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HISTORIA DE LA FILOSOFÍA Apuntes confeccionados por Rosario Miranda

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HISTORIA DE LA FILOSOFÍA

Apuntes confeccionados por

Rosario Miranda

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Índice

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El nacimiento de la filosofía

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EL NACIMIENTO DE LA FILOSOFÍA

-La explicación mítica y la explicación racional del mundo

-Los filósofos de Mileto

-Pitágoras

-Heráclito y Parménides

-Los pluralistas

La explicación mítica y la explicación racional del mundo

La filosofía, de la que después nació la ciencia, es el conocimiento racional de la realidad, la

explicación de la realidad mediante la razón. Es una forma de pensamiento que surgió en distintas

partes del mundo, una evolución del espíritu humano que en Occidente se produjo en Grecia en el

siglo VI a. C. Antes los griegos y el resto de los hombres también se explicaban la realidad, la

comprendían e interpretaban, pero lo hacían mediante mitos. El pensamiento mítico fue el

despuntar del espíritu humano y se había desarrollado mucho tiempo antes en todas las culturas

de la Tierra.

Los mitos explican la realidad mediante la imaginación, que concibe seres trascendentes o

sobrenaturales y superiores a los hombres en poder, los dioses, e inventa historias acerca de

ellos y de sus relaciones con la naturaleza y con los hombres. Los mitos atribuyen a los dioses el

origen y el funcionamiento de todo cuanto existe; son relatos que explican lo que ocurre la

naturaleza y en la vida de los hombres mediante la acción e intervención de los dioses. La realidad

existe porque los dioses la han producido y todo cuanto sucede está provocado por la voluntad

divina. Los mitos cuentan cómo las cosas de la naturaleza y las costumbres de los hombres fueron

generadas por los dioses y se mantienen porque los dioses quieren; los dioses actúan

continuamente en el mundo y deciden que los fenómenos de la naturaleza y las vidas de los

hombres sean como son.

Estos relatos míticos de hazañas y andanzas de los dioses surgieron en culturas sin

escritura, donde la memoria estaba muy desarrollada, y se transmitían oralmente de generación

en generación. Cuando se inventó el alfabeto los mitos se escribieron, y son el contenido de las

primeras obras literarias de la humanidad. En Grecia esas obras son la poesía épica Hesíodo y

sobre todo de Homero, que se compusieron en el siglo IX a. C.

Homero era considerado el educador de la Hélade, que es el nombre que recibía Grecia

como comunidad cultural, y no está claro si hubo un poeta llamado Homero o fueron varios los que

llevaron al papiro los mitos que llevaban generaciones contándose. Lo cierto es que, aunque

escritos desde esa fecha, la cultura seguía siendo todavía oral, y había recitadores de Homero

llamados aedos, que en celebraciones y festividades públicas o privadas contaban las hazañas de

los dioses y los héroes. Homero era considerado el educador de la Hélade porque los mitos, que

todo el mundo conocía y que los niños aprendían de memoria, proporcionaban un modelo de vida y

transmitían unos valores; los griegos querían ser como los dioses y los héroes protagonistas de los

mitos, y extraían de ellos un ejemplo para vivir.

En el siglo VI a. C. algunos hombres empezaron a explicarse la realidad de otra manera,

desarrollaron otra mentalidad según la cual todo cuanto existe procede de la naturaleza y no de

los dioses. Las cosas son lo que son y funcionan como lo hacen porque la naturaleza es así; la

naturaleza existe por sí misma y obedece a leyes internas y no a la intervención divina, y la forma

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en que viven los hombres responde a la voluntad humana y no a la de los dioses. El funcionamiento

de la naturaleza puede conocerse observando los fenómenos naturales y razonando sobre ellos, y

es usando la razón y no imitando a los dioses como los hombres abordan su vida y su bien a nivel

individual y colectivo. De este modo la razón proporciona un saber nuevo acerca de la realidad,

muta el pensamiento mítico en pensamiento racional y desarrolla una nueva interpretación de las

cosas que recibe el nombre de filosofía, cuyo significado es “amor a la sabiduría”.

Este cambio de mentalidad, como todos, no fue brusco ni instantáneo, tardó siglos en

convertirse en sentido común y no eliminó la explicación de la realidad a través de los dioses, que

coexistió y coexiste hasta nuestros días con el pensamiento racional, si bien éste se ha

convertido en la interpretación oficial de la realidad y es lo que se enseña y se transmite de

generación en generación. Los mitos siguen vivos en las religiones, son creencias que se adquieren

por la fe, pero es de todos admitido que el conocimiento adecuado de las cosas procede de la

razón y no de la imaginación mítica.

Los filósofos de Mileto

El pensamiento racional en Occidente nació en entre los siglos VII y VI a. C. en Mileto,

una ciudad floreciente de Jonia durante una época de paz en la que se desarrolló mucho el

comercio con ciudades portuarias griegas y egipcias del Mediterráneo. En sus movimientos y

relaciones comerciales los hombres no intercambiaban solo mercancías sino además creencias,

costumbres y tradiciones; hablaban de sus dioses y de su forma de vida y no solo de los productos

que compraban y vendían, y como esos hombres pertenecían a civilizaciones diferentes como la

egipcia y la griega, comprendieron en sus conversaciones que sus creencias y costumbres no eran

únicas ni exclusivas que y las relativizaron. Este mestizaje cultural favoreció la emergencia de un

pensamiento profano, de una interpretación de la realidad ajena a los dioses.

Los primeros filósofos griegos, Tales, Anaximandro y Anaxímenes, eran de Mileto;

concibieron la naturaleza como matriz de todo lo que existe y afirmaron que la naturaleza existe

por sí misma. De la naturaleza, no de los dioses, procede todo cuanto ocurre en la realidad.

Según Tales el origen de todas las cosas es el agua, que, a diferencia de Poseidón y del

resto de los dioses en que hasta entonces se ubicaba el origen del mundo, es un elemento natural,

un elemento empírico, observable, visible, un elemento de la experiencia. Esta idea estaba

arraigada en las mitologías egipcias y mesopotámicas, civilizaciones agrícolas desarrolladas en

torno a grandes ríos, de cuyas crecidas o sequías dependía la economía y la vida social. En ellas los

dioses de las aguas eran el principio de todas las cosas, pero Tales prescindió de los dioses y

afirmó que del agua, un elemento natural, procede todo cuanto hay.

Según Anaximandro el origen de la naturaleza no puede ser un elemento concreto,

determinado; el agua engendra agua pero no puede producir el resto de los elementos, por lo que

el origen de todo no puede ser este elemento o este otro, sino algo no determinado a partir de lo

cual surjan las cosas concretas que observamos. Por eso Anaximandro dice que el origen de todo

es “lo indeterminado”, que en griego se dice ápeiron.

Este filósofo no se limita a decir de dónde procede todo sino además se pregunta cómo se

produce lo que existe a partir de ese origen. Y su respuesta, que tiene todavía el halo imaginativo

de los mitos, es la siguiente: Lo indeterminado choca con un torbellino llamado diné, y de este

choque surgen parejas de opuestos como lo caliente y lo frío, lo húmedo y lo seco; las relaciones

entre estos opuestos es la guerra y el desorden porque uno invade el terreno del otro; pero el

tiempo hace justicia, pone cada cosa en su sitio y produce equilibrio en la naturaleza, y de este

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modo se suceden ordenadamente los fenómenos que observamos, por ejemplo las estaciones.

Anaximandro interpreta la naturaleza con conceptos extraídos del mundo humano -la guerra, la

justicia, el tiempo, el desorden, el equilibrio-, algo que la ciencia continúa haciendo hasta la

actualidad, ya que la ciencia busca conocer las leyes de la naturaleza y el concepto mismo de ley

procede de la práctica social de los hombres.

Anaximandro dijo además que hay infinitos mundos, siendo el primero que usa el concepto

de infinitud, de gran importancia a partir del Renacimiento en la conciencia que los hombres

tienen de sí mismos y luego en las matemáticas. Dijo también que todos los animales y el hombre

proceden del pez, idea que encontramos en la teoría evolucionista de Darwin, para quien las

especies evolucionan unas a partir de otras desde la primera forma de vida que surgió en el agua.

Anaxímenes conviene con Tales en que el origen de la naturaleza tiene que ser un

elemento material, y con Anaximandro en que ese elemento tiene que ser indeterminado. Y cree

que el aire cumple ambos requisitos, pues es invisible, imperceptible, pero empírico, natural. Todo

lo que existe, en el macrocosmos o naturaleza y en el microcosmos u hombre está hecho de aire.

Las cosas se diferencian entre sí, se determinan, porque contienen mayor o menor cantidad de

aire, por procesos de rarefacción y condensación de aire.

Pitágoras

El pensamiento racional con que los filósofos milesios abordaron la naturaleza se aplicó

también a los asuntos humanos y se extendió por otros lugares de Grecia, por ejemplo Crotona,

donde Pitágoras dijo que la clave de la realidad está en los números, que la realidad se explica

mediante los números. ¿Cómo llegó a esta conclusión?

Pitágoras creía en la transmigración de las almas o reencarnación. Según esta creencia el

alma es inmaterial e inmortal y se encarna en un cuerpo animal o humano, y al morir éste el alma

pasa a habitar en otro cuerpo. Por eso quienes creen en la reencarnación perciben un parentesco

entre todos los seres vivos, sienten compasión por los animales y no comen carne.

Quienes creen en la reencarnación consideran también que la vida, que conlleva

sufrimiento y dolor, es un mal del que hay que liberarse, y lo que pretenden es salir de ese ciclo

continuo de muertes y nacimientos para vivir como almas inmateriales sin reencarnarse más. Para

lograr este objetivo es preciso vivir en armonía con el cosmos, cultivar en el interior de uno mismo

la armonía que existe en el universo. De ahí que Pitágoras y la secta que fundó, llamada comunidad

pitagórica, interpretaran la realidad a través del concepto de armonía y se dedicaran al estudio

de la armonía.

Los pitagóricos encontraron armonía en diversos ámbitos de la realidad -en la belleza, en

la salud, en la vida moral, en la sociedad o en la música-, y observaron que en cualquiera de esos

ámbitos la armonía viene dada por una proporción entre partes: la belleza es el resultado de una

proporción entre formas, la salud de una proporción entre humores del cuerpo, la perfección

moral procede de la justa proporción de las pasiones, la justicia social de la adecuada jerarquía y

proporción entre las clases, y la armonía en la música es el resultado de la proporción entre

tiempos y notas. La armonía, por la tanto, es una proporción entre partes, y la proporción es una

relación entre números. De ahí que la armonía del universo, esa armonía que el alma debe imitar

para lograr salir de la cadena de reencarnaciones, sea una cuestión de números, y por eso los

pitagóricos dicen que el universo está constituido por números y cultivaron las matemáticas; a

Pitágoras debemos el famoso teorema que lleva su nombre.

La secta pitagórica se extendió por Grecia y Egipto, y algunas comunidades de iniciados

buscaron el poder político para imponer una reforma moral en la sociedad con vistas a alcanzar la

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armonía, considerada el mayor bien.

La transmigración de las almas, la importancia de las matemáticas y la política como medio

de alcanzar la armonía social fueron ideas que influyeron en Platón.

Heráclito y Parménides

Heráclito observó que todas las cosas están en perpetuo movimiento, que fluyen y se

transforman sin parar, y afirmó que esa realidad que fluye es un proceso continuo llamado

Devenir y que su principal característica es el cambio.

Una cosa cambia porque deja de ser lo que era o se convierte en lo que no era, por lo cual

la realidad es una conjunción de contrarios, una rueda imparable de creación y destrucción,

nacimiento y muerte que hace decir a Heráclito que “la guerra es el padre y el rey de todas las

cosas”. El símbolo de ese constante fluir del devenir es el fuego; el fuego es en el pensamiento

de Heráclito una metáfora de la realidad, no un elemento de la naturaleza que genera a los demás

como sucede con el agua o el aire en el pensamiento de Tales y Anaxímenes.

Parménides no aceptó el pensamiento de Heráclito. La conjunción de contrarios, el que una

cosa sea y deje de ser o que no sea y empiece a ser le parecía inaceptable desde el punto de vista

de la razón. Creyó que las cosas son y no son, es decir, cambian, en el mundo del devenir que

observamos con los sentidos, pero afirmó que ese mundo es una apariencia y que existe otra

lógica según la cual las cosas son lo que son de modo permanente e inmutable. Sin esa otra lógica

la realidad se nos va de las manos y no podemos saber en qué consiste ni entendernos acerca de

ella. Por eso Parménides llegó a la conclusión de que los sentidos, con los que percibimos el devenir

y con los que abordamos la realidad desde múltiples perspectivas y nos hacemos de ella

diferentes opiniones, nos conducen al error, al engaño y a la incomunicación. La verdad es una sola,

es la misma para todos, no está sometida al cambio ni varía según la perspectiva de quien la

estudia, por lo que debemos mirar la realidad con los ojos de la razón y no dejarnos engañar por

las apariencias que nos proporcionan los sentidos. De este modo Parménides despreció los

sentidos y el devenir cambiante y afirmó que existe una realidad inmutable y única para todos que

se percibe con la razón. Este desprecio de los sentidos y del mundo que observamos con ellos y

la institución de un mundo superior y verdadero al que se accede por la razón inauguró en el

pensamiento occidental un dualismo que terminó imponiéndose en lo sucesivo en la filosofía.

Los pluralistas

Se denomina así a filósofos que interpretaron la naturaleza tratando de combinar las

apreciaciones de Heráclito y Parménides acerca de la realidad. Según Heráclito la realidad es

cambio constante y según Parménides es inmutable, por lo que los pluralistas dijeron que en la

naturaleza las cosas suceden por mezcla y separación, es decir, cambio, de elementos inmutables.

Según Empédocles los elementos inmutables de la naturaleza son el agua, el aire, la tierra

y el fuego, y las cosas cambian porque esos elementos se unen y se separan. Esos elementos se

unen o atraen por la fuerza del amor, y se separan o repelen por la fuerza del odio.

Para Anaxágoras los elementos inmutables de la naturaleza son semillas o espermas, que

se unen y separan por una racionalidad cósmica llamada nous. Anaxágoras dijo también que el sol

no es un dios sino una bola de fuego.

Los atomistas, Leucipo y Demócrito, dijeron que la naturaleza está compuesta por átomos,

y que los átomos se unen y se separan por la fuerza del azar.

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La filosofía en la democracia ateniense

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La filosofía en la democracia ateniense

-La democracia ateniense

-Los sofistas

-la educación

-la retórica

-el relativismo moral

-la religión

-Sócrates

-la educación

-la dialéctica

-los males de la democracia

-el juicio

-la muerte

La democracia ateniense

La filosofía adquirió gran importancia en la vida ciudadana cuando los atenienses, en el siglo V a.

C., instituyeron la democracia.

Grecia era en ese entonces un conjunto de polis o ciudades-estado. Cada ciudad era un

Estado con su régimen político y sus leyes, aunque todas compartían una misma cultura, pues la

lengua, la religión y la poesía de Homero eran comunes a todas las polis. Una persona era

espartana o tebana o ateniense, y todas ellas eran griegas, pertenecían a la Hélade, nombre con

que se conocía a Grecia como comunidad cultural; los no griegos del resto del mundo eran

bárbaros, considerados gente inferior.

La sociedad de cada polis estaba formada por aristócratas o nobles, el pueblo, llamado

demos, y los esclavos. Los nobles eran libres, ricos y vivían en el ocio; poseían tierras y esclavos

que trabajaban para ellos. Los miembros del demos eran libres y generalmente pobres, no eran

propietarios de tierras ni de esclavos y trabajaban en la agricultura o desempeñando oficios

para subsistir; los campesinos tenían que pagar a los aristócratas por ocupar la tierra que

cultivaban, y cuando no podían hacerlo se convertían en esclavos. El gobierno era ejercido por un

rey o por los aristócratas, nunca por el demos, y también eran los nobles quienes componían el

ejército, pues en aquella época la guerra estaba bien considerada y era una fuente de gloria y

honor. El pueblo no participaba, pues, del gobierno ni del ejército.

En el siglo V a. C. los atenienses derrocaron la oligarquía, que significa gobierno de los

grandes, e instituyeron la democracia, una organización política en la que todos los hombres

libres, pertenecieran a la nobleza o al demos, se consideraron iguales a la hora de gobernar.

Esta igualdad política fue posible porque un legislador llamado Solón abolió la esclavitud por

deudas, y también porque en las guerras médicas contra los persas los nobles necesitaron que el

demos tomara las armas y se incorporara al ejército; tras la victoria griega, el demos de Atenas

exigió y obtuvo el derecho a gobernar.

En la democracia ateniense los ciudadanos se gobernaban a sí mismos haciendo y

obedeciendo leyes que proponían, debatían, votaban y aprobaban en asambleas. La asamblea, que

se reunía semanalmente, tenía poder absoluto para decidir todos los asuntos relativos a la

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colectividad, desde el precio del grano hasta hacer una guerra o establecer el culto a un nuevo

dios. También la justicia era ejercida por todos los ciudadanos; todos los ciudadanos eran

jueces, y por sorteo formaban parte durante un año de tribunales de justicia compuestos por

quinientos miembros.

Los nobles vivían en el ocio y disponían de tiempo para ejercer sus funciones políticas y

judiciales de ciudadanía, pero muchos miembros del demos tenían que trabajar y no estaban por

tanto en igualdad de condiciones respecto a los nobles para desempeñar sus labores como

ciudadanos. Por ello la democracia instituyó para los pobres un subsidio por ciudadanía, les

pagaba por ir a la asamblea y por formar parte de los tribunales, de modo que pudieran trabajar

menos y disponer también de tiempo para desempeñar las actividades públicas. El Estado

ateniense pudo hacer esto porque era rico, ya que Atenas tenía colonias que pagaban impuestos.

Cuando estas colonias se independizaron y Atenas se empobreció por esta causa y también por

los gastos de la guerra del Peloponeso contra Esparta, que duró veinticinco años, el subsidio por

ciudadanía se obtuvo de impuestos que los nobles se vieron obligados a pagar y terminó por

abolirse, con lo cual la vida de los ciudadanos pobres en poco se diferenció de la de los esclavos,

siendo ésta una de las circunstancias por las cuales la democracia terminó por morir.

En la democracia ateniense los ciudadanos se gobernaban a sí mismos y gobernaban

todos, pero no todos los habitantes de Atenas tenían la condición de ciudadanos, de la que

gozaban solo los varones libres; las mujeres libres, los extranjeros y los esclavos de ambos

sexos no eran ciudadanos. Los extranjeros o metecos eran griegos no atenienses procedentes

de otras polis; eran ricos y se establecían en Atenas para dedicarse al comercio, la navegación,

la educación o el arte; estaban bien considerados y gozaban de prestigio social, pero no se les

concedió ningún derecho político ni ningún derecho de propiedad: no podían ir a la asamblea ni

participar en los tribunales, ni podían comprar terreno alguno en suelo ateniense. Para ser

ciudadano había que ser varón hijo de padre y madre atenienses.

Juzgando estos hechos sin anacronismo, con los valores de entonces y desde la realidad

social de la Antigüedad, la democracia ateniense supuso un gran avance en la humanidad al

considerar por primera vez en la historia que todos los hombres libres, no solo los nobles y los

ricos, eran iguales y tenían los mismos derechos y deberes como ciudadanos.

En toda democracia el poder político viene dado por la palabra, es decir, la influencia que

una persona o grupo tenga para lograr que se convierta en ley lo que le parece que está bien

depende de su capacidad para expresar con fuerza y claridad su opinión acerca de los asuntos

que se debaten; esta es una condición imprescindible para influir en los demás y convencerlos,

logrando así que una opinión se convierta en mayoritaria. Por eso en la democracia ateniense la

participación e influencia en los asuntos políticos requería que los ciudadanos tuvieran cultura y

supieran hablar. Eso sucede en toda democracia; toda democracia digna de tal nombre requiere

que los ciudadanos sean cultos, motivo por el cual el fundamento de esta organización social y

política es la educación de los ciudadanos.

Saber hablar era imprescindible también para tener poder e influencia en los asuntos

judiciales. En la democracia ateniense no existía la especialización en los diferentes papeles que

se desempeñan en la justicia: los jueces, como dijimos, eran ciudadanos que por sorteo y

anualmente constituían los tribunales, y no existía el cargo de fiscal o de abogado defensor;

quien denunciaba a otro y lo llevaba a juicio lo acusaba directamente, y los acusados se

defendían a sí mismos.

Por ello en la democracia ateniense los ciudadanos necesitaban dominar la palabra, ser

diestros en el arte de hablar bien, llamado elocuencia, oratoria o retórica. En un principio había

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especialistas en el arte de la palabra, los logógrafos, a quienes acudían los ciudadanos incultos

cuando querían influir en la asamblea en asuntos que les concernían o cuando necesitaban acusar

a alguien en un juicio o defenderse de una acusación. Los logógrafos componían un discurso

adecuado a lo que su cliente quería conseguir y éste se lo aprendía de memoria, pues en aquel

entonces la escritura era una adquisición reciente, la cultura era sobre todo oral y la memoria

estaba muy desarrollada en las personas. Pero en el transcurso de la democracia apareció otro

tipo de profesionales de la palabra, especialistas no en componer discursos sino en dar cultura y

en enseñar oratoria a los ciudadanos que lo requirieran, de modo que éstos fueran autónomos a

la hora de desempeñar sus actividades cívicas. Estos profesionales de la palabra fueron los

sofistas.

Los sofistas

Los sofistas, figuras importantísimas de la democracia antigua, eran extranjeros que se

establecían en Atenas para educar a los ciudadanos, dotándoles de las herramientas necesarias

para desenvolverse en ese sistema político. De este modo transformaron la educación

tradicional.

La educación que hasta entonces se impartía estaba reservada a los nobles, cuyos niños

eran instruidos en casa por un preceptor en lectura, aritmética, música, gimnasia y en la poesía

de Homero; si los jóvenes querían dedicarse a la política eran iniciados en ese arte por algún

estadista amigo de la familia. Esta educación funcionaba en sociedades aristocráticas, donde se

considera que la virtud cívica o capacidad de ser un buen ciudadano, es decir, la aptitud para

desempeñar con eficacia las actividades públicas, es algo que se adquiere, como las propiedades

materiales, porque se hereda.

Los sofistas transformaron radicalmente esta concepción y práctica de la educación. En

su mentalidad la virtud cívica no se adquiere porque se hereda sino porque se aprende, y todo

aquel que se afane en ello puede adquirirla; según ellos el buen ciudadano no nace, se hace; no es

el linaje sino la educación lo que hace a un hombre capaz de desempeñar bien sus funciones

cívicas. Por eso enseñaban en la calle, no en las casas, a todo aquel que quisiera aprender, y

cobraban por sus servicios. En la Antigüedad el dinero no tenía el valor ni el prestigio de que

ahora goza; los ricos lo eran por su sangre, por sus tierras y por sus esclavos, no por su dinero;

el dinero era la riqueza de las clases populares que desempeñaban oficios y estaba considerado

como bajo e innoble; por otra parte, la sabiduría era para los griegos lo más alto y noble a lo que

un hombre puede aspirar, y mezclarla con el dinero pareció inaceptable a muchos; de ahí que los

sofistas, que ofrecían sabiduría a cambio de dinero, fueran apodados “prostitutos del saber”.

Los sofistas enseñaban a sus clientes cultura general y elocuencia, es decir, el arte de

hablar bien, denominado, como dijimos, retórica u oratoria.

La retórica consiste en argumentar la propia opinión y en descalificar con argumentos

las opiniones contrarias. El objetivo de este arte de la palabra no es alcanzar la verdad sino

persuadir, es decir, convencer a otros de la opinión que uno tiene de las cosas, así como

escuchar las opiniones de otros y, en caso de que nos convenzan, cambiar la propia. La retórica

no busca la verdad sino la persuasión. Los sofistas creían que no existe una verdad sino distintas

opiniones acerca de las cosas, y que la palabra sirve para fundamentar, defender y desechar

opiniones. Negar que existe la verdad, o que la verdad pueda conocerse en caso de existir, es

una forma de ver el conocimiento, una postura epistemológica que se denomina escepticismo, y

se opone a la postura epistemológica, denominada dogmatismo, que afirma que existe una verdad

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y puede conocerse. Los sofistas eran, por tanto, escépticos.

Tampoco creían los sofistas que el bien y el mal -los valores morales- sean universales,

es decir, únicos, absolutos e iguales para todos; según ellos esos valores son particulares,

relativos a cada hombre o comunidad de hombres, múltiples y variables de un hombre a otro o de

una comunidad a otra. Esta postura ética se denomina relativismo moral y se opone al

dogmatismo moral, que considera que el bien y el mal son universales. Quienes creen que los

valores morales son los mismos para todos fundamentan el bien y el mal en la religión, la ciencia,

la tradición o el modo de ser de las cosas, es decir, consideran que algo es bueno o es malo

porque así lo califican los dioses y sus sacerdotes, los expertos, los antepasados, o porque las

acciones y las cosas son intrínsecamente buenas o malas.

Los sofistas, relativistas éticos, creían que el origen de los valores morales es el

hombre, que “el hombre es la medida de todas las cosas”. Es cada hombre y cada colectividad de

hombres quien, en virtud de lo que considera conveniente o perjudicial, califica las cosas y las

acciones como buenas o malas. Hay pueblos, decían los sofistas, que consideran bueno el incesto

y lo convierten en norma para las clases nobles, y otros que repudian dicha práctica; cosas

aparentemente evidentes, como que matar es malo o que un veneno perjudica, no lo son tanto si

atendemos a casos en que alguien mata en defensa propia o en que un veneno, nefasto para una

persona sana, remedia sin embargo el padecer de otra enferma. El bien y el mal no son, pues,

propiedades de las cosas sino de nuestras relaciones con ellas, no son absolutos sino relativos.

Además, las cosas no son buenas o malas como son duras o amarillas; la dureza o el color son

cualidades objetivas que las cosas poseen intrínsecamente, pero el bien y el mal no son

cualidades de las cosas sino calificativos que nosotros les añadimos, por lo que los valores

morales no son objetivos sino sujetivos.

Lo mismo que dicen de las normas morales lo afirman los sofistas de las leyes políticas,

que varían de una comunidad a otra. Es el hombre y no la naturaleza quien hace las normas por

las que regirse en sociedad. Las leyes no vienen dictadas por la naturaleza, no son naturales, son

producto de acuerdos que los hombres convienen, son convencionales. También en cuestiones

sociales y políticas “el hombre es la medida de todas las cosas”.

En Grecia -y así fue en todo el mundo hasta el siglo XVIII- la religión era una cuestión

de Estado y no una creencia que los individuos profesan libremente. Para tomar decisiones

políticas se invocaba a los dioses y se buscaba su consentimiento, de modo que los actos

públicos, incluida la asamblea, empezaban con ceremonias a uno o varios dioses, puesto que la

religión griega era politeísta. Uno de los rituales de esas ceremonias era la mántica o

adivinación.

Los sofistas no participaban de esta mentalidad y criticaron la religión de distintas

maneras:

-Protágoras decía que no se puede saber con certeza que los dioses existan ni tampoco

que no existan. La verdad acerca de los dioses es según este filósofo irresoluble, puesto que la

vida es muy breve para dilucidar un asunto tan oscuro. Esta postura religiosa, que mantiene que

no podemos demostrar ni la existencia ni la inexistencia de los dioses, se llama agnosticismo.

-Pródico era ateo. Decía que los dioses son en realidad hombres, hombres que hicieron o

descubrieron algo que fue beneficioso para todos y fueron honrados por ello con el rango o

categoría de dioses.

-Critias también era ateo. Según él los dioses son una invención de los gobernantes, útil

para que la gente obedezca las leyes y no cometa delitos incluso cuando nadie los ve. Esta

consideración de los dioses como instrumentos del Estado se denomina teoría utilitarista de la

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religión, y la mantuvo también Maquiavelo veinte siglos después, en el Renacimiento.

- Casi todos los sofistas criticaron la mántica, calificaron esta práctica como una forma

de superstición.

No creer en los dioses o desacreditar la religión era un grave delito que se pagaba con la

muerte. Por ello Protágoras tuvo que salir de Atenas, muriendo, por esas ironías de la vida, por

huir de la muerte, ya que el barco en el que huía naufragó. Anaxágoras, que no era sofista, fue

denunciado por decir que el sol es una bola de fuego y no un dios, y también fue denunciado

Sócrates por no creer en los dioses de la ciudad.

Sócrates

Era hijo de un escultor y de una partera, por lo que pertenecía al demos. Se cuenta que

se dedicó a la filosofía para resolver una sentencia del oráculo de Delfos, santuario del dios

Apolo, que le resultó enigmática. En dicho oráculo una sacerdotisa o pitonisa escuchaba las

cuestiones que los creyentes planteaban, entraba en trance para comunicarse con Apolo y luego

transmitía la respuesta del dios a la cuestión planteada. Lo que llevó a Querofonte -amigo de

Sócrates- al oráculo de Delfos fue saber quién era el más sabio de los hombres, y la respuesta

de la pitonisa tras su trance fue que el más sabio de los hombres era Sócrates. Cuando Sócrates

lo supo pensó lo siguiente: ¿Cómo puede decir Apolo que yo soy el más sabio de los hombres si yo

sólo sé que no sé nada? Y, puesto que Sócrates creía que los dioses no mienten, inició su vida

pública para indagar qué es lo que él sabía que los demás no supieran.

Sucediera realmente o no este episodio, y fuera o no éste el motivo que le incitó a

filosofar, lo cierto es que Sócrates pululaba al igual que los sofistas por las calles de Atenas

como educador de los ciudadanos. Pero Sócrates no cobraba por enseñar ni enseñaba lo mismo

que los sofistas.

Sócrates enseñaba por amor, no por dinero, a discípulos, jóvenes aristócratas, que

acudían a él movidos por el afán de saber. Aunque de aspecto feo, poco agraciado y desaliñado,

y aunque era objeto de burlas y chistes por parte de sus conciudadanos, Sócrates tenía una vida

interior intensa y una personalidad arrolladora; su carisma y su magnetismo fascinaban a sus

discípulos, que estaban unidos al maestro por inquietud intelectual y por fuertes lazos de

afecto.

Sócrates buscaba, como los sofistas, formar buenos ciudadanos, educar a los atenienses

en la ciudadanía, capacitarles para el correcto desempeño de la vida pública y política. Pero no

enseñaba retórica y la criticaba. Sócrates disentía de la manera sofista de educar porque, a

diferencia de los sofistas, él sí creía que hay un verdad y un bien común por encima de los

distintos intereses y opiniones, y creía que a ese bien común se llega haciendo uso de la razón.

La palabra era también para él el centro de la vida pública y el objetivo de la educación, pero

creía que los ciudadanos deben hablar bien no para persuadir a los demás de la propia opinión,

sino para buscar entre todos, usando la razón y dialogando, el verdadero bien común por encima

de los intereses y opiniones de cada cual. Para Sócrates enseñar consistía en desarrollar la

razón de los ciudadanos mediante el diálogo, y por eso su método recibe el nombre de Dialéctica.

Para llegar al bien común el método dialéctico sigue dos tramos o pasos, tiene dos

momentos: en primer lugar los ciudadanos deben hacerse conscientes de su ignorancia, es decir,

de que sus opiniones, convicciones y juicios acerca de lo que es bueno y conveniente para todos

no están fundados en la verdad ni en la razón; una vez que sepan esto, estarán preparados para

el segundo paso, que consiste en construir, dialogando racionalmente, un verdadero bien común.

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El primer paso del método de Sócrates consiste, pues, en desmontar las creencias y opiniones no

fundadas en la razón que los ciudadanos mantienen, y el segundo paso en construir entre todos

el bien común mediante la razón.

Para desmontar las opiniones fundadas en intereses particulares y en prejuicios y no en

la razón, Sócrates interrogaba a los atenienses sobre los conceptos que utilizaban en la vida

pública y en particular en la asamblea -el valor, la amistad, lo conveniente o la piedad-,

demostrándoles que en realidad no sabían definir esos conceptos y por tanto no sabían en qué

consistían. Por ejemplo, a un ciudadano que había defendido en la asamblea que todos debían ir a

la guerra porque así lo mandan el valor y la dignidad, Sócrates le preguntaba qué es el valor y

qué es la dignidad; el ciudadano interrogado respondía, y Sócrates, con argumentos lógicos, le

hacía ver que en realidad no sabía qué es el valor o qué es la dignidad, que no había pensado a

fondo en lo que decía, que usaba esos conceptos porque “se usan”, sin examen propio ni crítica,

que sus juicios eran en realidad prejuicios basados en la tradición, la costumbre o la moda y no

en la razón y que, aunque creía saber de lo que estaba hablando, en realidad no lo sabía. De este

modo Sócrates comprendió que, en efecto, era el más sabio de los hombres, pues era el único

que no sabiendo nada era consciente de su ignorancia, mientras los demás eran ignorantes pero

no lo sabían.

Para construir entre todos el bien común es necesario saber de qué hablamos cuando

hablamos, referirnos todos a lo mismo cuando usamos las palabras, es necesario saber qué

significan las palabras que usamos, definirlas. Para definir las palabras Sócrates dice que

debemos partir de las cosas concretas y particulares, por ejemplo un cuadro bello, una flor

bella o un bello efebo, y llegar a los conceptos, abstractos y generales, en este caso al concepto

de belleza. Si manejamos conceptos que todos entendemos por igual podremos contrastar la

realidad con ellos; por ejemplo, si sabemos lo que es la belleza podremos saber si determinado

cuadro es bello o no, o si sabemos qué es la justicia podremos saber si determinada acción o

decisión es o no justa, y estaremos todos de acuerdo. De este modo conoceremos la realidad en

lugar de limitarnos a opinar sobre ella, y las decisiones que tomemos colectivamente serán

racionales, no pasionales o interesadas por parte de algunos que demagógicamente las imponen

sirviéndose de la retórica; serán decisiones unánimes que responderán al bien común y no a los

intereses de algunos o de la mayoría. Sólo de este modo la democracia tiene futuro en lugar de

ser, como era y es, un nido de corrupción, algo inevitable cuando los ciudadanos no comprenden

en qué consiste el bien común y persiguen su interés particular en primer lugar y por encima de

todo.

La vida pública de Sócrates como filósofo consistía en despertar la razón en los

ciudadanos de la democracia para que resolvieran los asuntos públicos de manera sensata y

reflexiva. Este proceder resultaba molesto a los atenienses, que apodaron a Sócrates “el tábano

de Atenas”, apodo que el filósofo recibió de buen grado, pues dijo que Atenas era un caballo

perezoso y enfermo que él acicateaba para que sanara y diera lo mejor de sí.

Las enfermedades o males que Sócrates detectó y criticó en la democracia son los

siguientes:

-Los ciudadanos buscan a través de la política riqueza, fama o poder, no el bien común.

-El consenso o acuerdo colectivo acerca de las cosas públicas no se obtiene dialogando

racionalmente sino mediante la demagogia, que consiste en convencer a todos mediante una

buena oratoria de que el bien particular de quien habla es el bien común, de que lo que conviene a

quien habla conviene a todos.

-Se confunde la deliberación con la injuria. Deliberar consiste en estudiar un asunto,

analizarlo e intercambiar razones sobre cómo resolverlo. Pero en democracia no suelen

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abordarse los problemas de este modo; no se atiende a qué sucede y a qué se dice sobre lo que

sucede sino sobre todo a quién lo dice, y así el “diálogo” político, más que resolver problemas, lo

que busca sobre todo es descalificar al contrario.

-La ciudadanía a veces se considera por encima de la ley y la transgrede, lo cual genera

caos y desorden social. Es cierto que en democracia todos los ciudadanos hacen la ley

decidiéndola por mayoría en la asamblea, pero esa ley está por encima de todos los ciudadanos,

que deben obedecerla hasta que la cambien o deroguen por el procedimiento regular.

-Los ciudadanos no saben razonar, por lo que utilizan frecuentemente falacias, es decir,

razonamientos falsos y engañosos con apariencia de verdaderos, para defender sus opiniones.

-La vida política en la democracia es una competencia y una pugna por el poder y no la

cooperación entre los ciudadanos en pro de la mejor vida posible para todos.

Sócrates creía que estos males se eliminarían o menguarían si los ciudadanos cultivaran

el razonamiento correcto, el pensamiento propio y el bien común, es decir, si hicieran de la

política un diálogo digno y coherente basado en la deliberación y la cooperación. Pero a la vez

dudaba de que los ciudadanos quisieran realmente hacer política de esta forma y movidos por

estas metas, por lo que afirmó que la democracia y en general la política está corrompida y solo

es capaz de generar más corrupción, por lo que incitaba a la abstención política y jamás participó

en la asamblea.

En el año 399 a. C. Sócrates fue denunciado por tres ciudadanos, Anito, Mileto y Licón,

que recogiendo un sentir popular le acusaron de dos cargos o delitos: ateísmo por no creer en los

dioses de la ciudad y corrupción de la juventud. Su juicio, como todos, corrió a cargo de un

tribunal popular compuesto por quinientos miembros, de los cuales, tras llevarse a cabo la

acusación y la defensa reglamentarias, 220 votaron a su favor y 280 en contra suya, por lo que

por mayoría Sócrates fue considerado culpable de los delitos que se le imputaban y condenado a

muerte.

Sócrates fue acusado porque era un personaje incómodo, un ciudadano molesto. No

pertenecía a los defensores de la democracia ni a quienes se oponían a ella, que eran las dos

facciones en que se encuadraba cualquier ciudadano “normal”. Era independiente políticamente,

tenía sed de razón, no de poder, era muy crítico con el funcionamiento de la democracia y

además muy insolente con sus conciudadanos, pues no tenía reparos en ridiculizarlos

públicamente cuando demostraba con sus interrogatorios que eran unos ignorantes. Además,

algunos de sus discípulos estuvieron implicados en dos golpes de Estado que se llevaron a cabo

para derrocar la democracia y restaurar la oligarquía, y aunque Sócrates no estuvo de acuerdo

con los golpes de Estado y predicaba que las leyes no se cambian con la violencia, mucha gente

atribuyó la conducta política de sus discípulos a sus enseñanzas.

Por otra parte, en el 399 a. C. ya había finalizado la guerra del Peloponeso entre Atenas

y Esparta, pero Atenas estaba exhausta y empobrecida por veinticinco años de una guerra que

además perdió. En tales circunstancias son frecuentes los disturbios, la histeria, el miedo a lo

nuevo y el afán de seguridad; las sociedades padecen en momentos así un malestar emocional

grave y muy extendido que las conduce a buscar chivos expiatorios, es decir, gente a la que

culpar de todos los males. Y los chivos expiatorios fueron en ese momento los reformadores de

la educación, los filósofos que criticaban las tradiciones y las creencias comunes, tenían una

mentalidad laica y educaban a los jóvenes de un modo radicalmente nuevo. De ahí que

Protágoras, Anaxágoras, Eurípides, Sócrates y muchos otros fueran denunciados ante la

asamblea más o menos por la misma época.

De todas formas y manteniendo lo dicho, Sócrates murió porque en el fondo quiso, ya

que podía haber eludido la condena. En primer lugar podía haberse defendido durante el juicio

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con un discurso destinado a infundir clemencia en sus jueces, pero Sócrates no hizo ninguna

concesión al sentimentalismo; por el contrario, lo que dijo en su discurso de defensa fue que era

un ciudadano irreprochable, que sus jueces eran ignorantes a los que no reconocía el derecho de

juzgarle y que la “pena” que merecía su conducta era ser tratado como los vencedores de los

juegos olímpicos. En segundo lugar Sócrates podía haber huido como Protágoras, o pagado una

fuerte suma para librarse de la muerte, suma que sus discípulos reunieron, pero no aceptó una

cosa ni la otra porque mantenía que las leyes deben cumplirse siempre y en todo caso, y fue

coherente con esta convicción hasta el final. Es probable que, teniendo setenta años y la amarga

vejez por delante, decepcionado de algunos de sus discípulos más queridos y desesperanzado

acerca de la capacidad de los hombres para vivir dignamente, Sócrates, que no tenía miedo a la

muerte, no tuviera tampoco apetito de vivir y considerara que aquel era un buen momento para

morir. Para los griegos la vida no terminaba por la decadencia del cuerpo sino por la indignidad

de la existencia, y es probable que, por los motivos expuestos, Sócrates determinara que sus

días habían llegado hasta allí. Por eso, con absoluta serenidad, ingirió cicuta, veneno con que se

ejecutaba a los ciudadanos de su condición, un amanecer en su celda rodeado de discípulos

impresionados y entristecidos. Uno de estos discípulos era Platón.

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Platón

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PLATÓN

-Introducción

-La realidad

-El conocimiento

-Anámnesis o reminiscencia

-El proceso del conocimiento o Dialéctica

-El filósofo rey

-El mito de la caverna

-El ser humano y la ética

-La política

-La ciudad ideal

-regímenes políticos

Introducción

Platón quería y admiraba a Sócrates como a ninguna otra persona, y sus enseñanzas y su muerte

influyeron mucho a la hora de desarrollar su propio pensamiento sobre la verdad, la razón, el

bien y la política. Aunque creía que la democracia era el más hermoso de los regímenes políticos,

Platón pensaba que los ciudadanos carecen de racionalidad y sabiduría para llevarla a cabo.

Tras la muerte de Sócrates, Platón se fue de Atenas; su vida peligraba a causa de la

vinculación a su maestro y además quería seguir su formación con otros filósofos. Estuvo en

varias polis griegas y también en Egipto, frecuentando comunidades pitagóricas y aprendiendo

de otros maestros. De regreso a Atenas se dedicó a escribir. Escribir había sido siempre su

vocación; su ambición era ser poeta trágico, pero su encuentro con Sócrates le inclinó a la

filosofía. Sus obras tienen estilo literario, algo de lo que carecen casi todas las obras de

filosofía.

Platón expone su pensamiento en forma de diálogo entre personajes reales de la vida

ateniense, el principal de los cuales es siempre Sócrates. Con ello revive hasta el fin de su vida

sus días con el maestro y afirma la postura socrática de que la verdad se construye dialogando.

Sócrates rechazaba explícitamente la escritura y jamás escribió; le parecía imprescindible la

interacción en vivo entre los interlocutores; según él la escritura hace confundir el saber con la

erudición, y el lector corre el peligro de repetir los pensamientos escritos, tomarlos por

autoridades, aceptarlos sin crítica y no pensar por sí mismo. Platón no cree lo mismo puesto que

sí escribe, pero, dado que su escritura reconstruye la oralidad, de algún modo permanece en

este punto fiel a Sócrates.

La realidad

La realidad consta para Platón de dos mundos, el mundo sensible y el mundo inteligible.

El mundo sensible es éste en el que estamos, el mundo empírico (empiria en griego significa

experiencia) que percibimos y experimentamos con nuestros sentidos. En el mundo sensible hay

cosas sensibles, entendiendo por tales todo cuanto hay en la naturaleza, a la que el hombre

pertenece; por ejemplo, una persona, un volcán, un pájaro o un coche son cosas sensibles. Las

cosas sensibles son particulares, contingentes, cambiantes, perecederas, finitas, corruptibles e

imperfectas; esas son las características propias de este mundo en que vivimos, el mundo de la

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naturaleza y de lo humano. Pero dice Platón que además de este mundo existe otra realidad: el

mundo inteligible.

El mundo inteligible es aquel que percibimos con la inteligencia, con la razón. En él no hay

cosas sensibles sino ideas, por ejemplo la idea de blancura, de belleza o de justicia, la idea de

mesa o de caballo. A diferencia de las cosas sensibles, las ideas son universales, necesarias,

inmutables, imperecederas, eternas, incorruptibles y perfectas, y la principal entre todas ellas

es la idea de Bien. Platón afirma que, como las cosas sensibles, las ideas existen objetivamente,

son entidades que existen independientemente de nosotros, es decir, que no solamente están en

nuestra mente sino que existen por su cuenta, las conozcamos o no.

Hecha esta división de la realidad en dos mundos, Platón añade que las ideas constituyen

la realidad auténtica, la realidad primera y superior, la que existe por sí misma, y que las cosas

sensibles se derivan de las ideas, reciben su existencia de las ideas, por lo que el mundo sensible

constituye una realidad secundaria, una realidad derivada, inferior. ¿Cómo se derivan o “nacen”

las cosas sensibles a partir de las ideas?

Las ideas existen por sí mismas desde toda la eternidad y las cosas sensibles son copias,

imágenes o imitaciones de esas ideas. El hacedor del mundo sensible es el Demiurgo, un ser

semidivino que, tomando como modelo las ideas, va dando forma a la materia, modelando en la

materia las cosas sensibles a imagen y semejanza de las ideas. De este modo las cosas sensibles

existen porque participan de las ideas. Sin las ideas no existirían.

Nosotros los humanos estamos en el mundo sensible y lo captamos con nuestros

sentidos, pero nuestra razón nos permite captar las ideas, contemplarlas. Como las ideas

constituyen la realidad verdadera, y como el conocimiento consiste en ver la verdad, para

nosotros conocer significa captar las ideas mediante la razón. Y como la principal de entre todas

las ideas es la idea de Bien, el conocimiento tiene la función de que vivamos mejor.

El conocimiento

Anámnesis o Reminiscencia

Según Platón, que cree al igual que Pitágoras en la reencarnación, nosotros tenemos

cuerpo y alma. El cuerpo es material y mortal pero el alma no; el alma es inmaterial y eterna y

pertenece al mundo de las ideas, vive entre las ideas y las contempla. Y sucede que el alma se

encarna en un cuerpo y así baja al mundo sensible, y que al encarnarse olvida lo que ha visto,

olvida las ideas, sufre una amnesia, que en griego se dice ámnesis. Por eso conocer es recordar

las ideas que el alma ya ha visto, “desolvidar” lo olvidado, anámnesis, que se traduce como

“reminiscencia”. Por ello dice Platón que el conocimiento es reminiscencia, anámnesis, que

conocer consiste en recordar, en volver a ver unas ideas que el alma ya ha visto antes de

encarnarse. Esas ideas son innatas en nosotros, es decir, nacemos ya con ellas en el alma puesto

que el alma, aunque olvidadas, las ha contemplado y las trae consigo. Las ideas duermen en el

alma desde que nacemos, y conocer consiste en despertarlas indagando dentro de uno y

dialogando con los otros.

El proceso del conocimiento o Dialéctica

Para recordar lo olvidado, para despertar las ideas dormidas y volverlas a contemplar

desde este mundo sensible en el que vivimos es necesario seguir un camino, un proceso, un

método que se llama Dialéctica. Se trata de un camino que asciende desde el mundo sensible

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hasta el mundo de las ideas. Este camino sube desde la ignorancia hasta el conocimiento y es

como una línea vertical con varios tramos que es necesario recorrer. De ahí que digamos que

Platón describe el proceso del conocimiento mediante el símil de la línea, que consiste en lo

siguiente:

Nosotros estamos en el mundo sensible y somos ignorantes. Si queremos conocer

tenemos que empezar por captar el mundo sensible en el que estamos, y lo captamos mediante la

imaginación y mediante los sentidos.

Mediante la imaginación captamos imágenes de las cosas, nos hacemos de ellas

conjeturas, nos imaginamos cómo son las cosas, sin verlas, sin ir a comprobar lo que creemos de

ellas. Por ejemplo, creemos que tal cosa es blanca, o que tal acción es justa.

Mediante los sentidos observamos las cosas sensibles, las captamos como son en

realidad, comprobamos si nuestras conjeturas eran o no ciertas. Por ejemplo, vemos si

efectivamente tal cosa es blanca o tal acción es justa.

Mediante la imaginación y los sentidos alcanzamos el conocimiento del mundo sensible,

pero ese conocimiento es precario porque las cosas sensibles están siempre cambiando. De ahí

que Platón diga que del mundo sensible no tenemos conocimiento verdadero sino opinión, que es

un logro sobre la ignorancia pero no basta. Opinar que algo es bueno no es lo mismo que saber

con certeza lo que está bien; caben varias opiniones sobre lo mismo, y además cada una de esas

opiniones puede cambiar porque en el mundo sensible las cosas fluyen, no permanecen. La

opinión es el primer tramo en el proceso del conocimiento, pero hay que seguir subiendo,

tenemos que recorrer un segundo tramo mediante el pensamiento y la razón.

Mediante el pensamiento accedemos a los conceptos, que son abstracciones que

obtenemos generalizando las cosas sensibles particulares. Por ejemplo, de muchas cosas blancas

obtenemos el concepto de blancura o de muchas acciones justas el concepto de justicia.

Y mediante la razón vemos directamente las ideas, contemplamos las ideas, en particular

la idea de Bien. Con la razón vemos el Bien, todos entendemos por Bien lo mismo, y ese Bien no

cambia, es duradero, inmutable.

Mediante el pensamiento y la razón sí llegamos al mundo de las ideas y sí alcanzamos el

conocimiento verdadero y el mismo para todos, la verdad. Ese conocimiento verdadero se llama

ciencia, y quien lo adquiere es filósofo.

El proceso dialéctico o camino del conocimiento consta por tanto de dos partes: opinión y

ciencia. La opinión se obtiene usando la imaginación y los sentidos y es mejor que la ignorancia, y

la ciencia se obtiene usando el pensamiento y la razón y es mejor que la opinión, puesto que nos

revela la verdad, inmutable y única para todos.

Platón dice que el proceso dialéctico, ese camino del conocimiento que conduce al Bien,

se recorre por amor, con esfuerzo y mediante el diálogo. Aquel que lo concluye, quien llega a ver

y por tanto a saber lo que es el Bien, es decir, el filósofo, no debe quedarse en esa

contemplación; lo que debe hacer es mostrarles el Bien a los demás, hacer que los demás

también lo vean y lo sigan y así dejen sus opiniones cambiantes y sus prejuicios. Quien contempla

el Bien debe, pues, enseñárselo a los demás, dirigirlos, gobernarlos; por eso dice Platón que el

filósofo debe ser rey o que los reyes deben ser filósofos.

El filósofo rey

Platón puso en práctica estas ideas de dos maneras: trató de iniciar a los gobernantes en

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la filosofía y abrió una escuela para formar sabios que luego fueran capaces de gobernar.

Para iniciar a los gobernantes en la filosofía viajó en tres ocasiones a Sicilia, regida por

Dionisio I y luego por Dionisio II, quienes, dedicados a la vida cortesana, no adquirieron el

interés por el conocimiento y el bien que Platón trató inculcarles; tramaron intrigas contra él e

incluso ordenaron su muerte, pero Platón, avisado por Dion, un amigo que tenía en la corte que

fue por cierto el amor de su vida, logró escapar.

Para formar sabios capacitados para gobernar Platón abrió en Atenas a su regreso de

una de sus estancias en Sicilia una escuela a la que bautizó como Academia, pues la ubicó en un

edificio situado en los jardines consagrados al héroe ateniense Academo. Esta fue la primera

vez en la historia de Occidente en que el conocimiento se enseñó en una institución destinada

específicamente a la educación, de ahí que nuestras instituciones educativas se llamen desde

entonces instituciones académicas. Antes los filósofos, por ejemplo Sócrates y los sofistas,

enseñaban en las calles, plazas, gimnasios y jardines, es decir, la filosofía formaba parte de la

vida pública y ciudadana. Platón encerró la filosofía en un lugar especializado por miedo a que le

sucediera lo mismo que a su maestro Sócrates, y también porque creía que el conocimiento es un

arduo proceso que no está al alcance de todos sino de unos cuantos dispuestos a esforzarse por

amor al Bien. La Academia alcanzó enorme prestigio desde que Platón la abrió y durante toda la

Antigüedad; durante siglos acudieron a ella gentes de todo el mundo culto. La escuela impartía

conocimiento, no títulos; los estudios duraban quince años y se daba gran importancia a las

matemáticas, pues las matemáticas se basan exclusivamente en la razón y por tanto la

despiertan y la nutren. Por eso en la entrada de la Academia estaba escrito el siguiente lema:

“Nadie entre aquí si no es geómetra”.

Además de explicar el proceso del conocimiento de la manera teórica que hemos visto,

Platón lo explica también mediante el mito de la caverna.

El mito de la caverna

En una caverna hay unos hombres encadenados de pies, manos y cuello, mirando a la

pared del fondo de la gruta. En dicha pared se proyectan, a la luz de un fuego que hay detrás,

imágenes de objetos -esculturas de árboles, aves, montañas, etc.- que unos hombres

porteadores pasean sobre sus cabezas por encima de un muro que también está detrás de los

prisioneros. Los prisioneros ven esas sombras en la pared y oyen el eco de las voces de los

porteadores, y creen que esa es la realidad. Pero un prisionero se libera de las cadenas.

Entumecido y con esfuerzo se levanta, y asciende penosa y fatigosamente hacia la luz que ve a la

salida de la cueva. Descubre el muro, los porteadores, el fuego, es decir, el montaje que produce

la realidad que él veía y siguen viendo los prisioneros. Le duelen los ojos, habituados a la

oscuridad; duda si volver donde estaba, cómodo en el fondo; se pregunta si es mejor esta luz

cegadora que aquella apacible oscuridad. Pero sigue subiendo, sale de la caverna de noche para

no cegarse y ve árboles, aves, montañas y lagos a la luz de la luna. Finalmente ve todas esas

cosas a la luz del sol, corre, sube a los árboles, se mete en el lago, es libre y feliz. Entonces

recuerda la prisión y vuelve para decir a sus compañeros que existe un mundo mejor. Tiene que

adaptarse de nuevo a la oscuridad, tropieza, pero llega hasta los prisioneros, les informa del

mundo que hay afuera y les desata. Pero los prisioneros no le creen, se ríen de él porque no ve

bien, discuten y finalmente le matan.

Este mito es una analogía del proceso del conocimiento o Dialéctica:

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-La subida de la caverna a la luz es el camino del conocimiento, arduo y esforzado.

-La caverna simboliza el mundo sensible y el exterior el mundo de las ideas.

-Las imágenes proyectadas en el fondo de la gruta son las conjeturas que nos hacemos

de las cosas sensibles con la imaginación, mientras los objetos que llevan los porteadores

son las cosas sensibles de las que opinamos. Las cosas reales vistas a la luz de la luna son

los conceptos, y esas cosas reales a la luz del sol son las ideas, siendo el sol, que lo

ilumina todo, la idea de Bien, a cuya luz tiene sentido el esfuerzo por conocer.

-El prisionero liberado que sube de las sombras a la luz es el filósofo.

-Los prisioneros son los ciudadanos, y los porteadores que les imponen la visión del

mundo que les conviene son los políticos, en particular los demagogos.

-Si Platón hubiera vivido en una sociedad con nuestra tecnología podría decirse que el

fuego, que permite proyectar las imágenes que crean la realidad, representa a los

medios de comunicación y en especial a la televisión.

-El hombre libre sabio volviendo a la caverna a liberar a los prisioneros simboliza la

función del filósofo, que no se queda solo contemplando el Bien sino lo comunica a sus

conciudadanos.

-Y la escena de los prisioneros discutiendo y matando a quien quería ofrecerles un mundo

mejor simboliza el juicio de Sócrates, condenado a muerte por un tribunal popular de la

democracia ateniense.

Además de esta interpretación del mito relacionándolo con el conocimiento, podemos

hacer de él esta otra lectura:

El mito habla de una existencia encadenada, que es la nuestra por nacer en una sociedad

que heredamos y no elegimos. Si no existiera más que la caverna seríamos esclavos pero felices,

ignorantes y a la vez sabios, pues la sabiduría consistiría en adaptarse a la esclavitud. No

sentiríamos las cadenas como privación de libertad, creeríamos que los ecos son voces y las

imágenes son realidades, viviríamos tranquilos y conformes.

Pero el prisionero liberado descubre el artilugio, descubre que la realidad es un montaje,

que hay engañadores que nos hacen habitar en una realidad inferior y programada desde fuera

de nosotros mismos en la que no somos libres. Ese prisionero liberado llega a otro mundo

esforzándose, por lo que el mito nos enseña que conseguir una vida mejor cuesta y que la

libertad no es lo mismo que el capricho sino más difícil que la esclavitud, y que la libertad, ya que

el hombre libre vuelve a informar a los demás, no es una cuestión individual sino sobre todo

colectiva.

En su último episodio, el de la muerte del liberador a manos de los prisioneros, el mito

nos indica que para liberar a los hombres no es suficiente desatarlos, que ante todo lo que es

necesario es convencerlos, contagiarles el deseo de libertad y de luz. Pero en la sociedad banal

en que vivimos casi todas las personas prefieren que les fabriquen la realidad y las opiniones a

conocer verdadera y directamente las cosas de la realidad. Por eso los prisioneros pueden, pero

no quieren, acceder a la luz, y matan a quien les dice que la luz existe y es alcanzable.

A pesar del pesimismo que el mito encierra, pues presenta a los hombres como seres

mediocres y violentos que ahogan la voz que sabe y rechazan la posibilidad que tienen de vivir

mejor, Platón parece decirnos también que solo la inteligencia y el amor al saber hacen

apetecible este mundo, y que la vida humana es vida, y no condena, porque siempre habrá un

prisionero liberado al que le espera un sol.

El ser humano y la ética

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Platón piensa en el individuo y en la colectividad, y hace un paralelismo entre estas dos facetas

del ser humano.

A nivel individual el hombre está compuesto de alma y cuerpo. El alma es inmortal,

eterna, inmaterial y racional, vive en el mundo de las ideas y se encarna en un cuerpo sensible,

material y mortal que es una cárcel para ella. Cuando el cuerpo muere el alma vuelve al mundo de

las ideas hasta que se encarna en otro cuerpo, pues, como dijimos, Platón cree en la

reencarnación o trasmigración de las almas.

Encarnada en el hombre el alma tiene tres partes, cosa que Platón expresa también

diciendo que el hombre tiene tres almas:

-El alma racional, situada en la cabeza, cuya función es pensar, razonar. La virtud que le

corresponde cultivar al hombre para que esta alma funcione bien es la prudencia.

-El alma irascible o volitiva, situada en el pecho, cuya función es dar energía a las

pasiones nobles de la vida como el valor, la esperanza o la aspiración. La virtud que le

corresponde cultivar al hombre para que esta alma funcione bien es la fuerza de voluntad, la

fortaleza.

-El alma concupiscible, situada en el vientre, cuya función es nutrir los apetitos y deseos

del cuerpo relacionados con el hambre y con el sexo, así como las bajas pasiones como la avaricia

o la molicie. La virtud que le corresponde cultivar al hombre para que esta alma funcione bien es

la moderación o templanza.

El alma inmortal y eterna es la racional; las otras dos son propias del cuerpo y mueren

con él.

Un individuo es justo y bueno si mantiene en equilibrio y armonía sus tres almas o las

tres partes de su alma, es decir, si su razón es prudente, su voluntad fuerte y sus apetitos

moderados. De este equilibrio se encarga el alma racional, que domina y dirige a las otras dos del

mismo modo que un auriga gobierna los caballos de un carro o un timonel un barco.

Así como en el individuo hay tres almas, en la convivencia entre individuos llamada

colectividad, sociedad, Estado o ciudad hay tres clases:

-La clase de los gobernantes o dirigentes, cuya función es organizar la sociedad y

orientar a los ciudadanos hacia el bien común. Los gobernantes han de ser quienes conocen el

bien, es decir, los filósofos, que deben regirse por la razón y cultivar la virtud de la prudencia.

-La clase de los guardianes o guerreros, cuya función es defender la ciudad contra los

enemigos externos y contra las sediciones internas. Han de regirse por la voluntad y cultivar la

virtud de la fuerza.

-La clase de los productores o trabajadores, cuya función es producir los bienes de

consumo necesarios para la supervivencia de todos los ciudadanos. Se ocupan, pues, del apetito,

y deben cultivar la virtud de la templanza para tener moderación en el uso de los bienes y en su

afán de ganancia.

El bien común o justicia social consiste en el equilibrio o armonía entre estas tres clases

sociales, y se logra si los gobernantes son prudentes, los guardianes fuertes y los trabajadores

moderados. De este equilibrio se encarga la clase dirigente, que gobierna a las otras dos.

La política

La ciudad ideal

Dice Platón que la justicia, el bien, tiene que lograrse y además tiene que permanecer,

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tiene que durar. La democracia es un sistema político donde gobiernan todos los ciudadanos, y

como todos los ciudadanos no son sabios y su conocimiento llega solo hasta la opinión, que fluctúa

y cambia y no es unánime, la democracia es capaz de vislumbrar el bien común e incluso de

ponerlo en práctica pero no es capaz de mantenerlo o preservarlo. Por eso en un Estado o ciudad

ideal deben gobernar solo aquellos que conocen el bien, los filósofos, y han de instaurar en la

sociedad un orden que permanezca inmutable. Y como todo lo que está vivo y abierto evoluciona,

cambia, la ciudad ideal que propone Platón en su obra La república es una ciudad cerrada que

tiene las siguientes características:

-Es autosuficiente para subsistir, no existe comercio con el exterior.

-No existe la libre circulación de las personas. Nadie puede salir de la ciudad ni nadie

puede entrar.

-El número de habitantes ha de ser fijo, por lo que no existe la libre procreación sino un

control de la natalidad por parte del Estado.

-No existe propiedad privada de bienes, de cuerpos ni de hijos. Los bienes son comunes,

no existe la pareja y los niños son hijos de la ciudad.

-Está prohibido el arte, pues el arte es fértil, hace cambiar, contiene la pasión y no solo

la razón, altera a las personas, propicia la imaginación, hace concebir otras maneras de vivir y

además produce copias de la realidad, que a su vez es una copia de las ideas que son lo

verdaderamente valioso.

-Es una sociedad totalitarista, es decir, una sociedad en la que el Estado decide todas

las facetas de la vida de los ciudadanos. Los ciudadanos carecen de libertad, piensan todos del

mismo modo y obedecen al filósofo rey.

Paradójicamente, en esta ciudad ideal que Platón concibe, su querido Sócrates habría

sido condenado a muerte mucho antes de lo que fue en la democracia real, y su propia Academia

habría sido clausurada de inmediato. pues, por esas contradicciones que por fortuna se dan en

las personas, Platón defendía y practicaba la libertad de pensamiento en su vida real y en su

Academia en particular. Y además, bajo esta patética e indeseable propuesta política subyacen

dos ideas que sí son válidas:

-la razón debe gobernar, lo cual no significa que unos tienen razón y mandan y otros no la

tienen y obedecen, sino que es con la razón con lo que todos deberíamos gobernarnos.

-El bien que se consigue debe cuidarse para que dure.

Además de concebir este Estado ideal, Platón analiza los regímenes políticos reales, cómo

evolucionan y cómo se suceden.

Regímenes políticos

-El Estado se organizó en principio como una aristocracia donde gobernaban los más

nobles y mejores, que cuidaban del bien común estableciendo leyes que ellos mismos obedecían.

El poder político era hereditario, pero los gobernantes dejaron de procrear y de reproducirse y

el gobierno pasó a los guerreros o militares, dejando la oligarquía paso a un régimen político

llamado timocracia.

-En la timocracia los guerreros se hicieron ricos acumulando los botines obtenidos en las

guerras, y de este modo el linaje y la excelencia moral fueron sustituidas por la riqueza como

principal valor social. Por ello, al cabo de unas cuantas generaciones, al poder político o gobierno

se llegaba por poseer riquezas y quienes gobernaban eran los ricos, recibiendo este régimen

político el nombre de oligarquía.

-En la oligarquía los ricos se hicieron cada vez más ricos y los pobres cada vez más

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pobres y numerosos. Entonces los pobres se rebelaron, se hicieron con el poder y con las

propiedades de los ricos e instituyeron la democracia, el régimen político donde todos los

ciudadanos se consideran iguales a la hora de gobernar y donde el poder viene dado por la

palabra.

-La democracia es el más hermosos de todos los regímenes políticos si los ciudadanos se

autogobiernan buscando el bien común, pero los ciudadanos dejaron de atender al bien común y

utilizaron la palabra para hacer demagogia, es decir, para defender sus intereses particulares

manipulando la opinión de los demás. De este modo, dice Platón, se ha llegado a la democracia

real, que es el gobierno tiránico de unos cuantos y un caos donde nadie obedece las leyes sino las

usa a su conveniencia para satisfacer sus intereses y caprichos.

Por ello Platón aboga por el gobierno de los mejores, los sabios o filósofos, que conocen

el bien y dirigen a los demás con el objetivo de que el orden y la justicia reinen constantemente

en la sociedad.

Con estas y otras ideas de Platón, Aristóteles, su discípulo, no está de acuerdo.

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Aristóteles

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ARISTÓTELES

-La realidad

-El ser humano

-El conocimiento

-La ética

-La política

La realidad

Para Aristóteles la realidad es la naturaleza. Aunque fue discípulo de Platón en la Academia y

luego profesor en esa institución antes de abrir su propia Escuela, llamada Liceo, Aristóteles

difiere de su maestro. No acepta la teoría platónica de los dos mundos que se relacionan como

modelo y copia. No la acepta porque ve en el desdoblamiento de la realidad que hace Platón los

siguientes problemas:

-Si las ideas están fuera de este mundo, son trascendentes, ¿cómo pueden ser la

causa y el origen de las cosas sensibles? El demiurgo es para Aristóteles un

elemento mítico que no es válido para explicar la realidad racionalmente.

-Si las ideas son inmutables e inmóviles y son el modelo de la realidad material

inferior, ¿cómo se explica el cambio en las cosas sensibles?

-Si la ciencia es el conocimiento de un mundo distinto de éste, ¿para qué sirve?

Aristóteles afirma que solo existe un mundo, el mundo sensible, la naturaleza, este

mundo que vemos y tocamos de cosas materiales, imperfectas y perecederas. El mundo sensible

es real, y es la única realidad.

Esa única realidad, la naturaleza, está poblada por cosas que Aristóteles llama seres

individuales, y cada ser individual está compuesto de materia y forma:

-La materia es el sustrato o material de que está hecha una cosa. Por ejemplo, la

materia de la mesa es la madera, la de la estatua el mármol, la del ánfora el

barro, la del vestido la tela. La materia es pasiva e indeterminada; es pasiva

porque no actúa, y es indeterminada porque no es una cosa concreta.

-La forma es el contorno de una cosa, las funciones que cumple y las acciones que

puede realizar. Cada cosa es lo que es debido a su forma. Es la forma lo que

determina a cada ser individual, lo que distingue un ser individual concreto de

otro ser individual concreto aunque tengan la misma materia. En el ejemplo

anterior, es su forma lo que hace que una silla sea una cosa distinta de una mesa

aunque tengan la misma materia, o un vestido una cosa diferente de un pantalón

aunque estén hechos de la misma tela. Las cosas son lo que son debido no a su

materia sino a su forma; por eso dice Aristóteles que la forma es la causa de que

las cosas existan. Las ideas-modelos de Platón, causa de las cosas sensibles, se

transforman en Aristóteles en la forma de las cosas en este único mundo.

En el mundo sensible, Aristóteles observa lo mismo que Platón: las cosas cambian, nacen

y mueren, todo está en devenir, todo se mueve. La principal característica de la naturaleza es el

cambio, el movimiento. El cambio consiste en que una cosa pierde la forma que tenía y adquiere

otra. Y ¿cómo surge una forma de una materia? ¿cómo le nace a una materia una nueva forma?

Aristóteles responde a esta pregunta afirmando que cada ser individual posee una

estructura de materia y forma, y posee además otra estructura de potencia y acto.

-La potencia es el conjunto de posibilidades que una cosa encierra. Estas

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posibilidades no están desarrolladas en las cosas, pero están contenidas en ellas.

Por ejemplo, un cachorro de león tiene la posibilidad de ser un león, es un león en

potencia; un bloque de mármol tiene la posibilidad de convertirse en una estatua,

es una estatua en potencia, como una tela es un vestido en potencia. La potencia

de una cosa es su capacidad de llegar a ser algo que todavía no es. Una cosa no es

en potencia cualquier otra, no puede llegar a convertirse en cualquier otra cosa:

un cachorro de león es un león en potencia, pero no un ruiseñor en potencia, y una

tela es un pantalón en potencia pero no un edificio en potencia.

-El acto es el proceso por el que las posibilidades de una cosa se hacen realidad,

sus capacidades contenidas se expresan, sus potencialidades se realizan. El acto

es lo que hace que un cachorro de león se convierta, efectivamente, en un león;

de león en potencia pasa a ser un león en acto; el bloque de mármol, que era una

estatua en potencia, pasa a convertirse efectivamente en una estatua.

Pues bien, el paso de la potencia al acto es el cambio. El cambio consiste en que una cosa

conserva su materia, pierde su forma y adquiere una nueva forma, que ya tenía pero estaba en

potencia.

Aristóteles dice que cada ser individual se explica por la conjunción de cuatro factores

o causas:

-Causa material o materia: es el sustrato de que las cosas están hechas (madera,

barro, tela, etc.). Materia es aquello de que las cosas están hechas.

-Causa formal o forma: es el contorno y el funcionamiento de una materia, lo que

hace que una cosa sea esa en concreto y no otra (silla, mesa, ánfora, estatua).

Forma es lo que las cosas son.

-Causa eficiente: es el artífice, el instrumento y el proceso por el que existe una

cosa (carpintero, alfarero, escultor, torno, cincel, etc.) Causa eficiente es el

quién o el qué fabrica las cosas, el proceso por el que una cosa llega a ser.

-Causa final: es la finalidad de una cosa, aquello para lo que una cosa sirve (para

sentarse, para escribir, para contener agua, para adornar, etc.)

Todo ser individual, sea natural o artificial, es decir, hecho o no por el hombre, tiene

materia, forma, instrumento y finalidad. Las cosas artificiales están causadas por el hombre, y

en la naturaleza una cosa está causada por otra, y la causa primera es Dios.

En la naturaleza todo lo que ocurre tiene una finalidad, un fin, sirve para algo. La

finalidad no es exclusiva de las cosas artificiales producidas por el hombre. Por ejemplo, un

animal tiene patas para correr, corre para cazar, caza para comer, come para sobrevivir. Esta

atribución de una finalidad a todo cuanto ocurre en la naturaleza recibe el nombre de

teleologismo, ya que telos en griego significa fin. Aristóteles vivía en un mundo donde los

hombres desarrollaban técnicas, que siempre tienen una finalidad, y podemos decir que en este

punto su concepción de la naturaleza es antropomórfica, pues toma la actividad humana como

modelo de las cosas naturales.

El ser humano

El ser humano forma parte de la naturaleza, ocupa el grado superior en la escala de los

seres naturales. La naturaleza está organizada jerárquicamente y en ella los seres están

distribuidos en cuatro grados:

-Los seres inorgánicos o reino mineral.

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-Los seres vegetales o reino vegetal.

-Los animales o reino animal.

-Los seres humanos o género humano.

Como todo en la naturaleza, los seres humanos están compuestos de materia y forma y

tienen una estructura de potencia y acto.

La materia del hombre es un conjunto de órganos a los que da forma el cuerpo, pero los

órganos del cuerpo sólo cumplen las funciones vitales a causa del alma. Por eso dice Aristóteles

que la materia del hombre es el cuerpo y su forma es el alma, pues es el alma lo que anima el

funcionamiento del cuerpo y le da vida, es el alma lo que diferencia a un hombre de un cadáver.

El cuerpo tiene la vida como potencia, y es el alma lo que lleva la vida al acto, lo que hace que el

hombre esté vivo.

El alma realiza -pone en acto- las funciones vitales del cuerpo que el cuerpo tiene en

potencia. Aristóteles pone el siguiente ejemplo: el ojo es la materia de la vista y la vista es el

alma del ojo; si a un ojo le faltase la vista y no pudiese ver, no sería un ojo humano sino lo mismo

que un ojo pintado. Lo que infunde vista al ojo, lo que lo anima, lo que realiza o pone en acto la

función de ver, es el alma.

Por lo tanto, no hay almas inmortales y eternas separadas del cuerpo para Aristóteles,

como las había para Platón. Alma y cuerpo son un compuesto indisoluble; no hay almas sin cuerpo

ni cuerpos sin alma. Los cuerpos sin alma no son seres humanos, son estatuas, o cadáveres.

Cuerpo y alma son inseparables en el hombre. Al perder la vida, el hombre pierde cuerpo y alma.

Hasta tal punto están unidos el cuerpo y el alma, que Aristóteles no cree que el alma

realice nada por sí misma. Incluso la vida psíquica necesita del cuerpo y es una función del

cuerpo.

El alma es la vida, el principio que infunde vida en los seres, el principio vital, y por tanto

todos los seres vivos tienen alma. Hay tres almas:

-alma vegetativa: anima los procesos de alimentación y procreación.

-alma sensitiva: da vida a las sensaciones, a los estados de placer y dolor y a los

deseos.

-alma racional: anima el raciocinio y el intelecto.

En el reino mineral los seres no tiene alma porque no tienen vida. En el reino vegetal los

seres tienen alma vegetativa, porque su vida se reduce a alimentarse y reproducirse. Los

animales no sólo se alimentan y procrean, sino además desean y sienten placer o dolor; por eso

en el reino animal los seres tienen alma vegetativa y alma sensitiva. El género humano se

alimenta, se reproduce, desea, siente y además piensa y razona, por lo que los seres humanos

tienen alma vegetativa, alma sensitiva y alma racional, y constituyen por eso el grado superior en

la escala de los seres en la naturaleza.

El conocimiento

Conocer es construir conceptos, ideas o juicios universales sobre las cosas. Para

construir esos conceptos partimos de los sentidos.

Los sentidos nos proporcionan percepción; con los ellos captamos y observamos la

naturaleza, y distinguimos unas cosas de otras. La percepción es innata, es una capacidad o

facultad que poseemos al nacer, y no es exclusiva de los seres humanos sino también de los

animales. Gracias a la percepción los animales reconocen a sus congéneres, identifican machos y

hembras, distinguen entre enemigos y presas, diferencian entre las plantas que se comen y las

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que no, o no confunden el día y la noche. En los animales la percepción es momentánea y fugaz;

funciona mientras aplican los sentidos a la realidad, pero no perdura cuando los retiran, porque

los animales no tienen memoria.

En el hombre, en cambio, la percepción persiste; podemos, por ejemplo, ver un árbol

aunque ya no lo estemos mirando. Eso sucede porque los seres humanos tenemos memoria.

Gracias a la memoria recordamos, es decir, tenemos presentes las cosas que hemos percibido sin

necesidad de tener los sentidos puestos en ellas. La memoria es exclusivamente humana y

posibilita el aprendizaje.

Con la memoria tenemos muchos recuerdos de una misma cosa, y eso es lo que nos

proporciona experiencia. Tenemos experiencia de algo porque recordamos haberlo sentido, y lo

hemos sentido porque lo hemos percibido. La memoria es la base del conocimiento.

A partir de la experiencia, hacemos con el pensamiento un ejercicio de abstracción por

el que obtenemos conceptos o ideas, que para Aristóteles son lo mismo. Los conceptos son

nociones o juicios universales sobre las cosas y con ellos construimos las verdades de la ciencia.

Por eso decimos desde Aristóteles que la experiencia es la madre de la ciencia. Además, dado

que los conceptos son universales, pueden transmitirse y el saber puede enseñarse.

Saber consiste en tener ideas. Las ideas se captan a través del intelecto, de la razón,

pero se construyen en un proceso que empieza en los sentidos y se basa en la experiencia. Por

eso Aristóteles es empirista a diferencia de Platón, que cree que la razón ve directamente las

ideas sin necesidad de los sentidos, y por eso es racionalista.

Aristóteles afirma que hay saberes de tres tipos o tres tipos de saber: productivo,

práctico y contemplativo.

-El saber productivo consiste en conocer las reglas o técnicas para hacer algo.

Sabemos producir algo cuando lo hacemos bien, y hacemos algo bien -por ejemplo

unos zapatos, una casa, un discurso, una obra de teatro, etc.- si seguimos

determinadas pautas o reglas técnicas. Las artesanías, la arquitectura, la

medicina, la retórica o el arte de hacer tragedias o poética son saberes

productivos. Los saberes productivos tienen una finalidad exterior a sí mismos:

son medios para construir cosas.

-El saber práctico consiste en comportarse adecuadamente, en actuar de modo

apropiado. Este saber no consiste en producir algo sino en actuar bien. A nivel

individual el saber práctico es la ética, y a nivel colectivo es la política. Los

saberes prácticos también tienen una finalidad exterior a sí mismos: son medios

para actuar bien.

-El saber contemplativo consiste en hacer teorías de las cosas, en buscar la

verdad de las cosas y hacer con ella la ciencia. A diferencia de los saberes

anteriores, el saber contemplativo tiene su finalidad dentro de sí mismo: no

buscamos la verdad más que para conocerla, no para construir nada útil o

práctico exterior a ella. El saber contemplativo es válido por sí mismo, no porque

produzca cosas o conductas. Este saber nos proporciona felicidad y es propio de

los hombres libres.

Ninguno de estos saberes es innato, todos ellos se adquieren, y se adquieren gracias al

proceso de aprendizaje que hemos descrito: percepción, memoria, experiencia, conceptos.

Dentro de los saberes productivos, Aristóteles dedica atención a la retórica y a la

poética.

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La oratoria o retórica es el arte de hablar bien, una técnica que se aprende y se enseña,

muy importante en la democracia ateniense para desenvolverse en las asambleas y en los juicios.

Los sofistas eran maestros de retórica y Sócrates y Platón los criticaron. Sócrates y Platón

desacreditan la retórica, dicen que no es una técnica válida sino perniciosa, pues sirve para

persuadir o convencer a otro de una opinión y no para buscar la verdad; con la retórica podemos

adular, hacer demagogia o manipular las cosas de modo que el culpable parezca inocente y

viceversa, por lo que la oratoria es una fuente de injusticia.

Aristóteles en cambio defiende la retórica. Su postura no es moralista como la de

Sócrates y Platón. Considera que la retórica es un saber productivo, un saber que define como la

técnica de persuadir mediante la palabra. Dice que la oratoria está expuesta a la manipulación y

al abuso, pues se puede hacer un mal uso, un uso injusto de la facultad de hablar bien. Pero esta

objeción -añade Aristóteles- es aplicable a casi todos los instrumentos, que pueden ser usados

para el bien o para el mal; piénsese por ejemplo en un cuchillo. No porque puedan usarse

injustamente los instrumentos son malos ni debemos descalificarlos; lo que en cambio debemos

hacer es mejorar a los hombres, que son quienes los usan. Los hombres pueden adularse y

engañarse mediante la retórica como dice Platón, pero también son capaces, afirma Aristóteles,

de utilizar esta técnica para pensar, razonar y dialogar.

La poética es la producción de poesía, el saber técnico con el que se hace poesía. Poesía

para los griegos es la épica de Homero y el teatro trágico. La poesía épica cuenta historias y

hazañas de dioses y héroes; se recitaba de boca en boca y de generación en generación, y

ofrecía a los griegos modelos de conducta, por lo que su función era educadora. Homero era

considerado el gran educador de la Hélade. La poesía trágica o tragedia cuenta historias de

héroes que se ven en situaciones terribles que no han buscado, pero en las que tienen que tomar

decisiones de las que sí son responsables. La tragedia, representada en los teatros, ofrece a los

espectadores experiencia y conocimiento de las pasiones humanas, y su función también era

educar a los ciudadanos.

Platón cree que la poesía es inmoral. Los dioses griegos son como los hombres y, como los

hombres, a veces se comportan con virtud y otras veces odian, envidian o engañan. Platón dice

que, dado que los dioses son modelos para los hombres, lo que cuenta la poesía de ellos ofrece

mal ejemplo. Por eso expulsa a los poetas de la ciudad ideal. Además, la poesía, como todas las

artes, es ficción y no realidad auténtica, es copia de la copia de las Ideas, y por eso no vale. Y

también es perniciosa porque todas las artes contienen el germen del cambio, y en la ciudad

ideal el orden debe ser inmutable.

Frente a Platón, Aristóteles es un gran defensor de la poética. Copia la Ilíada para

Alejandro Magno, cita a Homero en sus escritos como una autoridad, y cree que el teatro

trágico enriquece la vida moral de los hombres. En el teatro, dice Aristóteles, el espectador ve

historias ficticias y las vive como si le estuvieran pasando a él, se identifica con los héroes en un

proceso que se llama catarsis. En este proceso el espectador adquiere sabiduría: su experiencia

de la vida se enriquece con la ficción, su conocimiento de las pasiones aumenta viendo tragedias,

y por ello su conducta en la vida real será más sabia y mejor. Por otra parte, Aristóteles es

amigo de este mundo imperfecto; no busca, como Platón, otra realidad superior, y además acepta

el cambio. Por todo ello defiende la poética como un saber legítimo y de gran importancia en la

vida ciudadana.

La ética

La ética es como la política un saber práctico, y consiste en actuar bien. El saber que la

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ética proporciona es la virtud, el bien. El bien es la finalidad de nuestra acción, el para qué de

nuestra práctica, lo que buscamos al actuar. El hombre es un ser que actúa, y actúa porque busca

el bien. La finalidad de nuestra acción es el bien.

A diferencia de las concepciones éticas de Platón, el bien no es para Aristóteles una

idea eterna y perfecta a la que algunos llegan por el camino del conocimiento; es una forma de

actuar accesible a todos los individuos. El bien no concierne tan solo a los filósofos sino a todos

los ciudadanos porque todos los hombres actúan. Y al bien no se llega con la razón sino sobre

todo con la voluntad, con el hábito; la ética no es un conocimiento intelectual sino un saber de la

acción y de las pasiones.

Todos pretendemos ser felices, eso es lo que buscamos al actuar, actuamos para ser

felices. La finalidad de nuestra acción es la felicidad. Por eso, si, como dijimos, la finalidad de la

acción es el bien, el bien y la felicidad son lo mismo. Así como el fin de la medicina es la salud o

el fin de la estrategia es la victoria, el fin de la acción o práctica humana es la felicidad. La

felicidad es el bien supremo del hombre.

Todos estamos de acuerdo en que queremos la felicidad, pero no todos la alcanzamos de

la misma manera, no todos entendemos lo mismo por “felicidad”. Unos identifican la felicidad con

el placer y llaman buena a una vida voluptuosa; otros la identifican con la riqueza y llaman buena

a una vida de negocios, y así sucesivamente. Pero todos se equivocan, dice Aristóteles, porque la

felicidad no consiste en hacer esta cosa en concreto u otra. Cualquier cosa puede hacernos

felices, siempre que la hagamos bien. Es éste el sentido que tiene para Aristóteles su afirmación

de que la felicidad y el bien son lo mismo. Al igual que decimos de un cuchillo que es bueno

cuando corta bien, de un ojo que es bueno cuando ve bien, o de un arquitecto que es bueno

cuando construye bien una casa, el hombre es bueno cuando, haga lo que haga, lo hace bien.

El bien, la felicidad, la virtud o excelencia consiste en cumplir eficazmente cualquier

función que realicemos. Por eso hay muchas virtudes, una para acción que se realice o para cada

función que se desempeñe: hay una virtud para el padre, otra para el hijo, una para el amo, otra

para el esclavo, una para el médico, otra para el enfermo, una para el político, otra para el

guerrero, otra para el invitado a un banquete, etc. Cada persona, en cada situación, tiene una

función que desempeñar, y puede desempeñarla bien o mal.

Aristóteles agrupa las virtudes en dos tipos, dice que hay dos clases de virtudes:

intelectuales o dianoéticas (dianoia significa en griego pensamiento) y morales o éticas. Las

virtudes intelectuales consisten en el buen funcionamiento del pensamiento; son hábitos que nos

permiten conocer bien, y nos proporcionan la mayor felicidad porque el conocimiento es

duradero y permanente. Las virtudes morales o éticas consisten en el buen funcionamiento de la

voluntad y de los apetitos; son hábitos que nos permiten decidir bien.

Las virtudes morales o éticas son muchas como dijimos, pero todas tienen en común el

ser el justo medio entre dos extremos o vicios. Cada virtud está justo en medio de dos vicios,

uno de los cuales es un defecto y el otro es un exceso. Por ejemplo, si comemos mucho nos duele

el estómago y si comemos poco nos quedamos con hambre; la virtud a la hora de comer es no

comer demasiado ni demasiado poco; a ese justo medio es a lo que llamamos comer bien. Del

mismo modo, en la búsqueda de placeres eróticos hay un vicio por defecto que es la abstinencia,

y también la insensibilidad o frigidez, y hay un vicio por exceso que es el desenfreno; el término

medio o virtud es la templanza. A la hora de afrontar peligros el vicio por defecto es la

cobardía, el vicio por exceso es la temeridad, y el término medio es la valentía: la valentía es el

justo medio entre la cobardía y la temeridad. A la hora de gastar dinero es un vicio la tacañería

y es un vicio la excesiva prodigalidad; ser virtuosos gastando consiste en ser generosos, ni

tacaños ni derrochadores. No hay ninguna acción o pasión buena o mala en sí; es buena o mala

dependiendo de si la vivimos o no con prudencia. Enfadarse, por ejemplo, no es una acción

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necesariamente mala, pero hay que saber enfadarse:

Cualquiera puede enfadarse, eso es algo muy sencillo. Pero enfadarse con la persona

adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo

correcto, eso no resulta tan sencillo

Dejando atrás los casos particulares y generalizando, para ser virtuosos en cualquier

faceta de la conducta debemos huir de los extremos y ser moderados, prudentes. La moderación

o prudencia es el justo término medio para nosotros en todo, es lo que nos permite disfrutar de

cualquier cosa sin que nos haga daño. La virtud no consiste, pues, en la privación de los placeres,

sino en vivirlos en su justa medida, de manera que nos sean favorables.

A la virtud se llega por hábito. Del mismo modo que un violinista se convierte en virtuoso

del violín por repetir y repetir una pieza y ejercitarse, así el hombre llega a actuar bien por

repetir una y otra vez las cosas hasta hacerlas con eficiencia. Y al igual que el violinista recurre

a un maestro, los hombres han de aprender sabiduría moral de los ciudadanos más prudentes y

buenos.

La política

El hombre es un animal político -dice Aristóteles- porque solo viviendo en comunidad

satisface sus necesidades. Quien vive aislado es una bestia o un dios, pero no un hombre. Los

hombres viven en dos tipos de comunidades: la casa o comunidad doméstica y la polis o

comunidad política o ciudadana. Como todo lo que existe en la naturaleza -y el hombre es parte

de la naturaleza-, cada una de estas comunidades tiene una finalidad, tiende a un fin.

El fin de la comunidad doméstica es satisfacer las necesidades básicas y cotidianas de

las personas, su alimentación, vestido y sexualidad. En ella conviven elementos heterogéneos en

cuanto a edad, sexo y condición: adultos y niños, hombres y mujeres, libres y esclavos. Cada uno

de estos elementos tiene una función y debe realizarla bien, y para que cada cual cumpla bien su

función tiene que haber en la casa un elemento rector que la dirija. Este elemento rector de la

comunidad doméstica es el hombre libre, el varón libre adulto y dueño de la casa, que rige a la

mujer, a los hijos y a los esclavos. El hombre libre de una casa es esposo de su mujer, padre de

sus hijos y amo de sus esclavos.

La superioridad del hombre sobre la mujer viene dada por la naturaleza, no es fruto de

una convención, pacto o convenio. La finalidad de la relación hombre-mujer es la reproducción;

como en todas las especies animales, los machos y las hembras del género humano se unen por la

tendencia natural a procrear. Una vez constituida la pareja para este fin, está en la naturaleza

del hombre mandar y en la de la mujer someterse. Por naturaleza el hombre es superior y la

mujer inferior, y por eso en la comunidad doméstica el primero rige y la segunda es regida.

También la relación del padre con los hijos es natural. De la misma estirpe que sus hijos

pero de mayor edad y experiencia, el padre por naturaleza domina a sus hijos y éstos por

naturaleza le obedecen.

La relación amo-esclavo, que algunos sofistas ven como convencional, fruto de la

costumbre, viene dada según Aristóteles también por la naturaleza. Para sobrevivir tenemos que

cubrir las necesidades básicas; alguien tiene que prever esas necesidades y dar las órdenes

pertinentes para producir lo que las satisface, y alguien tiene que ejecutar esas órdenes. Pues

bien, quien prevé con el pensamiento la supervivencia es por naturaleza amo y señor, y quien

ejecuta con su cuerpo las órdenes que éste da es por naturaleza siervo o esclavo. El señor de la

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casa tiene la responsabilidad de que la comunidad doméstica alcance su fin, que es resolver la

supervivencia, y para lograr tal fin cuenta con unos medios o instrumentos que son los esclavos.

Del mismo modo que para dirigir un barco el navegante se sirve del timón, para dirigir la casa el

señor se sirve de los esclavos; el timón es un instrumento inanimado y el esclavo es un

instrumento animado. El esclavo no es un hombre, es una cosa que se posee, un instrumento

animado en cuya naturaleza está ejecutar con su cuerpo las órdenes que el señor da con el

pensamiento. No debemos ser anacrónicos al juzgar a Aristóteles en este punto, pues esa

mentalidad estaba generalizada en la Antigüedad si bien, como dijimos, algunos sofistas

opinaban que son las leyes de los hombres y no las de la naturaleza las que establecen la

esclavitud. Por otra parte, hoy hemos eliminado la esclavitud debido al progreso técnico más que

al progreso moral; no existen esclavos porque existen máquinas. Y Aristóteles lo decía: “Si las

lanzaderas tejieran solas, los amos no necesitarían esclavos”.

Si la casa o comunidad doméstica tiene por finalidad resolver las necesidades

elementales y primarias de las personas, la comunidad política o polis, la ciudad, tiene por

finalidad posibilitar la vida, satisfacer las necesidades secundarias o elevadas del hombre, las

que se tienen una vez que las necesidades básicas están cubiertas.

La ciudad o polis existe por naturaleza, por naturaleza el hombre es un ser social, un

animal político. Otras especies, como las abejas, son animales sociales, pero el ser humano lo es

en el más alto grado porque la naturaleza lo ha dotado de lenguaje. Con el lenguaje los hombres

hablan de lo justo y lo injusto, de lo que les resulta conveniente o perjudicial, de lo que

consideran deseable o indeseable, y hablando llegan a acuerdos. Esos acuerdos son las leyes, y el

conjunto de leyes es la Constitución de una ciudad. Una Constitución modela una ciudad, da

forma a la vida ciudadana, de tal manera que si la Constitución cambia la vida ciudadana es

diferente. Dice Aristóteles que una ciudad o polis es un conjunto de ciudadanos que se

autogobiernan (se gobiernan a sí mismos) mediante una Constitución.

No son ciudadanos todos los habitantes de la ciudad; las mujeres y los esclavos, sin los

cuales la ciudad no podría existir, no son ciudadanos. Son ciudadanos aquellos habitantes de la

ciudad que tienen derecho a participar en el gobierno, y es la Constitución de cada polis la que

establece si son ciudadanos solo los aristócratas, o los ricos, o todos los hombres libres. La

ciudadanía se hereda de padres a hijos: los hijos de ciudadanos son ciudadanos.

Los ciudadanos no trabajan, trabajar es la función de los esclavos; los hombres libres

viven en el ocio y dedican su tiempo a actividades políticas, artísticas, científicas o filosóficas.

La principal función del ciudadano es hacer política y combatir en caso de guerra. Para ser un

buen ciudadano hay que tener virtud política o justicia, que consiste en hacer y obedecer las

leyes de la ciudad y en tratar a los ciudadanos como iguales. Comete injusticia y es un mal

ciudadano quien desobedece las leyes y quien se relaciona con los demás tratándolos como

desiguales.

El ciudadano representa la plenitud de la naturaleza humana: lo mejor y más grande que

podemos ser en la vida es ciudadanos, es decir, personas adultas, libres, cabales, razonables,

dialogantes, capaces de gobernar y de ser gobernados, de establecer leyes y de obedecerlas, y

de hacer arte, filosofía y ciencia. Ese es para Aristóteles el súmum del ser humano.

Aristóteles, junto a los estudiantes del Liceo, estudió y comparó las constituciones

escritas de 158 polis griegas, y llegó a la conclusión de que existen tres tipos de regímenes

políticos, definidos según el número de ciudadanos que gobiernan:

-El gobierno de uno se llama monarquía o bien tiranía. La monarquía es el

gobierno de un solo hombre que respeta las leyes de la ciudad y cuenta con el

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consentimiento del pueblo. La tiranía es el gobierno de un solo hombre que

adquiere el poder por la violencia, no goza del consentimiento del pueblo ni

respeta las leyes de la ciudad.

-El gobierno de algunos se llama aristocracia o bien oligarquía. La aristocracia es

el gobierno de los mejores ciudadanos, los más virtuosos, y la oligarquía es el

gobierno de los ciudadanos más ricos.

-El gobierno de todos los ciudadanos se llama democracia, y la democracia puede

ser moderada o extrema. La democracia moderada es el gobierno de las leyes

que los ciudadanos hacen y obedecen; en la democracia extrema no se respetan

las leyes, y en la práctica, aunque en teoría gobiernen todos, la democracia

extrema es el gobierno de los demagogos, que manipulan y dominan a la mayoría.

Clasificados así los regímenes políticos, Aristóteles se pregunta cuál es el mejor, y

responde que la monarquía, siempre que el rey sea justo y prudente; pero si el rey no es virtuoso

el gobierno de uno será tiranía, que es el peor de los regímenes porque un solo hombre domina a

todos los demás. Y, como no se puede garantizar la virtud política de un dirigente, como no se

puede asegurar que el gobernante sea justo, el mejor régimen político -dice Aristóteles- es una

mezcla de oligarquía y de democracia: el gobierno de los propietarios en un Estado donde el

mayor número posible de ciudadanos sean propietarios.

Es muy importante para Aristóteles que las leyes sean buenas, pero también que duren.

La duración del orden justo preocupa a Aristóteles tanto como a Platón, pero esa preocupación

no le condujo a imaginar una ciudad cerrada e inmóvil en la que nada cambiara. Para Aristóteles

las leyes deben durar porque así adquieren prestigio y generan respeto, cosa que no sucede si

las cambiamos continuamente. Para hacer buenas y duraderas leyes que produzcan y conserven

un orden justo en la ciudad lo más importante es evitar la sedición, es decir, la insurrección, la

rebelión contra el orden establecido, la guerra interna. Y la sedición se evita eliminando la causa

que la origina, que es la desigualdad. La sedición está provocada por la desigualdad entre los

ciudadanos, porque unos son ricos y otros pobres, y porque unos gobiernan y otros no. Entre

ciudadanos desiguales surge la envidia de unos y el desprecio de los otros, sentimientos éstos

que impiden la concordia y la amistad y plantan la semilla de la guerra civil. Si queremos evitar la

sedición evitemos, pues, la desigualdad.

La desigualdad está constituida por extremos, y se elimina fomentando en la sociedad la

clase media, compuesta por individuos semejantes en poder político y económico que ni se

envidian ni se desprecian ni conspiran. La clase media es la transposición del término medio en

que consiste la virtud moral a la vida social y ciudadana. Por eso el mejor régimen político es

aquel que mezcla oligarquía y democracia, es decir, aquel en que gobierna la clase media

propietaria en una sociedad donde la mayoría de los ciudadanos pertenece a esa clase. Los

cargos públicos deben ser ocupados eligiendo a los mejores ciudadanos, no por sorteo. Y es

necesario pensar las cosas muy bien antes de cambiar las leyes.

Este régimen -dice Aristóteles- no es el mejor que podemos imaginar ni el más sublime

que podemos concebir en teoría, pero en la práctica es el mejor. Es el mejor porque es el único

libre de sedición o guerra interna, y porque entre la mayoría de los ciudadanos, aunque unos sean

mejores y otros peores, siempre habrá mayor bien y justicia que en un hombre solo si es un

tirano. Una vez más Aristóteles se muestra como un filósofo mundano y realista que, a

diferencia de Platón, no propone utopías ni ideas que no se puedan poner en práctica.

Aristóteles creía que la comunidad política es un medio propicio para cultivar las artes,

las ciencias, la política y las demás actividades superiores del hombre. Estas actividades son

superiores porque no se realizan necesariamente para sobrevivir, sino se hacen libremente una

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vez que la supervivencia está resuelta. Sólo en la polis se da el clima de libertad y convivencia

que permite al hombre desarrollar sus capacidades más altas.

Pero Aristóteles no pudo salvar la polis. El final de su vida coincidió con el ocaso de la

ciudad-estado como estructura política a causa del imperio que impuso Alejandro Magno,

discípulo suyo por esas ironías de la vida.

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La filosofía en la época helenística

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La filosofía en la época helenística

-La filosofía durante el helenismo

-Las escuelas filosóficas

-La imperturbabilidad

El helenismo es la época que empieza cuando Alejandro Magno, rey de Macedonia, abolió por la

fuerza la autonomía de las polis e instituyó un imperio que extendió por todo el mundo conocido

hasta entonces. Los ciudadanos perdieron su derecho al autogobierno y en Atenas decayó la vida

política efervescente que se había dado durante la democracia. La filosofía perdió su dimensión

pública, su intervención directa en la vida social y política de la polis y se convirtió sobre todo en

búsqueda de la libertad interior, en una reflexión sobre cómo vivir individualmente del mejor

modo posible en circunstancias externas adversas.

En esta época nacieron tres escuelas de pensamiento que se mantuvieron durante el

resto de la Antigüedad, también en el mundo romano: el epicureísmo, el estoicismo y el

escepticismo. Estas escuelas conciben la filosofía como arte de luchar contra la desdicha y como

búsqueda de una felicidad entendida como sosiego vital. La filosofía se entiende como medicina o

remedio contra los males de la vida y como instrumento que nos libera de las angustias y

ansiedades.

Epicuro instituyó una escuela ubicada en una casa con un jardín y conocida por ello como

el Jardín de Epicuro. A diferencia de la Academia y del Liceo, el Jardín albergaba a una

comunidad de personas -hombres, mujeres, libres y esclavos-, que convivían allí dedicadas al

perfeccionamiento personal, al estudio y al cultivo de la amistad.

Según Epicuro los grandes enemigos de la alegría de vivir son los temores, los prejuicios,

las falsas creencias, las pasiones y el dolor.

De entre todos los temores que nos asaltan, el que más nos perturba y angustia es el

miedo a la muerte. Tenemos este miedo porque creemos que no vivir es un mal, pero esta

creencia es falsa, es una superstición. Si pensamos bien este asunto vemos que no hay razón

alguna para temer a la muerte: “Cuando estoy yo, la muerte no está, y cuando está la muerte

entonces ya no estoy yo”. Viendo la muerte de este modo la inquietud que sentimos por el

hecho de que un día no viviremos desaparece.

Creer en cosas infundadas, sean dioses o prejuicios, tampoco ayuda a vivir libremente.

Los dioses no existen, y si existen permanecen indiferentes a la vida de los hombres, no

intervienen en ella ni dan a los hombres indicaciones acerca de cómo deben vivir. La buena vida

no se logra obedeciendo lo que los dioses mandan sino razonando acerca de lo que nos conviene y

siguiendo las indicaciones de la razón. Y razonar consiste pensar con propiedad, en analizar

directamente la realidad sin guiarnos por opiniones preestablecidas o prejuicios que aceptamos

sin crítica, y sin acudir a los demás para establecer la propia opinión. Es la libertad lo que nos

procura una buena vida, y es pensar con propiedad lo que nos hace libres.

Las pasiones nos esclavizan, son fuente de grandes sufrimientos y zozobras que nos

quitan el sosiego. No tenemos el poder de no ser sensibles a las pasiones, que nos asaltan

queramos o no, pero sí tenemos el poder de no ceder a ellas, de no darles entrada ni curso en

nuestra vida interior. Epicuro dice que en el universo, del que nosotros formamos parte, todo

está constituido por átomos que son traídos y llevados por la fuerza del azar; pero cada átomo

posee una fuerza propia llamada clinamen, que consiste en su capacidad de desviarse de allí

donde el azar le conduce; por ello no somos libres para no sentir pasiones, pero sí lo somos para

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decirles “no” y no dejar que nos posean. De entre las pasiones, la peor por su intensidad y locura

es según Epicuro la pasión amorosa, y para no enamorarnos este filósofo recomienda tener

satisfecho el apetito sexual en relaciones promiscuas y nutrir la afectividad mediante la

amistad, un vínculo que solo nos procura bienes y del que no se derivan penas, desengaños,

obsesiones, celos o ansiedad. También nos perturban la sed de gloria, riquezas y honor o el éxito

político; estos deseos son aparentemente satisfactorios y atractivos, pero en realidad conllevan

peligros, angustia y dolor. La vida política no es interesante para los epicúreos, que viven al

margen de la sociedad en sus propias comunidades y respetan las leyes cívicas para no ser

perturbados en la paz de su privacidad.

El dolor es un mal, es el mal, y el placer es el bien, el principal valor de la vida moral;

debemos gobernarnos interiormente buscando el placer y evitando el dolor. La vida moral

consiste en calcular las consecuencias de nuestros actos en términos de placer y dolor: si de

aquello que nos da placer va a derivarse un dolor mayor, evitémoslo, y si de algo que nos duele va

a seguirse un placer mayor, hagámoslo. El placer para Epicuro no es la euforia, sino la ausencia

de dolor corporal y anímico, la ausencia de sufrimiento físico y de agitación mental. El mayor

bien, por tanto, es la imperturbabilidad, que en griego se dice ataraxia.

También las otras escuelas consideran que la imperturbabilidad es nuestro mayor bien, y

la persiguen por otros métodos.

Los escépticos del movimiento fundado por Pirrón creen que no podemos conocer la

verdad de las cosas, que la lógica de la realidad está fuera de nuestro alcance. Por ello

recomiendan suspender el juicio acerca de cuanto nos sucede, es decir, aceptar lo que nos

ocurre sin juzgarlo como bueno o malo. No podemos saber las consecuencias de las cosas que nos

pasan; es posible que logremos algo que deseamos mucho y nos alegremos por ello, pero quizá ese

logro nos conduce a una desgracia que no podemos prever; del mismo modo, algo que

experimentamos como desgracia nos prepara para una alegría insospechada. Por ello es inútil y

fatuo alegrarnos de nuestra suerte o lamentarnos de ella. La suerte es suerte, lo que me sucede

es “mi suerte”, y esa suerte no es buena ni mala, solo “es”. Desde este razonamiento vivimos

sosegadamente lo que nos va ocurriendo, sin euforias por los logros ni decepciones por los

fracasos.

Los estoicos, el más notable de los cuales es Séneca, piensan que la imperturbabilidad se

alcanza mediante el desapego de los bienes externos, sean riquezas, honores, hijos o amigos. No

abogan por carecer de esos bienes sino por no considerarlos imprescindibles, de modo que no

suframos si los perdemos y permanezcamos indiferentes ante su pérdida. Este modo estoico de

reaccionar ante la adversidad es lo que nosotros ciframos con la expresión “tomarse las cosas

con filosofía”. Para vivir bien los estoicos recomiendan además, como los epicúreos, la

insensibilidad ante las pasiones o no darles curso en caso de que nos afecten, pues las pasiones

nos hacen vulnerables, son turbadoras, nos agitan, interrumpen la reflexión, invaden todas las

esferas de la vida y nos vapulean hasta hacernos perder la integridad y la dignidad. Saber vivir

es cultivarse interiormente para no sentir temor, ni esperanza, ni aflicción, ni cólera, ni

enamoramiento, ni celos, manteniéndose constantemente en una alegría serena desprovista de

euforia.

Otra cosa que Séneca recomienda para mantener la serenidad es juzgar sin ira lo que los

demás hacen mal. La ira o cólera contra algo que es odioso está justificada racionalmente, pero

nos saca de nosotros mismos, nos descontrola, y por tanto es mejor no dejarse afectar por ella.

No se trata de que no juzguemos a los otros cuando se comportan mal, sino de que los juzguemos

limpiamente, sin ira. Juzgar consiste en señalar con la severidad necesaria un mal

comportamiento con la finalidad de corregirlo, pero si en ello se entromete la ira buscamos

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además causarle al otro un mal, aparte de que nos hacemos mal a nosotros mismos por la

perturbación que la ira produce en quien la siente. Para juzgar sin ira es necesario comprender

la vida de los demás, atender a por qué una persona se comporta del modo en que lo hace, así

como tener conciencia de la fragilidad e imperfección humanas, de que no somos en el fondo

distintos de aquel a quien juzgamos y de que no sabemos qué haríamos si estuviéramos en sus

circunstancias. Es la ausencia de ira lo que nos hace clementes en lugar de rígidos y tajantes.

Los escuelas helenísticas permanecieron vivas, como dijimos, a lo largo del mundo romano,

y desarrollaron, además de las ideas que hemos expuesto aquí, explicaciones del universo y del

conocimiento. Sabemos que Epicuro escribió muchas obras, pero todas se perdieron; nos quedan

solo un par de cartas y algunas crónicas de su pensamiento escritas por terceros. Séneca también

escribió mucho, sobre todo cartas a sus amigos, que sí se conservan.

La filosofía helenística fue despreciada por el cristianismo, que dominó la mentalidad de

las generaciones de hombres que vivieron en la Edad Media y transmitió la filosofía de Platón y

Aristóteles como la filosofía griega. Desde entonces casi todos los historiadores de la filosofía

consideran erróneamente que los pensadores helenistas son filósofos menores, y se les concede

poca importancia y espacio en los programas académicos.

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La filosofía en la Edad Media

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La filosofía en la Edad Media

A lo largo de la Edad Media la filosofía occidental es filosofía cristiana.

La filosofía cristiana es heredera de la griega, en particular del pensamiento de Platón y

Aristóteles, y además el cristianismo aporta un pensamiento nuevo, original, basado en las

creencias propias de esta religión. Estas creencias transforman la mentalidad medieval, que es

diferente de la griega en los siguientes puntos:

1) Para un griego del mundo antiguo la naturaleza existe por sí misma, es una realidad

evidente que no necesita fundamento ni justificación. Que el mundo exista no es un

problema para el sentido común griego; un griego que ha dejado atrás la mentalidad

mítica y ha adquirido la racional no se pregunta por qué existe el mundo en lugar de no

existir, no se pregunta por su origen.

2) La naturaleza es la realidad que genera todas las cosas, todo lo que sucede procede de

la naturaleza y ocurre en virtud de ella.

3) Para un griego lo problemático no es el origen y la existencia de la naturaleza sino su

funcionamiento. A los filósofos griegos no les preocupa por qué existe el mundo sino

cómo funciona, eso es lo que pretenden comprender. Por eso se preguntan de qué

sustancias está hecha la naturaleza, cuáles son las fuerzas que actúan en ella y cómo

esas sustancias se unen y se separan a causa de esas fuerzas para que las cosas sean

como son. La inquietud por el funcionamiento de la naturaleza es el principio de la

ciencia, que alcanzó gran desarrollo en Alejandría en la época helenística.

4) Según la racionalidad griega el hombre ideal se gobierna a sí mismo. Ser autónomo,

autárquico, independiente y libre es lo que un griego quiere para sí, a nivel individual y

colectivo. Por eso el pensamiento antiguo se ocupó de la vida buena del individuo y de

la sociedad, y abundan las reflexiones sobre ética y política en la filosofía griega.

5) El mundo para los griegos es inteligible, es decir, puede comprenderse con la

inteligencia, la razón puede conocerlo, y además es interesante conocerlo puesto que

la naturaleza es la realidad por excelencia.

6) Para algunos griegos –Platón o Parménides por ejemplo- existe el mundo perfecto,

incorruptible y eterno del Ser o de las Ideas además de esta realidad sensible,

cambiante e imperfecta del Devenir, pero a ese mundo eterno se accede durante la

vida mediante el proceso del conocimiento.

7) La filosofía griega, oral y pública, forma parte de la vida ciudadana. El filósofo griego

es un hombre público que habla de la naturaleza o de la ciudad en calles, plazas,

mercados, gimnasios o fiestas, y además habla en griego, la lengua de todos. Por ello la

filosofía era una actividad más de la cotidianeidad de la polis y era accesible a todos

aquellos que, hablando y entendiendo griego, se paraban a escuchar a los filósofos o

acudían a conversar con ellos. También se hacía filosofía en escuelas especializadas

como la Academia o el Liceo, o en comunidades pitagóricas o epicúreas, en las que

ingresaba gente atraída por el afán de conocimiento o por la forma de vida que esas

escuelas y comunidades ofrecían. Por eso, institucionalizada o callejera, la filosofía

griega, expresada en la lengua que todos hablaban, era pública y ciudadana, accesible

por tanto a cualquier interesado en ella.

8) Un griego concibe el tiempo como un ciclo en el que los acontecimientos retornan una y

otra vez al presente a la manera de la luna, las estaciones, la menstruación, las fiestas

o las cosechas. El tiempo es un círculo donde lo que se vive no queda definitivamente

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atrás como pasado, sino retorna nuevamente al presente. La concepción cíclica del

tiempo privilegia el presente, y por eso los griegos sienten el tiempo como presente y

viven en presente. Esta concepción y vivencia del tiempo se deriva de la religión, del

modo en que los griegos imaginan a sus dioses y de las relaciones que establecen con

ellos.

Los griegos conciben a los dioses a imagen y semejanza de los hombres; creen que

hay múltiples dioses y que son antropomórficos, es decir, tienen forma humana y una

vida similar a la de los hombres. Los dioses griegos tienen cuerpo masculino o

femenino, tienen hijos y padres, sentimientos y pasiones, y viven escarceos, correrías,

enredos y aventuras, por lo que la religión griega establece una gran familiaridad

entre dioses y hombres. Además los dioses viven aquí, en el monte Olimpo, en el mismo

mundo que los hombres, e incluso se aparean con los humanos y engendran con ellos a

los héroes, hijos de diosa y hombre o de dios y mujer, dotados por ello de poderes

superiores a los hombres normales. Hombres y dioses, que comparten este mundo y

son iguales en su físico, acciones y sentimientos, se diferencian sin embargo en algo

esencial: los dioses son inmortales, los hombres mortales; los dioses viven

eternamente en este mundo, que los hombres abandonan al morir. Por lo tanto, según

la religión griega, el escenario de la vida, eterna para los dioses y fugaz para los

hombres, es siempre este mundo.

Todos los hombres desean estar junto a sus dioses, reunirse con ellos, y los

griegos estaban junto a sus dioses mientras estaban vivos. El espacio compartido por

dioses y hombres es este mundo y esta vida, por lo que un creyente griego se siente

afortunado por estar vivo y cuando rinde culto a sus dioses está afirmando su propia

vida; independientemente de que la vida sea feliz o desgraciada, es el bien más

preciado por un griego, porque es lo que le une a sus deidades. La religión griega

genera en los creyentes amor a la vida.

El tiempo de la vida es el presente, y ese es uno de los motivos por los que los

griegos conciben el tiempo como un ciclo. En un ciclo el pasado retorna en forma de

presente, un nuevo presente de lo mismo, y el futuro no existe. El futuro es el tiempo

de la muerte.

Todos estos supuestos en los que se apoya el pensamiento y la experiencia vital de los

griegos y conforman su sentido común cambian en la mentalidad cristiana a través de una idea

inexistente entre los griegos y central en concepción cristiana de la realidad: la idea de que el

mundo fue creado por Dios a partir de la nada. De esta idea brota una nueva interpretación de la

realidad, un nuevo sentido común y otra filosofía, que impera en Europa durante la Edad Media,

cuando el cristianismo, que había surgido como una secta en la Antigüedad romana, arraigó en la

sociedad como religión popular y después, convertido en la religión oficial de Europa, adquirió

enorme poder en todas las facetas de la vida privada y pública a través de la institución de la

Iglesia.

Veamos cómo la idea de creación del mundo a partir de la nada cambia la mentalidad

griega en cada uno de los puntos descritos anteriormente:

1. La existencia de la naturaleza, evidente para un griego, se convierte para un

cristiano en un problema, puesto que en el principio lo que existe es la nada. La

realidad del mundo requiere por tanto una explicación, un fundamento, ya no es

evidente para un cristiano, cuya primera pregunta es por qué el mundo existe. La

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respuesta a esta cuestión es que hay una realidad que sí es evidente, que sí existe

por sí misma y que desde la nada creó el mundo, y esa realidad es Dios.

2. La naturaleza no genera ni produce las cosas, la única fuerza generadora y

productora de realidad es Dios. Todo lo que hay en la naturaleza y todo cuanto

sucede en la vida de los hombres es obra de Dios y ocurre por su voluntad y su

acción. La naturaleza es una realidad secundaria o derivada de la realidad primera

que es Dios.

3. Puesto que Dios es la realidad primera, suprema y creadora, y el hombre y la

naturaleza tienen el rango de criaturas, el conocimiento para un medieval es

conocimiento de Dios. Ese conocimiento se obtiene por revelación, por la fe o por

la razón. La revelación es la comunicación directa de Dios con alguien a quien elige

para dictarle sus designios; la fe es la creencia en Dios, el sentimiento de estar

con Dios desprovisto de justificación racional; y la razón elabora argumentos

lógicos que demuestran que la existencia de Dios es necesaria.

4. Como la realidad por excelencia es Dios y el mundo es su obra, para un medieval el

conocimiento de la naturaleza y del hombre es derivado, subalterno, y solo tiene

sentido como conocimiento de las obras de Dios. A un medieval le preocupa la

existencia del mundo, que remite a Dios, pero no su funcionamiento, que remite al

mundo mismo, y no reflexiona sobre la mejor manera en que pueden vivir los

hombres porque las leyes morales y políticas por las que los hombres se rigen

están ya preestablecidas por los mandatos o mandamientos de Dios. La ley emana

de Dios, no de los hombres. Por eso, a diferencia de lo que sucedió en el mundo

griego, en la Edad Media la ciencia, la ética y la política apenas se desarrollan.

5. Para los medievales la realidad está escindida en dos mundos: el mundo terrenal e

imperfecto donde los hombres viven una vida concebida como un valle de lágrimas

en la que deben purgar el pecado original con que han nacido, y el más allá o vida

eterna, a la que se accede tras la muerte y el juicio final, en la que espera a los

hombres bienaventuranza o condena eterna según hayan purificado o no sus almas

en esta vida.

6. El cristianismo es una religión monoteísta cuyo Dios único, Yavéh, no tiene cuerpo

ni habita en este mundo, y con quien los hombres puros se reúnen al morir. La

muerte, que separaba al creyente politeísta de sus dioses, es lo que reúne al

cristiano con su Dios, y la vida, que unía al griego con sus dioses, es lo que separa

al cristiano de su Dios y se concibe como tránsito a la verdadera vida que espera

tras la muerte. Por eso el culto que rinden los cristianos a su Dios es un culto a la

muerte.

7. Estas creencias son la base de una nueva concepción del tiempo, de una mutación

en la manera de experimentar el tiempo. Si para un griego lo que importa es la vida

y la vida transcurre en presente, para un medieval lo que importa es la muerte y la

muerte está en el futuro. Por eso el tiempo deja de pensarse como un círculo

donde todo vuelva al presente y se convierte en una línea, una línea con un pasado

sin retorno, un presente para purgar el pecado y un futuro donde espera la

salvación. Este tiempo lineal, que nosotros hemos heredado y vivimos de manera

laica como tiempo histórico, procede del culto a la muerte, y por tanto al futuro,

que el cristianismo introduce en la cultura occidental.

8. En la Edad Media la polis griega como espacio de convivencia ciudadana había

desaparecido. La sociedad medieval no es urbana, es una sociedad feudal

compuesta por castas -señores feudales, siervos de la gleba y artesanos- en las

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que los individuos ingresan por nacimiento y a las que pertenecen de por vida.

En esa sociedad la Iglesia tenía el máximo poder en todos los ámbitos de la

vida, también en el cultural. En los monasterios los monjes copiaron las obras

antiguas de filosofía y ciencia, y después nacieron las universidades, cuyas

cátedras estaban ocupadas por el clero. Las universidades eran escuelas que

impartían educación, pero, a diferencia de la Academia o el Liceo, el conocimiento

no se construía entre todos mediante la deliberación y el diálogo, sino consistía en

la transmisión de dogmas que no se sometían a crítica o discusión.

En las universidades se impartía teología y filosofía, sobre todo la filosofía de

Aristóteles, adaptada a los dogmas de la Iglesia y debidamente limada de aquellos

pasajes que contradicen estos dogmas. Aristóteles era la autoridad filosófica por

excelencia, su filosofía era la filosofía, y los pensadores medievales, preocupados

por Dios y por la teología, se servían del pensamiento de Aristóteles para ilustrar

y transmitir sus convicciones religiosas y teológicas.

La cultura se hacía en latín, lengua que no se hablaba y que solo el clero

aprendía, por lo que la filosofía dejó de ser accesible a cualquiera, como sucedía

en la Antigüedad, y quedó recluida en la institución eclesiástica y reservada al

clero.

La Edad Media fue un momento particularmente desfavorable y estéril para la reflexión

filosófica. La filosofía quedó encerrada en las instituciones clericales y constreñida a los fines y

objetivos de la Iglesia. Por eso, cuando en el Renacimiento resurgió el pensamiento libre acerca

del mundo y de la sociedad, los filósofos tuvieron que enfrentarse a la autoridad eclesiástica,

produciéndose en la cultura europea un dramático y a veces trágico conflicto entre autoridad y

razón, entre la Iglesia y los filósofos. El cambio en la interpretación y conocimiento de la realidad

que los filósofos llevaron a cabo con respecto al pensamiento medieval fue muy drástico, tanto

que el periodo que siguió a la Edad Media en la historia de la filosofía se conoce como “revolución

científica”.

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La revolución científica

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La revolución científica

-Qué es la revolución científica

-La geometría celeste

-teoría geocéntrica

-teoría heliocéntrica

-Copérnico

-Giordano Bruno

-Tycho Brahe

-Kepler

-Galileo

-objeciones a la teoría heliocéntrica

-La mecánica celeste

-la represión de los científicos

-La revolución de la mecánica

-Aristóteles

-Galileo

-Newton

-Consecuencias de la revolución científica

Qué es la revolución científica

Se conoce como revolución científica el cambio radical en la explicación del mundo que los

filósofos renacentistas llevaron a cabo con respecto al pensamiento medieval. Los filósofos

medievales fundamentaron la naturaleza en Dios y la interpretaron mediante la fe y el dogma, y

los filósofos renacentistas, como los antiguos griegos, explicaron la naturaleza desde sí misma y

haciendo uso de su razón. Este cambio en la explicación de la realidad produjo una nueva visión

del mundo y también del hombre, que adquirió una imagen nueva de sí mismo y de su poder.

La revolución científica ocurrió entre los siglos XV y XVII, de Copérnico a Newton, y fue

una obra colectiva de numerosos filósofos interesados en la astronomía y en la física. Significó

un gran avance en el conocimiento humano y fue posible gracias a que el latín, como hoy el inglés,

era una lengua franca, común a toda la gente culta cualquiera que fuese su lengua materna, y

también gracias a que la imprenta posibilitó la rápida difusión del conocimiento. Por eso, aunque

Copérnico hablaba polaco, Tycho Brahe danés, Kepler alemán y Giordano Bruno y Galileo italiano

pero todos hablaban y escribían en latín, tenían fácil acceso a sus investigaciones.

Los científicos renacentistas pensaron en el universo, en su geometría y en su mecánica.

Pensar la geometría del universo consiste en preguntarse cómo se mueven los astros, qué figuras

geométricas describen al moverse en el cielo, y pensar la mecánica celeste consiste en

preguntarse por qué los astros se mueven como lo hacen. Cómo se mueven los astros y por qué se

mueven así fueron, por tanto, las dos grandes preguntas que impulsaron y produjeron la

revolución científica. La geometría celeste fue obra de Copérnico, Tycho Brahe, Giordano Bruno,

Kepler y Galileo, y la mecánica celeste obra de Galileo y Newton.

La geometría celeste

Los griegos abordaron la cuestión de cómo se mueven los astros, y Aristóteles y más

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tarde Ptolomeo construyeron la siguiente teoría como respuesta:

-El universo es finito, tiene un borde o límite.

-El centro del universo es la Tierra, que está inmóvil.

-Todos los astros son esferas perfectas y giran en torno a la Tierra quieta describiendo

círculos. Los astros describen órbitas circulares en torno a la Tierra.

-Si se observa en el cielo que los astros se desvían del círculo que deberían describir

según esta teoría, se justifican esas desviaciones diciendo que su trayectoria

describe, además del círculo principal, otros círculos más pequeños llamados epiciclos. La

razón construye la teoría, y los hechos o fenómenos que aparentemente la contradicen se

interpretan de manera que se ajusten a la teoría, procedimiento que recibe el nombre

de “salvar las apariencias”.

Esta interpretación del movimiento de los astros se llama “Teoría geocéntrica del

universo” y no fue la única que existió en la Antigüedad. Antes de Aristóteles había reflexionado

sobre el cosmos Aristarco de Samos, quien en el siglo V a. C. afirmó que la tierra gira alrededor

del sol, con lo cual fue el primero en hacer una interpretación heliocéntrica del universo. Sin

embargo, sus apreciaciones pasaron desapercibidas o no fueron tomadas en consideración por

los astrónomos hasta Copérnico, que se sirvió de ellas veinte siglos después, en el siglo XV.

Desde la Antigüedad hasta el siglo XV los astrónomos habían seguido estudiando el cielo

y acumulando datos sobre las posiciones de los planetas, con lo cual, como los planetas no

describen en realidad órbitas circulares, el número de epiciclos se había incrementado tanto que

la teoría geocéntrica se había hecho complicadísima e inverosímil, se había quedado obsoleta y

los astrónomos buscaban una explicación alternativa de los fenómenos celestes. Entonces

Copérnico tuvo la misma intuición que Aristarco: ¿y si fuera la Tierra la que se mueve y por eso

parece que se mueve el sol? ¿y si la apariencia de que el sol gira en torno a la Tierra no fuera la

realidad? ¿y si interpretáramos el movimiento del sol no de modo absoluto, atendiendo solo a

cómo desde la Tierra vemos que se mueve, sino de modo relativo, poniendo el movimiento del sol

en relación con el de la Tierra?

Copérnico extendió esta intuición al movimiento de todos los astros y esbozó la teoría

heliocéntrica del universo de la siguiente manera:

-El universo es finito.

-El centro del universo es el sol.

-Todos los planetas, incluida la Tierra, se mueven en círculo, describen órbitas

circulares alrededor del sol.

-La tierra tiene dos movimientos: gira en torno a sí misma en el plazo de un día en un

movimiento llamado rotación, y gira en torno al sol en el plazo de un año en un

movimiento llamado traslación.

Copérnico comprobó que los movimientos de los astros cuadran en esta geometría,

responden a esta versión de las cosas con algunas excepciones, excepciones por las que tuvo que

mantener todavía unos cuantos epiciclos. Pero la mayoría de los epiciclos desapareció, la

explicación de los cielos se simplificó, y cuando Copérnico expuso su teoría en un libro titulado

De revolutionibus orbium celestium, los astrónomos la consideraron válida y en su mayoría la

adoptaron.

Giordano Bruno aceptó la teoría heliocéntrica de Copérnico y la enriqueció afirmando que

el universo es infinito.

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Tycho Brahe interpretó el universo mezclando la teoría geocéntrica y la heliocéntrica.

Dijo que la Tierra está inmóvil, que en torno a ella gira el sol y en torno al sol giran los demás

planetas. Esta versión de las cosas no fue aceptada por nadie, pero Tycho Brahe contribuyó a la

revolución científica porque era un gran observador del cielo y tenía una vista prodigiosa, por lo

que aportó un ingente número de datos acerca de las posiciones de los astros en el cielo.

Johanes Kepler conocía la teoría de Copérnico y los datos de Tycho Brahe, que ordenó

en tablas; además era un gran matemático y estaba convencido de que la estructura del universo

es simple; por eso le molestaban los epiciclos que quedaban en la teoría de Copérnico, que a su

juicio sobraban. Derrocó la idea de que el universo es perfecto, o la idea de que el círculo es la

figura geométrica perfecta, y buscó otra figura geométrica en la que casaran los posiciones

sucesivas de los planetas al recorrer sus órbitas. Esa figura es la elipse, que elimina los

epiciclos, y así Kepler aportó a la teoría heliocéntrica la afirmación de que los planetas

describen órbitas elípticas alrededor del sol. Además, Kepler matematizó el universo, es decir,

cifró en fórmulas matemáticas el movimiento de los astros.

Galileo fue el primer hombre que miró el cielo con un telescopio que él mismo construyó,

y a través del telescopio hizo observaciones que demuestran que la teoría geocéntrica es falsa.

Esas observaciones son las siguientes:

-La luna, que a simple vista parece una esfera perfecta, tiene rugosidades y zonas

achatadas en su superficie, con lo cual la afirmación de la teoría geocéntrica de que

todos los astros son esferas perfectas es falsa.

-El planeta Júpiter tiene satélites, es decir, astros que giran en torno suyo, y por lo

tanto es falso que en el universo todos los astros giran en torno a la Tierra.

-La vía láctea, una masa lechosa a simple vista, observada con telescopio aparece como

una reunión de millares de estrellas. Esta observación no demuestra que el universo es

infinito, lo cual es indemostrable, pero señala que sus dimensiones son

extraordinariamente mayores de lo que se pensaba.

De este modo, con las aportaciones de todos estos astrónomos, quedó establecida la

teoría heliocéntrica del universo, vigente en la ciencia hasta la actualidad.

Objeciones a la teoría heliocéntrica

Una vez formulada, la teoría heliocéntrica no fue aceptada de inmediato, pues se

hicieron contra ella una serie de objeciones, unas procedentes del sentido común, otras de la

religión y otras de la propia ciencia.

El sentido común niega que la Tierra se mueve puesto que nosotros estamos en ella y no

lo notamos. Por su parte, la Biblia también niega el movimiento de la Tierra porque algunos de

sus pasajes o episodios lo contradicen; por ejemplo, en una guerra que los israelitas iban

perdiendo, Josué, su caudillo, ordenó al sol que se detuviera, cosa que Dios le concedió; por lo

tanto, si creemos en la Biblia e interpretamos literalmente este pasaje, concluimos que el sol se

mueve alrededor de la Tierra. Estas objeciones no fueron importantes para los científicos, pues

la realidad vista por la ciencia se parece bastante poco a lo que el sentido común nos dice, y la

Biblia es un libro sagrado, no un tratado de astronomía. Pero las objeciones procedentes de la

propia ciencia sí fueron relevantes para los astrónomos, que a causa de ellas dudaron de la

validez de la teoría. Las objeciones científicas, una de carácter geométrico y otra de carácter

mecánico, fueron las siguientes:

-Si la Tierra se mueve, tenemos que observar que se mueve el sol y también los demás

astros. Pero esto no sucede, pues una serie de estrellas, las que componen las

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constelaciones del Zodiaco, no cambian de posición vistas desde la Tierra y se llaman

por ello “estrellas fijas”.

Los astrónomos renacentistas ya no hacían como los antiguos la operación de

salvar las apariencias, ya no ajustaban los hechos a la teoría de manera forzada; según

ellos, si los hechos no se ajustan por sí mismos a la teoría lo que falla es la teoría. Por

ello pensaron que la teoría heliocéntrica era falsa … a no ser que la distancia entre la

Tierra y las estrellas fijas fuera tan enorme que ese movimiento resultara

imperceptible, como sucede cuando vamos en un barco: si estamos cerca de la costa en

un barco que se mueve parece que la costa se mueve, pero eso no sucede si el barco

está muy lejos. De este modo esta objeción fue superada postulando que las distancias en el

universo son enormes.

-Si la Tierra se mueve, ¿por qué las cosas caen al pie de la vertical desde donde se las

deja caer? o ¿por qué la Tierra no deja atrás la atmósfera al moverse?

Para contestar a estas preguntas hubo que revolucionar la mecánica, asentarla

sobre nuevas bases, tarea que llevaron a cabo Galileo y Newton.

La mecánica celeste

La represión de los científicos

Galileo se enfrascó en la resolución de estas objeciones mecánicas porque se le prohibió,

como a los demás filósofos, difundir la teoría heliocéntrica, y fue perseguido y silenciado por

desobedecer.

La Iglesia prohibió las nuevas ideas científicas porque las consideró un peligro para los

dogmas contenidos en la Biblia. Aparte del episodio de Josué antes citado, la Biblia habla del

hombre como la principal de las criaturas que Dios puso en este mundo, y dice que Dios creó el

mundo para el hombre. Estos dogmas son verosímiles desde la teoría geocéntrica, que sitúa la

Tierra, donde vive el hombre, en el centro de un universo donde todos los astros giran en torno

a ella. Pero a la luz de la nueva astronomía el hombre es un ser más de uno de los tantos planetas

que giran alrededor de un sol en un universo infinito; Dios pudo crear el universo y ser

considerado grande y poderoso por ello, pero no es verosímil que lo haya creado para el hombre.

Por eso la Iglesia mantuvo la verdad de la Biblia y aceptó la teoría geocéntrica pero prohibió la

nueva ciencia, persiguiendo a aquellos que la defendieran y sometiéndoles al tribunal de la Santa

Inquisición, institución cuyo objetivo era mantener puro el dogma y reprimir las herejías.

Para eludir esta represión Copérnico escribió un prólogo para su libro en el que indicaba

que sus ideas eran elucubraciones e hipótesis sin mucha validez, y por ello De revolutionibus orbium celestium circuló durante un tiempo sin problemas. Pero cuando los científicos acogieron

con entusiasmo una explicación del universo que llevaban siglos esperando, el libro de Copérnico

engrosó la lista del Índice de los Libros Prohibidos, sus ejemplares fueron requisados y

quemados y sus propietarios castigados.

Giordano Bruno era un hombre menos cauto que Copérnico y más apasionado. Proclamó a

los cuatro vientos que la teoría heliocéntrica es cierta y que además el universo es infinito,

afirmaciones que se convirtieron en cargos que le llevaron a la hoguera.

Tycho Brahe, asustado por estos acontecimientos y queriendo dar razón a la vez a la

Iglesia y a la ciencia, hizo la composición que nadie aceptó entre la teoría geocéntrica y la

heliocéntrica que señalamos antes.

Johanes Kepler no fue reprimido porque en Alemania corrían los vientos de la Reforma

protestante y además estaba protegido por un príncipe.

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Y Galileo, que era profesor en la universidad de Padua y explicaba en sus clases la teoría

heliocéntrica, no se arredró ante las amenazas de la Iglesia porque su amor a la verdad y su

honradez científica eran más fuertes que su miedo. Fue encarcelado y juzgado, y como no tenía,

como Giordano Bruno, madera de mártir, abjuró ante el tribunal de la Inquisición de sus

convicciones científicas y prometió no volver a tratar en público ni en privado, oralmente ni por

escrito de la nueva teoría. Galileo no soportó esta humillación, tenía setenta años y murió un año

después de su juicio, pero durante ese tiempo se dedicó a pensar en los problemas mecánicos

suscitados por la nueva astronomía, y así fue como revolucionó la mecánica, que hoy es una rama

de la física.

La revolución de la mecánica

La revolución de la física, como la de la astronomía, fue un cambio de supuestos con

respecto a la ciencia griega, supuestos que, una vez más, había formulado Aristóteles y eran los

siguientes:

-El estado natural de los cuerpos es el reposo, un cuerpo por naturaleza está quieto.

-La gravedad, es decir, el hecho de que los cuerpos caigan a la Tierra, se explica porque

la Tierra está en reposo y los cuerpos buscan su estado natural.

-Como el estado natural de un cuerpo es el reposo, para que un cuerpo se mueva tiene

que pasar de la quietud al movimiento, y pasa de la quietud al movimiento porque actúa

sobre él una fuerza. Un cuerpo se mueve porque es movido por algo, y el primer motor

es Dios.

Estas ideas agradaban a la Iglesia, que se servía de ellas para explicar la necesidad de

Dios como Primer Motor. Dios era creador según la Biblia, y motor según la filosofía. Pero

Galileo cambió estos supuestos de la siguiente forma:

-El estado natural de un cuerpo es o bien el reposo o bien el movimiento uniforme, es

decir, por naturaleza un cuerpo está quieto o bien está moviéndose siempre a la

misma velocidad.

-Para que un cuerpo se mueva no tiene que actuar sobre él ninguna fuerza externa; se

mueve solo, en virtud de una fuerza interna que se llama inercia. Una fuerza externa

cambia su movimiento, pero no inicia su movimiento. Un cuerpo se mueve por la fuerza

de la inercia y cambia su movimiento a causa de otras fuerzas.

La ley de inercia permite resolver la objeción antes citada y otras del mismo tipo: un

cuerpo cae al pie de la vertical desde donde se le deja caer porque está afectado por dos

fuerzas: la gravedad, que lo atrae a la Tierra, y la inercia, por la que se mueve con la Tierra.

Desde Galileo al universo no le hace falta ningún primer motor, ningún Dios que lo mueva;

los cuerpos quizá se muevan por la acción de Dios, pero sobre todo lo hacen por la fuerza de la

inercia. El universo se configura como un gigantesco mecanismo, como una gran máquina; por eso

esta etapa de la física, que terminó con Einstein, se llama “mecanicismo”.

Newton partió de la ley de inercia formulada por Galileo y la completó con la ley de la

gravedad para explicar por qué los astros se mueven como lo hacen: En el universo todos los

cuerpos se atraen; se atraen con mayor fuerza mientras más masa tengan y mientras más cerca

estén, y con menos fuerza mientras menos masa tengan y mientras más lejos estén, y esta

fuerza puede calcularse mediante una fórmula matemática.

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De este modo Newton coronó la revolución científica: los cuerpos en el universo

describen órbitas elípticas alrededor del sol, y lo que los hace moverse de ese modo es la fuerza

de la inercia y la fuerza de la gravedad.

Consecuencias de la revolución científica en la filosofía

La revolución científica fue el principio del modo de conocer que llamamos ciencia, la

forma de conocimiento que impera hasta el día de hoy. Desde entonces pensamos que el método

válido para conocer el mundo y saber cómo funciona no es escuchar los dogmas de los libros

sagrados, sino hacer uso de la razón y comprobar en la experiencia lo que la razón concibe; de

este modo se construyen las leyes de la ciencia, que además se formulan matemáticamente,

como hicieron Kepler, Galileo y Newton. La revolución científica fue una mutación en la forma de

conocer el mundo, y convirtió el conocimiento en la principal de las cuestiones de las que se

ocuparon los filósofos de la Edad Moderna.

.

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La epistemología en la Edad Moderna

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La filosofía en la Edad Moderna: Epistemología

-Introducción

-Descartes

-Hume

-Kant

Introducción

En la Edad Moderna hay dos corrientes filosóficas, el racionalismo y el empirismo, y ambas son

hijas de la revolución científica y del modo de conocer que esta revolución inauguró. Este modo

de conocer consiste en lo siguiente:

-La realidad por excelencia es el mundo, no Dios, y el conocimiento del mundo lo

proporcionan la ciencia y sus teorías, no la religión y sus dogmas.

-La ciencia se construye con la razón y también con la experiencia. Lo que la razón piensa

del mundo debe ser corroborado por lo que los sentidos observan.

-Las leyes de la ciencia, como hicieron Kepler, Galileo y Newton, se expresan

matemáticamente, es decir, mediante fórmulas matemáticas.

-En el conocimiento científico son tan importantes e imprescindibles la razón y la

matemática como lo empírico y la experiencia. El método que utiliza un científico para

conocer el mundo es un método empírico-matemático.

Dado que ante la revolución científica aparece como inservible o falso todo el conocimiento

anterior, tanto el medieval basado en la teología como la ciencia aristotélico-ptolemaica de la

Antigüedad, y dado que filosofía y conocimiento eran sinónimos, sucede que la filosofía entra

en una gran crisis: su pasado no vale. Por eso la gran preocupación de los filósofos modernos es

que en adelante se conozca bien, que el conocimiento tenga una base sólida. Los filósofos

modernos se preguntan en qué consiste conocer y qué actividades mentales nos proporcionan

conocimiento y cuáles no. Como la reflexión sobre el conocimiento se llama “epistemología”,

podemos decir que gran parte de la filosofía en la Edad Moderna, racionalista o empirista, es

epistemología.

El racionalismo y el empirismo coinciden en que consideran el modo de conocer de la

ciencia, es decir, el método empírico-matemático, como modelo del verdadero conocimiento. Y se

diferencian en que el racionalismo privilegia la razón y la matemática, cree que llegamos a

conocer la verdad sobre todo mediante la razón y la matemática, mientras que, según el

empirismo, la experiencia es imprescindible para conocer; la razón por sí sola -dicen los

empiristas- no basta; la razón sin la experiencia no puede conocer el mundo.

René Descartes y Emmanuel Kant son filósofos racionalistas y Davis Hume es un filósofo

empirista.

Descartes

-La duda como método

-La verdad del pensamiento

-La verdad de Dios

-La verdad del mundo

Descartes busca el conocimiento verdadero, la verdad, y se pregunta por el método

para llegar a ella: ¿qué debemos hacer para conocer la verdad? Su respuesta es que para llegar a

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la verdad hay que empezar por dudar de todo: el método para llegar a la verdad es la duda,

dudar sistemáticamente de todo, poner en entredicho todo lo que consideramos que es cierto,

todo lo que creemos saber con certeza.

Descartes duda en primer lugar de que la realidad misma sea verdad. Cuando estamos

dormidos y soñamos tenemos sensación de realidad; para nosotros es cierto lo que nos está

ocurriendo, pero solo es un sueño. ¿Cómo podemos estar seguros de que no sucede lo mismo en la

vigilia? ¿Y si la vigilia fuera a su vez un sueño y tuviéramos sensación de realidad como la

tenemos en los sueños? Pero aunque supongamos que la realidad es cierta, dice Descartes,

podemos seguir dudando de lo que sabemos, de los conocimientos que obtenemos tanto a través

de los sentidos como de la razón.

A través de los sentidos percibimos cosas que nos parecen ciertas, pero los sentidos

pueden engañarnos, pueden proporcionarnos una información errónea que en principio nos parece

verdadera; por ejemplo, puede suceder que miro una torre de lejos y la torre me parece

redonda, pero cuando me acerco compruebo que es octogonal. Los sentidos no son fiables, y

podemos dudar que sea cierta la información que recibimos a través de ellos. Las verdades

procedentes de los sentidos son, pues dudosas, y también son dudosas las verdades procedentes

de la razón.

Las verdades procedentes de la razón son las matemáticas. Las matemáticas son

productos únicamente de la razón, en ellas no intervienen los sentidos engañosos, son precisas y

exactas, son verdaderas. Eso creemos, dice Descartes, pero tampoco podemos estar seguros del

todo. No podemos estar absolutamente seguros de que las matemáticas son verdad porque es

posible que nuestra razón esté manipulada por un genio maligno que nos haga construir

ecuaciones falsas que nosotros creemos verdaderas. El genio maligno es en la argumentación de

Descartes como el demiurgo en la argumentación de Platón: una figura mítica, no racional, de su

filosofía.

De este modo Descartes aplica el método de la duda a todo lo que conocemos, desconfía

por principio de la verdad de todo cuanto creemos cierto. Por este camino podía llegar a dos

sitios: o bien al escepticismo radical, cuya única certeza es que la verdad no existe, o bien al

hallazgo de una verdad indudable, evidente, una verdad de aplastante certeza sobre la cual sea

imposible dudar, una verdad tan evidente que la aceptemos sin que nos quepa duda alguna. Esta

segunda posibilidad era la que Descartes buscaba, y por eso fue ahí adonde llegó. Esa verdad

absoluta, rotunda, evidente, cierta e indudable es la existencia del pensamiento: existe el

pensamiento. Veamos a continuación cómo llega Descartes a esa verdad.

Puedo dudar -dice- de que lo que entra en mi pensamiento por los sentidos sea cierto;

puedo dudar de que lo que está en mi pensamiento porque lo construye la razón sea cierto;

puedo dudar de si estoy dormido o despierto, acerca de todo eso siempre puedo albergar dudas.

Pero nunca puedo dudar del hecho de que yo estoy pensando. Mis pensamientos pueden ser

falsos, pero que yo estoy pensando es absolutamente cierto, de eso no me cabe ninguna duda.

Por tanto -dice Descartes- existe el pensamiento, existo yo pensando, pienso, luego existo. Eso

es lo único seguro, cierto, indudable. El pensamiento es la única realidad de la que podemos estar

seguros.

Afirmar que las ideas del pensamiento constituyen la verdadera realidad, la realidad

primera, y de ellas proceden las cosas -que es lo que dice a su manera también Platón- es una

posición ontológica que recibe el nombre de idealismo. El idealismo se opone al realismo, que

cree que la realidad primera son las cosas y las ideas se construyen a partir de las cosas. Según

el idealismo existe el pensamiento, lo evidente es el pensamiento, y si queremos estar seguros

de otras verdades, por ejemplo de que existe el mundo, tenemos que extraer esas verdades del

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pensamiento. Veamos cómo lo hace Descartes.

Tenemos ideas sobre el exterior, pensamientos sobre las cosas del mundo. Esas ideas

existen con seguridad, pero no está claro que existan las cosas del mundo a que esas ideas se

refieren. Por ejemplo, tenemos en la mente una idea del sol y es evidente que esa idea existe,

pero que el sol existe independientemente de la mente no es evidente. De que tengamos una idea

acerca de algo no se desprende que ese algo exista. Esta falta de evidencia afecta a todas las

referencias de nuestras ideas, es decir, a todas las realidades externas a la mente a que se

refieren nuestras ideas. Afecta a todas menos a una: Dios.

Dios es una idea de la que sí se desprende que su referencia -Dios- existe. Así como la

idea del sol contiene que el sol tiene luz, rayos, calor, etc., la idea de Dios contiene Dios es

bueno, justo, sabio, misericordioso, omnipotente y existe necesariamente. Por lo tanto, de la

idea de Dios se desprende que Dios no es solo un pensamiento sino además una realidad que

existe fuera de la mente. Este argumento para demostrar que Dios existe se llama argumento ontológico, había sido usado en la Edad Media por San Anselmo y es, como el genio maligno, otra

gran falla de la filosofía cartesiana. Pero para Descartes es válido. Por lo tanto, ya sabemos con

certeza que existe el pensamiento -la sustancia pensante- y que existe Dios -la sustancia divina.

De la realidad del pensamiento se desprende la realidad de Dios, y de la realidad de Dios

se desprende la existencia del mundo y la verdad de las matemáticas. ¿Cómo?

Por una parte, como existe Dios, ningún genio maligno puede engañarnos, y por tanto las

verdades matemáticas que la razón construye son ciertas. Por otra parte, puesto que Dios es

bueno y justo y ha creado el mundo, su existencia garantiza que las ideas que tenemos de las

cosas se corresponden con cosas que realmente existen fuera de la mente. Y como esas ideas

son ideas complejas compuestas de ideas más simples -por ejemplo la idea del sol se compone de

la idea de luz, la idea de rayos, la idea de calor, etc.- Descartes ve el mundo, la naturaleza, como

una composición de puntos, superficies y volúmenes a la que llama sustancia extensa.

Por lo tanto, para Descartes existen tres realidades, tres sustancias: el pensamiento,

Dios y el mundo, o lo que es lo mismo, la sustancia pensante, la sustancia divina y la sustancia

extensa.

A pesar de la enorme importancia e influencia que tuvo en su momento el pensamiento de

Descartes, para nosotros hoy es mucho más interesante y actual la filosofía empirista de Hume.

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David Hume

-La metafísica como problema

-Los contenidos mentales

-cuáles son

-cómo se forman

-cómo se conectan

-Clasificación de las ideas

-relaciones de ideas

-cuestiones de hecho

-La verdad de las ideas

-relaciones de ideas

-Definiciones y deducción

-cuestiones de hecho

-Experiencia

-Causalidad

-Inducción

-El fundamento del conocimiento

-La costumbre o hábito

-El escepticismo

-La ética

La metafísica como problema

Hume indaga también en el conocimiento y en la cuestión de si es o no verdad lo que

creemos conocer. Se pregunta si la Metafísica -que trata de abstracciones como el ser, el alma

o Dios- nos da conocimiento y por tanto tiene sentido o, por el contrario, tenemos que hacer

filosofía de otra manera.

Para contestar a la pregunta de si la metafísica nos da o no conocimiento, Hume

investiga en la naturaleza de nuestro entendimiento: cómo llegamos a entender las cosas, cuál es

el proceso por el que conocemos. Conocemos con ideas, conocer es tener en la mente una idea de

las cosas, y Hume se pregunta cómo nos llegan esas ideas a la mente, cómo construimos las ideas.

Por ello estudia qué es lo que hay en la mente, qué es lo que contiene.

Los contenidos mentales

En la mente hay cosas grabadas, huellas, contenidos mentales. A todos los contenidos

mentales Hume los llama percepciones. Hay dos tipos de percepciones: impresiones e ideas.

Las impresiones son contenidos mentales que llegan a la mente procedentes

directamente de una sensación, sea externa o interna. Sensaciones externas son las que nos

producen los sentidos y sensaciones internas son las que nos producen las emociones: siento

dolor cuando toco fuego, el dolor es una sensación externa; siento miedo en la oscuridad, y el

miedo es una sensación interna. Pues bien, cada vez que sentimos algo, por ejemplo dolor o

miedo, ese algo se nos graba también en la mente, se imprime en la mente. Las impresiones son

las huellas mentales de las sensaciones. A la vez que tenemos una sensación en el cuerpo o en el

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espíritu, tenemos una impresión en la mente.

Las ideas son contenidos mentales que llegan a la mente procedentes de las impresiones

que ya están en la mente. Con las ideas podemos evocar sensaciones aunque no las estemos

teniendo en ese momento, o imaginarlas, pensarlas, mezclarlas, aumentarlas, etc. Las ideas se

originan en las impresiones, pero las impresiones se originan en las sensaciones, por lo que no hay

nada en la mente que no proceda en última instancia de los sentidos, externos o externos.

Cuando oímos, vemos, tocamos, amamos, odiamos o nos enfurecemos tenemos

impresiones, y eso es más intenso que reflexionar, imaginar o evocar lo que hemos visto, tocado,

amado, etc., que es lo que hacen las ideas. Por eso dice Hume que las impresiones son más

fuertes y vivaces que las ideas, y que el pensamiento más intenso es inferior a la sensación más

débil en cuanto a fuerza de la percepción. Aparentemente esto no es así. A primera vista el

pensamiento es más poderoso que las sensaciones porque, a diferencia de ellas, no tiene límites

en el espacio ni en el tiempo y ni siquiera está circunscrito a la realidad; por ejemplo, puedo

tener ideas sobre un cruzado medieval pero no puedo verlo, o puedo concebir un unicornio aún

cuando los unicornios no existan y jamás pueda observar uno con los sentidos. Sin embargo -dice

Hume- el pensamiento no sería nada sin la sensación, porque construimos las ideas con las

impresiones que proceden a su vez de los sentidos. Es cierto que puedo tener la idea de una

montaña dorada aunque no pueda verla, pero solo puedo tener esa idea porque he observado con

los sentidos las montañas y el color dorado, y mezclo ambas cosas en la mente. Dice Hume que

una prueba de que esto es así es que alguien privado de un sentido -por ejemplo un ciego- y

privado por ello de una sensación -por ejemplo el color- no puede hacerse una idea de esa

sensación; si le devolvemos a esta persona ese sentido, sigue Hume, no solo le abrimos un cauce

a sus sensaciones, sino también a sus ideas.

Hume aplica este razonamiento a todas las ideas, incluso a ideas abstractas como “Dios”.

Concebimos un ser sumamente bueno, sabio, justo, misericordioso, todopoderoso, etc. porque

tenemos experiencia de la bondad, la sabiduría, la justicia o el poder, y lo que hacemos es

aumentar esas sensaciones hasta el infinito; de este modo construimos la idea de Dios.

Por lo tanto, el único camino para las ideas son las sensaciones. No hay ideas innatas

como afirman Descartes o Platón. Al nacer nuestra mente está vacía, es una tabula rasa. Nada

hay en la mente que no haya estado antes en los sentidos.

Las ideas se conectan entre así, se asocian unas con otras, pero no de cualquier modo

sino siguiendo uno de estos tres principios: semejanza, contigüidad espacio-temporal y

causalidad.

Que las ideas se conectan en virtud de su semejanza significa que las asociamos porque

se parecen; por ejemplo, ante la idea de un retrato de alguien se nos vienen a la mente ideas de

la persona retratada o de otros retratos.

Que las ideas se conectan en virtud de la contigüidad espacio-temporal significa que las

asociamos porque algo en ellas comparte un espacio o un tiempo; por ejemplo, la idea del retrato

anterior nos hace evocar la habitación en que ese retrato estaba colgado.

Y que las ideas se conectan en virtud de la causalidad significa que las asociamos porque

una es causa o efecto de otra; por ejemplo, la idea del retrato nos despierta la idea del pintor

que lo hizo, que es su causa, o la idea del pintor nos conduce a sus obras, que son su efecto.

Ya sabemos que, según Hume, los contenidos mentales son impresiones o ideas; sabemos

que esos contenidos mentales se originan en los sentidos; sabemos cómo se enlazan o conectan

las ideas, y sabemos que el conocimiento es un conjunto de ideas. La siguiente pregunta que se

hace Hume en la obra que estamos siguiendo, llamada Investigación sobre el conocimiento

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humano, es la siguiente: ¿de qué tipo de ideas consta el conocimiento? ¿cómo se clasifican las

ideas?

Clasificación de las ideas

El conocimiento se compone de ideas ¿de qué tipo de ideas?

El conocimiento puede ser matemático o empírico. El conocimiento matemático es el que

nos proporcionan la geometría, el álgebra, la lógica o la aritmética, ciencias que no se refieren al

mundo. El conocimiento empírico es el que nos proporcionan la física, la química, la biología o la

astronomía, es decir, todas las ciencias que sí nos hablan de cómo es el mundo.

El conocimiento matemático está compuesto por un tipo de ideas que Hume llama

relaciones de ideas. Las relaciones de ideas proceden de la razón. La razón construye ideas que

son definiciones -por ejemplo 2+2=4 o el triángulo tiene tres ángulos- y después pasa de unas

ideas a otras por deducción; por ejemplo, si la hipotenusa es la suma de los cuadrados de los catetos y yo sé el valor de los catetos, puedo deducir lo que vale la hipotenusa. La deducción es

un razonamiento que pasa de premisas generales a una conclusión particular y, por tanto, si las

premisas son verdaderas, la conclusión es verdadera necesariamente.

Las relaciones de ideas no nos dicen nada acerca del mundo, y se conocen exclusivamente

por el ejercicio de la razón; por eso son universales, necesarias y a-priori.

Que son universales significa que son verdaderas o falsas siempre y en todo lugar; por

ejemplo, 2+2=4 es verdadero y 2+2=5 es falso para cualquiera que se dedique a la aritmética

aquí, en Pekín, en la Edad Media o en el siglo XXII.

Que son necesarias significa que su negación es contradictoria y por tanto imposible: si

definimos el triángulo como una figura geométrica que tiene tres ángulos, es imposible, absurdo,

que alguien que se dedique a la geometría diga que el triángulo no tiene tres ángulos.

Que son a-priori significa que su verdad o falsedad no depende de la experiencia, sino de

lo que la razón define. Para saber si la raíz cuadrada de cuatro es dos o no es dos no tengo que

ir a observar nada en el mundo; tengo que ir a la definición de la raíz cuadrada que hace la

matemática.

El conocimiento empírico está compuesto por otro tipo de ideas, que Hume llama

cuestiones de hecho. Las cuestiones de hecho son ideas que proceden de la experiencia. Las

obtenemos observando los hechos que suceden en el mundo; luego las enlazamos mediante la

causalidad y las generalizamos mediante la inducción. Por ejemplo, observamos que la calle está

mojada y que ha llovido; decimos que la calle está mojada porque ha llovido; y además

generalizamos por inducción y decimos que siempre que llueva la calle estará mojada.

La verdad o la falsedad de estas ideas depende de que se correspondan o no con la

experiencia: si los hechos las corroboran son verdaderas, y si no son falsas. Por eso las

cuestiones de hecho son particulares, contingentes y a-posteriori.

Que son particulares significa que son verdaderas o falsas en un momento y en un lugar.

“Llueve” es verdad en el lugar y en el momento en que llueve, no siempre y en todas partes como

2+2=4.

Que son contingentes significa que podemos negarlas sin contradecirnos. Aunque llueva,

podemos decir “no llueve”; eso podrá ser falso, pero no es absurdo como es absurdo que un

triángulo no tenga tres ángulos.

Que son a-posteriori significa que afirmamos su verdad o falsedad después de

comprobar si sucede o no en la experiencia lo que estas ideas enuncian.

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Una vez clasificadas de este modo las ideas que componen el conocimiento, Hume se

pregunta, como Descartes, hasta qué punto podemos estar seguros de que son ciertas.

La verdad de las ideas

¿Podemos estar seguros de que son ciertas las ideas que componen nuestro conocimiento?

Hume dice que de la verdad de las relaciones de ideas sí podemos estar absolutamente seguros,

pero no podemos estarlo de que sean absolutamente verdaderas las cuestiones de hecho.

Veamos por qué.

Las relaciones de ideas, como dijimos, son definiciones de la razón y se pasa de unas a

otras por deducción. Si consideramos verdaderas las definiciones, lo que se obtenga de ellas por

deducción es verdadero también. Con las relaciones de ideas no hay problema, podemos estar

seguros de que, cuando son verdaderas, son absolutamente ciertas.

Las cuestiones de hecho, en cambio, son problemáticas en cuanto a su verdad. Las

obtenemos, como dijimos, por experiencia, por causalidad y por inducción, y lo único que nos da

certeza absoluta es la experiencia, no la causalidad ni la inducción.

Por experiencia conocemos hechos singulares observándolos con los sentidos, y podemos

estar absolutamente seguros de que esos hechos singulares son ciertos; por ejemplo, observo

una vela encendida y un hombre que se quema, o veo que le aplico calor a un cuerpo y el cuerpo se

dilata; esos y todos los hechos que observamos directamente o que observan otros son ciertos.

Pero ese conocimiento es muy pobre: por experiencia sabemos que esta llama quema esta mano,

o que este calor del mechero dilata este plástico al que lo acerco, pero conocer es más que eso.

Conocemos cuando sabemos que el fuego es la causa de la quemadura, es decir, cuando

establecemos entre los hechos relaciones de causalidad, y cuando sabemos que todas las llaman

queman todas las pieles, es decir, cuando generalizamos los hechos por inducción y sabemos que

cualquier fuego nos va a quemar aunque ese fuego preciso no lo hayamos tocado. Pero -dice

Hume- ¿sabemos realmente eso? ¿podemos estar absolutamente seguros de que la mano se

quema a causa de la llama o que todas las llamas queman todas las pieles? Hume dice que no, que

no podemos estar absolutamente seguros de que la quemadura sea el efecto de la llama ni de que

todas las llamas quemen, es decir, que ni la causalidad ni la inducción nos proporcionan certeza.

Establecemos entre los hechos relaciones de causalidad cuando decimos que un hecho es

causa de otro, o efecto de otro. Pero decimos que un hecho es causa o efecto de otro cuando

observamos que se dan siempre juntos, cuando observamos que hay una conjunción constante

entre ellos: siempre que hay una llama y pongo una mano, la mano se quema, o siempre que hay un

imán y le acerco un metal, el imán lo atrae. Sin embargo, si estudiamos cada uno de esos hechos

en sí mismos, no encontramos nada en él que sea su causa o su efecto; por ejemplo, por mucho

que yo estudie una llama en sí misma, ninguna de sus cualidades es que quema la piel; sé que

quema cuando la toco, pero tocarla es otro hecho diferente de la llama. O, cuando estudio un

imán en sí mismo, no encuentro entre sus propiedades ninguna que sea la atracción de metales;

sé que atrae metales cuando le pongo metales al lado, pero eso es un hecho diferente del imán.

Por eso Adán, el primer hombre, no podía saber que el agua ahoga observando el agua; sólo podía

saber que el agua ahoga observando otro hecho: un animal ahogándose en el agua.

Por lo tanto -concluye Hume- en la naturaleza no existe la causalidad, no hay relaciones

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de causa-efecto, no hay conexión necesaria entre dos hechos. Hay conjunción constante de esos

hechos, que es distinto, y de esa conjunción nosotros inferimos que uno de esos hechos es la

causa del otro. La causalidad está en nuestra mente, no en la naturaleza. Y si en la naturaleza no

hay causalidad, puede suceder, sin que sea ningún disparate pensarlo, que en el mundo las cosas

se relacionen de otra forma y que, por ejemplo, el imán no atraiga a los metales. La causalidad,

pues, no nos proporciona certeza. Tampoco la inducción.

La inducción es un razonamiento en el que la conclusión tiene mayor alcance que las

premisas; por ejemplo, si todos los cisnes que yo he visto y que otros han visto son blancos, yo

concluyo que todos los cisnes son blancos. Pero no es imposible que alguna vez alguien vea un

cisne que no sea blanco. Probablemente todos los cisnes son blancos, pero probable no es lo

mismo que cierto. Y como todo lo que la ciencia sabe de la naturaleza lo sabe por inducción -que

es uno de los pasos del método científico- nuestro conocimiento del mundo es probable, no

seguro, y puede suceder que nuestras ideas acerca de la naturaleza estén equivocadas. De hecho

en la ciencia muchas teorías se abandonan porque aparece un hecho que nadie había observado

antes y las contradice.

Y sin embargo -sigue Hume-, a pesar de lo anterior no dudamos de que lo que sabemos de

la naturaleza es cierto. No ponemos un dedo en una llama que nunca hemos visto para ver si esa

llama no quema, ni dudamos de que el sol, que ha salido todos los días, vaya a salir mañana

también; no nos angustiamos por eso, estamos seguros cada noche de que a la mañana siguiente

va a salir otra vez el sol. ¿Por qué estamos seguros de eso si lo único que sabemos con seguridad

es que el sol ha salido hasta hoy? De hecho, los aztecas hacían sacrificios humanos a sus dioses

con la finalidad, entre otras, de que el sol volviera a salir al día siguiente. ¿Qué fundamento

tiene nuestro conocimiento? ¿En qué se funda nuestra seguridad en que las cosas son como son y

van a seguir siendo mañana como son hoy?

El fundamento del conocimiento

¿Por qué estamos seguros de que el calor dilata todos los cuerpos, el imán atrae a todos los

metales, todas las llamas queman o el sol saldrá también mañana? ¿De dónde procede esa

seguridad acerca de que las cuestiones de hecho -que nos informan de cómo es el mundo- son

verdad? Suponemos que los casos que no hemos experimentado se parecen a los que sí hemos

experimentado, suponemos que el futuro será semejante al pasado, suponemos que el curso de

las cosas de la naturaleza permanece invariable a lo largo del espacio y del tiempo. ¿Por qué

suponemos eso? ¿Qué es lo que nos autoriza a suponer eso?

No es la razón lo que permite esa suposición. Ya hemos visto, por lo que la razón nos dice

de la causalidad y de la inducción, que la naturaleza pude comportarse de otro modo al que

nosotros esperamos. Por tanto, no es la razón la fuente de nuestra seguridad y certeza acerca

del comportamiento del mundo. Pero esa seguridad la tenemos, ¿de dónde procede?

Esa seguridad procede de otro principio de la naturaleza humana que no es la razón pero

tiene el mismo peso y la misma autoridad que la razón, y ese principio es el hábito, la costumbre.

Después de observar que un hecho se da junto a otro repetidas veces -por ejemplo el imán y la

atracción del metal- llegamos a la conclusión de que siempre será así, o después de observar que

un hecho se ha repetido siempre en el pasado -por ejemplo que el sol ha salido cada día-

esperamos que se repita en el futuro. Es la costumbre la fuente y el fundamento de nuestro

conocimiento del mundo, no la razón. Pero la costumbre no nos proporciona certeza, solo

Page 63: Libro de historia de la filosofa[1].wps.pdf

creencia y probabilidad; la certeza absoluta la proporciona únicamente la razón. Por lo tanto,

dado que nuestro conocimiento del mundo procede de la costumbre, es probable que el mundo

sea como nosotros creemos que es. Pero probable no significa cierto. Creemos que la naturaleza

es como habitualmente se presenta, pero jamás podremos conocer el mundo como es. Jamás

podremos estar seguros de que el mundo es como se presenta.

Esta postura epistemológica según la cual es imposible conocer con seguridad absoluta la

verdad de las cosas recibe el nombre de escepticismo, y Hume es un filósofo escéptico.

Descartes, cuando duda de la verdad de todo como método, utiliza el escepticismo como punto

de partida, pero su meta -a la que llega- es lograr una verdad indudable. Hume, en cambio,

desemboca en que no existe ninguna verdad indudable porque la naturaleza de nuestro

entendimiento, que es con lo que conocemos, no nos lo permite. Y esto no es ninguna tragedia

para el hombre según Hume; por el contrario, cree que el escepticismo tiene muchas ventajas:

En primer lugar, el escepticismo es una fuente de tolerancia. Elimina el dogmatismo, la

afirmación de verdades rotundas y universales fuera de las matemáticas. A Hume le parece que

el dogmatismo es una enfermedad que padecen aquellos que se aferran a su opinión llamándola

verdad, no oyen argumentos que contrarrestan esa opinión, no tienen compasión con quienes

piensan de modo diferente y son por ello obstinados y violentos. Cierta dosis de escepticismo es

en cambio algo muy saludable, pues hace a los hombres modestos, dialogantes y abiertos a

opiniones contrarias a las suyas.

En segundo lugar, si los hombres tienen en cuenta que las facultades con las que conocen

son imperfectas, limitadas e imprecisas, investigarán solo aquellos temas o asuntos para los que

su entendimiento está capacitado y puede conocer. Y lo que el entendimiento humano puede

conocer se reduce a las relaciones de ideas de las matemáticas, que son ciertas porque las

construye la razón, y las cuestiones de hecho de las ciencias empíricas, que son probables

porque las construye la costumbre. No podemos conocer nada más que eso.

Después de estudiar los límites de nuestro entendimiento y conocimiento, Hume

contesta a su pregunta inicial por la validez de la Metafísica del siguiente modo: revisemos las

bibliotecas, cojamos los libros de Teología y Metafísica y preguntémonos si contienen relaciones

de ideas o cuestiones de hecho. Y si no contienen ni unas ideas ni las otras -como es el caso-

arrojemos esos libros al fuego, pues no nos dan conocimiento sino sofistería, superchería, ilusión

y superstición.

La ética

La moral es el universo de normas y deberes que rigen las acciones. Hume cree que pensar en

ella es importante para la paz de la sociedad.

En el plano moral distinguimos entre vicio y virtud, entre acciones censurables y

elogiables. ¿De dónde proceden estas distinciones, de la experiencia o de la razón? ¿Cuál es la

fuente de la moralidad?

Hay quienes afirman que la razón es la fuente de la moralidad, es decir, que la virtud se

conoce por medio de la razón y consiste en actuar según la razón. Como la razón es idéntica en

todos los seres racionales, las normas sobre lo justo y lo injusto son las mismas para todos, el

bien y el mal son universales como la razón. Pero ¿es esto cierto? ¿conocemos el bien y el mal

utilizando la razón? Hume dice que no, por los siguientes motivos:

En primer lugar, la razón por sí sola es impotente para suscitar conductas. La razón no

puede impedir una acción o producirla por el solo hecho de aprobarla o condenarla. Por eso

muchas veces pensamos que está mal una cosa y aún así la hacemos, o pensamos que está bien

Page 64: Libro de historia de la filosofa[1].wps.pdf

otra y no la hacemos; por ejemplo, la razón dice que lo bueno es estudiar todos los días, lo

sabemos, pero no por ello lo hacemos.

En segundo lugar, en un razonamiento correcto no podemos introducir en la conclusión

algo que no esté en las premisas, y en la moral hacemos eso continuamente; por ejemplo,

partimos de que estudiar todos los días ayuda a cimentar bien lo que vamos aprendiendo, y

llegamos a la conclusión de que debemos estudiar todos los días. Pero ese debemos no estaba, lo

ponemos en la conclusión. En moral hacemos eso continuamente, pero la razón no lo permite. De

hecho ese razonamiento es una falacia -un razonamiento mal hecho- llamada “falacia

naturalista”.

Los juicios morales, por lo tanto, no proceden de la razón. ¿Proceden entonces de la

experiencia?

Analicemos, dice Hume, una conducta que consideramos mala, depravada, un asesinato

por ejemplo. Si nuestros juicios morales procedieran de la experiencia, la depravación tendría

que estar en el mundo como un hecho y nosotros podríamos observarla; sin embargo, cuando

examinamos un asesinato encontramos sangre, cuchillo, cadáver, encontramos motivos, deseos,

pensamientos, odio en quien lo comete, pero no encontramos nada que sea el vicio o la

depravación. Por lo tanto, nuestros juicios morales no proceden tampoco de la experiencia. ¿De

dónde proceden, pues? ¿dónde encontramos el mal?

Encontramos el mal cuando reflexionamos sobre la acción -el asesinato en este caso- y

nace dentro de nosotros un sentimiento de desaprobación, una emoción de disgusto. Ese

sentimiento o emoción sí existe, y es la fuente de nuestros valores morales. A aquellas acciones

que suscitan en nosotros emociones de censura o disgusto las llamamos malas, y a aquellas que

nos producen sensaciones de aprobación y gozo las llamamos buenas. El bien y el mal, el vicio y la

virtud no son cualidades de las acciones, sino emociones y sensaciones de satisfacción o

insatisfacción que se despiertan en nosotros al contemplar las acciones.

Por lo tanto, la moral no es cuestión de entendimiento y de razón, sino una cuestión de

emoción, sentimiento y gusto, como la belleza. La naturaleza humana está constituida de tal

forma que aprueba o desaprueba los actos según las emociones que se despiertan en el hombre

cuando los contempla.

Conclusión

La filosofía de Hume no ataca la razón, pero mide su alcance, descubre sus límites y la destrona

como fuente de certeza absoluta en nuestro conocimiento y en nuestra acción. De este modo

Hume ataca la Metafísica y además desmiente que la ciencia sea absolutamente cierta y que los

valores morales sean universales.

Por ello un filósofo como Kant, que sí cree que la ciencia es cierta y que los valores

morales son universales, tiene que resolver, o por lo menos tratar, estas importantes cuestiones

que Hume planteó.

Kant -Crítica de la razón pura: epistemología

Page 65: Libro de historia de la filosofa[1].wps.pdf

-Los juicios

-El proceso del conocimiento

-Crítica de la razón práctica: ética

-la razón pura y la razón práctica

-Los juicios morales

-Las condiciones de la vida moral

Como todos los filósofos modernos, Emmanuel Kant considera el conocimiento como el principal

de los problemas filosóficos. Como los demás, identifica el conocimiento con la ciencia

empírico-matemática, en un momento -el siglo XVIII- en que la revolución científica se ha

coronado con la obra de Newton. Además, Kant conoce la crítica de Hume a la metafísica y no la

acepta, pero esa crítica es tan contundente que debe rebatirla. Trata de estos problemas en

dos obras: Crítica de la razón pura y Crítica de la razón práctica.

Crítica de la razón pura

Los juicios

En esta obra Kant analiza el conocimiento; ve que se compone de juicios y ve que hay dos tipos

de juicios: analíticos y sintéticos.

Los juicios analíticos, como las relaciones de ideas de Hume, son verdaderos o falsos

siempre y en todo lugar, es decir, son universales; su negación es imposible sin caer en la

contradicción, es decir, son necesarios; y su verdad o falsedad es independiente de la

experiencia, es decir, son a-priori.

Los juicios sintéticos, como las cuestiones de hecho de Hume, son verdaderos o falsos

en un momento y en un lugar, es decir, son particulares; pueden negarse sin contradicción, por lo

que son contingentes; y su verdad o falsedad depende de la experiencia, por lo que son

a-posteriori.

¿De cuáles de estos juicios se compone la ciencia?

La ciencia es un saber que aumenta nuestro conocimiento sobre el mundo, y ese saber se

expresa en leyes universales y necesarias. Pues bien, los juicios analíticos son universales y

necesarios pero no aumentan nuestro conocimiento del mundo ya que no nos hablan de él, y los

juicios sintéticos sí aumentan nuestro saber sobre el mundo pero no son universales y

necesarios. Por lo tanto, la ciencia se compone de una tercera clase de juicios, unos juicios que

aumentan nuestro saber sobre el mundo como los sintéticos, y son universales y necesarios como

los analíticos. Estos juicios se llaman juicios sintéticos a-priori.

La ciencia es, pues, un conjunto de juicios sintéticos a-priori. ¿Cómo los construimos?

¿Cómo construimos el conocimiento?

El proceso del conocimiento

Construimos los juicios sintéticos a priori en primer lugar porque percibimos el mundo, y en

segundo lugar porque explicamos eso que percibimos, lo interpretamos.

Percibimos las cosas del mundo porque las situamos en el espacio y en el tiempo. El

espacio y el tiempo no están en las cosas, son intuiciones que nosotros introducimos en las cosas.

Page 66: Libro de historia de la filosofa[1].wps.pdf

Interpretamos el mundo porque representamos y nos explicamos las cosas que

percibimos porque las relacionamos mediante la causalidad y otras relaciones como la cantidad,

la cualidad, el orden, el lugar o la posición, relaciones que Kant llama “categorías”. Las categorías

tampoco están en las cosas sino en nuestra mente.

Por lo tanto, conocemos el mundo porque nosotros -sujetos cognoscentes- introducimos

en las cosas -objetos conocidos- el espacio, el tiempo y las categorías, las afectamos o

contaminamos con esas estructuras mentales. Y esa es la condición para poder conocer. Por eso

dice Kant que el espacio, el tiempo y las categorías son las condiciones que hacen posible el

conocimiento, las condiciones de posibilidad del conocimiento. Los objetos afectados por el

espacio, el tiempo y las categorías se llaman objetos de conocimiento o “fenómenos”, y solo

conocemos fenómenos. Los objetos no afectados por el espacio, el tiempo y las categorías, esos

objetos que no percibimos, como el alma o Dios, se llaman objetos en sí o noúmenos, y no pueden

ser conocidos.

La metafísica pretende conocer noúmenos, no fenómenos, con lo cual no cumple las

condiciones que hacen posible el conocimiento. Solo podemos conocer las cosas en tanto

introducimos en ellas el espacio, el tiempo y las categorías, es decir, solo podemos conocer

fenómenos, no noúmenos. Por tanto, la metafísica, aunque lo pretenda, no es una forma de

conocimiento, no es una ciencia; no podemos conocer el alma, ni podemos conocer a Dios, ni

ningún otro noúmeno. Los empiristas -dice Kant- tienen razón cuando declaran que la metafísica

no nos proporciona conocimiento alguno. Ahora bien -sigue Kant- ¿se sigue de ello que la

metafísica es inservible y que podemos arrojarla al fuego? ¿no podríamos llegar a los noúmenos

por otro camino que no sea el conocimiento?

Esta es la cuestión que Kant dirime en su obra Crítica de la razón práctica.

Crítica de la razón práctica

Razón pura y razón práctica

El hombre es un ser que conoce, pero además es un ser que actúa.

Como ser que conoce el hombre se pone ante el mundo, lo contempla y lo comprende con

la razón pura o teórica, llamada también conciencia contemplativa, que investiga lo que las cosas

son. En ese plano, razonando de ese modo, el hombre busca la verdad, y para ello construye

juicios sintéticos a-priori que le informan acerca de qué es verdadero y qué es falso.

Como ser que actúa el hombre se mueve por principios, valores o juicios morales, se rige

por esos valores y acomoda a ellos su conducta. Para actuar el hombre se sirve de la razón

práctica o conciencia moral, que investiga lo que se debe hacer. En este plano, razonando de este

modo, el hombre busca el bien, y para ello construye juicios morales o valores que le informan

acerca de qué es bueno y qué es malo.

La razón pura o conciencia contemplativa y la razón práctica o conciencia moral no son

dos facultades diferentes; se trata de la misma razón, que en tanto investiga lo que son las

cosas y las conoce se llama razón pura, y en tanto investiga lo que debemos hacer y juzga las

acciones se llama razón práctica.

Ya sabemos cómo funciona la razón pura, cómo construimos los juicios sintéticos a-priori

con los cuales conocemos. Ahora Kant se pregunta: ¿cómo funciona la razón práctica? ¿cómo

construimos los juicios morales o valores con los que actuamos?

Los juicios morales

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Los valores se predican de los seres humanos, no de los animales ni de las cosas. La moral

es humana, atañe a la acción del hombre; no decimos que un animal o una mesa son buenos o

malos en sentido moral. Y, dentro de lo que el hombre hace, llamamos bueno o malo no a lo que

hace, sino a la intención con que lo hace, a lo que pretende al actuar; por ejemplo, matar a otro

es malo si mi intención es robarle, pero no lo es si mi intención es defenderme de que me mate a

mí. Por tanto, lo relevante en la vida moral no es el contenido o materia de la acción, sino su

forma; no importa lo que hacemos sino la voluntad que nos mueve a hacerlo; lo verdaderamente

bueno o malo es la voluntad. Por eso Kant estudia cómo funciona la voluntad y en qué consiste

una voluntad buena.

La voluntad funciona por imperativos, se rige por imperativos, responde a órdenes como

“haz esto” o “no hagas esto”. Y hay imperativos de dos tipos: hipotéticos y categóricos.

Los imperativos hipotéticos dicen “si quieres tal cosa, debes hacer tal otra”. Contienen

un mandato, “haz esto”, “debes hacer esto”, pero ese mandato está supeditado a una condición

-“si quieres…”-, de modo que si la condición no nos interesa no tenemos por qué que cumplir el

mandato.

Los imperativos categóricos dicen “haz esto” de manera rotunda y universal; formulan un

deber que no está sujeto a condiciones, una ley moral que ha de ser obedecida siempre y en todo

caso. Cumplimos el mandato del imperativo hipotético si nos interesa algo ajeno al deber, pero

cumplimos el mandato del imperativo categórico solo por cumplimiento del deber.

Pues bien, una voluntad buena es aquella que se rige siempre por imperativos

categóricos: “haz esto”, “no hagas esto”, sin condiciones. Y ¿en qué consiste el “esto” de los

mandatos?, es decir, ¿cuál es el contenido del deber? ¿cuáles son las acciones que debemos

hacer y cuáles las que no debemos hacer?

Ninguna acción en concreto, dice Kant. Lo relevante para llamar buena o mala a una

acción no es su contenido, es su forma, su intención, lo que nos mueve a hacerla; recordemos el

ejemplo de matar a otro. Por ello, cualquier acción es buena si la hacemos con buena intención,

con buena voluntad, y la buena voluntad se rige por un imperativo formal: “Hagas lo que hagas,

actúa de manera que puedas querer que el motivo que te ha llevado a actuar sea una ley

universal”. Este es el único imperativo categórico, una fórmula aplicable a cualquier acción. Al

emprender cualquier acción -dice Kant- pensemos si el motivo que nos lleva a actuar puede ser

universalmente deseable; si lo es, la acción es buena y debemos hacerla, y si no lo es, la acción es

mala y no debemos hacerla. Esta es la forma en que actúa una voluntad buena.

Las condiciones de la vida moral

Dice Kant a continuación que la vida moral es una realidad, pues ejercitamos

continuamente la conciencia moral; continuamente valoramos, elegimos, eso es un hecho. Y ese

hecho requiere una serie de condiciones sin las cuales nuestra vida moral, que existe, no

existiría. Esas condiciones son las siguientes:

1) que seamos libres. Si no fuéramos libres no podríamos elegir, y es un hecho que

elegimos. Si no fuéramos libres no podríamos ser dignos de mérito ni de reproche, de alabanza o

censura, pero de hecho lo somos. Sin libertad no tendríamos vida moral, pero la tenemos. Por

tanto, la libertad tiene que existir.

La libertad no se percibe con los sentidos, ni se intuye encuadrándola en el espacio y el

tiempo, ni se representa con la causalidad y las demás categorías. La libertad no es, pues, un

fenómeno, es un noúmeno. No podemos conocer la libertad, ya que solo podemos conocer

Page 68: Libro de historia de la filosofa[1].wps.pdf

fenómenos, pero la libertad existe, es un requisito necesario para poder tener la vida moral que

de hecho tenemos.

2) que haya en nosotros algo universal y eterno. El imperativo categórico por el que nos

regimos como seres morales es universal y eterno, y no tendría sentido si no hubiera en

nosotros algo de esas características. Ese algo universal y eterno que tiene que existir dentro

de nosotros en tanto seres morales es el alma. Como la libertad, el alma es un noúmeno. No se

puede conocer el alma, pero tiene que existir; es un requisito necesario para poder llevar a cabo

la vida moral que de hecho llevamos a cabo.

3) que los ideales que nos mueven en la vida moral puedan hacerse realidad, que lo que

debe ser pueda efectivamente ser, que lo posible llegue a ser un hecho. Nosotros no tenemos

esa capacidad de hacer realidad por completo los ideales ni de ajustar siempre el ser al deber

ser. Para nosotros siempre hay una fisura entre lo real y lo ideal, entre lo que es y lo que debe

ser, entre lo existente y lo mejorable, entre nuestra imperfección real y la perfección que

perseguimos como seres morales. Pero no nos moveríamos por ideales, ni actuaríamos por deber,

ni buscaríamos mejorarnos, es decir, no tendríamos vida moral, si no existiera la posibilidad de

que en alguna parte coincidan lo ideal y lo real, lo que es y lo que debe ser.

Pues bien, lo real y lo ideal, lo que es y lo que debe ser coinciden en Dios. Dios es un ser

en el que lo ideal es real. En Dios se unen o sintetizan lo existente y lo perfecto, lo real y lo

posible, lo que es y lo que debe ser, lo real y lo ideal. Dios -así entendido- tiene que existir

porque, si no existiera, no tendríamos aliciente para llevar a cabo la vida moral que de hecho

llevamos a cabo. Y tampoco Dios es un fenómeno, es un noúmeno. No se puede conocer a Dios,

pero tiene que existir, es un requisito para que despleguemos como lo hacemos nuestra vida

moral.

En consecuencia, los noúmenos, esas cosas en sí no abarcables con los sentidos, sí

existen: son las condiciones de posibilidad de la vida moral. Si el espacio, el tiempo y las

categorías son las condiciones que hacen posible que conozcamos, la libertad, el alma y Dios son

las condiciones que hacen posible que actuemos. Hume tiene razón en que los objetos de la

metafísica son incognoscibles, pero no por ello, dice Kant, debemos arrojar la metafísica al

fuego. Los objetos de la metafísica -libertad, alma, Dios- sobran a la hora de conocer, pero son

imprescindibles a la hora de actuar.

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La filosofía política en la Edad Moderna

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La filosofía política en la Edad Moderna -La teoría del contrato social

-Hobbes

-Locke

-Spinoza

-Rousseau

-La filosofía política de Kant

-El contrato social

-Clasificación de los Estados: Constitución despótica o republicana.

-La constitución republicana

-La paz

El contrato social

La teoría

La teoría del contrato social es una explicación del origen del poder político que prácticamente

todos los filósofos modernos utilizan, dando cada cual su propia versión. El modo en que esta

teoría explica el origen del poder político o Estado es el siguiente:

En un principio el Estado no existía. Los hombres vivían sin poder político sumidos en la

naturaleza; vivían en estado natural y se regían por las leyes de la naturaleza, denominadas

Derecho Natural. Según esas leyes cada individuo tiene libertad absoluta para hacer cuanto

quiera, incluso dañar a sus semejantes; no hay restricciones ni castigos en la naturaleza; por

naturaleza los hombres pueden hacer lo que quieran, sin límites. Entonces los hombres se

reunieron, deliberaron racionalmente e hicieron un pacto o contrato: limitar su libertad natural

con leyes construidas por ellos mismos con la finalidad de vivir seguros y en paz unos con otros.

Esas leyes, no naturales sino artificiales, que los hombres promulgan reciben el nombre de

Derecho Positivo y dan lugar al Estado Civil o Político. El pacto, pues, consiste en que los

hombres consienten voluntariamente en renunciar a la libertad ilimitada a que por naturaleza

tienen derecho, y en obedecer las leyes del Estado que limitan su libertad, ya que esa obediencia

les reporta beneficios a todos en términos de seguridad y paz. Aceptado el pacto, los hombres

dejan de vivir en estado natural y empiezan a vivir en estado civil bajo la autoridad del Estado,

dejan de ser salvajes como los animales y se civilizan.

Ninguno de los defensores de esta teoría piensa que el pacto sucediera como un hecho

histórico. La teoría es más bien una interpretación mítica de cómo pudo ser el origen del Estado

y de la política; su valor es el de una hipótesis explicativa que deja claras sin embargo una serie

de cosas:

-El fundamento del poder político no es Dios. Los gobernantes no gobiernan por la gracia

de Dios y porque Dios así lo ha decidido; gobiernan por voluntad de los propios hombres, porque

los hombres lo han decidido. El poder político no es trascendente, no viene de una instancia

superior al hombre que lo impone; ese poder es inmanente, lo produce y lo acepta el hombre

mismo, y lo obedece porque le conviene.

-El Estado y la política son fruto y resultado de una decisión racional. Es la razón lo que

conduce a los hombres a pensar en lo que les conviene y a tomar decisiones al respecto.

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Hobbes

Thomas Hobbes piensa que el estado natural para los hombres es la guerra de todos

contra todos, el ejercicio continuo de la fuerza; por eso dice que “el hombre es un lobo para el

hombre”. En ese estado cada cual tiene libertad ilimitada, pero también corre ilimitados

peligros. La vida es inseguridad perpetua y miedo perpetuo a los semejantes. Movidos por la

inseguridad y el miedo, los hombres utilizan la razón y hacen un pacto o contrato. En virtud de

ese contrato pierden voluntariamente la libertad ilimitada que por naturaleza tenían y la ceden

al Estado, la transfieren al Estado. En adelante la soberanía o capacidad de gobierno la tiene el

Estado, y los hombres ya no se rigen por el derecho natural sino por las leyes que el Estado

promulga, por el derecho positivo.

Para Hobbes la forma del Estado es la monarquía. El monarca es soberano con poder

absoluto, posee toda la autoridad política, y el resto de la población es súbdita.

Locke

John Locke piensa que el estado natural no era la guerra permanente entre los hombres;

el hombre por naturaleza es también un animal sociable y pacífico. Lo que la razón hace es que el

hombre tome mayor conciencia de que es igual a los demás y de que nadie puede dañar a otro en

su libertad ni en su propiedad. El Estado y sus leyes derivadas del pacto garantizan a cada

individuo que su persona o su propiedad no recibirán daños de terceros. Después del pacto la

autoridad la tiene el Estado y los hombres obedecen al Estado.

Para Locke la forma del Estado no es la monarquía absoluta, sino un sistema

parlamentario: la autoridad la tiene la asamblea de unos cuantos llamada Parlamento, y es el

Parlamento quien instituye las leyes que todos los ciudadanos están obligados a obedecer.

Spinoza

Baruch Spinoza critica la teoría del contrato. No cree que el miedo tenga una función

civilizadora como postula Hobbes, ni que la paz social esté propiciada por la renuncia a la

libertad natural, ni que la fuente del orden, la paz y la sociabilidad sea la obediencia.

La obediencia produce sociabilidad, ciertamente, pero una sociabilidad esclava. Lo que

produce una vida civil libre no es la obediencia, es el consenso, es decir, el deliberar entre todos

y entre todos decidir lo que se considere conveniente. Spinoza cree que la teoría del contrato es

una versión laica de la obediencia a la voluntad divina, y que propicia que los hombres se sometan

al Estado como antes se sometían a Dios.

Spinoza dice que el miedo no genera convivencia, que la convivencia procede de la

cooperación y el amor, que también existen en el hombre por naturaleza, al igual que la guerra.

El miedo puede hacernos sumisos, pero nunca nos sacará de la guerra; por el contrario, el miedo

nos referencia en la guerra y nos hace vivir la paz en términos de guerra. Son el amor, la

comunicación y la colaboración, no el miedo, la única fuente de la paz, una paz entendida y vivida

como vida serena, fértil y alegre.

Para Spinoza el Estado válido para vivir todos pacífica y alegremente es la democracia,

donde cada ciudadano se gobierna con los demás haciendo leyes y obedeciéndolas porque tienen

sentido. La libertad no se delega en un monarca ni en un parlamento, no se delega en nadie; la

libertad se ejerce. Los hombres son libres e iguales en la realidad y no solo en teoría, y eso

significa que se autogobiernan, no que se someten unos a otros y encima voluntariamente.

El contrato social no es para Spinoza un mito fundador del poder político, sino el

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ejercicio constante del poder político por parte de ciudadanos que deliberan y continuamente

llegan a acuerdos, pactos y decisiones que respetan, no a las que se someten.

Rousseau

Jean Jacques Rousseau cree que el estado de naturaleza era mejor que el civilizado, que

la evolución del hombre es la historia de una decadencia. Cree que en un principio era muy fuerte

en el hombre un sentimiento que él llama compasión, que consiste en ponerse en el lugar del otro

y cooperar con él, lo cual es el mecanismo más importante con el que contamos para la

supervivencia del individuo y de la especie. Conforme hemos ido evolucionando hemos ido

disminuyendo en compasión y aumentando en lo que Rousseau llama amor a sí mismo, que consiste

en apoyarse en el mal del otro para sentirse uno bien, eso es competir.

La causa de que disminuya la cooperación y aumente la competitividad es la propiedad

privada, y el Estado se creó para salvaguardarla. La sociedad civil no ampara la seguridad sino la

desigualdad, y esa sociedad civil nació “el día en que a un hombre se le ocurrió cercar un terreno

y decir ‘esto es mío’, y se encontró con otros suficientemente obtusos como para hacerle caso”.

Ya no podemos volver atrás -sigue Rousseau-, y lo que procede es buscar la organización

social más adecuada. Esa organización es la democracia, no una democracia representativa donde

gobierna un parlamento, sino una democracia directa donde los hombres no delegan en nadie su

libertad y se autogobiernan mediante leyes que tienen como objetivo el bien común. El enemigo

de la democracia es el interés privado, que hace que los hombres busquen la ganancia rápida y

fácil y no comprendan que pensar en todos es bueno para cada uno. Rousseau piensa que los

hombres no son capaces de no poner en primer lugar su interés privado a la hora de gobernarse,

por lo que, a pesar de que la democracia directa es el ideal de gobierno, en la práctica es mejor

instituir un gobierno representativo. El él el legislador ha de hacer las leyes pensando en el bien

común, y los gobernantes no han de ser representantes de la voluntad del pueblo sino sus

administradores.

Las ideas de Rousseau tuvieron gran importancia en la Revolución francesa.

La filosofía política de Kant

El contrato social

Según Kant el estado de naturaleza es salvaje, un estado de hostilidades y de guerra

declarada o bien posible y amenazante. El motor de los individuos en la naturaleza es satisfacer

sus fines y deseos sin cortapisa alguna, usando al otro como medio e incluso aniquilándolo si

fuera necesario para conseguir sus deseos. En la naturaleza no hay moral, no somos por

naturaleza seres morales; tenemos por naturaleza una sociabilidad hostil que Kant llama

“insociable sociabilidad”.

Movidos por la razón y por el deseo de seguridad, los hombres salen del estado de

naturaleza y del derecho natural y entran en el estado civil mediante un pacto o contrato:

renuncian voluntariamente a la libertad natural e instituyen el Estado, en el que se rigen por el

Derecho Positivo, que Kant llama Derecho Político, un conjunto de leyes del que todos

dependen y al que todos deben obedecer, sea con consentimiento interno u obligados mediante

la coacción externa. La coacción es legítima moralmente, dice Kant, porque es fruto de un pacto,

de una decisión libre y racional tomada entre todos. El efecto del pacto o contrato social es la

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paz.

El pacto o contrato no es un hecho histórico ni es una hipótesis científica susceptible de

ser confirmada; es una idea de la razón, una idea rectora por la que debe guiarse el legislador:

quien legisle -quien haga las leyes- en una sociedad debe hacerlo como si las leyes emanaran de

la voluntad de todos, es decir, poniéndose en el lugar de todos y haciendo leyes pensando en que

podrían ser elegidas de manera libre y autónoma por cualquier ciudadano.

En el estado civil los hombres pierden la libertad natural y adquieren libertad jurídica.

La libertad jurídica consiste en la capacidad de hacer lo que se quiera a condición de no

perjudicar a nadie, y también en la capacidad de no obedecer ninguna ley más que en tanto se le

ha podido dar consentimiento, se ha podido consentir interiormente con ella. Según esto último,

podría parecer que Kant justifica la desobediencia civil, es decir, la desobediencia a una ley

porque no estamos de acuerdo con ella; por ejemplo, negarse a ir al cuartel porque se repudia la

guerra es un acto de desobediencia civil. Sin embargo, Kant niega explícitamente el derecho a la

desobediencia civil; todas las leyes deben ser acatadas por el hecho de que están establecidas.

Es el legislador quien tiene que pensar, a la hora de promulgar leyes, que esas leyes puedan

contar con el consentimiento de todos; pero, una vez que una ley está en vigencia, todos los

ciudadanos sin excepción tienen la obligación de obedecerla.

Clasificación de los Estados

Kant clasifica los Estados atendiendo a quién tiene y ejerce la soberanía, es decir, a

quién detenta el poder político, quién gobierna, y atendiendo a cómo se hacen e imponen las

leyes, a la fuente de las leyes.

Dependiendo de quién detente el poder político los Estados son monarquías,

aristocracias o democracias. En las monarquías gobierna un ciudadano, en las aristocracias varios

y en las democracias todos.

Por la forma de hacer y de imponer las leyes los Estados son despotismos o repúblicas,

tienen una Constitución despótica o republicana.

El Estado despótico y su Constitución despótica se caracterizan por lo siguiente:

-Los tres poderes del Estado -el poder legislativo, el poder ejecutivo y el poder

judicial- se concentran en la misma persona o en la misma institución, es decir,

en el mismo sujeto político.

-Las leyes proceden de la voluntad particular de esa persona o institución, y se

imponen a los ciudadanos sin tener en cuenta su posible consentimiento.

-La legalidad se ejerce de manera arbitraria, según criterio de quien detenta el

poder, no sobre todos los ciudadanos por igual.

El Estado republicano y su Constitución republicana se caracterizan por lo siguiente:

-Los tres poderes del Estado están separados, no son ejercidos por la misma

persona o institución, por el mismo sujeto político.

-Las leyes representan la voluntad general. Son obra de un legislador que se pone

en el lugar de los ciudadanos y tiene en cuenta que todos los ciudadanos puedan

consentir con ellas.

-La legalidad se ejerce sin arbitrariedad, sobre todos los ciudadanos por igual.

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Definidas así las distintas formas de Estado y de Constitución, Kant dice que las

monarquías y las aristocracias pueden ser repúblicas, pero no las democracias. Una democracia

necesariamente es un despotismo, una forma despótica de Estado.

En una democracia la soberanía o ejercicio del poder político pertenece a todos los

ciudadanos; todos los ciudadanos deciden y ejercen su poder directamente, por sufragio y por

mayoría, no mediante la representatividad. En una democracia las leyes se aprueban y se hacen

cumplir por decisión de la mayoría; por ello, la mayoría es un sujeto político en el que están

unidos los tres poderes del Estado, y esta es una de las características del Despotismo. Por otra

parte, lo que la mayoría quiere y decide no tiene en cuenta lo que quiere la minoría ni su posible

consentimiento o consenso, por lo que las leyes en una democracia no representan la voluntad

general sino la suma de una serie de voluntades particulares que se imponen despóticamente

sobre la voluntad de las minorías. Una República no puede ser por tanto una democracia directa,

sino un sistema representativo.

La Constitución Republicana

En un Estado regido por una constitución republicana todos los miembros de la sociedad

son libres en tanto hombres, son iguales en tanto ciudadanos, y están sometidos a la legislación

común en tanto súbditos. Sobre estos principios deben fundarse todas las leyes o normas

jurídicas de la sociedad en una República.

La igualdad ciudadana no es extensible a todos los habitantes de un Estado, pues según

Kant hay dos tipos de ciudadanos: activos y pasivos.

-Ciudadanos activos son aquellos que sobreviven por sí mismos y son por ello

autónomos e independientes. Pertenecen a esta categoría los varones

mayores de edad propietarios de tierras o bien propietarios de oficios.

-Ciudadanos pasivos son aquellos que dependen de otros para sobrevivir.

Pertenecen a esta categoría las mujeres, los niños, los varones no propietarios

de tierras o los que desempeñan un oficio en calidad de asalariados o contratados

por otros. Dado que no son autónomos ni independientes, estos ciudadanos

carecen de libertad de juicio, es decir, no son libres para opinar, y carecen

también de capacidad de decisión, por lo que deben someterse a la voluntad y

decisiones de los ciudadanos activos.

Los ciudadanos pasivos están, pues, excluidos de la soberanía, por lo que no son propiamente

ciudadanos. Por ello el derecho de ciudadanía no es para Kant universal, no abarca a todos los

miembros de la sociedad; es un derecho restringido a quienes cumplan las condiciones de los

ciudadanos activos.

La paz perpetua

Sólo la Constitución Republicana permite que los hombres vivan en paz; en Estados

despóticos los hombres se enfrentan necesariamente, pues los intereses de unos chocan con los

de los otros.

La paz no consiste en el cese o la omisión de hostilidades ni en períodos más o menos

largos entre dos guerras. Esa forma de concebir la paz está en realidad hablando de guerra y

tomando como referencia la guerra. Por eso dice Kant que la paz es continua, perpetua, o no es

paz.

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Kant se pregunta qué podemos hacer para que la paz perpetua no sea un lema inscrito en

las losas de los cementerios ni una idea loca de filósofos soñadores sino una realidad sobre la

Tierra. Y su respuesta es que la paz no es el resultado de la reforma de los corazones ni mucho

menos de la intervención divina, sino la consecuencia de las siguientes medidas políticas:

1) Cada uno de los Estados del mundo ha de tener una constitución republicana, no

despótica. Hay una relación directa entre la república y la paz. En una república los legisladores

hacen las leyes teniendo en cuenta lo que conviene a los ciudadanos, lo que los ciudadanos

decidirían para sí mismos. En una guerra lo que se decide es sufrir, morir, costear enormes

gastos para destruir y emplear enormes energías en reconstruir lo devastado. Por ello, antes de

decretar un estado de guerra, el legislador de una república se lo piensa muy mucho.

En un despotismo, en cambio, una guerra la decide el jefe del Estado, que no es un

miembro más de la sociedad sino su dueño, y la decide en base a sus intereses. Esos intereses

son propiedades, banquetes, cacerías, palacios y fiestas cortesanas que no peligran con la

guerra, por lo que al jefe de un Estado despótico le resulta muy sencillo declarar guerras.

2) Crear un Estado de Estados, una federación de Estados o República mundial, o al

menos tender hacia ello. Si cada Estado se rige por el Derecho Político, según el cual los

miembros de ese Estado no pueden dañarse, la federación de Estados se regiría por el Derecho

de Gentes, que es lo que entendemos hoy por Derecho Internacional. Según el Derecho de

Gentes los Estados son en el mundo como los ciudadanos en el seno de un Estado y, como a

éstos, les está prohibido hacerse mutuamente daño.

Los Estados, dice Kant, se encuentran hoy entre sí como se encontraban entre sí los

individuos antes del pacto, cuando regía para ellos el Derecho Natural que les permitía una

libertad ilimitada sin restricción alguna a su agresividad. Por ello los Estados deben hacer un

pacto o contrato, no ya mítico e hipotético sino jurídico y real. En virtud de ese pacto deben

renunciar a su libertad ilimitada, declararse miembros de una comunidad de Estados y regirse

por un derecho universal supranacional llamado Derecho de Gentes. Sin este pacto explícito y de

obligado cumplimiento para todos los Estados del mundo, la paz nunca será otra cosa que un

interludio entre dos guerras.

3) Instaurar un Derecho Cosmopolita, base de una ciudadanía mundial según la cual los

individuos se consideren como ciudadanos del mundo. Este Derecho Cosmopolita está

fundamentado en que la Tierra es de todos, es propiedad común; en ella todos formamos parte

de un mismo colectivo, todos pertenecemos a la comunidad humana. Desde el punto de vista de

una única Tierra donde todos estamos no existe el “nosotros” y el “ellos”: todos somos

ciudadanos del mundo.

Ser conscientes de esto y construir la realidad política mundial desde estas bases

implica instaurar una hospitalidad universal. Esta hospitalidad universal implica a su vez el

derecho a visitar cualquier país del mundo en son de paz, y a ser tratado en él sin la hostilidad y

la desconfianza con que suele recibirse a los extranjeros, así como el derecho a circular

libremente por el mundo.

El Derecho Cosmopolita derroca el Derecho de Conquista, que entonces estaba vigente,

ya que cualquier Estado podía invadir otro para extender su territorio y su jurisdicción sin más

argumentos que su fuerza. El Derecho de Conquista viola le ley de la hospitalidad, pues convierte

la visita a otro Estado en apropiación y violencia.

4) La vida política debe ser transparente y pública. El secreto de Estado es ilegítimo.

Todo secreto procede de que hay algo que esconder, y por lo tanto es un síntoma de que se está

ejerciendo una injusticia. Las acciones que no resisten la luz y la publicidad son necesariamente

injustas para alguien.

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Otros filósofos después de Kant pensaron en la igualdad entre los hombres y en su

libertad. Uno de ellos fue Karl Marx.

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Karl Marx

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Karl Marx

-Hegel

-La alienación

-Feuerbach

-Marx

-la propiedad privada

-el capitalismo

-la explotación y la plusvalía

-la alienación

-la revolución

Hegel

Marx es un pensador preocupado por la historia y por la libertad humanas. Podemos situar su

pensamiento a partir de la filosofía de la historia de Hegel, su maestro.

Hegel ve la historia como un largo proceso del hombre hacia la libertad, en el que ha

recorrido etapas:

-En la primera etapa el hombre vive y actúa sin reflexionar sobre sí mismo, sin pensar en

cómo vive, qué hace y por qué lo hace. Hegel dice que en esta etapa el hombre tiene la conciencia

dentro de sí, tiene conciencia, pero dormida, y por eso no se mira ni se ve a sí mismo, no tiene

imagen de sí mismo.

En la segunda etapa el hombre vive y actúa, y además reflexiona sobre sí mismo, sobre sus

actos y su vida. La conciencia humana sale de sí, sale de dentro, se despierta. El hombre adquiere

conciencia sobre sí mismo, autoconciencia.

¿Qué es lo que ve el hombre de sí mismo cuando reflexiona ?

Primero ve que él, el hombre, es diferente de las cosas, de los objetos, y que se relaciona con los

objetos porque los necesita para sobrevivir. Después ve que cada hombre es diferente de los

demás hombres y que establece con ellos relaciones. Y por último ve que las relaciones de unos

hombres con otros se establecen para adueñarse de las cosas necesarias para sobrevivir.

Hegel dice los hombres no se relacionan como individuos libres e iguales que cooperan

para sobrevivir. Por el contrario, las relaciones humanas son una lucha a muerte entre individuos

desiguales, de los cuales uno es el amo o señor y otro es el esclavo o siervo. El amo y el esclavo se

definen en relación al trabajo y en relación a la muerte.

El trabajo es la producción de objetos necesarios para sobrevivir. El siervo es el hombre

que trabaja, el que produce los objetos. El señor no trabaja, y sobrevive porque se apropia o

apodera de los objetos que produce el siervo. Respecto a la muerte, el señor es el hombre que no

teme la muerte y prefiere morir antes que no ser reconocido como señor, mientras que el esclavo

teme la muerte y por eso se doblega ante el amo.

¿Qué ven el señor y el siervo cuando reflexionan y se ven a sí mismos ? ¿Cuál es su

autoconciencia ?

El esclavo vive continuamente trabajando, está siempre en relación directa con los

objetos que produce, y además su trabajo, como los objetos, se compra y se vende. Por eso el

esclavo se identifica con los objetos, se ve a sí mismo como una cosa que produce cosas, y dice

Hegel que su autoconciencia es la coseidad. Por su parte, el amo, el señor, no trabaja, no produce

las cosas, se sirve de las cosas que los siervos producen; por eso se ve a sí mismo como un ser

libre y su autoconciencia es la libertad.

Sin embargo, ni el esclavo es una cosa ni el señor el libre. El señor necesita las cosas para

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sobrevivir, pero no las produce; depende del siervo para sobrevivir, y en realidad, aunque no lo

sepa, no es un ser libre sino un ser dependiente, pues sobrevive a expensas de otro. Y el siervo,

aunque tampoco lo sepa, no es una cosa, es un hombre que produce cosas, y no sobrevive por otro

sino por sí mismo.

Por eso es en el siervo, no en el amo, donde se encierra la libertad. Ser libre

significa poder decir: “no dependo de nadie para sobrevivir, lo que necesito lo produzco yo, y lo

que produzco no se lo doy a otro sino es para mí”. Cuando el siervo sea consciente de este poder

será libre de verdad, no falsamente como el señor. El siervo no se hace libre por convertirse en

señor de nuevos siervos, puesto que el señor no es libre; el siervo se hace libre por producir lo

que necesita y disfrutar él mismo de lo que produce, y en la sociedad deja de haber amos y

esclavos y empieza a haber hombres libres.

Este punto del pensamiento de Hegel fue muy significativo para sus discípulos, en

particular para Feuerbach y para Marx. Hegel creyó que ya los hombres se habían hecho libres en

la sociedad de su tiempo, pero sus discípulos no estuvieron de acuerdo y creyeron que la libertad

estaba todavía por conquistar.

La alienación

Un hombre es libre cuando es consciente de quién es y de qué hace, cuando tiene una

imagen real de sí mismo y es dueño de sus actos y protagonista de su vida; un hombre libre se

posee a sí mismo. Un hombre está alienado cuando no sabe quién es ni qué hace, tiene una imagen

errónea de sí mismo, es un extraño para sí mismo y vive fuera de sí. “Alien” significa “otro”,

“extraño”, y por eso se dice que un hombre que tiene una imagen falsa de sí mismo no es libre,

está alienado.

Hegel creía que, después de recorrer la historia, los hombres, que habían estado

alienados por su falsa conciencia como amos o esclavos, ya eran libres en la sociedad de su tiempo.

Feuerbach y Marx, sin embargo, pensaban que el hombre seguía alienado. Según Feuerbach la

causa de la alienación humana es la religión, y según Marx esa causa es la propiedad privada.

Feuerbach

Feuerbach dice que los hombres conciben a un ser universal, infinito, pleno, perfecto,

libre, sabio, poderoso justo y bueno, y lo llaman Dios. Cuando conciben a Dios, lo que los hombres

hacen es proyectar caracteres que pertenecen a la especie humana, cualidades y propiedades del

hombre en un ser ajeno al hombre al que llaman Dios, es decir, los hombres colocan fuera de sí

cualidades y atributos que en realidad les pertenecen. El hombre predica del sujeto “Dios”

cualidades que son propias del sujeto “hombre”.

Procediendo de esta manera, colocando sus propios atributos en Dios, los hombres se

desprenden de ellos y terminan por creer que solo Dios, no el hombre mismo, es capaz de ser

bueno, sabio, justo y poderoso. Por eso la religión empobrece al hombre, lo desvitaliza, le quita

sus mejores capacidades y las coloca en ese ser no humano que es Dios. Lo que el hombre afirma

de Dios lo niega de sí mismo. El hombre ya no se preocupa de ser libre y poderoso, de construir

una sociedad buena, sabia y justa, porque cree que la libertad, la justicia, el poder, la bondad y la

sabiduría son asuntos que conciernen solo a Dios. Por eso la religión aliena al hombre, hace que el

hombre viva fuera de sí mismo, ajeno a sus propias posibilidades.

Fuera de sí mismo, el hombre no puede relacionarse satisfactoriamente con sus

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semejantes, del mismo modo que quien no se ama a sí mismo no puede amar a los demás. La

religión quita al hombre la capacidad que tiene de vivir en paz y en armonía con los demás

hombres. La religión desvía el amor del hombre por el hombre hacia el amor del hombre por Dios,

y sustituye el amor a la vida y a la tierra por el amor a un cielo inexistente.

Por todo ello la religión es la causa y la raíz de la esclavitud, la opresión, la miseria, la

injusticia y la desigualdad, la fuente de todos los males sociales. Cuando el hombre sea consciente

de que Dios es obra suya y se atribuya a sí mismo las cualidades y propiedades que coloca fuera

de sí, entonces podrá ser libre y construir una sociedad buena.

Estas ideas componen la teoría de la alienación religiosa que Feuerbach explica en una

obra titulada La esencia del cristianismo, teoría con la que Marx no está de acuerdo.

Marx

Marx cree que la religión es un mal para el hombre, la define como “el opio del pueblo”,

pero no es la raíz de todos los males sociales. Si suprimimos la religión de una sociedad, dice

Marx, no por ello desaparecerán la opresión, la servidumbre, la miseria, la injusticia y la

desigualdad. Los males sociales, entre ellos la religión, está causados según él por la propiedad

privada.

Los hombres viven en sociedades regidas por una Constitución según la cual, en teoría,

todos son libres e iguales; pero en la práctica los hombres no son libres ni son iguales porque su

sistema económico, el capitalismo, se basa en la propiedad privada, por la cual unos tienen mucho,

otros poco y otros nada. Mientras los hombres sean desiguales unos lucharán por mantener sus

propiedades y otros sentirán envidia por no tenerlas, por lo que sus intereses particulares

estarán en pugna, la expresión “bien común” no significará nada aunque continuamente se

pronuncie, y serán incapaces de construir una sociedad justa. Por lo tanto, si queremos una

sociedad de hombres libres e iguales tendremos que abolir la propiedad privada y el sistema

económico capitalista.

El capitalismo

El capitalismo es un sistema económico donde las cosas son mercancías, es decir, tienen

valor de cambio más que valor de uso.

Que un objeto tiene valor de uso significa que sirve, que nos es útil para satisfacer una

necesidad ; por ejemplo, un jersey sirve para resguardar del frío. Que un objeto tiene valor de

cambio significa que equivale a dinero, que se compra y se vende con dinero, que se cambia por

dinero; por ejemplo, un jersey cuesta diez euros. El valor de uso del jersey es abrigar, y su valor

de cambio es diez euros.

¿Cuál es el valor de cambio de un objeto ? ¿Cuánto cuesta un objeto ? ¿De qué depende el

precio de una mercancía ? Depende de la cantidad de fuerza humana o fuerza de trabajo

empleada en producirlo y también del tiempo de trabajo que requiere su producción. Un jersey lo

hace una persona tricotando en cinco días, y una casa la hacen muchos profesionales, desde el

arquitecto hasta el albañil, trabajando durante meses. La fuerza de trabajo y el tiempo de

trabajo necesarios para hacer un jersey son mucho menores que la fuerza de trabajo y el tiempo

de trabajo necesarios para hacer una casa, y por eso el jersey vale diez euros y la casa muchos

miles de euros más.

Si miramos las mercancías desde el punto de vista de su valor de uso, es decir, de la

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función que cumplen y la necesidad que cubren, observamos cosas concretas, por ejemplo un

jersey o una casa. Observamos también que esas cosas concretas están producidas por un trabajo

concreto, por ejemplo el tricotar o la albañilería. Y además observamos que cada trabajo concreto

es cualitativamente distinto de los demás trabajos concretos, es decir, que es diferente tricotar,

que poner ladrillos, que hacer carpintería.

Si miramos las cosas desde el punto de vista de su valor de cambio, es decir, del dinero

que valen, de su precio, ya no vemos jerseys, casas o tablones, vemos euros, dinero, vemos

diferentes cantidades de dinero. Esas cantidades ya no proceden de lo que cada trabajador haga

concretamente, sino de la cantidad de fuerza de trabajo y de tiempo de trabajo que ese

trabajador emplea: a más fuerza de trabajo y a más tiempo de trabajo, mayor precio tiene la

mercancía. Por lo tanto, desde el punto de vista de su valor de cambio, las cosas están producidas

no por este o aquel trabajo específico, sino por cantidad de fuerza y de tiempo de trabajo. Desde

el punto de vista del precio de las cosas, el trabajo se ve como gasto de fuerza y tiempo, como

cantidad de fuerza y tiempo empleados para producir una cosa, y por eso dice Marx que, miradas

desde su valor de cambio, las cosas están producidas por trabajos cuantitativamente, no

cualitativamente, distintos.

El capitalismo es un sistema económico cuya riqueza es el dinero, y al que le

interesan por tanto las cosas y el trabajo en la medida en que producen dinero. El dinero, no el

hombre, es su finalidad. El dinero no es en el capitalismo un medio para que viva el hombre: el

hombre y su trabajo son medios para que se multiplique el dinero. El hombre no es un sujeto que

maneja el instrumento dinero, sino al revés: el dinero es el sujeto que maneja a un hombre

convertido en instrumento. El dinero, como Dios para Feuerbach, es para Marx lo que existe por

encima y antes que el hombre, es el sujeto, el protagonista de la vida humana, y los hombres son

sus siervos. Por eso en el capitalismo los hombres no son libres, unos están explotados y todos

están alienados.

La explotación y la plusvalía

En la sociedad basada en el sistema económico capitalista hay dos clases sociales:

Capitalistas o burgueses y obreros o proletarios. Los capitalistas son los dueños de los medios de

producción, es decir, de las industrias, máquinas e instrumentos de trabajo; y los proletarios son

dueños de la fuerza de su cuerpo, que es el medio con el que trabajan. Todos los individuos de

ambas clases están alienados, y además los proletarios están explotados por los capitalitas a

causa de la plusvalía. ¿Qué es la plusvalía?

La fuerza de trabajo del obrero produce mercancías, y es una mercancía a su vez porque

se cambia por dinero: el capitalista la compra, paga al proletario, y el proletario la vende, cobra un

salario por ella. El salario se calcula sumando el precio de las mercancías -comida, vestido,

habitación, transporte- que el trabajador tiene que consumir para seguir vivo y seguir trabajando.

El capitalista compra la fuerza de trabajo del obrero, le paga al obrero su salario, y

después se apropia de las mercancías que el obrero produce: lo que el obrero produce le

pertenece al capitalista. A continuación el capitalista vende esas mercancías a un precio mucho

mayor que el salario que ha pagado al obrero por producirlas, y esa diferencia entre lo que el

capitalista gana por vender las mercancías y el salario que le ha pagado al obrero por producirlas

es la plusvalía.

La plusvalía es el origen de la ganancia del capitalista y de la explotación del trabajador,

pues, por este procedimiento, el capitalista puede enriquecerse cada vez más mientras el obrero

siempre vivirá con lo justo. El dinero que entra en el bolsillo del obrero es salario, y el salario es

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moneda impotente, moneda con la que el proletario no puede más que sobrevivir para seguir

trabajando; en cambio, el dinero que entra en el bolsillo del capitalista es capital, y el capital es

moneda potente, moneda que se multiplica con la que el capitalista puede hacer mucho más que

sobrevivir. Por eso el proletario está explotado.

La alienación

Si el proletario está explotado y el capitalista no, ambos están alienados, aunque por

diferentes motivos.

El capitalista está alienado porque maneja capital, fuerza monetaria, dinero que engendra

dinero, y se convierte en una personificación de esa fuerza. Su vida consiste en manejar y

multiplicar el dinero y, como le sucedía al siervo de Hegel con las cosas, termina identificándose

con lo que maneja: las cualidades del dinero se convierten en sus propias cualidades, es más

importante mientras más dinero tiene, vale por la cantidad de dinero que acumula o por el dinero

que cuestan las cosas que posee, es decir, vale su dinero, no su persona. Además, el capitalista

está alienado porque no utiliza el dinero para vivir sino pone su vida al servicio del dinero.

El proletario, por su parte, está alienado por la forma en que trabaja:

-Durante el tiempo de trabajo el obrero produce cosas, pero esas cosas no son suyas

y por tanto no le interesan.

-Como lo que produce no es suyo, la actividad que el proletario desempeña durante el

tiempo de trabajo tampoco le interesa; sólo le interesa de su trabajo el salario que

recibe por él.

-Fuera del tiempo de trabajo -en la época de Marx los obreros trabajaban catorce

horas o más- el proletario sólo tiene tiempo de comer y dormir, es decir, para

reponer las fuerzas con que seguir trabajando, y para engendrar hijos, que

repondrán su fuerza de trabajo cuando él muera.

-Viviendo en estas condiciones, el proletario no puede relacionarse con los demás

satisfactoriamente, y se da al alcohol en las tabernas para olvidar su triste vida, o a

la religión en las iglesias para calmarse pensando que cuando muera vivirá mejor.

Por eso dice Marx que la religión es el opio del pueblo.

Por lo tanto, en el sistema capitalista, los burgueses explotan a los proletarios y tanto

unos como otros están alienados. La causa de la alienación de ambos es la economía capitalista y

su propiedad privada. La propiedad privada es la fuente y la raíz de la opresión, la miseria, la

injusticia, la desigualdad, la religión y el resto de los males sociales. Si queremos una sociedad de

hombres libres, una sociedad sin los males señalados, y la causa de esos males es la propiedad

privada, lo que debemos hacer es abolir la economía capitalista eliminando la propiedad privada,

es decir, revolucionar la economía.

La revolución

¿Quién va a revolucionar la economía? ¿Quién va a abolir la propiedad privada? No los

capitalistas, dice Marx. Los capitalistas no son libres pero no se dan cuenta, se creen que viven

bien aunque en realidad estén alienados. Los interesados en hacer la revolución son los

proletarios, que está alienados y además explotados y no viven no como hombres sino como

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bestias de trabajo. Por eso dice Marx que el proletariado es el sujeto de la revolución.

¿Qué tienen que hacer los proletarios para romper el capitalismo y revolucionar la

economía?

En primer lugar los proletarios deben tomar conciencia de su alienación y de su

capacidad y fuerza para rebelarse. En segundo lugar deben rebelarse, alzarse de manera cruenta

contra unos capitalistas que no tienen interés en transformar un sistema económico que les

favorece; para instaurar una sociedad distinta los proletarios deben, por tanto, hacer una guerra

civil. Y en tercer lugar, una vez que venzan en esa guerra, los proletarios deben instaurar una

sociedad basada en una economía comunista en la que los bienes sean de todos, en la que no se

trabaje por un salario sino por interés en lo que se produce, y en la que las cosas tengan valor de

uso y no valor de cambio. En una sociedad así los intereses de los individuos no pugnarán entre sí y

el bien común será una realidad y no una idea de la Constitución. En una sociedad así los hombres

serán libres e iguales de verdad, no en teoría.

Marx añade que cuando el proletariado haga la revolución se liberará a sí mismo de la

explotación y del trabajo asalariado que lo aliena, pero a la vez liberará a los capitalistas de la

alienación en que los sume la servidumbre del dinero. Porque el proletario no se libera haciéndose

capitalista de nuevos proletarios, como el siervo de Hegel no se hace libre por ser señor de

nuevos siervos. Después de la revolución no habrá clases sociales y todos los hombres serán libres

e iguales.

Marx creía que la revolución iba a empezar en su país, Alemania, y en su momento, el siglo

XIX. Creía que el proletariado alemán se emanciparía a sí mismo, emanciparía a los burgueses

alemanes, y que su ejemplo sería seguido, como la pólvora, por los proletarios de todos los países

del mundo. Por eso una obra de Marx. titulada El manifiesto comunista termina con esta soflama:

“Proletarios del mundo entero, ¡uníos !”

También en el siglo XIX otro filósofo impulsó a los hombres a una revolución en su forma

de vida, pero no a una revolución social sino moral. Ese filósofo es Friedrich Nietzsche.

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Nietzsche

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Nietzsche

-Crítica a la Ilustración

-Crítica a la filosofía

-Propuesta de Nietzsche

-La afirmación trágica de la vida

-El nihilismo y los simulacros

-Transmutación de los valores

-El superhombre

Crítica a la Ilustración

En el siglo XVIII la Ilustración decretó la mayoría de edad del hombre. El hombre ha dejado de

ser un menor que obedece a autoridades que le guían en todos los ámbitos de la vida, y es un

adulto libre y responsable que debe guiarse por la razón. No hay nadie superior al hombre, cuya

principal facultad es la razón.

Desde esta concepción del hombre la Ilustración critica la religión como una forma de

superstición, invalida a Dios como referencia de los hombres al vivir, cree que la felicidad está

en este mundo y vamos hacia ella en un proceso ascendente llamado “progreso”, y cree que el

hombre crece fuera de la tutela de Dios y haciendo uso de la razón. En palabras de Nietzsche,

la Ilustración pretende matar a Dios.

Nietzsche está de acuerdo con la muerte de Dios, pero no cree que ese propósito se

haya logrado. Y ese propósito no se ha logrado porque la Ilustración elimina a Dios, pero no

elimina la función que Dios desempeña; lo que según Nietzsche hace la Ilustración es quitar a

Dios de su trono, sentar en ese trono a la razón y poner a la razón a desempeñar la función que

desempeñaba Dios. ¿Cuál es esa función?

La función de Dios es dar sentido a la realidad. Dios es una autoridad a través de la cual

interpretamos la realidad y vivimos en ella: la naturaleza es como es porque Dios la creó así, y lo

mismo el hombre, cuya acción o conducta ha de regirse por valores que emanan de Dios; el bien y

el mal están definidos por la ley de Dios y las costumbres son buenas o malas según se ajusten o

no a esa ley. Pues bien, la Ilustración mata a Dios pero en su lugar coloca a la razón, cuya obra

principal, la ciencia, se convierte en la nueva autoridad a través de la cual interpretamos la

realidad y vivimos en ella. A partir de la Ilustración el mundo y el hombre son tal como los ve y

define la ciencia, y es la ciencia la autoridad que tiene la última palabra acerca de lo que

debemos considerar bueno o malo en nuestra conducta y costumbres. Lo que hace, pues, la

Ilustración es someter al hombre a una nueva autoridad, a la tiranía de una razón a la que el

hombre se pliega y a la que obedece como obedecía antes a Dios.

Matar a Dios realmente, dice Nietzsche, es algo más profundo y radical que sustituir

una autoridad por otra. Poner a la razón en el lugar de Dios es la misma operación que convertir

al esclavo en señor de nuevos esclavos o erigir al proletario en capitalista que explota a nuevos

proletarios. Los hombres libres rompen la estructura de la dominación y no son amos ni esclavos,

los hombres iguales rompen la estructura de la explotación y no son capitalistas ni proletarios y,

de la misma manera, matar a Dios significa romper la estructura de autoridad, destruir el lugar

de Dios. Y destruir el lugar de Dios significa que la ciencia es una entre otras interpretaciones

posibles de la realidad, que no hay una única interpretación del mundo y del hombre, que no hay

una verdad ni un bien y un mal únicos para todos y tampoco unas costumbres universalmente

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válidas.

Si queremos matar a Dios matemos, pues, la autoridad de la razón, no creamos que la

realidad es únicamente como dice la ciencia que es. Nietzsche piensa que esta tiranía de la razón

empezó antes de la ciencia, empezó cuando nació la filosofía, por lo cual critica la realidad que

ha construido la filosofía.

Crítica a la Filosofía

Cuando nació la filosofía en Grecia, antes que Platón y Aristóteles interpretaron la

realidad Heráclito de Éfeso y Parménides de Elea.

Según Parménides la realidad que observamos con los sentidos es múltiple, cambiante y

perecedera; esa realidad se llama Devenir y es solo una apariencia, pues por encima o por detrás

de esa realidad hay otra llamada Ser, que percibimos mediante la razón. Esa otra realidad es la

de los conceptos o ideas, y, a diferencia del devenir, es única, es inmutable y es eterna. Hecha

esta diferencia, Parménides añade que el Ser es la verdadera realidad, el mundo verdadero, la

realidad que debemos conocer y en la que debemos instalarnos, mientras que el Devenir es mera

apariencia, un mundo aparente, erróneo, inferior y falso al que nos conducen los sentidos, aunque

ese, el Devenir, sea el mundo en el que transcurre nuestra experiencia de vivir.

Heráclito, en cambio, afirma el Devenir. La única realidad es el devenir plural,

cambiante, perecedero e incluso contradictorio, y esa realidad, que es la de la vida, es válida, no

es errónea ni es inferior ni hay otra realidad.

La filosofía siguió desde entonces el rumbo que marcó Parménides, de modo que la

historia de la filosofía es la historia de filósofos que contraponen ser y devenir, realidad y

apariencia, razón y sentidos, concepto y metáforas, alma y cuerpo, espíritu y materia. Los

filósofos consideran además que el ser, la realidad, la razón, los conceptos, el alma y el espíritu

son verdaderos, altos, nobles y superiores frente al devenir, la apariencia, los sentidos, las

metáforas, el cuerpo y la materia, que son inferiores, bajos, innobles y erróneos. Al despreciar

el devenir, dado que la vida transcurre en ese plano, la filosofía niega la vida en lugar de

potenciarla. La filosofía degrada al hombre, hace que el hombre se desprecie a sí mismo, se

sienta culpable de ser como es, propicia su debilidad y su falta de estima. De este modo la

filosofía momifica la vida, la ata, la encorseta y la sofoca.

La filosofía referencia al hombre en conceptos como Dios, la identidad, la verdad, el

bien o la perfección, conceptos en los que la vida no llega ni a aparecer, y considera que estos

conceptos son superiores a la vida como es en realidad. Nietzsche dice que los conceptos son

momias que la razón construye por medio del lenguaje, telarañas que se ciernen sobre la vida y la

aprisionan, y que los filósofos que producen esas telarañas son enfermos de la vida a los que les

duele el cerebro. Los filósofos son seres castrados para la vida que pretendiendo hablar de la

realidad de lo que hablan es de su propia incapacidad para vivir, y Occidente ha tomado en serio

las telarañas que esos filósofos han construido y está atrapado en ellas desde Parménides.

Nietzsche reniega de la historia de la filosofía tal como se ha desarrollado y propone

otra manera de filosofar que potencie la vida en lugar de castrarla.

Propuesta de Nietzsche

Frente a la historia de la filosofía enraizada en Parménides Nietzsche retoma a

Heráclito y afirma lo siguiente:

-Este mundo aparente, el devenir, es real, es la única realidad.

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-El devenir es múltiple, plural, cambiante, perecedero y contradictorio. Estas

características no lo descalifican sino que lo validan.

-El mundo aparente es verdadero. Lo que Parménides llama mundo verdadero es una

ilusión óptica y moral, no existe en realidad. No hay dicotomía entre Ser y Devenir.

-El devenir es inocente. Los sentidos, la materia, el cuerpo y la vida son inocentes.

-Los calificativos o atributos del Ser -único, inmutable, imperecedero, no

contradictorio- son atributos de la nada, de la muerte, porque la vida no es así.

-Inventar otro mundo llamado Ser mejor y superior al Devenir es una fantasmagoría, una

calumnia a la realidad de este mundo, una venganza contra la vida. Esta invención

culpabiliza al hombre, le hace percibirse a sí mismo como un ser a quien le falta algo,

humilla la condición humana y hace que el hombre no se acepte a sí mismo. Desde esta

invención la vida del sabio o del virtuoso es una continua penitencia y una peregrinación

hacia el inexistente mundo verdadero, la tierra prometida de la filosofía tan

inexistente como el cielo de la religión.

-Postular la existencia de dos mundos, sean el verdadero y el aparente como hacen

Parménides y Platón, el de los noúmenos y los fenómenos como hace Kant, o el valle de l

ágrimas de aquí abajo y el más allá celestial como hace la religión, es un síntoma de

decadencia y desvitalización del hombre. Mirando la historia de la filosofía puede

diagnosticarse que nuestra cultura está enferma y débil.

El mundo de los sentidos, del cuerpo, de la vida, del devenir, ese mundo donde las

cosas son múltiples, plurales, cambiantes y contradictorias constituye la única realidad.

Es una realidad problemática, placentera y dolorosa, maravillosa y terrible, y quien

acepta la vida, quien vive con fuerza e intensidad afirma esa realidad, la acepta, la

quiere, le dice SÍ, y no desde una perspectiva quejumbrosa o pesimista, sino desde una

perspectiva trágica.

La afirmación trágica de la vida

Nietzsche dice que en la cultura occidental la única manifestación espiritual que, a

diferencia de la filosofía, afirma y potencia la vida es la tragedia griega, el teatro trágico. La

tragedia griega consiste en la representación teatral de historias protagonizadas por dioses y

por hombres. Son historias en las que los hombres, los héroes trágicos, se ven involucrados en

situaciones terribles y dolorosas que ellos no buscan pero en las que tienen que tomar decisiones

de las que sí son responsables. Los héroes no huyen ni se quejan en estas situaciones, no niegan

estos ingredientes de la vida sino que los asumen, los afirman; viven el dolor y la adversidad, no

los niegan ni los disfrazan ni huyen ni suplican, ni imaginan un mundo diferente a éste aunque en

la vida haya dolor y sea terrible cuando lo es. Este es el único mundo y esta es la única vida; la

vida es digna y valiosa puesto que los dioses mismos la viven y la comparten con los hombres; los

dioses griegos son dioses porque son inmortales, pero el espacio de su existencia es este mundo

y su experiencia es la misma que la de los hombres. La vida duele cuando duele, pero quien está

vivo afirma también el dolor, lo acepta, lo quiere. Esta afirmación de la vida en todas sus

manifestaciones que representa el héroe trágico era lo que un griego tenía que aprender, y por

eso el teatro trágico constituía la principal fuente de la educación cívica en Grecia. El teatro

trágico nació del culto al dios Dionisos.

Los griegos creían en muchos dioses, entre los cuales estaban Dionisos y Apolo, que

representan facetas distintas del espíritu humano.

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Apolo, dios del sol, simboliza la claridad, el equilibrio, la mesura, la armonía, la serenidad,

el control, es decir, todos los atributos del orden. Dionisos es el dios del vino y simboliza la

pasión, la sensualidad, la voluptuosidad de la carne, la embriaguez, el entusiasmo, la euforia, la

creación artística, la desmesura, lo oscuro, el dolor y el placer, el desbordamiento, el

descontrol, es decir, el caos.

La filosofía occidental ha identificado la razón, la verdad, el bien y la belleza con lo

apolíneo, y ha desechado lo dionisiaco como irracional. Nietzsche piensa en cambio que en el

hombre conviven las dos facetas que estos dioses representan, y que debemos retomar lo

dionisiaco que hay en nosotros, dignificarlo y vivirlo. La vida es orden y es caos; el orden se

desborda y viene el caos y el caos se calma y vuelve el orden, así transcurre la vida, ese es el

cambio constante en que consiste el devenir. La vida es mesura y equilibrio, y también es

desmesura, en la que se experimenta mucho placer y también mucho dolor. Pero el dolor es vida,

no es un mal del que huir o del que preservarse a costa de cercenar una importante faceta

humana. Nietzsche dice incluso que la dicotomía u oposición entre placer y dolor es falsa, dice

que son manifestaciones de una misma fuerza que es la vida.

Ser libre para Nietzsche consiste en querer la vida como es, en afirmar en uno mismo

tanto lo apolíneo como lo dionisiaco, en aceptar el dolor de vivir junto al placer de vivir, en

instalarse con inocencia, no con resignación, en el devenir. Solo quien afirma la vida y el devenir

es un espíritu libre.

El nihilismo

El espíritu libre es nihilista, pero Nietzsche entiende el nihilismo a su manera, no en el

sentido tradicional del término. Nihilismo viene de nihil, que en latín significa “nada”, y consiste

en negar que existe la verdad y en negar que la vida tenga sentido. Para un nihilista no hay

ninguna verdad y la vida no tiene sentido.

Esta negación de la verdad y del sentido de la vida se ha experimentado como

desesperanza, hastío, desilusión y tristeza vital. La creencia en otro mundo y en una vida

superior a ésta en el más allá ultraterreno, que priva de valor a este mundo y a la vida, es una

forma de nihilismo que produce tristeza y debilidad. Nietzche es nihilista porque cree que no

hay verdad y que la vida no tiene sentido, pero propone entender el nihilismo de una manera

completamente diferente:

-La vida y el devenir no tienen sentido, meta, orientación o finalidad, pero eso no es algo

entristecedor, no es una mala noticia: “cuando la vida pierde su sentido, lo que queda es la vida”.

-Es enriquecedor negar que existe la verdad, como lo es negar que existe un Dios o unas

leyes morales únicas para todos. Dios, la verdad única y el bien y el mal universalmente válidos

son mentiras que han producido la filosofía y la razón, y esas mentiras deben ser superadas.

-La verdad no existe ni tampoco la mentira, que solo tiene sentido desde la existencia de

la verdad. Nietzsche va más allá de la verdad y de la mentira y dice que no hay verdad sino

ficciones. Todas las interpretaciones de la realidad son ficticias, simulacros, pues ninguna es “la

verdad”. Pero no importa que no haya verdad sino ficciones o simulacros: las interpretaciones de

la realidad sirven para orientarnos y ubicarnos en la vida y para potenciar nuestra energía vital,

esa es su función, son válidas para eso y no importa que no sean verdaderas. Pensar no sirve para

llegar a la verdad sino para potenciar la vida y orientarnos en ella; no se trata de buscar la

verdad ni de vivir en la verdad sino de vivir de verdad.

Nietzsche hace filosofía desde esta forma de considerar la realidad y la verdad y

construye ficciones, simulacros, interpretaciones de la realidad que no pretenden ser

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verdaderas sino válidas para potenciar la fuerza de vivir. Los principales entre sus simulacros

son la voluntad de poder y el eterno retorno de lo mismo.

Simulacro de la voluntad de poder

Nietzsche construye este simulacro para responder a la pregunta ¿qué es la fuerza? A

esta pregunta contesta la ciencia, la física en este caso, pero lo que dice la física no es la

verdad, sino una interpretación de la fuerza. Niezsche construye, inventa otra interpretación de

la fuerza.

Fuerza es poder, capacidad, potencia; fuerza es lo que puede, voluntad de poder. Todo

en el universo está constituido por fuerzas, en el macrocosmos y en el microcosmos que es el

hombre. Nosotros somos fuerza, voluntad de poder, energía que sube y baja, que fluctúa, que se

alimenta, que crece o merma, que deviene. Eso somos. Por lo tanto no tenemos una identidad fija

como nos hace creer la psicología y en general la sociedad. Y de esa fuerza que somos nacen los

valores, no del dictado de Dios o de la razón: aquello con lo que la fuerza crece, aquello que

aumenta nuestro poder lo llamamos bueno, y aquello que mengua nuestra fuerza y merma nuestro

poder lo llamamos malo. El bien y el mal son sujetivos, no objetivos, y no permanecen estables

para una misma persona a lo largo de la vida, pues una persona no es idéntica siempre a sí misma

sino un manojo cambiante de fuerzas. La fuerza crea los valores y los destruye al crecer, pues al

crecer ya no le sirven; entonces crea otros y así sucesivamente.

Esta manera de vernos a nosotros mismos no es la verdad, es una ficción, un simulacro,

un “como si”. Y sirve para que, si vivimos como si las cosas fueran así, viviremos con la mayor

intensidad y libertad posibles.

Simulacro del eterno retorno de lo mismo

Nietzsche construye este simulacro para responder a la pregunta ¿qué es el tiempo?

-El universo está compuesto por fuerzas cuyo número es inmenso pero finito. El número

de combinaciones entre estas fuerzas es más enorme todavía, pero finito también.

-El tiempo es infinito, y en un tiempo infinito se producen todas las combinaciones entre

las fuerzas y esas combinaciones vuelven a repetirse, y no una vez ni dos, sino infinitas veces.

A partir de estas dos premisas Nietzsche concluye lo siguiente: “De nuevo nacerás de un

vientre, de nuevo crecerá tu esqueleto, de nuevo estarás leyendo esta misma página, de nuevo

recorrerás todas tus horas, hasta la de tu muerte increíble”.

Esta manera de concebir el tiempo nos indica que lo que vale es el presente. Si vivimos

como si fuéramos a vivir cada momento infinitas veces, lo que hacemos es cuidar cada instante y

vivir cada momento de la mejor manera posible, pues cada instante retornará eternamente una y

mil veces y un número infinito de veces. Esta concepción del tiempo nos conduce, pues, a afirmar

el presente y a vivirlo impecablemente.

No se trata, por tanto, de buscar la verdad ni de vivir en la verdad sino de vivir de

verdad. Y para vivir de verdad el camino a seguir es orientarse por simulacros que nos hagan

fuertes y alegres, así como concebir de otro modo el bien y el mal. Nietzsche propone

transmutar los valores, construir una nueva moral, definir el bien y el mal desde otras bases con

el objetivo no de obedecer sino de potenciar la vida; Nietzsche propone, en suma, una revolución

moral.

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Transmutación de los valores

La cultura occidental ha construido un Dios, una razón y una verdad, y también un bien y

un mal, unas leyes morales universales, únicas para todos, una moral de leyes que Nietzsche

llama gregarias porque nos uniformizan y nos convierten en un rebaño.

El ejemplo por excelencia de una moral gregaria que decreta para los hombres desde

fuera de ellos mismos leyes universales y únicas para todos a las que todos deben obedecer es el

cristianismo, pero el cristianismo siguió un modelo que existía antes, en Grecia, y que fue

gestado por Sócrates; tal es la conclusión a la que llega Nietzsche cuando indaga en el origen o

genealogía de la moral gregaria en una obra titulada Genealogía de la moral. Los griegos antes de Sócrates identificaban la virtud o bien con la alegría de vivir. Esta

mentalidad cambia con Sócrates. Sócrates rompe esta equivalencia, no identifica virtud y

alegría de vivir. Para él la virtud es una consecuencia del saber, de la razón; somos buenos

porque sabemos lo que es el bien. Vivir bien ya no es estar contento de la vida sino cultivar la

parte racional y sofocar la parte pasional e instintiva. De este modo Sócrates inaugura en la

cultura occidental un modelo de sabiduría identificada con la razón y opuesta a los instintos y a

las pasiones.

Este modelo perduró en el cristianismo. El cristianismo sigue la lógica instaurada por

Sócrates de que la virtud no es la alegría de vivir, pero para el cristianismo la virtud ya no

procede de la razón y el saber sino de la renuncia al cuerpo y a los placeres. Para Sócrates si

somos racionales somos virtuosos; para el cristianismo somos virtuosos si renunciamos al cuerpo

y a los placeres, si somos castos. La abstinencia del cuerpo y de los placeres es la causa o fuente

de la virtud.

Concibiendo la virtud de este modo el cristianismo inaugura en Occidente un mecanismo

psicológico que Nietzsche llama resentimiento. Este mecanismo consiste en privarse de algo que

se desea exigiendo que todos los demás se priven también de ello; alguien desea algo pero se lo

prohíbe a sí mismo, y además se lo prohíbe a todos los demás. El resentimiento consiste en

afirmarse a sí mismo eliminando lo diferente, exigiendo que todos hagan lo mismo que uno,

uniformizando las conductas. Cuando un griego renunciaba al cuerpo y decidía ser casto lo hacía

porque quería, por autodisciplina o por los motivos que fuere, pero no proclamaba que la castidad

es un bien universal ni que la impotencia es buena. En cambio, el sacerdote judío renuncia al

cuerpo no porque quiere sino porque debe, envidia a quienes no renuncian al cuerpo, y a causa de

esa envidia, para soportar su deber exige que nadie disfrute del cuerpo, declara que el cuerpo

es malo y pecaminoso y convierte su renuncia personal en norma universal. El cristianismo

justifica el sexo solo con vistas a la reproducción y proclama que la castidad es buena y que son

buenos aquellos que no gozan de su cuerpo.

Por ello dice Nietzsche que la moral cristiana es una moral antinatural, contranatural,

una moral que enferma al hombre, va contra sus instintos, le hace sentir que su instinto sexual

es malo. De este modo la moral cristiana desvitaliza al hombre, lo pone en contra de sí mismo y

lo priva de una alegría elemental que está al alcance de cualquiera, o mezcla esa alegría con la

culpa.

La moral cristiana debilita al hombre y es una moral de débiles, entendiendo por débiles

hombres envidiosos y resentidos que se afirman a sí mismos destruyendo lo diferente y

exigiendo a todos uniformidad; es una moral que convierte a los hombres en un rebaño

obediente, individuos que se relacionan con el bien y el mal no en base a lo que quieren sino a lo

que deben.

Frente a la moral cristiana Nietzsche propone una nueva moral, una transmutación de los

valores, otra forma de ver el bien y el mal. La nueva moral que Nietzsche propone tiene las

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siguientes características:

-Como para los griegos de antes de Sócrates, la virtud es la alegría de vivir.

-Esta moral no se basa en el deber, no consiste en obedecer unas normas establecidas

desde fuera. Es una moral que busca la potencia de vivir, la fuerza vital.

-La fuente del bien y del mal, es decir, de los valores, es la fuerza, el poder de cada

cual, como vimos en el simulacro de la voluntad de poder. No somos un yo estable, no tenemos

una identidad permanente, eso es una ficción, un engaño de la razón. Somos poder, intensidad,

fuerza, alzas y bajas de intensidad, somos voluntad de poder, fuerza que busca ser y expandirse

y crecer. Para crecer la fuerza se nutre de todo cuanto encuentra, incluso del dolor, y es la

fuerza quien crea los valores: aquello con lo que crece la fuerza es bueno, aquello que merma la

fuerza es malo. Por tanto los valores no son universales sino singulares y sujetivos, y no son

inmutables sino cambiantes: la fuerza los crea para crecer y los destruye al crecer, creando

otros que son los que en ese momento le sirven para seguir creciendo.. Por eso los valores son

múltiples, diferentes, plurales y cambiantes.

-La nueva moral se basa en la fuerza de cada persona, se propone elevar al máximo la

fuerza de cada cual, produce vida, fuerza vital, y es una moral de fuertes, es decir, de personas

no resentidas ni envidiosas que no exigen de todos las mismas opciones, no necesitan negar y

eliminar lo diferente y se afirman no en que todos hagan lo mismo sino en su poder, en su deseo

y en su querer.

-Nietzsche cree en la transmutación de los valores, en la revolución moral como Marx

cree en la revolución social. Como la moral que él propone es una alternativa a la moral cristiana,

a su estructura y a sus mandatos, y la moral cristiana fue formulada y predicada por Jesucristo,

Nietzsche habla de un profeta llamado Zaratustra, que propone y predica una nueva moral que

sustituirá en el corazón de los hombres a la moral cristiana que forja hombres gregarios,

obedientes, resentidos y débiles. Así como hablamos hoy de antes de Jesucristo y después de

Jesucristo, así hablaremos un día de antes de Zaratustra y después de Zaratustra.

El superhombre

A ese hombre libre que acepta la vida, que sabe que no tiene identidad sino fuerza, que vive en

el presente, que construye el bien y el mal desde su voluntad de poder y que crea y destruye los

valores Nietzsche lo llama superhombre, y habla de él mediante la parábola del camello, el león y

el niño, que cuenta Zaratustra.

Se puede vivir como un camello, como un león o como un niño.

El camello es un ser que vive referenciado en el deber, su pregunta ante la vida es “¿qué

debo hacer? ¿qué me mandan que haga? Es un ser débil, esclavo, cargado por el deber que otros

le imponen.

El león vive referenciado en su deseo, en el querer, su pregunta ante la vida es ¿qué

quiero hacer? ¿yo qué quiero? Es un ser que, a diferencia del camello, sí sabe de sí mismo, es

más libre. Pero el león solo tiene en cuenta su deseo, y como lo que uno vive está determinado

por lo que uno quiere pero a la vez por otras fuerzas que actúan sobre la realidad pero no

decidimos, si el león no logra lo que quiere se rompe, se estrella contra la realidad.

El niño vive referenciado en la realidad, no en lo que debe ni en lo que quiere sino en lo

que hay, en lo que es. Su deseo cuenta, pero sabe que es una de las fuerzas que actúan en la

realidad y que hay otras fuerzas que también actúan, por lo que la configuración de la realidad

no está decidida por su deseo. El niño juega con la realidad, la acepta, sea cual sea, y juega al

juego más adecuado para cada configuración de las cosas en la realidad en el perpetuo devenir.

El niño es inocente y libre; no juzga la realidad como buena o mala sino como situaciones a vivir

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del mejor modo posible.

También Nietzsche habla del superhombre mediante la analogía del jugador. La vida es

devenir, y el devenir es como una partida de dados en la que se suceden las jugadas. El jugador

no decide los dados que le salen, eso es cosa del azar, pero sí decide cómo juega. El jugador

lúcido acepta la jugada, sea cual sea, con dignidad y elegancia, sin lamentarse y sin retirarse de

la mesa de juego, y sabe que por malos dados que le hayan salido, la partida continúa y siempre

hay una nueva tirada de dados.

El hombre libre, niño o superhombre, no es fruto de una revolución social sino de una

revolución moral. Para que en vez de hombres haya superhombres es necesario abolir las leyes

universales y gregarias que rigen en la ciencia, en la moral y en la política, propiciar el

florecimiento de seres singulares, fuertes, no resentidos, diferentes, que se rijan por su fuerza

con valores múltiples, no que obedezcan al deber mediante valores uniformes y gregarios. El

superhombre es poderoso, pero su poder no es gubernamental, es un poder de afirmar la vida, un

poder sobre la vida.