas y consolarlas.A medida que los amigos mueren uno se va sintiendo más encogido y más solo,pero a la vez va descontando, ‘Uno menos, uno menos, yo sé lo que fue de elloshasta el último instante, y soy quien queda para contarlo. A mí, en cambio, nadieme verá morir a quien yo le importe de veras ni será capaz de relatarme entero,luego en cierto sentido estaré siempre inacabado, porque ellos no tendrán lacerteza de que yo no siga vivo eternamente, si caer no me han visto’.

Tenía una fuerte tendencia a disertar y a discursear y a la digresión, como se lahe visto a no pocos escritores de los que pasan por la editorial, parece que no lesbastara con llenar hojas y hojas con sus ocurrencias y sus historias absurdascuando no pretenciosas cuando no truculentas cuando no patéticas, salvoexcepción. Pero Díaz-Varela no era exactamente escritor y en su caso no memolestaba, es más, siguió siempre ocurriéndome lo que me había sucedido lasegunda vez que lo vi, en la terraza vecina al Museo, que mientras peroraba nopodía apartar los ojos de él y me deleitaban su voz grave y como hacia dentro ysu sintaxis de encadenamientos a menudo arbitrarios, el conjunto parecíaprovenir a veces no de un ser humano sino de un instrumento musical que notransmite significados, quizá de un piano tocado con agilidad. En esta ocasión, sinembargo, sentía curiosidad por saber del Coronel Chabert y de Madame Ferraud,y sobre todo por qué aquella novela corta le daba la razón respecto a Luisa, segúnél, aunque esto último me lo iba imaginando.

—Ya, pero ¿qué pasó con el Coronel? —lo interrumpí, y vi que no se lotomaba a mal, tenía conciencia de su propensión y quizá agradecía que se larefrenaran—. ¿Lo aceptó el mundo de los vivos al que pretendía regresar? ¿Lo

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aceptó su mujer? ¿Logró volver a existir?—Lo que pasó es lo de menos. Es una novela, y lo que ocurre en ellas da lo

mismo y se olvida, una vez terminadas. Lo interesante son las posibilidades eideas que nos inoculan y traen a través de sus casos imaginarios, se nos quedancon mayor nitidez que los sucesos reales y los tenemos más en cuenta. Y lo quele pasó al Coronel lo puedes averiguar por tus propios medios, no te vendría malleer a autores no contemporáneos de vez en cuando. Te presto el libro si quieres,¿o no lees francés? La traducción que hay por ahí es mala. Casi nadie sabe yafrancés. —Él había estudiado en el Liceo; poco nos habíamos contado de nuestrasrespectivas historias, eso sí me lo había llegado a decir—. Lo que aquí importa esque la reaparición de ese Chabert es una desdicha absoluta. Por supuesto para sumujer, que se había rehecho y ya tiene esta otra vida en la que no cabe él o sólocabe como pasado, como estaba, como recuerdo cada vez más delgado, muertoy bien muerto, enterrado en una fosa desconocida y lejana junto con otros caídosde aquella batalla de Ey lau de la que diez años después casi nadie se acuerda nise quiere acordar, entre otros motivos porque el que la libró está desterrado ylanguidece en Santa Helena y ahora reina Luis XVIII, y lo primero que todorégimen hace es olvidar y minimizar y borrar lo del anterior, y convertir a losque lo sirvieron en nostálgicos putrefactos a los que sólo les resta apagarsequedamente y morir. El Coronel lo sabe desde el primer momento, que suinexplicable supervivencia es una maldición para la Condesa, la cual no respondea sus iniciales cartas ni quiere verlo, no está dispuesta a arriesgarse a reconocerloy confía en que se trate de un demente o de un farsante, o si no en que desista poragotamiento, amargura y desolación. O, cuando ya no puede seguir negando, enque regrese a los campos de nieve y se muera de una vez, otra vez. Cuando porfin se encuentran y hablan, el Coronel, que no ha hallado razones para dejar deamarla durante su largo exilio de la tierra con las infinitas penalidades de ser undifunto, le pregunta —y Díaz-Varela buscó otra cita en el pequeño volumen,aunque esta era tan corta que por fuerza se la tenía que saber de memoria—:‘¿Los muertos hacen mal en volver?’, o acaso (también podría entenderse así):‘¿Se equivocan los muertos al regresar?’. Lo que dice en francés es esto: ‘Lesmorts ont donc bien tort de revenir?’. —Y me pareció que su acento también erabueno en esa lengua—. La Condesa, hipócritamente, le contesta: ‘¡Oh señor, no,no! No me crea usted ingrata’, y añade: ‘Si y a no está en mi mano amarlo, sétodo lo que le debo y todavía puedo brindarle los afectos de una hija’. Y diceBalzac que, tras escuchar la comprensiva y generosa respuesta del Coronel aestas palabras —y Díaz-Varela leyó de nuevo (boca carnosa, boca besable)—,‘La Condesa le lanzó una mirada impregnada de tal reconocimiento que el pobreChabert habría querido volver a meterse en su fosa de Ey lau’. Es decir, hay queentender, habría querido no causarle más problemas ni perturbaciones, noentrometerse en un mundo que había dejado de ser el suyo, no ser más su

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pesadilla ni su fantasma ni su tormento, suprimirse y desaparecer.—¿Y así lo hizo? ¿Abandonó el campo y se dio por vencido? ¿Se volvió a su

fosa, se retiró? —le pregunté aprovechando su pausa.—Ya lo leerás. Pero esa desdicha de permanecer vivo tras haberse muerto y

haber sido dado por muerto hasta en los anales del Ejército (‘un hecho histórico’),no sólo alcanza a su mujer, sino también a él. No se puede pasar de un estado aotro, o mejor dicho, del segundo al primero, claro está, y él tiene plenaconciencia de ser un cadáver, un cadáver oficial y en buena medida real, élcreyó serlo del todo y oyó los gemidos de sus iguales, que ningún vivo podría oír.Cuando al comienzo de la novela se presenta en el bufete del abogado, uno de lospasantes o mandaderos le pregunta el nombre. Él responde: ‘Chabert’, y elindividuo le dice: ‘¿El Coronel muerto en Ey lau?’. Y el espectro, lejos deprotestar, de rebelarse y enfurecerse y contradecirle en el acto, se limita aasentir y a confirmárselo mansamente: ‘El mismo, señor’. Y un poco más tardees él quien hace suya esa definición. Cuando por fin logra que lo atienda elabogado en persona, Derville, y éste le pregunta: ‘Señor, ¿con quién tengo elhonor de hablar?’, él contesta: ‘Con el Coronel Chabert’. ‘¿Cuál?’, insiste elabogado, y lo que oy e a continuación es un absurdo que no deja de ser la puraverdad: ‘El que murió en Ey lau’. En otro momento es el propio Balzac el que serefiere a él de esta manera, aunque sea irónicamente: ‘Señor, dijo el difunto…’,eso escribe. El Coronel padece sin cesar su detestable condición de hombre queno ha muerto cuando le tocaba morir o aun después de sí morir, como mandóverificar con pena el mismísimo Napoleón. Al exponerle su caso a Derville, leconfiesa lo siguiente —y Díaz-Varela rebuscó entre las páginas hasta dar con lacita—: ‘A fe mía que hacia aquella época, y todavía hoy, en algunos momentos,mi nombre me es desagradable. Quisiera no ser yo. El sentimiento de misderechos me mata. Si mi enfermedad me hubiera quitado todo recuerdo de miexistencia pasada, eso me habría hecho feliz’. Fíjate bien: ‘Mi nombre me esdesagradable, quisiera no ser yo’. —Díaz-Varela me repitió estas palabras, melas subrayó—. Lo peor que le puede pasar a alguien, peor que la muerte misma;también lo peor que uno puede hacerles a los demás, es volver del lado del queno se vuelve, resucitar a destiempo, cuando y a no se lo espera, cuando es tarde yno corresponde, cuando los vivos lo tienen a uno por terminado y han proseguidoo reanudado sus vidas sin contar más con él. No hay mayor desgracia, para elque regresa, que descubrir que está de sobra, que su presencia es indeseada, queperturba el universo, que constituye un estorbo para sus seres queridos y queéstos no saben qué hacer con él.

—‘Lo peor que le puede pasar a alguien’, vaya. Estás hablando como si esosucediera, y eso no sucede jamás, o solamente en la ficción.

—La ficción tiene la facultad de enseñarnos lo que no conocemos y lo que nose da —me respondió con rapidez—, y en este caso nos permite imaginarnos los

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sentimientos de un muerto que se viera obligado a volver, y nos muestra por quéno deben volver. Excepto la gente muy trastornada o anciana, todo el mundo,más pronto o más tarde, hace esfuerzos por olvidarlos. Evita pensar en ellos, ycuando no lo puede remediar por alguna razón, se amohína, se entristece, sedetiene, se le saltan las lágrimas, y se ve impedido de continuar hasta que sesacude el pensamiento oscuro o aborta la rememoración. A la larga, no teengañes, incluso a la media, todo el mundo acaba por sacudirse a los muertos,ese es su destino final, y lo más probable es que ellos se mostraran conformescon esa medida, y que, una vez conocida y probada su condición, no estuvierantampoco dispuestos a regresar. Quien haya cesado en la vida, quien se hayadesentendido de ella, aunque no haya sido por su voluntad sino por asesinato y asu gran pesar, no querría reincorporarse, reanudar la fatiga enorme de existir.Mira, el Coronel Chabert ha sufrido incomparables padecimientos y ha visto loque todos tenemos por los may ores horrores, los de la guerra; uno diría que nadiepodría darle lecciones de espanto a quien hubiera participado en despiadadasbatallas libradas bajo un frío inhumano, como en Ey lau, y esa no fue la primeraen la que él tomó parte, sino la última; allí se enfrentaron dos ejércitos de setentay cinco mil hombres cada uno; no se sabe con exactitud cuántos murieron, perose dice que quizá no fueron menos de cuarenta mil, y que se combatió durantecatorce horas o más para bien poco: los franceses se adueñaron del campo, peroéste no era más que una vasta extensión nevada con cadáveres amontonados, yel Ejército ruso quedó muy dañado cuando se retiró, pero no destruido. Losfranceses estaban tan maltrechos y exhaustos, y tan ateridos, que durante cuatrohoras, con la noche entrada, ni siquiera se dieron cuenta de que sus enemigos seiban silenciosamente. No habrían estado en condiciones de perseguirlos. Secuenta que a la mañana siguiente el Mariscal Ney recorrió el campo a caballo yque el único comentario que salió de sus labios reflejó una mezcla desobrecogimiento, hastío y desaprobación: ‘¡Qué matanza! Y sin resultado’. Y sinembargo, pese a todo esto, no es precisamente el militar, no es Chabert, sino elabogado, Derville, que no ha visto nunca una carga de caballería ni una herida debayoneta ni los estragos de un cañonazo, que se ha pasado la vida metido en sudespacho o en los tribunales, a salvo de la violencia física, sin apenas salir deParís, quien al final de la novela se permite hablar e ilustrarnos sobre los horroresa que ha asistido a lo largo de su carrera, una carrera civil, ejercida no en laguerra sino en la paz, no en el frente sino en la retaguardia. Le dice a su antiguoempleado Godeschal, que ahora se va a estrenar como abogado: ‘¿Sabe usted,querido amigo, que en nuestra sociedad existen tres hombres, el Sacerdote, elMédico y el Hombre de justicia, que no pueden estimar el mundo? Tienenvestimentas negras, quizá porque llevan el duelo de todas las virtudes, de todas lasilusiones. El más desgraciado de los tres es el abogado’. Cuando la gente acude alsacerdote, le explica, lo hace con remordimiento, con arrepentimiento, con

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creencias que la engrandecen y le confieren interés, y que en cierto modoconsuelan el alma del mediador. ‘Pero nosotros los abogados’ —y aquí Díaz-Varela me leyó en español de la última página de la novela, traduciendo sobre lamarcha sin duda, no es que se hubiera preparado una versión—, ‘nosotros vemosrepetirse los mismos sentimientos malvados, nada los corrige, nuestros bufetesson cloacas que no se pueden limpiar. ¡De cuántas cosas no me he enterado aldesempeñar mi cargo! ¡He visto morir a un padre en un granero, sin blanca,abandonado por dos hijas a las que había donado cuarenta mil libras de renta! Hevisto arder testamentos; he visto a madres despojar a sus hijos, a maridos robar asus mujeres, a mujeres matar a sus maridos valiéndose del amor que lesinspiraban para volverlos locos o imbéciles, a fin de vivir en paz con un amante.He visto a mujeres darle al niño de un primer lecho gotas que debían traerle lamuerte, a fin de enriquecer al hijo del amor. No puedo decirle todo lo que hevisto, porque he visto crímenes contra los que la justicia es impotente. En fin,todos los horrores que los novelistas creen inventar se quedan siempre por debajode la verdad. Va usted a conocer todas estas cosas tan bonitas, a usted se las dejo;yo me voy a vivir al campo con mi mujer, París me produce horror.’

Díaz-Varela cerró el pequeño volumen y guardó el breve silencio queconviene a cualquier final. No me miró, permaneció con la vista fija en lacubierta, como si dudara si volverlo a abrir, si volver a empezar. Yo no pude pormenos de preguntar otra vez por el Coronel:

—¿Y cómo acabó Chabert? Supongo que mal, si la conclusión es tanpesimista. Pero también es una visión muy parcial, lo admite el propio personaje:la de uno de los tres hombres que no pueden estimar el mundo, la del másdesgraciado, según él. Por fortuna hay muchas más, y la may oría difiere de lade esos tres.

Pero no me contestó. De hecho tuve la impresión, inicialmente, de que nisiquiera me había oído.

—Así termina el relato —dijo—. Bueno, casi: Balzac le hace responder a eseGodeschal una frase que no viene a cuento y que está a punto de anular la fuerzade esta visión que te acabo de leer; en fin, es un defecto menor. Esta novela fueescrita en 1832, hace ciento ochenta años, aunque la conversación entre los dosabogados, el veterano y el novel, Balzac la sitúa extrañamente en 1840, es decir,en lo que en aquel momento era el futuro, en una fecha en la que ni siquierapodía tener la seguridad de ir a vivir, como si supiera a ciencia cierta que nadaiba a cambiar, no y a en los siguientes ocho años sino jamás. Si esa fue suintención, tenía toda la razón. No es sólo que las cosas sigan siendo hoy como lasdescribió entonces o quizá peor, pregúntale a cualquier abogado. Es que siemprehan sido así. El número de crímenes impunes supera con creces el de loscastigados; del de los ignorados y ocultos ya no hablemos, por fuerza ha de serinfinitamente mayor que el de los conocidos y registrados. En realidad es natural

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que sea Derville, no Chabert, el encargado de hablar de los horrores del mundo.Al fin y al cabo un soldado juega relativamente limpio, se sabe a lo que va, notraiciona ni engaña y actúa no sólo obedeciendo órdenes, sino por necesidad: essu vida o la del enemigo, que quiere quitársela o más bien se encuentra en lamisma disy untiva que él. El soldado no suele obrar por propia iniciativa, noconcibe odios ni resentimientos ni envidias, no lo mueven la codicia a largo plazoni la ambición personal; carece de motivos, más allá de un patriotismo vago,retórico y hueco, eso los que lo sientan y se dejen convencer: pasaba en tiemposde Napoleón, ahora ya rara vez, ese tipo de hombre y a casi no existe, al menosen nuestros países con sus ejércitos de mercenarios. Las carnicerías de lasguerras son espantosas, sí, pero quienes intervienen en ellas las ejecutan tan sóloy no las maquinan, ni siquiera las maquinan del todo los generales ni los políticos,que tienen una visión cada vez más abstracta e irreal de esas matanzas y desdeluego no asisten a ellas, hoy menos que nunca; en verdad es como si enviaran alfrente o a bombardear a soldaditos de juguete cuy os rostros jamás ven, o bien,hoy en día, supongo, como si activaran y se entregaran a un juego más deordenador. En cambio los crímenes de la vida civil sí que dan escalofríos, danpavor. Quizá no tanto por ellos, que son menos llamativos y están dosificados yesparcidos, uno aquí, otro allá, al darse en forma de goteo parece que clamenmenos al cielo y no levantan oleadas de protestas por incesante que sea susucesión: cómo podría ser, si la sociedad convive con ellos y está impregnada desu carácter desde tiempo inmemorial. Pero sí por su significado. Ahí participansiempre la voluntad individual y el motivo personal, cada uno es concebido yurdido por una sola mente, a lo sumo por unas pocas si se trata de unaconspiración; y hacen falta muchas distintas, separadas unas de otras porkilómetros o años o siglos, en principio no expuestas al contagio mutuo, para quese cometan tantísimos como ha habido y aún hay ; lo cual, en cierto sentido,resulta más descorazonador que una carnicería masiva ordenada por un solohombre, por una sola mente a la que siempre podremos considerar unainhumana y desdichada excepción: la que declara una guerra injusta y sincuartel o inicia una feroz persecución, la que dictamina un exterminio odesencadena una yihad. Lo peor no es esto, con ser atroz, o lo es sólocuantitativamente. Lo peor es que tantos individuos dispares de cualquier época ypaís, cada uno por su cuenta y riesgo, cada uno con sus pensamientos y finesparticulares e intransferibles, coincidan en tomar las mismas medidas de robo,estafa, asesinato o traición contra sus amigos, sus compañeros, sus hermanos, suspadres, sus hijos, sus maridos, sus mujeres o amantes de los que ya se quierendeshacer. Contra aquellos a los que probablemente más quisieron alguna vez, porquienes en otro tiempo habrían dado la vida o habrían matado a quien losamenazara, es posible que se hubieran enfrentado a sí mismos de haberse vistoen el futuro, dispuestos a asestarles el golpe definitivo que ahora y a se aprestan a

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descargar sobre ellos sin remordimiento ni vacilación. Es a esto a lo que serefiere Derville: ‘Nosotros vemos repetirse los mismos sentimientos malvados,nada los corrige, nuestros bufetes son cloacas que no se pueden limpiar… Nopuedo decirle todo lo que he visto…’. —Díaz-Varela citó esta vez de memoria yse paró, quizá porque no recordaba más, quizá porque no tenía objeto seguir.Volvió a fijar la vista en la cubierta, cuy a ilustración era un cuadro con la cara deun húsar, o eso me pareció, con nariz aguileña, mirada perdida, largo bigotecurvo y morrión, posiblemente de Géricault; y añadió, como si abandonara esamisma mirada perdida y saliera de una ensoñación—: Es una novela bastantefamosa, aunque y o no lo sabía. Hasta se han hecho tres películas de ella,imagínate.

Cuando alguien está enamorado, o más precisamente cuando lo está una mujer yademás es al principio y el enamoramiento todavía posee el atractivo de larevelación, por lo general somos capaces de interesarnos por cualquier asuntoque interese o del que nos hable el que amamos. No solamente de fingirlo paraagradarle o para conquistarlo o para asentar nuestra frágil plaza, que también,sino de prestar verdadera atención y dejarnos contagiar de veras por lo quequiera que él sienta y transmita, entusiasmo, aversión, simpatía, temor,preocupación o hasta obsesión. No digamos de acompañarlo en sus reflexionesimprovisadas, que son las que más atan y arrastran porque asistimos a sunacimiento y las empujamos, y las vemos desperezarse y vacilar y tropezar. Depronto nos apasionan cosas a las que jamás habíamos dedicado un pensamiento,cogemos insospechadas manías, nos fijamos en detalles que nos habían pasadoinadvertidos y que nuestra percepción habría seguido omitiendo hasta el fin denuestros días, centramos nuestras energías en cuestiones que no nos afectan másque vicariamente o por hechizo o contaminación, como si decidiéramos vivir enuna pantalla o en un escenario o en el interior de una novela, en un mundo ajenode ficción que nos absorbe y entretiene más que el nuestro real, el cual dejamostemporalmente en suspenso o en un segundo lugar, y de paso descansamos de él(nada tan tentador como entregarse a otro, aunque sólo sea con la imaginación, yhacer nuestros sus problemas y sumergirnos en su existencia, que al no ser lanuestra y a es más leve por eso). Tal vez sea excesivo expresarlo así, pero nosponemos inicialmente al servicio de quien nos ha dado por querer, o por lo menosa su disposición, y la may oría lo hacemos sin malicia, esto es, ignorando quellegará un día, si nos afianzamos y nos sentimos firmes, en que él nos mirarádesilusionado y perplejo al comprobar que en realidad nos trae sin cuidado lo queantaño nos suscitaba emoción, que nos aburre lo que nos cuenta sin que él hay avariado de temas ni éstos hay an perdido interés. Será sólo que hemos dejado deesforzarnos en nuestro entusiasta querer inaugural, no que fingiéramos y

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fuéramos falsas desde el primer instante. Con Leopoldo nunca hubo un ápice deese esfuerzo, porque tampoco lo hubo de ese voluntarioso e ingenuo eincondicional querer; sí en cambio con Díaz-Varela, con quien me volquéíntimamente —es decir, con prudencia y sin agobiarlo, ni casi hacérselo notar—pese a saber de antemano que él no podría corresponderme, que él estaba a suvez al servicio de Luisa y que además llevaba por fuerza mucho tiempoesperando su oportunidad.

Me llevé la novelita de Balzac (sí, sé francés) porque él la había leído y mehabía hablado de ella, y cómo no interesarme por lo que le había interesado a élsi estaba en la fase del enamoramiento en que éste es una revelación. Tambiénpor curiosidad: quería averiguar qué le había ocurrido al Coronel, aunque y asuponía que no habría terminado bien, que no habría reconquistado a su mujer nirecuperado su fortuna ni su dignidad, que acaso habría añorado su condición decadáver. No había leído nunca nada de ese autor, era un nombre célebre más alque como a tantos otros no me había asomado, es verdad que el trabajo en unaeditorial impide conocer, paradójicamente, casi todo lo valioso que la literaturaha creado, lo que el tiempo ha sancionado y autorizado milagrosamente apermanecer más allá de su brevísimo instante que cada vez se hace más breve.Pero además me intrigaba saber por qué Díaz-Varela se había fijado y detenidotanto en ella, por qué lo había llevado a esas reflexiones, por qué la utilizabacomo demostración de que los muertos están bien así y nunca deben volver,aunque su muerte hay a sido intempestiva e injusta, estúpida, gratuita y azarosacomo la de Desvern, y aunque ese riesgo no exista, el de su reaparición. Eracomo si temiera que en el caso de su amigo esa resurrección fuera posible yquisiera convencerme o convencerse del error que significaría, de suinoportunidad, y aun del mal que ese regreso haría a los vivos y también aldifunto, como irónicamente había llamado Balzac al superviviente y fantasmalChabert, de los padecimientos superfluos que les causaría a todos, como si losverdaderos muertos aún pudieran padecer. Asimismo me daba la impresión deque Díaz-Varela se esforzaba por suscribir y dar por cierta la visión pesimista delabogado Derville, sus ideas sombrías sobre la capacidad infinita de los individuosnormales (de ti, de mí) para la codicia y el crimen, para anteponer sus interesesmezquinos a cualquier otra consideración de piedad, afecto y hasta temor. Eracomo si quisiera verificar en una novela —no en una crónica ni en unos anales nien un libro de historia—, persuadirse a través de ella de que la humanidad era asípor naturaleza y lo había sido siempre, de que no había escapatoria y de que nocabía esperar más que las may ores vilezas, las traiciones y las crueldades, losincumplimientos y los engaños que brotaban y se cometían en todo tiempo ylugar sin necesidad de ejemplos previos ni de modelos que imitar, sólo que lamayoría quedaban en secreto, encubiertos, eran subrepticios y jamás salían a laluz, ni siquiera al cabo de cien años, que es justamente cuando a nadie le

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preocupa saber lo que aconteció tanto tiempo atrás. Y no había llegado a decirlo,pero era fácil deducir que ni siquiera creía que hubiera muchas excepciones,aunque quizá sí unas pocas de los seres cándidos, sino más bien que dondeparecía haberlas lo que en verdad solía haber era mera falta de imaginación o deaudacia, o bien mera incapacidad material para llevar a cabo el desvalijamientoo el crimen, o bien ignorancia nuestra, desconocimiento de lo que la gente habíahecho o planeado o mandado ejecutar, conseguida ocultación.

Al llegar al final de la novela, a las palabras de Derville que Díaz-Varela mehabía recitado improvisando en español, me llamó la atención que hubieraincurrido en un error de traducción, o acaso era que había entendido mal, tal vezinvoluntariamente o tal vez a propósito para cargarse aún más de razón; quizáhabía querido o había optado por leer algo que no estaba en el texto y que, en suequivocada interpretación, deliberada o no, reforzaba lo que él trataba desuscribir y subray aba lo despiadados que eran los hombres, o en este caso lasmujeres. Él había citado así: ‘He visto a mujeres darle al niño de un primer lechogotas que debían traerle la muerte, a fin de enriquecer al hijo del amor’. Al oíresa frase se me había helado la sangre, porque suele estar fuera de nuestrascabezas la idea de que una madre haga distinciones entre sus criaturas, más aúnque las haga en función de quiénes sean los padres, de cuánto hay an amado auno o detestado o padecido a otro, y todavía más que sea capaz de causarle lamuerte al primer vástago en beneficio del preferido, administrándole a aquél conañagaza un veneno, aprovechándose de su confianza ciega en la persona que lotrajo al mundo, que lo ha alimentado y cuidado y sanado durante su existenciaentera, quizá en forma de curativas gotas contra la tos. Pero no era eso lo quedecía el original, en la novela no se leía ‘J’ai vu des femmes donnant à l’enfantd’un premier lit des gouttes qui devaient amener sa mort…’, sino ‘des goûts’, queno significa ‘gotas’ sino ‘gustos’, aunque aquí no cupiera traducirlo así, porquesería como mínimo ambiguo e induciría a confusión. Sin duda Díaz-Varela teníamejor francés que y o, si había estudiado en el Liceo, pero me atreví a pensarque el equivalente más adecuado a lo que escribió Balzac sería algo semejante aesto: ‘He visto a mujeres inculcarle al hijo de un primer lecho aficiones’ (o quizá‘inclinaciones’) ‘que debían acarrearle la muerte, a fin de enriquecer al hijo delamor’. Bien mirado, tampoco era demasiado clara la frase según estainterpretación, ni demasiado fácil imaginarse a qué se refería exactamenteDerville. ¿Darle, inculcarle aficiones que le acarrearían la muerte? ¿Acaso labebida, el opio, el juego, una mentalidad criminal? ¿El gusto por el lujo sin el quey a no se podría pasar y que lo llevaría a delinquir para procurárselo, la lasciviaenfermiza que lo expondría a infecciones o lo impulsaría a violar? ¿Un caráctertan medroso y débil que lo empujaría al suicidio al primer revés? Sí, era oscura ycasi enigmática. Fuera lo que fuese, en todo caso, cuán a largo plazo seproduciría esa deseada, esa maquinada muerte, cuán lento el plan, o prolongada

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la inversión. Y al mismo tiempo, de ser así, el grado de perversidad de esa madresería mucho may or que si se limitara a darle a su primogénito unas gotasasesinas disimuladas, que tal vez sólo un médico inquisitivo y terco sabríadetectar. Hay una diferencia entre educar a alguien para su perdición y sumuerte y matarlo sin más, y normalmente creemos que lo segundo es más gravey más condenable, la violencia nos horroriza, la acción directa nos escandalizamás, o acaso es que en ella no hay lugar para la duda ni para la excusa, quien laejecuta o comete no puede parapetarse en nada, ni en el equívoco ni en elaccidente ni en un mal cálculo ni en ningún error. Una madre que echó a perdera su hijo, que lo malcrió o desvió intencionadamente, siempre podría decir antelas consecuencias nefastas: ‘Ah no, yo no quería. Dios mío, qué torpe fui, ¿cómoimaginar este resultado? Siempre lo hice todo por amor excesivo y con la mejorintención. Si lo protegí hasta tornarlo cobarde, o le di caprichos hasta torcerlo yconvertirlo en un déspota, fue buscando siempre su felicidad. Qué ciega y dañinafui’. Y aun sería capaz de llegar a creérselo ella misma, mientras que le seríaimposible pensar o contarse nada parecido si el vástago hubiera muerto a susmanos, por obra suy a y en el momento decidido por ella. Es muy distinto causarla muerte, se dice quien no empuña el arma (y nosotros seguimos surazonamiento sin advertirlo), que prepararla y aguardar a que venga sola o a quecaiga por su propio peso; también que desearla, también que ordenarla, y eldeseo y la orden se mezclan a veces, llegan a ser indistinguibles para quienesestán acostumbrados a ver aquéllos satisfechos nada más expresarlos oinsinuarlos, o a hacer que se cumplan nada más concebirlos. Por eso los máspoderosos y los más arteros no se manchan nunca las manos ni casi tampoco lalengua, porque así les cabe la posibilidad de decirse en sus días másautocomplacientes, o en los más acosados y fatigados por la conciencia: ‘Ah, alfin y al cabo y o no fui. ¿Acaso estaba presente, acaso cogí la pistola, la cuchara,el puñal, lo que acabara con él? Ni siquiera estaba allí cuando murió’.

Empecé no a sospechar, pero sí a preguntarme, cuando una noche, tras volver decasa de Díaz-Varela de buen humor y animada, ya acostada frente a mis árbolesagitados y oscuros, me sorprendí deseando, o fue más bien fantaseando con laposibilidad de que Luisa muriera y me dejara el campo libre con él, ella que nohacía nada por ocuparlo. Nos llevábamos bien, me interesaba cuanto me contabao y o estaba dispuesta a que me interesase sin que me costara el menor esfuerzolograrlo, y a él era evidente que le agradaba y divertía mi compañía, desde luegoen la cama pero también fuera de ella, y es esto último lo determinante, o si loprimero es necesario no basta, es insuficiente sin lo segundo, y y o contaba conambas ventajas. En momentos vanidosos tendía a pensar que, de no tener élaquella vieja fijación, aquella antigua pasión cerebral —no me atrevía a llamarlo

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aquel viejo proy ecto, porque eso habría implicado sospecha y ésta aún no mehabía asaltado—, no sólo habría estado contento conmigo, sino que me le habríahecho imprescindible paulatinamente. A veces tenía la sensación de que no podíaabandonarse conmigo —es decir, entregárseme— porque había decidido en sucabeza, hacía tiempo, que era Luisa la persona elegida, y además lo había sidocon el convencimiento que otorga carecer de toda esperanza, cuando no existía lamás remota posibilidad de ver cumplido su sueño y ella era la mujer de su mejoramigo al que los dos tanto querían. Tal vez hasta la había convertido en unpretexto ideal para no comprometerse nunca lo bastante con nadie, para saltar deuna mujer a otra y que ninguna tuviera mucha duración ni importancia, porqueél estaba mirando de reojo siempre hacia otro lado, o por encima de sus hombrosmientras las abrazaba despierto (por encima de nuestros hombros, y o ya debíaincluirme entre las así abrazadas). Cuando uno desea algo largo tiempo, resultamuy difícil dejar de desearlo, quiero decir admitir o darse cuenta de que ya no lodesea o de que prefiere otra cosa. La espera nutre y potencia ese deseo, laespera es acumulativa para con lo esperado, lo solidifica y lo vuelve pétreo, yentonces nos resistimos a reconocer que hemos malgastado años aguardando unaseñal que cuando por fin se produce ya no nos tienta, o nos da infinita perezaacudir a su llamada tardía de la que ahora desconfiamos, quizá porque no nosconviene movernos. Uno se acostumbra a vivir pendiente de la oportunidad queno llega, en el fondo tranquilo, a salvo y pasivo, en el fondo incrédulo de quenunca vaya a presentarse.

Pero ay, al mismo tiempo nadie renuncia a la oportunidad del todo, y esepicor nos desvela, o nos impide sumergirnos en el profundo sueño. Las cosas másimprobables han sucedido, y eso todos lo intuimos, hasta los que no saben nada dehistoria ni de lo acontecido en el mundo anterior, ni siquiera de lo que ocurre eneste, que avanza al mismo paso indeciso que ellos. Quién no ha asistido a algo así,a veces sin reparar en ello hasta que alguien nos lo señala con el dedo y le daformulación: el más torpe del colegio ha llegado a ministro y el holgazán abanquero, el individuo más tosco y feo tiene un éxito loco con las mejoresmujeres, el más simple se convierte en escritor venerado y es candidato alPremio Nobel, como quizá lo sea de veras Garay Fontina, vendrá acaso el día enque lo llamarán de Estocolmo; la admiradora más pesada y vulgar lograacercarse a su ídolo y acaba casándose con él, el periodista corrupto y ladrónpasa por moralista y por paladín de la honradez, reina el más remoto ypusilánime de los sucesores al trono, el último de la lista y el más catastrófico; lamujer más cargante, engreída y despreciativa es adorada por las clasespopulares a las que aplasta y humilla desde su sillón de dirigente y que deberíanodiarla, y el mayor imbécil o el may or sinvergüenza son votados en masa poruna población hipnotizada por la vileza o dispuesta a engañarse o quizá asuicidarse; el asesino político, en cuanto cambian las tornas, es liberado y

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aclamado como patriota heroico por la multitud que hasta entonces habíadisimulado su propia condición criminal, y el patán más clamoroso es nombradoembajador o Presidente de la República, o hecho príncipe consorte si por medioanda el amor, el casi siempre idiota y desatinado amor. Todos aguardan laoportunidad o se la buscan, a veces depende sólo de cuánta voluntad se ponga enla consecución de cada anhelo, cuánto afán y paciencia en la de cada propósito,por megalómano y descabellado que sea. Cómo no iba y o a acariciar la idea deque Díaz-Varela se quedara finalmente conmigo, porque se le abrieran los ojos oporque fracasara con Luisa pese a habérsele aparecido ahora la oportunidad ycontar con el probable permiso, o aun con el encargo, de su difunto amigoDeverne. Cómo no iba yo a pensar que se me podría presentar la mía, si hasta elespectro anciano del Coronel Chabert creyó por un momento poderreincorporarse al estrecho mundo de los vivos y recuperar su fortuna y el afecto,aunque fuera filial, de su espantada mujer amenazada por su resurrección. Cómono iba a pasárseme por la cabeza en noches ilusionadas, o de vaga embriaguezsentimental, si a nuestro alrededor vive gente de talento nulo que consigueconvencer a sus contemporáneos de que lo posee inmenso, y majaderos ycamelistas que aparentan con éxito, durante media o más vida, ser de unainteligencia extrema y se los escucha como a oráculos; si hay personas nadadotadas para aquello a lo que se dedican que sin embargo hacen en ellofulgurante carrera bajo el aplauso universal, al menos hasta su salida del mundoque acarrea su inmediato olvido; si hay gañanes descomunales que dictan lamoda y la vestimenta de los educados, los cuales les hacen misterioso y absolutocaso, y mujeres y hombres desagradables y torcidos y malintencionados quelevantan pasiones allí donde van; y si tampoco faltan los amores grotescos en suspretensiones, condenados al descalabro y la burla, que acaban imponiéndose yrealizándose contra todo pronóstico y razonamiento, contra toda apuesta yprobabilidad. Todo puede acontecer, todo puede tener lugar, y quien más quienmenos está al tanto de ello, por eso son pocos los que cejan en su gran empeño —aunque sea sesteante y venga y vay a—, entre los que tienen algún gran empeño,claro está, y esos nunca son tantos como para saturar el mundo de incesantesdenuedo y confrontación.

Pero a veces basta con que alguien se aplique en exclusiva y con todas susfuerzas a ser algo determinado o a alcanzar una meta para que acabe siéndolo oalcanzándola, pese a tener todos los elementos objetivos en contra, pese a nohaber nacido para eso o no haberlo llamado Dios por esa senda, como se decíaantiguamente, y donde más salta eso a la vista es en las conquistas y en losenfrentamientos: hay quien lleva todas las de perder en su enemistad o su odiohacia otro, quien carece de poder y de medios para eliminarlo y al lado de éstese asemeja a una liebre tratando de atacar a un león, y no obstante ese alguiensaldrá victorioso a fuerza de tenacidad y falta de escrúpulos y estratagemas y

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saña y concentración, de no tener más objetivo en la vida que perjudicar a suenemigo, desangrarlo y minarlo y después rematarlo, ay de quien se echa unenemigo de estas características por débil y menesteroso que parezca ser; si unono tiene ganas ni tiempo de dedicarle la misma pasión y responder con igualintensidad acabará sucumbiendo ante él, porque no es posible combatir distraídoen una guerra, sea declarada o soterrada u oculta, ni menospreciar al adversarioterco, aunque lo creamos inocuo y sin capacidad de dañarnos, ni siquiera dearañarnos: en realidad cualquiera nos puede aniquilar, de la misma manera quecualquiera puede conquistarnos, y esa es nuestra fragilidad esencial. Si alguiendecide destruirnos es muy difícil evitar esa destrucción, a menos queabandonemos todo lo demás y nos centremos sólo en esa lucha. Pero el primerrequisito es saber que esa lucha existe, y no siempre nos enteramos, las queofrecen más garantía de éxito son las taimadas y las silenciosas y lastraicioneras, como las guerras no declaradas o en las que el atacante es invisibleo está disfrazado de aliado o de neutral, yo podía lanzar contra Luisa una ofensivapor la espalda u oblicua de la que ella no tendría conocimiento porque ni siquierasabría que la acechaba una enemiga. Podemos ser un obstáculo para alguien sinbuscarlo ni tener ni idea, estar en medio, entorpeciendo una tray ectoria contranuestra voluntad o sin darnos cuenta, y así ninguno jamás está a salvo, todospodemos ser detestados, a todos se nos puede querer suprimir, hasta al másinofensivo o infeliz. La pobre Luisa era ambas cosas, pero nadie renuncia deltodo a la oportunidad y yo no iba a ser menos que los demás. Sabía lo que cabíaesperar de Díaz-Varela y jamás me engañé, y aun así no podía evitar aguardarun golpe de fortuna o una extraña transformación en él, que un día descubrieseque era incapaz de estar sin mí, o que necesitaba estar con las dos. Aquella nocheveía como único golpe de fortuna verdadero y posible que se muriese Luisa, yque al desaparecer y no poder ser y a el objetivo, la meta, el trofeo largamenteanhelado, a Díaz-Varela no le quedase más remedio que verme de veras yrefugiarse en mí. A ninguno debe ofendernos que alguien se conforme connosotros, a falta de quien fue mejor.

Si yo era capaz de desear a solas, durante un rato en la noche de mi habitación; siera capaz de fantasear con la muerte de Luisa, que nada me había hecho ycontra la que nada tenía, que me inspiraba simpatía y piedad y hasta meprovocaba cierta emoción, me pregunté si a Díaz-Varela no le habría ocurrido lomismo, y con más largo motivo, respecto a su amigo Desvern. Uno no quiere enprincipio la muerte de quienes le son tan cercanos que casi constituy en su vida,pero a veces nos sorprendemos figurándonos qué pasaría si desapareciera algunode ellos. En ocasiones la figuración viene suscitada sólo por el temor o el horror,por el excesivo amor que les profesamos y el pánico a perderlos: ‘¿Qué haría yo

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sin él, sin ella? ¿Qué sería de mí? No podría seguir adelante, me querría ir tras él’.La mera anticipación nos da vértigo y solemos alejar el pensamiento al instante,con un estremecimiento y una sensación salvífica de irrealidad, como cuandonos sacudimos una pesadilla persistente que ni siquiera cesa del todo en elmomento de nuestro despertar. Pero en otras la ensoñación tiene mezcla y esimpura. Uno no se atreve a desearle la muerte a nadie, menos aún a un allegado,pero intuye que si alguien determinado sufriera un accidente, o enfermara hastasu final, algo mejoraría el universo, o, lo que es lo mismo para cada uno, lapropia situación personal. ‘Si él o ella no existieran’, se puede llegar a pensar, ‘quédiferente sería todo, qué peso me quitaría de encima, acabarían mis penurias, omi insoportable malestar, o cómo destacaría y o.’ ‘Luisa es el único impedimento’,llegué y o a pensar; ‘sólo la obsesión de Díaz-Varela con ella se interpone entrenosotros. Si él la perdiera, si se viera privado de su misión, de su afán…’ Entoncesno me forzaba a llamarlo mentalmente por el apellido, todavía era ‘Javier’, y esenombre era adorado como lo que no se puede conseguir. Sí, si y o me deslizabahacia este tipo de consideración, cómo no iba a haberle ocurrido lo mismo a él,mientras Deverne era el obstáculo. Una parte de Díaz-Varela habría ansiado adiario que se muriera su amigo del alma, que se esfumara, y esa misma parte, oacaso una may or, se habría regocijado ante la noticia de su acuchillamientoinesperado, en el que él nada habría tenido que ver. ‘Qué desgracia y qué suerte’,habría pensado quizá, al enterarse. ‘Cómo lo lamento, cómo lo celebro, quéenorme desventura que Miguel estuviese allí en aquel instante, cuando a eseindividuo le dio el ataque homicida, podía haberle pasado a cualquier otro, inclusoa mí, y él podía haberse encontrado en cualquier otro lugar, cómo es posible quele tocara a él, qué ventura que me lo hayan quitado de en medio y me hay andespejado el campo que creía ocupado para siempre, y sin que y o lo hay apropiciado en modo alguno, ni siquiera por omisión, por descuido o por unacasualidad que maldecirá uno retrospectivamente, por no haberlo retenido mástiempo a mi lado y haberle impedido ir donde fue, eso sólo habría sido posible silo hubiera visto ese día, pero ni lo vi ni hablé con él, iba a llamarlo más tarde,para felicitarlo, qué desdicha, qué bendición, qué golpe de fortuna y qué espanto,qué pérdida y qué ganancia. Y nada puede reprochárseme.’

Nunca amanecí en su casa, nunca pasé una noche a su lado ni conocí laalegría de que su rostro fuera lo primero que veían mis ojos por la mañana; perosí hubo una vez, o fueron más, en que me quedé dormida involuntariamente en sucama a media tarde o cuando ya anochecía, un sueño breve pero profundo trasel satisfecho agotamiento que esa cama me producía, qué sé y o si era a los dos,uno nunca sabe si lo que se le dice es verdad, nunca hay certeza de nada que novenga de nosotros mismos, y aun así. En aquella ocasión —fue la última— tuvevaga conciencia de oír un timbre, alcé un poco los párpados, medio instante, y lovi a él a mi lado, y a completamente vestido (se vestía en seguida siempre, como

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si junto a mí no quisiera permitirse ni un minuto de la indolencia cansada ocontenta de los amantes tras un encuentro), ley endo a la luz de la mesilla denoche quieto como una foto, la espalda recostada en la almohada, sin velarme nihacerme caso, así que seguí sin despertarme. El timbre volvió a sonar, dos o tresveces y cada vez más prolongadamente, pero no me perturbó y lo incorporé ami sueño, segura de que no me atañía. No me moví, no abrí más un ojo, pese anotar que a la tercera o cuarta llamada Díaz-Varela se deslizaba de la cama conun movimiento lateral silencioso y rápido. Lo incumbía a él, pero no a mí en todocaso, nadie sabía que y o estaba allí (de entre todos los sitios del mundo en aquellacama). La conciencia, con todo, empezó a alertárseme, aunque aún dentro delsueño. Me había quedado dormida sobre la colcha, semidesnuda, o desvestidahasta donde él había decidido, y ahora noté que me había echado una manta porencima, para que no cogiera frío o quizá para no seguir viendo mi cuerpo, paraque no le resultara tan palmario lo que acababa de hacer conmigo, para él nadacambiaba tras las efusiones, actuaba como si no hubieran existido aun si habíansido aparatosas, el trato era el mismo después que antes. Me arropé con la mantade manera refleja, y ese gesto me despertó más, aunque permanecí con los ojoscerrados, ahora en una duermevela, levemente atenta a él puesto que habíasalido de la habitación y se me había ido.

Era alguien que estaba en el portal, abajo, porque no oí abrirse la puerta, sinola voz amortiguada de Díaz-Varela, que contestaba por el telefonillo, palabras queno entendí, sólo un tono entre sorprendido y molesto, luego resignado ycondescendiente, como de quien acepta a regañadientes algo que lo contraríamucho y que lo concierne a su pesar. Al cabo de unos segundos —o fueron unpar de minutos— me llegó con más nitidez y fuerza la voz del recién llegado, unavoz de hombre alterada, Díaz-Varela lo habría esperado con la puerta de la casaabierta para que no tuviera que llamar también a ese timbre, o quizá pensabadespacharlo en el umbral, sin invitarlo a pasar siquiera.

‘Mira que tener apagado el móvil, a quién se le ocurre’, le reprochó aquelindividuo. ‘Me he tenido que venir hasta aquí como un idiota.’

‘Baja el tono, y a te he dicho que no estoy solo. Una tía, ahora está dormida,no querrás que se despierte y nos oiga. Además, conoce a la mujer. ¿Y quépretendes, que tenga siempre el móvil encendido por si se te ocurre llamarme?En principio no tienes por qué llamarme, ¿hace cuánto que no hablamos tú y y o?Ya puede ser importante lo que tengas que contarme. A ver, espera.’

Aquello fue suficiente para que me despertara del todo. Basta saber que no sequiere que escuchemos para hacer todo lo posible por enterarnos, sin caer en lacuenta de que a veces se nos ocultan las cosas por nuestro bien, para nodecepcionarnos o para no involucrarnos, para que la vida no nos parezca tanmala como suele ser. Díaz-Varela había creído bajar la voz al responder, pero nolo había conseguido por causa de su irritación, o tal vez era aprensión, por eso oí

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sus frases con claridad. Su última palabra, ‘Espera’, me hizo suponer que iba aasomarse a la alcoba para comprobar que yo seguía dormida, así que memantuve muy quieta y con los ojos bien cerrados, pese a haber y a salidoenteramente del sueño. Y así fue, oí cómo entraba en el dormitorio y daba cuatroo cinco pasos hasta ponerse a la altura de mi cabeza sobre la almohada ymirarme unos segundos, como quien está haciendo una prueba, los pasos que diono fueron cautos, sino normales, como si estuviera solo en la habitación. Los desalida, en cambio, fueron y a mucho más precavidos, me pareció que no queríaarriesgarse a despertarme una vez que se había cerciorado de que dormíaprofundamente. Noté cómo cerraba la puerta con cuidado, y cómo desde fueratiraba del picaporte para asegurarse de que no quedaba una rendija por la que sepudiera colar su conversación. El salón era contiguo. Sin embargo no sonó el clic,aquella puerta no cerraba hasta el final. ‘Una tía’, pensé entre divertida ysusceptible; no ‘una amiga’ ni ‘un ligue’ ni ‘una novia’. Posiblemente no era aún loprimero ni y a lo segundo ni sería jamás lo tercero, ni siquiera en el sentido másamplio y difuminado de la palabra, con su valor de comodín. Podía haber dicho‘una mujer’. Bueno, acaso su interlocutor era uno de esos hombres que tantoabundan, a los que sólo puede hablarse con un vocabulario determinado, el suyo,no con el que uno emplea normalmente, a los que más vale adaptarse siemprepara que no recelen ni se sientan incómodos o disminuidos. En modo alguno melo tomé a mal, para la mayoría de los tíos del mundo yo sería tan sólo ‘una tía’.

Salté de la cama en el acto, medio desvestida como estaba (pero habíaconservado en todo momento la falda), me acerqué con cautela a la puerta ypegué el oído. Así sólo me alcanzaba un murmullo con algún vocablo suelto, losdos hombres estaban demasiado nerviosos para conseguir bajar de veras la voz,pese a sus intentos y a su voluntad. Me atreví a abrir un poco la rendija que Díaz-Varela había procurado eliminar con su suave tirón desde el exterior; por suerteno hubo chirrido que me delatara; y si se daba cuenta de mi indiscreción, y otenía la excusa de haber oído voces y de haber querido confirmar que alguienhabía venido, precisamente para abstenerme de aparecer mientras durara suvisita y ahorrarle a Díaz-Varela la obligación de presentarme o de dar cualquierexplicación. No es que fueran clandestinos nuestros esporádicos encuentros, almenos no habíamos convenido en ello, pero me maliciaba que él no se los habríaconfiado a nadie, tal vez porque tampoco lo había hecho y o. O acaso era porqueambos se los habríamos ocultado sin duda a la misma persona, a Luisa, en micaso ignoraba el porqué, fuera de un vago e incongruente respeto a los planes queél albergaba en silencio, y a la perspectiva de que los sacara adelante y un día seconvirtieran en marido y mujer. Aquella mínima rendija que ni siquiera llegabaa serlo (la madera un poco hinchada, por eso la puerta no cerraba del todo) mepermitía distinguir quién hablaba en cada momento y a veces algunas frasescompletas, otras sólo fragmentos o apenas nada, dependía de que los hombres

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lograran hablar en susurros, como era su intención. Pero en seguida elevaban denuevo el tono sin querer, se los notaba excitados si es que no algo alarmados oincluso asustados. Si Díaz-Varela me descubría más adelante espiando (quizávolvería a asomarse por precaución), cuanto más tiempo pasara lo tendría másdifícil, aunque siempre me cabría pretextar que había creído que él habíacerrado la puerta para no despertarme nada más, no porque fuera secreto lo quehubiera de tratar con su visitante. No se lo tragaría, pero y o salvaría el tipo,formalmente al menos, a no ser que él se encarara conmigo con desabrimiento ofuror, sin importarle las consecuencias, y me acusara de embustera. Con razón,porque lo cierto es que yo sabía desde el principio que su conversación no erapara mis oídos, no sólo por reserva general, sino porque ‘además’, yo conocía ‘ala mujer’, y esa palabra había sido dicha en su sentido de esposa, de mujer dealguien, y ese alguien, por ahora, no podía ser sino Desvern.

‘Bueno, ¿qué pasa, qué es eso tan urgente?’, le oí decir a Díaz-Varela, y tambiénoí la respuesta del otro individuo, cuy a voz era sonora y su dicción correcta ymuy clara, no llegaba a tener un acento madrileño de chiste —se supone queseparamos y remarcamos mucho cada sílaba, sin embargo nunca he oído anadie de mi ciudad hablar así, sólo en las películas y en el teatro anticuados, o siacaso en broma—, pero apenas unía vocablos y todos eran bien distinguiblescuando no le salía el cuchicheo al que aspiraba y para el que su habla o su tonoparecían incapacitados.

‘Por lo visto el fulano ha empezado a largar. Está saliendo de su mutismo.’‘¿Quién, Canella?’, también oí esa pregunta de Díaz-Varela con nitidez, oí el

nombre como quien oy e una maldición que lo sobrecoge —recordaba esenombre, lo había leído en Internet y además lo recordaba entero, Luis FelipeVázquez Canella, como si fuera un título pegadizo o un verso; y también percibísu sobresalto, su pánico—, o como quien oy e su propia sentencia o la del ser másquerido y no da crédito y a la vez que la escucha la niega y se dice que no esposible, que eso no está sucediendo, que no está oyendo lo que sí está oy endo yque no ha llegado lo que sí ha llegado, como cuando nuestro amor nos convocacon la frase universal ominosa a la que recurren todas las lenguas —‘Tenemosque hablar, María’, llamándonos además por nuestro nombre de pila que apenasusa en las demás circunstancias, ni siquiera cuando jadea dentro, su halagadoraboca muy cerca, junto a nuestro cuello— y a continuación nos condena: ‘No sélo que me está pasando, y o mismo no logro explicármelo’; o bien: ‘He conocido aotra persona’; o bien: ‘Me habrás notado algo raro y distante en los últimostiempos’, todo son preludios de la desgracia. O como quien oy e pronunciar almédico el nombre de una enfermedad ajena que no nos atañe, la que padecenotros pero no uno mismo, y esta vez nos la atribuy e inverosímilmente, cómo

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puede ser, tiene que haber un error o lo que ha sido oído no ha sido dicho, eso amí no me toca ni va conmigo, y o nunca he sido un desdichado, una desdichada,yo no soy de esos ni voy a serlo.

También y o me sobresalté, también yo sentí pánico momentáneo y estuve apunto de retirarme de la puerta para no oír más y así poder convencerme luegode que había oído mal o de que en realidad no había oído nada. Pero siempresigue uno escuchando, una vez que ha empezado, las palabras caen o salenflotando y no hay quien las pare. Deseé que consiguieran bajar de una vez lasvoces, para que no dependiera de mi voluntad no enterarme, y se hicieranebuloso o se difuminara todo, y me cupieran dudas; para no fiarme de missentidos.

‘Claro, quién va a ser’, contestó el otro con un poco de desdén y deimpaciencia, como si ahora que había dado la alarma fuera él quien tuviera lasartén por el mango, el que trae una noticia siempre la tiene, hasta que la sueltaentera y la traspasa y entonces y a se queda sin nada, y el que la escucha deja denecesitarlo. Al portador apenas le dura la posición dominante, sólo mientrasanuncia que sabe y a la vez guarda silencio.

‘¿Y qué es lo que está diciendo? Tampoco puede decir mucho, ¿qué puededecir? ¿No? ¿Qué puede decir ese desgraciado? ¿Qué importa lo que diga untrastornado?’ Díaz-Varela se repetía la frase sobre todo a sí mismo, estabanervioso, como si quisiera conjurar un maleficio.

Su visitante se atropelló —y a no pudo aguantarse— y al hacerlo bajó y subióel tono varias veces, involuntariamente. De su contestación sólo me alcanzaronfragmentos, pero bastantes.

‘… hablando de las llamadas, de la voz que le contaba’, dijo; ‘… del hombrede cuero, que soy yo’, dijo. ‘No me hace gracia… no es grave… pero voy atener que jubilarlos, y bien que me gustan, los llevo desde hace la tira de años…No se le encontró ningún móvil, de eso y a me encargué y o… así que les sonará afantasía… El peligro no es que le crean, es un chalado… Sería que a alguien se leocurriera… no espontáneo sino instigado… Lo más probable es que no, si de algoestá lleno el mundo es de perezosos… Ha pasado bastante tiempo… Era loprevisto, que se negara a hablar fue un regalo, las cosas están ahora comoesperábamos al principio… nos hemos acostumbrado mal… En su momento, encaliente… peor, más creíble… Pero quería que lo supieras de inmediato, porquees un cambio, y no pequeño, aunque por ahora no nos afecte ni creo que vaya ahacerlo… Mejor que estés avisado.’

‘No, no es pequeño, Ruibérriz’, le oí decir a Díaz-Varela, y oí bien ese apellidoinfrecuente, estaba demasiado excitado para moderar la voz, no la controlaba.‘Aunque sea un chiflado, está diciendo que alguien lo convenció, en persona ycon llamadas, o que le metió la idea. Está repartiendo la culpa, o ampliándola, yel siguiente eslabón eres tú, y detrás de ti y a voy yo, maldita la gracia que tiene.

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Supón que le enseñan una foto tuy a y que te señala. Tienes antecedentes,¿verdad? Estás fichado, ¿no? Y tú lo has dicho, llevas la vida entera con esosabrigos de cuero, todo el mundo te conoce por ellos y por tus nikis de verano, y ano tienes edad para ponértelos, por cierto. Al principio me dij iste que tú nuncairías, que no te dejarías ver, que mandarías a un tercero si hacía falta darle unempujón, envenenarlo más y enseñarle un rostro en el que confiara. Que entre ély y o habría por lo menos dos pasos, no uno, y que el más alejado ni sabría de miexistencia. Ahora resulta que estás sólo tú en medio y que podría reconocerte.Estás fichado, ¿no? Dime la verdad, no es hora de paños calientes, prefiero sabera qué atenerme.’

Hubo un silencio, quizá aquel Ruibérriz se estaba pensando si decir o no laverdad, como le había pedido Díaz-Varela, y si se lo pensaba es que estabafichado, sus fotos en un archivo. Temí que la pausa se debiera a algún ruido queyo hubiera hecho sin darme cuenta, un pie sobre la madera, no creía, pero eltemor nos obliga a no descartar nada, ni lo inexistente. Me imaginé a los dosparados, conteniendo la respiración un instante, aguzando con suspicacia el oído,mirando de reojo hacia el dormitorio, haciéndose un gesto con la mano, un gestoque significaría ‘Espera, esa tía está despierta’. Y de pronto les tuve miedo, losdos juntos me dieron miedo, quise creer que Javier a solas aún no me lo habríadado: acababa de acostarme con él, lo había abrazado y besado con todo el amorque me atrevía a manifestarle, es decir, con mucho amor retenido o disimulado,lo dejaba traslucir sólo en detalles en los que probablemente él no reparaba, loúltimo que deseaba era asustarlo, espantarlo antes de hora, ahuyentarlo —la horaya llegaría, de eso estaba segura—. Noté que ese amor guardado se suspendía,en cualquiera de sus formas es incompatible con el miedo; o que se aplazabahasta mejor momento, el del mentís o el olvido, pero no se me escapaba queninguno de los dos era posible. Así que me aparté de la puerta por si él volvía aentrar para comprobar que seguía dormida, que no había testigo auditivo deaquella charla. Me metí en la cama, adopté una postura que me parecióconvincente, aguardé, y a no oí nada, me perdí la respuesta de Ruibérriz, antes odespués debió darla. Quizá permanecí allí un minuto, dos, tres, nadie entró, nopasó nada, de manera que me armé de osadía y salí de nuevo de entre lassábanas, me acerqué a la falsa rendija, siempre medio desvestida, como mehabía él dejado, siempre con falda. La tentación de oír no se resiste, aunque nosdemos cuenta de que no nos conviene. Sobre todo cuando el conocimiento y a haempezado.

Las voces eran menos audibles ahora, un murmullo, como si se hubieransosegado tras el inicial sobresalto. Tal vez antes estaban los dos de pie y ahorahabían tomado asiento un instante, se habla menos alto cuando se está sentado.

‘Qué te parece que hagamos’, capté por fin a Díaz-Varela. Quería zanjar elasunto.

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‘No hay que hacer nada’, contestó Ruibérriz elevando el tono, acaso porquedaba instrucciones y volvía a sentirse momentáneamente al mando. Sonó comosi resumiera, pensé que se marcharía pronto, quizá y a había recogido su abrigo yse lo había echado al brazo, en el supuesto de que hubiera llegado a quitárselo, lasuy a era una visita intempestiva y relámpago, seguro que Díaz-Varela no lehabía ofrecido ni agua. ‘Esta información no apunta a nadie, no nos concierne, nitú ni y o tenemos que ver con esto, cualquier insistencia por mi parte resultaríacontraproducente. Olvídate, una vez enterado. Nada cambia, nada ha cambiado.Si hay alguna novedad más la sabré, pero no tendría por qué haberla. Lo másprobable es que tomen nota, la archiven y no hagan nada. Por dónde van ainvestigar, de ese móvil no hay rastro, no existe. Canella ni siquiera supo elnúmero nunca, por lo visto ha dado cuatro o cinco distintos, le bailan las cifras,normal, inventados todos, o soñados. Se le dio el teléfono pero nunca se le dijo elnúmero, eso convinimos y así se hizo. ¿Qué hay de nuevo, por tanto? El fulanooyó voces, dice ahora, que le hablaban de sus hijas y le señalaban al culpable.Como tantos otros pirados. Nada tiene de particular que, en vez de en su cabeza odesde el cielo, resonaran a través de un móvil, lo tomarán por desvarío, ganas dedarse importancia. Hasta los matados se enteran de los avances del mundo, hastalos locos, y el que no tiene un móvil es el más pringado. Déjalo estar. No teasustes más de la cuenta, tampoco ganamos nada con eso.’

‘Ya, ¿y el hombre de cuero? Tú mismo te has alarmado, Ruibérriz. Por esohas venido corriendo a contármelo. Ahora no me digas que no hay motivo. Enqué quedamos.’

‘Ya, sí, cuando lo he sabido me he acojonado un poco, lo reconozco, vale.Estábamos tan tranquilos con su negativa a declarar, a decir nada. Me ha pilladopor sorpresa, no me lo esperaba a estas alturas. Pero al contártelo me he dadocuenta de que en realidad no pasa nada. Y que se le presentara un hombre decuero un par de veces, bueno, como si se le hubiera aparecido la Virgen deFátima, a efectos prácticos. Ya te he dicho que sólo se me busca en México, si esque no ha prescrito, seguro que sí, aunque no me voy a ir allí a averiguarlo: unacosa de juventud, hace siglos. Y entonces no llevaba estos abrigos.’ Ruibérriz eraconsciente de que estaba en falta, de que nunca debía haberse dejado ver por elgorrilla. Quizá por eso intentaba restarle ahora peligro a la información que habíatraído.

‘Ya te puedes deshacer de los que tengas, en todo caso. Empezando por este.Quémalo, hazlo j irones. No vay a a haber algún listo al que se le ocurrarelacionarte. No estarás fichado aquí, pero te conoce más de un poli. Esperemosque los de Homicidios no crucen datos con los de otros delitos. Bueno, aquí nadiecruza nada con nadie, por lo visto. Cada cuerpo a su bola, sería extraño.’ TambiénDíaz-Varela procuraba ser optimista ahora, y serenarse. Sonaban como gentenormal dentro de todo, como aficionados tan a tientas como yo lo habría estado.

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Gente desacostumbrada al crimen, o sin la suficiente conciencia de haberinstigado uno, casi de haberlo encargado, por lo que colegía.

Quería ver a aquel Ruibérriz, debía de estar a punto de despedirse: su cara, ytambién su famoso abrigo, antes de que lo destruyera. Decidí salir, tuve elimpulso de vestirme rápido. Pero si lo hacía Díaz-Varela podría sospechar quellevaba un rato avisada de que había alguien más en la casa y tal vez escuchando,espiando, por lo menos los segundos que hubiera tardado en ponerme el resto dela ropa. Si irrumpía en el salón como estaba, en cambio, daría la impresión deque acababa de despertarme y no tenía conocimiento de la presencia de nadie.Nada habría oído, estaba en la creencia de que él y yo seguíamos solos, comosiempre, sin testigo posible de nuestras conjunciones ocasionales, algunas tardes.Salía a su encuentro con naturalidad, tras descubrir que durante mi sueño nohabía permanecido a mi lado, en la cama. Más valía que me presentara mediodesvestida, sin ninguna cautela y haciendo ruido, como una inocente quecontinuaba en Babia.

Pero en realidad no estaba medio desvestida, sino más bien medio o casidesnuda, y el resto de la ropa significaba toda menos la falda, porque era eso loúnico que había conservado, a Díaz-Varela le gustaba vérmela subida osubírmela él durante nuestros afanes, pero por placer o por comodidad acababapor quitarme las demás prendas; bueno, a veces me sugería que me calzara loszapatos de nuevo tras despojarme de las medias, sólo si eran de tacón los quellevaba, muchos hombres son fieles a ciertas imágenes clásicas, yo los entiendo—tengo las mías— y no me opongo, nada me cuesta complacerlos y aun mesiento halagada de responder a una fantasía y a dotada de algún prestigio, el de superduración a través de unas cuantas generaciones, no es poco mérito. Así que laexagerada escasez de vestimenta —la falda justo por encima de la rodilla cuandoestaba en su sitio y lisa, pero es que ahora estaba arrugada y movida y parecíamás exigua— me detuvo en seco y me hizo dudar, y plantearme si en el caso decreerme en efecto a solas con Díaz-Varela en su piso, habría salido de lahabitación con los pechos al aire o me los habría cubierto, hay que estar muyseguro de que no han cedido, de que no nos delatan su balanceo o su brincarexcesivos, para caminar así delante de nadie (nunca he entendido el desenfadode los nudistas crecidos); no es lo mismo que un hombre los vea en reposo, o enmedio de un fragor confuso y cercano, que de frente y con distancia y enmovimiento incontrolado. Pero no llegué a resolver la duda, porque se entrometióel pudor y prevaleció en seguida. La perspectiva de mostrarme por primera vezde ese modo ante un completo desconocido me pareció insoportable, más aúncuando se trataba de un individuo turbio y sin escrúpulos. También Díaz-Varelacarecía de ellos, según acababa de descubrir, y quizá en may or grado, pero no

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dejaba de ser alguien que conocía cuanto de mi cuerpo es visible y no sólo eso,alguien todavía querido, sentía una mezcla de incredulidad radical y repugnanciaprimaria e irreflexiva, era incapaz de asumir lo que creía saber ahora —nodigamos de analizarlo—, y si digo ‘creía’ es porque confiaba en haber oído mal, oen un malentendido, en que yo hubiera interpretado aquella conversaciónerróneamente, en que hubiera una explicación de algún tipo que me permitierapensar más tarde: ‘Cómo he podido imaginarme eso, qué tonta e injusta he sido’.Y a la vez me daba cuenta de que y a había interiorizado, incorporado sinremedio los hechos que se desprendían de ella, estaban así registrados en micerebro mientras no se produjera un desmentido que y o no podría pedir sinponerme tal vez en grave riesgo. Tenía que fingir no haberme enterado de nadano sólo para no aparecer como una espía y una indiscreta a sus ojos —en lamedida en que me importaba cómo me vieran y entonces seguía importándome,pues ningún cambio es de una vez e instantáneo, ni el provocado por undescubrimiento horrendo—, sino que además me convenía, o incluso me era vitalliteralmente. También sentí miedo, por mí, un poco de miedo, me resultabaimposible tener mucho, calibrar la dimensión de lo sucedido y lo que entrañaba,no era fácil pasar de la placidez o el sopor post coitum al temor hacia la personajunto a la que se habían alcanzado. En todo aquello había algo de inverosímil, deirreal, de sueño difamatorio y aciago que nos pesa sobre el alma y noaguantamos, era incapaz de ver a Díaz-Varela de golpe como a un asesino quepudiera reincidir en el crimen una vez atravesada la ray a, una vez y a probado.No lo era de hecho, quise pensar más tarde: él no había agarrado una navaja ni lehabía asestado puñaladas a nadie, ni siquiera había hablado con aquel VázquezCanella, el gorrilla homicida, no le había encargado nada, con él no había tenidocontacto, jamás había cruzado palabra, por lo que deducía. Acaso ni había ideadoesa maquinación, podía haberle contado sus cuitas a Ruibérriz y haberlo ésteplaneado todo por su cuenta —deseoso de agradar, un cabeza hueca, un cabezaloca—, y aun haberle venido a él con los hechos consumados, como quien sepresenta con un regalo inesperado: ‘Mira cómo te he allanado el camino, miracómo te he despejado el campo, ahora y a está todo en tu mano’. Ni siquiera esteRuibérriz había sido el ejecutor, tampoco él había empuñado el arma ni habíadado indicaciones precisas a nadie: había sido inicialmente un tercero, por lo quehabía entendido, un mandado, y se habían limitado a emponzoñar la desvariadaimaginación del indigente y a confiar en su reacción o arranque violento algúndía, lo cual podía darse o no darse nunca, si era un crimen premeditado se habíadejado en exceso al azar, extrañamente. Hasta qué punto habían tenido certeza,hasta qué punto eran responsables. A menos que también le hubieran dadoinstrucciones u órdenes y lo hubieran coaccionado, y le hubieran procurado sunavaja tipo mariposa, de siete centímetros de hoja que entran todos en la carne,no deben de conseguirse así como así puesto que en teoría están prohibidas, ni

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tampoco resultar baratas para quien apenas gana unas propinas y duerme en uncoche desvencijado. Le habían proporcionado un móvil seguramente parahacerle ellos llamadas, no para que llamara él —tal vez no tenía ni a quién, sushijas en paradero desconocido o deliberadamente fuera de su alcance, huy endocomo de la peste de semejante padre colérico, puritano y trastornado—, parapersuadirlo al oído, como quien susurra, nadie tiene presente que lo que se nosdice por teléfono no nos llega desde lejos sino desde muy cerca, y que por esonos convence mucho más que lo escuchado a un interlocutor cara a cara, éste nonos rozará la oreja, o sólo en caso muy raro. Por lo general esta reflexión nosirve, o al contrario, es una agravante, pero a mí me sirvió momentáneamentepara serenarme un poco y no sentirme amenazada, no en principio y noentonces, no en casa de Díaz-Varela, no en su dormitorio, en su cama: era seguroque él no se había manchado las manos de sangre, con la de su mejor amigo,aquel hombre que tan bien me caía a distancia, durante mis desay unos de variosaños.

Luego estaba el otro, a quien quería verle la cara, por el que estaba dispuestaa salir medio desnuda, antes de que se marchara y me perdiera su visión ya parasiempre. Quizá era más peligroso y no le hiciera la menor gracia verme, o queyo guardara imagen suy a a partir de entonces; acaso con él me exponía de verasy ley era en su mirada estas frases: ‘Me he quedado con tu rostro; no me costarádar con tu nombre ni averiguar dónde vives’. Y le viniera la tentación desuprimirme.

Pero tenía que darme prisa, no podía dudar y a más rato, así que me puse elsostén y los zapatos —me los había vuelto a quitar, restregando los talones contrael borde inferior de la cama, los había dejado caer desde allí al suelo justo antesde adormilarme—. Con el sostén era suficiente, quizá me lo habría puesto detodas formas, aunque no hubiera habido un intruso, a sabiendas de que de pie, enmovimiento, me favorecía: incluso ante Díaz-Varela, que acababa de verme sinnada. Era de una talla menor que la que me corresponde, un viej ísimo truco queen los encuentros galantes siempre da resultado, hace parecer los pechos algomás elevados, algo más rebosantes, aunque yo nunca haya tenido, hasta ahora,mucho problema con los míos. Pero bueno. Son pequeños señuelos y evitanllevarse chascos, cuando se acude a una cita con una idea preconcebida de lo quedebe contener esa cita, junto a otras cosas más variables. Ese sostén me haría talvez más llamativa —o bueno, no: más atractiva— a ojos del desconocido, perotambién me sentía más protegida, atenuaba mi vergüenza.

Me dispuse a abrir la puerta, antes me había calzado sin preocuparme por elruido de los tacones sobre la madera, una manera de avisarlos, si es que estabanatentos, lo bastante, y no absortos en sus apuros. Debía vigilar mi expresión, teníaque ser de absoluta sorpresa cuando viera al tal Ruibérriz, lo que no había resueltoera cuál había de ser mi primera reacción verosímil, seguramente dar media

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vuelta con azoramiento y meterme a toda prisa en el cuarto para no reaparecerhasta que me hubiera puesto el jersey de pico que llevaba aquel día, ligeramenteescotado, o lo suficiente. Y a lo mejor taparme el busto con las manos, ¿o habríasido pudibundo en exceso? Nunca es fácil ponerse en la situación que no es, nome explico cómo tanta gente se pasa la vida fingiendo, porque es del todoimposible tener todos los elementos en cuenta, hasta el último e irreal detalle,cuando en verdad ninguno existe y todos han de fabricarse.

Respiré hondo y tiré del picaporte, dispuesta a representar mi comedia, y enaquel mismo momento supe que estaba y a ruborizada, antes de que Ruibérrizentrara en mi campo visual, porque sabía que él iba a verme en sostén y ajustadafalda y me daba pudor así mostrarme ante un desconocido del que además mehabía hecho la peor idea, quizá mi acaloramiento provenía en parte de lo queacababa de oír, de la mezcla de indignación y espanto que no lograba disminuirla incredulidad que también me rondaba; estaba alterada en todo caso, consensaciones y pensamientos confusos, el ánimo muy agitado.

Los dos hombres estaban de pie y volvieron la vista al instante, no debían dehaberme oído ponerme los zapatos ni nada. En los ojos de Díaz-Varela noté enseguida frialdad, o recelo, censura, severidad incluso. En los de Ruibérrizsorpresa tan sólo, y un destello de apreciación masculina que sé reconocer y queél no podía evitar, probablemente, hay hombres con pupila muy rauda para esaclase de valoración, y no saben refrenarla, son capaces de fijarse en los muslosal descubierto de una mujer que ha sufrido un accidente, tendida en la carreteray ensangrentada, o en el canalillo que asoma en la que se agacha parasocorrerlos si son ellos los malheridos, es superior a su voluntad o no tiene que vercon ella, es una manera de estar en el mundo que les durará hasta su agonía, yantes de cerrar para siempre los párpados observarán con complacencia larodilla de su enfermera, aunque lleve medias blancas con grumos.

Sí me tapé con las manos, instintiva y sinceramente; lo que no hice fue darmedia vuelta y retirarme de inmediato, porque pensé que debía decir algo,manifestar violencia, sobresalto. Esto no fue tan espontáneo.

—Ay, lo siento, perdona —me dirigí a Díaz-Varela—, no sabía que habíavenido nadie. Disculpad, voy a ponerme algo.

—No, si yo y a me iba —dijo Ruibérriz, y me tendió la mano.—Ruibérriz, un amigo —me lo presentó Díaz-Varela, incómodo, escueto—.

Ella es María. —Me privó del apellido, como Luisa en su casa, pero es posibleque él lo hiciera a conciencia, por protegerme mínimamente.

—Ruibérriz de Torres, un placer —puntualizó el presentado, tenía quesubrayar que su apellido era compuesto. Y siguió con la mano tendida.

—Encantada.

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Se la estreché velozmente —me descubrí un lado un segundo, sus ojosvolaron hacia ese seno— y entré en el dormitorio, no cerré la puerta, así quedabaclara mi intención de regresar donde ellos, la visita no se iría sin despedirse dequien aún tenía a la vista. Cogí el jersey, me lo puse ante su mirada —la noté fijaen mi figura, de perfil para vestirme— y salí de nuevo. Ruibérriz de Torresllevaba un foulard rodeándole el cuello —mero adorno, quizá no se lo habíaquitado en todo el rato— y se había echado sobre los hombros su famoso abrigode cuero, que le caía así como una capa, de manera teatral o carnavalesca. Eralargo y de cuero negro, como los que lucen los miembros de las SS o quizá de laGestapo en las películas de nazis, un tipo al que gustaba llamar la atención por lavía rápida y fácil aun a riesgo de provocar rechazo, ahora tendría que renunciara esa prenda, si obedecía a Díaz-Varela. Lo primero que se me pasó por lacabeza fue preguntarme cómo es que éste se fiaba de un sujeto con tan visibleaspecto de sinvergüenza, lo llevaba pintado en el rostro y en la actitud, en lacomplexión y en los ademanes, bastaba una sola ojeada para detectar su esencia.Había cumplido y a los cincuenta, sin embargo todo en él aspiraba al juvenilismo:el agradable pelo echado hacia atrás y con ondulaciones sobre las sienes, un pocoabultado y largo pero ortodoxo, con mechones o bloques de canas que no ledaban respetabilidad porque semejaban artificiales, como de mercurio; el tóraxatlético aunque y a levemente abombado, como les sucede a quienes evitan atoda costa engordar en el abdomen y han cultivado los pectorales; la sonrisaabierta que dejaba ver una dentadura relampagueante, el labio superior se ledoblaba hacia arriba, mostrando su parte interior más húmeda y acentuando conello la salacidad del conjunto. Tenía una nariz recta y picuda con el hueso muymarcado, parecía más romano que madrileño y me recordaba a aquel actor,Vittorio Gassman, no en su vejez de aire más noble sino cuando interpretaba atruhanes. Sí, saltaba a la vista que era jovial, y un farsante. Cruzó los brazos demodo que cada mano cay ó sobre el bíceps del otro lado —los tensó al instante, unacto reflejo—, como si se los acariciara o midiera, como si quisiera hacerlosresaltar pese a tenerlos ahora cubiertos por el abrigo, un gesto estéril. Podíaimaginármelo en niki, perfectamente, y aun con botas altas, una barata imitaciónde jugador de polo frustrado al que jamás se consintió subirse a un caballo. Sí,era extraño que Díaz-Varela lo tuviera como cómplice en una empresa tansecreta y delicada, en una que mancha tanto: la de traerle a alguien la muertecuando ‘he should have died hereafter’, cuando le tocaba morir más adelante o apartir de ahora, quizá mañana y si no mañana o mañana, pero nunca ahora. Ahíreside el problema, porque todos morimos, y al fin y al cabo nada cambiademasiado —nada cambia en esencia— cuando se adelanta el turno y se asesinaa alguien, el problema reside en el cuándo, pero quién sabe cuál es el adecuado yel justo, qué quiere decir ‘a partir de ahora’ o ‘de ahora en adelante’, si el ahora espor naturaleza cambiante, qué significa ‘en otro tiempo’ si no hay más que un

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tiempo y es continuo y no se parte y se va pisando los talones eternamente,impaciente y sin objetivo, se va atropellando como si no estuviera en su manofrenarse e ignorara él mismo su propósito. Y por qué ocurren las cosas cuandoocurren, por qué en esta fecha y no en la anterior ni en la siguiente, qué tiene departicular o decisivo este momento, qué lo señala o quién lo elige, y cómo puededecirse lo que dijo Macbeth a continuación, fui a mirar el texto después de queDíaz-Varela me citara de él, y lo que añade de inmediato es esto: ‘There wouldhave been a time for such a word’, ‘Habría habido un tiempo para semejantepalabra’, esto es, ‘para tal información’ o ‘semejante frase’, la que acaba de oírde labios de su ay udante Sey ton, portador del alivio o la desgracia: ‘La Reina, miSeñor, ha muerto’. Como tantas veces en Shakespeare, los anotadores no se ponende acuerdo sobre la ambigüedad y el misterio de tan famosas líneas. ¿Qué quiereeso decir? ¿‘Habría habido tiempo más apropiado’? ¿‘Mejor ocasión para esehecho, porque esta no me conviene’? ¿Tal vez ‘un tiempo más oportuno ypacífico, durante el que se le podrían haber rendido honores, en el que y o podríahaberme detenido y haber llorado debidamente la pérdida de quien compartiótanto conmigo, la ambición y el crimen, la esperanza y el poder y el miedo’?Macbeth dispone entonces tan sólo de un minuto para soltar, acto seguido, sus diezcélebres versos, no son más, su soliloquio extraordinario que tanta gente se haaprendido de memoria en el mundo y que empieza: ‘Mañana, y mañana, ymañana…’. Y cuando lo ha concluido —pero quién sabe si lo había acabado o sipensaba agregar algo más, de no haber sido interrumpido—, aparece unmensajero que reclama su atención, pues le trae la terrible y sobrenatural noticiade que el gran bosque de Birnam se está moviendo, se levanta y avanza hacia laalta colina de Dunsinane, donde él se encuentra, y eso significa que será vencido.Y si es vencido será muerto, y una vez muerto le cortarán la cabeza y laexhibirán como un trofeo, separada del cuerpo que la sostiene aún, mientrashabla, y sin mirada. ‘Debería haber muerto más adelante, cuando y o y a noestuviera aquí para escucharlo, ni tampoco para ver ni soñar nada; cuando y a noestuviera en el tiempo, y ni siquiera pudiera enterarme.’

Contrariamente a lo que me había ocurrido al escucharlos sin verlos, cuando aúnno conocía el rostro de Ruibérriz de Torres, los dos juntos no me dieron miedodurante el breve rato que estuve en su compañía, pese a que los rasgos y lasmaneras del llegado no fueran tranquilizadores. Todo en él delataba a unsinvergüenza, en efecto, pero no a un tipo siniestro; seguramente era capaz de milvilezas menores, que podían llevarlo a cometer una may or de tarde en tarde,arrastrado por la vecina frontera, pero como quien pisa un territorio en visitarelámpago, por el que le horripilaría transitar a diario. Les noté falta defamiliaridad y aun de sintonía, y me pareció que, lejos de potenciarse

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recíprocamente como una pareja asesina, la presencia de cada uno neutralizabala peligrosidad del otro, y que ninguno se atrevería a manifestar sus suspicacias nia interrogarme ni a hacerme nada ante la mirada de un testigo, por más que éstehubiera sido su cómplice en la maquinación de un crimen. Era como si sehubieran unido azarosa y pasajeramente, sólo para una acción suelta, y en modoalguno formaran sociedad estable ni tuvieran planes conjuntos a más largo plazo,y estuvieran vinculados exclusivamente por aquella empresa ya ejecutada y porsus posibles consecuencias, una alianza de circunstancias, indeseada acaso porambos, a la que Ruibérriz se habría prestado tal vez por dinero, por deudas, yDíaz-Varela por no conocer socio mejor —socio más sucio— y no quedarle másremedio que encomendarse a un vivales. ‘En principio no tienes por quéllamarme, ¿hace cuánto que no hablamos tú y yo? Ya puede ser importante loque tengas que contarme’, había reñido el segundo al primero cuando éste sehabía permitido a su vez reconvenirlo a él por su móvil desconectado. No estabanhabitualmente en contacto, las confianzas que se tenían para hacerse reprochesprovenían tan sólo del secreto que compartían, o de la culpa, si es que la había, nome daba esa impresión en absoluto, habían sonado desaprensivos. Las personasse sienten ligadas cuando cometen un delito juntas, cuando conspiran o tramanalgo, más aún cuando lo llevan a cabo. Entonces se toman confianzas las unascon las otras de golpe, porque se han quitado la máscara y y a no puedenaparentar ante los semejantes que no son lo que sí son, o que jamás harían lo quehan hecho. Están atadas por ese conocimiento mutuo, de manera parecida acomo lo están los amantes clandestinos y aun los que no lo son o no tienennecesidad de serlo pero deciden mostrarse reservados, los que consideran que alresto del mundo no le incumben sus intimidades, que no hay por qué darle partede cada beso y cada abrazo, como nos sucedía a Díaz-Varela y a mí, quecallábamos sobre los nuestros, en realidad era aquel Ruibérriz el primero en estaral tanto. Cada criminal sabe de lo que su compinche es capaz, y que éste a su vezsabe de él exactamente lo mismo. Cada amante sabe que el otro conoce unadebilidad suy a, que ante ese otro y a no puede fingir que no lo tienta físicamente,que le produce aversión o le es del todo indiferente, y a no puede fingir que lodesdeña o lo descarta, no al menos en ese terreno carnal que con la mayoría delos hombres resulta, durante bastante tiempo —hasta que se acostumbran poco apoco, y entonces se ponen sentimentales— muy prosaico a pesar nuestro. Y aúntenemos suerte si los encuentros con ellos se tiñen de cierto tono humorístico, dehecho es a menudo el primer paso para el enternecimiento de tantos varonesásperos.

Si son molestas las confianzas que un desconocido o conocido se toma traspasar por nuestra cama —o nosotras por la suy a, da lo mismo—, cuánto más nohan de serlo las derivadas de un delito compartido, y una de ellas, a buen seguro,es la falta cabal de respeto, sobre todo si los malhechores lo son sólo ocasionales,

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si son individuos corrientes que se habrían horrorizado al oír el relato de sushazañas si se lo hubieran referido de otros, poco antes de concebir las suyas yprobablemente también tras llevarlas a efecto. Gente que después de propiciar unasesinato, o aun de encargarlo, todavía pensaría de sí misma conconvencimiento: ‘Yo no soy un asesino, no me tengo por tal, en modo alguno. Essólo que las cosas pasan y uno a veces interviene en una fase, qué más da si esuna intermedia, la de la desembocadura o la del nacimiento, ninguna es nada sinlas otras. Los factores son siempre muchos y uno solo nunca es la causa. Podríahaberse negado Ruibérriz, o el sujeto enviado por él a emponzoñarle la mente algorrilla. Éste podría no haber contestado las llamadas al teléfono móvil que enefecto posey ó durante un tiempo, nosotros se lo regalamos y nosotros se lashicimos, y logramos convencerlo de que Miguel era el responsable de laprostitución de sus hijas; podría no haber hecho caso de las insidias, o haberseconfundido hasta el final de persona y haberle asestado al chófer sus dieciséispuñaladas, incluidas las cinco mortales, no en balde días atrás le había dado unpuñetazo. Miguel podría no haber cogido el automóvil en su cumpleaños yentonces nada habría ocurrido, no en esa fecha y quizá y a en ninguna, acasonunca habrían vuelto a juntarse todos los elementos… El indigente podría nohaber tenido navaja, la que y o ordené que le compraran, se abre tanrápidamente… Qué responsabilidad tengo y o en la conjunción de lascasualidades, los planes que uno se traza no son más que tentativas y pruebas,cartas que se van descubriendo, y la may oría de ellas no salen, no combinan. Loúnico de lo que uno es culpable es de coger un arma y utilizarla con sus propiasmanos. Lo demás es contingente, cosas que uno imagina —un alfil en diagonal,un caballo de ajedrez que salta—, que uno desea, que uno teme, que uno instiga,con las que uno juega y fantasea, que de vez en cuando acaban pasando. Y sipasan, pasan aunque uno no las quiera o no pasan aunque las anhele, pocodepende de nosotros en todas las circunstancias, ninguna urdimbre está a salvo deque un hilo no se tuerza. Es como lanzar una flecha al cielo en mitad de uncampo: lo normal es que al iniciar su descenso, con la punta ya hacia abajo,caiga recta, sin desviarse, y no alcance ni hiera a nadie. O sólo al arquero, siacaso’.

Esa falta cabal de respeto se la noté a Díaz-Varela en la manera de dirigirse aRuibérriz e incluso de darle órdenes para despedirlo (‘Bueno, y a me hasentretenido bastante y no puedo desatender a mi visita más rato. Así que anda,haz el favor de irte largando. Ruibérriz: aire’, llegó a decirle al término de nuestromínimo diálogo: sin duda le había pagado dinero o todavía se lo pagaba, por lamediación, por la intendencia del crimen, por el seguimiento de susconsecuencias), y a éste en la forma en que me repasó con la mirada desde elprincipio hasta que salió por la puerta: no rectificó la inicial apreciativa, tolerablepor la sorpresa, al comprobar que no era la primera vez que yo estaba allí, en

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aquella alcoba, eso se percibe en seguida; al ver que mi presencia no era azarosani de tanteo, que no era una mujer que ha subido a la casa de un hombre una solatarde —o una inaugural, digamos, que a menudo se queda igualmente en única—como quizá podría haber ido a la de otro que también le hubiera gustado, sinoque, por así expresarlo, estaba ‘ocupada’ por su amigo, al menos durante aquellatemporada, como de hecho casi era el caso. Eso le dio lo mismo: no moderó enningún momento sus ojos masculinos valorativos ni su sonrisa salaz de coqueteoque enseñaba las encías, como si aquella visión imprevista de una mujer ensostén y falda, y su conocimiento, le supusieran una inversión para el futuropróximo y esperara volver a encontrarme muy pronto a solas o en otro sitio, oaun pensara pedirle mi teléfono más tarde a quien nos había presentado en contrade su voluntad, sin más remedio.

—Perdonad la aparición, de verdad —repetí cuando pasé al salón de nuevo,y a con mi jersey puesto—. No habría salido así de haberme imaginado que y ano estábamos solos. —Me traía cuenta hacer hincapié en eso, para disiparsospechas. Díaz-Varela me seguía mirando con seriedad, casi con reprobación, oera dureza; no así Ruibérriz.

—No hay nada que perdonar —se atrevió a soltar éste con galanteríaanticuada—. El atuendo no ha podido ser más deslumbrante. Lástima defugacidad, eso aparte.

Díaz-Varela torció el gesto, nada de lo sucedido le hacía la menor gracia: ni lallegada de su cómplice ni las noticias que le había traído, ni mi irrupción enescena y que éste y yo nos hubiéramos conocido, ni la posibilidad de que loshubiera oído a través de la puerta, cuando me creía dormida; seguramentetampoco la codicia visual de Ruibérriz hacia mi sostén y mi falda, o hacia lo pocoque ocultaban, y sus consiguientes requiebros, aunque fueran bastante educados.Me hizo una ilusión pueril, tras lo que acababa de descubrir incongruente —perome duró sólo un instante—, figurarme que Díaz-Varela pudiera sentir por micausa algo semejante a celos, o más bien reminiscente de ellos. Su mal humorera visible y lo fue más cuando nos quedamos a solas, una vez que Ruibérriz sehubo marchado con su abrigo sobre los hombros y su caminar lento hacia elascensor, como si estuviera satisfecho de su estampa y quisiera darme tiempopara admirársela de espaldas: un tipo optimista, sin duda, de los que no sepercatan de que cumplen años. Antes de meterse en él se volvió hacia nosotros,que lo acompañábamos con la vista desde la entrada, como si fuéramos unmatrimonio, y nos saludó llevándose una mano a una ceja, un segundo, yalzándola luego en un gesto que remedaba el de quitarse un sombrero. Lapreocupación con la que había llegado parecía haberse desvanecido, debía de serun hombre ligero que se distraía de las pesadumbres con cualquier cosa, concualquier presente sustitutivo que le levantara el ánimo. Se me ocurrió que noharía caso a su amigo y no destruiría su abrigo de cuero, se gustaba con él

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demasiado.—¿Quién es? —le pregunté a Díaz-Varela, procurando emplear un tono de

indiferencia, o no intencionado—. ¿A qué se dedica? Es el primer amigo tuy o queconozco y no pegáis mucho, ¿no? Tiene una pinta un poco rara.

—Es Ruibérriz —me contestó con sequedad, como si eso fuera un dato nuevoo lo definiera. A continuación se dio cuenta de lo desabrido de su respuesta y deque no había dicho nada. Se quedó en silencio unos momentos, como si calibraralo que podía contarme sin comprometerse—. También has conocido a Rico —puntualizó—. Se dedica a muchas cosas y a nada en particular. No es un amigo,lo conozco superficialmente, aunque desde hace tiempo. Tiene vagos negociosque no acaban de enriquecerlo, así que toca muchas teclas, las que puede. Siconquista a una mujer adinerada, gandulea mientras ella lo ay ude y no se harte.Si no, escribe guiones de televisión, prepara discursos para ministros, presidentesde fundaciones, banqueros, para quien se tercie, trabaja de negro. Buscadocumentación para novelistas históricos puntillosos, qué ropa vestía la gente enel siglo \2 o en los años treinta, cómo era la red de transportes, qué armamento seusaba, de qué material estaban hechas las brochas de afeitar o las horquillas,cuándo se construy ó tal edificio o se estrenó tal película, todas esas cosassuperfluas con las que los lectores se aburren y los autores creen lucirse. Rebuscaen las hemerotecas, proporciona datos, de lo que le pidan. A lo tonto tiene muchosconocimientos. Creo que en su juventud publicó un par de novelas, sin éxito. Nosé. Hace favores aquí y allá, probablemente viva sobre todo de eso, de susmuchos contactos: un hombre útil en su inutilidad, o viceversa. —Se detuvo, dudósi era o no imprudente añadir lo que vino a continuación, decidió que no tenía porqué serlo o que era peor dar la impresión de no querer completar un retratoinocuo—. Ahora es medio propietario de un restaurante o dos, pero le van mal,los negocios no le duran, los abre y los cierra. Lo curioso es que siempre lograabrir otro nuevo, al cabo de cierto tiempo, en cuanto se recupera.

—¿Y qué quería? Ha venido sin avisar, ¿no?Me arrepentí de preguntar tanto nada más haberlo hecho.—¿Por qué quieres saberlo? ¿Qué te importa?Lo dijo con hosquedad, casi airado. Estaba segura de que de pronto y a no se

fiaba de mí, me veía como un incordio, tal vez una amenaza, un posible testigoincómodo, había subido la guardia, era extraño, hacía poco rato y o era unapersona placentera e inofensiva, todo menos un motivo de preocupación,seguramente lo contrario, una distracción muy agradable mientras él aguardabaa que el tiempo pasara y curara y se cumplieran sus expectativas, o a que esetiempo hiciera por él labores que le son ajenas, de persuasión, de acercanza, deseducción y aun de enamoramiento; alguien que no esperaba nada que nohubiera y a y que a él no le pedía nada que no estuviera dispuesto a dar. Ahora sele había presentado un recelo, una duda. No podía preguntarme si había oído su

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conversación: si no lo había hecho, era llamar mi atención sobre lo que quisieraque hubieran hablado Ruibérriz y él mientras y o dormía, aunque no fuera de miincumbencia y me trajera más bien sin cuidado, y o estaba allí sólo de paso; si sí,era obvio que y o le contestaría que no, él seguiría sin saber la verdad en todocaso. No había forma de que y o no fuera una sombra a partir de aquel instante, oaún peor, un engorro, un estorbo.

Entonces me vino de nuevo un poco el miedo, él sí me lo dio, él a solas, sinnadie delante capaz de frenarlo. Quizá no tuviera otra manera de asegurarse deque su secreto estaba a salvo que quitándome de en medio, se dice que una vezprobado el crimen no se hace tan cuesta arriba reincidir, repetirlo, que cruzada laray a no hay vuelta atrás y que lo cuantitativo pasa a ser secundario ante lamagnitud del salto dado, el salto cualitativo que lo convierte a uno para siempreen asesino, hasta el último día de su existencia y aun en la memoria de quienesnos sobreviven, si están al tanto o se enteran más tarde, cuando y a no estemospara intentar enredar y negarlo. Un ladrón puede restituir lo robado, undifamador reconocer su calumnia y rectificarla y limpiar el buen nombre de lapersona acusada, hasta un traidor puede enmendar su traición a veces, antes deque sea demasiado tarde. Lo malo del asesinato es que siempre es demasiadotarde y no se puede devolver al mundo a quien de él fue suprimido, eso esirreversible y no hay modo de repararlo, y salvar otras vidas en el futuro, pormuchas que sean, no borra nunca la que uno ha quitado. Y si no hay remisión —eso se dice—, hay que continuar por el camino emprendido cada vez que hagafalta. Lo principal ya no es no mancharse, puesto que uno lleva en su seno unamancha que jamás se elimina, sino que ésta no se descubra, que no trascienda,que no tenga consecuencias y no nos pierda, y entonces añadir otra no es tangrave, se mezcla con la primera o ésta la absorbe, las dos se juntan y se hacen lamisma, y uno se acostumbra a la idea de que matar forma parte de su vida, deque le ha tocado eso en suerte como a tantas otras personas a lo largo de lahistoria. Uno se dice que no hay nada nuevo en la situación en que se encuentra,que son incontables los individuos que han pasado por esa experiencia y luegohan convivido con ella sin demasiadas penalidades y sin abismarse, e incluso hanllegado a olvidarla intermitentemente, cada día un rato en el día a día que nossostiene y arrastra. Nadie se puede pasar todas las horas lamentando algoconcreto, o con plena conciencia de lo que hizo una vez lejana, o fueron dos ofueron siete, los minutos ligeros y sin pesadumbre siempre aparecen y el peorasesino disfruta de ellos, probablemente no menos que cualquier inocente. Ysigue adelante y deja de ver el asesinato como una monstruosa excepción o unerror trágico, sino como un recurso más que proporciona la vida a los másaudaces y resistentes, a los más resueltos y con may or aguante. En modo algunose sienten aislados, sino en abundante compañía larga y antigua, y formar partede una especie de estirpe los ay uda a no verse tan desfavorecidos ni anómalos y

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a comprenderse y justificarse: como si hubieran heredado sus actos, o como si selos hubieran adjudicado en una rifa de feria en la que jamás se ha librado nadiede tomar parte, y en consecuencia no los hubieran cometido del todo, o no solos.

—No, por nada, perdona —me apresuré a responder, en el tono de mayorinocencia, y de may or sorpresa por su reacción defensiva, que mi garganta fuecapaz de encontrar. Era una garganta y a temerosa, sus manos podían rodearla encualquier instante y les sería muy fácil apretar, apretar, mi cuello es delgado yno opondría la menor resistencia, mis manos carecerían de fuerza para apartarlas suy as, para abrir sus dedos, mis piernas se doblarían, y o caería al suelo, él seme echaría encima como otras veces, notaría la presión de su cuerpo y su calor—o sería frío—, y a no tendría voz para convencerlo ni para implorar. Pero eseera un falso temor, me di cuenta nada más ceder a él: Díaz-Varela no seencargaría nunca de expulsar de la tierra personalmente a nadie, como no sehabía encargado con su amigo Deverne. A menos que se sintiera desesperado ybajo una amenaza inminente, a menos que pensara que y o iba a ir derecha acontarle a Luisa lo que había averiguado por azar y por mi indiscreción. Nuncapuede descartarse nada con nadie, eso es lo malo, el temor iba y venía, era unpoco artificial—. Preguntaba sólo por preguntar. —Y aún tuve el valor o laimprudencia de añadir—: Y porque, bueno, si ese Ruibérriz hace favores, no sé siyo te puedo hacer alguno… En fin, no lo creo, pero si te pudiera servir de algo,aquí me tienes a tu disposición.

Me miró con fijeza durante unos segundos que se me hicieron muy largos,como si me ponderara, como si quisiera descifrarme, como se mira a la genteque no se sabe mirada y y o no estuviera allí sino en la pantalla de una televisióny él pudiera observarme a sus anchas, sin preocuparse de mi respuesta asemejante insistencia o penetración, su expresión era cualquier cosa menossoñadora o miope, en contra de lo habitual, era aguda e intimidatoria. Mantuvelos ojos firmes (al fin y al cabo éramos amantes y nos habíamos contemplado ensilencio y sin apenas pudor), sosteniéndole y aun devolviéndole el escrutinio, congesto interrogativo o de falta de comprensión, o eso creí. Hasta que y a no pudeaguantar y los bajé hasta sus labios, hacia donde estaba tan acostumbrada amirar desde el día que lo conocí, cuando hablaba y cuando estaba callado,aquellos labios de los que no me cansaba y que nunca me inspiraban miedo sinoatracción. Fueron mi refugio momentáneo, no tenía nada de extraño que y oposara la vista allí, era tan frecuente, era lo normal, no había motivo para que lasospecha se le acentuara por ello, alcé un dedo y se los toqué, recorrí su dibujocon suavidad, con la y ema, una prolongada caricia, pensé que sería una formade aplacarle el ánimo, de darle confianza y seguridad, de decirle sin hablar:‘Nada ha cambiado, sigo aquí y sigo queriéndote. Nada te revelo, tú te has dado

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cuenta hace tiempo y te dejas querer por mí, es agradable sentirse amado porquien nada te va a pedir. Yo me retiraré cuando decidas que basta, que y a estábien, cuando me abras la puerta y me veas ir hacia el ascensor sabiendo que novendré más. Cuando por fin se agote la pena de Luisa y seas correspondido, meharé a un lado sin rechistar, mi paso por tu vida sé que es provisional, un día más,un día más, y otro día y a no. Pero no te aflijas ahora, descuida, porque no heoído nada, no me he enterado de nada que tú desearas ocultar o guardar para ti, ysi me he enterado no me importa, estás a salvo conmigo, no te voy a delatar, nisiquiera estoy segura de haber escuchado lo que sí he escuchado, o no le doycrédito, estoy convencida de que debe haber un error, o una explicación, oincluso —quién sabe— una justificación. Tal vez Desvern te había hecho grandaño, tal vez él había intentado matarte antes a ti, también a través de terceros,taimadamente también, y ahora erais y a él o tú, acaso te viste obligado, no habíalugar en el mundo para los dos, y eso se parece mucho a la defensa propia. Nohas de temer de mí, y o te quiero, estoy a tu lado, de momento no te voy a juzgar.Y además, no te olvides de que sólo son imaginaciones tuy as, de que en realidadnada sé’.

No es que pensara todo esto de veras ni con claridad, pero es lo que le intentétransmitir con mi dedo demorándose sobre sus labios, él se dejó hacer mientrasseguía mirándome con atención, trataba de buscar señales contrarias a las que y ole enviaba voluntariosamente, notaba cómo aún recelaba de mí. Eso tenía malarreglo o carecía de él, no se iría nunca del todo, disminuiría o aumentaría, seadensaría o adelgazaría, pero siempre permanecería ahí.

—No ha venido a hacerme un favor —contestó—. Ha venido a pedirme uno,esta vez, por eso le urgía verme. Te agradezco tu ofrecimiento, en todo caso.

Yo sabía que eso no era verdad, los dos estaban en el mismo aprieto, difícilque el uno sacara al otro, lo más que estaba a su alcance era tranquilizarserecíprocamente e instarse a esperar acontecimientos, confiando en que nohubiera más, en que las palabras del indigente cayeran en el vacío y nadie semolestara en investigar. Era eso lo que habían hecho, calmarse y ahuy entar elpánico.

—No hay de qué.Entonces me puso una mano en el hombro y la noté como un peso, como si

me cay era encima un enorme trozo de carne. Díaz-Varela no era especialmentegrande ni fuerte aunque sí de buena estatura, pero los hombres sacan fuerza deno se sabe dónde, casi todos o la mayoría, o a nosotras siempre nos parecemucha por comparación, es muy fácil que nos atemoricen con un solo ademánamenazante o nervioso o mal medido, con que nos agarren de la muñeca o nosabracen con demasiado ímpetu o nos aplasten sobre el colchón. Me alegré detener el hombro cubierto por el jersey, pensé que sobre la piel ese peso mehabría hecho estremecer, no era un gesto habitual en él. Me lo apretó sin

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hacerme daño, como si fuera a darme un consejo o a confiarme algo, me hiceuna idea de lo que sería esa mano sobre mi cuello, una sola, no digamos las dos.Temí que con un rápido movimiento la trasladara hasta él, él debió de percibir mialerta, mi tensión, mantuvo la presión sobre mi hombro o me pareció que laaumentó, deseaba zafarme, escurrirme, su mano derecha sobre mi hombroizquierdo, como si fuera un padre o un profesor y y o una niña, una alumna, mesentí empequeñecida, seguramente ese era el propósito, para que le contestaracon sinceridad, y si no con inquietud.

—No has oído nada de lo que me ha contado, ¿verdad? Estabas dormidacuando ha llegado, ¿no? He entrado a comprobarlo antes de hablar con él y te hevisto muy dormida, estabas dormida, ¿verdad? Lo que me ha contado es muyíntimo, y a él no le gustaría que se hubiera enterado nadie más. Aunque seas unadesconocida para él. Hay cosas que da vergüenza que escuche nadie, hasta a míle ha costado contármelo, y eso que venía a eso y no tenía más remedio si queríael favor. No te has enterado de nada, ¿verdad? ¿Qué es lo que te despertó?

Así que me lo preguntaba a las claras, inútilmente o no tanto: por cómorespondiera y o, él podría figurarse o deducir si le mentía o no, o eso creería.Pero sería eso a lo sumo, una deducción, una figuración, una suposición, unconvencimiento, es increíble que tras tantos siglos de incesantes charlas entre laspersonas no podamos saber cuándo se nos dice la verdad. ‘Sí’, se nos dice, ysiempre puede ser ‘No’. ‘No’, se nos dice, y siempre puede ser ‘Sí’. Ni siquiera laciencia ni los infinitos avances técnicos nos permiten averiguarlo, no conseguridad. Y aun así él no pudo resistirse a interrogarme directamente, de qué leservía que le contestara ‘Sí’ o ‘No’. De qué le habían servido a Deverne todas lasprofesiones de afecto de uno de sus mejores amigos a lo largo de años, si es queno del mejor. Lo último que uno imagina es que ése lo vay a a matar, aunque seade lejos y sin presenciarlo, sin intervenir ni mancharse un solo dedo, de talmanera que pueda pensar luego a veces, en sus días de felicidad, o serán deexultación: ‘En realidad y o no lo hice, no tuve nada que ver’.

—No, no he oído nada, no te preocupes. He tenido un sueño profundo, aunqueme hay a durado poco. Además, he visto que habías cerrado la puerta, no podíaoíros.

La mano sobre mi hombro seguía apretando, me parecía que un poco más,algo casi imperceptible, como si me quisiera hundir en el suelo muy lentamente,sin que y o me percatara de ello. O tal vez ni siquiera apretaba, sino que aldilatarse su peso se me agudizaba la sensación de opresión. Levanté el hombrosin brusquedad, todo lo contrario, con delicadeza, con timidez, como paraindicarle que lo prefería libre, que no quería aquel pedazo de carne plantado asísobre mí, había en aquel contacto desacostumbrado un vago elemento dehumillación: ‘Prueba mi fuerza’, podía ser. O ‘Imagina de lo que soy capaz’. Hizocaso omiso de mi leve gesto —quizá fue demasiado leve— y volvió a su última

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pregunta que y o no había contestado, insistió:—¿Qué fue lo que te despertó? Si creías que no estaba más que y o, ¿por qué

te has puesto el sostén para salir? Debe de haberte llegado el rumor de nuestrasvoces, ¿no? Y algo habrás oído entonces, digo y o.

Tenía que mantener la calma y negar. Cuanto más sospechara él, más teníaque negar. Pero debía hacerlo sin vehemencia ni énfasis de ninguna clase. A míqué me importaba lo que se trajera entre manos con un tipo del que ni le habíaoído hablar, esa era mi may or baza para convencerlo, para aplazar su certeza almenos; qué interés tenía y o en espiarlo, todo lo que sucediera fuera de aqueldormitorio me daba igual, incluso dentro cuando no estaba y o en él, eso había dequedarle claro, nuestra relación no era sólo pasajera, era reducida, estabacircunscrita a aquellos encuentros ocasionales en su casa, en una habitación odos, qué se me daba a mí todo el resto, sus idas y venidas, su pasado, susamistades, sus planes, sus cortejos y su vida entera, y o no había estado en ella nitampoco iba a estar ‘hereafter’, a partir de ahora ni más adelante, nuestros díastenían su número y nunca estuvo lejos. Y sin embargo, con ser todo eso verdaden esencia, no lo era absolutamente: había sentido curiosidad, me habíadespertado al captar una palabra clave —quizá ‘tía’, o ‘conoce’, o ‘mujer’, oseguramente la combinación de las tres—, me había levantado de la cama, habíapegado el oído, había forzado una rendija mínima para escuchar mejor, mehabía alegrado cuando él y Ruibérriz habían sido incapaces de moderar susvoces, de alcanzar el susurro, se lo había impedido la excitación. Empecé apreguntarme por qué había hecho eso, e inmediatamente empecé a lamentarlo:por qué tenía que saber lo que sabía, por qué la idea, por qué ya no me eraposible tenderle los brazos y rodearlo por la cintura y acercarlo a mí, habría sidotan fácil quitarme su mano del hombro con ese solo movimiento, natural ysencillo unos minutos atrás; por qué no podía obligarlo a abrazarme sin másdemora ni vacilación, allí estaban sus queridos labios, como siempre deseababesarlos y ahora no me atrevía o es que algo me repelía en ellos a la vez que aúnme atraían, o lo que me repelía no estaba en ellos —los pobres, sin culpa—, sinoen todo él. Lo seguía queriendo y le tenía miedo, lo seguía queriendo y miconocimiento de lo que había hecho me daba asco; no él, sino mi conocimiento.

—Pero qué preguntas son esas —le dije con desenfado—. Yo qué sé lo queme despertó, un mal sueño, una mala postura, saber que me estaba perdiendo unrato contigo, no sé, qué más da. Y qué me iba a importar a mí lo que te contaraese hombre, ni siquiera sabía que estuviera aquí. Si me he puesto el sostén esporque no es lo mismo que me veas echada y a poca distancia, o a ráfagas, quede pie y caminando por la casa como si me crey era una modelo de Victoria’sSecret o aún mejor, al fin y al cabo ellas siempre llevan lencería. Es que todohay que explicártelo o qué.

—¿Qué quieres decir?

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En verdad pareció desconcertado, pareció no entender, y eso —eldesplazamiento de su interés, su distracción— me dio una ligera y momentáneaventaja, pensé que no tardaría en dejar de hacerme preguntas torcidas y y opodría salir de allí, me urgía sacudirme aquella mano y perderlo de vista.Aunque mi yo anterior, que todavía rondaba —aún no había sido sustituido nireemplazado, cómo podía serlo tan rápido; ni cancelado ni desterrado—, no teníaninguna prisa por salir de allí: cada vez que se había ido había ignorado cuándoregresaría, o si y a no regresaría más.

—Qué torpes sois los hombres a veces —dije con deliberación, me parecióaconsejable soltar algún tópico y desviar la conversación, llevarla al territoriomás vulgar, que también suele ser el más inofensivo y el que más invita aconfiarse y a bajar la guardia—. Hay zonas en las que las mujeres nos creemosy a envejecidas a los veinticinco o treinta años, no digamos con diez más. Porcomparación con nosotras mismas, guardamos memoria de cada año que se fue.Así que no nos gusta exponer esas zonas de manera intempestiva y frontal.Bueno, a mí no me hace gracia, la verdad es que a muchas les da lo mismo, y lasplay as están llenas de exposiciones no y a frontales sino brutales, catastróficas,incluidas las de quienes se han colocado un par de leños bien rígidos y creenhaber solucionado todo problema con eso. La may oría dan dentera. —Me reíbrevemente por la palabra elegida, añadí otra similar—: Dan repelús.

—Ah —dijo él, y se rio brevemente también, era una buena señal—. A mí nome parece que ninguna zona tuy a esté envejecida, y o las veo todas bien.

‘Está más tranquilo’, pensé, ‘menos preocupado y suspicaz, porque tras elsusto necesita estar así. Pero más tarde, cuando se quede a solas, volverá aconvencerse de que sé lo que no me tocaba saber, lo que nadie más que Ruibérrizdebía saber. Repasará mi actitud, recordará mi prematuro sonrojo al salir de laalcoba y mi fingida ignorancia de todo este rato, se dirá que tras las fogosidadeslo normal habría sido que me trajera sin cuidado cómo me viera, qué sostén niqué sostén, uno se relaja, se desprotege mucho después; dejará de creerse laexplicación que ahora acepta por sorprendente, porque no se le había pasado porla imaginación que algunas mujeres pudiéramos estar tan pendientes de nuestroaspecto en todo momento, de lo que tapamos o permitimos ver y hasta de laintensidad de nuestros jadeos, o que nunca perdamos del todo el pudor, ni siquieraen medio de la may or agitación. Le dará vueltas de nuevo y no sabrá qué leconviene hacer, si alejarme paulatinamente y con naturalidad o interrumpirbruscamente todo trato conmigo o seguir como si nada para vigilarme de cerca,para controlarme, para calibrar cada día el peligro de una delación, esa es unasituación angustiosa, tener que interpretar a alguien sin cesar, a alguien que nostiene en su mano y que nos puede buscar la ruina o nos puede chantajear, no seaguanta mucho tiempo una zozobra así, se la intenta remediar como sea, semiente, se intimida, se engaña, se paga, se pacta, se quita de en medio, esto

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último es lo más seguro a la larga —es lo definitivo— y lo más arriesgado en elinstante, también lo más difícil ahora y después y en cierto sentido lo másperdurable, uno se vincula al muerto para siempre jamás, se expone a que se leaparezca vivo en los sueños y uno crea no haber acabado con él, y entoncessienta alivio por no haberlo matado o sienta espanto y amenaza y planee volverloa hacer; se expone a que ese muerto ronde todas las noches su almohada con suvieja cara sonriente o ceñuda y los ojos bien abiertos que fueron cerrados hacesiglos o anteayer, y le susurre maldiciones o súplicas con su voz inconfundibleque y a no oy e nadie más, y a que la tarea le parezca siempre inconclusa yagotadora, un infinito quehacer, cada mañana pendiente antes de despertar. Perotodo eso será más adelante, cuando él rumie lo sucedido o lo que temerá quehay a sucedido. Quizá decida entonces enviarme a Ruibérriz con algún pretexto,para que me sondee, para que me sonsaque, esperemos que no para algo másgrave, para que un intermediario difumine o debilite el vínculo, tampoco y opodré vivir en paz a partir de hoy. Pero no es ahora el momento y y a se verá, hede aprovechar que lo he distraído de sus recelos y le he hecho un poco de gracia,y salir ya de aquí.’

—Gracias por el cumplido, no los sueles prodigar —le dije. Y, sin ningúnesfuerzo físico y con considerable esfuerzo mental, acerqué mi cara a la suya ylo besé en los labios con los labios cerrados y secos, suavemente, tenía sed, demanera parecida a como se los había recorrido antes con la y ema del dedo, miboca acarició la suy a, eso fue, creo y o. Eso fue nada más.

Levantó entonces la mano y me liberó el hombro y me quitó el odioso pesode encima, y con esa misma mano que casi me había causado dolor —o es loque empezaba a creer sentir—, me acarició la mejilla, otra vez como si fuerauna niña y él tuviera poder para castigarme o premiarme con un solo gesto, ytodo dependiera de su voluntad. Estuve a punto de rehuirle esa caricia, habíaahora una diferencia entre que lo tocara y o a él y me tocara él a mí, por suerteme contuve y lo dejé hacer. Y al salir de la casa unos minutos más tarde, mepregunté, como siempre, si volvería a entrar allí. Sólo que esta vez no fue sólocon esperanza y deseo, sino que se mezclaron, qué fue: no sé si fue repugnancia,o pavor, o si fue más bien desolación.

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III

En toda relación desigual y sin nombre ni reconocimiento explícito, alguientiende a llevar la iniciativa, a llamar y a proponer encontrarse, y la otra partetiene dos posibilidades o vías para alcanzar la misma meta de no esfumarse ydesaparecer en seguida, aunque crea que de todas formas será ese su destinofinal. Una es limitarse a esperar, no dar nunca un paso, confiar en que puedaañorársela y en que su silencio y su ausencia resulten insospechadamenteinsoportables o preocupantes, porque todo el mundo se acostumbra pronto a loque se le regala o a lo que hay. La segunda vía es intentar colarse con disimulo enla cotidianidad de ese alguien, persistir sin insistir, hacerse sitio con pretextosvarios, llamar no a proponer nada —eso está vedado aún— sino a consultarcualquier cosa, a pedir consejo o un favor, a contar lo que nos ocurre —lamanera más eficaz y drástica de involucrar— o a dar alguna información; estarpresente, actuar como recordatorio de uno mismo, tararear en la distancia,zumbar, dar lugar a un hábito que se instala imperceptiblemente y como ahurtadillas, hasta que un día ese alguien se descubre echando en falta la llamadaque se ha hecho consuetudinaria, siente algo parecido al agravio —o es la sombrade un desamparo— e, impaciente, levanta el teléfono sin naturalidad, improvisauna excusa absurda y se sorprende marcando él.

Yo no pertenecía a ese segundo tipo atrevido y emprendedor, sino al primerocallado, más soberbio y más sutil, pero también más expuesto a ser borrado uolvidado con prontitud, y a partir de aquella tarde me alegré de correr ese riesgo,de estar supeditada por costumbre a las solicitudes o proposiciones de quien paramí era aún Javier pero acababa de iniciar el camino de convertirse en un apellidocompuesto que más bien cuesta recordar; de no tener que llamarlo ni buscarlo, yde que abstenerme de hacerlo no resultara, por tanto, sospechoso ni delator. Queyo no estableciera contacto con él no significaba que quisiera evitarlo, ni que mehubiera decepcionado —es una palabra suave—, ni que le hubiera cogido miedo,ni que deseara interrumpir todo trato con él tras enterarme de que había urdido elapuñalamiento de su mejor amigo sin ni siquiera tener la certeza de lograr conello su fin, aún le restaba la tarea más fácil o la más ardua, eso nunca se sabe, ladel enamoramiento (la más insignificante o la más sustancial). Que y o no dieraseñales de vida no significaba que supiera nada de eso ni nada nuevo de él, misilencio no me traicionaba, todo era como siempre durante nuestra breve

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frecuentación, dependía de que él sintiera vaga añoranza o se acordara de mí yme convocara a su alcoba, sólo entonces tendría que pensar cómo conducirme yqué hacer. El enamoramiento es insignificante, su espera en cambio es sustancial.

Cuando Díaz-Varela me había hablado del Coronel Chabert, habíaidentificado a éste con Desvern: el muerto que debe seguir muerto puesto que sumuerte constó en los anales y pasó a ser un hecho histórico y se relató y detalló,y cuya nueva e incomprensible vida es un incómodo postizo, una intrusión en lade los demás; el que viene a perturbar el universo que no sabe ni puede rectificary que por tanto continuó sin él. Que Luisa no se sacudiese en seguida a Deverne,que de forma inerte o rutinaria continuase sujeta a él o a su recuerdo aúnreciente —reciente para la viuda pero lejano para el que llevaba ya muchoanticipando su supresión—, debía de parecerle a Díaz-Varela la intromisión de unfantasma, de un aparecido tan fastidioso como Chabert, sólo que éste había vueltoen carne y hueso y cicatriz cuando ya estaba olvidado y su regreso era unengorro hasta para el curso del tiempo, al que en contra de su naturaleza seforzaba a retroceder y corregir, mientras que Desvern no se había ido del todo enespíritu, se demoraba, y lo hacía precisamente ayudado por su mujer, todavíaenfrascada en el lento proceso de sobreponerse a su abandono y a su deserción;incluso trataba de retenerlo aún, un poco más, a sabiendas de que llegaría un díaen que inverosímilmente se le desdibujaría su rostro o se le congelaría encualquiera de las muchas fotos que se empeñaría en seguir mirando, a ratos consonrisa embobada y a ratos entre sollozos, siempre a solas, siempre escondida.

Y sin embargo era a Díaz-Varela a quien yo veía ahora más bien comoChabert. Éste había sufrido amarguras y penalidades sin cuento y aquél las habíainfligido, éste había sido víctima de la guerra, de la negligencia, de la burocraciay de la incomprensión, y aquél se había constituido en verdugo y habíaperturbado gravemente el universo con su crueldad, su egoísmo tal vez estéril ysu descomunal frivolidad. Pero los dos se habían mantenido a la espera de ungesto, de una especie de milagro, un aliento y una invitación, Chabert del casiimposible reenamoramiento de su mujer y Díaz-Varela del improbableenamoramiento de Luisa, o por lo menos de su consolación junto a él. Algo decomún había en la esperanza de ambos, en la paciencia, aunque las del viejomilitar estuvieran dominadas por el escepticismo y la incredulidad y las de mipasajero amante por el optimismo y la ilusión, o acaso era por la necesidad. Losdos eran como espectros haciendo visajes y señas e incluso algún aspavientoinocente, aguardando a ser vistos y reconocidos y quizá llamados, deseosos de oíral fin estas palabras: ‘Sí, está bien, te reconozco, eres tú’, aunque en el caso deChabert supusieran sólo concederle la carta de existencia que se le estabanegando y en el de Díaz-Varela significaran bastante más: ‘Quiero estar a tu lado,acércate y quédate aquí, ocupa el lugar vacío, ven hasta mí y abrázame’. Y losdos debían de pensar algo parecido, algo que les daba fuerza y los sostenía en su

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espera y les impedía rendirse: ‘No puede ser que haya pasado por lo que hepasado, que me hayan matado un sablazo en el cráneo y los cascos al galope deinfinitos caballos, y sin embargo haya surgido de entre una montaña de muertostras la larga e inútil batalla que convirtió en verdaderos cadáveres a cuarenta milcomo yo, tenía que haber sido uno de ellos, solamente uno más; no puede ser quehaya sanado con dificultad, lo bastante para tenerme en pie y caminar, que a lolargo de años haya recorrido Europa pasando penurias y sin que me creyeranadie, obligado a convencer a cualquier imbécil de que y o era todavía yo, de queno era un absoluto difunto pese a figurar como tal; y que por fin haya llegadohasta aquí, donde tuve mujer, casa, rango y fortuna, aquí donde solí vivir, paraque la persona que más he querido y que me heredó ni siquiera admita queexisto, finja no conocerme y me tilde de impostor. Qué sentido tendría habersobrevivido a mi reiterada muerte, haber emergido de la fosa en la que y a mehabía resignado a habitar, desnudo y sin distintivos, igualado del todo con misiguales caídos, oficiales y soldados rasos, compatriotas y tal vez enemigos, quésentido tendría todo esto si lo que me reservaba el final de ese trayecto era lanegación y el despojamiento de mi identidad, de mi memoria y de cuanto haseguido ocurriéndome después de morir. La superfluidad de mi ventura, de miordalía, de mi gran esfuerzo, de lo que se parecía tanto a un destino…’. Eso debíade pensar el Coronel Chabert mientras iba y venía por París, mientras suplicabaser recibido y atendido por el abogado Derville y por Madame Ferraud, que envirtud de su resurrección no era ya su viuda sino su mujer, y así volvía a ser,para su desdicha, la también enterrada y pretérita, la detestada Madame Chabert.

Y Díaz-Varela debía de pensar a su vez: ‘No puede ser que y o hay a hecho loque he hecho o más bien he fraguado y he puesto en marcha, que hay a caviladodurante mucho tiempo y, tras consumirme en dudas, haya logrado maquinar unamuerte, la de mi mejor amigo, fingiendo que la dejaba un poco al azar, quepodía resultar o no, tener lugar o jamás suceder, o bien no lo fingía sino que enverdad era así; que ideara un plan imperfecto y lleno de cabos sueltos,precisamente para salvar la cara ante mí mismo y poder decirme que a fin decuentas había permitido la existencia de numerosos resquicios y escapatorias,que no me había asegurado, que no había enviado a un sicario ni le habíaordenado a nadie: “Mátalo”; no puede ser que haya interpuesto a dos personas oquizá han sido tres, a Ruibérriz, a su subalterno que efectuó llamadas y al propioindigente que las escuchó, a fin de sentirme muy lejos de la ejecución, de loshechos mismos cuando se produjeran si se producían, no había certeza sobre lareacción del gorrilla, podía haber hecho caso omiso o haberse limitado a insultara Miguel, o haberle dado sólo un puñetazo como a su chófer cuando confundió alos dos, también el encizañamiento podía haber caído en saco roto desde elprincipio y no haber surtido el menor efecto, pero sí lo surtió y entonces qué; no,no puede ser que las cosas hayan salido según mi deseo contra casi toda

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probabilidad, que al hacerlo hayan perdido su posible carácter de juego o apuestay hay an pasado a ser una tragedia y seguramente un asesinato inducido que a suvez me ha convertido a mí en un asesino indirecto, mías fueron la concepción yla decisión de empezar, de lanzar los dados trucados, de dar impulso a laamañada rueda y echarla a girar, fui y o quien dijo “Conseguidle un móvil paracorromperle el oído, por ese conducto se llega a la mente, a la trastornada y a laque no lo está; compradle una navaja para tentarlo, para hacérsela acariciar ytambién abrir y cerrar, sólo el que tiene un arma la puede querer usar”; no, nopuede ser que yo me hay a metido en esto y me hay a arrojado una manchaimposible de quitar para que luego no sirva de nada y mi intención no se cumpla.Qué sentido tendría haberme impregnado así, del crimen, de la conspiración, delhorror, llevar para siempre en mi seno el engaño y la traición, no podersacudírmelos ni olvidarme de ellos más que sólo a ratos de enajenamiento oquizá de extraña plenitud que no he probado, no sé, haber establecido un vínculoque reaparecerá en mis sueños y que jamás podré cortar, qué sentido tendría sino alcanzo mi propósito único, si lo que me reservaba el final de ese tray ecto erala negativa o la indiferencia o la lástima, el mero y viejo afecto que memantendría sólo en mi lugar, para qué tanta vileza, o aún peor, la denuncia, eldescubrimiento, el desprecio, la espalda vuelta y su voz helada diciéndome comosi surgiera de un yelmo: “Quítate de mi vista y no vuelvas a aparecer ante mí”.Como si fuera una Reina que desterrara a perpetuidad a su más fervorososúbdito, a su may or adorador. Y eso puede ocurrir ahora, eso puede ocurrirfácilmente si esta mujer, si María ha oído lo que no debía y decide ir acontárselo, aunque yo lo negara bastaría la duda para que mis posibilidadesdesaparecieran, para que dejaran totalmente de existir. De Ruibérriz sé que nohay que temer y por eso le encargué la operación, lo conozco hace mucho ynunca se iría de la lengua, ni siquiera si lo interrogaran o lo detuvieran, si elmendigo lo reconociera y dieran con él, ni siquiera bajo gran presión, por lacuenta que le trae y también porque es legal. Los otros, Canella y el que lo llamó,el que varias veces al día le recordó a sus hijas putas y lo obligó a imaginárselasen plena faena con mortificante detalle, el que lo obsesionó y acusó a Miguel,esos no me han visto en la vida ni han oído mi nombre ni han escuchado mi voz,para ellos no existo, sólo existe Ruibérriz con sus nikis o sus abrigos de cuero y susonrisa salaz. Pero de María lo ignoro todo en realidad, noto que se estáenamorando o que se ha enamorado y a, demasiado rápido para que no respondaa una decisión generosa de la que por tanto se puede apear, todavía cuandoquiera, por cansancio o despecho o por sensatez o decepción, lo segundo noparece sentirlo ni que lo vay a a sentir, está conforme con que no hay a más quelo que hay y sabe que algún día dejaré de verla y la borraré porque Luisa mehabrá llamado por fin, en modo alguno eso es seguro pero puede suceder, y aúnes más, debería suceder antes o después. A menos que María posea un estúpido y

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fuerte sentido de la justicia, y la decepción de saberme un criminal se leimponga sobre cualquier otra consideración y así no le parezca suficienterenegar y apartarse de mí, sino que necesite apartarme de mi amor. Y entonces,si supiera Luisa, o si la idea le entrara en la cabeza, no haría falta más, quésentido tendría que tras adentrarme por la senda más sucia ya no hubieraesperanza, ni siquiera la más remota, la irreal que nos ayuda a vivir. Quizá hastala espera me quedaría prohibida, no ya la esperanza sino la simple espera, elrefugio último del peor desdichado, de los enfermos y de los decrépitos y de loscondenados y de los moribundos, que esperan a que llegue la noche y luego aque llegue el día y la noche otra vez, sólo a que cambie la luz para saber almenos qué les toca, si estar despiertos o dormir. Incluso los animales esperan. Elrefugio de todo ser sobre la tierra, de todos menos de mí…’.

Fueron pasando los días sin noticias de Díaz-Varela, uno, dos, tres y cuatro, y esoera enteramente normal. Cinco, seis, siete y ocho, y también eso era normal.Nueve, diez, once y doce, y eso ya no lo fue tanto, pero tampoco resultó muyextraño, a veces él viajaba y a veces viajaba y o, no teníamos costumbre deavisarnos de antemano y aún menos de despedirnos, jamás alcanzamos tantafamiliaridad ni contamos el uno para el otro como para juzgar necesario oprudente informarnos de nuestros movimientos, de nuestras ausencias de laciudad. Cada vez que él había tardado esos días o más en llamar o dar señales, yohabía pensado con lástima —pero siempre con conformidad, o acaso eraresignación— que ya me tocaba salir de escena, que el breve tiempo que yomisma me había adjudicado en su vida había sido brevísimo al final; suponía quese había cansado, o que, fiel a su tendencia, había cambiado de nuevo de parejade distracción (nunca me tuve por mucho más, pese a querer sentirme algo más)durante lo que ahora veía como una espera suya inmemorial, o más bien comoun acecho; o que Luisa lo iba aceptando antes de lo previsible y que y a no habíalugar para mí ni seguramente para nadie más; o que él estaba volcado con ella ensus visitas y en su atención, en llevar al colegio a sus niños y ay udarla en lo quepudiera, en hacerle compañía y estar a su disposición. ‘Ya está, y a se ha ido, y ame ha echado, se acabó’, eso pensaba. ‘Todo ha durado tan poco que me solaparécon otras y su memoria me confundirá. Seré indistinguible, seré un antes, unapágina en blanco, lo contrario de “a partir de ahora”, y perteneceré a lo que y ano cuenta. No importa, está bien, lo sabía desde el principio, está bien.’ Si alduodécimo o decimoquinto día sonaba el teléfono y oía su voz, no podía evitardar un salto de alegría interior y decirme: ‘Bueno, mira, todavía no, por lo menoshabrá una vez más’. Y durante esos periodos de involuntaria espera mía yabsoluto silencio suy o, cada vez que sonaba el timbre o me avisaba el móvil deque había recibido un mensaje mientras lo tenía apagado, o de que había un SMS

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aguardando a ser leído, confiaba con optimismo en que estuviera él detrás.Ahora me sucedía lo mismo, pero con aprensión. Miraba la diminuta pantalla

con sobresalto, deseando no ver su nombre y su número y —eso era lodesasosegante, lo raro— deseándolo a la vez. Prefería no tener que ver más conél y no exponerme a un nuevo encuentro de nuestra única modalidad, durante elque ignoraba cómo reaccionaría, cómo me podría comportar. Era más fácil queme notara huidiza o remisa si nos veíamos que si sólo hablábamos, y tambiénmás —obviamente— si hacíamos esto último que si no. Pero no responder nidevolverle la llamada habría tenido el mismo efecto, puesto que nunca lo habíahecho con anterioridad. Si accedía a ir a su casa y allí me proponía acostarnos,como solía acabar por sugerir de aquella manera tácita suy a que le permitíaactuar como si lo que ocurría no ocurriera o no fuera digno de reconocimiento, yy o rehusaba con alguna excusa, eso le podría hacer sospechar. Si me citaba y ledaba largas, también eso lo escamaría, pues en la medida de lo posible me habíaacomodado siempre a su iniciativa. Consideraba una bendición, una suerte, que élcallara desde aquella tarde, que no me solicitara, verme libre de sus pesquisas ycapciosidades, de su olisqueo de la verdad, de encararme de nuevo con él, de nosaber a qué atenerme ni cómo tratarlo ahora, de que me inspirara miedo yrepulsa mezclados seguramente con atracción o con enamoramiento, porqueestas dos últimas cosas no se suprimen de golpe y a voluntad, sino que tienden ademorarse como una convalecencia o como la propia enfermedad; laindignación no ayuda apenas, su impulso se agota en seguida, no se puedemantener su virulencia, o ésta viene y se va y cuando se va no deja huella, no esacumulativa, no mina nada y en cuanto se aplaca se olvida, como el frío una vezque se ha ido, o como la fiebre y el dolor. La corrección de los sentimientos eslenta, desesperantemente gradual. Uno se instala en ellos y se hace muy difícilsalirse, se adquiere el hábito de pensar en alguien con un pensamientodeterminado y fijo —se adquiere también el de desearlo— y no se saberenunciar a eso de la noche a la mañana, o durante meses y años, tan largapuede ser su adherencia. Y si lo que hay es decepción, entonces se la combate alprincipio contra toda verosimilitud, se la matiza, se la niega, se la intentadesterrar. A ratos pensaba que no había oído lo que había oído, o me retornaba ladébil idea de que tenía que haber un error, un malentendido, incluso unaexplicación aceptable para que Díaz-Varela hubiera organizado la muerte deDesvern —pero cómo podía ser eso aceptable—, me daba cuenta de quemientras duraba aquella espera rehuía la palabra ‘asesinato’ en mi mente. Y así, ala vez que consideraba una suerte que Díaz-Varela no me reclamara y medejara recomponerme y respirar, me preocupaba y sufría porque no lo hiciera.Quizá me parecía imposible —un final pálido, un mal final— que todo sedisolviera así, tras descubrir yo su secreto y que él se lo maliciara, trasinterrogarme él un poco y después nada más. Era como si la función se

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interrumpiera antes de terminar, como si todo quedara suspendido en el aire,indeciso, flotante, persistente en su irresolución, como un olor desagradable en elinterior de un ascensor. Pensaba confusamente, quería y no quería saber de él,mis sueños eran contradictorios y, cuando permanecía una noche en vela, enverdad no discernía, notaba sólo la cabeza llena y mi detestable impotencia paravaciarla.

Me preguntaba en mi insomnio si debía hablar con Luisa, con la que ya nocoincidía nunca en el desay uno de la cafetería, habría abandonado la costumbrepara no aumentarse la pena o para ir olvidando mejor, o quizá iría más tarde,cuando y o ya estuviera en el trabajo (acaso era a su marido al que le tocabamadrugar más y ella sólo lo acompañaba para retrasar la separación). Mepreguntaba si no era mi obligación prevenirla, ponerla al tanto de quién era aquelamigo, su pretendiente quizá inadvertido y su constante protector; pero carecía depruebas y podría tomarme por loca o por despechada, por vengativa ydesquiciada, resulta complicado irle a nadie con un cuento tan siniestro y turbio,cuanto más exagerada y alambicada una historia más difícil de creer, en esoconfían, en parte, quienes cometen atrocidades, en que costará darles créditoprecisamente por su magnitud. Pero no era tanto eso cuanto algo más extraño,por su escasez: la mayoría de la gente está dispuesta, a la mayoría le encantaseñalar con el dedo a escondidas y acusar y denunciar, chivarse a sus amistades,a los vecinos, a sus superiores y jefes, a la policía, a las autoridades, descubrir yexponer a culpables de cualquier cosa, aunque lo sean sólo en su imaginación;hundirles la vida si pueden o por lo menos dificultársela, procurar que hay aapestados, crear desechos, desprendidos, causar bajas a su alrededor y expulsarde su sociedad, como si la reconfortara decirse tras cada víctima o piezacobrada: ‘Ese ha sido desgajado, apartado, ese ha caído y yo no’. Entre toda esagente hay unos pocos —a diario vamos menguando— que sentimos, por elcontrario, una indecible aversión a asumir ese papel, el papel del delator. Y tan alextremo llevamos esa antipatía que ni siquiera nos es fácil vencerla cuandoconviene, por nuestro bien y el de los demás. Hay algo que nos repugna enmarcar un número y decir sin confesar nuestro nombre: ‘Mire, he visto a unterrorista al que buscan, su foto está en los periódicos y acaba de entrar en talportal’. Probablemente lo haríamos en un caso así, pero pensando más en loscrímenes que podríamos evitar con ello que en el castigo de los ya pasados,porque esos nadie es capaz de remediarlos y la impunidad del mundo es taninabarcable, tan antigua y larga y ancha que hasta cierto punto nos da lo mismoque se le añada un milímetro más. Suena raro y suena mal, y sin embargo puedeocurrir: quienes sentimos esa aversión preferimos a veces ser injustos y que algoquede sin castigo antes que vernos como delatores, no lo podemos soportar —alfin y al cabo la justicia no es cosa nuestra, no nos toca actuar de oficio—; ytodavía nos es más odioso ese papel cuando se trata de desenmascarar a alguien

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a quien se ha querido, o peor: a quien, por inexplicable que sea —pese al horror yla náusea de nuestra conciencia, o es de nuestro conocimiento, que sin embargose sobresalta menos cada día que se completa y se va—, no se ha dejadoenteramente de querer. Y entonces pensamos algo que no llega a formularse deltodo, un balbuceo incoherente y reiterativo, casi febril, algo semejante a esto: ‘Sí,es muy grave, es muy grave. Pero es él, aún es él’. En aquel tiempo de espera ode adiós no pronunciado no lograba ver a Díaz-Varela como un peligro futuropara nadie más, ni siquiera para mí, que le había tenido momentáneo temor yaún se lo tenía intermitente en ausencia, en mi recuerdo o en mis anticipaciones.Quizá pecaba de optimista, pero no lo veía capaz de repetir. Para mí seguíasiendo un aficionado, un intruso ocasional. Un hombre normal en esencia, quehabía hecho una sola excepción.

Al decimocuarto día me llamó al móvil, cuando yo estaba en la editorial reunidacon Eugeni y con un autor semijoven que nos había recomendado Garay Fontinaen premio a la adulación con que aquél lo obsequiaba en su blog y en una revistaliteraria especializada que dirigía, es decir, pretenciosa y más bien marginal. Mesalí del despacho un momento, le dije que lo llamaría más tarde, él pareció nofiarse y me retuvo un instante.

‘Es sólo un minuto’, dijo. ‘¿Qué tal te va que nos veamos hoy? He estado fueraunos días y tengo ganas de verte. Si te parece, te espero en casa cuando salgasdel trabajo.’

‘No sé si hoy me voy a retrasar, hay mucho lío aquí’, improvisé sobre lamarcha; quería pensármelo, o por lo menos tener tiempo para hacerme a la ideade ir a verlo otra vez. Seguía sin saber qué prefería, su esperada e inesperada vozme trajo alarma y alivio, pero en seguida prevaleció el envanecimiento desentirme requerida, de comprobar que todavía no me había dado carpetazo, queno se había desentendido de mí ni me dejaba desaparecer en silencio, aún no erala hora de mi difuminación. ‘Déjame que te diga algo por la tarde. Según cómovay an las cosas, me paso o te aviso de que no podré.’

Entonces dijo mi nombre, lo que no solía hacer.‘No, María. Pásate.’ E hizo una pausa, como si en verdad quisiera sonar

imperativo, y así sonó. Como yo no respondí nada en el acto, añadió algo pararebajar esa impresión. ‘No es sólo que tenga ganas de verte, María.’ Dos vecesmi nombre, eso ya era insólito, un mal augurio. ‘Tengo que consultarte algourgente. Aunque sea tarde, no me importa, y o no me voy a mover de aquí. Teesperaré en todo caso. Y si no, te iré a buscar’, terminó con resolución.

Tampoco yo pronunciaba mucho su nombre, lo hice esta vez por mimetismoo para no quedarme atrás, es frecuente que oír el nuestro nos ponga en estado dealerta, como si estuviéramos recibiendo una advertencia o fuera el preámbulo de

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una adversidad o de un adiós.‘Javier, hace un montón de días que no nos vemos ni hablamos, tan urgente no

será, podrá esperar un día o dos más, ¿no? Si al final me es imposible, quierodecir.’

Me estaba haciendo de rogar pero deseaba que no desistiera, que no seconformara con un ‘veremos’ o un ‘quizá’. Su impaciencia me halagaba, pese anotar que no se trataba, aquel día, de una impaciencia meramente carnal. Inclusoera probable que no hubiera en ella ni un ápice de carnalidad, sino queobedeciera tan sólo a la prisa por poner y verbalizar un final: una vez que sedecide que las cosas no floten, que no se diluyan ni se mueran calladas ni seapálida su conclusión, entonces por lo general se hace arduo y casi imposibleesperar; hay que decirlo y soltarlo en seguida, hay que comunicárselo al otropara zafarse de golpe, para que sepa lo que le toca y no ande engañado y ufano,para que no se crea que sigue siendo alguien en nuestra vida cuando ya no lo es,que ocupa un lugar en nuestro pensamiento y en nuestro corazón del queprecisamente ha sido relevado por ellos; para que se borre de nuestra existenciasin dilación. Pero me daba lo mismo. Me daba lo mismo si Díaz-Varela meestaba convocando tan sólo para largarme, para despedirme, hacía catorce díasque no lo veía y había temido no volverlo a ver y eso era lo único que meimportaba: si él me veía de nuevo quizá le costara mantener su decisión, y opodría tentarlo, hacer que anticipara su futura añoranza de mí, persuadirlo con mipresencia para dar marcha atrás. Pensé eso y me di cuenta de lo idiota que era:son desagradables esos momentos, cuando ni siquiera nos avergüenzapercatarnos de nuestra idiotez y nos abandonamos a ella de todas formas, conplena conciencia y a sabiendas de que nos diremos muy pronto: ‘Pero si lo sabíay estaba segura. Pero qué tonta he sido, por favor’. Y esta reacción como dehierro hacia el imán me vino, para mayor inconsecuencia y mayor idiotez,cuando y a estaba medio decidida a romper toda relación con él si él volvía asolicitarme. Había hecho matar a su mejor amigo, eso era demasiado para miconciencia despierta. Ahora comprobaba que no lo era, o todavía no, o que miconciencia se enturbiaba o adormecía al menor descuido, y eso me llevaba apensar lo mismo: ‘Pero qué tonta soy, por favor’.

Díaz-Varela estaba mal acostumbrado, en todo caso, a que yo no opusieramás resistencia a sus proposiciones que la que me imponía mi trabajo, y haypocas tareas que no puedan dejarse para el día siguiente, al menos en unaeditorial. Leopoldo nunca fue obstáculo mientras duró, él estaba respecto a mí enla misma posición que yo respecto a Díaz-Varela, o quizá en una aún peor, y otenía que poner de mi parte para estar a gusto en la intimidad con él, y nunca mepareció que Díaz-Varela hubiera de recurrir a un voluntarismo semejanteconmigo, aunque tal vez eso eran ilusiones mías, quién sabe nada de nadie conseguridad. A Leopoldo yo le decía cuándo podíamos vernos y cuándo no y le

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fijaba la duración, para él siempre fui una mujer absorbida por actividadesinagotables de las que ni siquiera le hablaba, debía de figurarse mi pequeño ypausado mundo como una vorágine difícil de soportar, tan pocas veces ponía mitiempo a su disposición, tan atareada me mostraba ante él. Duró lo que Díaz-Varela en mi vida: como ocurre con frecuencia cuando se simultanean dosrelaciones, la una no sabe sobrevivir sin la otra por muy distintas u opuestas quesean. Cuántas veces dos amantes no terminan su historia adúltera cuando el queestaba casado se separa o queda viudo, como si de pronto se atemorizaran deverse solos frente a frente o no supieran qué hacer ante la falta de impedimentospara vivir y desarrollar lo que hasta entonces era un amor limitado,confortablemente condenado a no manifestarse, acaso a no salir de unahabitación; cuántas veces no se descubre que lo que empezó de una maneraazarosa debe ceñirse para siempre a esa manera, y que la incursión en otra essentida y rechazada por las partes como una impostura o falsificación. Leopoldonunca supo de Díaz-Varela, ni una palabra sobre su existencia, no era asuntosuyo, no tenía por qué. Nos separamos en buenos términos, mucho daño no lehice, aún me llama de tarde en tarde, poco rato, nos aburrimos, tras las tresprimeras frases no encontramos de qué hablar. Tan sólo vio truncada una breveilusión, por fuerza tenue y algo escéptica, la ausencia de entusiasmo esindisimulable y la percibe hasta el más optimista. Eso es lo que creo, que apenaslo dañé, no se enteró. Tampoco es cuestión de averiguarlo ahora, qué más da oqué más me da. Díaz-Varela no se molestaría en saber cuánto daño me causó amí, o si no me lo causó: al fin y al cabo yo siempre fui escéptica, ni siquierapuede decirse que me hiciera ninguna verdadera ilusión. Con otros sí, con él no.Algo aprendí de este amante, a pasar por encima sin mirar mucho atrás.

Lo siguiente ya sonó a exigencia, aunque mal disfrazada de imploración:‘Te digo que te pases, María, imposible no será. Quizá la consulta en sí misma

pudiera esperar un día o dos más. Soy y o quien no puede esperar a hacértela, yya sabes cómo son las urgencias subjetivas, no hay manera de calmarlas.También a ti te conviene pasarte. Te lo ruego, pásate’.

Tardé unos segundos en contestar, para que no le pareciera todo tan fácilcomo siempre, había ocurrido algo espantoso la última vez, aunque él no losupiera o quizá sí. En realidad ardía en deseos de verlo, de ponernos a prueba, derecrearme en su cara y en sus labios otra vez, incluso de acostarme con él, por lomenos con el él anterior, que seguía estando en el nuevo, en qué otro lugar podíaestar. Por fin dije:

‘Está bien, si tanto insistes. No te sé decir a qué hora, pero me pasaré. Eso sí,si te cansas de esperar, avísame, para ahorrarme el viaje. Y ahora y a no puedoentretenerme más’.

Colgué y apagué el móvil, regresé a mi inútil reunión. A partir de aquelinstante fui incapaz de prestar ninguna atención al autor semijoven recomendado,

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que me miró con malos ojos porque eso es lo que quería, público y muchaatención. Después de todo estaba segura de que no iba a publicárselo en laeditorial, no al menos en lo que respectaba a mí.

Al final me sobró tiempo y no era nada tarde cuando me encaminé hacia la casade Díaz-Varela. Tanto me sobró que tuve ocasión de pararme y conjeturar ydudar, de dar varias vueltas por las cercanías y aplazar el momento de entrar.Hasta me metí en Embassy, ese lugar arcaico de señoras y diplomáticos quemeriendan o toman el té, me senté a una mesa, pedí y aguardé. No a que fuerauna hora concreta —sólo tenía conciencia de que cuanto más me demorara másnervioso se pondría él—, sino a que transcurrieran los minutos y yo me armarade la suficiente determinación o la impaciencia se me condensara hasta hacermelevantarme, dar un paso, y otro, y otro, y encontrarme ante su puerta llamandoal timbre con agitación. Pero, una vez que había decidido acudir, una vez quesabía que estaba en mi mano volverlo a ver aquel día, ni lo uno ni lo otroacababan de llegar. ‘Dentro de un rato’, pensaba, ‘no hay prisa, esperaré un pocomás. Él permanecerá en casa, no va a escapárseme, no se va a marchar. Quecada segundo se le haga largo y los cuente, que lea unas páginas sin enterarse,que encienda y apague la televisión sin objeto, que se exaspere, que prepare omemorice lo que va a decirme, que se asome al descansillo cada vez que oiga elascensor y se lleve el chasco de comprobar que se detiene antes de alcanzar supiso o que pasa de largo hacia arriba. ¿Qué me querrá consultar? Es la expresiónque ha empleado, vacua y sin significado, una especie de comodín, la que sueleocultar otro propósito, la trampa que se tiende a alguien para que se sientaimportante y a la vez despertarle la curiosidad.’ Y al cabo de unos minutospensaba: ‘¿Por qué me presto? ¿Por qué no me niego, por qué no huyo de él y meescondo, o mejor, por qué no lo denuncio sin más? ¿Por qué me avengo a tratarloaun sabiendo lo que sé, a escucharlo si se quiere explicar, seguramente aacostarme con él si me lo propone con un mero gesto, con una caricia, o aunquesólo sea con ese masculino y prosaico ademán de la cabeza que señalavagamente hacia la alcoba sin mediar una palabra lisonjera, perezoso con lalengua como lo son tantos hombres?’. Me acordé de una cita de Los tresmosqueteros que mi padre se sabía de memoria en francés y que recitaba de vezen cuando sin venir mucho a cuento, casi como una muletilla distraída para noalargar un silencio, probablemente le gustaban el ritmo, la sonoridad y laconcisión de las frases, o quizá lo habían impresionado de niño, la primera vezque las leyó (al igual que Díaz-Varela, había estudiado en un colegio francés, SanLuis de los Franceses, si no recordaba mal). Athos está hablando de sí mismo entercera persona, es decir, está contándole a d’Artagnan su historia como si se laatribuy era a un antiguo amigo aristócrata, el cual se habría casado, a sus

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veinticinco años, con una inocente y embriagadora chiquilla de dieciséis, ‘bellacomo los amores’, o ‘como los amoríos’, o ‘como los enamoramientos’, eso diceAthos, que en aquel entonces no era él, el mosquetero, sino el Conde de la Fère.Durante una cacería, su jovencísima y angelical mujer, con la que ha contraídomatrimonio sin saber mucho de ella, sin averiguar su procedencia eimaginándola sin pasado, sufre un accidente, cae del caballo y se desmaya. Alacercarse a socorrerla, Athos observa que el vestido la está oprimiendo, casiahogando; saca su puñal y se lo rasga para que respire, dejándole el hombro aldescubierto. Y es entonces cuando ve que lleva en él, grabada a fuego, unainfame flor de lis, la marca con la que los verdugos señalaban para siempre a lasprostitutas y a las ladronas o a las criminales en general, no lo sé. ‘El ángel era undemonio’, sentencia Athos. ‘La pobre muchacha había robado’, añade un pococontradictoriamente. D’Artagnan le pregunta qué hizo el Conde, a lo que suamigo responde con sucinta frialdad (y esta era la cita que repetía mi padre y dela que y o me acordé): ‘Le Comte était un grand seigneur, il avait sur ses terresdroit de justice basse et haute: il acheva de déchirer les habits de la Comtesse, illui lia les mains derrière le dos et la pendit à un arbre’. O lo que es lo mismo: ‘ElConde era un gran señor, tenía sobre sus tierras derecho de justicia baja y alta:acabó de desgarrar las ropas de la Condesa, le ató las manos a la espalda y lacolgó de un árbol’. Eso es lo que hizo Athos en su juventud, sin dudar, sin atendera razones ni buscar atenuantes, sin pestañear, sin piedad ni lamento por su escasaedad, con la mujer de la que se había enamorado tanto como para convertirla ensu esposa por una voluntad de honradez, ya que, como reconoce, podía haberlaseducido o tomado por la fuerza, a su gusto: siendo como era el amo del lugar,¿quién habría acudido en ayuda de una forastera, de una desconocida de la quesólo se sabía el nombre verdadero o falso de Anne de Breuil? Pero no: ‘¡el muytonto, el muy necio, el imbécil!’ hubo de casarse con ella, le reprocha Athos a suantiguo yo, el tan recto como feroz Conde de la Fère, que nada más descubrir elengaño, la infamia, la indeleble mácula, se dejó de averiguaciones y desentimientos encontrados, de titubeos y de aplazamientos y de compasión —no sedejó sin embargo de amor, porque siempre la siguió queriendo, o al menos no serecuperó—, y, sin darle a la Condesa oportunidad de explicarse ni de defenderse,de negar ni de persuadir, de implorar clemencia ni de volverlo a embrujar, nisiquiera de poder ‘morir más adelante’, como quizá se merece hasta la criaturamás ruin de la tierra, ‘le ató las manos a la espalda y la colgó de un árbol’, sinvacilar. D’Artagnan se horroriza y exclama: ‘¡Cielos! ¡Athos! ¡Un asesinato!’. Alo que Athos responde misteriosa o más bien enigmáticamente: ‘Sí, un asesinato,no más’, y a continuación pide más vino y jamón, dando así por concluido elrelato. Lo misterioso o incluso enigmático es ese ‘no más’, en francés ‘pasdavantage’. Athos no rebate el indignado grito de d’Artagnan, no se justifica ni locorrige diciéndole: ‘No, fue tan sólo una ejecución’, o ‘Se trató de un acto de

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justicia’, ni siquiera intenta hacer más comprensible su precipitado, despiadado,presumiblemente solitario ahorcamiento de la mujer que amaba, seguramente ély ella nada más en medio de un bosque, una improvisación sin testigos, sinconsejo ni ayuda ni nadie a quien apelar: ‘Estaba ciego de ira y no se supocontener; necesitaba tomar venganza; se arrepintió toda la vida’, tampoco lecontesta nada de semejante índole. Admite que fue un asesinato, sí, pero ‘nomás’, sólo eso y no otra cosa más execrable, como si el asesinato no fuera lopeor concebible o fuese algo tan común y corriente que ante ello no cupieran elescándalo ni la sorpresa, en el fondo lo mismo que opinaba el abogado Dervilleque tomó a su cargo el caso del muerto vivo que debió seguir muerto, el viejoCoronel Chabert, y que, como todos los de su oficio, veía ‘repetirse los mismossentimientos malvados’ sin que nada los corrigiera, sus bufetes convertidos en‘cloacas que no se pueden limpiar’: el asesinato es algo que sucede y de lo quecualquiera es capaz, lleva sucediendo desde la noche de los tiempos y continuaráhasta que tras el último día ya no haya noche ni quede más tiempo paraalbergarlos; el asesinato es cosa de a diario, anodina y vulgar, cosa del tiempo;los periódicos y las televisiones del mundo están llenos de ellos, a qué viene tantogrito en el cielo, tanto horror, tanto aspaviento. Sí, un asesinato. No más.

‘¿Por qué no puedo ser yo como Athos o como el Conde de la Fère, que fueprimero y dejó de ser?’, me preguntaba aún en Embassy, envuelta en el zumbidocontinuo de las señoras que hablaban a gran velocidad y de algún diplomáticoholgazán. ‘¿Por qué no puedo ver las cosas con la misma nitidez y actuar enconsecuencia, ir a la policía o a Luisa y contarles lo que sé, suficiente para querebusquen e indaguen y vayan a por Ruibérriz de Torres, eso al menos paraempezar? ¿Por qué no soy capaz de atarle las manos a la espalda al hombre queamo y colgarlo de un árbol sin más, si me consta que ha cometido un crimenodioso, viejo como la Biblia y por un móvil rastrero, obrando además de maneracobarde, valiéndose de intermediarios que lo protejan y le oculten el rostro, de unpobre infeliz, de un trastornado, de un menesteroso sin juicio que no podíadefenderse y estaría siempre a su merced? No, no me toca a mí ser drástica enesto porque yo no poseo en la tierra derecho de justicia alta ni baja, y porqueademás el muerto no puede hablar y el vivo sí, éste puede explicarse, yconvencer y argumentar, y hasta es capaz de besarme y de hacerme el amor,mientras que aquél no ve ni oye y se pudre y no responde y ya no puede influirni amenazar, ni procurarme el menor placer; tampoco pedirme cuentas nimostrarse decepcionado ni mirarme acusadoramente con su infinita lástima y sudolor inmenso, ni siquiera rozarme ni echarme el aliento, nada es posible hacercon él.’

Por fin me armé de decisión, o quizá fue de aburrimiento, o del afán de dejar

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atrás el miedo que me asaltaba de vez en cuando, o de impaciencia por ver alantiguo yo que todavía seguía queriendo porque no se había disipado del todo yprevalecía sobre el manchado y sombrío, como la imagen viva de cualquiermuerto aunque haya muerto hace ya mucho tiempo. Pedí la cuenta, pagué, salí ala calle otra vez y eché a andar en la dirección que conocía tan bien, la deaquella casa que no visité demasiadas veces y que ya no existe —o en la que yano vive Díaz-Varela, luego no existe para mí—, pero que nunca se me va aolvidar. Mis pasos aún fueron lentos, no tenía prisa por llegar, avanzaba como sidiera un paseo, más que dirigirme a un lugar concreto en el que desde hacía ratose me esperaba para hacerme una consulta, esto es, para interrogarme de nuevoo contarme algo, o tal vez para pedírmelo, o acaso para acallarme. Me vino a lamemoria otra cita de Los tres mosqueteros, que no recitaba mi padre pero y o mesabía en español, lo que impresiona en la infancia perdura como una flor de lisgrabada en nuestra imaginación: aquella mujer marcada y colgada de un árbol,en su origen Anne de Breuil, religiosa durante un breve periodo y escapada de suconvento, después fugaz Condesa de la Fère y más tarde conocida comoCharlotte, Lady Clarick, Lady De Winter, Baronesa de Sheffield (de niña mellamaba la atención que se pudiera cambiar tanto de nombre a lo largo de unasola existencia), fijada en la literatura como ‘Milady ’ a secas, no había muerto, lomismo que el Coronel Chabert. Pero así como Balzac explicaba con todo detalleel milagro de su supervivencia y cómo se había arrancado de la pirámide defantasmas a la que se lo había arrojado tras la batalla, Dumas, quizá másapremiado por los plazos de entrega y por la continua demanda de acción, desdeluego más desahogado o despreocupado como narrador, no se había molestadoen contar —o al menos eso yo no lo recordaba— cómo diablos se había libradola joven de morir, tras el apasionado ahorcamiento dictado por la cólera y elhonor herido disfrazados de derecho de justicia alta y baja correspondiente a ungran señor. (Tampoco explicaba cómo un marido podía no haber visto nunca enel lecho la trágica flor de lis). Valiéndose de su gran belleza, de su astucia y de sufalta de escrúpulos —es de suponer que también de su rencor—, se había hechopoderosa, contando con el favor del mismísimo Cardenal Richelieu, y habíaacumulado crímenes sin remordimiento alguno. A lo largo de la novela deDumas comete unos cuantos más, convirtiéndose posiblemente en el personajefemenino más malvado, venenoso e inmisericorde de la historia de la literatura,imitado luego hasta la saciedad. En un capítulo irónicamente titulado ‘Escenaconyugal’, se produce el encuentro entre Athos y ella, que tarda unos segundosen reconocer con un estremecimiento a su antiguo marido y verdugo, a quientambién daba por muerto, como él a su amadísima esposa con bastante másrazón. ‘Os cruzasteis ya en mi camino’, le dice Athos, algo así, ‘creía haberosfulminado, Madame; pero, o bien me equivocaba o el infierno os ha resucitado.’Y añade, respondiendo a su propia duda: ‘Sí, el infierno os ha hecho rica, el

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infierno os ha dado otro nombre, el infierno casi os ha reconstruido otro rostro;pero no os ha borrado las manchas del alma ni la mancilla de vuestro cuerpo’. Ypoco después viene la cita de la que me acordé, en mi camino hacia Díaz-Varelapor última o penúltima vez: ‘Me creíais muerto, ¿no es así?, como os creía yomuerta a vos. Nuestra posición es en verdad extraña; el uno y el otro hemosvivido hasta ahora tan sólo porque nos creíamos muertos, y porque un recuerdomolesta menos que una criatura, aunque a veces un recuerdo sea algodevorador’.

Si se me quedó en la memoria, o ésta la recuperó, es porque a medida quevamos viviendo esas palabras de Athos se parecen más a una verdad: se puedevivir con un remedo de paz, o simplemente continuar, cuando se cree fuera de latierra y difunto al que nos causó enorme daño o pesar; cuando ya es sólo unrecuerdo y no más una criatura, no más un ser vivo que alienta y todavía recorreel mundo con sus pasos envenenados, al que podríamos volver a encontrar y ver;alguien a quien, de saberlo emboscado —de saberlo aún por aquí—, querríamosrehuir a toda costa, o lo que es más mortificante, hacer pagar por su mal. Lamuerte del que nos hirió o mató en vida —expresión exagerada que ha acabadopor ser común— no nos cura del todo ni nos faculta para olvidar, el propio Athosacarreaba su remota pesadumbre bajo su disfraz de mosquetero y su nuevapersonalidad; pero nos aplaca y nos deja vivir, respirar se hace más llevadero sinos quedan sólo una remembranza que ronda y la sensación de tener saldadas lascuentas en este mundo que es el único, por mucho que siga doliendo ese recuerdocada vez que se lo convoca o que se presenta sin ser llamado. En cambio puederesultar insoportable saber que aún se comparte aire y tiempo con quien nosdestrozó el corazón o nos engañó o traicionó, con quien nos arruinó la vida o nosabrió demasiado los ojos o con excesiva brutalidad; puede paralizarnos que esacriatura aún exista, que no hay a sido fulminada ni colgada de un árbol, y puedareaparecer. Es otra razón más para que los muertos no regresen, al menosaquellos cuy a condición nos provoca alivio y nos permite avanzar, si se quierecomo espectros, tras enterrar nuestro antiguo yo: a Athos como a Milady, alConde de la Fère como a Anne de Breuil, se lo permitieron durante años suscreencias respectivas de que el otro era sólo un muerto y ya no hacía temblar niuna hoja, incapaz de respirar; también la suya a Madame Ferraud, que rehízo sinestorbos su vida porque para ella su marido, el viejo Coronel Chabert, sin dudaera solamente un recuerdo, y ni siquiera devorador.

‘Ojalá Javier hubiera muerto’, me sorprendí pensando aquella tarde, mientrasdaba un paso y otro y otro. ‘Ojalá se muriera ahora mismo y al llamar a sutimbre no me abriera, caído en el suelo y para siempre inmóvil, sin nada queconsultarme, imposible hablar con él. Si estuviera muerto se disiparían mis dudasy mis temores, no tendría que escuchar sus palabras ni plantearme cómo obrar.Tampoco podría caer en la tentación de besarlo ni de acostarme con él,

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engañándome con la idea de que sería la última vez. Podría callar eternamentesin preocuparme de Luisa, menos aún de la justicia, y olvidarme de Deverne, alfin y al cabo yo no llegué a conocerlo, sólo de vista durante años, de vista duranteel desayuno. Si quien le quitó la vida la pierde y se convierte también enrecuerdo y no hay criatura a la que acusar, las consecuencias importan menos yqué más da lo que pasó. Para qué decir ni contar nada, incluso para quéaveriguar, guardar silencio es lo más sosegado, no hace falta alterar más elmundo con historias de quienes ya son cadáveres y merecen algo de piedad,aunque sólo sea porque han puesto fin a su paso, han terminado y ya no existen.Ya no estamos en aquellos tiempos en que todo debía juzgarse o por lo menossaberse; hoy son incontables los crímenes que jamás se resuelven ni se castiganporque se ignora quién los puede cometer —son tantos que no hay suficientesojos para mirar en derredor— y rara vez se encuentra a alguien a quien sentaren un banquillo con un poco de verosimilitud: atentados terroristas, asesinatos demujeres en Guatemala o en Ciudad Juárez, ajustes de cuentas entre traficantes,matanzas indiscriminadas en África, bombardeos sobre civiles por parte de esosaviones nuestros sin piloto y por tanto sin rostro… Son aún más incontablesaquellos de los que nadie se ocupa y que ni siquiera son investigados, se ve comotarea ilusa y se archivan nada más suceder; y todavía más los que no dejanrastro, los que no están registrados, los jamás descubiertos, los desconocidos. Detodas estas clases los hubo siempre sin duda, y quizá durante muchos siglos sólofueron castigados los cometidos por vasallos y pobres y desheredados, yquedaron impunes —salvo excepciones— los de los poderosos y ricos, por hablaren términos vagos y superficiales. Pero había un simulacro de justicia, y almenos de puertas afuera, al menos en la teoría, se fingía perseguirlos todos y enocasiones se intentaba, y se sentía como “pendiente” lo que aún no estabaaclarado, y ahora en cambio no es así: de demasiadas cosas se sabe que no sepueden aclarar, y quizá tampoco se quiere, o se considera que no valen la pena elesfuerzo ni los días ni el riesgo. Qué lejos quedan aquellos tiempos en que lasacusaciones se pronunciaban con solemnidad extrema y las sentencias sedictaban sin apenas temblor en la voz, como hizo Athos dos veces con su mujerAnne de Breuil, primero joven y después ya no: la segunda vez que la juzgó noestaba solo, sino en compañía de los otros tres mosqueteros, Porthos, d’Artagnany Aramis, y de Lord De Winter, en quienes delegó, y también de un hombreembozado y envuelto en una capa roja que resultó ser el verdugo de Lille, elmismo que hacía mil años —en realidad en otra vida, a otra persona— le habíagrabado a fuego a Milady la infamante flor de lis. Cada uno de ellos enunció suacusación, empezando todos con una fórmula inimaginable hoy en día: “AnteDios y ante los hombres, yo acuso a esta mujer de haber envenenado, de haberasesinado, de haber hecho asesinar, de haberme empujado a asesinar, de haberllevado a la muerte mediante una extraña enfermedad, de haber cometido

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sacrilegio, de haber robado, de haber corrompido, de haber incitado alcrimen…”. “Ante Dios y ante los hombres.” No, esta no es época de solemnidad.Y entonces Athos, quizá para aparentar engañarse, para creer en vano que estavez no la juzgaba ni condenaba él, les fue preguntando a los otros, uno a uno, lapena que reclamaban contra aquella mujer. A lo que fueron respondiendo unotras otro: “La pena de muerte, la pena de muerte, la pena de muerte, la pena demuerte”. Una vez oída la sentencia, fue Athos quien se volvió hacia ella y comomaestro de ceremonias le dijo: “Anne de Breuil, Condesa de la Fère, Milady DeWinter, vuestros crímenes han agotado a los hombres sobre la tierra y a Dios enel cielo. Si sabéis alguna oración, decidla, porque estáis condenada y vais amorir”. Quien haya leído esta escena en su infancia o en su primera juventud larecuerda siempre, no la puede olvidar, como tampoco la que viene acontinuación: el verdugo ató de pies y manos a la mujer aún “bella como losamores”, la cogió en brazos y la condujo a una barca, con la que cruzó el ríocercano hasta la otra orilla. Durante el trayecto Milady logró soltar la cuerda quele inmovilizaba los pies, y al llegar a tierra echó a correr, pero resbaló en seguiday cayó de rodillas. Debió de sentirse perdida entonces, porque ya no intentólevantarse sino que se quedó en esa postura, con la cabeza agachada y las manosjuntas, no sabemos si delante o detrás, a la espalda, como cuando, siendo muyjoven, hacía siglos, la habían matado por primera vez. El verdugo de Lille alzó suespada y la bajó, y así puso fin a la criatura para convertirla definitivamente enrecuerdo, poco importa si devorador o no. Luego se quitó la capa roja, la tendióen el suelo, en ella acostó el cuerpo truncado y arrojó la cabeza, anudó la tela porlas cuatro esquinas. Se echó el fardo al hombro y lo llevó de nuevo a la barca. Deregreso, en mitad del río, en su parte más profunda, lo dejó caer. Sus jueces lovieron hundirse desde la ribera, vieron cómo el agua se abrió un instante y sevolvió a cerrar. Pero esto es una novela, como me dijo Javier cuando le preguntéqué le había pasado a Chabert: “Lo que pasó es lo de menos, y lo que ocurre enellas da lo mismo y se olvida, una vez terminadas. Lo interesante son lasposibilidades e ideas que nos inoculan y traen a través de sus casos imaginarios,se nos quedan con mayor nitidez que los sucesos reales y los tenemos más encuenta”. No es verdad, o sí lo es muchas veces, pero no siempre se olvida lo quepasó, no en una novela que casi todo el mundo conocía o conoce, hasta los quejamás la han leído, ni en la realidad cuando lo que sucede en ella nos sucede anosotros y va a ser nuestra historia, que puede terminar de una manera u otra sinque ningún novelista lo fije ni dependa de nadie más… Sí, ojalá Javier hubieramuerto y se hubiera convertido también en recuerdo’, volví a pensar. ‘Meahorraría mis problemas de conciencia y mi miedo, mis dudas y mis tentacionesy tener que decidir, mi enamoramiento y mi necesidad de hablar. Y lo que meespera ahora, hacia lo que voy, que quizá sea algo parecido a una escenaconyugal.’

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—Bueno, a qué viene tanta urgencia —le solté a Díaz-Varela nada más abrirmeél la puerta, no le di ni un beso en la mejilla, apenas lo saludé al entrar, procuréevitar una mirada de frente, aún prefería no rozarme con él. Si empezaba porpedirle cuentas, tal vez pudiera tomarle la delantera, por así decir, adquirir ciertaventaja para manejar la situación, fuera cual fuese: él la había propiciado, casi lahabía impuesto, yo no podía saber—. No dispongo de demasiado tiempo, hetenido un día agotador. Anda, dime, qué me querías consultar.

Estaba muy bien afeitado y acicalado, no como si llevara largo rato en casaesperando, y además sin seguridad de que no fuera en vano —eso siempredeteriora el aspecto, sin que se dé uno cuenta—, sino como si estuviera a punto desalir. Debía de haber combatido la incertidumbre y la inacción repasándose labarba una y otra vez, peinándose y despeinándose, cambiándose varias veces decamisa y de pantalón, poniéndose y quitándose la chaqueta, calculando el efectoque produciría con ella y sin ella, al final se la había dejado como si de ese modome advirtiera acaso de que aquel encuentro no iba a ser como los otros, de queno por fuerza acabaríamos en el dormitorio al que aparentábamos trasladarnoscada vez sin intención. Al fin y al cabo llevaba una prenda más de lo habitual;aunque toda prenda se puede quitar, o ni siquiera hace falta. Ahora ya sí levantéla vista y la crucé con la suy a, soñadora o miope como de costumbre, aplacadarespecto a mi visita anterior o más bien a los minutos finales —cuando ya todo sehabía torcido— en que me puso la mano en el hombro y me dio a entender quepodía hundirme con tan sólo apretar lentamente. Lo vi muy atractivo tras tantosdías, la parte más elemental de mí lo había echado de menos —uno echa demenos cuanto está en su vida, hasta lo que no ha tenido tiempo de aposentarse; yhasta lo pernicioso—, mi mirada se fue en seguida hacia donde solía, nunca lopude evitar. Cuando eso nos sucede con alguien, es una verdadera maldición. Serincapaz de apartar los ojos: se siente uno dirigido, obediente, es casi unahumillación.

—No tengas tanta prisa. Descansa un poco, respira, tómate una copa, siéntate.Lo que quiero hablar contigo no se despacha en tres frases ni de pie. Anda, tenpaciencia y sé generosa. Siéntate.

Así lo hice, en el sofá que solíamos ocupar cuando permanecíamos en elsalón. Pero no me quité la chaqueta y me senté en el borde, como si mipresencia allí siguiera siendo provisional y un favor. Lo notaba calmado y a lavez muy concentrado, como lo están muchos actores justo antes de salir aescena, esto es, con una calma artificial, que se obligan a tener para no echar acorrer e irse a casa a ver la televisión. No parecía quedar nada de laimperiosidad y el acuciamiento de la mañana, cuando me había llamado altrabajo y casi me había conminado a acudir. Debía de sentir satisfacción o alivioporque estuviera ya a su alcance, por tenerme ya allí, en cierto modo me había

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vuelto a poner en sus manos, no sólo en sentido figurado. Pero ahora yo estabalibre de esa clase de temor, había comprendido que él nunca me haría nada, nocon sus manos y sin mediación. Con las de otro y sin estar él presente, sinenterarse de cuándo sucedía sino más tarde, cuando ya fuera un hecho y nohubiera remedio y le cupiera la posibilidad de decirse como quien oye algo denuevas: ‘Habría habido un tiempo para semejante palabra, debería haber muertomás adelante’, eso podía ser.

Fue a la cocina y me trajo una copa y se sirvió una él. No había rastros deotras, quizá se había prohibido probar una gota durante su espera, paramantenerse despejado, tal vez la había empleado en seleccionar y ordenar lo queiba a decirme, incluso en memorizar alguna parte.

—Bien, ya estoy sentada. Tú dirás.Tomó asiento a mi lado, demasiado cerca de mí, aunque eso no lo habría

pensado cualquier otro día, me habría parecido normal o ni siquiera habríareparado en cuánta distancia había entre los dos. Me aparté un poco, sólo unpoco, tampoco quería darle una impresión de rechazo, y además no lo había enlo referente a lo físico, reconocí que aún me gustaba su proximidad. Bebió untrago. Sacó un cigarrillo, encendió y apagó el mechero varias veces como siestuviera algo abstraído o se dispusiera a tomar impulso, por fin lo alumbró. Sepasó la mano por la barbilla, no se le veía azulada como casi siempre, tanto habíaapurado el afeitado esta vez. Ese fue todo el preámbulo, y entonces me habló,con una sonrisa que se esforzaba en hacer aparecer de tanto en tanto —como sise la aconsejara a sí mismo cada varios minutos o se la hubiera programado y seacordara de activarla tardíamente—, pero con un tono de seriedad.

—Sé que nos oíste, María, a Ruibérriz y a mí. No tiene sentido que lo nieguesni que intentes convencerme de lo contrario, como la última vez. Fue un errormío, hablar así contigo en la casa, contigo aquí, una mujer atenta a un hombresiempre tiene curiosidad por cualquier cosa relativa a él: por sus amigos, por susnegocios, sus gustos, da lo mismo. Se siente interesada por todo, sólo quiereconocerlo mejor. —‘Lo ha estado rumiando, como preveía’, pensé. ‘Habrárepasado cada detalle y cada palabra, y ha llegado a esta conclusión. Menos malque no ha dicho “una mujer enamorada de un hombre”, aunque sea eso lo queha querido decir y además sea la verdad. O lo haya sido, ya no sé, ya no puedeser. Pero hace dos semanas lo era, así que no le falta razón’—. Sucedió y no hayvuelta de hoja. Lo acepto, no voy a engañarme: oíste lo que no te tocaba, ni a ti nia nadie, pero sobre todo no a ti, nos habría correspondido separarnoslimpiamente, sin dejarnos ninguna marca. —‘Él lleva ahora una flor de lis’, pensé—. A partir de lo que escuchaste te habrás hecho una idea, una composición delugar. Veamos esa idea, es mejor que rehuirla o que fingir que no está en tumente, que no la hay. Estarás pensando lo peor de mí y no te culpo, la cosa debiósonarte fatal. Repugnante, ¿no? Es de agradecer que a pesar de todo hayas

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venido, habrás tenido que hacerte violencia, para volverme a ver.Intenté protestar, sin mucho empeño; lo veía decidido a abordar el asunto y a

no dejarme salida, a hablarme a las claras de su asesinato por delegación. Elconvencimiento absoluto de que yo estaba enterada no podía tenerlo, aun así sedisponía a hacerme una confesión o algo parecido. O tal vez era a ponerme enantecedentes, a informarme de las circunstancias, a justificarse quién sabíacómo, a contarme lo que posiblemente yo preferiría ignorar. Si conocía detallesme sería aún más difícil hacer caso omiso o no hacer nada, lo que en ciertomodo, sin proponérmelo, había conseguido hasta aquella tarde sin por ellodescartar otra reacción futura, mañana puede cambiarnos y traer unirreconocible yo: me había quedado quieta y había dejado pasar los días, esa esla mejor manera de que se disuelvan o se descompongan las cosas en la realidad,aunque permanezcan para siempre en nuestro pensamiento y en nuestro saber,allí podridas y sólidas y despidiendo brutal hedor. Pero eso es soportable y sepuede vivir con ello. Quién no acarrea algo así.

—Javier, ya hablamos de eso. Ya te dije que no había oído nada, y mi interéspor ti no llega tan lejos como supones…

Me paró haciendo un movimiento de abanico con la mano a media altura(‘No me vengas con historias’, decía esa mano; ‘no me vengas con remilgos’), nome permitió continuar. Sonrió ahora con un poco de condescendencia, o quizá eraironía hacia sí mismo, por verse en la situación evitable en que se encontraba, porhaber sido tan descuidado.

—No insistas. No me tomes por tonto. Aunque sin duda hay a sido muy torpe.Tenía que haberme llevado a la calle a Ruibérriz en cuanto apareció. Claro quenos oíste: al entrar en el salón dij iste que no sabías que hubiera aquí nadie más,pero te habías puesto el sostén para cubrirte mínimamente ante un desconocido,no por frío ni por ningún motivo rebuscado, y ya venías sonrojada al abrir lapuerta de la habitación. No te avergonzó lo que te encontraste, te habíasavergonzado tú sola con anterioridad por lo que ibas a hacer, mostrarte mediodesnuda ante un individuo indeseable al que nunca habías visto; pero le habíasoído hablar, y no de cualquier cosa, no de fútbol ni del tiempo, ¿verdad? —‘Asíque se dio cuenta de lo que yo temí que se la diera’, pensé fugazmente. ‘De nadasirvieron mi anticipación, mis pequeñas artimañas, mis precaucionesingenuas’—. La cara de sorpresa no te salió mal, tampoco lo bastante bien. Yademás, lo más transparente: de pronto me tuviste miedo. Te había dejadoconfiada y tranquila en la cama; incluso cariñosa y contenta, me pareció. Tehabías dormido apaciblemente, y al despertar y quedarte de nuevo a solasconmigo, de pronto me tenías miedo, ¿creíste que no te lo iba a notar? Siempre lonotamos, cuando infundimos temor. Quizá las mujeres no, o es que rara vez loinfundís y desconocéis la sensación, excepto con los niños, bueno: los podéisaterrorizar. Para mí no es nada agradable, aunque a muchos hombres les encante

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y la busquen, una sensación de fortaleza, de dominación, de momentánea y falsainvulnerabilidad. A mí me incomoda mucho que se me vea como una amenaza.Hablo de miedo físico, claro está. De otro tipo sí que lo dais las mujeres. Damiedo vuestra exigencia. Da miedo vuestra obstinación, que a menudo es sóloofuscación. Da miedo vuestra indignación, una especie de furia moral que osasalta, a veces sin la menor razón. Desde hace dos semanas debes de habersentido eso hacia mí. No te lo reprocho en tu caso. En tu caso era comprensible,tenías una razón. Y no del todo equivocada. Sólo a medias. —Hizo una pausa, sellevó la mano al mentón, se lo acarició con mirada ausente (por primera vezapartó los ojos de mí), como si en verdad cavilara, o se preguntara sinceramentelo que a continuación expresó—: Lo que no entiendo es por qué apareciste, porqué saliste, por qué te expusiste a que ocurriera lo que ocurre ahora. Si tehubieras quedado quieta, si me hubieras esperado en la cama, habría dado porsupuesto que no nos habías oído, que no te habías enterado de nada, que todoseguía como hasta entonces, en general y entre tú y y o. Aunque lo más probablees que el miedo te lo hubiera notado igual, antes o después, aquel día u hoy. Esono se cambia una vez que nace, y no se puede esconder.

Se detuvo, bebió otro trago, encendió otro cigarrillo, se puso en pie y dio unpar de vueltas por el salón, luego se paró detrás de mí. Al levantarse mesobresalté, di un respingo que él percibió, y cuando se quedó unos segundosinmóvil, con las manos a la altura de mi cabeza, la volví en seguida, como si noquisiera perderlo de vista o tenerlo a mi espalda. Entonces hizo un ademán con lamano abierta, como para señalar una evidencia (‘¿Lo ves?’, dijo la mano. ‘No tehace gracia no saber dónde estoy. Hace unas semanas no te habrían preocupadolo más mínimo mis movimientos a tu alrededor: ni les habrías prestadoatención’). La verdad es que no había motivo para mi sobresalto ni para miinquietud, no real. Díaz-Varela estaba hablando con calma y civilizadamente, sinirritarse ni apasionarse, sin ni siquiera regañarme o pedirme cuentas por miindiscreción. Quizá era eso lo llamativo, que estuviera hablándome así de uncrimen grave, de un asesinato cometido indirectamente o fraguado por él, algode lo que no se habla con naturalidad o al menos no se solía, en un pasado aún noremoto, casi reciente: cuando se descubría o se reconocía una cosa semejante,no venían explicaciones ni disertaciones ni conversaciones sosegadas ni análisis,sino horror y cólera, escándalo, gritos y acusaciones vehementes, o bien se cogíauna soga y se colgaba al asesino confeso de un árbol, y éste a su vez intentabahuir y mataba de nuevo si hacía falta. ‘Nuestra época es extraña’, pensé. ‘De todose permite hablar y se escucha a todo el mundo, hay a hecho lo que haya hecho,y no sólo para que se defienda, sino como si el relato de sus atrocidades tuvieraen sí mismo interés.’ Y se me añadió un pensamiento que a mí misma meextrañó: ‘Esa es una fragilidad nuestra esencial. Pero contravenirla no está en mimano, porque yo también pertenezco a esta época, y no soy más que un peón’.

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Carecía de sentido seguir negando, como había dicho Díaz-Varela nada másempezar. Él y a había admitido las suficientes sombras (‘Fue un error mío’, ‘Debíahaberme llevado a la calle a Ruibérriz’, ‘Tenías una razón no del todo equivocada,sólo a medias’) para que a mí no me cupiera otra opción que preguntarle de quédiablos me hablaba, si me mantenía en mi postura. Si me empecinaba en fingirque todo aquello me pillaba de nuevas y que ignoraba a qué se refería, aun así nome libraba: me tocaba exigirle su historia y oírsela, sólo que desde el principio.Más valía que me diera por enterada, para ahorrarme las repeticiones y quizáalguna invención excesiva. Todo iba a ser desagradable, todo lo era. Cuantomenos durara su relato, mejor. O acaso iba a ser una disquisición. Me quería ir,no me atreví ni a intentarlo, no me moví.

—Está bien, os oí. Pero no todo lo que hablasteis, ni todo el rato. Lo bastante,eso sí, para que me entrara miedo de ti, o qué esperabas. Bien, y a lo sabesseguro, hasta ahora no podías tener la certeza absoluta, ahora sí. ¿Y qué vas ahacer? ¿Para eso me has hecho venir, para confirmarlo? Estabas más queconvencido ya, podíamos haberlo dejado correr y no grabarnos más marcas, porseguir con esa palabra tuya. Como ves, y o no he hecho nada, no se lo he contadoa nadie, ni siquiera a Luisa. Supongo que sería la última persona a la que se locontaría. A menudo son los más afectados por algo los que menos lo quierensaber, los más próximos: los hijos lo que hicieron los padres, los padres lo que hanhecho los hijos… Imponerles una revelación —dudé, no sabía cómo terminar lafrase, corté por lo sano, simplifiqué—, eso es demasiada responsabilidad. Paraalguien como yo. —‘Al fin y al cabo soy la Joven Prudente’, pensé. ‘No tuve otronombre para Desvern’—. Seguramente no debes temerme tú a mí. Deberíashaber permitido que me hiciera a un lado, que me retirara de tu vida en silencioy con discreción, más o menos como entré y como he permanecido, si es que hepermanecido. Nunca ha habido nada que nos obligara a volver a vernos. Para mícada vez era la última, jamás conté con la siguiente. Hasta nuevo aviso, hasta tucontraorden, tú siempre has llevado la iniciativa, tú siempre has propuesto.Todavía estás a tiempo de dejarme ir sin más, no sé ni qué pinto aquí.

Dio unos pasos, se movió, dejó de estar detrás de mí, pero no se sentó otra veza mi lado, sino que se quedó de pie, parapetado ahora por un sillón, enfrente demí. Yo no lo perdí de vista en ningún instante, esa es la verdad. Miraba sus manosy miraba sus labios, por ellos hablaba y además era la costumbre, eran mi imán.Entonces se quitó la chaqueta y la colgó del respaldo, como solía hacer. Luego sesubió lentamente las mangas de la camisa, y aunque eso también era normal —siempre estaba remangado en casa, con los puños abotonados lo vi sólo aquel día,y durante poco rato—, que lo hiciera me puso más en guardia, muchas veces esel gesto de quien se prepara para una faena, para un esfuerzo físico, y allí nohabía ninguno en perspectiva. Cuando hubo acabado de doblárselas, apoy ó los

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brazos en lo alto del sillón, como si se dispusiera a perorar. Durante unos segundosse quedó observándome muy atentamente de una manera que le conocía, y aunasí me ocurrió lo mismo que en la anterior ocasión: aparté la vista, me turbaronsus ojos inmóviles, de mirada nada transparente ni penetrante, quizá era nebulosay envolvente o tan sólo indescifrable, suavizada en todo caso por la miopía(llevaba lentillas), era como si esos ojos rasgados me estuvieran diciendo: ‘¿Porqué no me entiendes?’, no con impaciencia sino con lástima. Y su postura no eradistinta de la que había adoptado otras tardes, para hablarme de El CoronelChabert o de cualquier cosa que se le ocurriera o en la que se hubiera fijado, y ole oía lo que fuera con gusto. ‘Otras tardes o atardeceres’, pensé, ‘sin duda la horapeor para Luisa como lo es para la may oría, la de las dos luces, la más cuestaarriba, y aquellos atardeceres en los que él y yo nos veíamos’, me di cuenta enseguida de que pensaba en pasado, como si ya nos hubiéramos despedido y cadauno estuviera en el anteay er del otro; pero continué lo mismo, ‘Javier no seacercaba a su casa, no iba a visitarla ni a distraerla, no le hacía compañía ni leechaba una mano, seguramente necesitaba descansar a veces —una cada diez,doce días— de la persistente tristeza de aquella mujer que con constancia amaba,a la que con inagotable paciencia esperaba; necesitaría tomar energías de algúnlugar, de mí, de otra intimidad, de otra persona, para llevárselas después a ellarenovadas. Tal vez yo la había ay udado así un poco, sin proponérmelo niimaginármelo, indirectamente, no me molestaba. De quién las sacaría él ahora,si y o me iba de su lado. No tendrá problemas para sustituirme, de eso estoysegura.’ Y al pensar esto último volví al tiempo presente.

—No quiero que te quede una marca que no es, una que no corresponde, osólo en lo sucedido pero no en los motivos ni en las intenciones, aún menos en laconcepción, en la iniciativa. Veamos esa idea que tú te has hecho, esacomposición de lugar, esa historia que te has contado: yo ordené matar a Miguel,muy a distancia. Tracé un plan no exento de riesgos (sobre todo el riesgo de queno saliera), pero que me dejaba a mí fuera de toda sospecha. Yo no me acerqué,no estuve allí, su muerte nada tuvo que ver conmigo y era imposiblerelacionarme con un gorrilla grillado con el que no había cruzado una palabra.Otros se encargaron de eso, de averiguar su desdicha y dirigir y manipular sumente frágil. La muerte de Miguel quedó como un terrible accidente, como uncaso de pésima suerte. ¿Por qué no recurrí ni siquiera a un sicario, más seguro ymás sencillo en apariencia? Hoy en día se los hace venir a propósito de cualquiersitio, de la Europa del Este o de América, y no son muy caros: el pasaje de ida yvuelta, unas dietas y tres mil euros o menos, o algo más, según, digamos tres milsi uno no quiere un chapuzas o alguien demasiado bisoño. Hacen lo suy o y selargan, cuando la policía empieza a investigar y a están en el aeropuerto o enpleno vuelo. La pega es que nada te garantiza que no repitan, que no vuelvan aEspaña para otro trabajo o que incluso le tomen gusto y se instalen. Algunos

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individuos que se han valido de ellos luego son muy descuidados, a veces no seles ocurre otra cosa que recomendarles a un amigo o colega (eso sí, muy sottovoce) al mismo fulano que les prestó un servicio, o al mismo intermediario, que asu vez, perezoso, llama y trae al mismo fulano. Cualquiera que hay a actuadoaquí y a no está limpio del todo. Cuanto más pisen el territorio, más posibilidadesde que al final los cacen, también más de que se acuerden de ti, o de tutestaferro, y establezcan un vínculo que puede no ser fácil cortar, hay sujetos queno se conforman con estar mano sobre mano y alargar una de vez en cuando. Ysi se los caza, cantan. Hasta los que están a sueldo de alguna mafia y se quedanpor eso, y a como fijos, en España hay ahora bastantes, aquí va habiendo trabajo.Los códigos de silencio se respetan poco o nada. El sentido de la camaradería y ano funciona, no hay sensación de pertenencia: si pillan a uno, allá se lascomponga, mala suerte, o error del que ha caído, culpa suya. Es prescindible ylas organizaciones no se hacen cargo, y a han tomado sus medidas para no versesalpicadas de lleno, los sicarios cada vez van más a ciegas, conocen a un soloelemento o ni eso: una voz al teléfono, y las fotos de los objetivos se las mandanpor móvil. Así que los detenidos responden con la misma moneda. Hoy todo elmundo se preocupa sólo de salvar el pellejo, de conseguir que le rebajen loscargos. Cantan lo que haga falta y luego se verá, lo principal es no hipotecarsedurante mucho tiempo en la cárcel. Cuanto más estén allí, quietos y localizables,más riesgo corren de que se los ventile su propia mafia: ya son inútiles, un pesomuerto, un pasivo. Y como lo que pueden cantar sobre ellas no es gran cosa,hacen méritos: ‘Verá, también le cumplí un encargo hace años a un importanteempresario, o quizá fue a un político, o a un banquero. Creo que me voyacordando. Si me estrujo la memoria, ¿qué saco?’. Más de un empresario haacabado en prisión por eso. Y algún político valenciano, y a sabes que por allí sonostentosos, lo de la discreción no lo comprenden.

‘Cómo sabrá Javier todo esto’, me pregunté mientras lo escuchaba. Y meacordé de mi única verdadera conversación con Luisa, también ella estaba algoenterada de estas prácticas, me había hablado de ellas, incluso había empleadoalgunas frases muy parecidas a las de su enamorado: ‘Traen a un tipo, hace sutrabajo, le pagan y se larga, todo en un día o dos, nunca los encuentran…’. En sumomento pensé que lo habría leído en la prensa o le habría oído hablar de ello aDeverne, al fin y al cabo era un empresario. Tal vez era a Díaz-Varela a quienhabía oído. Diferían, sin embargo, respecto a la eficacia del método, que para élno servía o estaba lleno de inconvenientes, sonaba mucho más informado. Luisahabía añadido: ‘Si hubiera pasado algo así, ni siquiera podría odiar mucho a esesicario abstracto… Pero sí a los inductores, tendría la posibilidad de sospechar deunos y otros, de cualquier competidor o resentido o damnificado, todoempresario hace víctimas sin querer o queriendo; y hasta de los colegas amigos,como leí el otro día una vez más, en el Covarrubias’. Lo había cogido, un

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voluminoso tomo verde, y me había leído parte de la definición de ‘envidia’ en1611 nada menos, en vida de Shakespeare y de Cervantes, hacía cuatrocientosaños y todavía valía, es desolador que algunas cosas no cambien nunca enesencia, aunque también es reconfortante que algo persista, que no se mueva unmilímetro ni un vocablo: ‘Lo peor es que este veneno suele engendrarse en lospechos de los que nos son más amigos…’. Javier me estaba relatando oconfesando ese caso, pero sólo como hipótesis, previsiblemente para negarla;estaba describiendo lo que yo imaginaba, la conclusión que había sacado trasoírles a él y a Ruibérriz, suponía que para desmentirla acto seguido. ‘Quizá me vaa engañar con la verdad’, pensé por primera vez, porque no fue la única. ‘Quizáme está contando la verdad ahora para que parezca mentira. Como si lopareciese, y como si lo fuese.’

—¿Cómo sabes todo eso?—Me enteré. Cuando uno quiere saber algo, se entera. Averigua los pros y los

contras, se entera. —Esto me lo contestó muy rápido y después se quedó callado.Pareció que iba a añadir algo más, por ejemplo cómo se había enterado. No fueasí. Tuve la impresión de que mi interrupción lo había irritado, de que le habíahecho perder el impulso momentáneamente, si no el hilo. Acaso estaba másnervioso de lo que aparentaba. Dio unos pasos por la habitación y se sentó en elsillón en cuy o respaldo había colgado la chaqueta y se había apoyado. Seguíaenfrente de mí, pero ahora volvía a estar a mi altura. Se llevó otro cigarrillo a loslabios, no lo encendió, al hablar de nuevo le bailaba. No le ocultaba la boca, sinoque se la subrayaba—. Así que lo de los sicarios suena bien en principio, paraquien quiere quitar a alguien de en medio. Pero resulta que siempre es peligrosoentrar en contacto con ellos, por muchas precauciones que uno tome y aunquesea a través de terceros. O de cuartos o quintos; en realidad, cuanto más larga lacadena, cuantos más eslabones tenga, más fácil que se desenganche alguno, quese descontrole un elemento. En cierto sentido lo mejor sería contratardirectamente y sin intermediarios: el que concibe la muerte al que va aejecutarla. Pero claro, ningún pagador final, ningún empresario ni ningún políticovan a mostrarse, se expondrían demasiado al chantaje. La verdad es que no haymodo seguro, no hay forma adecuada de ordenar o pedir eso. Y además, luegoestán las sospechas innecesarias. Si un hombre como Miguel parece víctima deun ajuste de cuentas o de un asesinato por encargo, se empieza a mirar haciatodos lados: primero investigan a sus rivales y competidores, después a suscolegas, a todos aquellos con quienes hiciera negocios o tuviera tratos, a losempleados despedidos o prejubilados, y por último a su mujer y a sus amistades.Es mucho más aconsejable, es mucho más limpio que no parezca eso enabsoluto. Que la calamidad sea tan diáfana que no haga falta interrogar a nadie.O solamente al que ha matado.

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Pese a que pudiera no hacerle gracia, me atreví a intervenir de nuevo. O, másque atreverme, se me fue la lengua, no supe aguantarme.

—Al que ha matado que no sabe nada, ni siquiera que él no lo ha decidido,que le han metido en la cabeza la idea, que lo han instigado. Al que ha estado apunto de equivocarse de hombre, leí la prensa de aquellos días; que poco antes lehabía pegado al chófer como podía haberlo apuñalado dando así al traste convuestros planes, supongo que tuvisteis que llamarlo al orden: ‘Ojo, que no es ese,es el otro que coge el coche; al que has pegado no tiene culpa, es sólo unmandado’. Al que ha matado que no sabe explicarse o que le da vergüenzacontarle a la policía, es decir, a la prensa y a todo el mundo, que sus hijas sonprostitutas y prefiere callarse. Que se niega a declarar, tu pobre loco, y que noseñala a nadie, hasta que hace dos semanas os da un susto de muerte.

Díaz-Varela me miró con una leve sonrisa, no sé cómo decirlo, cordial ysimpática. No era cínica, no era paternalista, no era zumbona, no eradesagradable ni siquiera en aquel contexto oscuro. Era sólo como si constataraque mi reacción era la adecuada, que todo iba por el camino previsto. Encendióel mechero un par de veces pero no el cigarrillo. Yo sí encendí ahora uno mío.Siguió hablando con el suy o en la boca, acabaría por pegársele a un labio, alsuperior seguramente, a mí me gustaba tocárselo. Mi interrupción no pareciómolestarlo.

—Eso fue un golpe de suerte inesperado, que se negara a declarar, que secerrara en banda. Yo no contaba con eso, no contaba con tanto. Con un relatoconfuso sí, una explicación inconexa, con su desvarío, con que sólo sacaran enlimpio que le había dado un arrebato, producto de una fijación enfermiza yabsurda y de unas voces imaginarias. ¿Qué podía tener que ver Miguel con unared de prostitución, con la trata de blancas? Pero aún fue mejor que decidiera nosoltar prenda, ¿verdad? Que no hubiera el más mínimo riesgo de que involucraraa terceros, aunque fueran a sonar fantasmagóricos; de que mencionara llamadastelefónicas raras a un móvil inexistente o en todo caso inencontrable y jamásregistrado a su nombre, una voz al oído que le susurraba cosas, que le señalaba aMiguel, que lo persuadía de que él era el causante de la desgracia de sus hijas.Tengo entendido que las localizaron y que se negaron a ir a verlo. Al parecer notenían trato con él desde hacía unos cuantos años, se habían llevado a matar y lodaban por imposible, se habían desentendido completamente; el gorrilla, comoquien dice, llevaba tiempo solo en el mundo. Y por lo visto se dedican a laprostitución, en efecto, pero por su propia voluntad, en la medida en que lavoluntad permanece intacta ante la necesidad: digamos que, entre variasservidumbres posibles, habían optado por esa y no les va mal, no se quejan. Creoque, si no de alto, son de medio standing, se defienden bien, no son tiradas. Elpadre no quiso saber más de ellas ni ellas de él, debía de ser bastante venadodesde siempre. Probablemente luego, en su soledad, en su desequilibrio

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creciente, las recordaba de niñas más que de jóvenes, más de promesas que dedecepciones, y se convenció de que habían actuado obligadas. No borró el datopero quizá sí las razones y las circunstancias, las sustituyó por otras para él másaceptables aunque más indignantes, pero la indignación da fuerza y vida. Qué séyo: para resguardar mejor en su imaginación a aquellas niñas, debían de ser delo poco salvable que le quedaba, esas figuras, el mejor recuerdo de los tiemposmejores. No sé quién ni qué fue antes de ser indigente; para qué iba a haceraveriguaciones; todas esas historias son tristes, se piensa en quién fue uno de esoshombres, o aún peor, una de esas mujeres, cuando no podía prever su arrastradofuturo, y se hace doloroso echarle un vistazo al ignorante pasado de nadie. Sólo séque era viudo desde hacía años, quizá entonces empezó su descenso. No teníasentido que me informara de nada, se lo prohibí a Ruibérriz si se enteraba, ya mecreaba mala conciencia utilizarlo como instrumento, la acallaba con la idea deque allí donde lo metieran, donde está ahora, estaría mejor que en el cochedesvencijado en el que dormía. Estará mejor atendido y más cuidado, y enefecto ya se ha visto que además era un peligro. Más vale que no esté en la calle.—‘Eso le creaba mala conciencia’, pensé. ‘Tiene guasa. En medio de lo que meestá contando, de lo que y a más o menos sabía, intenta no presentarse como undesaprensivo y muestra escrúpulos. Debe de ser normal, supongo que lo mismointentan la may oría de los que matan, sobre todo cuando son descubiertos; por lomenos los que no son sicarios, los que lo hacen una vez y basta, o eso esperan, ylo viven como una excepción, casi como un terrible accidente en el que contra suvoluntad se han visto envueltos (en cierto modo como un paréntesis tras el cualpuede seguirse): “No, yo no quería. Fue un momento de obnubilación, de pánico,en realidad me obligó ese muerto. Si no hubiera tirado tanto de la cuerda yllevado las cosas tan lejos, si hubiera sido más comprensivo, si no me hubieraapretado o eclipsado tanto, si hubiera desaparecido… Me causa enorme pesar, note creas”. Sí, no debe de ser soportable la conciencia de lo que se ha hecho, y seperderá un poco, por tanto. Y sí, lleva razón, se hace doloroso mirar el ignorantepasado de nadie, por ejemplo el del pobre Desvern sin suerte la mañana de sucumpleaños, pobre hombre, mientras desayunaba con Luisa y yo los observabacon complacencia a distancia, como cualquier otra mañana inocua. Ya lo creoque tiene guasa’, me repetí, y noté que se me encendía el rostro. Pero me callé,no dije nada, me guardé mi indignación, la que él temía en las mujeres, yademás me di cuenta a tiempo de que había perdido la noción, en algún instantede su parlamento (en cuál), de que lo que me contaba Díaz-Varela era todavíauna hipótesis, o una glosa de mis deducciones a partir de lo que había oído, estoes, una ficción según él, seguramente. Su relato o repaso había comenzado así,como mera ilustración de mis conjeturas, verbalización de mis sospechas, einsensiblemente había adquirido para mí un aire o tono verídico, había pasado aescucharlo como si se tratara de una confesión en regla y fuera cierto. Aún cabía

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la posibilidad de que no lo fuera, según él, eso siempre (nunca sabría más que loque él me dijera, luego nunca sabría nada con seguridad absoluta; sí, es ridículoque tras tantos siglos de práctica, y de increíbles avances e inventos, todavía nohaya forma de saber cuándo alguien miente; claro que eso nos beneficia yperjudica por igual a todos, quizá sea el único reducto de libertad que nos queda).Me pregunté por qué había consentido, por qué había procurado que sonara comoverdad lo que previsiblemente iba a ser negado más tarde. Después de susúltimas palabras, se me hacía difícil esperar a esa negación probable, anunciada(‘No quiero que te quede una marca que no es’, así había empezado); sinembargo era lo que me tocaba, ahora ya no podía marcharme: oír lo horrible,esperar aún, tener paciencia. Todos estos pensamientos me cruzaron como unaráfaga, porque él no se detuvo, se limitó a una mínima pausa—. Así que suinesperado silencio fue como una bendición, como la confirmación de que habíaacertado en mis azarosos planes, y lo eran mucho, date cuenta: ese Canella podíahaber sido inmune a mis intrigas, o se lo podía haber convencido de que Miguelera el culpable de la perdición de sus hijas, pero nada más, eso podía no habertenido la menor consecuencia.

De nuevo se me fue la lengua, tras haberla retenido justo antes, de qué pocome había servido. Intenté que mis frases sonaran más como un recordatorio quecomo una acusación, un reproche, aunque sin duda lo eran (lo intenté para noirritarlo en exceso).

—Bueno, le entregasteis una navaja, ¿no? Y no precisamente una cualquiera,sino una especialmente peligrosa y dañina, está prohibida. Eso tuvo suconsecuencia, ¿no?

Díaz-Varela me miró con sorpresa un momento, lo vi desconcertado porprimera vez. Se quedó callado, quizá estaba haciendo veloz memoria de si habíahablado con Ruibérriz de aquella navaja mientras y o espiaba. En las dos semanastranscurridas desde entonces debía de haber reconstruido con todo detalle lodicho por ambos en aquella ocasión, debía de haber medido con exactitud de quéy de cuánto me había enterado —a buen seguro con la colaboración de su amigo,al que habría informado del contratiempo; de pronto no me hizo ninguna gracia laidea de que éste estuviera al tanto de mi indiscreción, tal como me había mirado—, y eso que ignoraba que y o me había incorporado a la conversación conretraso y que a ratos me habían llegado tan sólo fragmentos. Se habría puesto enlo peor por si acaso, habría dado por sentado que lo había oído todo, por esohabría decidido llamarme y neutralizarme con la verdad, o con su apariencia, ocon parte de ella. Y aun así no tendría registrado que se hubiera mencionado elarma, menos aún el hecho de que se la hubieran comprado y proporcionado ellosal aparcacoches. Yo misma no estaba segura y creía que no, me percaté de elloal notar su perplej idad, o la repentina desconfianza que lo había asaltado, de susrecuerdos y de sus meticulosos repasos. Era muy posible que y o lo hubiera

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deducido, y luego dado por descontado. Le entraron dudas, debió de preguntarserápidamente si sabía algo más de lo que me correspondía, y cómo. A mí me diotiempo a tomar conciencia de que, mientras y o había empleado la segundapersona del plural varias veces, incluy endo a Ruibérriz y al anónimo enviado deéste (acababa de decir ‘le entregasteis’), él hablaba siempre en primera personadel singular (acababa de decir ‘había acertado en mis azarosos planes’), como siasumiera él solo el crimen, como si fuera cosa suy a exclusivamente, pese a lamanipulación del ejecutor y la ayuda de por lo menos dos cómplices, los que lehabían hecho el trabajo sin que él tuviera que intervenir ni mezclarse. Él habíaquedado muy lejos de lo sucio y sangriento, del gorrilla y sus cuchilladas, delmóvil y del asfalto, del cuerpo de su mejor amigo tirado en medio de un charco.Con nada había tenido contacto; era raro que a la hora de contarlo no seaprovechara de eso, sino lo contrario. Que no distribuyera la culpa entre quieneshabían participado. Eso siempre disminuy e la propia, aunque esté claro quién hamovido los hilos y quién ha urdido y ha dado la orden. Lo han sabido losconspiradores desde tiempos inmemoriales, y también las turbas espontáneas yacéfalas, azuzadas por extrañas cabezas que no sobresalen y que nadie distingue:no hay nada como el reparto para salir mejor librado.

No le duró el desconcierto, se recompuso en seguida. Tras hacer memoria y noencontrar nada nítido en ella debió de pensar que en el fondo era indiferente loque yo supiera y lo que supusiera, al fin y al cabo dependía de él en ambosterrenos ahora, como se depende siempre de quien nos cuenta algo, éste decidepor dónde empieza y cuándo para, qué revela y qué insinúa y qué calla, cuándodice verdad y cuándo mentira o si combina las dos y no permite reconocerlas, osi engaña con la primera como se me había ocurrido que quizá estaba élhaciendo; no, no es tan difícil, basta con exponerla de manera que no se crea, oque cueste tanto creerla como para acabar desechándola. Las verdadesinverosímiles se prestan a eso y la vida está llena de ellas, mucho más que lapeor novela, ninguna se atrevería a dar cabida en su seno a todos los azares ycoincidencias posibles, infinitos en una sola existencia, no digamos en la suma delas habidas y de las que aún discurren. Resulta bochornoso que la realidad noimponga límites.

—Sí —respondió—, eso tuvo una consecuencia, pero también podía nohaberla tenido. Canella era libre de rechazar la navaja, o de cogerla y despuéstirarla o venderla. O de conservarla y no usarla. Tampoco habría sido improbableque la perdiera o se la robaran antes de tiempo, entre los indigentes es unaposesión muy preciada, porque todos se sienten amenazados e indefensos. Ensuma, proporcionarle a alguien un motivo y una herramienta no garantiza que sevaya a valer de ellos, en absoluto. Mis planes fueron muy azarosos incluso

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después de cumplidos. El hombre estuvo a punto de equivocarse de persona, enefecto. Más o menos un mes antes. Sí, claro que hubo que aleccionarlo, queinsistirle, que aclarárselo, sólo habría faltado una metedura así de pata. Eso no lehabría sucedido a un sicario, pero ya te he dicho los inconvenientes que puedentraer, si no a la corta, sí a la larga. Preferí arriesgarme a fallar, a que no saliera,antes que a acabar descubierto. —Se paró, como si se hubiera arrepentido de laúltima frase, o tal vez de haberla soltado en aquel momento, era posible que aúnno tocara; quien relata algo que se ha preparado, algo ya elaborado, suele decidircon antelación qué irá antes y qué más tarde, y se preocupa de no contravenir nialterar ese orden. Bebió, se subió las mangas y a subidas en un gesto maquinalque hacía de vez en cuando, encendió por fin su cigarrillo, fumaba unosalemanes muy ligeros fabricados por la casa Reemtsma, cuyo propietario fuesecuestrado y hubo de pagar el may or rescate de la historia de su país, unacantidad monstruosa, luego escribió un libro sobre su experiencia al que eché unvistazo en la editorial en su versión inglesa, consideramos publicarlo en España,pero al final Eugeni lo juzgó deprimente y no quiso. Supongo que los seguiráfumando a no ser que se haya quitado, no creo, no es de los que aceptanimposiciones sociales, lo mismo que su amigo Rico, por lo visto hace y dice loque le da la gana en todas partes y las consecuencias le traen sin cuidado (aveces me pregunto si estará al tanto de lo hecho por Díaz-Varela, si se lo olerásiquiera: es improbable, me dio la impresión de no interesarse mucho por lopróximo y contemporáneo, ni de enterarse de ello). Díaz-Varela pareció dudar sicontinuar por ese camino. Lo hizo, muy brevemente, quizá para no subray ar suarrepentimiento con un giro demasiado brusco—. Por extraño que te parezca enun caso de homicidio, matar a Miguel era mucho menos importante que no serpillado ni involucrado. Quiero decir que no valía la pena asegurarse de que moríaentonces, ese día o cualquier otro cercano, si a cambio yo corría el más mínimopeligro de quedar expuesto o bajo sospecha alguna vez, aunque fuera de aquí atreinta años. Eso no podía permitírmelo bajo ningún concepto, ante esaposibilidad era mejor que él siguiera vivo, abandonar cualquier plan y renunciara su muerte entonces. Dicho sea de paso, el día no lo elegí y o, desde luego, sinoel gorrilla. Una vez realizada mi tarea, estaba todo en su mano. Habría sido de unmal gusto exagerado que yo hubiera escogido precisamente el de su cumpleaños.Fue una casualidad, quién sabía cuándo iba a decidirse el hombre, o si nunca ibaa hacerlo. Pero todo eso te lo explicaré más tarde. Sigamos con tu idea, con tucomposición de lugar, te habrá dado tiempo a asentarla en estas dos semanas.

Quería reprimirme y dejarlo hablar hasta que se cansara y hubiera acabado,pero de nuevo no fui capaz, mi cerebro había captado dos o tres cosas al vuelo, yme hervían demasiado para callármelas todas en el instante. ‘Habla de homicidioa estas alturas del cuento, y no de asesinato, ¿cómo puede ser si ya no estádisimulando?’, pensé. ‘Desde el punto de vista del aparcacoches será lo primero,

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y también desde el de Luisa, y desde el de la policía y el de los testigos, y desdeel de los lectores de prensa que se encontraron la noticia una mañana y sehorrorizaron al ver lo que podía pasarle a cualquiera en una de las zonas deMadrid más seguras, y después la olvidaron porque no hubo continuidad y porqueademás la desgracia, una vez aplacada en sus imaginaciones, contribuyó a que sesintieran a salvo: “No he sido yo”, se dijeron, “y algo así no ocurrirá dos veces”.Pero no desde el suyo, desde el punto de vista de Javier es un asesinato, no lepuede valer que su plan tuviera grandes fisuras, el elemento azaroso, que suscálculos tal vez no se cumplieran, es inteligente como para engañarse con eso. ¿Ypor qué ha dicho “entonces” y lo ha repetido? “Asegurarse de que moríaentonces”, “su muerte entonces”, como si hubiera cabido aplazarla o dejarlapara más adelante, es decir, para “hereafter”, en la certeza de que llegaría. Y“Habría sido de un mal gusto exagerado”, también ha dicho eso, como si no lofuera bastante dar la orden de matar a un amigo.’ Me quedé con lo último, comoocurre siempre, aunque no fuera lo más llamativo; sí quizá lo más ofensivo.

—De un mal gusto exagerado —repetí—. Pero ¿qué estás diciendo, Javier?¿Tú crees que ese detalle cambia en algo lo principal? Me estás hablando de unasesinato. —Y aproveché para darle su nombre—. ¿Crees que fijar un día u otropuede añadirle o restarle gravedad a eso? ¿Añadirle buen gusto o restarle algo demalo? No te entiendo. Bueno, tampoco aspiro a entender nada, no sé ni por qué teestoy escuchando. —Y ahora fui y o quien encendió un segundo cigarrillo ybebió, alterada; me atropellé, casi me atraganté, bebí cuando aún no habíaexpulsado el primer humo.

—Claro que lo entiendes, María —me contestó rápidamente—, y por eso meestás escuchando, para acabar de creértelo, para comprobarlo. Te lo has contadoy recontado sin cesar, todos los días y noches de estas dos semanas. Hascomprendido que para mí mis anhelos están por encima de toda consideración ytodo freno y todo escrúpulo. Y de toda lealtad, figúrate. Yo he tenido muy claro,desde hace algún tiempo, que quiero pasar junto a Luisa lo que me quede devida. Que sólo hay una y que es esta y que no se puede confiar en la suerte, enque las cosas ocurran por sí solas y se aparten como por ensalmo los obstáculos ylas resistencias. Uno tiene que ponerse a la faena. El mundo está lleno deperezosos y de pesimistas que nada consiguen porque a nada se aplican, despuésse permiten quejarse y se sienten frustrados y alimentan su resentimiento hacialo externo: así son la may oría de los individuos, holgazanes idiotas, derrotados deantemano, por su instalación en la vida y por sí mismos. Yo he permanecidosoltero todos estos años; sí, con historias muy gratificantes, distrayéndome, a laespera. Primero a la espera de que apareciera alguien que me trajera debilidad,y por quien la tuviera. Luego… Para mí es el único modo de reconocer esetérmino que todo el mundo emplea con desenvoltura pero que no debería ser tanfácil puesto que no lo conocen muchas lenguas, sólo el italiano además de la

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nuestra, que yo sepa, claro está que y o sé pocas… Tal vez el alemán, la verdades que lo ignoro: el enamoramiento. El sustantivo, el concepto; el adjetivo, elestado, eso sí es más conocido, por lo menos el francés lo tiene y el inglés no,pero se esfuerza y se acerca… Nos hacen mucha gracia muchas personas, nosdivierten, nos encantan, nos inspiran afecto y aun nos enternecen, o nos gustan,nos arrebatan, incluso nos vuelven locos momentáneamente, disfrutamos de sucuerpo o de su compañía o de ambas cosas, como me sucede contigo y me hasucedido otras veces, unas pocas. Hasta se nos hacen imprescindibles algunas, lafuerza de la costumbre es inmensa y acaba por suplir casi todo, incluso porsuplantarlo. Puede suplantar el amor, por ejemplo; pero no el enamoramiento,conviene distinguir entre los dos, aunque se confundan no son lo mismo… Lo quees muy raro es sentir debilidad, verdadera debilidad por alguien, y que nos laproduzca, que nos haga débiles. Eso es lo determinante, que nos impida serobjetivos y nos desarme a perpetuidad y nos haga rendirnos en todos los pleitos,como acabó rendido el Coronel Chabert ante su mujer en cuanto volvió a verla asolas, te hablé de esa historia, te la leíste. Lo logran los hijos, dicen, y no tengoinconveniente en creerlo, pero ha de ser de una índole distinta, son seresdesprotegidos desde que aparecen, desde el primer instante, la debilidad que nostraen debe de venirnos ya impuesta por su indefensión absoluta, y al parecerpermanece… En general la gente no experimenta eso con un adulto, ni enrealidad lo busca. No aguarda, es impaciente, es prosaica, quizá ni siquiera loquiere porque tampoco lo concibe, así que se junta o se casa con el primero quese le aproxima, no es tan extraño, esa ha sido la norma durante toda la vida, hayquienes piensan que el enamoramiento es una invención moderna salida de lasnovelas. Sea como sea, ya la tenemos, la invención, la palabra y la capacidadpara el sentimiento. —Díaz-Varela había dejado alguna frase inacabada o medioen el aire, había titubeado, había estado tentado de hacer digresiones de susdigresiones, se había frenado; no quería discursear, pese a su tendencia, sinocontarme algo. Se había ido echando hacia delante, estaba sentado en el bordedel sillón ahora, los codos sobre las rodillas y las manos juntas; su tono se habíahecho vehemente dentro de la frialdad y el orden expositivo, casi didáctico, queempleaba cuando peroraba. Y, como siempre que hablaba seguido, y o no podíaapartar la vista de su cara, de sus labios que se movían veloces al soltar laspalabras. No es que no me interesara lo que decía, me había interesado en todoslos casos, y más ahora en que me estaba confesando lo que había hecho y porqué y cómo, o lo que él creía que yo creía, y acertaba. Pero aunque no mehubiera interesado, habría continuado oy éndolo indefinidamente, oyéndolomientras lo miraba. Encendió otra luz, la de la lámpara que tenía al lado (sesentaba a leer en ese sillón a veces), ya había anochecido del todo y la que habíano bastaba. Lo vi mejor, le vi sus pestañas bastante largas y su expresión algoensoñada, también entonces. Su semblante no denotaba preocupación ni violencia

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por lo que estaba contando. De momento no le costaba. Yo tenía que recordarmecuán odiosa resultaba su tranquilidad dominante en aquellas circunstancias,porque lo cierto era que no me lo resultaba—. Uno sabe que es incondicional deesa persona —prosiguió—, que la va a ayudar y a apoy ar en lo que sea, aunquese trate de un empeño horrible (por ejemplo cargarse a alguien, uno pensará quele han dado motivos o que no hay más remedio), y que hará por ella lo que setercie. Son personas que no es que a uno le hagan gracia, en el sentido más nobledel término; es que le caen en gracia, que es diferente y mucho más fuerte yduradero. Como todos sabemos, esa incondicionalidad apenas tiene que ver conla razón, ni siquiera con las causas. De hecho, es curioso, el efecto es enorme yno hay causas, no suele haberlas o no son formulables. A mí me parece queinterviene no poco la decisión, una decisión arbitraria… Pero en fin, esa es otrahistoria. —De nuevo le había apetecido disertar, se forzaba a no caer en ello.Dentro de todo, procuraba ir al grano, y tuve la sensación de que, si aun así seespaciaba, no era contra su voluntad y porque no pudiera evitarlo, sino quebuscaba algo con ello, quizá envolverme y acostumbrarme más a los hechos. Devez en cuando y o me paraba y pensaba: ‘Estamos hablando de lo que estamoshablando, un asesinato, es insólito; y y o le presto atención en vez de colgarlo deun árbol’. Y en seguida acudía a mi pensamiento la contestación de Athos ad’Artagnan cuando éste había exclamado lo mismo: ‘Sí, un asesinato, no más’. Ycada vez lo pensaba menos—. Casi nadie puede responder a esa pregunta que losdemás sí se hacen sobre uno, sobre cualquiera: ‘¿Por qué se habrá enamorado deella? ¿Qué le habrá visto?’. Sobre todo cuando es alguien que se juzgainsoportable, no es el caso de Luisa, yo creo; pero bueno, no soy quién paradecirlo, por lo que acabo de exponer, justamente. Pero ni tú misma, María, sin irmás lejos, sabrías responder por qué te has encaprichado de mí durante estatemporada, con todos mis defectos y a sabiendas de que mi verdadero interésestaba en otra parte desde el principio, de que tenía un objetivo irrenunciabledesde hacía tiempo, de que no había posibilidad de que tú y y o fuéramos másallá de donde hemos ido. No sabrías, quiero decir, fuera del balbuceo de cuatrosubjetividades imprecisas y poco airosas, tan discutibles como indiscutibles:indiscutibles para ti (¿quién osaría contradecirte?), discutibles para los otros. —‘Esverdad, no sabría’, pensé. ‘Como una estúpida. ¿Qué iba a decir, que me gustabamirarlo y besarlo, y acostarme con él, y la zozobra de no saber si iba a hacerlo,y escucharlo? Sí, son razones idiotas y que no convencen a nadie, o así suenansiempre a oídos del que no siente lo mismo o no ha probado nada semejante ensu vida. Ni siquiera son razones, como ha dicho Javier, seguramente tienen másque ver con una manifestación de fe que con ninguna otra cosa; aunque tal vez sísean causas. Y su efecto es enorme, eso es cierto. Es invencible.’ Debí desonrojarme levemente, o acaso me removí en el sofá con incomodidad, convergüenza. Me molestaba que me hubiera mencionado abiertamente, que

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hubiera hecho referencia a mis sentimientos hacia él cuando y o había sidosiempre discreta y parca en palabras, nunca lo había atosigado con peticiones nideclaraciones, ni con indirectas sutiles que lo hubieran invitado a expresarmealgo de afecto, me había abstenido de hacerle sentir la menor responsabilidad uobligación o necesidad de respuesta, ni sombra de ello; tampoco había albergadoesperanzas de que la situación cambiara, o sólo en la soledad de mi alcobamirando los árboles, lejos de él, en secreto, como quien fantasea cuando empiezaa venirle el sueño, todo el mundo tiene derecho a eso, a imaginarse lo imposiblecuando la vigilia inicia por fin su retirada, qué menos, y se clausura el día. Medesazonaba que me hubiera incluido en todo aquello, podía habérselo ahorrado;no lo habría hecho inocentemente, alguna intención guardaría, no se le habríaescapado. Otra vez me entraron ganas de levantarme y marcharme, de salir deuna vez de aquella casa querida y temida y no volver; pero ahora y a sabía queno iba a irme hasta que terminara, hasta que me contara enteras su verdad o sumentira, o su verdad y su mentira, las dos juntas, no todavía. Díaz-Varela advirtiómi rubor o mi desasosiego, lo que fuese, porque se apresuró a añadir, como quientempla gaitas—: Ojo, no estoy insinuando que tú estés enamorada de mí ni queme seas incondicional ni que yo te haya caído en gracia, nada de eso. No soy tanpresuntuoso. Sé bien que no es tanto, que estás muy lejos, que no puedecompararse lo que tú sientes por mí desde hace poco con lo que y o siento porLuisa desde hace años. Sé que soy sólo un entretenimiento, que te he hechogracia. Como tú a mí, no hay apenas diferencia, ¿me equivoco? Si lo mencionoes como prueba de que hasta los encaprichamientos más pasajeros y levescarecen de causas. No digamos lo que es mucho más, infinitamente más que eso.

Me quedé callada, más rato del que quería. No estaba segura de qué contestar, yesta vez él había hecho una pausa como incitándome a decir algo. En pocasfrases Díaz-Varela había rebajado mis sentimientos y me había dado a conocerlos suy os clavándome un pequeño aguijón superfluo, puesto que y o ya estaba altanto sin haberle oído nunca algo tan claro al respecto, o no palabras tan hirientescomo las que acababa de pronunciar. Por idiotas que fueran, como en realidad loson todos los sentimientos cuando se los describe o explica o simplemente seenuncian, había colocado los míos muy por debajo de la calidad de los suyoshacia otra persona, cómo iban a compararse. ¿Qué sabía él de mí, tan callada yprudente como había sido siempre? ¿Tan vencida de antemano, tan falta deaspiraciones, tan poco dispuesta a competir y a luchar, o no dispuesta enabsoluto? Desde luego y o no era capaz de planear y encargar un asesinato, peroquién hubiera sabido más tarde, de haberse enquistado durante años nuestrarelación de ahora, o más bien la que había existido hasta hacía dos semanas, laconversación con Ruibérriz lo había trastocado todo, o mejor dicho, que yo la

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escuchara. De no haberlos espiado, Díaz-Varela podía haber seguido aguardandola lenta recuperación y el vaticinado enamoramiento de Luisa indefinidamente yno haberme sustituido ni haber prescindido de mí mientras tanto, ni y o habermeapartado sino haber continuado viéndolo en los mismos términos. Y entonces,¿quién está libre de empezar a querer más, a impacientarse y a no estar y aconforme, de sentir que ha adquirido derechos con el transcurso de los meses yde los años iguales, por la sola acumulación de tiempo, como si algo taninsignificante y tan neutro como la sucesión de días supusiera un mérito para elque los atraviesa, o quizá es para el que los aguanta sin abandonar ni rendirse? Elque no esperaba nada acaba exigiendo, el que se acercaba con devoción ymodestia se torna tiránico e iconoclasta, el que mendigaba sonrisas o atención obesos de la persona amada se hace de rogar y se vuelve soberbio, y se losescatima ahora a esa misma persona a la que la mera llovizna del tiempo hasubyugado. El paso del tiempo exaspera y condensa cualquier tormenta, aunqueal principio no hubiera ni una nube minúscula en el horizonte. Uno ignora lo queel tiempo hará de nosotros con sus capas finas que se superponen indistinguibles,en qué es capaz de convertirnos. Avanza sigilosamente, día a día y hora a hora ypaso a paso envenenado, no se hace notar en su subrepticia labor, tan respetuosay mirada que nunca nos da un empujón ni un sobresalto. Cada mañana aparececon su semblante tranquilizador e invariable, y nos asegura lo contrario de lo queestá sucediendo: que todo está bien y nada cambia, que todo es como ay er —elequilibrio de fuerzas—, que nada se gana y nada se pierde, que nuestro rostro esel mismo y también nuestro pelo y nuestro contorno, que quien nos odiaba nossigue odiando y quien nos quería nos sigue queriendo. Y es todo lo contrario, enefecto, sólo que no nos permite advertirlo con sus traicioneros minutos y sustaimados segundos, hasta que llega un día extraño, impensable, en el que nada escomo fue siempre: en el que dos hijas beneficiadas por él abandonan a su padrea la muerte en un granero, sin blanca, y se queman los testamentos que a losvivos son ingratos; en el que las madres despojan a sus hijos y los maridos robana sus mujeres, o las mujeres matan a sus maridos valiéndose del amor que lesinspiraban para volverlos locos o imbéciles, a fin de vivir en paz con un amante;en el que otras mujeres le dan al niño de un primer lecho gotas que debían traerlela muerte, a fin de enriquecer a otro hijo, el del amor que ahora sí sienten,aunque ignoren cuánto más va a durarles; en el que una viuda que heredóposición y fortuna de su marido soldado, caído en la batalla de Ey lau en mediodel frío más frío, reniega de él y lo acusa de farsante cuando al cabo de los añosy las penalidades consigue regresar de entre los muertos; en el que Luisa lesuplicará a Díaz-Varela, hacia el que tanto tardó en volverse, que no la abandoney permanezca a su lado, y abjurará de su antiguo amor por Deverne, que serárebajado y no será nada y no podrá compararse con el que le profesa a él ahora,a ese segundo marido inconstante que amenaza con dejarla; en el que será Díaz-

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Varela el que me implore a mí que no me aleje, que me quede junto a él ycomparta para siempre su almohada, y se burlará del amor obstinado e ingenuoque sintió por Luisa largo tiempo y lo llevó a matar a un amigo, y se dirá y medirá: ‘Qué ciego estuve, cómo es que no supe verte, cuando aún estaba a tiempo’;un día extraño, impensable, en el que yo planearé el asesinato de Luisa, que seinterpone entre nosotros sin ni siquiera saber que hay ‘nosotros’ y contra la que notengo nada, y quizá lo lleve a cabo, todo es posible ese día. Sí, es todo cuestión dedesesperante tiempo, pero el nuestro se ha interrumpido, para nosotros se haacabado ese que consolida y prolonga y a la vez pudre y arruina y vuelve lastornas, y no se nota en ningún caso. No me alcanzará a mí ese día, para mí nohay ‘más adelante’ o ‘a partir de ahora’, como no lo hubo para Lady Macbeth,estoy a salvo de esa prórroga benefactora o dañina, esa es mi desgracia y misuerte.

—¿Quién te ha dicho que no estoy enamorada de ti? Qué sabrás tú, si nunca tehe hablado. Si nunca me has preguntado.

—Vamos, vamos, no exageres —respondió él sin sorprenderse. Habían sidocomedia sus últimas palabras, estaba al cabo de la calle de lo que y o sentía, o delo que había sentido hasta dos semanas antes. Quizá ahora lo sentía también, perocon mancha y con mezcla de lo que no puede manchar ni mezclarse, no almenos en los enamoramientos. Estaba al cabo de la calle, el que es amado lopercibe siempre, si está en sus cabales y no lo ansía, porque el que lo ansía nodistingue, e interpreta las señales equivocadamente. Pero él estaba libre de eso,no quería que y o lo quisiese, poco había hecho por alentarme, eso era justoreconocérselo—. De ser así —añadió—, no estarías tan espantada por lo que hasdescubierto, ni habrías sacado tus conclusiones tan rápido. Estarías en vilo, a laespera de una explicación aceptable. Pensarías que quizá no había habido másremedio por algún motivo que desconoces. Estarías dispuesta, estarías deseandoengañarte.

Hice caso omiso de estos comentarios capciosos que buscaban conducirme aalgún sitio por él previsto. Sólo contesté a lo primero.

—Tal vez no exagere. Tal vez no exagere en absoluto, y tú lo sabes. Lo quepasa es que no te gusta esa responsabilidad, aunque ya sé que no es palabraadecuada: a nadie puede responsabilizarse de que otro se le enamore. Descuida,y o no te responsabilizo de mis sentimientos idiotas y que sólo a mí meconciernen. Pero es inevitable que los veas como una pequeña carga. Si Luisasupiera de la intensidad de los tuy os (puede que en su ensimismamiento sólo sehaya dado cuenta de lo superficial, de tu galantería y tu afecto por la viuda de tumejor amigo); no digamos si se enterara de lo que han sido causa, los sentiríacomo una carga insoportable. Hasta es posible que se matara, al no ser capaz desobrellevarla. Por eso, entre otras razones, no voy a decirle nada. No tienes quepreocuparte por eso, no soy una desalmada. —Aún no había tomado una decisión

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definitiva al respecto, mi intención iba oscilando a medida que le escuchaba yme indignaba o no tanto (‘Ya lo pensaré más adelante, con calma, a solas, enfrío’, pensaba), pero en todo caso me convenía tranquilizarlo para poder salir deallí sin sensación de amenaza, presente o futura, aunque esta última nuncadesaparecería del todo, suponía, en toda mi vida. Y me atreví a añadir con unpoco de guasa, también la guasa me convenía—: Claro que esa sería la mejormanera de quitarla de en medio, de hacer lo que has hecho tú con Desvern, sóloque manchándome mucho menos las manos.

Lejos de apreciar el humor —bien es verdad que un humor tétrico—, estaobservación lo puso serio y como a la defensiva. Ahora sí se subió más lasmangas efectivamente, con sendos gestos enérgicos como si se aprestara acombatir o a hacerme una demostración física, se las subió hasta por encima delos bíceps como un galán tropical de los años cincuenta, Ricardo Montalbán,Gilbert Roland, uno de aquellos hombres simpáticos ya olvidados por casi todo elmundo. No iba a combatir, desde luego, ni tampoco a pegarme, eso no entrabaen su carácter. Comprendí que algo lo había contrariado sobremanera y que iba arefutármelo.

—Yo no me las he manchado, no te olvides. He llevado todo el cuidado. Tú nosabes lo que es manchárselas de veras. No sabes lo que delegar aleja de loshechos, no tienes ni idea de cuánto ay uda poner gente en medio. ¿Por qué tecrees que lo hace todo el que puede, a las primeras de cambio, ante la menorsituación incómoda o ligeramente desagradable? ¿Por qué te crees queintervienen abogados en los pleitos, y en los divorcios? No es sólo por su sapienciay sus mañas. ¿Por qué te crees que los actores y actrices tienen representantes, ylos escritores agentes, y los toreros apoderados, y los boxeadores managers,cuando aún había boxeo? Acabarán con todo estos puritanos de ahora. ¿Por qué tecrees que los empresarios se valen de testaferros, o que cualquier criminal condinero envía matones o contrata sicarios? No es sólo por no mancharse las manosliteralmente, ni por cobardía, para no dar la cara ni arriesgarse a salir dañado. Lamay oría de los tipos que recurren habitualmente a esas figuras (otra cosa son losque lo hacen excepcionalmente, como yo mismo) empezaron ejerciendo susmismas tareas y quizá han sido maestros en ellas: están acostumbrados a darpalizas o incluso a meterle una bala a alguien, sería improbable que salieranmaltrechos de un encuentro de esos. ¿Por qué crees que los políticos mandantropas a las guerras que declaran, si es que se molestan aún en declararlas? Ellos,a diferencia de los otros, no podrían hacer el trabajo de los soldados, pero es másque eso. En todos los casos hay una autosugestión enorme, que proporcionan lamediación y la distancia de lo que ocurre, y el privilegio de no presenciarlo.Parece increíble, pero así funciona, yo lo he comprobado personalmente. Unollega a convencerse de que no tiene que ver con lo que sucede a ras de suelo, oen el cuerpo a cuerpo, aunque lo haya originado y desencadenado y haya

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pagado por que acontezca. El divorciado acaba por persuadirse de que suexigencia mezquina y la saña no son suy as, sino de su abogado. Los actores y losescritores de fama, los toreros y los boxeadores se disculpan por las pretensioneseconómicas de sus representantes o por las trabas que ponen, como si éstos noobedecieran sus órdenes ni trabajaran a su dictado. El político ve en la televisióno en la prensa los efectos de los bombardeos que él ha iniciado, o se entera de lasatrocidades que su ejército está cometiendo sobre el terreno; niega con la cabezacon desaprobación y con asco, se pregunta cómo es que sus generales son tanbestias o tan torpes, cómo es que no pueden controlar a sus hombres en cuantoempieza la lucha y los pierden un poco de vista, pero jamás se ve como culpablede lo que pasa a millares de kilómetros, sin que él tome parte ni sea testigo: enseguida ha logrado olvidarse de que dependió todo de él, de que él dio la voz de‘Adelante’. Lo mismo el capo que ha lanzado a sus matones: lee o le informan deque éstos se han sobrepasado, de que no se han limitado a cargarse a unoscuantos, de acuerdo con sus indicaciones, sino que además les han cortado lacabeza y los testículos y se los han metido en la boca; se estremece un instante alfigurárselo y piensa que esos esbirros suyos en verdad son unos sádicos, ya norecuerda que les dejó la imaginación y las manos libres y que les dijo: ‘Que lacosa espante a todo el mundo. Que sirva bien de escarmiento. Que con estocunda el pánico’.

Díaz-Varela se detuvo, como si esta enumeración lo hubiera dejadomomentáneamente exhausto. Se sirvió otra copa y bebió un buen trago, sediento.Encendió otro pitillo. Se quedó mirando al suelo, absorto. Durante unos segundosvi la imagen de un hombre abatido, abrumado, quizá lleno de remordimientos,quizá arrepentido. Pero no había habido nada de eso hasta ahora, en su relato nien sus digresiones. Más bien lo contrario. ‘¿Por qué se asocia a sí mismo con estosindividuos?’, pensé. ‘¿Por qué me los trae a la memoria, en vez deahuyentármelos? ¿Qué gana con que y o vea sus actos a esta luz tan repugnante?Siempre puede hallarse alguna que embellezca el crimen más feo, que lojustifique mínimamente, una causa no del todo siniestra que al menos permitaentenderlo sin náusea. “Así funciona, yo lo he comprobado personalmente”, hadicho incluy éndose en la nómina. Se comprende en el caso de los divorciados ylos toreros, no en el de los políticos cínicos y los criminales de oficio. Es como sino buscara paliativos, como si quisiera horrorizarme todavía más, a ratos. Tal vezsea para predisponerme a abrazar cualquier excusa, las que vengan luego, tienenque llegar pronto o tarde, no es posible que me reconozca sin más su egoísmo ysu vileza, su traición, su falta de escrúpulos, ni siquiera hace mucho hincapié ensu enamoramiento de Luisa, en su apasionada necesidad de ella, no se harebajado a decir frases ridículas pero que emocionan a veces y ablandan, como“No puedo vivir sin ella, ¿comprendes? No aguantaba más, para mí es como elaire, me ahogaba sin ninguna esperanza y ahora en cambio tengo una. No le

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deseaba a Miguel mal alguno, al contrario, era mi mejor amigo; pero estaba enmedio de mi única vida, de la única que quiero, mala suerte, y lo que nos impidevivir hay que quitarlo”. Se aceptan los excesos de los enamorados, no todos,claro, pero en ocasiones basta con decir que alguien lo está mucho o lo estuvopara ahorrarse otras razones. “Es que la quería tanto”, se dice, “que no sabía loque hacía”, y la gente asiente y se hace cargo, como si se le hablara de algoconocido por todos. “Vivía por y para él, no había nadie más en la tierra, habríasacrificado lo que fuera, el resto no le importaba”, y con eso ya se entiendentantos actos innobles y ruines, y hasta se disculpan algunos. ¿Por qué no insisteJavier en su condición enfermiza que cree poder padecer todo el mundo? ¿Porqué no se escuda más en ella? La da por supuesta pero no la subray a, no la ponepor delante, y, en contra de lo que le convendría, se vincula con personajesdespreciables y fríos. Sí, quizá sea eso: cuanto más me espante y me someta elpánico, cuanto más sienta el arrastre del vértigo, más proclive seré a aferrarme acualquier atenuante. No le faltaría razón, de ser ese su propósito. Estoy deseandoque aparezca alguna, alguna explicación o atenuante que me levante un poco depeso. Ya no puedo más de estos hechos, tal como son y me los imaginaba desdeel maldito día en que escuché tras esa puerta. Estaba al otro lado aquel día, dondeya nunca más volveré a estar, ahora es seguro. Aunque se me acercara Javier yme abrazara por la espalda, y me acariciara con dedos y labios. Aunque mesusurrara al oído palabras que jamás ha pronunciado. Aunque me dijera: “Quéciego he estado, cómo es que no he sabido verte, pero aún estoy a tiempo”.Aunque tirara de mí hacia esa puerta, y me lo suplicara.’

Nada de eso iba a suceder en ningún caso. Ni siquiera si le hacía chantaje, si loamenazaba con contarlo o era yo quien le suplicaba. Seguía metido en suspensamientos, extrañamente ajeno, continuaba con la vista fija en el suelo. Losaqué de su ensimismamiento en vez de aprovechar para largarme, y a era tarde:habría preferido quedarme con mis conjeturas sombrías y no saber nada seguro,después de haberle escuchado; pero ahora quería que terminara, por ver si suhistoria era algo menos mala, algo menos triste de lo que sonaba.

—Y tú, ¿qué es lo que pensaste? ¿De qué lograste convencerte? ¿De que notenías arte ni parte en el asesinato de tu mejor amigo? Resulta difícil de creer,¿no? Por mucha autosugestión que le echaras.

Alzó los ojos y se bajó de nuevo las mangas hasta los antebrazos, como si lehubiera entrado frío. Pero no lo abandonó del todo aquella especie de abatimientoo cansancio que parecía haberlo asaltado. Habló más despacio, con menosseguridad y menos brío, la mirada posada en mi rostro y a la vez un pocoperdida, como si y o estuviera a gran distancia.

—No lo sé —dijo—. Sí, es verdad que uno sabe, sabe la verdad en el fondo,

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cómo no, cómo va a ignorarla. Sabe que uno ha puesto en marcha un mecanismoy que además podría pararlo, nada es inevitable hasta que ha sucedido y el ‘másadelante’ con que todos contamos deja de existir para alguien. Pero hay algomisterioso en la delegación, ya te lo he dicho. Yo le hice un encargo a Ruibérriz,y desde ese momento siento que la maquinación y a no es tan mía, por lo menosestá compartida. Ruibérriz le ordenó a otro que le consiguiera un móvil al gorrillay le hiciera llamadas, los dos se las hicieron, turnándose, dos voces convencenmás que una y le pusieron la cabeza como un bombo; ni siquiera sé bien cómo selo proporciona ese otro, el móvil, se lo deja en el coche en el que vivía, creo, leaparece allí como por ensalmo, y lo mismo la navaja luego, para no ser visto,era imposible anticipar el resultado de todo eso. En cualquier caso ese otro, esetercero, no conoce mi nombre ni mi cara ni yo tampoco los suy os, y con suintervención desconocida se me aleja todo un poco más, es menos mío, y miparticipación se difumina, y a no está todo en mis manos sino cada vez másrepartido. Una vez que uno activa algo y lo entrega es también como si lo soltaray se deshiciera de ello, no sé si eres capaz de entenderlo, quizá no, nunca hastenido que organizar y preparar una muerte. —Reparé en la expresión empleada,‘tenido que’; esa idea era absurda, él no había ‘tenido que’ hacer nada, nadie lohabía obligado. Y había dicho ‘una muerte’, el término más neutro posible, no ‘unhomicidio’ ni ‘un asesinato’ ni ‘un crimen’—. Uno recibe sucintos informes decómo marchan las cosas y supervisa, pero no se ocupa directamente de nada. Sí,se produce un error, Canella se confunde de hombre y a mí me llega la noticia,hasta Miguel me menciona el percance sufrido por el pobre Pablo, sin sospecharque tuviera que ver con su petición, sin relacionar una cosa con otra, sinimaginarse que yo estuviera detrás, o disimuló muy bien, cómo voy a saberlo. —Me di cuenta de que me estaba perdiendo (¿qué petición?, ¿qué relación?, ¿quédisimulo?), pero él siguió como si hubiera tomado carrerilla de pronto, no medejó interrumpirlo—. El idiota de Ruibérriz no se fía del tercero a partir de eso, lepago bien y me debe favores, así que toma las riendas y se presenta ante elaparcacoches, con precaución, a escondidas, es verdad que no hay nadie en esacalle de noche, pero se deja ver por él con su abrigo de cuero, espero que loshaya tirado todos, para asegurarse de que no va a equivocarse de nuevo y aacabar acuchillando al pobre chófer, a Pablo, y echándolo todo por tierra. Sí, eseincidente me llega, por ejemplo, pero para mí es solamente un relato que mecuentan en mi casa, y o no me muevo de aquí, nunca piso el terreno ni memancho, así que no siento que nada de eso sea enteramente responsabilidad niobra mía, son hechos remotos. No te sorprenda, los hay que aún van más lejos:hay quienes ordenan la eliminación de alguien y luego ni siquiera quierenenterarse del proceso, de los pasos dados, del cómo. Confían en que al finalvenga un mandado y les comunique que ese alguien ha muerto. Ha sido víctimade un accidente, les dicen, o de una grave negligencia médica, o se ha tirado por

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el balcón, o lo han atropellado, o lo han atracado una noche, con tan mala pataque forcejeó y se lo cargaron. Y, por extraño que parezca, el que dictaminó esamuerte, sin especificar cómo ni cuándo, puede exclamar con sinceridad relativa,o con cierta dosis de asombro: ‘Vay a por Dios, qué tragedia’, casi como si élfuera ajeno y el destino se hubiera encargado de cumplir sus deseos. Eso procuréy o, verme lo más ajeno posible, aunque hubiera trazado el cómo en parte:Ruibérriz averiguó cuál era el drama en la vida de ese indigente, el motivo de sumay or rabia, su afrenta, por casualidad o no tanto, no sé, me vino un día con lahistoria de sus hijas metidas a putas a la fuerza o con engaños, él toca todas lasteclas, no le faltan conexiones en ningún ámbito, y en consecuencia el plan eramío, o bueno, era de los dos, era nuestro. Pero aun así y o me mantenía lejos,apartado: estaba el propio Ruibérriz en medio, y su amigo, ese tercero, y sobretodo estaba Canella, que no sólo decidía cuándo, sino que podía decidir nohacerlo, en realidad nada estaba en mi mano. Y entonces hay tanta delegación,tanto dejado a la acción de otros, tanto al azar, tanta distancia, que uno es mediocapaz de decirse, una vez que ha sucedido: ‘¿Qué tengo que ver y o con esto, conlo que ha hecho un trastornado en la calle, a una hora y en una zona seguras? Yase ve que era un peligro público, un violento, no debería haber andado suelto, aúnmenos tras el aviso con Pablo. La culpa es de las autoridades que no tomaronmedidas, y también de la pésima suerte, que todavía sigue existiendo’.

Díaz-Varela se levantó y dio una vuelta por el salón hasta volver a pararsedetrás de mí, me puso las manos en los hombros, me los apretó suavemente,nada que ver con la que me había plantado dos semanas atrás, antes de irme, él yy o de pie, reteniéndome, era una losa. Ahora no tuve temor, lo noté como ungesto de afecto, y además su tono había cambiado. Se había teñido de unaespecie de pesadumbre o de leve desesperación ante lo irremediable —leve porser ya retrospectiva— y se había desprendido del cinismo, como si éste hubierasido impostado. También había empezado a mezclar tiempos verbales, presentede indicativo, pretérito indefinido e imperfecto, como le ocurre a veces a quienrevive una mala experiencia o se está recontando un proceso del que sólo creehaber salido y no es cierto. Había adquirido un acento de verdad poco a poco, node golpe, y eso lo hacía más creíble. Pero tal vez eso era lo fingido. Es detestableno saberlo, también todo lo anterior me había sonado a verdadero, había tenido elmismo acento o no el mismo sino otro distinto, pero igualmente de verdad en todocaso. Ahora se había callado y podía preguntarle por lo que me había resultadoincomprensible, por lo que se le había escapado. O quizá no se le había escapadoen absoluto, lo había introducido a conciencia y aguardaba mi reacción a ello,confiaba en que lo hubiera cazado.

—Has hablado de una petición de Deverne, y de un posible disimulo suy o.¿Qué petición es esa? ¿Qué iba a disimular él? No he entendido. —Y al decir estopensé: ‘¿Qué diablos estoy haciendo, cómo puedo referirme con civilidad a todo

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esto, cómo puedo hacerle preguntas sobre los pormenores de un asesinato? ¿Ypor qué estamos hablándolo? No es tema de conversación, o sólo cuando y a hantranscurrido muchos años, como en la historia de Anne de Breuil muerta porAthos cuando éste ni siquiera era Athos. En cambio Javier es Javier todavía, no leha dado tiempo a convertirse en otro’.

Volvió a apretarme con suavidad los hombros, era casi una caricia. Yo habíahablado sin darme la vuelta, ahora no necesitaba tenerlo a la vista, no me eradesconocido ni preocupante ese tacto. Me invadió una sensación de irrealidad,como si estuviéramos en otro día, un día anterior a mi escucha, cuando aún nohabía descubierto nada ni había ningún espanto, sólo placer provisional yresignada espera enamorada, espera a ser dada de baja o despedida de su ladocuando fuera Luisa quien se le enamorara, o por lo menos le consintieradormirse y despertarse a diario en su cama. Ahora se me antojó figurarme queno faltaba tanto para eso, hacía mucho que no la veía, ni de lejos siquiera. Quiénsabía cómo había evolucionado, si se había ido recuperando del golpe, hasta quépunto Díaz-Varela se le había inoculado, se le había hecho indispensable en susolitaria vida de viuda con niños que le pesaban a veces, cuando queríaencerrarse a llorar y no hacer nada. Lo mismo que yo había intentado con él ensu solitaria vida de soltero, sólo que tímidamente y sin convencimiento niempeño, desde el principio derrotada.

En otro día habría sido posible que las manos de Díaz-Varela se hubierandeslizado desde mis hombros hasta mis pechos, y que yo no sólo lo hubierapermitido, sino que lo hubiera alentado con el pensamiento: ‘Desabróchame unpar de botones y mételas bajo mi jersey o mi blusa’, ordena uno mentalmente, osuplica. ‘Vamos, hazlo ya, ¿a qué esperas?’ Me atravesó el impulso de pedírseloasí, en silencio, la fuerza de la expectativa, la persistencia irracional del deseo,que a menudo hace olvidar cuáles son las circunstancias y quién es quién, yborra la opinión que uno tiene de la persona que le provoca el deseo, en aquelmomento lo que me predominaba era el desprecio. Pero él no iba a ceder hoy aeso, conservaba más conciencia que y o de que no estábamos en otro día, sino enel que él había elegido para contarme su conspiración y sus actos y luegodecirme adiós para siempre, después de aquella conversación no podríamosseguir viéndonos, no era posible, los dos lo sabíamos. Así que no bajó las manoslentamente sino que las levantó como quien ha sido recriminado por tomarseconfianzas o aun por propasarse —pero yo no había dicho nada, ni mi actitudtampoco— y volvió a su sillón, se sentó de nuevo enfrente de mí y me mirófijamente con sus ojos nebulosos o indescifrables que jamás lograban mirarfijamente del todo y con aquella pesadumbre o desesperación retrospectiva quele había aparecido en la voz poco antes y que y a no se le iría, ni del tono ni de la

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mirada, como si me dijera una vez más: ‘¿Por qué no me entiendes?’, no conimpaciencia sino con lástima.

—Todo lo que te he contado es cierto, en lo relativo a los hechos —merespondió—. Sólo que lo principal aún no te lo he dicho. Lo principal no lo sabenadie, o sólo Ruibérriz a medias, que por fortuna y a no hace demasiadaspreguntas; sólo escucha, complace, sigue las instrucciones y cobra. Haaprendido. Las dificultades lo han convertido en un hombre dispuesto a muchascosas a cambio de un sueldo, sobre todo si se lo paga un viejo amigo que no va aendosarle un marrón, ni a traicionarlo ni a sacrificarlo, hasta ha aprendido a serdiscreto. Es cierto cómo lo hicimos, y que no teníamos seguridad de que el planfuera a salir, en modo alguno, era casi una moneda al aire, pero y o no queríarecurrir a un sicario, y a te lo he explicado. Tú has sacado tus conclusiones y no telo reprocho; o algo sí, pero te comprendo en parte: las cosas pintan como pintan,si uno ignora la causa. Tampoco voy a negar que quiera a Luisa ni que piensepermanecer a su lado, estar bien a mano, por si un día se olvida de Miguel y daunos pasos en mi dirección: y o estaré cerca, muy cerca, para que no le détiempo a pensárselo ni a arrepentirse durante el trayecto. Creo que eso sucederáantes o después, más bien antes; que se recuperará como le pasa a todo elmundo, y a te dije una vez que la gente acaba por dejar marchar a los muertos,por mucho apego que les tenga, cuando nota que su propia supervivencia está enjuego y que son un gran lastre; y lo peor que éstos pueden hacer es resistirse,aferrarse a los vivos y rondarlos e impedirles avanzar, no digamos regresar sipudieran, como pudo el Coronel Chabert de la novela, amargándole la vida a sumujer y causándole un daño may or que el de su muerte en aquella remotabatalla.

—Más daño le causó ella a él —le contesté—, con su negación y susartimañas para mantenerlo muerto y privarlo de existencia legal, para enterrarlovivo por segunda vez, sólo que ahora no por error. Él había padecido mucho, losuy o era suyo y no tenía culpa de seguir en el mundo, menos aún de recordarquién era. Hasta dijo aquello que me leíste, el pobre: ‘Si mi enfermedad mehubiera quitado todo recuerdo de mi existencia pasada, eso me habría hechofeliz’.

Pero Díaz-Varela y a no estaba para discutir de Balzac, quería continuar consu historia hasta el final. ‘Lo que pasó es lo de menos’, me había dicho alhablarme de El Coronel Chabert. ‘Es una novela, y lo que ocurre en ellas da lomismo y se olvida, una vez terminadas.’ Quizá pensaba que con los hechos realesno sucedía así, con los de nuestra vida. Probablemente sea cierto para el que losvive, pero no para los demás. Todo se convierte en relato y acaba flotando en lamisma esfera, y apenas se diferencia entonces lo acontecido de lo inventado.Todo termina por ser narrativo y por tanto por sonar igual, ficticio aunque seaverdad. Así que prosiguió como si y o no hubiera dicho nada.

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—Sí, Luisa saldrá de su abismo, no te quepa duda. De hecho ya está saliendo,cada día que pasa un poco más, y o lo percibo y eso no tiene vuelta de hoja unavez iniciado el proceso de la despedida, de la segunda y definitiva, de la que essólo mental y nos trae mala conciencia porque parece que nos descargamos delmuerto, lo parece y así es. Puede haber un retroceso ocasional, según cómo levay a a uno en la vida o por algún azar, pero nada más. Los muertos sólo tienen lafuerza que los vivos les dan, y si se la retiran… Luisa se soltará de Miguel, enmucha may or medida de lo que es capaz de imaginarse ahora mismo, y eso él losabía muy bien. Es más, decidió facilitárselo dentro de sus posibilidades, y fuepor eso por lo que en parte me hizo su petición. Sólo en parte. Desde luego, habíauna razón de más peso.

—¿De qué petición me estás hablando otra vez? ¿Qué petición? —No pudeevitar impacientarme, tenía la sensación de que quería enredarme a base decuriosidad.

—A eso voy, esa es la causa —dijo—. Escucha bien. Meses antes de sumuerte, Miguel sentía cierto cansancio general no muy significativo, algoinsuficiente para acudir al médico, no era aprensivo y se encontraba bien desalud. Al poco le apareció un síntoma no preocupante, visión levemente borrosaen un ojo, pensó que sería pasajero y tardó en ir al oftalmólogo. Cuando por finlo hizo, al no ceder por sí sola esa visión, éste le hizo una detenida exploración yle vino con un diagnóstico muy malo: un melanoma intraocular de gran tamaño,y lo remitió a un médico internista para un estudio general. El internista lo repasóde arriba abajo, le hizo TAC y resonancia magnética de todo el cuerpo, así comouna analítica extensa. Su diagnóstico fue aún peor, fue el peor: metástasisgeneralizada en todo el organismo, o, como me dijo que le dijo en su jergaaséptica, ‘melanoma metastático muy evolucionado’, pese a estar Miguel porentonces casi asintomático, no había notado ningún otro malestar.

‘Así que Desvern no le pudo decir a Javier, como y o me había figurado enuna ocasión: “No, no preveo que me pase nada, nada inminente ni tan siquierapróximo, nada concreto, estoy bien de salud y todo eso”, sino lo contrario’, pensé.‘O bueno, eso dice ahora Javier.’ Todavía lo llamaba así aquella tarde, prontocambiaría, aún no había decidido recordarlo y referirme a él por el apellido,para distanciarme de nuestra proximidad pasada o hacerme esa ilusión.

—Ya, y todo eso, ¿qué significaba exactamente, aparte de ser algo muymalo? —le pregunté, y procuré que hubiera en mi tono escepticismo oincredulidad: ‘Cuenta, cuenta y sigue contando, no me voy a tragar fácilmenteesta historia tuy a de última hora, me huelo por dónde vas’. Pero al mismo tiempoestaba ya interesada en lo que me había empezado a relatar, fuera verdad o no.Díaz-Varela lograba divertirme a menudo e interesarme siempre. Así que añadí,y ahora me salió un tono de preocupación sincera, luego también de credulidad—: ¿Y eso puede ocurrir, tener algo tan grave sin presentar casi síntomas? Bueno,

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y a sé que sí, pero ¿tanto? ¿Y tan sin aviso? ¿Y tan avanzado? Es para echarse atemblar, ¿no?

—Sí, puede ocurrir, y le ocurrió a Miguel. Pero no te alarmes, por fortuna esemelanoma es muy infrecuente y muy raro. A ti no te va a pasar nada parecido.Ni a Luisa, ni a mí, ni al Profesor Rico, sería mucha casualidad. —Habíaadvertido mi instantánea aprensión. Esperó a que su vaticinio sin fundamentosurtiera su efecto y me tranquilizara como a una niña, esperó unos segundos paracontinuar—. Miguel no me dijo una palabra hasta que tuvo todos los datos, y aLuisa ni siquiera le comunicó el principio, cuando no había qué temer: que iba aloftalmólogo, ni que veía un poco borroso, lo último que quería era inquietarla pornada, y ella se inquieta con facilidad. Aún menos le contó después. De hecho nole contó nada a nadie más, con una excepción. Desde el diagnóstico del internistasabía que la cosa era mortal, pero éste no le dio toda la información, o no condetalle, o quizá se la suavizó, o él no se la preguntó, no lo sé, prefirió preguntarle aun médico amigo que no iba a ocultarle nada si él se lo pedía: un antiguocompañero de colegio, cardiólogo, que le efectuaba controles periódicos y conquien tenía toda la confianza del mundo. Fue a verlo con su diagnóstico en firmey le dijo: ‘Dime lo que me aguarda, dímelo a las claras. Cuéntame los pasos.Dime cómo va a ser’. Y su amigo le dibujó un panorama que no pudo soportar.

—Ya —repetí, como quien se afana en dudar, en no creer. Pero en eseregistro no me salió nada más. Lo intenté, me forcé, por fin conseguí pronunciaresta frase, completamente neutra en realidad—: ¿Y cuáles eran esos pasosterribles? —Aunque aquello fuera mentira, me atemorizaba la narración delproceso, del descubrimiento.

—No era sólo que no hubiera curación, dada la extensión por todo elorganismo. Apenas si había tampoco tratamiento paliativo, o el que había era casipeor que la enfermedad. El pronóstico del fallecimiento, sin ese tratamiento, seestablecía en unos cuatro a seis meses, y con él en no mucho más. Poco tiempoiba a ganar, y malo, a cambio de una quimioterapia de extraordinariaagresividad con efectos secundarios devastadores. Pero había más: el melanomaen el ojo hace que éste se deforme y duela espantosamente, el dolor es por lovisto inaguantable, es lo que le anunció su amigo cardiólogo, que cumplió con susdeseos y no le ahorró nada de lo que quería saber. La única medida contra esoconsiste en resecar el ojo, es decir, en extirparlo, lo que los médicos llaman‘enucleación’, según dijo Miguel, por el gran tamaño del tumor. ¿Te das cuenta,María? Un tumor enorme en el interior del ojo, que empuja hacia fuera y haciadentro, supongo; un ojo protuberante, una frente y un pómulo que se abomban,crecientes; y después un hueco, una cuenca vacía que tampoco es la últimametamorfosis, eso en el mejor de los casos y sin que sirva de gran cosa. —Aquella breve descripción gráfica me causó más recelo, era su primeraconcesión a la truculencia y a la imaginación, hasta entonces había contado con

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sobriedad—. El aspecto del paciente se va haciendo horroroso, su deterioroprogresivo es lamentable y no sólo en la cara, claro está, todo se va viendominado con cada vez may or rapidez, y lo único que obtiene con esa extirpacióny esa quimioterapia brutal son unos meses más de vida. De vida así, de vidamuerta o premuerta, de padecimiento y deformidad, de no ser ya quien es sinoun espectro angustiado que se limita a entrar y salir de un hospital. Latransformación del aspecto, eso era lo único, no tenía por qué ser inmediata, no losería: contaba con mes y medio o dos meses antes de que los síntomas en elrostro aparecieran o resultaran visibles, antes de que los demás se dieran cuenta,disponía de ese tiempo para ocultárselo a todo el mundo y fingir. —La voz deDíaz-Varela sonaba en verdad afectada, pero acaso afectaba la afectación. Hede reconocer que no me lo pareció cuando añadió, con un timbre de amargura ode fatalidad—: Un mes y medio o dos meses, ese fue el plazo que me dio.

Más o menos sabía la respuesta, pero aun así se lo pregunté, hay relatos a los queles cuesta continuar sin alguna pregunta retórica por medio. Este habríacontinuado de todas formas, solamente lo agilicé un poco, quería terminar loantes posible pese a mi interés. Oírlo todo para marcharme a mi casa y entoncesdejar de oír.

—¿A ti? ¿Para qué? —Sin embargo no supe quedarme con las ganas dedecirle que era previsible lo que me iba a contar—. Ahora vas a venirme con queél te pidió que le hicieras lo que le hiciste como un favor: un montón de navajazosa cargo de un energúmeno en mitad de la calle, ¿verdad? Una maneraalambicada y desagradable de suicidarse, habiendo pastillas y tantas cosas más.Y muy engorrosa para vosotros, ¿no?

Díaz-Varela me lanzó una mirada de fastidio y reprobación, mis comentariosle habían parecido fuera de lugar.

—Que te quede una cosa clara, María, escúchame bien. No te estoy contandolo que pasó para que me creas, me trae sin cuidado que tú me creas o no, otrahistoria sería Luisa, con la que espero no tener nunca una conversaciónsemejante, en parte va a depender de ti. Yo te lo cuento por las circunstancias yy a está. No me hace gracia, como podrás imaginar. Lo que hicimos entreRuibérriz y y o no fue plato de gusto y es tan delito como un asesinato, encualquier caso. Es más, técnicamente eso es lo que fue, y a un juez o a un juradono les importaría lo más mínimo la verdadera causa que nos movió a cometerlo,y tampoco podríamos probar que fue la que fue. Ellos juzgan hechos y éstos sonlos que son, por eso nos alarmamos cuando Canella empezó a hablar, de lasllamadas al móvil y demás. Tuvimos la mala suerte de que tú nos oy eras ese día,o mejor dicho, y o fui un imprudente y lo propicié. A raíz de eso tú te has hechouna falsa, una inexacta composición de lugar. No me gusta, como es natural, ni

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que te falte el dato decisivo, cómo me va a gustar. Por eso te lo cuento, a títulopersonal, porque tú no eres un juez y puedes entender lo que hubo detrás. Luego,tú verás. Y tú sabrás lo que haces con la información, eso también. Pero si noquieres no sigo, tampoco te voy a obligar. Que me creas o no, no está en mimano, así que tú dirás si ponemos fin ahora mismo a esta conversación. Ahítienes la puerta, si crees que y a te lo sabes todo y no deseas oír más.

Pero sí deseaba oír más. Como he dicho, hasta el final, para terminar.—No, no, continúa. Disculpa —rectifiqué—. Continúa, haz el favor, todo el

mundo tiene derecho a ser escuchado, faltaría más. —Y procuré que aún hubieraun dejo de ironía en estas últimas palabras, ‘faltaría más’—. ¿Te dio ese plazopara qué?

Noté que me entraban leves dudas, ante el tono ofendido o dolido de Díaz-Varela, aunque ese tono sea uno de los más fáciles de aparentar o imitar, casitodos los culpables de algo recurren a él en seguida. Claro que los inocentestambién. Me di cuenta de que cuanto más me contara más dudas tendría, y deque no lograría salir de allí sin ninguna, es lo malo de dejar que la gente hable yse explique y por eso trata de impedirse tantas veces, para conservar las certezasy no dar cabida a las dudas, es decir, a la mentira. O es decir, a la verdad. Tardóun poco en contestar o reanudar, y cuando lo hizo volvió a su tono anterior, depesadumbre o desesperación retrospectiva, en realidad ni siquiera lo habíaabandonado del todo, sólo le había agregado un momento el de persona herida.

—Miguel no tenía demasiado reparo en morir, si eso puede decirse,entiéndeme, de alguien a punto de cumplir cincuenta años y a quien la vida ibabien, con hijos pequeños y una mujer a la que quería, o bueno, sí, de la queestaba enamorado, sí. Claro que era una tragedia, como para cualquiera. Pero élsiempre fue muy consciente de que si estamos aquí es por una inverosímilconjunción de azares, y que del término de eso no se puede protestar. La gentecree que tiene derecho a la vida. Es más, eso lo recogen las religiones y las ley esde casi todas partes, cuando no las Constituciones, y sin embargo él no lo veía así.¿Cómo va a tenerse derecho a lo que uno no ha construido ni se ha ganado?, solíadecir. Nadie puede quejarse de no haber nacido, o de no haber estado antes en elmundo, o de no haber estado siempre en él, así que, ¿por qué habría de quejarsenadie de morir, o de no estar después en el mundo, o de no permanecer siempreen él? Lo uno le parecía tan absurdo como lo otro. Nadie objeta la fecha de sunacimiento, luego tampoco habría de objetar la de su muerte, igualmente debidaa un azar. Hasta las violentas, hasta los suicidios, son debidos a un azar. Y si y a seestuvo en la nada, o en la no existencia, no es tan extraño ni grave regresar a ella,pese a que ahora hay a término de comparación y conozcamos la facultad deañorar. Cuando supo lo que le pasaba, cuando supo que le tocaba acabarse,maldijo su suerte como cualquiera y sintió desolación, pero también pensó quetantos otros habían desaparecido a edades mucho más tempranas que él; que el

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segundo azar los había suprimido sin darles apenas tiempo a conocer nada nibrindarles una oportunidad: jóvenes, niños, recién nacidos que ni siquierarecibieron un nombre… Así que fue consecuente y no se desmoronó. Ahorabien, lo que no pudo resistir, lo que lo hundió y lo puso fuera de sí, fue la forma,el detestable proceso, la lentitud dentro de la rapidez, el deterioro, el dolor y ladeformación, todo lo que le anunció su amigo médico. Por eso no estabadispuesto a pasar, menos aún a permitir que sus hijos y Luisa asistieran a ello.Que asistiera nadie, en realidad. Aceptaba la idea de cesar, no la de sufrir sinsentido, la de penar durante meses sin objeto ni compensación, dejando ademástras de sí una imagen desfigurada y tuerta, y de absoluta indefensión. No veía lanecesidad de eso, contra eso sí cabía rebelarse, protestar, torcer el sino. Noestaba en su mano quedarse en el mundo, pero sí salir de él de manera másairosa que la señalada, bastaba con salir un poco antes. —‘He aquí un casoentonces’, pensé, ‘en el que no convendría decir “He should have died hereafter”,porque ese “más adelante” significaría mucho peor, con más padecimiento yhumillación, con menor entereza y más horror para sus allegados, no siempre esdeseable, por tanto, que todo dure un poco más, un año, unos meses, unassemanas, unas cuantas horas, no siempre nos parece temprano para que se lesponga fin a las cosas o a las personas, ni es cierto que jamás veamos el momentooportuno, puede haber uno en el que nosotros mismos digamos: “Ya. Ya está bien.Es suficiente y más vale. Lo que venga a partir de ahora será peor, unrebajamiento, una denigración, una mancha”. Y en el que nos atrevamos areconocer: “Este tiempo ha pasado, aunque sea el nuestro”. Y aunque estuvieraen nuestras manos el final de todo, no siempre continuaría todo indefinidamente,contaminándose y ensuciándose, sin que ningún vivo pasara nunca a ser muerto.No sólo hay que dejar marchar a los muertos cuando se demoran o losretenemos; también hay que soltar a los vivos a veces.’ Y me di cuenta de que alpensar esto, contra mi voluntad, estaba dando momentáneo crédito a la historiaque me contaba ahora Díaz-Varela. Mientras uno escucha o lee algo tiende acreerlo. Otra cosa es después, cuando el libro y a está cerrado o la voz no hablamás.

—¿Y por qué no se suicidó?Díaz-Varela me miró de nuevo como a una niña, es decir, como a una

ingenua.—Qué pregunta —se permitió observar—. Como la may oría de la gente, era

incapaz. No se atrevía, él no podía determinar el cuándo: por qué hoy en vez demañana, si todavía hoy no me veo cambios ni me siento muy mal. Casi nadieencuentra el momento, si lo tiene que decidir. Deseaba morir antes de losestragos de la enfermedad, pero le resultaba imposible fijar ese ‘antes’: disponíade un mes y medio o dos, y a te he dicho, quién sabía si de algo más. Y, tambiéncomo la may oría, no quería conocer el hecho de antemano y con seguridad, no

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quería levantarse un día sabiendo a ciencia cierta, diciéndose: ‘Este es el último.Hoy no veré anochecer’. Ni siquiera le servía que se encargaran otros por él, si élsabía a lo que iba, a lo que se prestaba, si tenía el dato con anterioridad. Su amigole habló de un sitio en Suiza, una organización seria y controlada por médicosllamada Dignitas, totalmente legal, claro está (bueno, allí legal), en la quepersonas de cualquier país pueden solicitar un suicidio asistido cuando haysuficiente motivo, y esto lo deciden los de la organización, no el interesado. Ésteha de presentar su historial médico en regla y se comprueba su acierto y suveracidad; por lo visto hay un minucioso proceso preparatorio excepto en casosde extrema urgencia, y de entrada se intenta convencer al paciente de que sigaviviendo con paliativos, si los hay, que por la razón que sea no se le hay anadministrado hasta entonces; se verifica que está en plena posesión de susfacultades mentales y que no atraviesa una depresión temporal, un sitio serio, mecontó Miguel. Pese a tanto requisito, su amigo creía que en su caso no habríaobjeción. Le habló de ese lugar como posible remedio, como mal menor, yMiguel tampoco se sintió capaz, no se atrevió. Quería morir, pero sin saberlo. Noquería saber cómo ni cuándo, no al menos con exactitud.

—¿Quién es ese amigo médico? —se me ocurrió preguntarle de pronto,forzándome a suspender la credulidad que casi siempre invade, poco a poco, aquien está oyendo contar.

Díaz-Varela no se sorprendió demasiado, quizá un poco sí. Pero contestó sinvacilación:

—¿Quieres decir cómo se llama? El Doctor Vidal.—¿Vidal? ¿Qué Vidal? Eso es como no decir nada. Hay muchos Vidal.—¿Qué pasa? ¿Quieres hacer comprobaciones? ¿Quieres ir a hablar con él y

que te confirme mi versión? Hazlo, es un hombre muy afable y cordial, y o hecoincidido un par de veces con él. Doctor Vidal Secanell. José Manuel VidalSecanell, te será fácil encontrarlo, no tienes más que consultar la lista del Colegiode Médicos o como se llame, seguro que estará en Internet.

—¿Y el oftalmólogo? ¿Y el internista?—Eso ya no lo sé. Miguel nunca los mencionó por sus nombres, o si lo hizo y o

no los retuve. A Vidal sí lo conozco porque era amigo suy o desde la infancia, y ate he dicho. Pero esos otros no sé. Con todo, supongo que no te sería muy difícilaveriguar quién era su oftalmólogo, si es lo que quieres, ¿vas a dedicarte ainvestigar? Eso sí, mejor que no se lo preguntes a Luisa directamente a menosque estés dispuesta a contárselo todo, a contarle el resto. Ella nunca ha sabidonada de esto, ni del melanoma ni nada, ese era el deseo de Miguel.

—Bastante raro eso, ¿no? Uno diría que para ella era menos traumático saberde su enfermedad que verlo cosido a navajazos y desangrándose en el suelo. Quele costaría más reponerse de una muerte tan violenta y salvaje. O reconciliarsecon ella, como dice la gente ahora, ¿no?

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—Tal vez —contestó Díaz-Varela—. Pero, con ser importante esaconsideración, entonces era secundaria. Lo que horrorizaba a Miguel era pasarpor las fases que Vidal le había descrito; también que Luisa lo contemplara, peroeso quedaba y a a cierta distancia, por fuerza era una preocupación menor encomparación. Cuando alguien es consciente de que le toca largarse, está muymetido en sí mismo y piensa poco en los demás, incluso en los más cercanos, enlos más queridos, aunque se empeñe en no desentenderse, en no perderlos devista en medio de su tribulación. Uno sabe que se va solo y que ellos se quedan, yen eso hay siempre un elemento fastidioso que lleva a sentirlos apartados yajenos, casi a guardarles rencor. Así que sí, quería ahorrarle su agonía a Luisa,pero sobre todo quería ahorrársela él. Además, ten en cuenta que él ignoraba dequé manera repentina iba a morir. Eso me lo dejó a mí. Ni siquiera sabía si iba ahaber tal muerte repentina o si no le quedaría más remedio que aguantarse ysufrir la evolución de la enfermedad hasta el final, o esperar a sacar fuerzas paratirarse por una ventana cuando ya estuviera peor y empezara a verse deformadoy a sentir mucho dolor. Yo nunca le garanticé nada, nunca le dije que sí.

—¿Que sí a qué? ¿Nunca le dij iste que sí a qué?Díaz-Varela volvió a mirarme con aquella fijeza suy a que uno nunca

acababa de percibir como tal, si acaso como envolvimiento. Ahora me parecióver en sus ojos un destello de irritación. Pero como todos los destellos fue fugaz,porque en seguida me contestó, y al hacerlo se le fue esa expresión.

—A qué va a ser. A su petición. ‘Quítame de en medio’, me pidió. ‘No medigas cómo ni cuándo ni dónde, que me venga de sorpresa, tenemos mes ymedio o dos meses, busca una manera y ponla en práctica. No me importa cuálsea. Cuanto más rápida mejor. Cuanto menos sufra y menos daño mejor. Cuantomenos me la espere mejor. Haz lo que quieras, contrata a alguien que me pegueun tiro, haz que me atropellen al cruzar una calle, que se me derrumbe un muroencima o no me funcionen los frenos del coche, o los faros, no sé, no lo quierosaber ni pensar, piénsalo tú, lo que sea, lo que esté en tu mano, lo que se teocurra. Tienes que hacerme este favor, tienes que salvarme de lo que meaguarda si no. Ya sé que es mucho pedir, pero yo no soy capaz de matarme, nide trasladarme a un sitio en Suiza a sabiendas de que voy hasta allí nada más quepara morir entre desconocidos, quién podría someterse a un viaje tan lúgubre,camino de su ejecución, sería como morirse varias veces durante el tray ecto yla estancia, sin cesar. Prefiero amanecer aquí cada día con una mínimaapariencia de normalidad, y seguir con mi vida mientras me sea posible con eltemor y la esperanza de que ese día sea el último. Pero sobre todo con laincertidumbre, la incertidumbre es lo único que me puede ay udar; y lo que séque puedo soportar. Lo que no puedo es saber que depende de mí. Tiene quedepender de ti. Quítame de en medio antes de que sea tarde, tienes que hacermeeste favor.’ Eso fue más o menos lo que me vino a decir. Estaba desesperado y

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también muerto de miedo. Pero no estaba fuera de sí. Lo había meditado mucho.Si cabe decirlo, con frialdad. Y no veía otra solución. En verdad no la veía.

—¿Y tú qué le contestaste? —le pregunté, y nada más preguntárselo volví acaer en la cuenta de que algo de crédito estaba dando a su historia, aunque fueraun crédito hipotético y pasajero, aunque yo me dijera que en realidad mipregunta había sido: ‘Y en el supuesto de que todo esto hubiera sido así,pongámonos en ello un instante, ¿tú qué le contestaste?’. Pero lo cierto es que nose la formulé de este modo, desde luego que no.

—Al principio me negué en redondo, sin darle opción a insistir. Le dije queeso no podía ser, que en efecto era demasiado pedir, que no podía encomendarlea nadie una tarea que sólo le correspondía a él. Que encontrara valor o contrataraél mismo a un sicario, no sería la primera vez que alguien encargase y pagase supropia ejecución. Dijo que sabía de sobra que carecía de ese valor y quetampoco se veía capaz de contratar él a nadie, que eso equivalía a saber conantelación, a estar enterado del cómo y casi del cuándo: una vez que establecierael contacto el sicario se pondría en marcha, son gente expeditiva y que no se daaplazamientos, hacen lo que tienen que hacer y a otra cosa. Eso no era muydistinto de la visita a Suiza, dijo, seguía siendo una decisión suy a, era poner unafecha concreta y renunciar al pequeño consuelo de la incertidumbre, y si de algose sentía incapaz era de decidir si hoy o mañana o pasado. Iría dejando la cosade un día para otro, le irían pasando sin atreverse, no vería nunca el momento yentonces acabaría por pillarlo la virulencia de la enfermedad, lo que a toda costadebía evitar… Y sí, yo le entendía, en esas circunstancias es muy fácil decirse:‘Aún no, aún no. Quizá mañana. Sí, de mañana no pasa. Pero esta noche voy adormir aún en casa, en mi cama, voy a dormir aún con Luisa. Solamente un díamás’. —‘Debería morir más adelante, entretenerme pálidamente’, pensé. ‘Al finy al cabo, después y a no podré volver. Y aunque pudiera: los muertos hacen malen regresar’—. Miguel tenía muchas virtudes, pero era débil e indeciso.Posiblemente lo seríamos casi todos en una situación así. Supongo que y otambién.

Díaz-Varela se quedó callado y abstrajo la mirada, como si se estuvieraponiendo en el lugar de su amigo o rememorara el tiempo en que lo había hecho.Tuve que sacarlo de su estupor, formara éste parte de una representación o no.

—Eso fue al principio, has dicho. ¿Y después? ¿Qué te hizo cambiar deopinión?

Siguió pensativo unos instantes, se pasó la mano por la cara varias veces,como quien comprueba si todavía le dura el afeitado o la barba y a le haempezado a crecer. Cuando habló de nuevo, sonó muy cansado, tal vez saturadode sus explicaciones y de aquella conversación en la que él llevaba todo el peso.Mantuvo los ojos idos y murmuró como para sí:

—No cambié de opinión. Nunca cambié de opinión. Desde el primer

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momento supe que no me quedaba alternativa. Que, por difícil que se me hiciera,debía satisfacer su petición. Una cosa fue lo que le dije. Otra lo que me tocabahacer. Había que quitarlo de en medio, como él decía, porque él nunca se iba aatrever, ni activa ni pasivamente, y lo que lo aguardaba era en verdad cruel. Meinsistió y me suplicó, se ofreció a firmarme un papel asumiendo laresponsabilidad, hasta propuso ir a un notario. No se lo acepté. Si lo hacía éltendría la sensación de haber firmado algo más, una especie de contrato o depacto, lo habría tomado por un sí y eso y o quería evitarlo, prefería que crey eraque no. Pero al final tampoco le cerré la puerta del todo. Le dije que lo pensaríaun poco más pese a estar seguro de que no iba a cambiar de idea. Que no contaracon ello. Que no volviera a hablarme del asunto ni a preguntarme nada alrespecto. Que lo mejor sería que no nos viéramos ni nos llamáramos demomento. Le sería imposible no insistirme, si no con palabras, sí con la mirada yel tono y con una actitud expectante, y a eso yo no estaba dispuesto: una vez y nomás, aquel encargo macabro, aquella tétrica conversación. Le dije que y a meiría y o poniendo en contacto con él, para saber de su estado, no lo dejaría solo, yque mientras tanto se buscara la vida, es decir, que se buscara la muerte sincontar con mi participación. No podía involucrar a un amigo en algo así, letocaba resolverlo a él. Pero le introduje la duda. No le di esperanza y a la vez síse la di: suficiente para que pudiera instalarse en su salvadora incertidumbre,para que no descartara del todo mi ay uda, y tampoco sintiera por ello que habíauna amenaza real e inminente, que su supresión y a estaba en marcha. Sólo deese modo sería capaz de seguir viviendo lo que le quedara de vida ‘sana’ con unamínima apariencia de normalidad, como había dicho y pretendía ilusoriamente.Pero quién sabe, quizá lo logró un poco, en la medida de lo posible. Hasta el puntode ni siquiera asociar, acaso, el ataque del gorrilla a Pablo, ni sus insultos yacusaciones, con la petición que me había hecho, no lo puedo saber, no lo sé. Yoacabé por llamarlo de vez en cuando, en efecto, para preguntarle cómo iba, si lehabían aparecido el dolor y los síntomas o todavía no. Incluso nos vimos en unpar de ocasiones y cumplió a rajatabla con lo que le había pedido, no volvió asacarme el tema ni a insistirme, hicimos como si aquella conversación nohubiera tenido lugar. Pero era como si confiara en mí, y o lo notaba; como si aúnaguardara que y o lo sacara del atolladero, que le diera el golpe de gracia porsorpresa, algún día antes de que fuera tarde, y aún viera en mí su salvación, si esque podía darse ese nombre a su eliminación violenta. Yo no le había dicho que síen modo alguno, pero en el fondo tenía razón: desde el primer momento, desdeque me contó su situación, mi cabeza se puso a funcionar. Hablé con Ruibérrizpara que me echara una mano y se ocupara de la puesta en acción, y el resto y alo conoces. Mi cabeza tuvo que ponerse a funcionar, a maquinar como la de uncriminal. Tuve que pensar cómo matar a tiempo, cómo hacer morir dentro de unplazo a un amigo sin que pareciera un asesinato ni se sospechara de mí. Y sí, fui

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poniendo intermediarios, evité mancharme las manos, intervino la voluntad deotros, fui delegando, fui dejando cabos al azar y alejando el hecho de mí y de mialcance hasta hacerme la ilusión de que no tenía que ver con él, o sólo en origen.Pero también he sabido siempre que en origen hube de pensar y actuar como unasesino. Así que en realidad no es tan extraño que esa sea la idea que hoy tienesde mí. Lo que tú creas, María, con todo, no tiene demasiada importancia. Comoquizá puedas imaginar.

Entonces se levantó como si y a hubiera terminado o no tuviera ganas deproseguir, como si diera por concluida la sesión. Nunca le había visto los labiostan pálidos, pese a habérselos mirado tanto. La fatiga y el abatimiento, ladesesperación retrospectiva que le habían aparecido hacía rato se le habíanacentuado brutalmente. En verdad ahora parecía exhausto, como si hubierarealizado un enorme esfuerzo físico, el que casi desde el principio llevabananunciando sus mangas subidas, y no sólo verbal. Quizá se vería igual de agotadoa quien acabara de asestarle nueve puñaladas a un hombre, o tal vez diez, odieciséis.

‘Sí, un asesinato’, pensé, ‘no más.’

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IV

Esa fue la última vez que vi a solas a Díaz-Varela, como me imaginaba, y pasóbastante tiempo hasta que volví a encontrarme con él, en compañía y porcasualidad. Pero durante casi todo ese tiempo rondó mis días y mis noches, alprincipio con intensidad, luego se demoró pálidamente, ‘palely loitering’, comodice un medio verso de Keats. Supongo que él pensaba que no teníamos más quehablar, debió de quedarse con la sensación de que había cumplido de sobra con lainesperada tarea de darme unas explicaciones que sin duda había previsto notener que dar a nadie jamás. Había sido imprudente con la Joven Prudente (yano soy ni era tan joven, por lo demás), y no le había quedado más remedio quecontarme su siniestra o lóbrega historia, según la versión. Después de eso nohacía falta mantener más contacto conmigo, exponerse a mis suspicacias, a mismiradas, a mis evasivas, a mis silenciosos juicios, tampoco yo habría queridosometerlo a ellos, nos habría envuelto una atmósfera de taciturnidad y malestar.Él no me buscó ni lo busqué yo a él. Había habido una despedida implícita, sehabía llegado a un final que ninguna atracción física mutua ni ningún sentimientono mutuo bastaban para retrasar.

Al día siguiente, pese a su fatiga, debió de sentir que se había quitado un pesode encima, o que si lo había sustituido por otro —yo ahora sabía más, habíaasistido a una confesión—, éste era mucho menor —resultaba aún másimprobable que antes que yo acudiera a nadie con mi siempre indemostrablesaber—. En todo caso me traspasó uno a mí: peor que la grave sospecha y lasconjeturas quizá apresuradas e injustas, era conocer dos versiones y no saber concuál quedarme, o más bien saber que me tenía que quedar con las dos y queambas convivirían en mi memoria hasta que ésta las desalojara, cansada de larepetición. Cuanto a uno se le cuenta se le queda incorporado y pasa a formarparte de su conciencia, incluso si no lo cree o le consta que jamás ha sucedido yque solamente es invención, como las novelas y las películas, como la remotahistoria de nuestro Coronel Chabert. Y aunque Díaz-Varela había observado elviejo precepto de relatar en último lugar lo que debía figurar como verdadero, yen primero lo que se debía entender como falso, lo cierto es que esa regla nobasta para borrar lo inicial o anterior. Uno lo ha oído también, y aunquemomentáneamente se vea negado por lo que viene después, ya que esto locontradice y desmiente, su recuerdo perdura, y sobre todo perdura el recuerdo

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de nuestra propia credulidad mientras lo escuchábamos, cuando todavíaignorábamos que lo seguiría un mentís y lo tomábamos por la verdad. Cuanto hasido dicho se recupera y resuena, si no en la vigilia sí en la duermevela y lossueños, donde el orden no importa, y siempre permanece agitándose y latiendocomo si fuera un enterrado vivo o un muerto que reaparece porque en realidadno murió, ni en Ey lau ni en el camino de vuelta ni colgado de un árbol ni enningún otro lugar. Lo dicho nos acecha y revisita a veces como los fantasmas, yentonces siempre nos parece que fue insuficiente, que la más larga conversaciónfue muy corta y la más cabal explicación tuvo lagunas; que debimos preguntarmucho más y prestar más atención, y fijarnos en lo que no fue verbal, queengaña un poco menos que lo que sí lo es.

Se me pasó por la cabeza, ya lo creo, la posibilidad de buscar e ir a ver aaquel Doctor Vidal, Vidal Secanell, con el segundo apellido no había pérdida.Incluso descubrí en Internet que trabajaba en un sitio llamado Unidad MédicaAngloamericana, un nombre curioso, con sede en la calle Conde de Aranda, enel barrio de Salamanca, me habría sido fácil solicitarle hora y pedirle que meauscultara y me hiciera un electrocardiograma, quién no se preocupa por sucorazón. Pero mi espíritu no es detectivesco, o no lo es mi actitud, y sobre todome pareció un movimiento tan arriesgado como inútil: si Díaz-Varela no habíatenido inconveniente en proporcionarme sus datos, era seguro que aquel médicome corroboraría su versión, tanto si era cierta como si no. Tal vez aquel DoctorVidal era antiguo compañero suyo y no de Desvern, tal vez estaba avisado de loque debía responderme si yo me presentaba y lo interrogaba; siempre podríanegarme el acceso a un historial que quizá jamás había existido, en esascuestiones manda la confidencialidad, y al fin y al cabo quién era yo; tendría quehaber ido con Luisa para que se lo exigiera, y ella no estaba al tanto de nada nialbergaba la menor sospecha, cómo iba yo a abrirle los ojos de pronto, esoimplicaba tomar varias decisiones y asumir una enorme responsabilidad, la derevelarle a alguien lo que acaso no quisiera saber, y nunca se sabe lo que alguienno quiere saber hasta que ya se le ha hecho la revelación, y entonces el posiblemal no tiene remedio y es tarde para retirarla, para echarla atrás. Aquel Vidalpodía ser un colaborador más, deberle a Díaz-Varela favores enormes, formarparte de la conspiración. O ni siquiera hacía falta. Habían transcurrido dossemanas desde que y o había espiado la conversación con Ruibérriz; Díaz-Varelahabía dispuesto de muchos días para concebir y preparar un relato que meneutralizara o apaciguara, por así decir; podía haberle preguntado a aquelcardiólogo, con cualquier pretexto (los novelistas de la editorial, con el engreídoGaray Fontina a la cabeza, hacían esa clase de consultas a todo tipo deprofesionales sin cesar), qué enfermedad dolorosa, desagradable y mortaljustificaría con verosimilitud que un hombre prefiriese matarse o le suplicara aun amigo que lo quitara de en medio, al no atreverse él. Podía ser honrado e

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ingenuo, aquel Vidal, y haberle dado su información de buena fe; y Díaz-Varelahabría contado con que yo no iría nunca a visitarlo, aunque estuviera tentada,como así fue (así fue que me tentó y que no fui). Pensé que me conocía mejorde lo que y o suponía, que durante nuestro tiempo juntos había estado menosdistraído de lo que aparentaba y me había estudiado con aplicación, y esepensamiento me halagó un poco, estúpidamente, o eran los vestigios de mienamoramiento; éstos jamás terminan de golpe, ni se convierteninstantáneamente en odio, desprecio, vergüenza o mero estupor, hay una largatravesía hasta llegar a esos sentimientos sustitutorios posibles, hay un accidentadoperiodo de intrusiones y mezcla, de hibridez y contaminación, y elenamoramiento nunca acaba del todo mientras no se pase por la indiferencia, omás bien por el hastío, mientras uno no piense: ‘Qué superfluo regresar al pasado,qué pereza la idea de volver a ver a Javier. Qué pereza me da incluso acordarmede él. Fuera de mi mente aquel tiempo, lo inexplicable, un mal sueño. No resultatan difícil, puesto que ya no soy la que fui. La única pega es que, aunque ya no losea, en muchos momentos no consigo olvidarme de eso que fui, y entonces,simplemente, mi nombre me es desagradable y quisiera no ser y o. En todo casoun recuerdo molesta menos que una criatura, aunque a veces un recuerdo seaalgo devorador. Pero este ya no lo es, ya no lo es’.

Pensamientos parecidos me tardaron en llegar, como era de esperar y esnatural. Y no pude evitar darle mil vueltas (o eran sólo diez, que se repetían) a loque Díaz-Varela me había contado, a sus dos versiones si es que eran dos, ypreguntarme por detalles que no me habían sido aclarados en una o en otra, nohay historia sin puntos ciegos ni contradicciones ni sombras ni fallos, lo mismo lasreales que las inventadas, y en ese aspecto —el de la oscuridad que circunda yenvuelve a cualquier narración—, no importaba nada cuál fuera cuál.

Volví a consultar las noticias que había leído en Internet sobre la muerte deDeverne, y en una de ellas encontré las frases que me rondaban la memoria: ‘Laautopsia del cadáver del empresario ha revelado que la víctima recibió dieciséisnavajazos de su asesino. Todas las puñaladas afectaron a órganos vitales.Además, cinco de ellas eran, según dedujo el forense, mortales’. No entendíabien la diferencia existente entre una herida mortal y otra que afectara a órganosvitales. A primera vista, para un profano, ambas parecían la misma cosa. Peroeso era secundario en mi desazón: si había intervenido un forense y éste habíaredactado un informe; si había habido una autopsia, como debe de ser preceptivoen toda muerte violenta o al menos en todo homicidio, ¿cómo era posible que nose hubiera descubierto en ella una ‘metástasis generalizada en todo el organismo’,según había dicho Díaz-Varela que le había diagnosticado el internista a Desvern?Aquella tarde no se me había ocurrido preguntarle a Díaz-Varela, no había caídoen la cuenta, y ahora ya no quería o no podía llamarlo, menos aún para eso,habría recelado, se habría puesto en guardia o se habría hartado, quizá habría

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pensado en otras medidas para neutralizarme, al comprobar que no me habíaapaciguado con sus explicaciones o su representación. Podía entender que losperiódicos no se hubieran hecho eco de eso, o que el dato ni siquiera se leshubiera comunicado, al no tener relación con el suceso, pero me parecía másextraño que no se hubiera informado a Luisa de una circunstancia así. Cuando y ohabía hablado con ella era obvio que lo ignoraba todo respecto a la enfermedadde Deverne, tal como él había querido, siempre según su amigo y verdugoindirecto, o ‘en origen’. También podía imaginarme la respuesta de éste, sihubiera tenido oportunidad de preguntarle: ‘¿Tú te crees que un forense queexamina a un tipo al que le han dado dieciséis puñaladas se va a molestar enmirar más, en indagar el previo estado de salud de la víctima? Es posible que nisiquiera la abrieran y que por tanto ni se enteraran; que ni siquiera hubieraautopsia propiamente dicha y se rellenara el informe con los ojos cerrados:estaba muy claro de qué había muerto Miguel’. Y tal vez habría tenido razón: alfin y al cabo esa había sido la actitud de dos cirujanos negligentes, dos siglosatrás, pese a haberles hecho su encargo el mismísimo Napoleón: sabiendo lo quesabían, ni se molestaron en tomarle el pulso al caído y arrollado Chabert. Yademás, en España casi todo el mundo hace sólo lo justo para cubrir elexpediente, pocas ganas hay de ahondar, o de gastar horas en lo innecesario.

Y luego estaban aquellos términos excesivamente profesionales en boca deDíaz-Varela. No era muy probable que los hubiera memorizado sólo tras oírselosa Desvern tiempo atrás, ni siquiera que éste los hubiera reproducido en el relatode su desgracia, por mucho que los hubieran empleado sus médicos, eloftalmólogo, el internista, el cardiólogo. Un hombre desesperado y atemorizadono recurre a ese léxico aséptico para poner al tanto de su condena a un amigo, noes lo normal. ‘Melanoma intraocular’, ‘melanoma metastático muyevolucionado’, el adjetivo ‘asintomático’, ‘resecar el ojo’, ‘enucleación’, todasaquellas expresiones me habían sonado a recién aprendidas, a recién escuchadasal Doctor Vidal. Pero quizá mi desconfianza era infundada: al fin y al cabo yotampoco las he olvidado cuando ha pasado mucho más tiempo desde que se las oía él, nada más que aquella vez. Y quizá sí las repite y emplea quien padece laenfermedad, como si así se la pudiera explicar mejor.

En favor de la veracidad de su historia, o de su versión final, estaba encambio el hecho de que Díaz-Varela se hubiera abstenido de cargar las tintas enlo relativo a su sacrificio, a su padecimiento, a la desgarradora contradicción, asu dolor inmenso por haberse visto obligado a suprimir de manera rauda yviolenta —casi la única manera de que sea rauda una supresión, es la desdicha—a su mejor amigo, al que más iba a echar en falta. Con el tiempo corriendo en sucontra y dentro de un plazo, además, a sabiendas de que precisamente en estecaso, más que nunca, ‘there would have been a time for such a word’, como habíaañadido Macbeth tras enterarse de la intempestiva muerte de su mujer. De que

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sin duda ‘habría habido un tiempo, otro tiempo, para semejante palabra’, esto es,‘para tal frase’ o ‘noticia’ o ‘información’: a Díaz-Varela le habría bastado con nohacer nada, con declinar el encargo y rechazar la petición para permitir sullegada, la de ese otro tiempo que él no habría traído ni acelerado ni perturbado;con dejar que las cosas siguieran su anunciado curso natural, despiadado yfúnebre como todos los demás. Sí, podía haber elaborado mucha literatura sobresu maldición o su sino, podía haber dado a su tarea esos nombres, haber hechohincapié en su lealtad, subray ado su abnegación, incluso haber intentadodespertar mi compasión. Si se hubiera dado golpes de pecho y me hubieradescrito su angustia, cómo había tenido que guardarse sus sentimientos y hacerde tripas corazón por salvar a Deverne y a Luisa de un sufrimiento may or, lentoy cruel, del deterioro y la deformidad y también de su contemplación, habríasospechado más de él y me habrían quedado pocas dudas sobre su falsedad. Perohabía sido sobrio y me lo había ahorrado; se había limitado a exponerme lasituación y a confesar su parte. Lo que desde el primer momento, eso habíadicho, había sabido que le tocaba hacer.

Todo acaba atenuándose, a veces poco a poco y con mucho esfuerzo y poniendode nuestra voluntad; a veces con inesperada rapidez y en contra de esa voluntad,mientras intentamos en vano que no palidezcan ni se nos difuminen los rostros, yque los hechos y las palabras no se hagan imprecisos y floten en nuestramemoria con el mismo valor escaso que los leídos en las novelas y los vistos yoídos en las películas: lo que ocurre en ellas da lo mismo y se olvida, una vezterminadas, aunque tengan la facultad de enseñarnos lo que no conocemos y loque no se da, como había dicho Díaz-Varela al hablarme de El Coronel Chabert.Lo que alguien nos cuenta siempre se parece a ellas, porque no lo conocemos deprimera mano ni tenemos la certeza de que se hay a dado, por mucho que nosaseguren que la historia es verídica, no inventada por nadie sino que aconteció.En todo caso forma parte del vagaroso universo de las narraciones, con suspuntos ciegos y contradicciones y sombras y fallos, circundadas y envueltastodas en la penumbra o en la oscuridad, sin que importe lo exhaustivas y diáfanasque pretendan ser, pues nada de eso está a su alcance, la diafanidad ni laexhaustividad.

Sí, todo se atenúa, pero también es cierto que nada desaparece ni se va nuncadel todo, permanecen débiles ecos y huidizas reminiscencias que surgen encualquier instante como fragmentos de lápidas en la sala de un museo que nadievisita, cadavéricos como ruinas de tímpanos con inscripciones quebradas,materia pasada, materia muda, casi indescifrables, sin apenas sentido, absurdosrestos que se conservan sin ningún propósito, porque no podrán recomponersenunca y y a son menos iluminación que tiniebla y mucho menos recuerdo que

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olvido. Y sin embargo ahí están, sin que nadie los destruy a y los junte con sustrozos desperdigados o hace siglos perdidos: ahí están guardados como pequeñostesoros y superstición, como valiosos testigos de que alguien existió alguna vez yde que murió y tuvo nombre, aunque no lo veamos completo y su reconstrucciónsea imposible, y a nadie le importe nada ese alguien que no es nadie. Nodesaparece del todo el nombre de Miguel Desvern, aunque yo jamás loconociera y sólo lo viera a distancia, todas las mañanas con complacencia,mientras desayunaba con su mujer. Como tampoco se van del todo los nombresficticios del Coronel Chabert y de Madame Ferraud, del Conde de la Fère y deMilady De Winter o en su juventud Anne de Breuil, a la que se ató las manos a laespalda y se colgó de un árbol, para que misteriosamente no muriera y volviera,bella como los amores o los enamoramientos. Sí, se equivocan los muertos alregresar, y aun así casi todos lo hacen, no cejan, y pugnan por convertirse en ellastre de los vivos hasta que éstos se los sacuden para avanzar. Nunca eliminamostodos los vestigios, no obstante, nunca logramos que la materia pasadaenmudezca de veras y para siempre, y a veces oímos una casi imperceptiblerespiración, como la de un soldado agonizante que hubiera sido arrojado desnudoa una fosa con sus compañeros muertos, o quizá como los gemidos imaginariosde éstos, como los suspiros ahogados que algunas noches aquél aún creíaescuchar, acaso por su demorado roce y por su condición tan próxima, porqueestuvo a punto de ser uno de ellos o tal vez lo fue, y entonces sus posterioresandanzas, su deambular por París, su reenamoramiento y sus penalidades y susansias de restitución, fueron sólo las de un fragmento de lápida en la sala de unmuseo, las de unas ruinas de tímpanos con inscripciones ya ilegibles, quebradas,las de una sombra de huella, un eco de eco, una mínima curva, una ceniza, las deuna materia pasada y muda que se negó a pasar y a enmudecer. Algo así pudeser yo de Deverne, pero ni siquiera eso he sabido ser. O quizá es que no hequerido que ni su lamento más tenue se filtrara al mundo, a través de mí.

Ese proceso de atenuación debió empezar al día siguiente de mi última visita aDíaz-Varela, de mi despedida de él, como empiezan todos ellos en cuanto algo seacaba, como a buen seguro empezó para Luisa el de la atenuación de su pena aldía siguiente de la muerte de su marido, aunque ella sólo pudiera verlo como elprimero de su eterno dolor.

Ya era noche cerrada cuando salí de allí, y en aquella ocasión lo hice sin lamás mínima duda. Nunca había tenido certeza de que fuera a haber una próximavez, de que fuera a regresar, de que volviera a tocarle los labios ni desde luego aacostarme con él, todo quedaba siempre indefinido entre nosotros, como si cadavez que nos encontráramos hubiera que comenzar desde el principio de nuevo,como si nada se acumulara ni sedimentara, ni se hubiera recorrido un trecho con

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anterioridad, ni lo sucedido una tarde fuera garantía —ni siquiera anuncio, nisiquiera probabilidad— de que sucediese lo mismo en otra tarde venidera,cercana o lejana; sólo a posteriori se descubría que sí, sin que eso sirviera nuncapara la siguiente oportunidad: siempre había una incógnita, siempre acechaba laposibilidad de que no, aunque también la de que sí, como es natural, o no habríasucedido lo que acababa por suceder.

En aquella ocasión, en cambio, estuve segura de que aquella puerta no se meabriría nunca más, de que una vez que la cerrara a mi espalda y me encaminarahacia el ascensor aquella casa quedaría clausurada para mí, tanto como si sudueño se hubiera mudado o se hubiera exiliado o se hubiera muerto, uno de esosportales ante los que a partir de nuestra exclusión uno intenta no pasar, y si pasapor descuido o porque el rodeo es largo y no hay más remedio, lo mira de reojocon un estremecimiento de congoja —o es el espectro de la antigua emoción— yaviva el paso, a fin de no sumergirse en el recuerdo de lo que hubo y no hay. Enla noche de mi habitación, y a acostada frente a mis árboles siempre agitados yoscuros, antes de cerrar los ojos para dormir o no, lo tuve claro y así me lo dije:‘Ahora ya sé que no veré más a Javier, y es lo mejor, pese a que me estéentrando ya la añoranza de lo bueno que había, de lo que me gustaba tantocuando iba allí. Eso se terminó, antes de hoy. Mañana mismo iniciaré la tarea deque deje de ser una criatura y se convierta en un recuerdo, aunque sea, durantealgún tiempo, un recuerdo devorador. Paciencia, porque llegará un día en que nolo será’.

Pero al cabo de una semana, o fue menos, algo interrumpió aquel proceso,cuando aún luchaba por arrancar. Salía yo del trabajo con mi jefe Eugeni y micompañera Beatriz, ya un poco tarde, pues procuraba pasar allí el may ornúmero de horas posible, en compañía y con la cabeza ocupada en cosas que nome importaban, como hace todo el mundo cuando se aplica a esa tarea lenta y ano pensar en aquello en lo que inevitablemente tiende a pensar. En seguida,mientras les decía adiós, divisé una figura alta que daba breves paseos de un ladoa otro con las manos metidas en los bolsillos del abrigo, en la acera de enfrente,como si tuviera frío por llevar rato allí, cerca de aquella cafetería de la parte altade Príncipe de Vergara en la que todas las mañanas desayunaba yo aún, siempreacordándome en algún momento de mi pareja perfecta que se había deshecho,como si aguardara a alguien con quien se hubiera citado y que le estuviera dandoplantón. Y aunque no llevaba abrigo de cuero, sino uno anticuado de colorcamello y aun quizá de piel de ese animal, al instante lo reconocí. No podía seruna coincidencia, era seguro que me esperaba a mí. ‘Qué hace aquí’, pensé, ‘loenvía Javier’, y fue un pensamiento en el que se mezclaron —una vez más en lorelacionado con aquel Javier de última hora, con el que combinaba dos caras o eldesenmascarado, por llamarlo así— un temor irracional y una tonta ilusión. ‘Loenvía para comprobar que estoy neutralizada y apaciguada, o simplemente por

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interés, para saber de mí, para saber cómo estoy después de sus revelaciones ehistorias, todavía no ha logrado apartarme de su mente, por el motivo que sea. Otal vez es una amenaza, un aviso, y Ruibérriz quiera advertirme de lo que mepuede ocurrir si no permanezco callada hasta el fin de los tiempos o si me pongoa indagar y voy a ver al Doctor Vidal, Javier es de los que dan vueltas a loshechos después de que ocurran, ya lo hizo así tras mi escucha de suconversación.’ Y mientras pensaba esto, dudaba si esquivarlo y marcharme conBeatriz, acompañarla hasta donde hiciera falta, o quedarme sola, como enprincipio iba a hacer, y dejar que me abordara. Opté por esto último, de nuevome pudo la curiosidad; acabé de despedirme y di siete u ocho pasos hacia laparada de mi autobús, sin mirarlo a él. Sólo siete u ocho, porque inmediatamentecruzó la calle sorteando los coches y me paró, me tocó el codo con levedad, parano asustarme, y al volverme me encontré con el estallido de su dentadura, unasonrisa tan amplia que, como había observado la primera vez, mostraba la parteinterior de sus labios al doblársele el superior hacia arriba, una cosa llamativa,como si se le pusiera del revés. También mantenía su mirada masculinavalorativa, pese a que en esta ocasión y o estuviera bien tapada y no en falda algoarrugada o subida y en sostén. Daba lo mismo, sin duda era un individuo convisión sintética o global: antes de que una mujer se diera cuenta, ya la habríaexaminado en su totalidad. No me sentí muy halagada por ello, me parecía unode esos hombres que a medida que se hacen may ores rebajan sus niveles deapreciación, no precisan de mucho incentivo y se acaban afanando tras todo loque se mueva con un poco de gracia.

—Qué estupendo, María, qué casualidad —me dijo, y se llevó una mano auna ceja, remedando el gesto de quitarse un sombrero, como asimismo habíahecho al despedirse la otra vez, a punto de entrar en el ascensor—. Te acuerdasde mí, ¿espero? Nos conocimos en casa de Javier, Javier Díaz-Varela. Tuve elprivilegio de que no supieras que estaba allí, ¿te acuerdas? Te llevaste unasorpresa, y o me llevé un deslumbramiento, por desgracia muy fugaz.

Me pregunté a qué estaba jugando. Se permitía hacerse el encontradizo,cuando yo lo había visto en su espera y él seguramente me había visto verlo, noquitaba ojo de la puerta de la editorial mientras paseaba de un lado a otro, asíhabría estado desde quién sabía cuándo, quizá desde la hora teórica del fin denuestra jornada laboral, que podía haber preguntado por teléfono y nada teníaque ver con la de verdad. Decidí seguirle la corriente, al menos en primerainstancia.

—Ah, sí —contesté, y esbocé una sonrisa a mi vez, por cortesía, porcorresponder—. Fue un poco embarazoso para mí. Ruibérriz, ¿verdad? No es unapellido muy común.

—Ruibérriz de Torres, es compuesto. Nada común. Una familia de militares,prelados, médicos, abogados y notarios. Si yo te contara. A mí me tienen en su

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lista negra, soy la oveja negra, te lo puedo asegurar, aunque hoy vaya vestido declaro. —Y se tocó la solapa del abrigo con el dorso de la mano, un gestodespectivo, como si aún no estuviera acostumbrado a él, como si lo incomodarano verse de cuero negro Gestapo. Se rio de su propio minichiste sin venir acuento. O se hacía gracia a sí mismo o intentaba contagiar a su interlocutor. Teníatodas las trazas de un bribón, pero a primera vista parecía un bribón cordial ymás bien inofensivo, costaba creer que hubiera estado metido en la fabricaciónde un asesinato. Al igual que a Díaz-Varela, se lo veía como a un tipo normal,cada uno en su estilo. Si había participado en aquello (y había participado muyactivamente, eso era seguro, por los motivos que hubieran sido, vagamente lealeso incontestablemente ruines), no parecía capaz de reincidir. Pero tal vez lamayoría de los criminales sean así, simpáticos y amables, pensé, cuando noestán cometiendo sus crímenes—. Te invito a tomar algo para celebrar nuestroencuentro, ¿tienes tiempo? Aquí mismo si quieres. —Y señaló la cafetería de losdesay unos—. Aunque conozco centenares de sitios infinitamente más divertidosy con más ambiente, sitios que no puedes ni imaginarte que hay a en Madrid. Siluego te animas, podemos ir a alguno de ellos. O a cenar a un buen restaurante,¿cómo andas de hambre? También podemos ir a bailar, si prefieres.

Me hizo gracia esta última proposición, ir a bailar, sonaba a otra época. ¿Ycómo me iba a ir a bailar a la salida del trabajo, a una hora absurda y con undesconocido, como si tuviera dieciséis años? Y, como me hizo gracia, me reíabiertamente.

—Qué dices, cómo me voy a ir a bailar a estas horas, y así vestida. Llevo ahídesde las nueve de la mañana. —E hice un gesto con la cabeza hacia la puerta dela editorial.

—Bueno, y o decía luego, después de cenar. Pero como te apetezca, si quierespasamos por tu casa, te duchas, te cambias y nos vamos de juerga. Tú no losabrás, pero hay sitios para bailar a cualquier hora. Hasta al mediodía. —Y soltóuna carcajada. Su risa era disoluta—. Yo te espero lo que haga falta, o te recojodonde me digas.

Era invasivo y enredador. Tal como se comportaba, no daba la impresión deque Díaz-Varela lo hubiera enviado, aunque tenía que haber sido así. ¿Cómo, sino, sabía dónde trabajaba? Pero en verdad actuaba como si lo hiciera poriniciativa propia, como si simplemente se hubiera quedado con mi imagen ligerade ropa, unas semanas atrás, y hubiera decidido jugársela sin ningún disimulo,lanzarse en plancha, un capricho urgente, es la táctica de algunos hombres y noles suele dar mal resultado, si son joviales. Recordé haber tenido la sensación,entonces, de que no sólo registraba mi existencia al instante, sino de queconsideraba ya un paso adelante o incluso una inversión el hecho de haber sidopresentados, tan someramente; de que, por así decir, me anotaba en una agendamental como si esperara volver a encontrarme muy pronto a solas o en otro

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lugar, o aun pensara pedirle mi teléfono más tarde a Díaz-Varela, sin cortarse unpelo. Quizá éste se había referido a mí como a ‘una tía’ porque era el únicotérmino que Ruibérriz de Torres era capaz de entender: para él desde luego eraeso, exclusivamente ‘una tía’. No me molestaba, para mí también hay sujetosque son ‘tíos’ sin más. Él pertenecía a esa clase de individuos cuyo desparpajo esilimitado, tanto que resulta desarmante a veces. Yo había asociado esa actitud conla falta de respeto que los dos se tenían, al saberse cómplices, al conocer el unodel otro las peores debilidades, al haber sido compañeros de crimen. A Ruibérrizparecía traerle sin cuidado cuál fuera mi relación con Díaz-Varela. O acaso, seme ocurrió, éste le había informado de que y a no había ninguna. Esa idea sí mefastidió, la posibilidad de que le hubiera dado luz verde sin el más mínimo duelo,sin un resto de sentido de la propiedad, por difuso que fuera —de sentido deldescubrimiento, si se quiere—, sin el menor atisbo de celos, y eso me ayudó aponerme más seria, a pararle los pies al sinvergüenza, con suavidad, sin palabras,su aparición me seguía intrigando. Acepté tomar una copa en la cafetería,brevemente; no más, se lo advertí. Nos sentamos a la mesa que quedaba junto alventanal, la que solía ocupar la Pareja Perfecta cuando existía, pensé ‘Quédecadencia’. Él se quitó el abrigo con ademán resuelto, casi de trapecista, y nadamás hacerlo hinchó el tórax, sin duda estaba orgulloso de sus pectorales, losjuzgaba un activo. Se dejó puesto el foulard, creería que le sentaba bien y quehacía juego con sus pantalones muy entallados, ambas prendas de color crudo:distinguido color, pero más apropiado para la primavera, no debía de hacermucho caso de lo que sugieren las estaciones.

Me iba lanzando requiebros, habló de trivialidades. Los requiebros eran directos,descaradamente aduladores, pero no de mal gusto, intentaba ligar y parecergracioso —lo era más cuando no lo pretendía, sus bromas eran previsibles,mediocres, un poco ingenuas—, eso era todo. Me impacienté, mi amabilidadinicial fue decreciendo, me costaba y a reír, me sobrevino el cansancio de lalarga jornada, tampoco dormía muy bien desde mi despedida de Díaz-Varela,acosada por las pesadillas y la agitación de mis despertares. Ruibérriz no me caíamal pese a lo que sabía —bueno, tal vez sólo había devuelto favores o ayudado aun amigo que tenía que pasar el pésimo trago de ayudar a morir rápidamente aotro amigo que debería haber muerto ay er, antes de tiempo o de su tiemponatural o fijado (de su segundo azar, son lo mismo)—, pero no me interesabanada, carecía de pliegues, ni siquiera podía apreciar sus galanterías. No eraconsciente de que cumplía años, debía de estar más cerca de los sesenta que delos cincuenta, se comportaba como un hombre de treinta. Quizá en parte eraculpa de que se conservara tan bien físicamente, eso era innegable, al primergolpe de vista aparentaba cuarenta y tantos.

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—¿Para qué te ha enviado Javier? —le pregunté de repente, aprovechando unmomento de silencio o de conversación languidecida: o no se daba cuenta de quesu cortejo perdía fuelle y cualquier posibilidad de éxito o su tesón era invencible,una vez en faena.

—¿Javier? —Su sorpresa pareció auténtica—. No me ha enviado Javier, hevenido yo por mi cuenta, tenía unos asuntos aquí al lado. Y aunque no hubierasido así: no te hagas de menos, sabes que para acercarse a ti no haría falta que loalentase a uno nadie. —No dejaba pasar ocasión de halagarme, iba al grano.Como he dicho, un capricho urgente, y también había urgencia por averiguar sipodría o no satisfacerlo. Si sí, estupendo. Si no, a otra cosa, lo que no veía es quefuera individuo para probar dos veces, ni para eternizarse en una conquista. Sialgo no salía a la primera embestida, renunciaría sin sensación de fracaso y novolvería a acordarse. Aquella era su primera embestida y probablemente laúnica, tampoco iba a perder tiempo otro día, teniendo donde elegir con susamplias tragaderas.

—¿Ah, no? ¿Y cómo has sabido dónde trabajo? No me vengas con quepasabas por aquí casualmente. Te he visto cómo esperabas. ¿Desde qué horaestabas ahí? El día está frío para aguantar en la calle, muchas molestias paravenir por tu cuenta, y tampoco soy para tanto. Cuando Javier nos presentó nisiquiera dijo mi apellido. Ya me dirás cómo me has localizado con tantaprecisión, si no te ha enviado. ¿Qué quiere saber, si le he creído su historia deamistad y sacrificio?

Ruibérriz interrumpió lentamente una de sus sonrisas; o mejor dicho susonrisa, la verdad es que en ningún instante la abandonaba, a buen segurotambién consideraba un activo su relampagueante dentadura a lo Gassman, elparecido con ese actor era notable y contribuía a hacerlo simpático. O no fuelentamente, sino que el labio superior doblado hacia arriba se le quedóenganchado o pegado a la encía, eso pasa cuando falta saliva, y tardó en liberarlomás de la cuenta. Debió de ser eso, porque hizo unos gestos de roedor, un pocoraros.

—Sí, no dijo tu apellido entonces —contestó con expresión de extrañeza pormi reacción—, pero luego hablamos de ti por teléfono, y se le escaparon lossuficientes datos para que no me costara ni diez minutos dar contigo. No mesubestimes. Investigar no se me da mal, tampoco carezco de contactos, y hoy endía, con Internet y Facebook y todo eso, no hay quien se escurra en cuanto seconoce un detalle. ¿Es que no te cabe en la cabeza que desde que te vi aparecerme gustaras un huevo? Vamos, vamos. Me gustas mogollón, María, ya lo notas.También hoy, pese a encontrarte en circunstancias y en atuendo tan distintos de laprimera vez, no le va a tocar a uno siempre la lotería. Eso sí que fue un flash, unfogonazo. Si quieres la verdad verdadera, hace semanas que no me quito esaimagen de la cabeza. —Y recobró su sonrisa como si tal cosa. No le importaba

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referirse una y otra vez a aquella escena de mi semidesnudez, no le preocupabaresultar insolente, al fin y al cabo se suponía que su llegada nos habíainterrumpido un polvo a Díaz-Varela y a mí, o poco menos. No había sido así,pero casi. Había dicho ‘mogollón’ y ‘un flash’, expresiones que sonaban yaantiguas; y el verbo ‘escurrirse’ está en retirada: su vocabulario delataba su edad,más que su aspecto, conservaba cierta apostura.

—¿Hablasteis de mí? ¿A santo de qué? La relación que hemos tenido no hasido pública precisamente. Todo lo contrario. No le hizo la menor gracia que mevieras, que coincidiéramos, ¿o no te diste cuenta de eso, de que le reventaba? Meextraña mucho que me mencionara después, debió de querer borrar eseencuentro… —Me callé de golpe, porque entonces me acordé de lo que habíapensado, que Díaz-Varela habría tratado de reconstruir con Ruibérriz el diálogoque habían sostenido mientras yo los escuchaba detrás de la puerta, para calibrarcuánto y qué había podido oír, de cuánto me habría enterado; y que, tras repasarsus palabras, aquél habría llegado a la conclusión de que más valía hacermefrente, darme sus explicaciones, inventarse una historia o confesarme losucedido, en todo caso ofrecerme un relato mejor del por mí imaginado, por esome había llamado y convocado al cabo de dos semanas. Así que sí, era probableque hubieran hablado de mí, y que Javier le hubiera soltado lo bastante para queRuibérriz me buscara por su cuenta y sin permiso, por así decirlo. Sin duda no eraindividuo para pedirle a nadie su consentimiento a la hora de aproximarse a unatía. Sería de los que no respetaban ni se prohibían a mujeres ni a novias deamigos, abundan mucho más de lo que se cree y pasan por encima de todo. Talvez Díaz-Varela ignoraba su acercamiento, su incursión de aquella tarde—. Ya,bueno, espera —añadí en seguida—. Sí te habló de mí, ¿verdad? Como problema.Te habló con preocupación, te contó que os había escuchado, que podía ponerosen un aprieto si me daba por irle con el cuento a alguien, a Luisa, o a la policía.Te habló de mí por eso, ¿no? ¿Y qué, inventasteis juntos la historia del melanomao Vidal os echó una mano? ¿O a lo mejor se te ocurrió a ti solo, como hombre derecursos? ¿O fue a él? No sé tú, ahora que caigo, pero él es lector de novelas, asíque tiene unos cuantos números.

Ruibérriz volvió a perder la sonrisa, sin transición esta vez, como si lehubieran pasado un paño. Se puso serio, vi algo de alarma en sus ojos, su actituddejó de ser galante y ligera en el acto, hasta apartó su silla de la mía, habíaprocurado arrimarse.

—¿Sabes lo de la enfermedad? ¿Qué más sabes?—Bueno, me contó el melodrama entero. Lo que hicisteis con el pobre

gorrilla, lo del móvil, lo de la navaja. Ya te puede estar agradecido, te tocó lapeor parte mientras él se quedaba en casa, ¿no? Dirigiendo las operaciones, unRommel. —No pude evitar el sarcasmo, a Díaz-Varela le tenía agravio.

—¿Sabes lo que hicimos? —Fue una constatación más que una pregunta.

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Tardó en proseguir unos segundos, como si tuviera que digerir el descubrimiento,para él parecía serlo. Se bajó del todo el labio superior con los dedos, un gestoveloz y furtivo: no se le había quedado enganchado pero sí un poco alto. Quizáquería asegurarse de que su expresión ya no era risueña. Lo que acababa desaber lo inquietaba, o le sentaba como un tiro, si es que no estaba fingiendo.Añadió por fin, el tono era decepcionado—: Creí que al final no iba a contartenada, eso me dijo. Que le parecía más prudente dejar las cosas como estaban yconfiar en que no hubieras oído demasiado, o en que no acabaras de atar cabos, osimplemente en que te callaras. Terminar la relación contigo, eso sí. No erasólida, me dijo, podía dejarse morir sin problemas. Bastaba con no buscarte másy no devolver tus posibles llamadas, o darte largas. Aunque no creía queinsistieras, ‘Es muy discreta’, me dijo, ‘nunca espera nada’. Tampoco habíaobligaciones. Propiciar que se te olvidara lo que te hubiera podido llegar denuestra charla. Mejor no dar datos, decía, y que el tiempo le vaya haciendodudar de lo oído. ‘Acabará resultándole irreal, pensando que fueronimaginaciones suyas. Imaginaciones auditivas’, no estaba mal visto. Por esoasumí que tenía vía libre, me refiero contigo. Y que de mí no sabrías nada. Nadade esto. —Se quedó callado de nuevo. Estaba haciendo memoria o reflexionando,tanto que lo siguiente que dijo lo dijo como para sí, no para mí—: No me gusta,no me gusta que no me informe, que se permita no tenerme al tanto de algo queme afecta directamente. Él no debería contarle a nadie esa historia, no es sólosuy a, de hecho es más mía. Yo he corrido más riesgos, y estoy más expuesto. Aél no lo ha visto nadie. No me hace ni puta gracia que haya cambiado de opinióny te lo haya contado, ¿sabes?, y encima sin avisarme. Seguramente he estadohaciendo el ridículo, aquí contigo.

Se lo veía quemado, con la mirada abstraída, o reconcentrada. El entusiasmopor mí se le había helado. Esperé un poco antes de contestar nada.

—Bueno, la verdad es que confesar un asesinato cometido entre varios… —dije—. Habría que consultárselo a los otros, ¿no?, previamente. Eso por lo menos.—Aquí no pude evitar la ironía.

Saltó como un resorte, sublevado.—Eh, oye, oye. Eso no es así, no te pases. De asesinato nada. Se trataba de

darle a un amigo una muerte mejor, con menos sufrimiento. Vale, vale, no hayninguna buena, y el gorrilla se ensañó con las cuchilladas, eso no podíamospreverlo, ni siquiera teníamos certeza de que se decidiera a usar la navaja. Perola que lo aguardaba era espantosa, espantosa, Javier me describió el proceso. Laque tuvo fue rápida al menos, de una sola vez y sin atravesar etapas. Etapas demucho dolor, de deterioro, de que su mujer y sus hijos lo vieran hecho unmonstruo. A eso no se lo puede llamar asesinato, no me jodas, es otra cosa. Es unacto de piedad, como dijo Javier. Un homicidio piadoso.

Sonaba convencido, sonaba sincero. Así que pensé: ‘Una de tres: o el

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melodrama es verdad, no es un invento; o Javier también ha engañado a este tipocon lo de la enfermedad; o este tipo está haciendo comedia a las órdenes dequien le paga. Y en este último caso es muy buen actor, hay que reconocérselo’.Me acordé de la fotografía de Desvern aparecida en la prensa y que yo habíavisto en Internet malamente: sin chaqueta ni corbata ni quizá tan siquiera camisa—dónde habrían ido a parar sus gemelos—, lleno de tubos y rodeado de personalsanitario manipulándolo, con sus heridas al descubierto, en medio de la callesobre un charco de sangre y llamando la atención de los transeúntes y losautomovilistas, inconsciente y desmadejado y agonizante. A él le habríahorrorizado verse o saberse así expuesto. El gorrilla se había ensañado, en efecto,pero quién podía preverlo, se trataba de un homicidio piadoso y quizá lo era,quizá todo era cierto y Ruibérriz y Díaz-Varela habían obrado de buena fe, dentrode lo que cabía y de su enrevesamiento. O de su atolondramiento. Y nada másadmitir aquellas tres posibilidades y acordarme de aquella imagen, me entró unaespecie de desaliento, o era hartazgo. Cuando ya no se sabe qué creer, ni está unodispuesto a hacer de detective aficionado, entonces uno se cansa, arroja todolejos de sí, abandona, deja de pensar y se desentiende de la verdad, o lo que es lomismo, de la maraña. La verdad no es nunca nítida, sino que siempre es maraña.Hasta la desentrañada. Pero en la vida real casi nadie necesita averiguarla ni sededica a investigar nada, eso sólo pasa en las novelas pueriles. Hice una últimatentativa, con todo, aunque muy desganada, imaginaba la respuesta.

—Ya. ¿Y qué hay de Luisa, de la mujer de Deverne? ¿También será un actode piedad que Javier la consuele?

Ruibérriz de Torres volvió a sorprenderse, o lo fingió de perlas.—¿La mujer? ¿Qué pasa con ella? ¿De qué consuelo estás hablando? Claro

que la ayudará, que la consolará en lo que pueda, como a los hijos. Es la viuda desu amigo, son sus huérfanos.

—Javier está enamorado de ella desde hace mucho. O se ha empeñado enestarlo, da lo mismo. Para él ha sido providencial, quitar de en medio al marido.Se querían mucho, ese matrimonio. No habría tenido la menor posibilidad, con élvivo. Ahora sí, tiene algunas. Con paciencia, poco a poco. Estando cerca.

Ruibérriz recuperó la sonrisa un instante, sin fuerza. Fue una media sonrisaconmiserativa, como si le diera pena lo descaminada que andaba, lo inocente queera, lo poco que entendía a quien había sido amante mío.

—Qué dices —me contestó con desdén—. Jamás me ha dicho una palabra deeso, ni yo se lo he notado. No te engañes, o no te consueles tú pensando que si haterminado contigo es porque quiere a otra. Y hasta ese punto, es ridículo. Javierno es de los que se enamoran de nadie, menudo es, lo conozco desde hace años.¿Por qué te crees que nunca se ha casado? —Forzó una carcajada breve quepretendió ser sarcástica—. Con paciencia, dices. Él ni sabe lo que es eso, con lasmujeres. Por eso sigue soltero, entre otras razones. —Hizo un gesto de descarte

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con la mano—. Vaya disparate, no tienes ni idea. —Y sin embargo se quedópensativo de nuevo, o haciendo memoria. Qué fácil es introducirle la duda acualquiera.

Sí, lo más probable era que Díaz-Varela nunca le hubiera contado nada, sobretodo si lo había engañado. Recordé que al mencionar a Luisa en la conversaciónque yo había espiado, no se había referido a ella por su nombre. Ante Ruibérrizy o había sido ‘una tía’, pero ella había sido a su vez ‘la mujer’, nada más que eso,en el indudable sentido de esposa. Como si no le fuera alguien muy próximo.Como si estuviera condenada a ser sólo eso, la mujer de su amigo. Tampocohabría coincidido nunca Ruibérriz con los dos juntos, de modo que no habíapodido saltarle a la vista lo que para mí había resultado patente desde el primermomento, aquella tarde en casa de Luisa. Supuse que el Profesor Rico también lohabría advertido, aunque quién sabía, parecía demasiado pendiente de sus propiascausas para reparar en el exterior, un distraído. No quise insistir. Ruibérriz teníaotra vez la mirada abstraída, o reconcentrada. No había más que hablar. Él habíaabandonado su cortejo, seguramente real en todo caso, buen chasco se habíallevado. Yo no iba a sacar nada en limpio, y además no me importaba. Acababade desentenderme, por lo menos hasta otro día, u otro siglo.

—¿Qué te pasó en México? —le pregunté de pronto, por sacarlo de su estuporrelativo, por animarlo. Me percaté de que no sería difícil cogerle simpatía. Nohabría lugar, no tenía intención de volverlo a ver en la vida, lo mismo que a Díaz-Varela, lo mismo que a Luisa Alday, que a todos ellos. Esperaba que la editorialno le contratara un libro a Rico.

—¿En México? ¿Cómo sabes que me pasó algo en México? —Esa sí que fuepara él una sorpresa mayúscula, era imposible que se acordara—. Ni siquieraJavier conoce la historia entera.

—Te lo oí decir en su casa, cuando escuchaba detrás de la puerta. Que allíhabías tenido algún problema, hacía tiempo. Que allí se te buscaba, o que estabasfichado, algo así dij iste.

—Caramba, sí que oíste, entonces. —Y en seguida añadió, como si le urgieraaclarar algo que yo aún desconocía—: Tampoco eso fue un asesinato, para nada.Pura defensa propia, o él o y o. Además, yo tenía sólo veintidós años… —Seinterrumpió, dándose cuenta de que estaba contando demasiado, de que enrealidad aún hacía memoria o hablaba consigo mismo, sólo que en voz alta yante un testigo. Le había hecho mella mi comentario, que a la muerte de Desvernla hubiera llamado asesinato.

Me sobresalté. Nunca se me habría ocurrido que tuviera otro cadáver a susespaldas, hubiera sido como hubiera sido. Me parecía un truhán normal, más bienincapaz de delitos de sangre. Lo de Deverne lo había visto como una excepción,como algo a lo que se habría sentido obligado, y al fin y al cabo él no habíaempuñado el arma, también había delegado, un poco menos que Díaz-Varela.

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—Yo no he dicho nada —le respondí rápidamente—. Sólo te he preguntado,no sé de qué me estás hablando. Pero casi prefiero no saberlo, si hubo otromuerto por medio. Dejémoslo. Ya se ve que no hay que hacer nunca preguntas.—Miré el reloj . De repente me sentí muy incómoda por estar sentada dondesolía sentarse Desvern, hablando con su ejecutor indirecto—. Además, tengo queirme, ya es muy tarde.

No hizo caso de mis últimas palabras, seguía rumiando. Le había metido laduda, confiaba en que no fuera ahora a interrogar a Díaz-Varela respecto aLuisa, a pedirle cuentas, y que eso diera pie a que aquél me llamara otra vez, quésé yo, para abroncarme. O bien estaba Ruibérriz rememorando lo sucedido enMéxico hacía siglos, era evidente que aún le pesaba.

—Fue por culpa de Elvis Presley, ¿sabes? —dijo al cabo de unos segundos, enotro tono, como si hubiera visto de pronto un último recurso para impresionarmey no irse enteramente de balde. Lo dijo muy serio.

Yo me reí un poco, no pude evitarlo.—¿Quieres decir de Elvis Presley en persona?—Sí, trabajé con él durante unos diez días, durante el rodaje de una película

en México.Ahora sí que solté una carcajada abierta, pese a lo sombrío de todo el

contexto.—Ya —dije aún riéndome—. ¿Y también sabes en qué isla vive, como

sostienen sus devotos? ¿Y con quién está por fin escondido, con Marilyn Monroe ocon Michael Jackson?

Se molestó, me lanzó una mirada cortante. Se molestó de veras, porque medijo:

—Tú eres gilipollas, tía. ¿No te lo crees? Trabajé con él, y me metió en unbuen lío.

Se había puesto más serio que en ningún otro momento. Se había picado, sehabía enfadado. Aquello no podía ser verdad, sonaba a fantasmada, a delirio;pero estaba claro que se lo tomaba a pecho. Di marcha atrás como pude.

—Bueno, bueno, usted perdone, no quería ofenderlo. Pero es que suena unpoco increíble, ¿no?, te haces cargo. —Y añadí, para cambiar de tema sinabandonarlo bruscamente, sin emprender una retirada que lo llevara a pensarque lo daba por imposible o lo consideraba un chiflado—: Oye, ¿pues qué edadtienes, entonces, si trabajaste con el Rey nada menos? Murió hace la tira de años,¿no? ¿Cincuenta? —Se me seguía escapando la risa, fui capaz de contenerla, porsuerte.

Noté en seguida que recuperaba algo de su coquetería. Pero aún me riñó,primero.

—No te pases. El próximo 16 de agosto hará treinta y cuatro, creo. No creoque más. —Se lo sabía con exactitud, debía de ser un devoto en toda regla—. A

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ver, ¿cuántos me echas?Quise ser amable, para desagraviarlo. Sin exagerar, para no adularlo.—No sé. ¿Cincuenta y cinco?Sonrió complacido, como si se le hubiera olvidado ya la ofensa. Sonrió tanto

que el labio superior se le disparó una vez más hacia arriba, descubriendo susdientes blancos y rectangulares y sanos, y sus encías.

—Pon diez más, por lo menos —contestó satisfecho—. Qué, ¿cómo tequedas?

Sí que se conservaba bien, entonces. Tenía algo infantil, por eso resultaba fácilcogerle simpatía. Probablemente era otra víctima de Díaz-Varela, en el que yame iba acostumbrando a pensar no por su nombre, tantas veces dicho ysusurrado a su oído, sino por su apellido. Eso es también infantil, pero sirve paradistanciarse de aquellos a quienes se ha querido.

Fue a partir de entonces cuando el proceso de atenuación empezó de veras, trasel primer acto de desentendimiento, tras pensar por primera vez —o sin llegar apensarlo, quizá no tenga que ver con la mente sino con el ánimo, o con el meroaliento—: ‘En realidad a mí qué me importa, qué se me da todo esto’. Eso está alalcance de cualquiera siempre, ante cualquier hecho por cercano y grave quesea, y quienes no se sacuden los hechos es porque en el fondo no quieren, porquese alimentan de ellos y descubren que dan algún sentido a sus vidas, lo mismoque quienes cargan gustosos con el tenaz lastre de los muertos, dispuestos todos amerodear a poco que se los retenga, aspirantes todos a Chaberts pese a lossinsabores y las negaciones y los torcidos gestos con que se los recibe si seatreven a volver del todo.

Claro que el proceso es lento, claro que cuesta y que hay que poner voluntady esforzarse, y no dejarse tentar por la memoria, que regresa de vez en cuandoy se disfraza de refugio a menudo, al pasar por una calle o al oler una colonia oescuchar una melodía, o al ver que están poniendo en televisión una película quese disfrutó en compañía. Nunca vi ninguna con Díaz-Varela.

En cuanto a la literatura, en la que sí teníamos experiencias comunes, conjuréel peligro asumiéndolo, haciéndole frente en seguida: aunque la editorial suelepublicar a autores contemporáneos, para frecuente desgracia de los lectores ymía, convencí a Eugeni de que preparásemos a toda prisa una edición de ElCoronel Chabert, con traducción nueva y muy buena (la más reciente era enefecto malísima), y le añadimos tres cuentos más de Balzac para conseguir unvolumen con lomo, ya que esa obra es bastante breve, lo que en francés llamannouvelle. A los pocos meses estaba en las librerías y yo me deshice así de susombra, sacándola a la luz en mi lengua en las mejores condiciones. Me acordéde ella cuanto hacía falta, mientras la editábamos, y luego ya pude olvidarla. O

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me aseguré, por lo menos, de que no me iba a pillar nunca a traición, ni porsorpresa.

Estuve a punto de marcharme de la editorial después de esta maniobra, parano seguir yendo a la cafetería, para ni siquiera seguir viéndola desde midespacho, aunque me la taparan parcialmente los árboles; para que nada merecordara nada. También estaba cansada de bregar con los escritores vivos —quédelicia los que no pueden dar la lata ni intentar amañar su futuro, como Balzac,ya cumplido—; de las llamadas pegajosas de Cortezo el plasta, de las exigenciasdel repelente y avaro Garay Fontina, de las ínfulas cibernéticas de los falsosjóvenes, a cual más ignorante y bruto y pedante, todo a un tiempo. Pero las otrasofertas, de la competencia, no me convencieron pese a la mejora en el sueldo:en todas partes tendría que continuar tratando con escritores de ambicióndesmedida y que respiraban mi mismo aire. Eugeni, además, un poco perezoso eido, delegaba cada vez más en mí y me instaba a tomar decisiones, en lo cual lehacía caso: confiaba en que pronto llegara el día en que pudiera prescindir dealgún fatuo sin ni siquiera pedirle permiso, sobre todo del inminentísimo azote delRey Carlos Gustavo, que pulía sin desmayo su discurso en lengua suecamacarrónica (quienes lo habían oído ensay ar aseguraban que su acento erainfame). Pero, por encima de todo, comprendí que no debía huir de aquelpaisaje, sino dominarlo con mis propios medios como habría hecho Luisa con sucasa, obligándose a seguir viviendo en ella y a no mudarse precipitadamente;despojarlo de sus connotaciones más sentimentales y tristes, conferirle nuevacotidianidad, recomponerlo. Sí, me daba cuenta de que aquel lugar se me habíateñido de sentimiento, y a éste es imposible engañarlo o saltárselo, aunque seasemiimaginario. Sólo cabe llegar a buenos términos con él y aplacarlo.

Pasaron casi dos años. Conocí a otro hombre que me interesó y divirtió losuficiente, Jacobo (no escritor tampoco, gracias al cielo), me comprometí con éla instancias suyas, hicimos pausados planes para casarnos, yo lo fui retrasandosin cancelarlo, nunca fui propensa al matrimonio, me convenció más mi edad —treinta y bastantes— que mi deseo de levantarme acompañada a diario, a eso nole veo mucho la gracia, tampoco estará mal, supongo, si se quiere al que seacuesta y duerme al lado, como es —cómo no—, como es mi caso. Hay cosasde Díaz-Varela que sigo echando de menos, eso es aparte. Lo cual no me traemala conciencia, nada se hace incompatible en el terreno del recuerdo.

Estaba cenando con un grupo de gente en el restaurante chino del HotelPalace cuando los vi, a una distancia de tres o cuatro mesas, digamos. Teníabuena visión de los dos, que se me ofrecían de perfil, como si yo estuviera en unpatio de butacas y ellos en un escenario, sólo que a la misma altura. La verdad esque no les quité ojo —eran como un imán—, salvo cuando alguno de loscomensales me dirigía la palabra, y eso no sucedía a menudo: veníamos de lapresentación de una novela, varios eran amigos del autor ufano y no los conocía

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de nada; se distraían entre sí y no me daban apenas tabarra, yo estaba allí comorepresentante de la editorial, y para hacerme cargo de la cuenta, claro; lamayoría eran extrañamente aflamencados, y lo que más temía era que sacaranguitarras de algún escondite raro y se arrancaran a cantar con brío, entre plato yplato. Eso, aparte del bochorno, habría hecho volverse hacia nuestra mesa aLuisa y a Díaz-Varela, que estaban demasiado atentos el uno al otro como parareparar en mi presencia en medio de una asamblea de caracolillos. Aunquepensé que tal vez ella ni me reconocería. Sólo hubo un momento en el que lanovia del novelista se dio cuenta de que yo miraba sin cesar hacia un punto. Sedio media vuelta sin disimulo y se quedó observándolos, a Javier y a Luisa. Mepreocupó que los alertaran sus ojos tan desinhibidos, y me vi en la necesidad deexplicarle:

—Disculpa, es que es una pareja que conozco, y no los veía hacía siglos. Yentonces no eran pareja. No te lo tomes a mal, te lo ruego. Me da muchacuriosidad verlos así, y a me entiendes.

—Nada, mujer, nada —me contestó comprensiva, tras echar una nuevaojeada impertinente. Había comprendido cuál era la situación al instante, a vecesdebo de ser muy transparente—. Guapo él, ¿eh?, no me extraña. Nada, hija, tú alo que importa, tú a lo tuyo. A mí ni caso.

Sí, ya lo creo que eran pareja, eso suele saltar a la vista hasta con completosdesconocidos, y aquí yo lo conocía a él de sobra, a ella no, de hablar una únicavez por extenso —o de que hablara ella sola, yo debí de ser intercambiable aqueldía, un mero oído—, en realidad muy poco. Pero la había contemplado en actitudsimilar durante años, es decir, con su pareja de entonces, que llevaba ahoramuerto lo bastante para que Luisa ya no pensara de sí misma en primerainstancia, como algo definitorio: ‘Me he quedado viuda’ o ‘Soy viuda’, porque y ano lo sería en absoluto, y ese hecho y ese dato habrían cambiado, con seridénticos que antes. Así que más bien se diría: ‘Perdí a mi primer marido y cadavez más se me aleja. Hace demasiado que no lo veo y en cambio este otrohombre está aquí a mi lado y además está siempre. También a él lo llamomarido, eso es extraño. Pero ha ocupado su lugar en mi cama y al yuxtaponerselo difumina y lo borra. Un poco más cada día, un poco más cada noche’. Y loshabía visto juntos, también una sola vez pero suficiente para captar elenamoramiento y la solicitud de él y el caso omiso o la inadvertencia de ella.Ahora era todo muy distinto. Estaban pendientes el uno del otro, charlaban convivacidad, se miraban de vez en cuando a los ojos sin cruzar palabra, a través dela mesa se cogían los dedos. Él llevaba alianza en el anular, se habrían casado porlo civil quién sabía cuándo, quizá muy recientemente, quizá anteayer o ayermismo. Ella tenía mejor aspecto y él no había empeorado, allí estaba Díaz-Varela con sus labios de siempre, cuyos movimientos seguí a distancia, hayhábitos que no se pierden o que se recuperan inmediatamente, como si fueran un

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automatismo. Sin querer hice un gesto con la mano, como para tocárselos delejos. La novia del novelista, la única que me echaba vistazos, reparó en ello yme preguntó con gentileza:

—Perdona, ¿quieres algo? —Tal vez creía que le había hecho una seña.—No, no, descuida. —Y moví la mano como añadiendo: ‘Cosas mías’.Me debía de notar turbada, no tanto como alterada. Por suerte los demás

comensales brindaban sin parar y daban voces, sin prestarme atención alguna.Me pareció que uno de ellos empezaba a canturrear preocupantemente (‘Ay miniña, mi niña, Virgen del Puerto’, alcancé a oír), no sé por qué ofrecían aquellaestampa de tablado, el novelista no era así, era un tipo con jersey de rombos,gafas de violador o maniaco y pinta de acomplejado, que incomprensiblementetenía una novia agradable y bien parecida y vendía bastantes libros —un timocon pretensiones, cada uno de ellos—, por eso lo habíamos llevado a unrestaurante algo caro. Rogué —una jaculatoria a la Virgen del Puerto, aunque nola conociera— por que no fuera a más el canto, no deseaba ser distraída. Nopodía apartar los ojos de la mesa como un escenario, y de pronto empezó arepetírseme una frase de aquellos diarios ya antiguos, los que habían traído lanoticia durante dos míseros días y la habían callado después para siempre: ‘Trasdebatirse unas cinco horas entre la vida y la muerte, sin recobrar en ningúninstante el conocimiento, la víctima falleció a primeras horas de la noche, sin quelos médicos pudieran hacer nada por salvarla’.

‘Cinco horas en un quirófano’, pensé. ‘No es posible que tras cinco horas nodetectaran una metástasis generalizada en todo el organismo, como dijo Javierque le había dicho Desvern.’ Y entonces creí ver claro —o más claro— que esaenfermedad nunca había existido, a no ser que el dato de las cinco horas fuerafalso o erróneo, las noticias de los diarios no se ponían de acuerdo ni en el hospitalal que había sido llevado el moribundo. Nada era concluyente, desde luego, y laversión de Ruibérriz no había desmentido la de Díaz-Varela, en todo caso.Tampoco eso significaba mucho, dependía de cuánta verdad le hubiera reveladoéste al hacerle su sangriento encargo. Supongo que fue la irritación lo que mecondujo a esa momentánea creencia —o duró más que un momento, fue un ratoen el restaurante chino— de verlo ahora más claro (luego lo volví a ver másoscuro en mi casa, donde la pareja ya no estaba presente y Jacobo meaguardaba). Me fui irritando, y o creo, al comprobar que Javier se había salidocon la suy a, al descubrir que lo había logrado, tal como él había previsto. Al fin yal cabo le tenía algo de agravio, por mucho que jamás albergara esperanzas yque no pudiera culparlo de habérmelas dado falsas. No era indignación moral loque sentía, tampoco afán justiciero, sino algo mucho más elemental, quizámezquino. La justicia y la injusticia me traían sin cuidado. Sin duda me entraroncelos retrospectivos, o fue despecho, me imagino que nadie está a salvo.‘Míralos’, pensé, ‘ahí están al final de la paciencia y del tiempo: ella más o menos

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rehecha y contenta, él exultante, casados, olvidados de Deverne y de mí, yo nisiquiera fui un lastre. Está en mi mano arruinar ese matrimonio ahora mismo, yarruinarle a él la vida que se ha construido, como un usurpador, ese es el término.Bastaría con que me levantara y me acercara a su mesa y le dijera: “Vay a, alfinal lo conseguiste, quitar de en medio el obstáculo sin que ella hayasospechado”. No tendría que añadir nada más, ni dar ninguna explicación, nicontar la historia entera, me daría media vuelta y me iría. Sería suficiente coneso, con esas medias palabras, para sembrar el desconcierto en Luisa y que ellale pidiera cuentas muy arduas. Sí, es tan fácil introducirle la duda a cualquiera.’

Y, nada más pensar esto —pero estuve muchos minutos pensándolo,repitiéndomelo como una canción que se nos cuela, y así encendiéndome ensilencio, con los ojos fijos en ellos, no sé cómo no los advirtieron, cómo no sesintieron quemados ni traspasados, mis ojos debían de ser como ascuas o comoagujas—; nada más acabar de pensar esto, también sin quererlo o sin decidirlo,del mismo modo que no había querido hacer con la mano el gesto de tocarle a éllos labios, me puse en pie sin soltar la servilleta y le dije a la novia del timadoragasajado, la única para la que aún existía y que podría echarme en falta, sitardaba:

—Perdonad, ahora vuelvo.

En verdad no sabía qué intención me guiaba o esa intención fue cambiando agran velocidad varias veces, mientras daba los pasos —uno, dos, tres— queseparaban mi mesa de la suya. Sé que me vino a la cabeza esta idea fugaz, quenecesita mucha más lentitud para expresarse, mientras caminaba sin darmecuenta —cuatro, cinco— de que llevaba mi servilleta arrugada y manchada en lamano: ‘Ella apenas me conoce y no tiene por qué identificarme hasta que yo mepresente y se lo diga, tras tanto tiempo; para ella seré una desconocida que seaproxima. Es él quien me conoce bien y me reconocerá al instante, pero enteoría, a ojos de Luisa, tiene aún menos motivos para recordarme. En teoría él yyo nos hemos visto una sola vez y sin casi haber cruzado palabra, los dos de visitaen casa de ella, una tarde hace más de dos años. Deberá fingir que ignora quiénsoy, lo contrario resultaría extraño en su caso. Así que también está en mi manodesenmascararlo en ese aspecto, las mujeres solemos percibir en seguida si otramujer que se acerca a saludar a quien está con nosotras ha tenido con él unarelación pasada. A menos que los dos disimulen a la perfección y no se delaten.Y a menos que nos equivoquemos, también es verdad que algunas tendemos aatribuirles a nuestras parejas multitud de amantes pretéritas, y que no siempreacertamos’.

Al avanzar —seis, siete, ocho, había que bordear alguna mesa y sortear acamareros chinos raudos, no era en línea recta el tray ecto— los fui viendo

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mejor, y los vi contentos y tranquilos, enfrascados en su conversación, más bienajenos a cuanto no fueran ellos. Sentí por Luisa, en algún paso, algo parecido aalegría, o tal vez a conformidad, o era a alivio. La última vez que la había visto,hacía ya tanto, me había inspirado gran lástima. Me había hablado del odio queno podía tenerle al gorrilla: ‘No, odiarlo no sirve, no consuela ni da fuerzas’, habíadicho. Y del que tampoco le habría podido tener a un sicario recién llegado yabstracto, de haber sido uno de ellos el que hubiera matado a Deverne, porencargo. ‘Pero sí a los inductores’, había añadido, y me había leído parte de ladefinición de Covarrubias de ‘envidia’, fechada en 1611, lamentándose de que nisiquiera a eso pudiera achacarse la muerte de su marido: ‘Lo peor es que esteveneno suele engendrarse en los pechos de los que nos son más amigos, ynosotros los tenemos por tales fiándonos dellos; y son más perjudiciales que losenemigos declarados’. Y justo después me había confesado: ‘Lo añoro sin parar,¿sabes? Lo añoro al despertarme y al acostarme y al soñar y todo el día enmedio, es como si lo llevara conmigo incesantemente, como si lo tuvieraincorporado, es decir, en mi cuerpo’. Y entonces pensé, mientras ya meacercaba —nueve, diez—: ‘Ya no será así, se habrá librado de su cadáver, de sudifunto, su espectro, que ha hecho bien, porque no ha vuelto. Tiene ahora aalguien enfrente y los dos podrán ocultarse mutuamente su destino, como hacenlos enamorados según un verso que mal recuerdo, algo así dice ese verso antiguoque leí en mi adolescencia. Ya no estará su cama afligida, ni será ya luctuosa, enella entrará un cuerpo vivo todas las noches, cuy o peso y o bien conozco, y eramuy grato sentirlo’.

Vi que volvían la vista al dar y o los últimos pasos y notar ellos mi bulto o misombra —once, doce y trece—, él con pavor, como preguntándose: ‘¿Qué haceesta aquí? ¿De dónde sale? ¿Y a qué viene, a descubrirme?’. Pero ella no le vioesta expresión, porque me miraba y a a mí con simpatía, con una sonrisa sinreservas, muy amplia y cálida, como si me hubiera reconocido inmediatamente.Y así fue, porque exclamó:

—¡La Joven Prudente! —Era seguro que mi nombre no lo recordaba.Se puso de pie en seguida para darme dos besos y casi abrazarme, y su

amistosidad frenó en seco cualquier posible intención de decirle a Díaz-Varelanada que volviera a Luisa en su contra, o la llevara a mirarlo con desconfianza oestupefacción o asco, o a odiar al inductor como me había anunciado; nada quele arruinara a él la vida y por tanto también a ella de nuevo y que arruinara elmatrimonio de ambos, se me había ocurrido hacer eso, poco antes. ‘¿Quién soyyo para perturbar el universo?’, pensé. ‘Aunque otros lo hagan, como estehombre que está aquí delante, finge no conocerme pese a que y o bien lo hequerido y nunca le he hecho ningún daño. Pero que otros lo descompongan y lozarandeen, y lo violenten de la peor manera, no me obliga a mí a seguir suejemplo, ni siquiera con el pretexto de que y o, al revés que ellos, enderezaría un

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hecho torcido y castigaría a un posible culpable y haría un acto de justicia.’ Ya hedicho que la justicia y la injusticia me traían sin cuidado. Por qué habían de serasunto mío, cuando si en algo tenía razón Díaz-Varela, lo mismo que el abogadoDerville en su mundo de ficción y en su tiempo que no pasa y se está quieto, eraen esto que me había dicho: ‘El número de crímenes impunes supera con crecesel de los castigados; del de los ignorados y ocultos y a no hablemos, por fuerza hade ser infinitamente mayor que el de los conocidos y registrados’. Y quizátambién en esto otro: ‘Lo peor es que tantos individuos dispares de cualquierépoca y país, cada uno por su cuenta y riesgo, en principio no expuestos alcontagio mutuo, separados unos de otros por kilómetros o años o siglos, cada unocon sus pensamientos y sus fines particulares, coincidan en tomar las mismasmedidas de robo, estafa, asesinato o traición contra sus amigos, sus compañeros,sus hermanos, sus padres, sus hijos, sus maridos, sus mujeres o amantes de losque ya se quieren deshacer. Contra aquellos a los que probablemente másquisieron alguna vez. Los crímenes de la vida civil están dosificados y esparcidos,uno aquí, otro allá; al darse en forma de goteo parece que clamen menos al cieloy no levanten oleadas de protestas por incesante que sea su sucesión: cómopodría ser, si la sociedad convive con ellos y está impregnada de su carácterdesde tiempo inmemorial’. Por qué habría y o de intervenir, o quizá escontravenir, qué remediaría con eso en el orden del universo. Por qué habría dedenunciar uno suelto del que ni siquiera tenía absoluta constancia, nada era deltodo seguro, la verdad siempre es maraña. Y si hubiera sido un auténtico crimenpremeditado y a sangre fría, con el único fin de ocupar un lugar ya ocupado, elcausante se encargaba, al menos, de dar consolación a la víctima, quiero decir ala víctima que permanecía viva, a la viuda de Miguel Desvern, empresario, alque ya no añoraría ella tanto: ni al despertarse ni al acostarse ni al soñar ni todo eldía en medio. Lamentablemente o por suerte, los muertos están fijos comopinturas, no se mueven, no añaden nada, no dicen nada ni jamás responden. Yhacen mal en regresar, los que pueden. No podía Deverne, y más le valía.

Mi visita a su mesa fue breve, cruzamos unas pocas frases, Luisa me invitó asentarme un momento con ellos, me disculpé aduciendo que se me esperaba enla mía, nada más falso, excepto para pagar la cuenta. Me presentó a su nuevomarido, no se acordaba de que en teoría él y y o nos habíamos visto en su casa,para ella él estaba en penumbra entonces. Ninguno le refrescamos la memoria,qué más daba, qué falta hacía. Díaz-Varela se había levantado casi al mismotiempo que ella, nos dimos dos besos como es costumbre en España entrehombre y mujer desconocidos, cuando son presentados. La expresión de pavorse le había borrado, al ver que yo era discreta y me prestaba a la pantomima. Yentonces me miró también con simpatía, en silencio, con sus ojos rasgados ynebulosos y envolventes, difícilmente descifrables. Me miraron con simpatía,pero no me echaban de menos. No negaré que tuve la tentación de demorarme a

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pesar de todo, de no perderlo aún de vista, de entretenerme allí pálidamente. Nome tocaba, no debía, cuanto más rato pasara en su compañía más podría detectarLuisa algún rastro, algún resto, algún rescoldo en mi mirada: se me iba haciadonde siempre, era algo inevitable y desde luego involuntario, no quería hacerlemal a ninguno.

—Tenemos que vernos un día, llámame, sigo viviendo en el mismo sitio —medijo ella con cordialidad sincera, sin sospecha alguna. Era una de esas frases quese dicen las personas al despedirse y que olvidan una vez despedidas. No volveríay o a su memoria, sólo era una joven prudente a la que conocía de vista, más quenada, y de otra vida. Ni siquiera era ya joven.

A él preferí no acercarme por segunda vez. Tras los nuevos besos de rigorcon ella, en seguida di dos pasos en dirección a mi mesa, mientras aún contestabacon la cabeza vuelta (‘Sí, claro, te llamo un día. No sabes cuánto me alegro detodo’), para quedar a un poco de distancia, y entonces le dije adiós con la mano.A los ojos de Luisa se lo decía a los dos, pero y o me estaba despidiendo de Javier,ahora sí, ahora definitivamente y de veras, porque él tenía a su mujer a su lado.Y mientras regresaba al tontaina mundo editorial que acababa de dejar, hacíasólo unos minutos —pero de repente me parecieron larguísimos—, pensé, comopara justificarme: ‘Sí, y o no quiero ser su maldita flor de lis en el hombro, la quedelata y señala e impide que desaparezca hasta el más antiguo delito; que lamateria pasada sea muda y que las cosas se diluy an o escondan, que se callen yno cuenten ni traigan otras desgracias. Tampoco quiero ser como los malditoslibros entre los que me paso la vida, cuy o tiempo se está quieto y acecha cerradosiempre, pidiendo que se lo destape para transcurrir de nuevo y relatar una vezmás su vieja historia repetida. No quiero ser como esas voces escritas que amenudo parecen suspiros ahogados, gemidos lanzados por un mundo decadáveres en medio del cual todos yacemos, en cuanto nos descuidamos. No estáde más que algunos hechos civiles, si es que no la mayoría, se queden sinregistrar, ignorados, como es la norma. El empeño de los hombres suele ser elcontrario, sin embargo, aunque tantas veces fracasen: grabar a fuego esa flor delis que perpetúe y acuse y condene, y acaso desencadene más crímenes.Seguramente ese habría sido también mi propósito con cualquier otra persona, ocon él mismo, de no haberme enamorado tiempo atrás, estúpida ysilenciosamente, y todavía quererlo hoy un poco, supongo, a pesar de todo y todoes mucho. Pasará, y a está pasando, por eso no me importa reconocérmelo. Vay aen mi descargo que acabo de verlo cuando no me lo esperaba, con buen aspectoy contento’. Y seguí pensando, mientras le daba la espalda y se alejaban y a de élpara siempre mis pasos y mi bulto y mi sombra: ‘Sí, no pasa nada porreconocérmelo. Al fin y al cabo nadie me va a juzgar, ni hay testigos de mispensamientos. Es verdad que cuando nos atrapa la tela de araña —entre elprimer azar y el segundo— fantaseamos sin límites y a la vez nos conformamos

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con cualquier migaja, con oírlo a él —como a ese tiempo entre azares, es lomismo—, con olerlo, con vislumbrarlo, con presentirlo, con que aún esté ennuestro horizonte y no hay a desaparecido del todo, con que aún no se vea a lolejos la polvareda de sus pies que van huyendo’.

Enero de 2011

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JAVIER MARÍAS. (Madrid, 1951) es autor de Los dominios del lobo, Travesía delhorizonte, El monarca del tiempo, El siglo, El hombre sentimental (Premio EnnioFlaiano), Todas las almas (Premio Ciudad de Barcelona), Corazón tan blanco(Premio de la Crítica, Prix l’Oeil et la Lettre, IMPAC Dublin Literary Award),Mañana en la batalla piensa en mí (Premio Fastenrath, Premio Rómulo Gallegos,Prix Femina Étranger, Premio Mondello di Palermo), Negra espalda del tiempo,de los tres volúmenes de Tu rostro mañana: 1. Fiebre y lanza (Premio Salambó),2. Baile y sueño, 3. Veneno y sombra y adiós, y de Los enamoramientos (PremioQué Leer); de las semblanzas Vidas escritas y Miramientos; de relatos y de laantología Cuentos únicos; de sendos homenajes a Faulkner y Nabokov y dediecisiete colecciones de artículos y ensayos. En 1997 recibió el Premio NellySachs, en Dortmund; en 1998 el Premio Comunidad de Madrid; en 2000 losPremios Grinzane Cavour, en Turín, y Alberto Moravia, en Roma; en 2008 losPremios Alessio, en Turín, y José Donoso, en Chile; en 2010 The America Awarden los Estados Unidos; en 2011 el Premio Nonino, en Udine, y el Premio deLiteratura Europea de Austria; y, en 2012 el Premio Terenci Moix, todos ellos porel conjunto de su obra. Entre sus traducciones destaca Tristram Shandy (PremioNacional de Traducción 1979). Fue profesor en la Universidad de Oxford y en laComplutense de Madrid. Sus obras se han publicado en cuarenta y tres lenguas yen cincuenta y dos países, con seis millones y medio de ejemplares vendidos. Esmiembro de la Real Academia Española.