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UBA: rumbo a l b icentenar io

UNI VER SI DAD DE BUE NOS AI RES

Cen tro Cul tu ral Rector Ri car do Ro jas

Rec tor: Dr. Rubén HallúSecretario de Extensión Universitaria: Lic. Oscar GarcíaCoordinadora General de Cultura de la UBA: Lic. Cecilia Vázquez

Colección Rumbo al BicentenarioCoordinador: Lucas Rozenmacher

Centro Cultural Rector Ricardo Rojas

Coordinadora de Programación: Mariana Ron

Coordinadora de Publicaciones: Natalia Calzon Flores

Equipo: Marcela D’Antonio, Matías Puzio.

Coordinadora de Diseño: Virginia Parodi

Equipo: Daniel Sosa, Darío D’Elia, Gisela Di Lello, Roberto Duarte,

Mariana Antoniow, Pablo Bolaños.

Halperin Donghi, TulioHistoria de la Universidad de Buenos Aires. - 1a ed. - Buenos Aires: Libros del Rojas, 2012.176 p.; 21x15 cm.

ISBN 978-987-1075-98-0

1. Historia de la Educación Universitaria. 2. Historia de las Instituciones. I. Título.CDD 378.009 82

Fecha de catalogación: 22/12/2011

© Li bros del Ro jasIm pre so en la Ar gen ti naHe cho el de pó si to que pre vie ne la ley 11.723No se per mi te la re pro duc ción to tal o par cial de es te li bro, ni su al ma ce na mien to en sis te ma in for má ti co, ni sutrans mi sión en cual quier for ma o por cual quier me dio, elec tró ni co, me cá ni co, fo to co pia u otros me dios sin el per -mi so pre vio del edi tor.

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Breves palabras sobre la colección

La colección Rumbo al Bicentenario de la Universidad de Buenos Airesintenta retomar y también dejar plasmado el espíritu original en el quese funda la universidad —como bien lo plantea Pablo Buchbinder— re-cuperando los aires laicos que comienzan a respirarse entre los siglosXVIII y XIX en occidente y el cambio cultural que traen tanto la Revolu-ción Francesa como la Haitiana y la Estadounidense para el desarrollo delos intereses y derechos de los hombres y las mujeres en nuestro continentedurante los últimos dos siglos.

Es en el marco de transformación política y cultural que involucranlas luchas por la independencia latinoamericana durante las dos primerasdécadas del siglo XIX y la formación universitaria de un segmento impor-tante de los revolucionarios que se dio en universidades lejanas como lade Chuquisaca, Lima, Salamanca o Córdoba, que en Buenos Aires aparecede manera genuina la necesidad de generar una espacio de formaciónque permita hacer accesible la posibilidad de cursar estudios superioresen la propia Buenos Aires, haciendo posible y necesaria la creación de loque hoy se conoce como la Universidad de Buenos Aires.

Al igual que en su fundación, la UBA acompaña y acompañó los cam-bios políticos, económicos y culturales del país a lo largo de sus primerosciento noventa años, como con la aplicación en la década de 1920 de laReforma Universitaria y en consonancia con el acceso a la vida política

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argentina de nuevos actores políticos y sociales que rompen con casi se-tenta años de hegemonía conservadora, haciendo ingresar por primeravez a la vida política a sectores medios y a una primera masificación dela política.

En este sentido, los levantamientos de medicina y derecho entre 1904y 1906 que se originaron a partir de la elección del titular de la cátedrade Salud Pública y las huelgas estudiantiles que siguieron a este conflicto,y los cambios políticos y de representación mencionados en el párrafoanterior, hacen posible en esta universidad antes que en otras la aplica-ción de las ideas fundamentales de la Reforma con respecto a la repre-sentación de los distintos claustros que cohabitan —hasta el presente—la vida universitaria a través del cogobierno. En el mismo sentido, co-mienza a producirse parte de la aplicación de la propuesta profunda dedesarrollo basada en tres ejes fundamentales que significaron un cambioinnovador, democratizador y transformador de la sociedad como lo fueronel desarrollo del tridente docencia – investigación – extensión, sirviendoéste como punta de lanza para el avance del país en distintos momentosde su realidad política y económica y siendo el espejo en el que muchasuniversidades se miraron y se miran.

La llegada de los sectores populares a la política y al gobierno, y el ac-ceso al voto femenino en 1949, junto con la gratuidad universitaria pordecreto presidencial 29.337 del mismo año también forman parte de unamarca que recorre esta colección y la historia misma de la UBA, dialo-gando constantemente con nuestro presente.

En un sentido similar de crecimiento de la universidad vemos cómofunciona la plena aplicación de la Reforma entre los años que van de 1958a 1966, en el que se puede ver su alcance y la profundización del tridentereformista —antes mencionado— que finaliza con la irrupción de la po-licía en la Universidad, significando esto, por un lado la ruptura de la au-tonomía universitaria y por otro lado la nueva etapa de la Argentina queatravesaría los casi veinte años posteriores.

Es decir, La Noche de los Bastones Largos, además de marcar el fin deuna etapa en la UBA, dio aviso de lo que vendría en la década posteriortanto en la Universidad como en el país, un período de oscuridad, muertey represión que duró hasta fines de 1983, momento en el que se restaurael sistema democrático, junto con los derechos y garantías ciudadanos.

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En esta nueva etapa la Universidad deja de tener un examen de ingresoo un curso de ingreso y crea el Ciclo Básico Común que significó la po-sibilidad de crecimiento y masificación de la educación superior en la Ar-gentina, significando esto una nueva reforma de democratización yaccesibilidad para muchos estudiantes.

Hoy la universidad se enfrenta a nuevos desafíos, uno de ellos, perono el único, es el de asegurar de manera definitiva el acceso franco y con-creto a la educación superior de distintos actores que aún se encuentranpostergados, recuperando la idea primigenia de su fundación que es lade hacer accesible el desarrollo del conocimiento.

Dentro de este espíritu revolucionario, emancipador y laico se fundala Universidad y es este mismo espíritu el que se recupera para realizarla presente colección, abordando distintos aspectos de la historia política,cultural, científica y social de la Argentina y de la Universidad misma, re-corriendo distintos aspectos y situaciones a partir de trabajos de investi-gación individuales y colectivos de cuentistas de diversas disciplinas queen su gran mayoría han pasado por esta casa de estudios superiores endistintos momentos y circunstancias de su formación académica.

En este volumen, la colección recupera un texto escrito original-mente —por Tulio Halperin Donghi— en 1962 con motivo de los cientocincuenta años de creación de la Universidad de Buenos Aires. Escritooriginalmente a pedido del entonces Rector Risieri Frondizi, esta inves-tigación significó durante los últimos cincuenta años de la universidadun texto fundamental tanto para el desarrollo de trabajo historiográfico,como para el trabajo de reconstrucción epistemológica del conoci-miento en la UBA y en la Argentina.

Por la importancia misma del texto y con la intención de poner envalor una pieza fundamental sobre la historia de la universidad, que seencontraba nadando en el mar fragmentario y amorfo de las fotocopias,es que se decidió iniciar la colección Rumbo al Bicentenario con Historiade la Universidad de Buenos Aires de Tulio Halperin Donghi, porque elmismo ya es parte del patrimonio y de la historia de esta universidad y, asu vez, para sacar de la categoría de incunable un clásico y volverlo untexto accesible a las nuevas generaciones de argentinas y argentinos.

Por ello, es necesaria la aclaración de que el libro se publica comohabía sido editado originalmente, respetando así el pedido y la indicación

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del autor de mantener el texto original con un texto aclaratorio delmismo y a su vez, entendiendo que las nuevas miradas que acompañarána esta investigación se podrán ver a lo largo de esta colección.

Lucas RozenmacherCoordinador de la colección

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Texto aclaratorio para la presente edición

Gracias a una iniciativa del Centro Cultural Rector Ricardo Rojasvuelve hoy a ver la luz la Historia de la Universidad de Buenos Aires,publicada por EUDEBA en 1962, en un texto que —del mismo modo queel de la reedición publicada bajo el mismo sello editorial en 2002— noha introducido modificación alguna sobre el de la edición originaria. Yaen oportunidad de esa primera reedición y de nuevo en relación con lapresente recibí la sugerencia de que el agregado de un capítulo que cu-briera el lapso trascurrido desde ese cada vez más remoto 1962 sería par-ticularmente útil a quienes buscan en el libro una presentación sintéticade la trayectoria de la universidad porteña a lo largo de dieciocho décadasentonces, de diecinueve ahora..

Si ni en 2002 ni en 2011 me decidí a hacerlo es porque el texto origi-nario de esta historia de la universidad porteña está inevitablemente mar-cado por la huella del clima colectivo dominante durante la hora argentinaen que vio la luz, y quien en cualquiera de esas dos fechas se propusieradar razón de la trayectoria de nuestra institución cuando se acerca a cruzarla raya de su segundo centenario deberá hacerlo desde un presente quetiene cada vez menos en común con el de 1962 y no podría sino concen-trar su atención en aquello que en el pasado de la universidad encuentrerelevante a problemas cuya centralidad no hubiera podido preverse enesa fecha cada vez más remota... Si las incesantes trasformaciones en el

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punto de mira que trae consigo el paso del tiempo no pueden sino modi-ficar no menos incesantemente el paisaje del pasado que se abre a la mi-rada del historiador, es el espesor creciente de esas modificaciones amedida que se suceden los años y las décadas, el que haría de por sí difícilconstruir una narrativa coherente de estos casi dos siglos de historia uni-versitaria, agregando a los capítulos que vieron la luz en 1962 otro que cu-briese las vicisitudes atravesadas por la universidad porteña en el mediosiglo trascurrido desde entonces.

Pero hay otra razón de mayor peso que lo hace radicalmente imposible;es ella que el texto originario nació de un proyecto que estaba lejos de li-mitar su ambición a la de ofrecer en una narrativa que se quería concisauna masa tan abundante como fuese posible de datos confiables acerca dela historia de la institución universitaria. Cuando Risieri Frondizi, rector en1962 de la Universidad de Buenos Aires, me invitó a escribir la historia conque ésta había decidido ofrecer su homenaje a la nación cuya trayectoriahabía acompañado casi desde su punto de origen y que se aprestaba a ce-lebrar su primer sesquicentenario, esperaba de mí una narrativa que fueseun balance de lo logrado por la universidad porteña en ese siglo y medioque lo fuera a la vez de lo que restaba por hacer a quienes tocaría guiarlaen el futuro. Si el historiador, aún sin advertirlo, no podría nunca evitar verel pasado desde un específico presente, en el proyecto de Risieri la centra-lidad de ese presente era plenamente asumida, e inspiraba un esfuerzo pro-gramático por buscar en él la guía tanto para la mirada retrospectiva comopara la prospectiva.

En este punto, el proyecto reflejaba un demasiado fugaz clima de época,propio de un país que veía acercarse cada vez más la hora en que habríade decidirse de una vez por todas si iba a ser capaz de superar los conflictoscada vez más agudos en que se hallaba hundido desde que la crisis de 1929había deshecho para siempre el orden mundial que había sido para él tanacogedor, y retomar en razonable concordia el camino ascendente entoncesbrutalmente interrumpido. Ese clima, que dejaba a la esperanza un lugarmás ancho de lo que cree recordar una memoria en la que ha dejado unahuella menos profunda que las calamidades que muy pronto iban a sobre-venir, incitaba a volverse al pasado con una curiosidad menos marcada porla gravitación de las discordias del presente que la que iba a predominaren los tiempos más sombríos que pronto íbamos a conocer. Si ese clima

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colectivo sólo alcanzaba en los más a inspirar una tibia confianza, casinunca explícitamente confesada, en que la prueba que se avecinaba seríasuperada con éxito, en Risieri Frondizi inspiraba un sistemático optimismoque era para él casi un imperativo de la razón práctica en que se apoyabapara llevar adelante contra viento y marea un programa profundamente in-novador, y cuando me invitó a escribir la historia de la Universidad de Bue-nos Aires no sólo estaba muy justificadamente convencido de que con sugestión al frente de ella estaba uniendo su nombre a la etapa más venturosade la historia que me invitaba a narrar, sino de que pese a todas las ace-chanzas que a esa universidad le tuviera reservado el futuro la etapa que letocaba presidir estaba destinada a dejar en ella una huella que nada podríaya cancelar. Por mi parte, mientras me identificaba apasionadamente conla experiencia universitaria inaugurada en Buenos Aires bajo la égida deJosé Luis Romero y continuada bajo la de Risieri Frondizi, esa misma iden-tificación me incitaba a escrutar en la trayectoria pasada y presente de launiversidad porteña los signos de la inminente y devastadora tormenta quetemía destinada a dejar —ella sí— huellas irreversibles en una historia yademasiado rica en reveses.

Cuando hojeo el volumen que hoy vuelve a ver la luz, advierto hastaqué punto las huellas con que han dejado su marca en su narrativa tantoel programático optimismo de Risieri como los oscuros presagios que meinspiraba el acumularse de nubes de tormenta en el horizonte la han mar-cado también indeleblemente con el signo del momento que la vio nacer.Pero en las dos reediciones que el texto de 1962 ha merecido en el nuevomilenio me persuaden de que lo que invita a nuevas promociones de lec-tores a volverse sobre él es algo más que una mera curiosidad arqueoló-gica; si los problemas que hoy afronta la universidad se alejan demasiadode los de 1962 para que el modo en que fueron encarados los de enton-ces pueda ofrecer enseñanzas inmediatamente relevantes para ellos, hay—creo— una razón para que la experiencia de esos años remotos hayadejado una memoria excepcionalmente viva en el presente, y es ésta quees la de una de las breves etapas en la azarosa trayectoria de la Universi-dad de Buenos Aires en la que ésta levantó la mirada habitualmente con-centrada en los obstáculos que se interponían en su camino para definira partir de exigencias que surgían de ella misma el rumbo que aspiraba aimprimir a su marcha futura... Es esa afectuosa y orgullosa memoria de la

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que gracias a Romero y Frondizi fue en efecto la finest hour en esta his-toria dos veces centenaria la que luego de cinco décadas, que incluyenalgunos de los años más horrendos de nuestra entera experiencia comoNación, viene a justificar la confianza con que Risieri planeó esta historiade la Universidad como un testimonio para el futuro: que hoy ha encon-trado un futuro dispuesto a recibirlo en el mismo espíritu en que le habíasido ofrecido.

Tulio Halperin Donghi

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Prólogo

En 1907, al aproximarse el centenario de la Revo lución de Mayo, la Uni-versidad de Buenos Aires enco mendó a Juan Agustín García la dirección deuna his toria de la institución misma, como el más adecuado ho menaje a laNación, que cumplía su primer siglo. La iniciativa, acaso debida a un plan-teamiento excesivamente ambicioso, sólo pudo cumplirse tardía y parcial-mente: a ella debemos, sin embargo, los cuatro macizos volúmenes de EliseoCantón sobre la Facultad de Medicina y el más conciso de Mons. Fasolinosobre el Pbro. Sáenz, primer rector y promotor incansable de la fundaciónde la Uni versidad porteña.

Al publicar la presente Historia, la Universidad de Buenos Aires se apoya,ahora como hace cincuenta años, en la misma segura convicción de que losmomentos en los cuales la nación se vuelve hacia sus orígenes histó ricos,en los cuales la rotundidad de una cifra cumplida de un ciclo cronológicocerrado la invita no sólo a cele braciones ruidosamente alegres, sino también—es de es perarlo— a una meditación más severa sobre su propio rumbo,que momentos tales son particularmente adecua dos para que la Universidad,tan íntimamente unida a la vida de su ciudad y de su país, ofrezca una imagende su propio pasado, extraiga de ella, si no —como que ría una concepcióningenua y fresca de la historia— preceptos válidos para resolver sus proble-mas actuales, sí elementos para alcanzar una comprensión menos in completade esos problemas mismos, que por otra parte no sólo a ella afectan.

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No significa esto que se haya propuesto concluir la tarea que aquellosestudiosos ilustres dejaron esbozada hace medio siglo. La historia de unaUniversidad, en efec to, puede ser encarada desde muy diversos puntos devista. Puede ser en primer término la historia de una institución, puede re-coger entonces sus vicisitudes polí tico-administrativas. Esa historia, que en-cuentra natu ralmente sus períodos en los de gobierno de cada decano ocada rector, esa historia se ha cultivado sobre todo entre nosotros; graciasa que así se ha hecho, la redacción de la más leve, menos prolija que va aleerse, ha sido posible: he aquí confesada de una vez por todas la deudaque la presente historia guarda hacia estudios como los de Piñero y Bidau,los ya mencionados de Fasolino y Cantón, el de Dassen sobre la Facultadde Matemáticas, y los de Salvadores, Levene, Ravignani, acerca de las pri-meras etapas de la historia universitaria...1. Puede ser también la historiade la evolución de un sistema de ideas, de una constelación cultural, a tra-vés de una insti tución que, como la universitaria, tiene tanta parte en susmetamorfosis. De este segundo modo de entender la historia de la Univer-sidad, al que apuntaba desde su título mismo la obra proyectada por García,es menos fácil citar ejemplos pertinentes: falta, no digamos un enfoque deconjunto del problema, sino aún el aporte de síntesis parciales suficiente-mente vastas y comprensi vas: para la Universidad de Buenos Aires no con-tamos, por ejemplo, con nada parecido al excelente estudio que la señoraBlanca París de Oddone ha dedicado a una etapa decisiva en la historia dela Universidad de Mon tevideo, no contamos ni siquiera con investigaciones—co mo, para limitarnos al ejemplo uruguayo, las de Arturo Ardao— que alrehacer la historia de las ideas en un determinado período tomen sistemá-ticamente en cuenta las difundidas en el ámbito universitario. ¿Hemos deachacar esta carencia —menos sensible tan sólo en lo que toca a las cien-cias de la naturaleza y su difusión en nuestro medio— a la negligencia denuestros estudiosos, a su desinterés por un linaje de estudios que en otraspartes es cultivado con mayor fervor? Acaso sería injusto hacerlo: es yamuy significativo, por ejemplo, que el fruto de las investigaciones comen-zadas por Alejandro Korn para elaborar —en el marco del proyecto de Gar -cía— una historia de las ideas filosóficas en la Universi dad de Buenos Aires,

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1 Quiero subrayar muy especialmente mi deuda con la tesis aún inédita de Germán Tjarkssobre El consulado de Buenos Ai res, cuyo examen de las instituciones docentes organizadaspor él mismo corrige en varios puntos las conclusiones de estudiosos anteriores.

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haya sido su magistral cuadro de Las influencias filosóficas en la evolu-ción nacional, en el cual tiene la Universidad lugar muy secundario. Enefecto, durante muchos años tuvo la Universidad un papel algo marginalen la vida cultural argentina, y sería inútil pretender colocarla en el centrode sus complejas evoluciones. El descubrimiento no tiene nada de sorpren-dente; las relaciones entre las universidades y la ela boración de la culturason, como es bien sabido, histó ricamente variables; no es preciso para de-mostrarlo ale gar el ejemplo de la historia de la filosofía europea, que hastael siglo XV —y, en la arcaizante España, hasta prin cipios del XVII— fue ela-borada en la Universidad, que en su etapa moderna, de Descartes a Leibnizy Hume, se desarrolló al margen de ella, y a mediados del siglo XVIII volvióal cauce abandonado durante trescientos años. El descubrimiento puedeser, por otra parte, fecundo en la medida en que nos incita a preguntarnoscon mayor pre cisión qué quisieron y qué lograron hacer, primero Bue nosAires y luego el país de la Universidad fundada hace ciento cuarenta años.Que la Universidad de Buenos Ai res es la creación de una determinada co-munidad, que a través de ella intentan alcanzarse fines también deter -minados, es una noción que ha querido tenerse constan temente presenteen la elaboración de esta historia. El crecimiento de la Universidad apareceasí como un as pecto del crecimiento de la ciudad y de la nación; ras trearlas exigencias siempre cambiantes que esa trasformación va planteando ala institución universitaria, exa minar las crisis que ellas provocan en su nosiempre se rena historia, significa entonces seguir a través de ella el ritmode un complejo proceso histórico que sin duda la sobrepasa pero queahora querría verse en la perspec tiva, por tantas razones reveladoras quela Universidad proporciona.

Exigencias siempre cambiantes... Pero por debajo de ellas parecen des-cubrirse algunas menos variables, que ofrecen una línea de continuidad ala historia comenzada hace ciento cuarenta años, en la iglesia de San Igna-cio, en una ceremonia en que la sencillez republicana convivía con la com-postura barroca heredada de tiempos aún muy cercanos, a esa historia cuyoprovisional punto de llegada es la actual Universidad de Buenos Aires, quecuenta sus estudiantes por decenas de miles y que periódicamente cubresus muros de contrastante propaganda en muy agitadas y coloridas cam-pañas electorales. En esa historia de la institución fundada para satisfacera los ricos merca deres, a los menos ricos funcionarios que querían para

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sus hijos la honra y el provecho derivados de las borlas doc torales, encon-tramos ya en el punto de partida la preocu pación preferente por la forma-ción de profesionales. Ese profesionalismo que, desde hace decenios, nodeja de ser condenado con energía en cada prolusión inaugural y sobre-vive, sin embargo, a tan enérgicas campañas verbales, es el necesario ecouniversitario del dinamismo de la ciu dad que en siglo y medio multiplicócien veces su po blación; arrastrada en ese torbellino de crecimiento, la Uni-versidad de Buenos Aires cumplió, realizando esa tarea desdeñosamenteresumida en los términos “forma ción de profesionales”, una función histó-ricamente valio sísima, de indispensable reajuste social, que no puede asom-brar que absorbiese lo mejor de sus energías; hasta tal punto cada nuevoavance de la ciudad y de la nación le fijaba modalidades nuevas, cada vezmás exigentes...

Pero una universidad distribuye honra, provecho, prestigio, porque sesupone que distribuye saber. Este úl timo no interesaba tan vivamente en laciudad de cuyo crecimiento algo afiebrado la Universidad participaba; sinembargo, en la medida en que gracias a la savia siem pre fresca, siempredesbordante de la ciudad, la Uni versidad adquiría vitalidad robusta, comen-zaba a des cubrir dentro de sí misma esa segunda vocación más secreta. Le-vantar el nivel científico y cultural de la ins titución comenzó por ser lapreocupación de maestros de calidad excepcional, como ese admirable rec-tor que fue Juan María Gutiérrez. Pero las posibilidades del pro greso eneste campo no quedaron aseguradas hasta que enteros grupos dentro dela institución misma advirtie ron la urgencia de esa segunda tarea que enorden de jerarquía es la primera. Su lucha fue, sin embargo, difí cil; si enotras partes el esfuerzo por mantener un de coroso nivel científico-culturalen la vida universitaria es facilitado —de hecho, asegurado en primer tér-mino— por las exigencias de la sociedad a la que la Universidad sirve, aquílos que buscaban asegurarlo sólo contaban con auxilios ocasionales desdefuera de la institución; nuestra Universidad pudo progresar entonces graciasa esas du ras convulsiones internas, que sólo aparentemente consti tuyen ensu historia elementos negativos.

Signo de ese progreso fue el contacto cada vez más directo entre la Uni-versidad y la marcha general de nues tra cultura, que se hace aparente a par-tir de la última década del siglo XIX y está destinado a acentuarse cada vezmás. Pero ese avance mismo acrece las exigencias de quienes desde dentro

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de la Universidad buscan alterna tivas mejores a la situación vigente en ella;por otra parte, la institución comienza a mostrarse más remisa a seguir a lanación en un ritmo de cambio social que por su parte se ha acelerado ver-tiginosamente. Ese doble retraso explica la violencia de un choque quesobre todo por ella parece carecer de precedentes, pero que repite en suslíneas esenciales, en un clima histórico nuevo, otros que la Universidadhabía conocido en un pasado menos sereno de lo que muchos gustabande suponer. De ese choque nace el movimiento de Reforma, nace tambiénnuestra “institución peculiar”, el cogobierno universitario, cuya originalidades motivo de orgullo para algunos, de con fusión para otros.

¿Está aquél más justificado que ésta? La experiencia sería insuficientepara pronunciarse; nunca ensayada en todo su alcance, esta tentativa de so-lución fue por otra parte afectada en su desarrollo por las consecuenciasde una crisis nacional de gravedad sin precedentes. Pero es ya notable que,una vez devuelta a sus propios fueros, la Universidad parezca aproximarse,por propia gravitación, a ella. Por otra parte el “sistema argentino” de go-bierno universitario parece ser el fruto legítimo de una extensa experienciahistórica, a lo largo de la cual las fuerzas renovadoras y las deseosas de man-tener las muy defec tuosas estructuras vigentes libraron dentro de la Uni -versidad luchas que sólo al llegar a la abierta violencia lograban ganar ladistraída atención de la opinión pú blica. Remplazar esa lucha por otrasmenos innecesaria mente duras, por una concordia discors que se traduzcaen frutos menos dolorosamente conquistados, tal puede ser el más legítimode los resultados del movimiento de reforma universitaria, y en la medidaen que lo alcance su triunfo será el signo de la madurez histórica alcan zadapor la universidad argentina, y no una nueva etapa transitoria de una crisisno clausurada. Pero si esa ma duración la busca la Universidad a través demúltiples caminos, el éxito de ese esfuerzo no depende única ni aún prin-cipalmente de ella; insertado en el marco de una crisis nacional aun noclausurada, su trayectoria fu tura depende no sólo de la solución final deésta, sino aun de las alternativas que a lo largo de ella vayan dán dose...

He aquí, entonces, el propósito principal de esta historia: excede sus in-tenciones el proporcionar ninguna moraleja, el aportar sugestiones sobrelos problemas muy reales que nuestra Universidad enfrenta. Pero no habráfracasado si logra, ya que no explicar, sí por lo menos ilustrar históricamentela peculiaridad de nuestra situa ción universitaria, la conciencia de la cual

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es indispen sable para comprender en sus justos alcances esos pro blemas.Y, al margen de esta finalidad acaso demasiado ambiciosa, esta historia tienetodavía otra más inme diata y modesta: recordar, para quienes participan enla vida de la Universidad de Buenos Aires y quienes no participan en ella,los ciento cuarenta años de su his toria. Esta narración pretende entoncesen primer tér mino ser leída sin las detenciones a que obliga la in clusiónde un aparato erudito, por mínimo que él sea; intencionalmente, se ha pres-cindido de incluirlo. Ello no significa, desde luego, que él no exista, y al res-pecto quiero agradecer muy especialmente a la profesora Su sana BárrigaDubois y al señor Elías Svirnovsky por los auxilios que me han prestado enla recopilación del material aquí utilizado.

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Capítulo I

Etapa fundacional

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La Universidad de Buenos Aires fue fundada en 1821; el mismo decretode fundación recuerda cómo con ella viene a cumplirse la etapa última deun muy extenso proceso: ya en 1771, antes de la capitalidad que adquiriríaal crearse el Virreinato, Buenos Aires iba a ganar condición de sede univer-sitaria. No pudo ser: no sólo el escaso interés de la autoridad metropolitana—a la que, como era todavía usual, hacia 1821, el decreto de fundaciónachaca la culpa de la demora— retardó la creación de la Universidad por-teña: también la ciudad de Córdoba, temerosa de ser despojada de su ya se-cular instituto o de verlo decaer frente a la necesaria rivalidad del que ibaa surgir en el más pujante centro urbano del Litoral, desarrolló una oposi-ción tenaz a la creación proyectada en el momento de mayor brillo delreino ilustrado de Carlos III. La decadencia del poder monárquico, la crisisguerrera de la Independencia, retardan la realización de ese proyecto, a lavez que crean situaciones nuevas destinadas a tornarla cada vez más ur-gente. En los años finales del siglo XVIII, Buenos Aires había satisfecho susnecesidades en cuanto a enseñanza superior utilizando los centros tradi-cionales del sector meridional de las Indias españolas: Córdoba, para estu-dios teológicos; Chuquisaca y Santiago de Chile para los de derecho, hacialos cuales se orientaban preferentemente los hijos de la nueva burguesíacomercial porteña. La guerra de la Independencia, al cortar durante quinceaños las relaciones con el Alto Perú, y hacer menos fáciles las comunica-ciones con Chile, pero sobre todo al hacer de Buenos Aires el nuevo centropolítico de una nación también nueva, creó una crisis, sólo parcialmente

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salvada por la existencia desde 1791 de estudios de abogacía en Córdoba.Al mismo tiempo que el crecimiento demográfico, económico, político deBuenos Aires imponían una solución nueva y más radical al problema plan-teado por la falta de instituciones de enseñanza superior, las exigencias cul-turales y técnicas, al acrecerse y transformarse, estaban exigiendo tambiénun tipo nuevo de organización universitaria, al que acaso podría adecuarsemejor una creación absolutamente nueva que aquellas dotadas ya de unatradición relativamente consolidada. La Universidad de Buenos Aires, en-tonces, estaba destinada por su origen mismo a no repetir el curriculumvigente en las establecidas por España en América; sus antecedentes, másque en éstas, han de buscarse en las iniciativas muy variadas —tambiénmuy dispersas— que se escalonan a lo largo de los años virreinales y delprimer decenio revolucionario.

Ya los informes del Cabildo eclesiástico y secular emitidos en 1771, alcomenzar el extenso trámite de la fundación de la Universidad porteña, re-velan el creciente interés por un conocimiento vuelto hacia la acción, cuyaeficacia fuese inmediatamente sensible en el marco de la vida social. Estetípico ideal ilustrado tiene un aspecto positivo, en cuanto introduce comotema de estudio sistemático un sector de la realidad —el más vivo, el másinmediato a la experiencia del estudioso— hasta entonces descuidado porla enseñanza tradicional: es revelador de esa actitud nueva el interés quepone el Cabildo eclesiástico en la enseñanza del derecho efectivamente vi-gente, cuyo estudio considera más importante que el del dere cho romano,pese a que “la autoridad de tantas Universidades” adictas a la enseñanza ju-rídica tradicional contiene en este punto la audacia de los señores canóni-gos y dignidades… Pero esta tendencia innovadora no presenta tan sóloaspectos positivos; cuando surge —como en el Río de la Plata— no de lacrisis interna de una tradición cultural, sino de las exigencias inmediatasde una realidad económica y social en rápido desarrollo, tiende a traducirseen una renuncia a toda sistematización, a toda profundización del saberque vaya más allá de la satis facción inmediata de ciertas necesidades técni-cas o económico-sociales. Desde antes de su fundación, entonces, la Uni-versidad de Buenos Aires ve amenazado su destino como centro de saberpor las urgencias inmediatas de la sociedad en la que nace, que exige deella, antes que una actividad científica real, el cumplimiento de ciertas fun-ciones sociales que el progreso de Buenos Aires hace ineludibles: el aban-

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dono de una tradición universitaria que remonta a la Edad Media y se con-solida en la España de la Contrarreforma no significa, entonces, necesaria-mente para la Universidad de Buenos Aires, la adopción de una actitud másmoderna frente a los problemas del conocimiento, sino un abandono delinterés por ese problema; lejos de implicar necesariamente un enriqueci-miento, puede traducirse —y de hecho se traducirá durante extensos pe-riodos— en un empobrecimiento científico y cultural.

En todo caso estos peligros permanecen aún en el horizonte cuandoun conjunto de fundaciones de propósito limitado van creando en BuenosAires centros de estudio de estructura muy diferente de la tradicional.Entre ellos habría que mencionar en primer término al de medicina, cre-cido bajo la égida del Protomedicato. Se estableció éste en Buenos Airesen 1780, por decisión del Virrey Vértiz; su titular fue el médico irlandésdon Miguel Gorman, formado en las universidades de Reims y París y lle-gado al Plata como servidor de la Corona. Función del Protomedicato erala vigilancia de la salud pública, hospitales y profesiones con ella vincula-das: los títulos de los que ejercían tareas de ese orden debían ser presen-tados para su examen por ese tribunal.

La decisión virreinal, que separaba todo el territorio bajo su jurisdiccióndel tribunal de Lima y creaba el del Protomedicato de Buenos Aires, era deaplicación inmediata, pero a la vez requería para su vigencia definitiva laaprobación regia. Ésta tardó dieciocho años en llegar; a más de las demorasentonces habituales no faltaron oposiciones más activas para explicar eseexcesivo retardo. Pero la Real Orden del 19 de julio de 1798, a la vez queaprobaba lo actuado por el Virrey, creaba para la enseñanza de la medicina,y englobado en la organización del Protomedicato, un “establecimiento pro-visional” destinado a subsistir hasta que se arreglase “el punto relativo a laerección de la Universidad y estudios públicos”. Tocó al virrey Olaguer Feliúdar cumplimiento a los términos de la Real Orden, el 28 de enero de 1799;el 22 de julio de 1800 eran aprobados los planes de estudio de Medicina,que comprenderían seis años; cada tres se abriría la inscripción de unnuevo curso. De esta manera sólo dos profesores —que debían ser don Mi-guel Gorman, en materias de medicina, y el anciano médico militar José deCapdevila para las de cirugía— podían atender las complejas exigenciasdel plan docente. La institución está autorizada a conceder grados de ba-chiller, hasta la erección de la Universidad. Los estudios hubieron de abrirse

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el 2 de marzo de 1801, con quince alumnos, de los cuales los más iban aconcluirlos. El cuerpo docente cambió muy pronto su integración: el an-ciano Capdevila, que renunció antes de comenzar sus cursos; fue rempla-zado por el cirujano don Agustín Fabre; en 1802 Gorman debió abandonarsus tareas docentes y fue remplazado, en un larguísimo interinato, por donCosme Argerich, médico de valía, porteño formado en Cataluña, cuyo hijofiguraba ya entre los discípulos del curso primero. Estaba destinado a seréste el más brillante entre los dictados bajo la égida del Tribunal del Proto-medicato; en 1804 sólo se inscribieron cuatro estudiantes; en 1807 no seabre nuevo curso. Hacia esa fecha, atendiendo a las necesidades más urgen-tes y más modestas de la salud pública en el Plata, se bifurca el plan de es-tudios, que formará en tres años los llamados “cirujanos romancistas”(flebótomos) y en seis a los “cirujanos latinos”. Esa adecuación a una reali-dad culturalmente poco exigente no devuelve una vida más intensa a la es-cuela del Proto medicato; las Invasiones Inglesas ya le significan una crisisseria, pero no impiden que en 1808, luego del examen general, reciba su tí-tulo la primera y más bri llante generación de bachilleres. La guerra de laIndependencia, en cambio, traerá daño irreparable a la es cuela: la Gacetaoficial debe moderar el entusiasmo bélico de la juventud estudiosa, perosin demasiado éxito, por lo menos en cuanto toca a la escuela de medicina,que interrumpe sus cursos desde 1810 hasta 1814.

Se prepara entre tanto su resurgimiento bajo nueva forma. El 10 demarzo de 1813 la Asamblea aprueba el plan de estudios que para una “Fa-cultad médica y quirúrgica” ha preparado Argerich; ese plan regirá el Insti-tuto de Medicina, creado por el gobierno de acuerdo con una autorizaciónconferida por la Asamblea el 31 de mayo y destinado en primer término aservir las necesidades sanitarias de los ejércitos en lucha. La asimilación dela organización docente a la guerrera iba hasta otorgar grado militar a loscatedráticos, y llevaba también sus consecuencias a la disciplina internadel establecimiento. La enseñanza se imparte también ahora en seis años:los aspirantes a ingresar deben probar dominio del latín y ser bachilleresen lógica y física; el título de bachiller en medicina se otorga luego de losexámenes del quinto año; el de licenciado al concluir el sexto.

El instituto médico militar, que lleva las huellas de la actitud dominanteen la vida cultural porteña, y no sólo en ella, durante el primer decenio re-volucionario, orientado todo él por las necesidades de la guerra, no tuvo

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por cierto existencia vigorosa. Abiertos los cur sos en 1815, la existenciadel Instituto se prolongó hasta su supresión decretada en 1821 por MartínRodríguez, gobernador de la provincia de Buenos Aires. A lo largo de veinteaños azarosos se mantuvo así un centro de enseñanza superior que, si noencontró en el reducido ambiente local estímulos para un desarrollo se-guro, logró sin embargo subsistir y contó con la colaboración de figurasexcepcionalmente valiosas, destinadas luego a participar en las primerasetapas de la vida de la Universidad. Esa precocidad de los estudios médi-cos, el elevado nivel que bien pronto alcanzan, gracias al esfuerzo de ungrupo sin duda pequeño, pero muy activo y alerta, de estudiosos es rasgodestinado a mantenerse en nuestra vida universitaria: la presencia de fa-milias en las que el estudio de la medicina se hace rasgo hereditario y gra-vitan a lo largo de un siglo —y aún más— en la enseñanza y la prácticarevela también cómo en este sector de la vida cultural se alcanza bienpronto una madurez que en otros campos del saber llegará mucho mástarde: no es por lo tanto casual que la única institución de enseñanza su-perior de estructura universitaria previa a 1821 haya sido en Buenos Airesuna escuela de me dicina.

La tradición de los estudios jurídicos se mantuvo en círculos más am-plios; no por ello fue su nivel más elevado. La abogacía llegó a ser —se haindicado ya— la profesión favorita de los hijos de familias acaudaladas dela burguesía comercial porteña, al fin de la colonia; para los menos próspe-ros servidores de la Coro na, oficiales de la administración municipal o co-merciantes menudos, ofrecía también una perspectiva de elevar a sus hijosa niveles sociales superiores. Así, jun to con Castelli o Belgrano, hijos dericos comerciantes, encontramos en el foro porteño, al comenzar el ciclorevolucionario, a un hijo de familia más modesta como Mariano Moreno,cuyos estudios significaron pesado sacrificio para los suyos. El foro era, porlo tanto, el horizonte profesional más atractivo y prestigioso. La complejidadcreciente de la vida económica rioplatense aseguraba por otra parte a loslegistas una actividad en constante aumento. Pero —detenida por la guerrala comunicación con los centros tradicionales de cultivo de la ciencia delderecho, Santiago de Chile y la más prestigiosa Chuquisaca— la cultura ju-rídica porteña entró en grave decadencia; la guerra misma, por otra parte,y la libertad política, al orientar a actividades de gobierno y aun de co-mando militar a buena parte de las ilustraciones del foro porteño, incidió

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aun más gravemente en el mismo sentido. Para detener este proceso secreó, por iniciativa del doctor Manuel Antonio de Castro y bajo la égida dela Cámara de Apelaciones de Buenos Aires, de la que el propio Castro eramiembro, una Academia de Jurisprudencia. Esta institución, que reiterabaun intento ya realizado —pero sin éxito duradero— en el siglo anterior pormagistrados y abogados porteños, agrupaba a la vez, como socios natos, alos abo gados ya recibidos como tales por la Cámara de Apela ciones de Bue-nos Aires, y como socios de número a los doctores, bachilleres o licenciadosen Derecho Civil que así lo solicitasen. Para este segundo grupo funcionabala Academia como un centro de práctica jurídica cuya frecuentación erasólo formalmente espontánea; en efecto, a partir de la instalación de la Aca-demia, sólo los académicos practicantes, una vez satisfechos los exámenesa los que los sometía la institución, podían ser reci bidos como abogadospor la Cámara. Esos estudios y exámenes consistían en tres años de parti-cipación en los ejercicios semanales de la Academia, una prueba de teoríay otra de práctica forense. La Academia, destinada a no corta vida (iba asubsistir hasta 1872), tenía entonces por finalidad principal la formaciónde estos abogados practicantes; complementaba y no sustituía la ense-ñanza universitaria del Derecho. No renovaba por otra parte en el cuadrotradicional de esta disciplina: su estructura imitaba declaradamente la dela Academia Carolina de Chuquisaca; sus actos académicos, sus ceremo-niosos exámenes y ejercicios, más que innovar en una tradición arcaica,buscaban evitar su disolución.

Esta actitud, esperable en el doctor Castro, hombre escasamente amigode novedades que había figurado entre los consejeros políticos del últimovirrey y sólo muy tardíamente se acercó al gobierno revolucionario, es com-partida por los hombres menos obstinadamente conservadores que dirigenla vida política y cultural porteña: mantener lo adquirido en un periodo co-lonial del que sin embargo se abomina, parece ser la meta —modesta y,dadas las duras circunstancias, difícilmente alcanzable— que se propone alas actividades culturales en ese pri mer decenio de vida independiente. Entodo caso, desde su origen mismo, la enseñanza jurídica mostró en Bue nosAires un carácter escasamente innovador, un apego a la tradición recibida,rasgos ambos de los que no iba a desprenderse del todo en el futuro.

Medicina y derecho, aún enseñadas al margen de una estructura pro-piamente universitaria, formaban par te del curriculum académico tradi-

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cional: las ciencias exactas, en cambio, en cuanto se tornaban tema inde -pendiente de estudio, significaban una importante novedad. Sin duda, yadesde comienzos del siglo XVIII se habían dado innovaciones esencialesen la enseñanza teórica de la física, que habían encontrado cauce más fácily amplio de lo que solía suponerse en las universidades coloniales hispa-noamericanas. Esas innovaciones constituyen un aspecto, y no el más im-portante, del eclecticismo filosófico que logra paulatino predominio enel mundo cultural hispánico; tienen un carácter predominantemente teó-rico, y si difunden ciertos principios y corolarios propios del método ex-perimental no se vinculan con concretas exigencias técnico-científicasdel me dio local. Sólo a fines del siglo XVIII la vinculación nueva entre ac-tividad teórica y práctica, que tiene por elemento mediador la técnica, esdescubierta plenamente por nuestros ilustrados, mientras el desarrollocreciente de la región permite crear nuevos centros docentes, destinadosa satisfacer —y en algún caso a anticipar— las nuevas necesidades técni-cas nacientes en el Río de la Plata.

Esos centros comienzan por ser eco relativamente tardío de los insti-tuidos por la Ilustración peninsular: son los que nacen en el ámbito delConsulado de Comercio creado por la corona en 1794 para regir desdeBuenos Aires muy variados aspectos de la actividad mercantil del Virreinato.Inspirador de estas creaciones fue Manuel Belgrano, que de tantos modosiba a influir en la educación rioplatense a lo largo de su breve vida pública.Nacen así la Escuela de Dibujo, de corta trayectoria, y la de Náutica, másimportante por el alcance de su enseñanza, y destinada por otra parte avida más duradera.

La Escuela de Dibujo fue creada a principios de 1799 a iniciativa de JuanAntonio Gaspar Hernández, que iba a dirigirla; el 16 de mayo el virrey Avilésautorizaba la creación, dispuesta por el Consulado. Desde su origen la es-cuela tuvo vida difícil, con serios problemas de disciplina; a fines de 1800los alumnos provocaron una crisis fatal al destino de la institución, al ne-garse a tomar clases dentro del horario vespertino, único en el cual estabandisponibles los locales en que funcionaba. Por otra parte, hacia esas fechasla Corona resolvió desaprobar la creación de la escuela: en ese momentode penuria financiera prefería que los fondos recaudados por el Consuladose destinasen al fisco y no a creaciones “de mero lujo”. Esa mezquina rapa-cidad iba a ser muy recordada en los primeros tiempos de vida indepen-

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diente: era a los ojos de los revolucionarios un signo claro de las tendenciasdel gobierno madrileño, que a la vez que extraía cuanta riqueza podía ob-tenerse de las posesiones ultramarinas, las mantenía deliberadamente enun muy bajo nivel cultural...

La Escuela de Náutica, en cambio, fue creada con el asesoramiento téc-nico de Félix de Azara, y siguiendo los reglamentos de las peninsulares deCádiz y la Coruña. Para crearla, el Consulado debió vencer la resistencia delGobernador de Montevideo, Bustamante y Guerra, acaso inspirado en sen-timientos de rivalidad local ya muy vivos. En todo caso, contra este obstá-culo y otros pudo oponer el Consulado el favor virreinal, y la Escuela deNáutica pudo abrir sus puertas el 25 de noviembre de 1799. Desde su ori-gen llevaba en sí causas de conflicto, que salieron a luz bajo la forma deuna oposición entre el primer director, Pedro Cerviño, y su segundo, el pi-loto Juan de Alsina, formado en Barcelona. Lo que oponía a ambos era unadivergente concepción de las finalidades de la escuela: para Cerviño se tra-taba de dar a los alumnos una formación científica sólida aunque elemental;para Alsina, de proporcionarles sobre todo enseñanza práctica del pilotaje.

Cerviño, que contaba con el apoyo prestigioso de Azara, y ya había triun-fado en el seno del Consulado frente a los ataques de Martín de Álzaga, dis-gustado de expresiones librecambistas que el director había incluido en sudiscurso inaugural, vuelve a ser apoyado contra Alsina, que renuncia a me-diados de 1800. A partir de entonces la escuela deriva cada vez más deci-didamente de la náutica a la matemática: en 1805 se importarán para ella300 ejemplares de los Principios de Matemáticas, de Vails, hechos imprimirespecialmente en la metrópoli por el Consulado. La Escuela tiene así unaacción importante por el número de estudiantes que agrupa, pero no lograquedar al margen de preocupaciones económicas: la primera Invasión In-glesa pondrá fin a su actuación; en 1807, por otra parte, una Real Ordendesaprueba su creación. Superadas las invasiones, no volverá a instalarse:el Consulado prefiere ceder sus locales para que en ellos el práctico O’-Donnell dé privadamente enseñanza de algunas de las disciplinas antes in-cluidas en el curriculum de la Escuela.

La Revolución intentó de inmediato corregir esa situación: una mínimaformación matemática se hacía indispensable a los oficiales artilleros queera preciso preparar para las guerras emancipadoras. Esta orientación mi-litar tuvo la Escuela de Matemática, creada en 1810 y puesta bajo la direc-

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ción del experto oficial pe ninsular Felipe Sentenach: la ejecución de éste,comprometido en la conspiración de Álzaga, puso en 1812 un fin bruscoa la existencia de la Escuela, que contó para su funcionamiento con el aus-picio económico del Consulado. El gobierno, tras de publicar un muy am-bicioso plan de fundación de estudios de ciencias, lenguas y derecho, quecontarían con “profesores de Europa”, se redujo a otro más prudente, yfundó en 1815 una Es cuela de Matemáticas, de la que debía ser nueva-mente director don Pedro Cerviño. Éste, que no pudo llegar a un acuerdosobre sus honorarios con el Consulado, que iba a costear la nueva institu-ción, dejó paso a Capdevila, sustituido a principios de 1816 por el artilleroHerrera: de nuevo ahora, de acuerdo a la situación típica del primer dece-nio revolucionario, la aplicación primera del progreso en la enseñanza téc-nico-científica se encontraba en el campo militar. Esa misma orientacióndominaba en la Academia de Matemáticas y Arte Mili tar, creada por el Di-rectorio en 1816 y puesta bajo la dirección de un ingeniero militar español,desterrado por sus opiniones liberales, Felipe Senillosa. Ambas institucio-nes —la consular y la directorial— estaban condenadas a hacerse una com-petencia ruinosa; a mediados de 1816 se fusionaron en una únicainstitución, costeada por el Consulado y colocada desde 1817 bajo la di-rección de Senillosa. Éste pudo alcanzar éxito halagüeño en su cargo: laAcademia y sus actividades encontraron eco muy amplio en la ciudad, gra-cias en parte al aparato del que supo rodearlas su director; los exámeneseran ceremonias públicas en que los alumnos —elegantemente uniforma-dos— efectuaban en el pizarrón vistosas (y para el público misteriosas)demostraciones de álge bra. Sacudida por las tormentas del año 1820, laAcademia no iba, sin embargo a sobrevivir a ellas.

Mientras tanto, y luego del apartamiento de Cerviño, la Academia sehabía desinteresado por entero de la enseñanza del pilotaje; en 1818 elpiloto francés Castellini presentó un proyecto de creación de una nuevaEscuela de Náutica, que él mismo iba a dirigir y debía ser institución pú-blica, costeada por el Consulado. Éste, por dictamen de Senillosa, se opusoa la iniciativa: sugería que Castellini abriese su escuela como instituciónprivada, gozando de facilidades de local aportadas por el propio Consu-lado; de crearse la escuela como institución pública se haría indispensa-ble un concurso para proveer al cargo de director. Adoptado estetemperamento, la institución pasa a ser subvencionada desde 1819 por

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el Consulado, y en 1820 los alumnos de Castellini se presentan a rendirexámenes junto con los de Senillosa.

También la enseñanza del dibujo iba a resurgir en el primer decenio re-volucionario, gracias al inquieto esfuerzo del guardián de Recoletos Fran-ciscanos, fray Fr. Castañeda, que en 1815 obtuvo del Consulado la cesiónde un local para abrir en él una academia de dibujo, con fondos aportadospor el Cabildo. Éste no cumplió sus compromisos con la institución fun-dada por Castañe da; la creación de una sociedad filantrópica, destinada aallegar dinero para la Escuela, tampoco aportó una solución eficaz.

Sólo en 1816, cuando el Director Pueyrredón devolvió al Consuladosus fuentes de ingreso tradicionales, pudo encontrar solución el problema:fue el tri bunal consular el que tomó a su cargo el mantenimiento de la Es-cuela de Dibujo. Al frente de ésta se hallaban en el momento de su funda-ción los maestros españoles Ledesma y Muñoz; al año siguiente fueronremplazados por el sueco José Guth, que nos ha dejado tantos retratosprecisos de sus contemporáneos, y en 1819 abandonó su cargo sustituidopor el francés Rousseau. Juan María Gutiérrez, que pudo conocer de cercalos resultados de esta enseñanza del dibujo, condenó sus métodos, cen-trados en la copia de modelos grabados, que exigían esfuerzo muy grandey no facilitaban la adquisición de la necesaria destreza y soltura por partede los estudiantes.

En todo caso, los años que siguen a 1815 asisten al nacimiento de uninterés más vivo por la vida cul tural, explicable en parte por la estabilidadpolítica mantenida —en medio de no escasas vicisitudes— bajo el régimendirectorial. Esta situación nueva debía repercutir también favorablementeen la situación de los estu dios preuniversitarios, que tenían su centro antesde la Revolución en el Colegio de San Carlos. Esta institución —sobre cuyosméritos en cuanto centro de enseñanza la discusión sigue abierta, a partirde los testimonios poco cordiales de algunos de sus discípulos más ilus-tres— sufrió duramente las consecuencias de la Revolución y la guerra: eledificio mismo, antes destinado a alojamiento de los alumnos internos, fuedestinado a cuartel; las aulas de estudios públicos quedaron casi desiertasy la enseñanza prosiguió en ellas fatigosamente. Tal situación iba a perdurarpor largos años; en 1817 se dispuso la creación del Colegio de la Unión delSur, destinado a suplir las funciones del antiguo San Carlos, que al año si-guiente recibía a su primer plantel de estudiantes.

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El Colegio —internado y aulas públicas— tenía a su frente a dos ecle-siásticos, el doctor Achega y el presbítero Terrero, su curriculum de estu-dios implicaba una modernización respecto del vigente en el antiguo SanCarlos: incluía la enseñanza de lenguas modernas y una atención mayor porlas ciencias exactas. Creación del Directorio, inaugurado solemnementepor Pueyrredón en celebración del segundo aniversario de la Independen-cia, el colegio de la Unión del Sur habría de sobrevivir al régimen que lohabía creado; en medio de los derrumbes políticos de 1819 y 1820 fue es-cenario de un episodio no carente de importancia, el que se origina en lasclases de filosofía encomendadas al puntano Juan Crisóstomo Lafinur. ¿Fue-ron esas clases, tal como decían los adversarios de Lafinur, y en primer tér-mino entre ellos el fogoso padre Castañeda —singular guardián de laortodoxia ajena, luego de una carrera monástica marcada por una perma-nente indisciplina— un seminario de impiedad? Lafinur lo negó apasiona-damente: la enseñanza de doctrinas filosóficas inspiradas en el sensualismofrancés no le parecía incompatible con la adhesión sincera a la fe tradicio-nal. Y no le habrían faltado razones para defender este punto de vista: en elpasado la renovación filosófica y científica se había producido en el Platasin afectar la continuidad de la creencia religiosa. Pero eso ya no parecíaposible: la general alarma causada entre muchas almas piadosas por las cla-ses de Lafinur estaba ya revelando una situación nueva, cuyas consecuen-cias se harían sentir en las primeras etapas de la existencia de la Universidadde Buenos Aires, y no sólo en ellas.

Este ruidoso episodio no debe apartar la atención de la obra menos vis-tosa, pero más tenaz, llevada adelante por el colegio en su conjunto hastasu supresión en 1823. Fue acaso la existencia misma del Colegio, su relativoéxito, lo que provocó una larvada rivalidad con el Seminario dependientedel obispado, que atravesaba un período escasamente activo y había co-rrido ya más de una vez peligro de desaparecer, fusionado con el San Carlos;esa rivalidad explica quizás la amplitud del eco hostil encontrado por laslecciones de Lafinur.

La creación del colegio de la Unión del Sur anticipa un proyecto másambicioso: la instalación de una Universidad en Buenos Aires. Este designioencontró un defensor tenaz en el presbítero Antonio Sáenz, eclesiástico,doctor de Chuquisaca, en cuya vida, al decir de su biógrafo monseñor Fa-solino, el abogado primaba sobre el sacerdote. En efecto, no sólo había ac-

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tuado intensamente en política, primero en el núcleo que conservaba vivoel recuerdo de Moreno y a partir de 1816 en el grupo directorial, sino queatendía un bufete profesional contado entre los más prestigiosos y próspe-ros de Buenos Aires. Sáenz persuadió a los sucesivos gobiernos —el de suamigo Pueyrredón, el de Rondeau, el provincial de Martín Rodríguez— dela grave urgencia que tenía el problema de la enseñanza superior en lanueva nación; encargado de delicadas gestiones destinadas a permitir launificación de las instituciones ya existentes en un único cuerpo universi-tario, comenzó a llevarlas adelante desde 1816 —por comisión del Directorinterino Álvarez Thomas— y las prolongó du rante cinco años. A la vez logróque Pueyrredón prohijara ante el Congreso la creación de la Universidad,que Rondeau hiciese suya esa iniciativa, que en la ac ción renovadora deMartín Rodríguez se incluyese la creación de los estudios universitarios.

En la mente de Sáenz estos debían dirigirse en pri mer término a agruparlas instituciones ya existentes, dotándolas así de organización más sólida.Sin duda, cuando le tocó redactar el manifiesto del Congreso tucumano ex-plicativo de la independencia, Sáenz no dejó de mencionar en el memorialde agravios contra el régimen colonial, la enemiga de éste contra la instruc-ción, sobre todo en el ramo de ciencias naturales; el nuevo régimen debíacorregir la preferencia del antiguo por la latinidad y la teología, implantandouna nueva enseñanza inspirada en un espíritu nuevo... Pero si tales eran lasesperanzas, éstas eran todavía remotas. Mientras tanto, la Revolución habíapuesto en peligro las modestas conquistas culturales de los tiempos del Vi-rreinato; también esto lo advertía Sáenz, y por ello veía ante todo en la Uni-versidad el medio para evitar la ruptura total de la continuidad cultural, lacaída “en una generación de barbarie a la que estamos próximos”. La Uni-versidad nacía, entonces, como núcleo organizador de lo ya existente; lodemás sería dado por añadidura.

Inspirado en estos criterios, y armado de la autorización concedida porel Congreso a solicitud de Pueyrredón y confirmada por Rondeau, Sáenzpudo ocuparse en el turbado año 20 en adelantar los acuerdos necesarioscon el Cabildo eclesiástico y con el Consulado de Comercio; en los prime-ros meses de 1821, y ya en el ámbito más reducido de la recién constituidaprovincia de Buenos Aires, esos acuerdos fueron llevados a buen término.La notificación de los mismos al gobernador Rodríguez, los decretos de or-ganización de la Univer sidad y designación de sus autoridades anticipan el

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acto formal de creación, realizado mediante el edicto ereccional del 9 deagosto de 1821; este documento, firmado por el gobernador y por el re-cientemente designado ministro Rivadavia, es el punto de partida de la nosiempre apacible historia de la Universidad de Buenos Aires.

“... Habiéndose restablecido el sosiego y tranquilidad de la Provincia—recuerda el edicto— es uno de los primeros deberes del Gobierno en-trar de nuevo a ocuparse de la educación pública, y promoverla por unsistema general, que siendo el más oportuno para hacerla floreciente, lohabía suspendido la anarquía, y debe desarrollarlo el nuevo orden. Animadode estos sentimientos resolví llevar a ejecución la fundación de la Univer-sidad; y para poner más expeditas las medidas conducentes a este fin, nom-bré Cancelario y Rector, dándole las facultades necesarias para queprocediese y dispusiese la erección; y enseguida, habiendo también nom-brado prefectos para presidir los Departamentos Científicos dispuse quese formase un Tribunal compuesto de estos funcionarios, y de los doctoresdecanos de cada Facultad, y habiéndoseme comunicado que se hallaba todoya dispuesto y ordenado, para hacer la institución; por el presente públicosolemne edicto erijo e instituyo una Universidad Mayor con fuero y juris -dicción académica y establezco una Sala General de Doctores, que se com-pondrá de todos los que hubiesen obtenido el grado de Doctor en lasdemás Universidades, y sean naturales de esta Provincia, casados o domici-liados en ella; y por la falta que hay de licenciados, serán matriculados comotales por una sola vez, los que habiendo obtenido el grado de bachilleresen alguna facultad mayor, hayan recibido después la licencia con despachoexpedido por el Tribunal competente para ejercer la facultad. Los estatutosdemarcarán la autoridad y jurisdicción de la Universidad del Tribunal Lite-rario del Cancelario y Rector; y entretanto que se expiden aquellos, queda-rán completamente autorizados para conocer y resolver todos los casos ycausas del fuero académico: las facultades particulares de los Prefectosserán regladas del mismo modo, no menos que los derechos, preeminen-cias, y prerrogativas de todos los individuos que pertenecen a cada uno delos departamentos, entendiéndose que desde esta fecha gozará esta Univer -sidad y sus individuos, de las que están concedidas a las Universidades ma-yores más privilegiadas; y entrará en posesión también de todos losderechos, rentas, edificios, fincas y demás que han estado aplicados a losestudios públicos, y han servido para sus usos, funciones y dotación.”

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Este solemne trozo de prosa laberíntica inaugura una Universidad; noproporciona la solución para los más inmediatos problemas organizativosque ella deberá enfrentar. La Universidad de Buenos Aires nace sin estatuto,con varios organismos de gobierno —Rector Cancelario, Tribunal Literario,Sala de Doctores— cuyas fun ciones no se delimitan, marcada de una pro-visionalidad que ha de mantener largamente en su trayectoria histórica.Esa institución tan imprecisamente dibujada es, sin embargo, una de laspiezas maestras de la reconstrucción del Estado que comienza precisa-mente en 1820. En efecto, hacia esta época se suprimen los últimos resi-duos de la estructura hispánica; la desaparición del Cabildo —ese cuerpomunicipal con jurisdicción sobre una entera provincia y funciones quecomprenden a la vez la justicia, la policía y la enseñanza— crea un huecoinmenso; el disfavor por la estructura corporativa augura escasa vida a unainstitución que, como el Consulado de Comercio, ejerce funciones públicassiendo cosa algo diferente de una mera dependencia del Estado; la laiciza-ción paralela de la vida pública tiende a restringir la partici pación de laIglesia en funciones que parecen cada vez más estrictamente reservadasal gobierno civil (un hecho significativo: cuando Pueyrredón proyectó lacreación de la Universidad de Buenos Aires veía en ella una decisión de va-lidez provisional, que debía coronarse mediante trámites ante la Corte deRoma; cuando años después la Universidad fue creada no pareció ya nece-saria otra decisión que la de la autoridad civil de la provincia de BuenosAires). Todas estas tendencias transformadoras se orientan hacia una con-centración cada vez más marcada de funciones sociales en manos del Es-tado: para satisfacerlas nace toda una nueva organización de la justicia y lapolicía, fuertemente centralizada, nace también una organización de lospoderes públicos que, sin alcanzar a expresarse en un texto constitucional,crea sin embargo en la provincia de Buenos Aires una tradición institucio-nal de sabor muy moderno que no será interrumpida ni aun por el régimenrosista. Nace por último un organismo a través del cual el Estado atiendeal conjunto de sus funciones educativas: ese organismo es precisamentela Universidad, que —sobre el modelo de la francesa— gobierna toda laeducación dada por la Provincia, desde sus escuelas de primeras letrashasta sus grados superiores de enseñanza.

Pero esa Universidad es apenas un esquema, el esqueleto —y aun menosque eso, porque en él faltan piezas esenciales— de un auténtico sistema

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de enseñanza. ¿Llegará a ser otra cosa? Le será muy difícil: en los años febri-les, pero tan breves, de la época rivadaviana, la prosperidad privada no seacompaña en la provincia de Buenos Aires de la prosperidad del Estado, ur-gido por otra parte por sus nuevas y complejas tareas. Por ello aun los sinembargo tan modestos proyectos de Sáenz tardan tanto en llegar a los he-chos, y alcanzan tan incompletamente a arraigar en ellos.

En efecto, la organización departamental dada a su creación por Sáenzno hace sino agrupar instituciones ya establecidas, que conservan en buenaparte su estructura originaria. Seis son esos departamentos, según el proyectoelevado por el Rector en noviembre de 1821: el de primeras letras, el de es-tudios preparatorios, el de ciencias exactas, el de medicina, el de jurispru-dencia y el de ciencias sagradas. De ellos sólo el de Jurisprudencia implicabauna creación enteramente nueva; en el proyecto de Sáenz debían sin dudaintroducirse mejoras en los demás departamentos: en el de primeras letrasla creación de seis escuelas de campaña y una de niñas en la ciudad; en el deestudios preparatorios la de una cátedra de idioma inglés; en el de CienciasExactas la de una de química general, una de cálculo y mecánica de sólidosy fluidos, una de física experimental y una de astronomía; en el de medicinala de una de clínica quirúrgica, y una de farmacia. Pero esas creaciones nofueron recogidas en el plan de estudios y presupuesto aprobados por el go-bierno provincial a comienzos de 1822: el depar tamento de Ciencias Exactas,con sus cátedras de dibujo y geometría descriptiva, mantenía entonces el mo-desto nivel docente de la institución consular; del mismo modo el departa-mento de Medicina continuaba, con sus dos cátedras de instituciones y unade clínica, la estructura de la Academia Militar. También el departamento deJurisprudencia vio desaparecer una de las tres cátedras que Sáenz había pro-yectado (la de magistratura) y quedó integrado su plan de estudios con lasde Derecho Natural y de Gentes, y de Derecho Civil. Como centro de ense-ñanza superior la Universidad comenzó entonces por tener existencia apenaslarval; caso extremo fue en este aspecto el del departamento de Ciencias Sa-gradas, que por falta de alumnos no comenzó sus cursos en 1822. Pero la es-casez de estudiantes en los departamentos de enseñanza superior erageneral: cuatro eran los inscriptos en medicina y nueve los de jurisprudencia;los sectores vitales de la nueva Universidad eran, en efecto, las secciones deenseñanza primaria y preparatoria y —en menor medida— las academiasantes consulares, reunidas en el Departamento de Ciencias Exactas.

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Esa estructura real de la Universidad se refleja de algún modo en laorganización que recibe: todos los departamentos parecen ser colocadosen el mismo nivel; al frente de cada uno de ellos actúa un prefecto, cuyasfunciones no se discriminan con rigor, pero cuya actividad es gobernadamuy de cerca por el rector. Éste, en efecto, considerándose por añadidurafundador de la institución, tiende a formarse una idea muy amplia de susatrbuciones; de allí surgirá más de un conflicto, y sería erróneo buscar entodos ellos un sentido ideológico o político.

En efecto, el doctor Sáenz tuvo repetida ocasión de lamentar la escasaaplicación de los docentes, de atribuirla a la falta de una autoridad con atri-buciones definidas que pudiese poner fin a esa deplorable situación; taleslamentaciones responden sin duda a situaciones reales, pero también a unatensión creciente entre el Rector y buena parte del cuerpo docente, quehabía de tener su expresión más sonada en el conflicto con el profesor dela cátedra de Lógica, Metafísica y Arte oratoria en el departamento de Es-tudios Preparatorios, el clérigo Fernández de Agüero, que era además di-putado a la Legislatura. El punto de partida del conflicto fueron lasenseñanzas impartidas por ese profesor, que el Rector juzgó (con evidenterazón) poco ortodoxas. En colaboración con el deán Zavaleta, que se ha-llaba al frente de la administración del obispado, llevó el asunto al Cabildoeclesiástico, que tras de pedir explicaciones al audaz profesor y sacerdotey recibirlas, según parece, algo evasivas, dejó de interesarse en el diferendo.No mayor éxito tuvo el rector Sáenz al buscar la adhesión de la Sala deDoctores, en julio de 1824: como, algo imprudentemente, manifestó quetenía atribuciones bastantes para solucionar la situación creada por la per-sistencia de Agüero en sus enseñanzas heterodoxas, la Sala resolvió queera innecesaria cualquier intervención de su parte. . . Respuesta que, comola jactancia del Rector, estaba revelando la tirantez de relaciones entre lasdos más altas autoridades universitarias. No por ello se detuvo Sáenz: el 30de julio de 1824 suspendía a Agüero en la enseñanza; el 2 de agosto el go-bierno de Las Heras declaraba improcedente la suspensión, con una cele-ridad que mostraba muy claramente de qué lado recaían las simpatíasoficiales. Pese a la enemiga del contrariado rector, Agüero siguió en su cá-tedra hasta 1827, cuando el gobierno de Dorrego agitó políticamente elproblema y lo empujó a la renuncia: la sinceridad del celo religioso queimpulsaba al nuevo gobierno puede medirse por el hecho de que el mi-

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nistro ante quien presentó Agüero su dimisión era Manuel Moreno, estima-bilísimo estudioso de bien ganada reputación de impiedad.

El episodio no carece de importancia: el problema que en él se plan-teaba, en forma sin duda muy poco clara, era el de la libertad de cátedra:sin que este principio fuese afirmado explícitamente, sus consecuenciasquedaron sin embargo mejor aseguradas gracias a la solución que tuvo elconflicto. A través de él se revelaban ciertos aspectos de la personalidaddel doctor Sáenz que hicieron particularmente difícil su gestión comorector: aun sin aceptar las conclusiones de un investigador del episo dio—el señor Zamudio Silva— para quien el Rector actuaba movido por unviejo rencor contra Agüero, su rival desde los tiempos coloniales, y porotra estaba animado del propósito de “orientar a la Universidad hacia untipo colonial, que ni los más fervorosos creyentes aceptaban”, aun sinaceptar estas conclusiones, de las cuales la primera es sólo hipotética yla segunda falsa, sí es necesario admitir que la tozuda firmeza que hizode Sáenz el fundador de la Universidad de Buenos Aires en una hora pocopropicia, y afrontando dificultades que hubiesen desanimado a un espíritumenos constante, era acaso en él incompatible con la prudencia necesariapara el gobierno de la institución por él fundada.

Pero, pese a las dificultades que estaban en las cosas mismas, y las agre-gadas por los hombres llamados a dirigir la Universidad en esa primeraépoca, sería erróneo suponer que los tres años que duró el gobierno uni-versitario del doctor Sáenz deban marcarse con signo negativo. Si la ense-ñanza superior siguió, como se ha visto, un ritmo fatigado, la preparatoriay sobre todo las primeras letras se desenvolvieron en clima más favorable:la instrucción primaria en la ciudad y la campaña mereció toda la atenciónde Sáenz y del Prefecto del departamento de pri meras letras; a ambos co-rresponde el mérito de haber llevado adelante una acción de reforma y ex-tensión de la enseñanza que es uno de los aportes más significativos de laépoca rivadaviana. Por otra parte, las mismas dificulta des que la Universidadencontraba para su funcionamiento rindieron fruto en cuanto revelaronlas deficiencias originarias de la institución y abrieron el paso a mejoras: lanecesidad de organizar en forma más estricta a la Universidad era mejoradvertida, y una comisión, integrada en 1823, presentó un proyecto que lapuso en inmediato conflicto con el Tribunal Literario y no mereció apro-bación del gobierno. En 1824 el Rec tor presentaba un nuevo proyecto de

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organización, que el gobierno sometió al examen de una nueva comisiónintegrada por el deán Zavaleta y los doctores Juan José Paso y Manuel Mo-reno; la muerte de Sáenz, en julio de 1825, encontró, sin embargo, a la Uni-versidad sin reglamento aprobado...

Al lado de este largo y poco fructífero esfuerzo por organizar mejor ala Universidad, otros encontraron ma yor éxito. En 1823 un decreto regla-mentaba los estudios preparatorios, declarados indispensables para ingresaren las facultades mayores; en ese mismo año una cátedra de Economía po-lítica se creaba en ese Departamento y el Colegio de la Unión del Sur sufríaprofundas modificaciones, de las que surgiría un nuevo colegio convictorio,el de Ciencias Morales, residencia de los becarios porteños y del interior(cuyo estipendio pasaba a ser costeado por la provincia) y de los alumnosinternos del departamento de Estudios Preparatorios. En 1825, luego de unlargo paréntesis, resurgieron los estudios teológicos, y se dictó el primercurso del Departamento de Ciencias Sagradas, no destinado sin embargo atener vida vigorosa. Complemento de la enseñanza del aula, la publicaciónimpresa de los cursos de los profesores había sido dispuesta por el go-bierno en 1823; a esta disposición se debe la publicación de obras comolas Lecciones elementales de Álgebra y las de Aritmética, de Avelino Díaz,que se había formado al lado de Senillosa y enseñaba ahora ciencias físico-matemáticas en el departa mento de Estudios Preparatorios, los Principiosde Ideología de Fernández de Agüero y los de Derecho Civil de Pedro So-mellera; a estos primeros testimonios impresos de la obra realizada por laUniversidad iban a seguir en los años inmediatos algunos otros.

Pero estos avances, sin duda lentos, no excluían una cierta negligenciacomún a los más de los docentes y de los estudiantes; de fines de 1822 esel primer decreto que pone en manos del Jefe de Policía la represión delos estudiantes que buscaban mejor escuela en “calles, quintas, cafés ydemás lugares públicos”; a ese funcionario, que debía imponer a sus subor-dinados en tales tareas toda “la posible moderación, delicadeza y buen jui-cio”, informarían sobre ausencias estudiantiles el Rec tor y los catedráticosde la Universidad. He aquí también una situación destinada a perdurar; noes infrecuente que los recuerdos de quienes hicieron su aprendizaje en laUniversidad durante su primer medio siglo de existencia —y aun mástarde— no se centren en su experiencia de discípulos, sino en hechos deuna picaresca, por otra parte bastante inocente. De ello da testimonio, por

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ejemplo, la Autobiografía, de Vicente Fidel López: este hombre, que tantoy tan importante papel iba a tener en nuestra vida cultural, recuerda en pri-mer término de su experiencia universitaria (transcurrida en los años quevan de 1829 a 1835) ciertas luchas entre estudiantes que concluían entrelas toscas de la ribera y algunas bromas por otra parte bastante tontas delas que era víctima en especial el profesor de Derecho Canónico; no repro-chemos, sin embargo, con excesiva dureza a una juventud indisciplinada ymás amiga de disturbios que de estudios (según el mismo López, no todoslos revoltosos eran estudiantes, y desde las afueras iban curiosos desocu-pados a participar en el cotidiano espectáculo de las algaradas estudianti-les); es bastante notable que los profesores respetados por su saber nofuesen víctimas de esos poco gratos episodios; acaso lo que empujaba a losestudiantes a tan rudas diversiones era la imposibilidad de obtener de laslecciones por ellos recibidas otro provecho más serio... Esa constante in-disciplina, que se intentó resolver (y sólo se logró hacerlo en las horas másduras del régimen rosista) mediante medidas de policía era una consecuen-cia más de ese rasgo originario de la vida de nuestra Universidad: la dificul-tad de hacer surgir a partir de la función de formación profesional que lasociedad le exigía, una actividad científica seria, capaz de atraer la partici-pación viva y sincera de las generaciones que pasaban por la institución.

Desaparecido el doctor Sáenz, y cumplida, por lo menos en sus aspectosfundamentales, la instalación de la Universidad, este segundo aspecto desu misión pudo ser mejor atendido. Pero aun así sólo pudo concedérseleatención episódica: las cátedras orientadas a una formación más teóricaque profesional aparecen y desaparecen, según las vicisitudes del presu-puesto o las de una vida política singularmente azarosa; las que constituyenla firme roca sobre la cual se apoya toda la estructura universitaria son lasde orientación más tradicional, juzgadas indispensables para el ejercicio delas profesiones que exigían aprendizaje universitario.

Sin embargo, es innegable un esfuerzo, sin duda más tenaz que cohe-rente, proseguido a través de los gobiernos de Rodríguez y Las Heras, con-tinuado por el régimen presidencial de Rivadavia y por el gobiernonuevamente provincial de Dorrego, para elevar el nivel científico de la en-señanza universitaria, introduciendo enfoques nuevos. Ese esfuerzo se rea-liza en una doble dirección: la cátedra de Economía Política, creada en 1823en el departamento de Estudios Preparatorios y dictada en este primer pe-

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ríodo por Agrelo, alcanza ma yor eficacia cuando, en 1826, es trasladada aldepar tamento de Jurisprudencia, donde se la confía a un eminente juris-consulto dotado a la vez de cultura insólitamente amplia para el BuenosAires de aquellas fechas, el doctor Dalmacio Vélez Sársfield. Esta cátedra co-labora en una renovación de los estudios jurídicos que, aunque urgente,encuentra bien pronto sus límites, fijados por el tradicionalismo que prontovolvería a dominar entre los docentes de ese Departamento.

Más importante que esta tentativa, al cabo fallida, fue la de elevar elnivel de las ciencias físico-matemáticas, a las que el plan del departamentode Estudios Preparatorios concedía lugar muy amplio. La cátedra de Quí-mica Experimental creada en ese Departamento en 1823, fue puesta acargo de don Manuel Moreno; este brillante expositor de la tesis federalen el congreso de 1824 poseía a la vez algo insólito en la Argentina de sutiempo: una profunda vocación de estudioso, que lo llevó a cultivar lasciencias experimentales cuyos rudimentos había adquirido al seguir la ca-rrera de Medicina en la Universidad de Maryland. En el clima de despia-dada tensión política vivido por el país, sus adversarios expresaron unaopinión que acaso no era sólo de ellos sobre esa vocación, al dar a Morenoun remoquete burlón que aludía a sus estudios químicos y lo iba a acom-pañar durante largos años.

También en el campo de las ciencias exactas desarrolló su acción el ita-liano Pedro Carta Molina, conocido por Rivadavia en Londres y designadoprofesor de Física Experimental en el Departamento de Estudios Prepara-torios. Acompañaba a la cátedra así creada un Museo de Historia Natural,que funcionó, como ésta, en el convento de Santo Domingo. La actuaciónde Carta Molina fue muy breve; en 1828 abandonó la enseñanza y perma-neció en Buenos Aires, donde atravesó circunstancias muy duras, hasta per-der por entero la razón. Lo remplazó su compatriota Fabricio Mossotti,astrónomo de valer, que estableció un pequeño observatorio y actuó congran eficacia en la organización del departamento Topográfico de la pro-vincia. Con Moreno, Carta Molina y Mossotti la ciencia experimental hacíasu entrada en la nueva Universidad; la presencia de estos maestros, puntode partida de un desarrollo que, interrumpido muy pronto, iba a proseguirsin embargo luego del estancamiento del período rosista, era recordada conafecto por quienes habían sido sus discípulos; por otra parte la existenciamisma del departamento Topográfico, con funciones muy precisas en

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cuanto a la fijación de los linderos en los vastos campos de la provincia,permitió que una actividad de nivel científico sin duda modesto mantuvieseen alguna medida la apenas iniciada tradición de esos estudios aun en laépoca en que la Universidad se desinteresó por ellos.

Pero la renovación y ampliación de los estudios universitarios fue enla segunda mitad de la década un hecho general, no limitado a algunos sec-tores del saber. El de partamento de Medicina alcanzó nueva organizacióna partir de 1826; la creación de varias cátedras rompió el marco estrechoheredado de la antigua Academia Militar. Cosme Argerich —hijo del fun-dador de los estudios médicos—, Juan Montes de Oca, fundador de otradinastía de médicos ilustres, Francisco Javier Muñiz integraron un cuerpodocente particularmente brillante. En la de Derecho la influencia domi-nante fue la del doctor Somellera, catedrático de Derecho Civil, que intro-dujo las doctrinas de Bentham y encontró en su utilitarismo un criteriopara proporcionar una enseñanza más sistemática, menos casuística quela tradicional. La cátedra de Derecho Natural tuvo ocupantes de menor re-lieve: al doctor Sáenz, que la ocupó hasta su muerte, sucedió el doctorAgrelo y luego Lorenzo Torres; la corriente doctrinaria introducida porSáenz, inspirada en las enseñanzas de los tratadistas del seiscientos y sete-cientos (Grocio, Puffendorf, Heinecio) subsistió a través de esos cambios.

El espíritu innovador alcanzó al departamento de Primeras Letras.Desde su fundación se aplicaba en él el sistema lancasteriano, que encon-tró en el Río de la Plata un eco muy amplio y una oposición menor queen otros países hispanoamericanos, a pesar de que aquí también su difu-sión comenzó por ir unida con un proselitismo bíblico de orientación pro-testante. El método de Lancas ter, indiscutible en sus fundamentos, tenía elmérito —particularmente estimable en ese momento— de ampliar ex-traordinariamente el número de discípulos que podían recibir aprendizajede cada maestro; al lado de esa ventaja tenía inconvenientes muy graves,desde su concepción excesivamente rígida de la disciplina hasta su for-malismo algo vacuo. Si la opinión pública le era en general favo rable, losmaestros no lo veían con igual favor: lo acusaban de exigir un esfuerzo ex-cesivo, poco rendidor y por otra parte mal recompensado. Esta situaciónde crisis latente en el departamento de Primeras Letras, que tuvo acaso supunto de partida real cuando el gobierno, al traspasar a la Universidad lasescuelas antes dependientes del Cabildo, rebajó los sueldos de sus maes-

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tros, se acentuó cuan do fue colocado al frente de él el emigrado liberal es-pañol Pedro Baladia, también conocido por Rivadavia en Londres. Por otraparte, la enseñanza primaria planteaba problemas que exigían atenciónconstante, muy diferentes además por sus características de los universi-tarios; en 1828, a pedido del rector de la Universidad, era separada de éstael departamento de Primeras Letras; con ello comenzaba a derruirse el edi-ficio —acaso demasiado ambicioso— de la Universidad rivadaviana, queresumía en sí todas las etapas de la enseñanza.

La separación del departamento de Primeras Letras no fue sino el as-pecto más importante de una vasta reordenación encarada por el Rectorque en definitiva sucedió a Sáenz, el presbítero y doctor José ValentínGómez. Este eclesiástico —defensor de la libertad de cultos en el congresode 1824— mantuvo una firme aversión contra Rivadavia y contra su pre-decesor en el cargo rectoral, al que acusaba de haberse despreocupado dedar organización real a la Universidad, llegada prematuramente a estado deruina. Gómez quiso, por el contrario, hacer de la Uni versidad una institu-ción que, aun limitando sus aspiraciones, estuviese en situación de realizar-las. Bajo su dirección tuvo lugar la ampliación del horizonte científico delos estudios, más arriba recordada; a ella acompañó un esfuerzo tenaz pordar estructura sólida al organismo universitario, gobernado desde su origenpor tres autoridades —Rector, Tribunal Literario, Sala de Doctores— cuyasfunciones se había prescindido de delimitar.

A partir de abril de 1826, una serie de decretos suprimía los cargos deprefectos de los diferentes departamentos, cuyas atribuciones pasaban alRector, creaba el cargo de Vicerrector, a quien quedaba confiada ademásla inspección general del departamento de Primeras Le tras, establecía elcuerpo de profesores, que remplazaba al de doctores como autoridad emi-nente de la Universi dad. Al mismo tiempo el Tribunal Literario —integradopor la reunión de los prefectos y doctores decanos de cada departa-mento— aun sin ser abolido formalmente cesaba de funcionar; las tensio-nes que habían caracterizado al gobierno de la Universidad en la épocade Sáenz perdían así una de sus causas generadoras, al colocarse a la insti-tución, en el aspecto ejecutivo, bajo la autoridad directa del Rector, y so-meterla al gobierno de un cuerpo integrado por quienes necesariamenteparticipaban en la vida universitaria y colaboraban muy de cerca conaquel. En efecto, la colaboración entre el rector Gómez y el cuerpo de ca-

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tedráticos produjo bien pronto sus frutos: ya en 1826 se dio a la Universi-dad un reglamento de gobierno interno, en el cual por primera vez se es-tablecían disposiciones sobre período lectivo y disciplina interna; en 1828era remplazado y ampliado por otro presentado por Gómez con acuerdodel cuerpo de catedráticos. Más importante sin duda era el decreto de re-glamentación de títulos emitidos por la Universidad, proyectado porGómez y promulgado el 21 de junio de 1827, por el cual se creaban losde Bachiller en Ciencias y Letras, y en Jurisprudencia, y los de Doctor enTeología, Jurisprudencia, Medicina y Matemáticas, siendo el título de Ba-chiller en Ciencias y Letras, requisito previo para ingresar en los estudiosque daban acceso a todos los demás.

Con este decreto venía a entrar en aplicación una vasta reforma deplanes de estudio, que enriquecía los preparatorios, a cuyos tres años se-guían otros tres de ciencias fundamentales, luego de los cuales tan sólose alcanzaba el título de Bachiller en Ciencias y Letras, antes mencionado.En 1828, una vez separado el departamento de Primeras Letras, Gómezelevó un nuevo proyecto de plan de estudios, que llevaba los generales asiete años y prestaba especial atención a la ampliación de estudios de me-dicina y ciencias exactas (reducidas a la Geometría enseñada por Senillosay luego por el francés Chauvet). El proyecto no iba a ser considerado; pocodespués de su presentación caía la administración Dorrego, y se inaugu-raba, sin que se dieran ya sino fugaces momentos de alivio, un período deextrema agitación política que iba a desembocar en la consolidación delrégimen rosista. En uno de esos momentos de serenamiento transitorio elgobernador Viamonte retomó el examen del problema universitario, ynombró una comisión redactora de un nuevo plan de estudios. Ésta —enla que la influencia predominante era la del emigrado italiano Pedro deAngelis, que tras de ser llamado al país por Rivadavia iba a cumplir en éluna tan larga y discutida trayectoria— elaboró un complejo proyecto, enel que volvían a reunirse en la Universidad todas las ramas de la ense-ñanza. El proyecto, por oposición del rector Gómez, no alcanzó a ser apro-bado. Pocos meses después el propio rector renunciaba al cargo; JuanManuel de Rosas ocupaba por primera vez el de gobernador de la provin-cia. La etapa de fundación estaba cerrada; a través de largos años la frágilcreación de la década que terminaba iba a sobrevivir —pero con cuántasdificultades— a las más duras tormentas.

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Para sustituir a Gómez fue designado el doctor San tiago Figueredo, clé-rigo uruguayo, recibido en leyes en Córdoba, que había actuado antescomo capellán en la Banda Oriental y director de la Imprenta del Estadoen Buenos Aires; poco tiempo pudo atender su cargo, en el que lo iba aremplazar, primero en forma interina y luego de su muerte —acaecida en1832— de modo definitivo el Vicerrector Paulino Gari, notable sobre todopor el celo que puso en secundar desde su cargo las orientaciones políti-cas del gobernador Rosas.

Sería erróneo, sin embargo, suponer que el alejamiento de Gómez y lapaulatina afirmación de un clima político nuevo iban a causar una decaden-cia súbita de la Universidad. Por el contrario, el proceso fue también paula-tino, y acaso habría que definirlo sobre todo negativamente, por ladesaparición de esa dirección enérgica que, desde un rectorado firmementeapoyado por el gobierno, imprimía a la Universidad un ritmo de avance queno era exigido, en el fondo, ni por los integrantes de la institución ni por eltan escasamente denso ambiente cultural del que ella había nacido. Entre-gada a sus propias fuerzas, la Universidad no podía sino involucionar, y enefecto involucionó, empujada a ello por otra parte por un régimen políticoque la consideraba con una desconfianza no del todo injusta.

El proceso —comenzado en rigor antes del triunfo rosista— es fácil-mente explicable en sus líneas esenciales: la experiencia rivadaviana, cua-lesquiera que fuesen sus otros méritos, había dejado en herencia unasituación financiera desesperada; en medio de una inflación provocada porsu discutible política bancaria, los ingresos del Estado no aumentaban alritmo general, mientras que los gastos y obligaciones que no cesaron al ter-minar la guerra brasileña hubiesen requerido precisamente un rápido au-mento de esos ingresos. En estas condiciones, los gobiernos sucesores,empujados por la presión de una turba famélica de empleados públicos,de una plana de oficiales, abultada por la imprevisora política de ascensos,propia de una era de guerras civiles e internacionales, se ven obligados auna política de estricta economía, incapaz sin embargo de cerrar el abismosiempre renaciente del déficit. En este nuevo clima financiero, los gastosque la Universidad provocaba eran reexaminados con nuevos criterios. Lasinnovaciones que en la Universidad se introducían no podían, en efecto,ser inmediatamente justificadas por frutos bien visibles; por el contrario,era del todo natu ral que sus primeras etapas fuesen absorbidas por un pro-

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ceso aparentemente estéril de arraigo; pero en las nue vas circunstanciasparecía imposible destinar una parte de los escasos y disputados fondospúblicos a empresas sin resultado inmediato.

Esta situación no era, en rigor, del todo nueva. Ya en plena euforia riva-daviana se había advertido, por ejemplo, que el Estado no podría costearpor sí la vasta obra de educación popular que se hacía indispensable; aunun liberal igualitario como Pedro Baladia se mostraba partidario de una di-visión del trabajo, en la que el Estado daría instrucción tan sólo a los niñosque por falta de recursos no podrían recibirla pagada en establecimientosprivados. Pero la crisis posterior acentúa esa tendencia, hasta entonces sóloinsinuada: cada vez más el Estado se orienta a restringir su papel en elcampo educativo; así en 1829, por razones de economía y teniendo encuenta el escaso número de concurrentes de ambos establecimientos, elgobierno de Viamonte refunde el Colegio de Ciencias Morales y el de Estu-dios Eclesiásticos en un solo establecimiento, el Colegio de la Provincia deBuenos Aires; en 1830 éste es suprimido, y la Universidad ya deja de tenerinternado para sus estudiantes de cursos preparatorios.

De este modo la institución se encierra cada vez más en su función deorganizar cátedras de enseñanza media y superior. Esa orientación domi-nante se refleja en el Manual de la Universidad, digesto de disposicionesvigentes para su gobierno que a la recopilación de las ya establecidas agregala introducción de algunas nuevas, y es redactado en 1833 bajo el influjodel ex-rector José Valentín Gómez. La innovación más importante desde elpunto de vista organizativo es la creación de un Consejo integrado por unprofesor de cada Departamento, designado por el gobierno. Pero el rectorGari objeta esa innovación, que habrá de retacear su poder, y el gobiernola suprime “por razones de economía”.

Estas razones dominan cada vez más la política universitaria del go-bierno desde que éste recae nuevamente, en 1835, en la persona de Rosas.Al mismo tiempo se acentúa el proceso de politización de la vida universi-taria; y depuración política y disminución de gastos suelen ir juntas asícuando el gobierno no remplaza, en la Facultad de Medicina a los profeso-res que cesan por causa de su falta de adhesión a la causa federal, y en cam-bio concentra las cátedras en forma sin duda perjudicial para la enseñanza.

A partir de 1835, en efecto, la Universidad vive en pleno el triunfo deun espíritu rabiosamente faccioso que al mismo tiempo comienza a domi-

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nar toda la vida pública porteña. De 1835 es la imposición de juramentode adhesión al federalismo por parte de los doctores en el momento de re-cibir el grado, introducida por cierto a raíz de una iniciativa del rector Gari,“mirada con aprecio” por el gobierno. El juramento se extiende a todos losdocentes, funcionarios y empleados de la Univer sidad, al exigirse a todoslos que “de algún modo pertenezcan a la Administración del Estado” quejuren ser constantemente adictos y fieles a la Causa Nacional de la Federa-ción. Pero los juramentos no bastan; las designaciones de nuevos profesores,lo mismo que las separaciones de los desafectos, incluyen considerandosque asientan con meritoria claridad el nuevo principio según el cual todaslas funciones del Estado quedan reservadas a quienes agregan a otras apti-tudes más circunscriptas la condición de “federales fieles y decididos”, de“fieles y adictos a la Causa Federal”. En enero de 1836 la politización de laUniversidad da un paso más: para recibir título de doctor, abogado, médico,es preciso probar “haber sido sumiso y obediente a sus Superiores en laUniversidad, y (. . .) ha ber sido y ser notoriamente adicto a la causa nacionalde la Federación”. Exigencia cumplida en todos los casos, con elocuentestestimonios de miembros de la Legislatura, del Ejército, del Tribunal Su-premo, que dan fe del entusiasmo federal de los juveniles aspirantes al doc-torado, y alguna vez alegan esa juventud misma para explicar que eseentusiasmo no haya tenido ocasión de expresarse de modo público. Signode los tiempos: entre los así avalados en su lealtad política por las más altasfiguras de la Federación rosista cuentan algunos que la combatían durantelargos y terribles años...

Esa politización es el único y dudoso servicio que a la Universidad traeel rosismo. Su criterio de economía estrecha culmina cuando, en 1838, yante la penuria del Estado causada por la desaparición casi total de las ren-tas de aduana con motivo del bloqueo francés, el gobierno elimina los ru-bros de menos urgente atención del presupuesto provincial; recurre paraello a los ya tan mermados de enseñanza y sanidad; junto con todo el sis-tema docente son los hospitales los que deben pasar a mantenerse por suspropios recursos y los allegados por la pública caridad; la Universidad re-cibirá sus fondos de sus discípulos. Pasado el conflicto, la medida ha de per-durar durante todo el gobierno de Rosas: durante catorce años laUniversidad no ha de recibir sino subsidios ocasionales. He aquí una razónadicional para que este período de vida universitaria sea esencialmente ne-

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gativo; lo mejor que de él puede decirse es que logró salvar de lo ya alcan-zado más de lo que —dadas las circunstancias— parecía posible. Pero estosaños son de enseñanza opaca y escasamente valiosa; la Universidad queda,por otra parte, cada vez más reducida a la enseñanza de Derecho y Medi-cina, y en ambas el nivel científico baja lenta o rápidamente; de la etapa ini-cial de este proceso, en cuanto al departamento de Derecho tenemos unaimagen poco entusiasta en la ya mencionada Autobiografía de V. F. López;para la final en la misma facultad nos ha dejado un cuadro no más brillanteVicente Quesada en sus Memo rias de un viejo.

Pero, si no promotora, la Universidad es teatro de algunos aspectos dela renovación cultural que, comenzada hacia 1830, culmina en los años fi-nales de la década. En sus aulas se consolida el grupo que introduce en elPlata las enseñanzas del romanticismo; un manifiesto de las concepcionesjurídicas nuevas en el Ensayo preliminar al estudio del Derecho, de JuanBautista Alberdi, y este ensayo es presentado por Alberdi para optar al títulode Doctor; el mismo espíritu innovador anima también la tesis doctoral másconfusa que presentó José Quiroga Rosas, antes de organizar la CaravanaProgresiva, que habría de llevar a las provincias la buena nueva del ro -manticismo político y social. Esa renovación cultural, que había de tenermás pronto de lo que hubiesen preferido sus directores un correlato polí-tico, fue seguida sin cordialidad por los docentes del departamento de Ju-risprudencia: Vicente Fidel López atestigua la sincera sorpresa de susmaestros al ver que un “joven sansimoniano” como él era capaz de moversecon soltura por los laberintos por otra parte tan molestos que ellos erigíancon su ciencia algo limitada para hacerlo extraviarse en los exámenes fina-les. A esa Universidad las noticias de innovaciones culturales esenciales noeran aportadas por los maestros sino por los estudiantes; situación abe-rrante que sin embargo no iba a ser excepcional en la trayectoria de la Uni-versidad de Buenos Aires y que sirve para entender mejor algunos de susdesarrollos más sorprendentes.

En efecto, la enseñanza seguía un ritmo cada vez más fatigado; detrásde la tradición iluminista de la época unitaria, objeto de los principales ata-ques de la juventud renovadora, lo que subsistía eran posiciones aun másarcaicas, como el regalismo del derecho canónico enseñado por Banegas,o la poco creadora repetición de doctrinas aprendidas en un autor deter-minado, que López achaca —acaso injustamente— a Valentín Alsina. Por el

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contrario, y pese a las duras condenas teóricas, los representantes más le-gítimos y valiosos de la tradición ilustrada fueron rodeados del respeto sin-cero de los innovadores: el doctor Diego Alcorta, médico que enseñaba conmayor doctrina que sus predecesores la misma ideología censista y asocia-cionista, fue para los jóvenes de la generación de 1837 el ejemplo mismodel maestro que tan mal veían realizado en sus otros catedráticos.

La década final del rosismo ve desaparecer casi por completo tambiénesa curiosidad cultural que tiene por teatro la Universidad, aunque nosurja por incitación de sus enseñanzas. Reducida a su más estrecha expre-sión, sostenida por un número siempre muy escaso de profesores, la Uni-versidad sigue sin embargo cumpliendo su función más externa: la delanzar nuevos médicos, nuevos abogados... El rector Gari, tras de gobernarcasi veinte años la institución, muere en 1849; lo remplaza el canónigodoctor Miguel García.

Él se halla —aún interinamente— al frente de la Universidad cuando laépoca de Rosas toca a su fin. Sin duda, la nueva situación se declara dispuestaa corregir las fallas provocadas por la anterior, y las que presenta la realidaduniversitaria son muy evidentes. El gobierno provisional de don VicenteLópez restituye a la Universidad su lugar en el presupuesto provincial; intro-duce un nuevo rigor en la admisión a las Facultades mayores (en la épocarosista, en parte por desidia y en parte por una deliberada política tendientea favorecer a los establecimientos particulares de enseñanza, que prospera-ron llenando el vació dejado por el Estado, se tendía a aceptar en la Univer-sidad a alumnos formados en escuelas privadas, sobre la base de certificadosexpedidos —sin demasiado rigor— por éstas). Todo ello acompañado de in-vestigaciones acerca de la seriedad de las escuelas privadas, poco satisfactoriapor cierto, y en torno a la largueza de inscripciones otorgadas por la Univer-sidad, que son atribuidas a la arbitrariedad del ya difunto rec tor Gari, mientrasel canónigo García recibe al ministro de Instrucción Pública del nuevo régi-men, Vicente Fidel López, y a la vez que le asegura, con estilo pesadamenteadulatorio, que su visita “será un elixir de vida, que aliente, anime y vigoricea la juventud argentina”, celebra el fin de los “funestos tiempos” en que elpropio canónigo García alcanzó la dignidad de rector. Esa ductilidad no esprivilegio tan sólo de los que sirvieron al régimen caído y ahora multiplicanlas expresiones de condena a la vez que se aprestan a servir al nuevo; es pro-pia también de los nuevos elementos dirigentes, que han aprendido, a través

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de muy duras experiencias, qué imprudente puede ser una excesiva intran-sigencia, una demasiada viva memoria de ajenos y pasados yerros. Tendenciaconciliatoria que fue todavía acentuada por la rápida constitución de nuevaslíneas de oposición política, traducidas en nuevas y enconadas luchas.

Esa tendencia más indulgente de lo que podría suponerse hacia el pa-sado apenas dejado atrás, sumada al ya recordado sucederse de gravísimasemergencias políticas, hizo que los años inmediatos a Caseros no asistiesena cambios demasiado profundos en la vida de la Universidad. A partir dejulio de 1852 el rectorado estuvo a cargo de José Barros Pazos, doctor enderecho de la Universidad que ahora le tocaba dirigir, unitario emigrado aMontevideo y Chile en el período rosista. Su rectorado duró hasta 1857,fecha en que lo abandonó para ocupar más importantes destinos políticos,y fue remplazado por un político para el que parecía abrirse una carrerabrillante, el doctor Antonio Cruz Obligado. Ni uno ni otro encararon siste-máticamente los problemas que la Universidad planteaba. Es sin embargoinnegable que ambos contribuyeron a introducir mejoras muy efectivas enalgunos aspectos de la enseñanza, a devolver vida a la vieja estructura uni-versitaria construida un cuarto de siglo antes y reducida por las tormentasposteriores a escuálida existencia.

El sector de la actividad universitaria más hondamente trasformado fuesin embargo separado bien pron to de la Universidad: en octubre de 1852se creaba la Facultad de Medicina, desvinculada de aquélla, que bajo la enér-gica dirección del doctor Montes de Oca —destinada a durar más de veinteaños— iba a alcanzar rápido desarrollo. En la organización de la Facultadiba a aparecer, antes que en la universitaria, un esbozo de autonomía. Enefecto, a su cabeza se colocaban un presidente y un vicepresidente, elegi-dos por la Facultad y aprobados en su designación por el gobierno. El pre-sidente representaba a la Facultad y tenía su gobierno y administración.Estos cambios de organización iban acompañados de otros no menos esen-ciales: así se introducía —por primera vez en la vida universitaria argentina,pero con escaso éxito— el concurso para la designación de profesores, conpruebas de oposición escrita y oral. Se implantaba al mismo tiempo un plande estudios de seis años; el contenido de la enseñanza comenzaba entoncesa ampliarse respecto del que se proporcionaba en la época de Rosas,cuando la Facultad de Medicina se había reducido a unas pocas cátedrasde enseñanza puramente teórica.

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En la Universidad se produce igual enriquecimiento de los estudios, apartir de los preparatorios, que la administración caída en Caseros habíadejado reducirse a dos cursos de latín, uno de matemáticas y uno de filoso-fía (a cargo del canónigo Banegas, que acumulaba abnegadamente sus cur-sos gratuitos; por desdicha a ese noble entusiasmo educativo no parecehaber acompañado la necesaria competencia). Ahora reaparecían los de fí-sica experimental (a cargo del coronel Duteil, emigrado francés, que reparólos aparatos del laboratorio expe rimental arrumbados desde la finalizaciónde la enseñanza de Mossotti, hacía veinte años). Se crearon además para losalumnos de los cursos preparatorios cursos no obligatorios de literaturaclásica y española y patria, de historia universal, de geografía, griego, alemány dibujo. Además se crearon cursos nocturnos de dibujo li neal y geomé-trico, destinados a los albañiles, que enfrentaban con reducida capacidadtécnica el surgimiento de nuevas exigencias, en el momento en que la edi-ficación abandonaba, por lo menos en cuanto a sus preferencias ornamen-tales, el gusto tradicionalmente despojado, heredado de la colonia, y se abríaa estímulos culturales muy variados. Sucesivamente iba a enriquecerse elcurriculum de materias de carácter obligatorio en los estudios preparato-rios: se vuelve a implantar la enseñanza de química y se desdobla el cursode matemáticas. Del mismo modo se hizo obligatorio el estudio de unidioma vivo, elegido entre el francés y el inglés.

Análoga ampliación en los estudios de jurisprudencia; reaparece la eco-nomía política, enseñada por el italiano Clemente Pinoli; se inicia el estudiodel Derecho Penal, del comercial, del internacional privado, del constitu-cional. Retornan a Buenos Aires y enseñan en la Universidad juristas que,como Carlos Tejedor, han adquirido experiencia más amplia de los proble-mas que plantea a la ciencia jurídica una sociedad en rápida modernizacióna través de la actuación en el Chile de la expansión minera o en el Monte-video del Sitio Grande.

Así la Universidad recibe algunos frutos de la rápida transformación quevive Buenos Aires en los años azarosos del Estado Libre. Pero esa renovaciónuniversitaria está lejos de ser sistemática; tiende, por otra par te, con dema-siada frecuencia, a retornar a los esquemas organizativos de la Universidadprerrosista, cuyas insuficiencias —inevitables, dada la escasa densidad dela vida cultural y la penuria pública que caracterizó a esa época— eran porcierto bien conocidas por quienes los implantaron en su tiempo. Sin em-

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bargo, es necesario notar, aun en el aspecto estructural, alguna innovaciónimportante. Sin duda la Universidad carece de autonomía; en la época delEstado Libre, como en la rivadaviana, como en la de Rosas, no es sino unadependencia del Estado, gobernada por éste aun en los aspectos más mo-destos de su existencia administrativa y docente. Pero precisamente porello adquiere singular importancia la conciencia cada vez más viva en losgobernantes de la importancia extrema de esa función educativa del Esta -do, de la necesidad de encararla con cierta competencia técnica, que su-pone la existencia de organismos especializados. A través de esa exigencianueva surge, si no una real autonomía, sí una mayor participación de losuniversitarios en la vida de la institución; el Estado tiende a utilizarlos pararesolver problemas que requieren precisamente esa competencia especia-lizada. De ello es signo —limitado en su alcance, pero particularmenteclaro— la preferencia por el concurso para llenar las cátedras en la Univer-sidad; el concurso, en efecto, sin significar una delegación de atribucionespor parte del poder administrador, implica sin embargo la búsqueda porparte de éste de un asesoramiento del que en el pasado había creído posi-ble prescindir. A la vez el empleo del concurso muestra —en un clima tanrabiosamente politizado como los que han quedado atrás, en momentosen que el destino mismo del Estado Libre parece jugarse a cada instante, ysus gobernantes deben acudir para mantenerlo en pie al recurso ya clásicode emplear la nómina de funcionarios como medio de proselitismo— queante la seriedad de su misión educativa el Estado es capaz de olvidar porun instante sus problemas políticos, por urgentes que estos sean.

Más importante que la implantación del régimen de concursos (desti-nada a fracasar en los hechos porque —con criterio que iba a durar dema-siado tiempo, que no ha muerto del todo— muchos, y no los menosvaliosos, juzgaron de algún modo contrario a su decoro, probar pública-mente méritos que creían de reconocimiento uni versal y obligado) fue laaparición de autoridades especialmente investidas de atribuciones en elcampo educa tivo. La creación de un Ministerio de Instrucción Pública porel gobernador López, la instalación en él de su hijo, fueron hechos de efí-mera vigencia; el ministerio fue una de las víctimas del 11 de septiembrede 1852, y los asuntos de su competencia volvieron a entrar entre los en-cargados al ministerio de Gobierno. Más significativa es la creación del Con-sejo de Instrucción Pública, establecido por decreto del gobernador

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Obligado, el 23 de febrero de 1855, con funciones no bien delimitadas (“unconsejo de Instrucción Pública para la dirección de la enseñanza primariay estudios universitarios”; el Consejo “elevará al conocimiento del Gobiernolas reformas que juzgue conveniente hacer”; su competencia se extiende a“todo cuanto puede interesar a los mejores métodos de enseñanza, distri-bución y desempeño de todos sus ramos”, y para cumplir sus finalidades“será ayudado por las oficinas dependientes del Jefe del departamento deEscuelas y Rector de la Universidad”). Presidente del Consejo es, de dere-cho, el propio rector universitario; los demás miembros son, como él, dedesignación estatal. Aparece así un principio de descentralización que, sino es aún la autonomía, implica de nuevo una conciencia más viva de losproblemas para los cuales la autonomía concluye por ser considerada lamejor solución.

De tal manera la década que corre entre Caseros y Pavón no resuelvelos problemas fundamentales heredados por la Universidad de sus etapasanteriores. Pero da a la Universidad algo acaso más importante: una vidareal y vigorosa, no ya la tan apagada que había caracterizado a los últimosaños de la etapa rosista. En 1861 la Universidad va a tener cuarenta añosde existencia; hace ya noventa que, por primera vez, se ha proyectado ins-talar estudios superiores en Buenos Aires; el resultado de esa trayectoriacasi secular parece algo magro: un conjunto de creaciones efímeras, un su-cederse de breves períodos brillantes y largas recaídas en un ritmo más pe-rezoso y soñoliento. Sin embargo, a través de esos bre ves ascensos y esaslargas decadencias algo se ha logrado: la Universidad existe, forma parte dela vida de la ciudad, que ya no se concibe sin ella. Y goza —se ha dichoya— de un vigor espontáneo y creciente: sus estudiantes son ahora másnumerosos; en los tres años que siguen a Caseros el número de matrículasanuales casi triplica (va de poco más de cien a cerca de cuatrocientas). Y,tras de tener existencia siempre amenazada en locales prestados (los delos conventos de San Fran cisco y Santo Domingo, tenazmente disputadospalmo a palmo con los regulares, con los cuales la convivencia no era siem-pre fácil) la Universidad encuentra su sede en el destartalado edificio delviejo San Carlos, del que la Revolución ha hecho un cuartel, y cuarenta añosde uso militar han hecho una ruina.

En esas aulas desnudas la Universidad va a comenzar una nueva etapade su existencia; para un país que se transforma rápidamente va a surgir,

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por fin, una institución de alta enseñanza que no se limitará a ubicarse fa-tigadamente en el molde de una tradición casi agotada, que no se dispersaráen esfuerzos aislados para atender a algunos aspectos parciales de las nue-vas exigencias que el cambio histórico mismo plantea. Esa Uni versidad tra-ducirá —con cuántas imperfecciones— una imagen singularmente clara yjusta de lo que debe ser la Universidad que Buenos Aires y el país necesitan.Esa imagen es el fruto de una experiencia cultural particularmente rica ycompleja, la del Rector que la gobernará desde 1861: luego de cuarentaaños de lenta pre paración histórica, la Universidad de Buenos Aires va adeber las líneas maestras de su organización a Juan Ma ría Gutiérrez.

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Capítulo II

Organización y consolidación

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Cuando Juan María Gutiérrez era colocado al frente de la Universidadde Buenos Aires tenía ya tras de sí una vida rica y —como no era infre-cuente en los hombres de su generación— agitada. Desterrado en 1838,había conocido casi todos los lugares de refugio frecuentados por los ar-gentinos en la época de Rosas: Montevi deo, Brasil, Chile, Perú, Guayaquil...Luego de la caída del rosismo había ocupado lugar muy importante en lapolítica nacional, en el grupo de hombres que rodearon a Urquiza y apoya-ron a la Confederación de las trece provincias interiores. Desde la Consti-tuyente de Santa Fe y luego en el Ministerio de Relaciones Exteriores delgobierno de Paraná su figura política fue creciendo rápidamente en gravi-tación. Luego de Pavón, sin embargo, dejó decididamente a un lado la polí-tica militante. Reconciliado con el vencedor de Urquiza (y este nuevo lazode adhesión le fue ásperamente censurado co mo oportunista; sin embargoGutiérrez lo iba a mantener aun luego de que el fin de la presidencia deMitre puso término también a buena parte de su influencia) aceptó sin va-cilaciones el cargo desprovisto de toda importancia política y no rodeadotampoco en ese momento de prestigio que el organizador de la Argentinaunificada le ofrecía. En los años que siguieron iba a tener ocasiones sobra-das de lamentarse por la situación de su país y la de él mismo dentro de él(el desarrollo de la política argentina a partir de la presidencia de Sarmientono podía verlo sino con desagrado; por otra parte no le faltaban razonespara reprochar a los sucesivos gobiernos la adopción de un modo de verlos problemas culturales del país que no era el del propio Gutiérrez); nunca

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parece sin embargo haber dudado de la sensatez de la resolución por él to-mada en 1861, cuando muy pocos argentinos dotados de alguna reputaciónhubiesen juzgado digno de ellos servir en su país en otros cargos que nofuesen los que se ganaban en la lucha cívica. De muchos hombres de esaépoca solemos decir que el clima histórico frustró en ellos vocaciones quehubiesen requerido para madurar circunstancias más apacibles. Pero enGutiérrez ese mismo clima no logró frustrar una vocación intelectual per-sistente luego de decenios de vivir lanzado a todos los rumbos.

Una vocación intelectual y una manera de entenderla, que no era pro-piamente la de su época. Juan María Gutiérrez, porteño, había recibido en-señanza en la Universidad que ahora le tocaba dirigir, primero en el cursode ciencias físico-matemáticas (1823 a 1825), luego en el de derecho, queconcluyó en 1834. Mientras tanto participó en la actividad del InstitutoTopográfico, a lo largo de más de un decenio. De esa formación universi-taria subrayemos —pese a su modestia— la relacionada con las cienciasexactas: durante toda su vida Gutiérrez iba a mostrar por ellas algo másque un interés externo. Pero al lado de la formación universitaria, más im-portante acaso que ella, habría que recordar la que Gutiérrez alcanzó consu esfuerzo propio, en la amistosa y a veces polémica colaboración conlos hombres de su generación; en el grupo de 1837 Juan María Gutiérrezocupa un lugar peculiar: identificado afectivamente con él (de todo elgrupo, era él el unido por amistad más estrecha con Echeverría; y Alberdi,poco cuidadoso de mantener sus amistades juveniles, iba a dedicar algunasde sus páginas más eficazmente conmovidas al recuerdo póstumo de suamigo Juan María, tributo final de una devoción capaz de sobrevivir amedio siglo de tormentas). Al mismo tiempo es indudable que compartíaen lo esencial las ideas de sus amigos y contemporáneos. Pero ellos mis-mos y sus adversarios intelectuales advertían lo que a Gutiérrez separabade la actitud general a su generación. Era suya y sólo suya esa pietas paravolverse hacia un pasado —el colonial, el de las anteriores etapas revolu-cionarias— frente al cual los hombres de su generación no podían disi-mular su impaciencia porque no se resignaba a morir: en el prólogo, tanlleno de afecto, a las obras de Echeverría, Gutiérrez no dejará de protestarcon la necesaria energía frente a la injusticia con que su amigo juzgaba ala generación unitaria; si respecto del pasado colonial suele ser menos ex-plícito, basta sin embargo advertir el ahínco con que estudió sus creacio-

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nes literarias para ver que también frente a él la ac titud de Gutiérrez eramenos decididamente condenatoria de lo habitual en su tiempo. Esta ac-titud era, en lo fundamental, la que ennoblece y da sentido al esfuerzoerudito: y Gutiérrez —frente a sus contemporáneos da dos a las rápidasresurrecciones históricas ricas en brutales contrastes— se concediótiempo, en medio de su dura existencia de emigrado, y luego de activida-des si menos estériles igualmente febriles, para ser un erudito, el pacientedescubridor de un pasado cultural sobre cuyas creaciones, a veces pálidas,se volvía con afecto. Sólo que esta actitud no comprometía al ciudadano,que hubiera visto, de acuerdo con las creencias de su generación, unasuerte de apostasía en cualquier tolerancia, por cuanto de ese pasado tandevotamente evocado no se resignaba a ser precisamente pasado: sinduda, cuando la Real Academia nombró su correspondiente al excelenteestudioso al que conocía a través de escritos tranquilizadoramente apaci-bles, no esperaba recibir la apasionada repulsa del hijo de la nación eman-cipada, desconfiado aún de la antigua metrópoli, del republicano, delhombre que quiere ser ideológicamente de su tiempo...

Es este segundo aspecto de la personalidad de Gutiérrez el que predo-mina sin duda en su gestión universitaria. Si tampoco ahora olvida que suesfuerzo se ins cribe en una tarea colectiva comenzada en un pasado re-moto (precisamente al abandonar su cargo rectoral da a las prensas su ad-mirable estudio sobre los antecedentes de la enseñanza superior en el Ríode la Plata) cree sin embargo que ese esfuerzo debe orientarse hacia el fu -turo: el conocimiento, admirablemente maduro, de la situación cultural enque él va a incidir, le permite orientarlo sin duda en forma más eficaz; nolo lleva nunca a una satisfacción complaciente frente a lo ya realizado; nole hace olvidar la urgencia de una renovación de estudios que encare ensu conjunto el problema de la enseñanza superior en Buenos Aires, cuyasupervivencia misma y las modalidades con que ella se había dado era enbuena parte fruto del azar.

La Universidad que Gutiérrez recibe está integrada por un departa-mento de estudios jurídicos (el término de Facultad, que tiende a usarsecada vez más, carece todavía de contenido preciso: administrativamente ypara su gobierno docente el departamento no tiene otras autoridades quelas de la Universidad en su conjunto) y uno de estudios preparatorios. Enambos existen problemas urgentes, que no escapan a la perspicacia del

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Rec tor. El de estudios preparatorios debe luchar —y luchar mal— con laconcurrencia de la enseñanza privada (que ha hecho progresos notablesen la época de Rosas), y a partir de Caseros, con las instituciones de ense-ñanza me dia del interior del país: su papel docente tiende a pasar a segundoplano frente al de contralor del nivel de conocimientos de los aspirantes aingresar a facultades mayores (la de derecho dentro de la Universidad, lade medicina fuera de ella). La situación va a agravarse todavía cuando, apartir de 1863, el país unificado crea los Colegios Nacionales: centros deenseñanza secunda ria, destinados entonces a preparar para la superior, sustítulos son sin embargo ignorados por la Universidad, que tiene su propiaorganización docente en el nivel secundario. La presencia al frente del Co-legio Nacional de Buenos Aires de un hombre de excepcional nivel, comolo es Amadeo Jacques, está lejos de simplificar las cosas: el prestigio de losestudios preparatorios que proporciona la Universidad es cada vez más es-caso, mientras el problema encuentra eco ruidoso entre los estudiantes deambos establecimientos, que tienden a con siderarse rivales: de ello nos haquedado un relato vivaz en las páginas de Juvenilia. Gutiérrez estaba lejosde aceptar como necesaria esa rivalidad: sin desear la supresión de los es-tudios preparatorios, creía que no debían ser ellos el único camino de ac-ceso a las facultades mayores; por el contrario, juzgaba que el acceso a éstasdebía abrirse a todos, sin otra exigencia que la de un adecuado nivel depreparación, que debía comprobarse, no mediante la presentación de cier-tos certificados, sino por exámenes que las mismas facultades mayores de-bían organizar. Esta propuesta del Rector no encontró eco en lasautoridades provinciales de las que dependía; ya antes de ella, sin embargo,lo esencial del problema había sido salvado, mediante una complicada tra-mitación en la que actuó Gutiérrez en nombre del gobierno pro vincial, delque dependía la Universidad, y Jacques como delegado del nacional. Si elacuerdo entre ambos fue fácil y rápido, sólo tres años después de comen-zadas las tratativas el gobierno provincial reconocía, por decreto del 12 demarzo de 1868, a los títulos del Colegio Nacio nal de Buenos Aires como ha-bilitantes para el ingreso en facultades mayores. Pero ese decreto inaugu-raba una política que iba a ser seguida hasta sus últimas consecuencias:para 1870 no sólo los títulos expedidos por todos los colegios nacionalesdel país, sino también algunos de instituciones provinciales (como el Cole-gio del Paraná) y privadas (como el de la Inmaculada Concepción, de San -

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ta Fe) habilitaban para el ingreso en la Universidad de Buenos Aires. En estanueva situación los estudios prepa ratorios de la Universidad sólo podríansubsistir en la medida en que presentaran méritos propios, que los hicieranpreferibles a los demás centros de enseñanza secun daria. Sin duda contabancon una ventaja inmediata, respecto de su más serio rival, el Colegio Na-cional: no habían restaurado el régimen de internado, y ello no dejaba detener algún atractivo, sobre todo para los estudiantes de los últimos años,impacientes por conocer una mayor libertad. En todo caso, el rector Gutié-rrez se esforzó por mejorar, no sólo en sus aspectos materiales y en el nivelde exigencias, esos estudios preparatorios: una serie de reformas y creacio-nes nuevas llevadas adelante a lo largo de años aparecen todas ellas inspi-radas en una idea muy precisa del tipo de formación que debía alcanzarsea través de esos estudios: por una parte, Gutiérrez hubiese querido ampliarel papel de las ciencias exactas y naturales, no sólo por sus aplicacionesprácticas, sino sobre todo como escuela de una actitud intelectual más ri-gurosa, menos complaciente de la que veía aún predominar. Ese ensayo dereorientación —ya comenzado en rigor por sus predecesores— no pudollevarlo por completo adelante: también en este punto encontró la oposi-ción manifestada sólo pasivamente de las autoridades provinciales de lasque dependía. Pero además era propósito del Rector dar orientación nuevaa los estudios de humanidades que tenían papel preponderante en el plandel departamento preparatorio. Al lado del latín y de las dos lenguas extran-jeras que incluía ya el curriculum de esos estudios, Gutiérrez se empeñóen agregar la lengua nacional, cuyo uso elegante —y aun correcto— eramuy frecuentemente ignorado por los egresados de la Universidad. Insis-tiendo en este punto, propuso posteriormente que en los seis años de es-tudios preparatorios los alumnos siguieran otros tantos cursos de Literatura,que debían elevarse de la práctica hasta la teoría, y culminar en una sinté-tica historia literaria. La propuesta, rechazada en su integridad porque im-plicaba un cambio radical en la orientación de los cursos preparatorios (loque era dudoso que fuese un defecto) fue parcialmente llevada a la prác-tica, y a partir de 1867 comenzó a dictarse la nueva cátedra, reducido sucontenido a tres cursos.

A la vez se propuso Gutiérrez dar contenido nuevo a la enseñanza dellatín, no sólo aumentando su nivel científico sino haciéndola menos inne-cesariamente penosa para los estudiantes. Concebida como aprendizaje de

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la estructura gramatical de la lengua latina, había gozado siempre, y (segúnel Rector) razonablemente, de la más cordial antipatía de los estudiantes.Por otra parte había sido ineficaz en el logro de su discutible propósito: to-davía en Juvenilia Cané iba a recordar el admirado asombro suyo y de suscondiscípulos al advertir que Jac ques, al que sin embargo tenían de ante-mano por sabio, no era incapaz de remplazar al profesor momentánea-mente ausente en la explicación de algún punto de la gramática latina.Hasta tal punto el conocimiento de esta lengua, cuyo aprendizaje ocupabatanta parte de nuestros estudios medios, era juzgado imposible de alcanzarpor el común de los hombres, sabiduría reservada a unos pocos. Gutiérrezse propuso hacer del aprendizaje de la lengua el punto de partida para unestudio sintético del legado clásico: transformó el último curso de latín enuno de historia, literatura y mitología. De esta manera, la historia hacía suprimera y discreta aparición en el plan de estudios preparatorios; Gutiérrezhabría querido afianzarla con la creación de cursos de historia medieval ymoderna; también en este punto su propuesta no fue escuchada.

Culminación de este esfuerzo fue la creación del curso superior de hu-manidades, destinado a explicar en forma sintética y comparativa los con-tenidos hasta entonces dispersos en los cursos de lengua, literatura, historiay filosofía. Esta creación, proyectada en 1872 y llevada a la práctica al añosiguiente, revela acaso más claramente que cualquiera otra de sus innova-ciones, qué tenía en su mente Gutiérrez al encarar los problemas de los to-davía esbozados estudios de humanidades: por una parte una indagaciónatenta al contexto histórico de los hechos en estudio, dispuesta a ver enellos, ante todo, los frutos de las civilizaciones en las cuales han surgido;por otra parte, una investigación que, conforme a las tendencias entoncesdominantes en todas las ciencias del hombre, utilizara las recientes con-quistas del método comparativo. Estas tendencias que —limitadas por unainnata moderación de espíritu— están presentes en la obra misma de Gu-tiérrez, son puestas aquí en la base de un estilo de enseñanza de las huma-nidades que no tiene precedente en el país. Es de temer que en este puntoGutiérrez no haya tenido demasiado en cuenta la situación concreta en quele tocaba incidir: en ese panorama excesivamente desolado el estudio en-carado de modo menos innovador, si tenía los defectos de un excesivo for-malismo, y de un formalismo a menudo irracional, basado tan sólo en elrespeto a tradiciones de enseñanza ellas mismas bastante anémicas, tenía

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por otra parte el mérito de proporcionar un esquema —por arbitrario, pordefectuoso que fuese— de organización de esa vasta terra incognita quese comenzaba a explorar. El plan de Gutiérrez tiene, por su parte, el defectode presuponer el conocimiento maduro de aquello que precisamente ahorase comenzaba a adivinar. En todo caso esta valiente tentativa es la primerade nuestra Universidad por encarar en forma moderna sus tareas en elcampo de las humanidades; hasta ese momento se había limitado a impartirenseñanza de ellas según módulos heredados y conservados sin crítica,pero también sin entusiasmo.

Menos innovador se mostró Gutiérrez en el departamento de Jurispru-dencia, en parte porque encontró aquí resistencias más organizadas y auto-rizadas. El aprendizaje del derecho se dividía, desde los orígenes de laUniversidad, en tres años de cursos teóricos y tres de prácticas en la Acade-mia de Jurisprudencia. Sin negar la importancia de la práctica en la forma-ción del abogado, Gutiérrez dudaba de que la que se realizaba en laAcademia de Juris prudencia fuese tan rica en enseñanzas como hubierasido deseable; por otra parte las necesidades de una formación teórica cadavez más compleja obligaron a incluir materias de teoría en los cursos últi-mos, atendidos por la Academia, ante la imposibilidad de recargar aún máslos tres primeros. Esta situación alcanzó su fin en 1872, cuando la Academiafue suprimida luego de más de medio siglo de existencia: la formación prác-tica de los futuros abogados pasaba a ser atendida a través de la cátedra deprocedimientos. Al mismo tiempo bajo el rectorado de Juan María Gutiérrezse amplió el curriculum de los estudios jurídicos: particular insistencia pro-digó el Rector en la defensa de su proyecto de creación de una cátedra demedicina legal, destinada en su mente no sólo a proporcionar enseñanzaen un aspecto importante de las futuras actividades profesionales de losalumnos, sino sobre todo —de acuerdo a un criterio constantemente pre-sente en el espíritu de Gutiérrez— a poner a los que en un porvenir cercano—si seguían vigentes los usos políticos y sociales del país—, iban a tener asu cargo el gobierno de la nación y la orientación de su vida pública en con-tacto con la escuela de esa probidad intelectual que Gutiérrez apreciaba porencima de todo, y que era la ciencia natural en el momento en que —en po-sesión aparentemente segura de un método riguroso— rea lizaba vertigino-sos avances. Lograda, no sin lucha, la creación de la cátedra, ésta, sinembargo, no pudo dictarse, sino por muy breve tiempo: también aquí el

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país no aparecía totalmente maduro para el esfuerzo que de él se requería.Esta situación fue tomada muy en cuenta por Gutiérrez para la más im-

portante, la más orgánicamente planeada de sus creaciones universitarias:el departamento de Ciencias Exactas, que había dejado de hecho de existir.Para reconstruirlo, Gutiérrez creía necesario recurrir a la contratación deprofesores en el extranjero. Luego de obtener autorización y fondos del go-bierno provincial, el doctor Gutiérrez encomendó a Paolo Mantegazza, mé-dico italiano, emigrado desde hacía diez años y destinado a obtener en losucesivo una reputación más amplia que sólida como divulgador científico,la delicada tarea de buscar en su patria a profesores de adecuado nivel cien-tífico que se mostrasen a la vez dispuestos a recomenzar casi desde elpunto de partida la enseñanza de las ciencias exactas en Buenos Aires. Paraatraerlos, el go bierno estaba dispuesto a sacrificios financieros no insigni-ficantes: en primer término asegurarles sueldos en pesos de plata, con equi-valente fijado por el contrato en oro, y libres, por lo tanto, de lasfluctuaciones de la moneda corriente. Al mismo tiempo, en el proyecto decontrato por él redactado, Gutiérrez extrema las precauciones, que mues-tran que su reverencia por los sabios del viejo continente no está del tododesprovista de malicia: así cuando se asegura de que el afán exploratoriode los futuros profesores sólo podrá ejercerse durante los meses de vaca-ciones, o que éstos no tomarán a su cargo ningún trabajo rentado apartede la docencia universitaria y las actividades con ellas conexas.

Sólo en 1865 fue posible encontrar —con el auxilio del Ministerio deInstrucción Pública italiano— los pro fesores buscados. Fueron ellos Ber-nardo Speluzzi, Pellegrino Strobel y Emilio Rossetti, que a mediados de eseaño se hallaban ya en Buenos Aires y a comienzos del siguiente debían co-menzar las clases del nuevo departamento universitario. En junio de 1865éste era creado por decreto del gobernador Saavedra: se lo destinaba a laenseñanza de las matemáticas puras y aplicadas, y de la historia natural (estaúltima orientada a la mineralogía y geología). Los títulos que otorgaba elnuevo departamento eran el de ingeniero y el de profesor de matemáticas.Los cursos se dividían en tres grupos de materias: matemáticas puras, apli-cadas e historia natural; el pri mer grupo comprendía cinco años de estudiosy no menos de doce materias; el segundo cuatro y once asignaturas; el ter-cero tres y cinco materias. Por otra parte esta división docente no implicabaespecialización: los ingenieros debían seguir los tres primeros cursos de

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matemáticas puras, todos los de matemáticas aplicadas y los dos últimosde historia natural; los profesores en matemáticas puras, todos los de estaorientación, más la geometría descriptiva, incluida entre las aplicadas. Porúltimo el primer curso de historia natural, que no estaba incluido en el cu-rriculum de ninguna de las dos carreras, era agregado al plan de estudiospreparatorios. Cada uno de los profesores contratados en Italia debía tomara su cargo un entero grupo de materias: a esta vastísima tarea docente debíaagregar otras de investigación. El profesor Spelluzzi era el encargado dedictar matemáticas puras, el ingeniero Rossetti las aplicadas y el doctor Stro-bel la historia natural.

Luego de los necesarios reajustes (bien pronto los profesores advirtie-ron que la enseñanza debía colocarse en un nivel más elemental de lo quesuponía un plan de estu dios demasiado optimista) el nuevo departamentodesarrolló su actividad en forma en extremo eficaz; en 1866 una ley pro-vincial lo dotaba con cuatrocientos mil pesos papel para la compra de ins-trumentos, con la cual pudo completarse el gabinete de física y comprarlos aparatos necesarios para las materias de aplicación. Las tareas de inves-tigación tuvieron comienzo en el verano de 1866, con relevamientos de laszonas adyacentes a las nuevas líneas ferroviarias, realizados por los alumnosbajo la dirección de Rosetti, y exploraciones geológicas y mineralógicas deéste en la zona andina.

En 1869 egresaba del nuevo departamento el primer plantel de inge-nieros; esta carrera, de horizontes prácticos más evidentes, tuvo vida máslozana que la de profesor en matemáticas. Una vez más la realidad nacionalponía límites al éxito de los proyectos de Gutiérrez, que por su parte se-guía viendo en la difusión del conocimiento científico-natural, acaso antesque una adecuación a las nue vas necesidades técnicas, una escuela derigor intelectual no desprovisto de connotaciones éticas. De todos modos,a partir de esta escuela de ingeniería, las ciencias exactas y naturales al-canzaron cultivo más sistemático en el país; si Strobel debió alejarse bienpronto de Buenos Aires, Rossetti y Spelluzzi permanecieron durante largosaños, hasta 1885, colaborando en las actividades de la insti tución que ha-bían fundado. Ya al vencer su primer contrato de cinco años propusieronque se recurriese a la colaboración de estudiosos locales, formados algu-nos de ellos en el nuevo Departamento, del cual habían egresado ya LuisA. Huergo y Valentín Balbín entre otros, gracias a cuyos esfuerzos una tra-

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dición científico-natural arraigaba lentamente en el país. Pero a este pri-mer momento de relativo fervor en un saber desinteresado había de seguiruna actitud menos nueva en el medio porteño; los intereses científicosestaban destinados a quedar en segundo plano frente a los estrechamenteprofesionales, en esta nueva carrera como en las que desde antiguo secursaban en Buenos Aires.

Sin duda, la creación del departamento de Ciencias Exactas es el másimportante de los aportes de Gutiérrez a la institución que gobernó durantedoce años; no es de ningún modo el único. Y por otra parte para medir ladimensión exacta de la obra de Gutiérrez es preciso tomar en cuenta la cir-cunstancia sobre la cual ella debió incidir, en la que la penuria material y lacultural multiplicaban recíprocamente sus efectos; en 1864, luego de unavisita del gobernador Saavedra a la sede de la Universidad, el consternadoministro de gobierno solicitaba del Rector que remitiese un presupuestode mejoras a fin de que, por ejemplo, el salón de grados presentase aspectomenos escuálido. Aparte esta inocultable miseria de medios materiales, queincidía de modo que en parte escapaba a la perspicacia ministerial (bastepensar los años de esfuerzos que el Rector prodigó para formar una deco-rosa biblioteca elemental), es necesario tomar en cuenta una tradición de-masiado largamente arraigada de negligencia en los estudios: frente a ella,Gutiérrez no temió recurrir a medidas casi policíacas, como el control es-tricto de asistencias en todos los cursos, respecto de docentes y alumnos.No temió tampoco reconocer el nivel necesariamente modesto, al quedesde el punto de vista científico podía aspirar la Universidad; este reco-nocimiento está en la base de medidas que estaban destinadas en parte aperdurar cuando ya su vigencia no se justificaba, como la que obligaba asacar a la suerte los temas de los exámenes (lo que evitaba todo recelo decomplacencias o animosidades por parte de los profesores, pero tambiénque, en complicidad entre éstos y los alumnos, sólo se explicase y estudiarauna parte mínima del programa aprobado) o —aún más notable— la quequitaba al futuro doctor la elección de las proposiciones que debía defen-der: también ellas se tirarían a suerte, de una extensa lista preparada porlos profesores de las diferentes asignaturas.

Una parte de estas medidas era recogida en el reglamento universitariode 1865, destinado a remplazar al manual de 1833; más importante queellas era la restauración, que el nuevo reglamento preveía, del Consejo de

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Catedráticos, que debía acompañar al Rector en la gestión de la Universidady en cuya estructura se anticipaba algo de una división entre los distintosdepartamentos, como unidades docentes. De hecho, el regla mento hacíadel Consejo de Catedráticos el órgano su premo en el gobierno universita-rio, y le abría un recurso directo ante el gobierno provincial, por cualquieravance del Rector sobre sus propias atribuciones. Al mismo tiempo el re-glamento abandonaba el principio de absoluta gratuidad de la enseñanzauniversitaria introduciendo un conjunto de derechos y gravámenes porexámenes y títulos. También ésta era una iniciativa de Gutiérrez (que bus-caba a través de ella aumentar los recursos desesperantemente escasos dela Universidad) corregida por el gobierno, sobre la base de un dictamen deCarlos Tejedor, que recordaba, por su parte, la pobreza de la mayor partede los estudiantes, y sugería que el mayor peso financiero recayese sobrelos alumnos de colegios particulares, menos desprovistos de recursos.

Estas innovaciones no alcanzaban a satisfacer a Gutiérrez, que en 1871,a pedido del gobierno provincial, elevaba un provecto de ley orgánica detoda la enseñanza, en la cual declaraba la gratuidad de la primaria y secun-daria, separaba el departamento de Estudios Preparatorios y organizaba ala Universidad como una federación de facultades. Preveía a la vez la cons-titución de tri bunales examinatorios mixtos de profesores y profesionales,la creación de la docencia libre, la provisión de las cátedras por concurso.El proyecto, extremadamente complejo, no fue considerado por la Legisla-tura, a cuyo examen lo sometió el gobierno. En 1873 la reforma de la cons-titución provincial obligó de todas maneras al poder político a encarar losproblemas de la organización universitaria, pero en ese momento Gutiérrezhabía dejado de ser Rector.

Los últimos años de su gestión vieron desenvolverse una de esas crisisno infrecuentes en la vida de la Uni versidad, en las cuales, a partir de inci-dentes primero limitados, es la entera organización universitaria la que estásometida a revisión no siempre indulgente. El punto de partida, de la quetocó enfrentar a Gutiérrez, se produjo a fines de 1871, cuando un alumnode Jurisprudencia, reprobado en un examen, se suicidó. Aunque bien prontollegó a predominar la convicción de que el desdichado estudiante no habíasido víctima de injusticia alguna, ello no hizo cesar la agitación de alumnosy profesores. Algunos de estos últimos se dirigieron al gobierno pro vincialpara solicitarle un cambio en la composición de las mesas examinadoras,

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que aumentase el número de sus integrantes. Gutiérrez hizo suyo el pro-yecto, agregando —según una convicción en él muy arraigada— que losnuevos miembros debían tomarse entre los profesionales del foro. Mientraslas notas cambiadas entre el Ministro y el Rector terminarían en la redac-ción por este último del proyecto de Ley Orgánica de la Instrucción Públicaque hemos mencionado más arriba, la crisis se extendió por el departa-mento de Jurisprudencia. Los estudiantes realizaron una reunión en queosaron votar mociones en favor de ciertas reformas. Ello no sólo provocóla alarma del gobierno sino las renuncias de algunos profesores, que se juz-gaban disminuidos por la actitud estudiantil; uno de ellos, al renunciar, pon-deraba su propia eficiencia docente recordando que “cada año repasabatres veces la materia del curso”; otro —Miguel Esteves Sagui—, tras de dis-culpar el arranque de protesta estu diantil, y recordar que como profesorhabía luchado “para que nuestra juventud no sufriera la influencia de lasideas vetustas que nos querían infundir; pero que por instinto allá en elfondo de nuestra alma rechazábamos sin ofender a nuestros maestros”, de-claraba noblemente su perplejidad ante un futuro que veía cada vez menosclaro; por justificada que estuviese la rebelión estudiantil era evidente quesu perduración era incompatible con una seria actividad docente. . . Nosencontramos aquí con la primera de un conjunto de crisis que repetiránen sus rasgos esenciales el esquema de la presente: por una parte, una en-señanza algo rutinaria, un cuerpo de profesores que no siempre merecedel todo el respeto que conminatoriamente solicita de sus estudiantes; porotra parte, una protesta es tudiantil en la que las inspiraciones de renovacióncul tural quedan a veces en segundo plano ante sugestiones de mera como-didad. Estas confusas, tumultuosas crisis que causan antes que la indigna-ción la desazón de quienes querrían para la Universidad una vida másapaciblemente fecunda están sin embargo lejos de ser estériles: testimoniode un clima cultural todavía extremadamente modesto, son sin embargo elúnico medio que en esa circunstancia queda abierto a la Universidad parasuperar paulatinamente las consecuencias de esa situación. En efecto, fueprecisamente esa crisis abierta en 1871 la que permitió, por una parte, en-carar de modo más sistemático los problemas propios del departamentode Jurisprudencia (mediante las medidas recordadas en páginas anteriores),y por otra examinar nuevamente y en forma conjunta el de la estructura ygobierno de la Universidad, que sólo había recibido solución provisional y

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esquemática en el reglamento de 1865. Esa reforma, proyectada por Gutié-rrez, no iba a ser aplicada sino luego de su apartamiento del rectorado. En1873, en efecto, alcanzaba la jubilación, cuando las consecuencias de unaantigua enfermedad cardíaca (que iba a causar su muerte súbita cinco añosmás tarde) limitaban ya cruelmente su actividad como rector. La nueva es-tructura universitaria iba sin embargo a seguir en sus líneas esenciales lapor él proyectada. El punto de partida para ella estaba dado por el artículo33 de la Constitución provincial de 1874, que reconocía a “las Universida-des y facultades científicas, erigidas legalmente” el derecho de expedir tí-tulos; la habilitación para el ejercicio de profesiones liberales era declaradaasunto de competencia legislativa y no constitucional. La Constitución agre-gaba unas bases para la organización de las Uni versidades que ponían acargo de la existente “y las que se fundasen en el futuro”, por ley de la Le-gislatura pro vincial; la instrucción secundaria y superior de la provincia.Seguidamente proclamaba el principio de la gratuidad limitada de la ense-ñanza universitaria, y daba por último algunas normas relativas al gobiernode las univer sidades. Éstas se compondrían de un consejo superior, presi-dido por el Rector, y varias facultades. El primero estaría integrado por losdecanos y delegados de las fa cultades, y éstas por miembros ad-honorem“cuyas condiciones y nombramientos determinará la ley”.

Estas normas constitucionales imponían una reforma de la entera es-tructura universitaria, pero no daban de ella sino las líneas maestras. Latarea fue completada por el gobierno de la provincia, que el 23 de enerode 1874 encargaba a una comisión integrada por Gutiérrez y los doctoresJosé María Moreno y Pedro Goyena para que elaborasen “un proyecto deordenamiento y clasificación de los estudios” que permitiese la reestructu-ración univer sitaria de acuerdo con el nuevo texto constitucional. Graciasa la labor de esta comisión, el 26 de marzo de 1874 el gobierno podía dictarun decreto destinado a adaptar —hasta tanto se dictasen las leyes previstaspor el texto constitucional— la vida universitaria a las disposiciones delmismo. Este decreto pone las bases de un régimen universitario que sóloconocerá cambios menores hasta que las grandes crisis de comienzos delsiglo XX revelen lo que tiene de inadecuado. Respecto del pasado introducecam bios capitales; el más importante de los cuales no es por cierto la orga-nización en facultades sino la amplitud de atribuciones que se reconoce alos cuerpos universitarios en el gobierno de la propia institución: el prin-

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cipio de la autonomía universitaria, que Gutiérrez hubiera deseado intro-ducir ya anteriormente en el gobierno de la Universidad de Buenos Aires,no era proclamado en el texto del decreto, pero sus corolarios no estabanausentes de él. En este sentido, la reforma de 1874 marca el provisionalpunto de llegada de un proceso que comienza a insinuarse en el períododel Estado de Buenos Aires.

El decreto de 1874 prevé la existencia de un Consejo Superior, integradopor los decanos de las distintas Fa cultades y dos delegados elegidos porcada una de éstas. Las Facultades son cuerpos integrados por miembrosacadémicos y honorarios; sólo los primeros tendrán voto, y deben haberrealizado los estudios correspondientes a la facultad respectiva. Los prime-ros académicos serán nombrados por el Poder Ejecutivo; luego los desig-nará la facultad respectiva. Y (una decisión que merece ser subrayada), elempleo de profesor en cualquiera de los ramos científicos no induce la ca-lidad de miembros de la facultad: la separación entre la actividad docentey el gobierno de la Universidad es así prevista como posible: en la concien-cia de la época era además considerada deseable; en efecto, la idea de que,por muy variadas razones, el cuerpo de profesores necesita alguna super-visión externa a él mismo, está en nuestro país muy arraigada, y no proviene—como demasiado rápidamente suele suponerse— de la propaganda enfavor de la reforma universitaria, a partir de 1918.

Las facultades así constituidas se reúnen cada cuatro años para elegirrector; cada una de ellas elige con la misma periodicidad su decano. El de-creto enumera, por otra parte, las facultades en que se divide la Universidad.Eran ellas la de Humanidades y Filosofía, la de Ciencias Médicas, la de De-recho y Ciencias Sociales, la de Matemáticas y la de Ciencias Físico-Natura-les. De ellas sólo la de Cien cias Físico-Naturales implicaba una nuevacreación do cente; la de Ciencias Médicas volvía, luego de veinte años, a in-tegrar la estructura de la Universidad de Buenos Aires.

Aún separada administrativamente del cuerpo universitario, la Facultadde Medicina no había sido ajena a esa crisis que en 1871 se había abiertoen la enseñanza universitaria. Por el contrario, en ella el conflicto se diocon mucha mayor claridad. Su punto de partida fueron unos artículos pu-blicados en el diario La Prensa por José María Ramos Mejía a lo largo delverano de 1872-73. En ellos se hacía un examen sin complacencias del nivelde la enseñanza en esa Facultad y se llegaba a la conclusión, abundante-

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mente fundada, de que el mismo dejaba mucho que desear; la Facultad, con-cluía el juvenil crítico, “no corresponde siquiera al grado de cultura alcan-zado por la sociedad en que vive”. Ahora bien, ocurría que el poco benévolocensor era a la vez estudiante del primer curso, y cuando en febrero de1873 intentó matricularse en el segundo su solicitud fue rechazada. Estaactitud venía a confirmar demasiado puntualmente las acusaciones de ex-cesivo autoritarismo que contaban entre las menos graves formuladas porRamos Mejía. Por otra parte, el presidente de la Facultad, doctor Montes deOca, no dejó de proporcionar nuevos argumentos a su censor, cuando, enprevisión de actitudes de protesta colectiva por parte de los estudiantes,creyó necesario advertirles personalmente que si en el pasado la Facultadhabía sido excesivamente tolerante con sus alumnos, en el futuro se pro-ponía ser estricta. Ello, como es natural, no impidió que Ramos Mejía si-guiera escribiendo sobre las “añejas preocupaciones” de sus profesores, ymatizando estas elevadas lamentaciones con evocaciones mucho más ame-nas en que la ciencia de sus maestros no quedaba demasiado bien parada.Y a su crítica se unió la voz solemne de la prensa porteña; muy pronto eldiario que prestaba infatigable hospitalidad a los escritos de Ramos Mejíahabía dejado de ser el único que se interesaba por los asuntos de la Facultadde Medicina. Un coro indignado protestaba contra las autoridades docen-tes, que en su añoranza “del coloniaje” mostraban tan escaso respeto por lalibertad de prensa. En este momento algo tardío el doctor Montes de Ocadecidió buscar asesoramiento jurídico en el Fiscal de Estado, que se pro-nunció en contra de la sanción aplicada a Ramos Mejía; el reglamento dis-ciplinario de la Facultad no podía, a su juicio, tener vigencia sobre laconducta de los alumnos fuera del establecimiento; si Ramos Mejía habíahecho mal uso de su derecho constitucional de expresar sus ideas por laprensa, los que se consideraban injustamente agraviados debían tomar elcamino de los estrados judiciales. Pero precisamente Ramos Mejía se lehabía anticipado. Buscando responder de algún modo a la campaña deprensa, el secretario de la Facultad de Medicina había publicado un vehe-mente comunicado, en que acusaba de muy variados delitos a Ramos Mejíay a algunos estudiantes que le habían expresado su apoyo. Ahora debía en-frentar un juicio criminal, y sus argumentos de defensa no se apoyaban porcierto en la veracidad de sus imputaciones, afirmaba que, habiendo publi-cado el comunicado en su carácter de secre tario de la Facultad, la respon-

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sabilidad del mismo no recaía sobre su persona, sino sobre la corporación.La agitación en el seno de la Facultad misma era por otra parte intensa

y se mantuvo a lo largo de la primera mitad de 1873. No tiene entoncesnada de extraño que la reincorporación de la Facultad de Medicina a la es-tructura universitaria se haya acompañado de la revi sión de todo el régimende enseñanza y plan de estudios, atendiendo por lo menos en parte a lascríticas formuladas en la campaña de prensa y buscando, a la vez que lamodernización de la enseñanza, la implantación de recaudos adecuados(como la enseñanza privada y la designación de profesores por concurso)que se esperaba evitarían en lo futuro la consolidación de ciertos gruposde profeso res unidos entre sí por todo tipo de solidaridades y dispuestos asometer a su completo dominio la entera vida de la Facultad.

Ésta se incorporaba a una Universidad que tenía a su frente, a partirdel 15 de enero de 1874, a Vicente Fidel López. Al nuevo Rector tocabaencarar, no sin dificultades, la implantación de la nueva estructura univer-sitaria. Bien pronto se advirtió que la Facultad de Humanidades y Filosofíaplanteaba problemas particulares; sin duda debía organizarse sobre la basede los cursos de humanidades implantados durante el rectorado de Gutié-rrez en el departamento de Estudios Preparatorios, pero no se deducía ne-cesariamente de ello que la Facultad debía tomar a su cargo la totalidadde ese antiguo departamento. Planteada la cuestión a mediados de 1874,el Consejo Superior, asesorado por una comisión que integraban JuanMaría Gutiérrez, Andrés Lamas y Miguel Puiggari, resolvió en este últimosentido. Los planes de estudio de la nueva Facul tad, redactados por unacomisión que integran el Rector Juan María Gutiérrez, José Manuel Estraday Dardo Rocha, fueron aprobados en 1876. A pesar de que en el año ante-rior se había previsto que la Facultad conferiría entre otros títulos el deDoctor, se la estructuraba ahora como una escuela media bifurcada du-rante los últimos tres del total de seis cursos en una orientación literariay otra científica. De hecho, la Facultad no llegó a realizar ni ese proyectomenos modesto de lo que a primera vista parecía; en lo esencial fue unanueva denominación para los cursos preparatorios.

Igualmente resultó difícil de llevar a la práctica la división entre dosfacultades de las disciplinas estudiadas en el antiguo departamento deCiencias Exactas. Mientras la Facultad de Matemáticas, que extendía suciclo docente a siete años, aseguraba un adecuado horizonte profesional

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a sus alumnos, la de Ciencias Físico-Naturales no parecía ofrecerlo dema-siado claramente; de allí que su vida fuese poco vigorosa y terminase porser suprimida.

Las creaciones previstas por el decreto de 1874 no innovan entoncescon eficacia en el panorama de estudios universitarios: en el difícil equili-brio entre las finalidades profesionales de la actividad universitaria, exigidaspor el medio, y la vocación científica que da sentido a esa actividad misma,parece como si la acción de Gutiérrez hubiese logrado orientar a la Uni-versidad en la medida máxima que la realidad permitía en el segundo sen-tido: los intentos de ir más allá, en los años inmediatamente sucesivos, eraninmediatamente corregidos por el fracaso. Nos encontramos también aquícon una suerte de agotamiento de la energía creadora que se había mani-festado en la etapa anterior: la Universidad no puede dejar de sufrir las con-secuencias del clima histórico en que entra a vivir la nación —o por lomenos sus grupos dirigentes, partícipes cada vez más apasionados delavance económico logrado sin esfuerzo intenso— en este clima las exigen-cias científicas y culturales pierden su perentoriedad, el propósito cerrada-mente profesional vuelve a ser considerado el primero y casi el único dela enseñanza universitaria. Este íntimo agotamiento no se traduce, comohabía ocurrido luego de 1830, en una abierta crisis de la institución uni-versitaria; por el contrario, ésta adquiere estructura cada vez más sólida; re-cibe un número creciente de estudiantes... Pero sigue estando casitotalmente ausente de la historia cultural argentina; si algunas facultades(la de medicina, la de matemáticas) alcanzan un nivel de enseñanza que vade lo tolerable a lo excelente, esos logros no redundan en cambios que seproyecten más allá de las aulas académicas: al revés de lo que ocurre enotras ciudades de Hispanoamérica, en Buenos Ai res la Universidad perma-nece al margen de las grandes renovaciones ideológicas, que sólo gravitanen ella cuando han triunfado ya por completo en la vida cul tural de la na-ción: así las corrientes positivistas y cientificistas aparecen en nuestras Fa-cultades de Derecho y Medicina en la década del 90; antes de ese momen tono habían sido siquiera combatidas, habían sido ignoradas por una institu-ción que —mientras la nación rehacía sus estructuras culturales— seguíaenseñando sus viejas lecciones de siempre. Precisamente el ingreso del po-sitivismo en la Universidad fue una nueva tentativa de dar a la enseñanzauniversitaria un sentido menos estrictamente profesional, de plantear el

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problema de la enseñanza superior como el de la incorporación a un de-terminado orbe cultural, no simplemente el de la adquisición de unas cuan-tas técnicas cuya posesión daba prestigio y provecho. Pero aun esatentativa, marcada en parte por la preparación no siem pre adecuada y elespíritu no siempre suficientemente serio de quienes la dirigieron, y limi-tada sobre todo por la indiferencia del medio a sus exigencias más legíti-mas, estuvo lejos de lograr resultados apreciables. La renovación de nuestravida universitaria es cosa de nuestro siglo; es la consecuencia de una crisisque comenzaba a afectar no sólo a la cultura nacional, sino a la naciónmisma, de una renovación de sus estructuras más hondas... Mientras esa re-novación llegó, la Universidad siguió cumpliendo las funciones relativa-mente limitadas que el medio esperaba de ella; su historia fue poco másque la de su estructura organizativa. Pero, precisamente en este plano, ocu-rren en este período transformaciones cuya importancia es innecesario su-brayar, vinculadas con un hecho capital en la historia de la Universidad deBuenos Aires: su nacionalización.

Ésta era consecuencia de la crisis política de 1880: su desenlace entre-gaba a la Nación la tenazmente disputada ciudad de Buenos Aires, y la Uni-versidad seguía el destino de la ciudad en que había crecido. Ello planteabasin duda problemas muy delicados: baste pensar que las bases de la organi-zación universitaria se encontraban en la Constitución provincial de 1873.Por otra parte la incorporación de la Universidad al sistema docente de laNación no dejaba de exigir otros reajustes de ámbito más limitado, peroigualmente inevitables.

Esta compleja tarea de readaptación estructural fue encarada por laUniversidad de Buenos Aires bajo el gobierno del Rector Nicolás Avella-neda. Antes de éste habían gobernado la Universidad Vicente Fidel López,al que hemos visto hacerse cargo, todavía como funcionario designadopor el gobierno provincial, en 1874, y Manuel Quintana. El primero renun-ció en 1877, como consecuencia de un conflicto de atribuciones encuanto a sanciones disciplinarias dentro de la Universidad, en el cual unaordenanza de abril de ese año concedió al Rector facultad para imponerlasen primera instancia, con derecho de apelación por parte del afectadoante el Consejo Superior. Esta última disposición era juzgada humillantepor el Rector, y ante el fracaso de varias tentativas conciliatorias éste pre-firió dimitir del cargo. El 12 de junio de 1877 la Asamblea Universitaria de-

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signaba al doctor Quintana, que fue así el primer rector elegido y no de-signado por el poder político. Éste se mantuvo al frente de la Universidadhasta el 26 de enero de 1881, fecha en que renunció invocando la magni-tud de los cambios políticos ocurridos, en los que había sido partícipe, yla nacionalización de la Universi dad, que a su juicio no era consecuenciaforzosa de la federalización de Buenos Aires. El juicio que formulaba Quin-tana acerca de la obra realizada por la Universidad durante su rectoradoera bastante ambiguo; tras de recordar la escasez crónica de recursos yafirmar la existencia de un riesgo muy real “de no poder sostenerse”, se-ñalaba que “la masa de los estudios no ha disminuido, que la profundidadde la enseñanza ha aumentado, que el orden queda sólidamente estable-cido”. En efecto, la atención a los aspectos disciplinarios de la vida univer-sitaria fue en este período aún muy grande, debido a las característicasturbulentas que aún se mantenían: las ordenanzas sobre sanciones y disci-plina se multiplican, el reconocimiento de la vigencia de “antiguos abusos”no sólo defendidos por los estudiantes sino también “por una parte delcuerpo docente” aparece, por ejemplo, en el discurso de apertura legisla-tiva del gobernador Casares, en 1876. La atención del rector López — y,aunque menos insistentemente, la de su sucesor— debía volverse una vezy otra a los problemas planteados por la falta de asiduidad de profesoresy alumnos; esa negligencia en la que la Universidad tendía a recaer cadavez que era dejada a sus propias fuerzas, sigue siendo sin duda la mejorexplicación de las continuas turbulencias estudiantiles que son por suparte más bien síntoma que tentativa de solución para la insatisfactoria si-tuación que acaba de describirse. Sin duda, y a pesar de todos estos rasgosnegativos, la Universidad crece y se consolida; sin tomar del todo literal-mente la cifra de dos mil alumnos que Quintana menciona constante-mente en sus memorias anuales y los gobernadores repiten en susmensajes, debe admitirse que la cifra de estudiantes matriculados se hamultiplicado varias veces a partir de los menos de quinientos que cursabanestudios cuando Gutiérrez asumió el cargo rectoral.

Esa Universidad que arrastra en su crecimiento problemas para los queno ha encontrado sino soluciones transitorias, y que ese mismo creci-miento agrava, se ve enfrentada a partir de 1880 con la necesidad de pe-nosos reajustes. El 18 de enero de 1881 la Universidad era entregada algobierno nacional; el 7 de febrero éste designaba una comisión, integrada

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por Avellaneda, Alberdi, Vicente G. Quesada, Manuel Porcel de Peralta yEduardo Wilde, que debía redactar los nuevos estatutos y pla nes de estu-dio. Al mismo tiempo el decreto se anticipaba a la obra de la Comisión re-fundiendo la Facultad de Matemáticas con la de Ciencias Físico-Naturalesy suprimiendo de hecho los estudios preparatorios (los refundía con elColegio Nacional, que pasaba a depender de la Facultad de Humanidades).Por otra parte la comisión tenía fijados en el decreto mismo algunos cri-terios a los que debía ajustarse, en especial en cuanto al go bierno univer-sitario, en el que debía darse nuevamente algún papel a los graduados,integrándolos en la Asamblea universitaria; el retorno a esta solución, quehabía tenido vigencia en las primeras etapas de la existencia de la Univer-sidad de Buenos Aires, se imponía —según el gobierno nacional— paraevitar que el gobierno de la Universidad quedase en manos de un círculoestrecho de docentes y académicos.

Por otra parte la tarea de la comisión estaba destinada a no tener con-secuencias prácticas. En julio de 1881 presentaba ésta su informe y pro-yecto, que era elevado por el gobierno a la consideración del Congreso.Nunca sería tratado por éste: una vez más —como en el ámbito provincialen 1874— se ponía en evidencia el escaso deseo del Poder Legislativo deencarar el problema universitario; esta actitud deliberadamente prescin-dente no debe atribuirse únicamente a indiferencia, sino a una concienciamuy viva de la complejidad de los pro blemas y soluciones frente a los cua-les debía pronunciarse el Congreso: de hecho, era más que una ley quefijara los rasgos fundamentales de la organización universitaria un minu-cioso reglamento lo que se esperaba de él. Lo erróneo del planteo fue ad-vertido claramente por el rector Avellaneda, él mismo parlamentario. Másque la inconveniencia de una ley universitaria excesivamente minuciosa,cuyas disposiciones dieran solución demasiado estable a problemas menu-dos frente a los cuales las cambiantes circunstancias podían sugerir res-puestas también variables, impresionó a Avellaneda la imposibilidadpráctica de obtener la sanción de una ley de ese tipo. Lo más adecuado pa-recía fijar legislativamente unos pocos principios, a partir de los cuales po-drían las propias uni versidades elaborar sus estatutos y reglamentos.

Tal fue el origen de la ley Avellaneda, que gobernó la vida universitariaargentina hasta 1947 (su restauración posterior a 1955 tiene, en efecto,sobre todo un valor simbólico, en cuanto ella se limita a proclamar la vi-

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gencia de la ley Avellaneda en todos aquellos puntos en que no la deroganlas disposiciones de un decreto ley que, precisamente, encara los mismosproblemas que la ley de 1885 y les da casi siempre soluciones distintas delas previstas por ésta). Tal como la había proyectado Avellaneda, la ley con-tenía tan sólo disposiciones generales, a las cuales debían ajustarse las uni-versidades de Buenos Aires y Córdoba para dictar sus estatutos, y se ateníapor otra parte dentro de lo posible a normas ya vigentes en esas universi-dades. Tras declarar que la Universidad se compone del Rector, el ConsejoSuperior, las Facultades y la Asamblea Universitaria, y deslindar sumaria-mente las atribuciones de cada una de esas autoridades, disponía el pro-yecto de Avellaneda que “en la composición de las facultades entrará,cuando menos, una tercera parte de los profesores que dirigen sus au las”;fija el principio de la designación de profesores por oposición y prevé laexistencia de profesores libres, admitidos por las Facultades, previa infor-mación de vita et moribus. Finalmente reglaba la constitución de un fondouniversitario, integrado por la parte de lo recaudado como derechos queel Consejo Superior destinara a ese fin.

Son las disposiciones relativas a la composición de las facultades y alrégimen de concursos por oposición las que más interesaron a los legisla-dores, a través de debates más prolijos que ricos en ideas. Ese interés rela-tivamente escaso en los problemas más generales de la vida universitariase debe, en parte, desde luego, a un acuerdo general acerca de los mismos(así el problema de la autonomía universitaria fue resuelto sin discusión;todos los legisladores parecían concordar en que ella era indispensablepara el buen funcionamiento de la institución, pero a través de las discu-siones se ve muy claramente que no todos sabían de qué se trataba). Tam-bién es preciso tomar en cuenta, sin embargo, la falta de un interésauténtico por los problemas universitarios, la falta de nociones claras sobrela jerarquía y el orden de urgencia en que los mismos se daban. Sobre todocomo testimonio (esencialmente negativo) del interés de la comunidadnacional por su Universidad, tal como se revela en las opiniones de ungrupo superior al nivel medio, son interesantes los debates que acompa-ñan la elaboración de la ley.

Ya en el Senado la Comisión de Legislación introdujo en el texto delproyecto algunos cambios. El primero se refería a la composición de las fa-cultades, integradas por mitades por miembros designados por el Poder

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Ejecutivo y por la propia Facultad. El segundo establecía la periodicidad dela cátedra, y fijaba para ella un plazo de ocho años. Esta solución era intro-ducida para no hacer irreparables las consecuencias de los concursos, encuya eficacia no tenían los miembros de la Comisión una fe sin mezcla. Esprecisamente este se gundo punto el que va a dar lugar a discusión másardua. La designación de profesores había estado tradicionalmente a cargodel Gobierno; según el ministro de Instrucción Pública, Justicia y Culto nohabía razón alguna para cambiar ese régimen de designación. En todo casopodía admitir que la designación pasase a las facul tades; veía en cambio elministro Wilde con horror la adopción del régimen de concursos. Este úl-timo había sido una antigua aspiración en nuestra vida universitaria; la Fa-cultad de Medicina lo había aplicado —sin resultados particularmentefavorables— durante su separación del cuerpo universitario; Gutiérrez habíaintentado hacer de él el modo general de designación de pro fesores. Auncuando se prescindía de implantarlo, era tradicional aceptarlo como el mejormodo de selección del cuerpo docente; así las normas provisionales de1865, que imponían la designación gubernativa, subrayaban el carácter pro-visional de esta solución, que debía regir hasta que llegara “la oportunidadde establecer los con cursos”. Ahora, el ministro recusaba desenfadadamentela validez de esa aspiración tan arraigada: los concursos eran el peor modode designación, aseguraban un desorden permanente en la vida universitariay estaban lejos de ofrecer al lado de estos inconvenientes ventajas reales.Los valores más serios no se prestarían a someterse a pruebas frente a tri-bunales cuya imparcialidad no estaba asegurada, y cuya competencia eratambién problemática (Wilde no dudaba de que el jurado sería la Facultadmisma). Por otra parte, la índole de las pruebas (de nuevo Wilde tenía enmente conferencias públicas en que el brillo de la elocución sería el factordecisivo) hacía que el mérito científico apenas contase: los audaces vence-rían necesariamente a los estudiosos serios; de la misma manera —aseguraWilde— que entre los estudiantes de la Universidad no eran los más valiososlos que hacían carrera más brillante. Esta exposición ministerial estaba abun-dantemente ornada de muy divertidos cuentos al caso, destinados a probarque si las bárbaras universidades medievales —en las que no se enseñabanada de provecho— habían adoptado el concurso, en la nueva era marcadapor el triunfo de la ciencia positiva el mejor modo de designación era elque la dejaba librada al bon plaisir del Ejecutivo.

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Finalmente, el proyecto fue aprobado por el Senado con las reformasintroducidas por la Comisión, y otra que fijaba en cuatro años el plazo porel cual se designaba al rector. El principio del concurso, pese a la enérgicaresistencia ministerial, era mantenido por muy estrecho margen (diezvotos contra nueve). En la Cámara de Diputados la discusión estaba desti-nada a tener una amplitud algo mayor. La Comisión de Culto e InstrucciónPública aconsejó eliminar el concurso por oposición, y fijar el siguientemodo de designación: “la Fa cultad respectiva votará una terna de candida-tos que será pasada al Consejo Superior, y si éste la aprobase, será elevadaal Poder Ejecutivo, quien designará de ella el profesor que deba ocupar lacátedra”. Esta solución, según el miembro informante, diputado Demaría,tenía el mérito de hacer casi imposible el favoritismo, estableciendo dosrevisiones de la propuesta originaria, y a la vez el de esquivar los inconve-nientes prácticos que, según el testimonio del mismo diputado, el propioAvellaneda había terminado por reconocer como muy serios en el sistemade concursos de oposición.

Tras de una escaramuza inicial sobre la constitucionalidad de la ley, quea juicio de algunos implicaba la delegación en un organismo dependientedel Poder Ejecutivo de facultades reservadas por la Constitución al Con-greso, la Cámara baja aprobó en general el proyecto y comenzó su laberín-tica discusión en particular. De nuevo aquí se trató del modo de designaciónde profe sores: si para algún diputado la solución propuesta tenía el defectode retacear la autonomía de la Universidad y para otro —Navarro Viola— elde dar solución demasiado estable a un problema cuyos términos mismosestaban destinados a variar con las cambiantes circunstancias, sin embargoesa solución fue aceptada, aunque sin entusiasmo, por la Cámara.

Discusión más intensa alcanzó el punto referente a la composición delas facultades. El proyecto originario las integraba con “un tercio de los pro-fesores que dirigen aulas” como proporción mínima; para el dipu tado Yofreesa proporción era excesivamente escasa; so licitaba que la ley concediesea los profesores un mínimo de dos tercios dentro del cuerpo de la Facultad.Pero el criterio de la Cámara resultó ser el opuesto: volvía a manifestarseaquí esa desconfianza frente a la capacidad del personal docente de la Uni-versidad para gobernar la institución, que ya hemos visto mostrarse en otrasocasiones. Para el diputado Gallo la propuesta de Yofre tenía el inconve-niente de dejar a los profesores sin control; para su colega Demaría cual-

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quier solución era aceptable mientras “no importara dar mayoría en las fa-cultades a los profesores”; de concederles esa mayoría “el interés particularde los profesores” se sobrepondría al interés de la ciencia. Para NavarroViola reducir la representación de profesores a un tercio no es garantía su-ficiente; él quería verla limitada al quinto del total de miembros de la Fa-cultad. Pero también esto parece un exceso de precaución; finalmente laCámara resuelve mantener el tercio de profesores, pero no como propor-ción mínima sino máxima. Ello es rechazado por el Senado, que concluyepor imponer su punto de vista luego de una doble revisión: se abría así laposibilidad de esquivar las consecuencias del “mezquino espíritu de cír-culo” que se atribuía a los profesores, pero la alternativa que la ley hacíaposible (gobierno de las faculta des por una mayoría de graduados renova-bles por cooptación) presentaba, agravadas, las mismas fallas que pretendíacombatir. La ley, en efecto, creaba un cuerpo gobernante —la Facultad— alque quería ajeno al departamento de estudios que gobernaba: aun los mis-mos profesores que la integraban no actuaban en ella como designados desus colegas, sino por nombramiento de los demás académicos. Los resulta-dos de este sistema de go bierno no podían ser —y no fueron— excesiva-mente felices. Pero sería erróneo creer que sólo su implantación explica larelativa estagnación de la vida universitaria en los veinte años que siguierona la implantación de la ley Avellaneda: apenas desaparecieron las causasmás profundas de ella, la Universidad, bajo estímulos a veces violentos, supoadaptar su estructura a las nuevas circunstancias, y pudo descubrirse en-tonces que la ley Avellaneda, si había hecho posible el gobierno de la Uni -versidad por esos organismos encerrados en sí mismos que eran lasAcademias, estaba lejos de imponer esa de plorable solución: en la flexibi-lidad que su inspirador había querido darle se redescubría el mérito prin-cipal de la ley universitaria.

En efecto, ésta buscaba —y lograba— dar a la Universidad una base ju-rídica sólida, que hasta entonces le había faltado; con esa base o sin ella, laUniversidad sería lo que ella misma y el país quisiesen. Y en los años quesiguieron a la implantación de la ley el país vivió en una sorda lucha inte-rior, que le impidió conceder excesiva atención a sus problemas de máslargo alcance; la Universidad conoció por su parte una etapa relativamenteserena; la falta de esos tormentosos incidentes que habían llenado su his-toria en el pasado y volvería a conocer en el futuro la privó de un estímulo

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renovador no desdeñable. Sin duda, sería injusto negar que en esos veinteaños hizo la Universidad progresos importantes; sin embargo debe coinci-dirse en este punto con el Rector que durante ese período, desde 1885hasta 1906, presidió sus destinos; tal como gustaba de subrayar el doctorLeopoldo Basabilvaso en sus memorias rectorales, la Universidad, si nohabía resuelto todos sus problemas, había alcanzado un ritmo sereno queen el pasado había faltado cruelmente: éste era, sin duda, el rasgo más no-table de la época que se iniciaba.

En efecto, la ley Avellaneda no exigía un reajuste esencial de la estruc-tura universitaria; tal como señalaba el rector Basabilvaso el estatuto de1886 recogía la que había adoptado la Universidad de Buenos Aires en1874 y mantenido a través de doce años no libres de tormentas. La auto-nomía universitaria —en los límites en que la ley la reconocía— existíadesde aquella última fecha; su limitación principal era de orden financiero,y ésta era hondamente sentida por el doctor Basabilvaso, que buscó, me-diante una estricta economía, enriquecer el fondo universitario previstopor la ley Avellaneda para hacer de él la base de una cierta independenciaeconómica de la Universidad. Mientras ella no llegaba, el gobierno, por víapresupuestaria, controlaba toda la actividad docente y cultural de la Uni-versidad. De ese control no era lo más temible el peligro para una efectivaautonomía, sino la desidia, sólo interrumpida por esporádicos y no siemprebien inspirados intervalos de actividad, que hacía que el crecimiento dela Universi dad fuera ritmado por accesos no frecuentes de solicitud porparte de los poderes públicos. Las consecuencias de esta situación reapa-recen una vez y otra en las memorias rectorales: alguna vez debe lamentarBasabilvaso que, mientras la Facultad de Ciencias no ve creadas las cátedrasque necesita instalar para su buen funcionamiento, la de Medicina se vepor su parte agraciada por la creación de otras que ni ha solicitado ni ne -cesita... Aparte esos casos particularmente escandalosos, la minucia conque el Rector debe insistir en las necesidades —aun las más modestamenteadministrativas— de la institución a su cargo está mostrando hasta quépunto es su supervivencia misma la que permanece a merced de la oca-sional benevolencia del Gobierno.

Situación particularmente grave porque la Universidad atravesaba unaetapa de rápido crecimiento; sus necesidades económicas aumentaban alritmo de ella. Ese crecimiento era consecuencia del aumento lento pero

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sensible de las exigencias técnicas y culturales del medio: para satisfacerlasera menester dotar laboratorios, armar bibliotecas, crear o acondicionarmedios de enseñanza práctica. Era consecuencia también del aumento másrápido de la afluencia estudiantil; nos hallamos en efecto en el período demás veloz desarrollo urbano de Buenos Aires, que a comienzo de siglo lle-gará ya a ser una ciudad tentacular que cuenta entre las primeras delmundo. Doble motivo, entonces, para un crecimiento en dimensiones y encomplejidad del cuerpo universitario, que esta vez no va acompañado, nimucho menos orientado, por un repensamiento sistemático de las tareasque son propias de la Universidad en esta etapa de su historia. Por el con-trario, la Universidad crece, como la Nación en la cual ha nacido, en un pro-ceso ciego y poderoso de expansión apoyado en un vigor casi biológico...

Sin embargo, si la Universidad en su conjunto no se renueva esencial-mente en este período es a lo largo de él cuando comienzan a encontrareco en su seno los planteos de nuevos problemas, menos directamentegobernados por la estrecha consideración de la formación profesional desus estudiantes. Se ha señalado ya en el triunfo del positivismo en las aulasuniversitarias un signo —aunque tardío— de esa actitud nueva; menos queel optimismo positivista tardó en encontrar su camino hacia el aula uni-versitaria esa actitud entre crítica y meramente descorazonada que, sin re-cusar las bases teóricas del anterior optimismo, sin negar la validez delevangelio del progreso, comienza a preguntarse si la versión argentina quede ese evangelio ha venido elaborándose, cada vez más atenta a una pros-peridad material, por otra parte bastante inestable, no es radicalmente in-suficiente. Sin llevar a sus últimas consecuencias estos planteos disidentes,quienes los formulan gustan de detenerse en las consecuencias negativasde esa actitud en el plano cultural, que no siempre distinguen con ri gorde sus igualmente negativas consecuencias morales.

Esta actitud nueva, no contrapone entonces al que había sido a la vezel credo y el mito de una entera etapa histórica argentina otro credo igual-mente maduro, otro mito igualmente capaz de orientar las voluntades, sinotan sólo un conjunto de objeciones sin duda fundadas pero no sistemati-zadas, una red de reticencias que alcanza a debilitar la antigua fe pero noa remplazarla. Pese a su incoherencia, o acaso por esa incoherencia misma,esa actitud es en extremo representativa de una etapa crepuscular de laconciencia nacional, y precisamente esa representatividad puede explicar

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el eco singularmente rápido encontrado por ella en una Universidad que,como la de Buenos Aires en esa etapa de su historia, estaba lejos de mostrarafición a demasiado innovadoras aventuras intelectuales. El homenaje dela Universidad a ese espíritu nuevo fue la única creación importante deesta etapa, la de la Facultad de Filosofía y Letras.

Esta Facultad había de hecho dejado de existir en 1883, cuando la leyde presupuesto eliminó las partidas con ella vinculadas; antes de esa fechano había sido mucho más que el antiguo departamento de Estudios Prepa-ratorios; luego de la fusión de éste con el Colegio Nacional, que fue conse-cuencia de la nacionalización de la Universidad, no dejó de pensarse enorganizar en los hechos y no sólo en el nombre, una institución para el es-tudio de las humanidades en nivel universitario; y la nueva Facultad de Fi-losofía y Humanida des fue en efecto creada en 1882, con un muy discutidoplan de estudios elaborado por los profesores Lewis, Larsen y Calandrelli;su existencia —por otra parte nomi nal— iba a durar un solo año, y encon-traría término brutal en la medida antes recordada, que la eliminaba delpresupuesto nacional.

A partir de ese momento la Universidad no renunciaría, sin embargo, acompletar la estructura de sus facultades con una consagrada a las huma-nidades. En 1896 esa pretensión se realizaba en forma más duradera con lacreación de la Facultad de Filosofía y Letras. Des de su origen mismo la Fa-cultad fijó como fin propio de su enseñanza no sólo la formación de estu-diosos en las disciplinas humanísticas, sino también la preparación de losfuturos profesores de enseñanza media en esas asignaturas. El segundo pro-pósito —sin el cual la Facultad no hubiese podido sobrevivir— estaba sinembargo condicionado en sus posibilidades por la disposición del Go-bierno a admitir que la docencia exigía, en efecto, una formación profesio-nal especializada; por razones que iban desde las muy evidentes deconveniencia política hasta otras vinculadas con el nivel cultural del medio,los sucesivos gobiernos se mostraron poco dispuestos a admitirlo; con elloiba a sufrir, además de la calidad de la enseñanza media, la vitalidad de lanueva creación universitaria.

La nueva Facultad logró sin embargo arraigar en un ambiente que gus-taba de proclamar hostil a las manifestaciones más altas y desinteresadasde la actividad intelectual. Gracias a ella comenzó el cultivo más sistemáticode estudios que hasta entonces habían estado a car go de aficionados a me-

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nudo brillantes. Pero fueron naturalmente estos últimos —salvo en lo querespecta a las lenguas clásicas, en las cuales la Facultad iba a contar desdeel comienzo con la presencia de profesores extranjeros o formados en Eu-ropa, entre los cuales iba a destacarse un maestro admirable, el italiano Fran-cisco Capello— los que formaron el primer plantel de profesores. Sinembargo, el fondo mismo de la actitud de estos lo constituía una honradaseriedad; la Facultad comenzó así por proporcionar a quienes sentían du-ramente las limitaciones del medio en que se habían formado una suertede refugio contra la general autocomplacencia que aceptaba con excesivafacilidad los frutos siempre aproximativos de la improvisación. Diez añosmás tarde a esos gentlemen and scholars iban a agregarse otros estudiososque podían ya ver en una vocación por las humanidades algo menos ex-cepcional, para los cuales ella no se identificaba ya, románticamente, conuna fatal marca del destino, era tan sólo una razonable preferencia por cier-tas actividades intelectuales que requerían una seria formación técnica.Diez años después de su fundación, la Facultad comenzaba a contar con la-bora torios e institutos, a lanzar colecciones eruditas... Esa rápida —si bienno siempre muy profunda— trasformación no se dio tan sólo, por cierto,en el ámbito limitado de la nueva Facultad; corresponde a la afirmacióncada vez más general de exigencias científicas e intelectuales nuevas. Coin-cidía también con cambios aún más amplios en la vida argentina, que ibana tener manifestación particularmente visible cuando, en 1916, comenzó agobernar al país un presidente que había sido de veras elegido por el paísentero. Esa renovación intelectual, esa rápida transformación social, esosdos procesos que avanzaban juntamente y multiplicaban recíprocamentesus efectos, resultaron ser demasiado para la estructura de la Universidadde Buenos Aires, que sólo a través de una creciente rigidez parecía haberalcanzado la estabilidad. A los veinte años de paz que acababan de transcu-rrir iba a suceder un cuarto de siglo de afiebrados intentos de reorganiza-ción universitaria, que a partir de 1918 iban a integrarse en un movimientoque unía a la militancia inmediata la búsqueda de soluciones coherentes yfundadas para los problemas universitarios, y no sólo para ellos: el refor-mismo. Hasta que esa prolongada crisis universitaria —aspecto a su vez delas más complejas crisis que atraviesa la Nación cuando busca organizarsecomo una democracia moderna— recibe un desenlace que es consecuen-cia del que alcanza la experiencia democrática en el plano nacional: a partir

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de entonces la historia universitaria no parece sino ser el eco tormentosode la atormentada, confusa historia del país.

Pero sería erróneo creer que esas experiencias que parecen concluirinevitablemente en fracasos o interrumpirse por catástrofes externas nodejan un saldo en la vida de la Universidad de Buenos Aires. Sería aun máserróneo creer que no lo habían dejado los veinte años de paz acaso dema-siado silenciosa que abrían ahora paso a nuevas tormentas; la intensidadmisma que éstas alcanzaron, el eco que pudieron encontrar en la naciónentera muestran acabadamente que en período ahora cerrado el lugar dela Universidad en la vida nacional había crecido enormemente. Precisa-mente porque la Univer sidad era ahora un cuerpo más complejo, unidopor mil hilos diversos con un país en vertiginosa transformación cultural ysocial, los grupos que por veinte años habían podido gobernarla se vieronde pronto desbordados; la estructura universitaria misma que durantetreinta años había podido absorber tanto crecimiento y tan variadas reo-rientaciones, reveló súbitamente su radical insuficiencia.

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Capítulo III

Reforma

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La Universidad, en efecto, ha crecido mucho a partir de 1885, y siguetodavía creciendo con igual rapidez en el primer decenio del nuevo siglo.Los dos mil estudiantes —nunca demasiado rigurosamente contados— deque se jactaba Quintana, quedaron reducidos a menos de mil cuando losestudios preparatorios fueron separados de la Universidad: eran cuatro milen el año del Centenario. En las calles de Buenos Aires, en los días de pro-testa estudiantil, bastaban ya para formar una multitud. . . Y esos estudiantesparticipaban, en más de una manera, en la vida nacional, en una hora con-fusa y agitada. El surgimiento de un movimiento sindical, de fuerzas polí-ticas nuevas con él vinculadas, que tan vivamente logró atraer la atenciónde nuestros intelectuales a comienzos del siglo —de Ingenieros como deLugones o Payró— y que despertó la curiosidad a ratos benévola de unpúblico más vasto (sin duda es ésta la época de la promulgación de lasleyes represivas, pero también la de los grandes éxitos mundanos de losoradores socialistas europeos que nos visitaban) no dejó de evocar la sim-patía de grupos estudiantiles no desprovistos de cierta importancia numé-rica. Otros encontraban expresión política en movimientos inspirados enideologías menos nuevas, pero no menos dispuestos a manifestarse porvía revolucionaria: Roberto Giusti, en sus recuerdos de estudiante de Filo-sofía y Letras, nos ha contado cómo, periódicamente, algunos de sus com-pañeros desaparecían para participar en los alzamientos radicales, siemprefracasados y siempre resurgentes... Años inquietos, entonces: el agota-miento de las soluciones políticas y sociales que durante un cuarto de

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siglo había seguido —y no sin éxitos notables— el país, se hacía evidentepara todos: Carlos Pellegrini, acaso el más valioso de los políticos que conesas soluciones se habían identificado lo iba a proclamar con una lucidezadmirable. Pero si esos cambios parecían tan urgentes era, entre otrascosas, porque, sin que se lo advirtiera demasiado, ellos se estaban produ-ciendo ya. Sin duda, políticamente la Argentina seguía gobernada por loque todas las oposiciones (reflejadas, por ejemplo, en la infatigable vozdel gran diario La Prensa) llamaban la oligarquía, heredera no del tododigna de ese grupo dirigente que había realizado la organización nacional,que había puesto las bases de la segunda Argentina, transformada hasta susestructuras más hondas por el ferrocarril y la inmigración. Pero en otrosplanos esta hegemonía estaba bastante maltrecha: baste pensar en quienesformaban, a principios del siglo, la plana mayor de las le tras argentinas, allado de un nostálgico patricio como Rafael Obligado. Piénsese todavía ennuestras nacientes artes plásticas, o —ejemplo todavía más revelador—en nuestra historiografía, transformada en sentido erudito a partir de 1905por un grupo de estudiosos cuyos nombres mismos —Levene, Ravignani,Molinari— están manifestando un cambio no limitado por cierto a los as-pectos técnico-científicos de la tarea histórica.

Estos cambios no eran dificultados por cierto por la resistencia de losgrupos dirigentes tradicionales, que por el contrario se mostraban insóli-tamente abiertos y benévolos ante quienes traían a la vida cultural de laNación la voz nueva de esa segunda Argentina en la que la oligarquía veíasu obra más valiosa: todavía muchos años después Alberto Gerchunoff, quetras de llegar al país desde la miseria de un ghetto de Rusia meridional co-noció también aquí la pobreza antes de ganar honra y provecho como unode los más inspirados escritores de la generación del Centenario, iba a re-cordar con declarada nostalgia ese ancien régime oligárquico y colocaren el punto de partida de nuestras desgracias nacionales a ese “gran de-rrumbe de 1916”, en que el gobierno de la oligarquía fue remplazado porel de la mayoría.

Pero precisamente esa sustitución era el epílogo necesario de los tras-pasos de posiciones directivas que, en un clima de universal benevolencia,habían ido dándose en los años primeros del siglo XX. Sólo que cuandoella se produjera, esa benevolencia sería mucho menos marcada: sin pro-vocar la guerra civil que trataba precisamente de evitar, disminuyendo por

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el contrario la tensión política visible, la democratización de nuestro régi-men de gobierno creó, sin embargo, una fuente nueva de tensión, originadaen los grupos desplazados del poder político, que si no podía expresarsebajo la forma de protesta tumultuosa, encontraba otros modos de manifes-tación a la larga no menos eficaces. Esa tensión esconde por el momentoun hecho que sin embargo es preciso subrayar con rigor: la coincidenciaesencial, en cuanto a los grandes planteos, entre los desplazados y quieneslos remplazan. Beneficiarios de la creación de la segunda Argentina, los gru-pos que ahora pasan al primer plano reprocharán sobre todo al que la creóno haberse resignado a tiempo a las consecuencias de la obra que históri-camente lo justificaba, obstinarse en una resistencia que lo obligaba a re-negar de lo que tenía de más valioso.

Ello produce una situación en extremo ambigua, en que la colaboracióny la lucha se dan juntas y a veces son la una la máscara de la otra. Ese tonode la vida nacional no puede no encontrar algo más que un eco en el planouniversitario: también en él resulta determinante, y permite entender mejorlas vicisitudes, a primera vista desconcertantes, de la institución universita-ria en los años que van hasta 1930.

En esa realidad universitaria hemos subrayado ya un dato esencial: elpeso creciente de la masa estudiantil. Ella comienza a la vez a organizarse:de 1900 es el Centro de Estudiantes de Medicina, de 1903 el de Ingeniería,de 1905 el de Derecho. Estos centros empiezan por tener sobre todo fun-ciones sociales y deportivas; sus progresos son seguidos con benévola aten-ción por Joaquín V. González, ministro de Justicia e Instrucción Públicadurante la segunda presidencia del general Roca, que ve en ellos la réplicalocal de las asociaciones estudiantiles inglesas y alemanas, en las que la for-mación moral se continúa, por una parte, en la preparación para un papeldirigente en la sociedad, y por otra en el casi ascético dominio del cuerpomediante el ejercicio físico. Nuestros centros de estudiantes estaban desti-nados también a cumplir otras funciones que González no preveía; en todocaso las primeras etapas de su crecimiento los muestran dotados de unapersonalidad menos definida que la que luego alcanzarán.

Al lado de esa transformación del cuerpo mismo de la Universidad seha subrayado ya la complejidad creciente de sus funciones culturales. Sinduda, la Universi dad ha buscado en parte cumplirlas, y los progresos téc-nico-científicos realizados son más que considerables. En locales menos

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inadecuados (la Facultad de Derecho en la calle Moreno, la de Medicinaal lado del Hospital de Clínicas, hospital-escuela con que cuenta desde1883, la de Ingeniería, en el edificio ya insuficiente en que había funcio-nado, casi un siglo antes, el Instituto Topográfico) existen ahora posibili-dades de estudio práctico, de incipiente investigación científica, quetreinta años antes hubiesen sido impensables. Y la prosperidad que cubreel país luego de absorbidas las consecuencias de la crisis de 1890 no dejade tener en este sentido con secuencias favorables para la Universidad: lasbibliotecas crecen con ritmo más acelerado, los laboratorios son do tadoscon menos parsimonia. Pero la orientación predominantemente profesio-nal de la Universidad no desaparece, y (salvo en parte en el caso de la Fa-cultad de Ciencias Exactas), esa finalidad parece excluir una preocupacióncientífico-cultural auténtica y profunda. La presencia cada vez más fre-cuente de sabios europeos visitantes y las comparaciones a que invita ayu-dan a descubrir hasta qué punto la Universidad porteña cumple mal esteaspecto de su misión; la lucha contra el profesionalismo muestra depronto toda su urgencia. Sin duda, ese profesionalismo no es sino una delas consecuencias de la baja densidad cultural, que se pone de manifiestotambién —a veces en forma excesivamente cruel— en las alternativas quea él son propuestas; en todo caso es preciso tomar en cuenta un descon-tento que, no siempre fundado en una imagen clara de lo que la Universi-dad debiera ser, se apoya sin embargo en una convicción muy firme deque ella no es lo que debiera.

Y luego, a lo largo de veinte años, no se han disipado los recelos frentea la tendencia a gobernar para ciertos círculos que los legisladores de1885 buscaron —sin demasiadas ilusiones— desterrar de la Universidad.El gobierno de una cerrada minoría de profesores ha sido evitado, sinduda, por los estatutos de 1886, pero en cambio la Universidad es gober-nada por un grupo no menos cerrado, el de los académicos, y la presenciapor cuatro lustros de un mismo rector al frente de ella, que es sin dudaun signo de estabilidad, puede ser interpretada también en forma menosbenévola. Las impugnaciones con tra la situación existente en la Universi-dad encuentran entonces a una opinión pública que ve en ellas la confir-mación de prevenciones muy arraigadas. Prevenciones no infundadas: lacapacidad de adaptarse al acelerado cambio que es característico de estaetapa de la vida argentina es virtud que poseía más de uno de los miem-

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bros de los cuerpos gobernantes universitarios: los cuerpos como tales seenorgullecían de carecer de ella.

En tales circunstancias los conflictos se hacían nuevamente —comotreinta años antes— inevitables. El primero de ellos se produjo en la Facul-tad de Derecho, cuyos alumnos solicitaron a fines de 1903 una reforma enla ordenanza de exámenes parciales y finales. La solicitud, tres veces pre-sentada con pequeñas variantes, fue las tres veces rechazada por la Facul-tad. A principios de diciembre una huelga estudiantil paralizaba la marchade esa casa de estudios, mientras los dirigentes del movimiento solicitaban,y (muy significativamente) lograban ser representados ante la Universidadpor varios diputados nacionales. El primero de ese mes la Facultad de De-recho era clausurada por su decano, doctor Carballido, y una asamblea demil estudiantes reiteraba la decisión de huelga: todo ello ocurría en am-biente tumultuoso y con incidentes de los que los dirigentes estudiantilesse apresuraban a declinar toda responsabilidad. El dos el Consejo SuperiorUniversitario hacía suya la tesis es tudiantil, en una sesión seguida desde lacalle por una muchedumbre juvenil en la que algunas crónicas periodísticasveían un elemento de presión, antes desconocido, que quitaba en parte re-levancia a la decisión del más alto cuerpo universitario. En todo caso la si-tuación de las autoridades de la Facultad de Derecho no era afortunada: eltres los estudiantes volvían a las aulas, y solicitaban una prórroga de losexámenes finales, alegando el tiempo perdido en el movimiento de huelga.La Academia se apresuró a denegar esa solicitud —actitud nada inesperadasi se toma en cuenta que sólo había cedido en los otros puntos ante el pesode una resolución del Consejo Superior— y ello provocó una nueva huelga.A ella respondieron los académicos presentando en mayoría sus renuncias,a las que se agregó el siete la del decano Carballido. Mientras tanto el movi -miento estudiantil había adquirido finalidades a la vez más amplias e im-precisas: la acusación de arcaísmo cul tural —que había estado ya presenteen los episodios de treinta años antes— volvía a esgrimirse contra el cuerpodirectivo de la Facultad de Derecho, y la exigencia de una renovación delos estudios se hacía cada vez más explícita. La actitud misma de la Acade-mia —que, dadas sus premisas, era adecuadísima: es difícil entender cómohubiesen podido sus miembros seguir gobernando la Facultad luego de ladesautorización del Consejo Superior y la más violentamente expresada delos estudiantes— era considerada sin embargo como un signo de intempe-

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rancia, el gesto de despecho de una corporación que veía desvanecerse suautoridad, no fundada en superioridad alguna auténtica. El juicio era sinduda, como suele, demasiado apresurado: baste pensar que el primero delos académicos renunciantes fue el doctor Bibiloni, cuya sólida ciencia nopodía ser discutida por nadie; en todo caso, fuese o no del todo justificado,era muy universalmente compartido: la lección que muchos legisladores yaún el ministro de Instrucción Pública extraían de las penurias de la Facul-tad desintegrada, era que una reforma universitaria se hacía cada vez másurgente. Esta persuasión, reiteradamente manifestada, no era por cierto deayuda a quienes querían de algún modo mantener en pie la organizaciónde la vacilante Facultad.

Ésta, clausurada y desertada por sus estudiantes, luchaba desesperada-mente por mantener una organización directiva: el 9 de diciembre un co-mentario periodístico daba por concluido el proceso de disgregación dela Fa cultad. Sin embargo, debido al tesón del doctor Manuel Obarrio, pro-fesor más antiguo colocado en el decanato por la vacancia de éste, ese de-senlace catastrófico pudo ser evitado. El 24 de febrero el Decano podíaanunciar que gracias a sus gestiones ocho académicos habían resuelto re-tirar sus renuncias, con lo cual la corporación soslayaba la catástrofe. El 5de marzo la Academia volvía a reunirse, y hecha más prudente por las lec-ciones en tan breve plazo acumuladas, aceptaba en bloque todas las exi-gencias estudiantiles sobre prórrogas de exámenes. El resultado fue algoinesperado: la huelga no cesó, y la primera tentativa de integrar las mesasexaminadoras culminó en un tumulto ante el cual las autoridades de la Fa-cultad resolvieron volver a suspender sus actividades. Todo ello es menosinexplicable si se toma en cuenta que, salvo los académicos mismos, muypocos parecían considerar un hecho feliz la supervivencia de la Academia;si los estudiantes insistían cada vez más en que la Facultad de Derecho sehallaba gobernada por un grupo cerrado, las acusaciones que sus oposito-res dirigían al movimiento de protesta revelaban hasta que punto éste en-contraba ecos fuera de la Uni versidad: se le achacaba por una partevinculaciones con la oposición política, por otra el apoyo benévolo delPoder Ejecutivo, puesto de manifiesto por el Ministro de Justicia e Instruc-ción Publica y —en forma negativa— por el Presidente, que, pese a una in-vitación casi conminatoria de las autoridades universitarias, se abstuvo decondenar el alzamiento estudiantil. Pero en este momento la Universidad

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entró en liza, en auxilio de la Facultad de Derecho, al reconocerle explíci-tamente autoridad para aplicar las máximas sanciones a los participantesen el movimiento de protesta. . . Estos concretaban cada vez más sus obje-tivos: un nuevo sistema de exámenes, disminución de aranceles universita-rios y docencia libre. En torno de tales exigencias se rehacía, a mediadosde marzo, la unidad estudiantil por un mo mento quebrada: el objetivo in-mediato debía ser sin embargo la disolución de la Academia tan trabajosa-mente salvada por el tesón del doctor Obarrio.

Al mismo tiempo el Presidente se pronunciaba al fin declarando su con-fianza en el Ministro y comprometiendo su apoyo para el proyecto de leyde reforma universitaria que éste se proponía presentar al Congreso. Pesea esta impresionante conjunción de fuerzas hostiles el Decano interino nodesesperó: ante una nueva desintegración de la Academia, que los estatutosen vigor no dejaban modo de resolver, propuso una reforma, aceptada porla Universidad y el Poder Ejecutivo, por la cual los profesores titulares inte-grarían la corporación por orden de antigüedad; el 2 de mayo el decretomodificatorio del estatuto parecía salvar el destino tan reiteradamente ame-nazado de la Academia de Derecho. Mientras tanto los estudiantes en huelgavieron rechazada su solicitud —trasmitida por los buenos oficios del PoderEje cutivo— de rendir exámenes en la Universidad de Córdoba: debían en-frentar la pérdida del año, y se pensaba que ello los impulsaría a mayor mo-deración. Por otra parte la Academia, reconstituida luego de laboriosasgestiones, respondía ahora mejor en su composición —por la fuerza de lascircunstancias y no por ningún propósito deliberado de interna reforma—a las exigencias de quienes censuraban a las cerradas oligarquías universi-tarias: la integraban docentes que hasta ese momento habían permanecidoajenos a ella. La solución de los aspectos más inmediatos del conflicto pa-recía cercana, mientras los más fundamentales eran encarados por el pro-yecto de ley universitaria que el ministro enviaba en mayo al Congreso. Sinembargo, debieron transcurrir varios meses para que renaciera la paz. LaAcademia reconstituida, tras de declarar imposible establecer responsabi-lidades personales en el movimiento estudiantil de huelga, encara las re-formas que los hechos han revelado ineludibles.

En este sentido se pone de manifiesto una tendencia dominante enfavor de la autonomía de las Facultades, acaso menos fundada en razonesde validez permanente que en la experiencia inmediata, en la cual la actitud

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del Consejo Superior Universitario había contribuido a debilitar la autori-dad ya tambaleante de la Facultad de Derecho. Esta tendencia, dominanteen la Facultad, encuentra la decidida oposición del propio Consejo Supe -rior, que el 28 de junio juzgaba fundamental aumentar la intervención delos docentes en el gobierno de la Universidad y consolidar la autonomíade la misma, pero se pronunciaba a la vez con energía contra la tentativade desvincular a las distintas facultades.

Si en este punto el acuerdo estaba lejos de haberse alcanzado, parecíaen cambio ser unánime el que aceptaba la necesidad de la reforma. Sus as-pectos docentes fueron de inmediato encarados por la Academia de De -recho, que revisó las ordenanzas relativas al sistema de exámenes y encarócambios del sistema de enseñanza y planes de estudio. Pese a la mayor com-prensión recíproca existente, los exámenes reiniciados en el mes de sep-tiembre dan nuevamente lugar a violentas incidencias, luego de las cualesel Decano recientemente elegido, doctor Victorica, acusó duramente a lapolicía por no haber actuado con suficiente rigor contra los estudianteshuelguistas. Estos solicitan del Congreso la caducidad de la Academia y lapronta aprobación de la ley de re forma universitaria. Sin llegar a estos ex-tremos, un proyecto de ley aprobado por el Senado autoriza al Poder Eje-cutivo a formar tribunales examinadores al margen de las autoridadesuniversitarias; ello, a juicio del ministro González, no implicaba menoscaboalguno de éstas. En la Cámara de Diputados las opiniones estuvieron másdivididas; mientras para algunos legisladores era preciso disolver la Acade-mia, a cuyos integrantes suponían desprovistos de la autoridad científicanecesaria, otros, sin examinar este último punto, juzgaban que no era posi-ble tomar medida tan extrema a solicitud de una de las partes en conflicto.Al cabo el Congreso no aportó ninguna solución, pero sus deliberacionessirvieron para poner una vez más de manifiesto hasta qué punto la opinión,si no siempre aprobaba los métodos de lucha escogidos por los estudiantes,estaba de acuerdo con lo esencial de sus ataques a la situación existenteen la Universidad. A fines de septiembre, ante la prolongación del conflicto,el cuerpo docente de la Facultad era por primera vez llamado a deliberarsobre las reformas que debían introducirse en los métodos y planes de en-señanza. Mientras tanto se lograba finalmente la normalización de la Facul-tad, concluida en diciembre al levantarse las sanciones impuestas a algunosde los dirigentes estudiantiles.

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El conflicto había durado un año entero; a lo largo de él la estructuramisma de la Universidad, si no había sido arrasada, había sufrido sin em-bargo duramente en su solidez y su prestigio. La acción de los estudiantesque exigían la reforma, pese a la reiterada afirmación de que se trataba tansólo de una minoría, había logrado paralizar la vida de la Facultad de Dere-cho, gracias a la adhesión de la masa estudiantil, que arrastraba con ello unperjuicio evidente. La suposición, también reiteradamente enunciada, deque sólo un propósito de comodidad guiaba a los rebeldes, se reveló reite-radamente falsa; cada vez que la Academia, olvidando sus anteriores decla-raciones de severidad antidemagógica, pensaba aplacar el movimientomediante medidas destinadas a facilitar la promoción de los estudiantes,éste resurgía con nueva fuerza. Y —hecho aun más cargado de presagiosfunestos para la situación dominante en la Universidad— esa rebeldía, esaabierta indisciplina, la insolencia de las razones que en su defensa se invo-caban, y que en último término llevaban a negar a la Academia toda autori-dad basada en méritos reales, todo ese espectáculo insólito estaba lejos dedespertar la repulsa de la opinión; por el contrario, aun condenando la vio-lencia gracias a la cual la protesta estudiantil había logrado sacudir la gene-ral indiferencia por los problemas universitarios, las autoridades, loslegisladores no ocultaban que tenían por válidas las razones que esa pro-testa invocaba. Algunas de ellas eran recogidas también por el cuerpo deprofesores, pero, si todos ellos estaban de acuerdo en la necesidad de re-formas, el alcance que debían tener las mismas era todavía objeto de discu-sión. Para José Nicolás Matienzo, que sólo logró la adhesión de una minoríadel cuerpo docente, se trataba de revisar sistemáticamente el tipo de ense-ñanza proporcionado por la Facultad, teniendo en cuenta que ella prepa-raba no sólo para la actividad forense, sino de hecho también para lasactividades directivas de la vida nacional, y no sólo en el plano político. Eranecesario, entonces, que al estudio de los códigos acompañase un examenmás cuidadoso de las ciencias políticas, de las nuevas ciencias sociales,capaz de dar formación adecuada para esa segunda y no menos importanteactividad de los futuros egresados. Se hacía entonces imprescindible es-tructurar la carrera en dos etapas, la primera destinada a formar profesio-nales del foro, la segunda a dar esa formación más amplia y científica queMatienzo juzgaba indispensable. Pero tampoco la primera de esas etapasdebía ser dominada por un espíritu demasiado pedestremente apegado a

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la letra de la ley; era posible encararla en auténtica actitud científica me-diante el empleo sistemático de los aportes del derecho comparado, disci-plina en pleno desarrollo en la cual tenía Matienzo, como muchos de losmás avesados jurisconsultos de la época, una fe muy grande.

Tan completa reorientación del espíritu de la enseñanza debía iracompañada de ciertas reformas indispensables en la estructura de la Fa-cultad, que dieran en ella mayor papel a los profesores suplentes y con-cedieran mayor gravitación en los aspectos científicos y docentes alclaustro de profesores.

Este ambicioso proyecto no logró reunir —se ha dicho ya— el apoyode la mayoría de los profesores, que —haciendo suyas las propuestas deMatienzo en cuanto a los cambios en la estructura organizativa de la Facul -tad— prefirieron, en cuanto a la reforma de la enseñanza misma, atenersea una actitud menos ambiciosamente innovadora.

En todo caso, es ya evidente que por lo menos en dos aspectos esen-ciales —carácter oligárquico del gobierno universitario e insuficiente nivelcientífico y docente de las actividades de la Universidad— es universal-mente aceptado el planteo que ha llevado al extenso movimiento de pro-testa. La solución que, se espera, hará desaparecer ambas fallas —y quetriunfará dos años más tarde— se insinúa ya: conceder mayor papel en elgobierno de la Universidad al cuerpo de profesores. Si esos dos as pectosencerraran todo el contenido del movimiento estudiantil de protesta ésteaparecería ahora absorbido y resuelto, tal como lo habían sido los detreinta años antes. Pero en rigor, el conflicto de Derecho, si levantaba lasreivindicaciones antes acordadas, no se agotaba en ellas. Por el contrario,es la primera manifestación de una situación universitaria nueva, cuyoscaracteres originales no siempre son advertidos con precisión por quienesparticipan en ella. Sin duda, algo de esa situación nueva se refleja, por ejem-plo, en el pedido estudiantil de disminución de aranceles (y en la decisióndel decano Victorica de abonar de su sueldo los aranceles de los alumnossin recursos); pero es todavía un signo algo fragmentario. Mejor podemosver el eco de esta nueva situación, de las esperanzas y recelos que desper-taba, en un muy significativo artículo que H. Pueyrredón publicó en LaNación el 16 de marzo de 1904.

Tras señalar que los proyectos de reforma olvidaban en general un as-pecto esencial en la vida universitaria, como lo era el estudiante, Pueyrre-

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dón indicaba el peligro que significaba la “invasión” de alumnos “que luegoinvadirían la sociedad como profesionales”. Una barrera era, sin duda, ne-cesaria. No lo había sido “en el pasado, cuando el acceso a la Facultad eralimitado... pero hoy, por la inmigración, los elementos heterogéneos notodos tienen y reciben la misma cultura en el hogar, el mismo desarrollointelectual y moral”. Pero, agregaba Pueyrredón, sería absurdo utilizar comomedio de limitación el aumento de aranceles, que algunos proponen: esesistema no excluiría al que menos vale, sino al que menos tiene...

Las observaciones de Pueyrredón no tienen sin duda nada de insensato,y su negativa a considerar el aumento de aranceles una buena solución pa-rece para excluir de ellas toda intención de atentar contra esa igualdad, sinem bargo, menos fácil de mantener en la nueva Argentina reestructuradapor la inmigración. Notemos, sin embar go, que si Pueyrredón busca la so-lución por el camino del aumento de las exigencias docentes, el problemaque intenta resolver no es para él primordialmente el de asegurar un deco-roso nivel para la enseñanza universitaria, es el de evitar esa “invasión de lasociedad” que ve ya comenzada. Por otra parte Pueyrredón esta implícita-mente seguro de que las medidas por él propuestas, destinadas a controlarel nivel de conocimientos y seriedad de los estudiantes, tendrán por resul-tado la eliminación de esos “elementos heterogéneos”, hijos de la inmigra-ción, que no reciben “la misma cultura en el hogar” y por lo tanto noalcanzan “el mismo desarrollo intelectual y moral” de quienes en el pasadohabían dominado sin rivales la actividad profesional.

He aquí ya articulada una respuesta a esa situación nueva, que todavíano ha sabido por su parte articular sus exigencias: en estos párrafos nosiempre suficientemente claros, ricos en reticencias que acaso el autor mis -mo no advirtió, se anuncian ya los elementos esenciales de nuevas tensio-nes por ahora sólo insinuadas. Por haberlas expresado ya, aunque en formaaún larvada, el movimiento de Derecho se revela esencialmente diverso delos de treinta años antes; es el primer capítulo de una historia nueva...

Que iba a continuarse en 1905 en la Facultad de Medicina. Aquí era elresultado del concurso de Clínica médica el que provocaba la protesta es-tudiantil, en septiembre de ese año; los estudiantes apoyaban al doctorJulio Méndez, excluido de la terna luego de un examen de “servicios y tra-bajos científicos” por parte de la Academia. Un muy numeroso grupo demédicos de la ciudad, que incluía a más de un profesor de la casa, elevó

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su protesta por la misma razón, y señalaba que el desconcertante resultadodel concurso, como muchos otros hechos igualmente inquietantes en elgobierno de la escuela de Medicina, se debía esencialmente a que “la di-rección oficial de los estudios médicos no está principalmente confiada alos que enseñan” sino a la Facultad (o, de acuerdo con el término corrien-temente más empleado, la Academia) que por su parte no parecía intere-sarse profundamente por los problemas de la enseñanza que bajo sugobierno se impartía. El 16 de octubre el Consejo Superior Universitarioaprobaba, tras de largas discusiones, la terna tan generalmente objetada, yresolvía entrar a considerar la situación de los docentes que se habíanhecho eco de la protesta. Tras de una confusa asamblea, los estudiantes pa-recían dispuestos a poner término a la huelga, apelando a la vez al PoderEjecutivo para que rechazase la terna, cuando una nueva y extraña inicia-tiva de la Academia de Medicina los lanzó a un nuevo movimiento de pro-testa. En efecto, para asegurar un adecuado nivel de exigencias en losexámenes, la Academia no había hallado camino mejor que fijar de ante-mano el porcentaje de sobresalientes (nunca más de dos por promoción),distinguidos (sólo el 5 %) y aprobados que cada mesa examinadora podíaconceder. Esta solución extravagante a un problema por otra parte muyreal tuvo la virtud de devolver la unidad a la masa estudiantil. La huelgaprosiguió, y frente a la situación existente la Academia resolvió suspenderlos exámenes del mes de diciembre. Los disturbios estudiantiles coincidíanahora con un extendido malestar político y social que había dado lugar ala implantación del estado de sitio, aplicado con tal severidad que, fundán-dose en su vigencia y en no especificadas razones de orden público, la po-licía de la capital llegó a prohibir a los diarios publicar cualquier noticiarelacionada con la huelga estu diantil. El conflicto alcanzaría solución enmarzo de 1906, con la derogación de la ordenanza sobre calificaciones deexámenes y la fijación de nuevos turnos.

Una vez más renacía la paz, tras de ceder la Academia en el punto másdirectamente vinculado con los intereses inmediatos de los estudiantes. Perocon ello el prestigio de las autoridades universitarias, tal como las organizabael estatuto de 1886, sufría un nuevo y rudo golpe. La conciencia de que unareforma era necesaria para asegurar papel creciente al cuerpo de profesoresen el gobierno de la Universidad es ya general. En 1906 —signo externo deun cambio más profundo— toca a su fin el rectorado veinteñal del doctor

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Basabilvaso; lo sucede el doctor Eufemio Uballes,que, desesperando de unareforma lograda por vía legislativa —pues el Congreso, como suele, se mues-tra más dispuesto a hacerse vocero del descontento general ante la situa-ción universitaria que a elaborar soluciones para su mejora— promueveuna sustitución de estatutos que respete las exigencias de la ley Avellaneda.Ésta parece fijar, sin em bargo, con claridad normas de gobierno universita-rio que se han revelado inadecuadas, y en especial la cooptación para la re-novación de las Academias. Uballes encontraría una solución que —sinapartarse de la letra de la ley— iba a esquivar este escollo aparentementeinelu dible. Más para contemplar ciertas situaciones personales que paramantener el respeto formal a la ley universitaria, va a organizar dos cuerposcolegiados vinculados con cada Facultad. En primer término la Academia,formada por veinticinco miembros que se renuevan por cooptacion y sonvitalicios, con funciones de asesoramiento y consulta respecto de las auto-ridades de la Uni versidad. Y, en segundo lugar, los consejos directivos, inte-grados, como quería la letra de la ley, por lo menos en un tercio de susquince miembros por profesores titulares. Los consejeros duran seis añosen sus funciones, y el Consejo se renueva por tercios cada dos. La elecciónde consejeros es una pequeña obra maestra de sutileza jurídica. Sin duda,como quiere la ley, son designados por el Consejo mismo, pero “a propuestapresentada por el cuerpo de profesores”, reunido al efecto en asamblea. Deesta manera la estructura misma de la Univer sidad era profundamente re-formada, y —como había querido Avellaneda, pero rechazados los legisla-dores de 1885—, su gobierno quedaba del todo en manos de susprofesores. El estatuto de 1906 resolvía también en otro punto importante—el de la relación entre las Facultades— al no recoger la aspiración variasveces manifestada en algunas de ellas en favor de su total autonomía. Deesta manera la Universidad recogía las lecciones más evidentes de la crisisque acababa de atravesar: el predominio de las Academias, esos cuerposque sin participar en las actividades de la Universidad la gobernaban, eraya cosa del pasado. ¿Lograría el nuevo régimen esquivar los peligros pre-vistos por el legislador de 1885? La respuesta quedaba en el futuro: mientrastanto es evidente que en los años que siguieron la Universidad se mostrómás capaz de seguir el ritmo de una muy rápida renovación cultural; el mé-rito de este cambio ha de atribuirse por lo menos en parte a la transforma-ción de su régimen de gobierno.

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En efecto, las dos primeras décadas del siglo XX traen consigo una aper-tura cultural y científica que en el pa sado no se había conocido. El predo-minio de lo que se llamaba el positivismo —que, tomadas las palabras ensu riguroso sentido, no existió nunca— fue más bien la adhesión a un de-terminado momento de la cultura europea, no únicamente como adhesióna sus soluciones filosóficas sino sobre todo como participación en el acervode ideas, nociones y actitudes en que se resumía el legado del ochocientos,tal como era visto al final de ese siglo tan rico. En este sentido nuestra cul-tura no había conocido renovaciones esenciales desde mediados de la cen-turia; ello no sólo se advertía en las grandes direcciones que intentabaseguir, sino aun se delataba en aspectos sólo aparentemente menos impor-tantes: es notable, por ejemplo, que un orador sin duda atento a los efectosexteriores, pero no desprovisto de formación cultural como lo fue BelisarioRoldán, citase todavía como autoridad histórica a principios del siglo XX aVillemain, que cuando fue descubierto por nuestra generación de 1837 yano era por cierto la última palabra de la sabiduría.

La tarea de renovación era entonces urgente: esa renovación era vistaen dos perspectivas diferentes pero no contradictorias. En primer términoel positivismo había significado el primer esfuerzo realizado en el país pordar dignidad profesional a las actividades vinculadas con la ciencia y la cul-tura: de ese esfuerzo, comprometido por la escasa solidez, y en algunoscasos por el despreocupado dilettantismo de muchos de sus protagonistas,se advertían ahora sobre todo las insuficiencias. Era preciso entonces reco-menzarlo con propósitos acaso más limitados, pero más serios. La rigurosaformación técnica, la especialización que ella comporta, eran exigencias sino nuevas, sentidas con una profundidad nueva. De esas exigencias se haceeco la Universidad con la creación de institutos de investigación, estatuta-riamente posibles desde 1905 (ya antes de esa fecha funcionaban algunosen la Facultad de Medicina, destinados sobre todo a la realización de traba-jos prácticos por parte de los alumnos). La organización de institutos orien-tados hacia la investigación es tarea lenta, pues importa la formación de unnúcleo de estudiosos en torno de ese centro; el punto de partida es enton-ces —menos que la creación formal del instituto— la existencia de ungrupo dispuesto a volcar en él sus esfuerzos. Algunos de los institutos y de-pendencias que la Universidad va creando en esta etapa logran hacerse ve-hículo de esos esfuerzos, y en este sentido inauguran una tradición de

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estudios, desde el Museo Etnográfico y el Instituto de Investigaciones His-tóricas creados por la Facultad de Filosofía y Letras en 1905 hasta el Insti-tuto de Fisiología de la Facultad de Medicina, del que Bernardo Houssayhizo una creación nueva a partir de 1919 y gracias al cual la Argentina co-menzó a dar aportes importantes al desarrollo científico; cuando en 1947el Premio Nobel era otorgado a Houssay y esos aportes alcanzaban así elmás honroso de los reconocimientos, el Instituto —por una de esas vicisi-tudes sólo aparentemente paradójicas que no escasean en la vida recientede nuestra Universidad— había dejado de ser un centro importante de es-tudios, y Houssay y sus colaboradores habían sido apartados de él...

En todo caso el cultivo de la investigación científica comenzaba a noser ajeno a la Universidad; sin cambiar por cierto lo esencial de su orienta-ción —que seguía atenta sobre todo a las necesidades profesionales— éstacomenzaba a crear casi al margen de las líneas maestras de su estructuraciertos centros que se mostraban sensibles a exigencias menos inmediata-mente útiles, sin atender a las cuales sin embargo ninguna Universidadsería digna de ese nombre. Pero esta creciente seriedad para encarar lastareas científicas y culturales era sólo un aspecto de la renovación que sejuzgaba indispensable: ella implicaba también un cambio de orientacionesy contenidos —en algunos casos enriquecimiento respecto del pasado, enotros, polémica sustitución de los vigentes en éste— que también se dioen esta época. Se dio dentro de las mismas instituciones consagradas a laciencia y la erudición (así por ejemplo el Instituto de Investigaciones His-tóricas se afirma en actitud complacidamente polémica respecto de loshistoriadores argentinos de formación no especializada, y recusa no sólosus métodos no suficientemente estrictos sino también las conviccionesque los habían guiado: la historia no parece ya el campo mejor para probarlas propias convicciones republicanas; exige, por el contrario, una impar-cialidad que permite al historiador renovar su imagen del pasado, deacuerdo con las grandes líneas reveladas por Rafael Altamira en la visitaque el maestro español hizo a la Argentina en 1905). Se dio también dentrode ellas y en forma más apacible, por ejemplo en el florecimiento de estu-dios matemáticos antes desconocidos en el país, que se vincula tambiénél con la acción de otro maestro español, Julio Rey Pastor, llegado aquí en1917. Pero se dio sobre todo, dentro y fuera de la Universidad, como exi-gencia de un cambio total de estilo que —de acuerdo con las enseñanzas

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que prodigó Ortega y Gasset en su deslumbradora primera visita de 1917—era visto en una perspectiva generacional. La caducidad de las nocionesheredadas era así dada por supuesta; aunque esta suposición era en muchoscasos defendible, era peligrosa en la medida misma en que suponía a la re-novación un mero fruto del transcurrir del tiempo, recogido sin esfuerzopor la nueva generación. Las lecciones de nuestro visitante alcanzaban asíuna moraleja que sin duda le habría sorprendido, en cuanto de ellas parecíadesprenderse una demasiado benévolamente acogida invitación a persistiren el estilo aproximativo y poco serio que había sido uno de los elementosnegativos de nuestra vida cultural en el período anterior. Esta falta de unameditación suficientemente rigurosa sobre lo que significaba la renovaciónbuscada hace que demasiado frecuentemente se formulen en su nombreexigencias que no tienen nada de nuevas, priva de contenido teóricamenteválido a buena parte de las manifestaciones de protesta juvenil que van asucederse y que tienen en el campo universitario un eco amplísimo.

Pero, privada a veces de una formulación rigurosa, la exigencia renova-dora no perdía con ello nada de su vigor. Parecía por el contrario ser esarenovación el fruto maduro de una muy determinada coyuntura argentinay universal; su triunfo era seguro, y las figuras que a ella se oponían, envuel-tas en la dignidad sólo formal de un empaque excesivamente hueco, erangrotescas en la medida en que su defensa del ayer estaba de antemano vo-tada a la derrota. Una coyuntura argentina: en 1916 cesaba —se ha recor-dado ya— el predominio político de los grupos tradicionalmentegobernantes; si los que lo remplazan no gozan entre los grupos cultural-mente activos de un prestigio demasiado alto, el golpe que su triunfo oca-siona al de sus antecesores es sin embargo decisivo. Y por otra parte lanueva situación abre posibilidades también nuevas, que los elemen tos re-novadores —como ha de verse— no desdeñarán utilizar. Una coyunturamundial: la guerra comenzada en 1914 no sólo desmiente cruelmente la feimplícita del período anterior en el progreso de la humanidad, permitedudar muy fundadamente de la cordura de los grupos políticos europeosen los cuales se habían visto durante decenios un modelo al que se deses-peraba ya de alcanzar. Por su parte, la revolución rusa de 1917 muestra queel mundo ha vuelto a ponerse en movimiento en busca de nuevas fórmulas;aunque no se sabe demasiado bien cuáles son ellas (Leopoldo Lugones, porejemplo, creía en esas semanas afiebradas que la revolución estaba a las

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puertas también en la Argentina y que bien pronto él mismo iba a orientara un políticamente muy influyente soviet de escritores) su solo prestigiobasta para crear una excitación nueva, una seguridad creciente en cuantoa la caducidad necesaria de las fórmulas heredadas.

En ese clima confuso y esperanzado —en que la admiración por lanueva humanidad que habrá de forjar la revolución socialista era capaz deconvivir sin choques con la nostalgia aristocrática de una Grecia conocidasobre todo a través de la prosa lujosa de Rodó y aun con la protesta for-mulada en nombre de la filosofía neoidealista contra el estrecho materia-lismo en el que había encerrado a nuestra vida cultural, y no sólo a ella, laera positivista— surge el movimiento de reforma universitaria. Este con-texto cultural, en su animación extrema, pero también en su indetermina-ción de líneas es tan importante para el destino del movimiento reformistacomo el contexto social en el cual éste se da. Sin duda, la Reforma era, entreotras cosas, la protesta contra una Universidad que se obstinaba —ahoramás que antes— en permanecer al margen de la sustitución de grupos di-rigentes culminante con los cambios políticos de 1916. Pero precisamenteporque esa protesta se daba en un contexto cultural nuevo, adquiría unsentido también renovado.

El punto de partida del movimiento de reforma se dio, sin embargo, enun sistema de referencias menos complicado: fue, en la ciudad de Córdoba,un movimien to más de los no escasos que en ella se han producido paraafirmar el derecho de realizar una actividad cultu ral al margen de la orto-doxia católica tan poderosa en el centro mediterráneo. Si esa ortodoxia erapoderosa, también lo eran desde antiguo las resistencias que encontraba:más de treinta años antes Ramón J. Cárcano había podido hacer de un de-safío no involuntariamente escandaloso a ella el punto de partida de unaexitosa carrera política: fue el joven autor de la tesis en que se atacaban lasdisposiciones discriminatorias de nuestra legislación contra las personasnacidas de uniones contrarias a la santidad del matrimonio (y otras que de-bían su existencia a lazos aun más chocantes) el que llamó la atención delos grupos gobernantes de nuestro conservadorismo liberal; en 1916,cuando esa carrera se disponía a culminar en la gobernación de su provin-cia natal, las fuerzas que con sus ruidosas protestas habían hecho de la tesisde Cárcano un escándalo de proporciones nacionales daban rienda sueltaa su no disminuida capacidad de indignación contra las conferencias que

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Arturo Capdevila se disponía a pronunciar para comparar la moral cristianaa la búdica. El resultado nada inesperado de esta violenta repulsa fue queCapdevila se contó entre quienes inspiraron los posteriores movimientosde protesta, con una oratoria y una prosa incendiarias en las que cuesta tra-bajo reconocer a nuestro amable poeta. Al lado de la curiosidad —que enotras partes del mundo menos cerradas a los vientos de fuera todos hubie-sen hallado inocente— por la añeja sabiduría oriental, era la misma cienciapositiva la que —atacada por los defensores de la unidad de la fe— se de-fendía con temple no menos agresivo en la persona de Martín Gil. El hom-bre que en la ingenua Argentina de aquellos años pasaba por dotado decapacidades casi adivinatorias se lanzaba también él a una campaña oratoriaque no cedía en violencia a la del poeta, pero prefería utilizar argumentosque ya muchos juzgaban anticuados acerca del oscurantismo eclesiásticoy su lucha siniestra contra una ciencia que por su parte había desenmasca-rado implacablemente el carácter supersticioso de las creencias tenidaspor sagradas por sus adversarios.

Este conflicto tenía también eco en la Universidad. La de Córdoba, másantigua que la de Buenos Aires, había conocido luego de la expulsión delos jesuitas una decadencia de la que tardó en recuperarse; durante el pe-ríodo posterior a la independencia volvió a producirse un retroceso aná-logo, hasta tal punto que en 1852 la situación de la Universidad cordobesaparecía aun menos satisfactoria que la de Buenos Aires. La organización na-cional trajo sin duda una lenta mejora, pero ella no alcanzó la profundidadsuficiente. Por otra parte la Universidad se hallaba en manos de grupos quepermanecían ligados por toda clase de afinidades, no únicamente por ciertoideológicas o religiosas, y que se hallaban dispuestos a evitar toda renova-ción que amenazara la solidez de su predominio. Esa situación era relacio-nada con la existencia de una sociedad más o menos secreta —los Cordafratres— a la que, como a la misteriosa Congrégation de la Restauraciónfrancesa, se achacaba la finalidad de asegurar el triunfo de las buenas ideasfomentando la prosperidad de quienes las sustentaban. La existencia deesta sociedad no pudo ser comprobada, pero fue a medias confesada poralgunos de sus supuestos miembros, para los cuales ella estaba lejos detener tales finalidades: era tan sólo la expresión de lazos de amistad y coin-cidencia perfectamente legítimos y honorables. Sea de ello lo que fuere, loque acaba de describirse es el predominio de grupos cerrados que justifi-

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caban sin duda sinceramente esa situación proclamándola necesaria parala defensa de una cierta ortodoxia a la que querían ver reinar sin rivalestambién en la Universidad.

Precisamente la reforma estatutaria por la cual la Universidad de Cór-doba, imitando a la de Buenos Aires, se colocaba bajo el gobierno de susprofesores pareció facilitar la realización de ese deseo: el grupo ya hege-mónico en la Universidad acreció grandemente su poder. Pero al mismotiempo se vio obligado a actuar en forma más pública, ya sea en los tranceselectorales, que no se vieron libres de episodios enfadosos, ya en el reclu-tamiento de nuevos docentes. En este sentido las divergencias ideológicasfrente al grupo dominante se acompañaron cada vez más de reservas sobrela idoneidad científica y docente de quienes lo integraban, que si a vecestendían a generalizar en exceso, se apoyaban sin embargo en situacionesmuy evidentes y escandalosas.

He aquí, entonces, en la tensión no siempre estéril que caracteriza atoda la vida cordobesa, en los parti culares reflejos que ella encontraba ensu secular Uni versidad, el estímulo inmediato para el movimiento que ibaa comenzar en los primeros meses de 1918. En efecto, el movimiento estu-diantil invocaba la necesidad de impedir el triunfo de una “profunda inmo-ralidad” que declaraba preparado en la sombra por los jesuitas; en palabrasmás pobres, la instalación del rector elegido el 15 de junio de 1918 por unaAsamblea Universitaria que tuvo poco edificante desarrollo y concluyóbruscamente al ser expulsados sus miembros del salón de actos por unaindignada muchedumbre estudiantil... Pero si el movimiento encontró ecotan rápido y amplio es porque sus propósitos no se agotaban en la correc-ción de una situación de características excesivamente locales; y esa mayoramplitud de intenciones no venía tan sólo de que la situación denunciadaera acaso menos estrictamente local de lo que podría suponerse; es verdadque en diferentes contextos ideológicos la resistencia a esa circulación delas élites que aún un sociólogo conservador proclamaba indispensable parala salud de una sociedad se daba en muchas otras universidades latinoame-ricanas con las mismas características algo sórdidas que en la cordobesa,pero más bien que la parcial comunidad de situaciones fue el conjunto desoluciones propuesto por los estudiantes cordobeses, el contexto ideoló-gico y aun la riqueza de mitos con que esas soluciones vinieron a vincu-larse, lo que dio al movimiento cordobés repercusión no sólo nacional, sino

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continental. Será preciso entonces, examinar brevemente qué sentido dioel movimiento de protesta a sus exigencias reformistas. Ellas se expresaronen un manifiesto dirigido a los hombres libres de Sudamérica y publicadoel 21 de junio de 1918: tras de recordar las vicisitudes inmediatas de la si-tuación cordobesa concluía exigiendo la participación de los estudiantesen el gobierno mismo de la Universidad; esa exigencia se apoyaba en elpapel renovador que —no sin justeza— era atribuido a la presencia estu -diantil; en este sentido la exigencia se apoyaba en una imagen muy exactade la entera experiencia histórica de la Universidad argentina. Pero esepapel renovador no lo tenían tan sólo los estudiantes en el plano universi-tario; lo asumían en la entera vida nacional y conti nental: frente a la viejaUniversidad apegada a los viejos grupos dirigentes, los estudiantes queríanconstituir el núcleo de una nueva, que elaboraría una nueva cultura ya nodestinada a ser gustada tan sólo por minorías, y entre tanto se disponían aluchar al lado de los pueblos oprimidos de Latinoamérica. Se resumía enesta pretensión aparentemente clara un complejo —y a veces confuso—conjunto de actitudes ideológicas. Un nacionalis mo populista, dispuesto arecusar la entera cultura occi dental como cosa extraña a nuestra América(pero desdichadamente menos capaz de elaborar una que la remplazara)hacía aquí su primera aparición; parecía difícil que lograra sobrevivir a laatracción del más articulado nacionalismo conservador que iba a comenzarbien pronto una carrera breve pero momentáneamente triunfal. Posicionespolíticas revolucionarias, según las cuales los estudiantes debían colocarseal frente de las masas populares que comenzaban a despertar en toda Lati-noamérica a la conciencia de su secular servidumbre, acompañaban a eseprograma cultural, y parecían susceptibles de deslizamientos hacia otrasposiciones revolucionarias ya en ese momento más prestigiosas en elmundo, como lo eran las del comunismo soviético. Parecía poco esperableque, colocada entre esos dos focos rivales, la generosa y no siempre cohe-rente ideología reformista lograse so brevivir, alcanzase eco más allá de lacircunstancia universitaria. Sin embargo, lo alcanzó en toda Latinoamérica:jefes de grandes movimientos populares, desde Víctor Raúl Haya de la Torrehasta Fidel Castro desarrollaron trayectorias no necesariamente coinciden-tes a partir de una rebelión universitaria cuyas exigencias declaran mante-ner en su sucesiva acción política. En la patria de la Reforma Universitaria,en la Argentina, ese eco extrauniversitario es prácticamente inexistente.

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¿Por qué? Más que en diferencias de clima ideológico, hay que pensar aquíen diferentes situaciones históricas: en la Argentina las masas populares te-nían estructura más compleja que en los países en que el ideario reformistaiba a alcanzar tan amplio éxito político; buena parte de ellas, por lo menosde las urbanas con las cuales los estudiantes universitarios tenían contactomás directo, habían ya encontrado organizaciones políticas y sindicales quelas expresaban; si no siempre permanecerían fieles a ellas se mostrarían entodo caso remisas a recibir y agradecer el auxilio, tan parecido a una tutela,que los estudiantes les ofrecían. Y también en otros aspectos la situaciónhistórica era poco propicia aquí a los desarrollos políticos revolucionariosdel movimiento reformista. En ese momento los países de Latinoaméricaen que la reforma iba a encontrar más rápido eco estaban sometidos a dic-taduras militares que tendían a encon trar subversivo todo movimientocuyos propósitos no entendían; la exigencia de reforma universitaria setransformó entonces en bandera de rebelión política, y más de uno de susportavoces descubrió su vocación por la vida pública, en la cárcel. En la Ar-gentina, en cambio, había comenzado en 1916 una experiencia democráticacuyo fracaso aun no se adivinaba; el Gobierno surgido del sufragio universalno contaba por cierto con la simpatía de los miembros de los grupos antespolíticamente dirigentes que aún dominaban en la Universidad, y —si nodisponía de la fuerza política necesaria para atacarlos de frente— no podíaver sino con complacencia un movimiento que desde dentro de la Univer-sidad misma comprometía ese dominio políticamente no exento de peli-gros. En este sentido el ritmo del movimiento reformista en la Argentinafue muy frecuentemente el de una violenta protesta acompañada de unmanifiesto altivamente desafiante e inmediatamente seguida de un memo-rial redactado en términos más apacibles y dirigido al Presidente de la Re-pública o a su Ministro de Justicia e Instrucción Pública. Y al lado de esascoincidencias públicas entre el movimiento reformista y el gobierno deldoctor Yrigoyen —coincidencias que por otra parte estuvieron lejos de serpermanentes, y que la mayor parte de los dirigentes estudiantiles se negabaa llevar más allá del plano universitario— hay que tener en cuenta las quese daban en forma más discreta: sin tener presentes las actividades del en-tonces subsecretario de Relaciones Exteriores, Diego Luis Molinari, resultaimposible entender ciertas vicisitudes del proceso que condujo a la im-plantación de la Reforma Universitaria.

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Es entonces del todo legítimo —sin olvidar las vastas y vagas esperanzasque lo acompañaban— examinar al movimiento de reforma sobre todo en elámbito uni versitario en el que alcanzó su máxima eficacia. Dentro de él elmovimiento requirió más firmeza de lo que el esquema anterior haría supo-ner: si él contaba con la benevolencia a menudo pasiva del Poder Ejecutivonacional, tenía en su contra a más de una administración provincial (tal eramuy señaladamente el caso de Córdoba) que no era políticamente solidariacon aquel; enfrentaba por otra parte la resistencia tenaz de las autoridadesuniversitarias de casi todo el país, que levantaban su protesta en nombre dela autoridad ultrajada. Pero sobre todo era el cambio político general el quehabía transformado el clima en que el proceso de reforma se daba: la pérdidadel poder político por los grupos dirigentes tradicionales había creado (seha dicho ya) rencores nuevos y tenaces, tensiones difíciles de vencer que sóloesperaban ocasión para expresarse por la violencia; la expresión del discutidorector cordobés, según la cual éste estaba dispuesto a permanecer en su cargoaunque fuese preciso dejar un tendal de cadáveres de sus estudiantes, revelamuy bien ese nuevo clima, que por otra parte halla ocasión de manifestarseen forma menos clamorosa en la actitud hostil y llena de recelos no siemprefundados en motivos serios que adoptó la mayor parte de la prensa frente almovimiento estudiantil. Sin duda, pese a esas características nuevas, la salidadel movimiento reformista fue de transición, y para fijar sus fórmulas concre-tas colaboraron con el gobierno quienes no debían por cierto su lugar pro-minente en la Universidad y en la magistratura a la benevolencia de éste. Peroprecisamente la actitud de estas figuras, llena a la vez de generosidad y deprudencia, había dejado de ser representativa de los grupos a los que ellaspertenecían, y la transición que las circunstancias imponían nacía —menosque del acuerdo logrado entre las fuerzas entre sí hostiles— de la debilidadde las que acababan de ser desplazadas y de la menos evidente, pero igual-mente profunda, de las que venían a remplazarlas.

En estas condiciones la reforma universitaria debía decepcionar a quie-nes primero la exigieron. Pero acaso esa decepción era de todas manerasinevitable: hasta tal punto la esperanza unida a la Reforma carecía de límitesprecisos. La nueva Universidad de ella surgida no se parecía por cierto aese ideal apenas columbrado; tenía en cambio el mérito de ser expresiónmás auténtica que la anterior de los grupos efectivamente existentes en elcampo universitario, sus fuerzas y aspiraciones reales. El tránsito acaso in-

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evitable de la mística a la política se dio sin duda muy rápidamente, y esapolítica no fue siempre de una pureza edificante; estas circunstancias nodeben impedir una apreciación exacta de los cambios que la Reforma in-trodujo en el ámbito universitario, que sería injusto y acaso imposible va-lorar comparándolos con los que en sus horas iniciales se había propuestohacer triunfar.

La expresión jurídica del parcial triunfo de la Reforma fue el estatutode 1918, nueva prueba de la inesperada plasticidad de la ley Avellaneda,reinterpretada bajo la égida del rector Uballes. El gobierno de las Facultadesera radicalmente transformado: sus miembros (un tercio de los cuales se-guían siendo, como quería la ley, profesores que dirigían aulas) eran elegi-dos en tres actos eleccionarios separados por otras tantas asambleas: cuatrode ellos (que debían ser egresados de la respectiva Facultad) lo eran porlos alumnos que habían cumplido ciertas exigencias de escolaridad; losdemás lo eran por los profesores titulares y por los suplentes. El estatu toque, reformado en aspectos no fundamentales en 1923, iba a regir la Uni-versidad de Buenos Aires hasta 1930, aparte de la participación estudiantilen el gobierno uni versitario (exigencia con la que se identificaba parabuena parte de la opinión el movimiento reformista), recogía todavía otrasinnovaciones como la de la asistencia libre, que estaba destinada a tenerpor cierto modalidades inesperadas; por otra parte la presencia de los re-presentantes del profesorado suplente en los consejos directivos tenía elpropósito de dar papel importante en la vida universitaria a ese sector, delcual —acaso no del todo fundadamente— se esperaban los principalesaportes renovadores. Del mismo modo abría el estatuto el camino para unaorganización real de la docencia libre, cuya gravitación en la vida universi-taria se esperaba que fuera a tener el mismo efecto.

Sin duda el nuevo estatuto no recogía en su totalidad las aspiracionesdel movimiento reformista (así por ejemplo no daba participación en elgobierno universitario a los graduados no docentes); sin embargo, a partirde su vigencia las autoridades universitarias se proclamaban en su mayorparte guiadas en su gestión por el espíritu de ese movimiento, y contaronen numerosos casos con la colaboración de una parte de los sectores estu-diantiles que, por su parte, se identificaban con la tradición reformista. ¿ESdecir que la vida universi taria se transformó profundamente en este perí-odo? Se ría excesivo afirmarlo: si la vida universitaria no conoció las catás-

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trofes profetizadas por los adversarios de la Reforma, tampoco vivió la re-novatio ab imis algo mítica que los dirigentes primeros del movimientoesperaban de su triunfo. En medio de una gestión de gobierno que la mul-tiplicación de los cuerpos electorales hacía más engorrosa, la Universidadcontinuó su proceso de crecimiento, que hacía de ella un cuerpo cada vezmás complejo en sus finalidades y su estructura. Si no acreció el númerode sus facultades (en este sentido las creaciones se dieron en el períodoinmediatamente anterior, con la incorporación de la Facultad de Agronomíay Veterinaria, en 1909 y la creación de la de Ciencias Económicas, en 1913;en ese mismo año pasaba a depender de la Universidad el Colegio Nacionalde Buenos Aires), sí aumentó grandemente el número de los estudiantes delas mismas: a los cuatro mil de comienzos de siglo se habían agregado diezmil más en 1930. De allí nacieron muy variados problemas docentes, quepara algunos sólo hubiesen podido resolverse mediante la limitación delnúmero de estudiantes: esta solución encontró, sin embargo, enconadas re-sistencias, pues se la identificaba —y no siempre erróneamente— con lapretensión de ciertos círculos que deseaban hacer de la formación univer-sitaria una forma de privilegio social. En efecto, pese a la muy repetida ale-gación de que las oposiciones a las pruebas de selección se debían aestudiantes de insuficiente formación, allí donde esas pruebas se realizabandesde antiguo con el único propósito de garantizar un adecuado nivel delcuerpo estudiantil —como en la Facultad de Ciencias Exactas— pudieronser mantenidas sin objeciones serias. En todo caso ese crecimiento delalumnado, si planteaba exigencias nuevas que no siempre la Universidadestaba en condiciones de atender, era en sí mismo del todo normal. Y apesar de que su gravitación debía mantener en la Universidad la tendenciaa colocar en primer término su tarea de formación de profesionales, las deinvestigación tuvieron en ella papel creciente, si bien siempre limitado. Nosólo siguieron prosperando los institutos y laboratorios surgidos en la etapaanterior; se vio todavía surgir otros nuevos, como el Instituto de Filologíade la Facultad de Filosofía y Letras, que bajo la dirección primero de Amé-rico Castro y luego de Amado Alonso iba a formar discípulos bien prontoventajosamente conocidos fuera de las fronteras del país. Pero sería impo-sible mencionar todas las iniciativas que surgieron en este sentido; si algu-nas de ellas tuvieron existencia algo lánguida, gracias a esas múltiplescreaciones se enriqueció, sin embargo, notablemente la actividad universi-

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taria en todas las facultades, y se hizo conciencia más general que en lasetapas anteriores que el único horizonte que la Universidad abría no era elestrictamente profesional. La figura del profesor consagrado a la cátedra yla investigación si siguió siendo mar ginal en nuestra Universidad, fue sinembargo ya menos infrecuente.

Esa transformación no era sin embargo, a juicio de muchos, suficiente-mente honda; la presencia de nuevos elementos de contralor en el go-bierno de las facultades no siempre bastó para asegurar una renovaciónprofunda de actitudes. Si la aparición en él de los docentes no titulares es-tuvo lejos de tener las consecuencias esperadas, tampoco la presencia derepresentantes estudiantiles las tuvo siempre muy marcadas; por una parteéstos no podían nada contra una mayoría de docentes que mantuviese sucohesión; por otra, el triunfo, en suma, relativamente fácil del movimientode reforma restó temple a las organizaciones estudiantiles; es que no siem-pre supieron mantenerse apartadas de las vicisitudes de una política uni-versitaria sabiamente orquestada por dirigentes algunos de los cualeshabían hecho sus primeras armas en el ambiente menos multitudinariode la Universidad anterior a 1918. En todo caso, la delicada transición queel parcial triunfo de la Reforma significaba, introducía en la Universidadelementos íntimamente no reconciliados, que debían sin embargo gravitarjuntos en el gobierno de la misma; ello explica así el ascendiente ganadoen esta etapa por figuras que adquieren peso decisivo en la vida universi-taria, y en las cuales la habilidad política, no siempre exenta de cierta des-preocupación en la elección de medios, terminó por primar sobre virtudestécnicas y profesionales sin embargo muy reales: en efecto, esa ha bilidadse hacía indispensable para mantener el difícil equilibrio interno que habíasido la resultante del movimiento de 1918. Ello no hubiera tenido nada deexcesivamente alarmante si no fuese que, pese a los progresos innegable-mente realizados, el nivel científico y cultural de la Universidad seguía dis-tando de ser suficientemente elevado; en estas condiciones, sin el frenode exigencias culturales sincera y hondamente sentidas, la incidencia deesas necesidades políticas tendía a ser fuertemente negativa. Por otra partelas nuevas modalidades de la vida universitaria, al dar carácter más públicoa su gobierno, tendieron a poner cada vez más en evidencia esas insufi-ciencias, a la vez que las protestas que ellas originaban, que para ciertossectores de la opinión —no siempre desinteresados en sus juicios— con-

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figuraban un estado de desorden permanente. Tomada en cuenta esas ca-racterísticas negativas, no es sin embargo indispensable coincidir con esteúltimo juicio, ni olvidar que en medio de serias dificultades esta etapa dela historia universitaria deja un saldo en suma positivo, debido por lomenos en parte a la nueva estructura de la Universidad; basta pensar quelas protestas contra la nueva situación provenían no infrecuentemente delos mismos dirigentes universitarios ocasionalmente derrotados por unademasiada obstinada resistencia estudiantil a alguna de sus iniciativas, quebajo el estímulo de esa derrota advertían súbitamente todo lo que habíade ambiguo y no exento de corrupción en una situación cuyas caracterís-ticas negativas constituían el más eficaz de sus instrumenta regni, parapersuadirse de que las modalidades nuevas impuestas por el triunfo parcialde la Reforma, si dieron a la vida de la Universidad de Buenos Aires unritmo menos uniformemente sereno que el del veinteno anterior, la salva-ron de males sin duda más graves.

Ese triunfo, aun parcial, estuvo lejos de ser uniformemente aceptado enla Universidad. Si algunas facultades no tenían excesiva dificultad en adap-tarse a las nuevas y más rigurosas exigencias que en cuanto al nivel docentela reforma implicaba (es el caso de las de Ciencias Exactas) y otras esqui-varon esa exigencia mediante los recursos de habilidad política a los quese acaba de aludir, hubo una que durante toda esta etapa se mantuvo enconstante pie de guerra contra la renovación triunfante en 1918: en la Fa-cultad de Derecho una serie de conflictos que se suceden ininterrumpida-mente pueden reducirse, en efecto, a una causa fundamental: la firmezainquebrantable con que los juristas —algunos de ellos eminentes— que lagobernaban decidieron ignorar, aun en sus aspectos estatutarios, los cam-bios, que juzgaban abominables, introducidos en la Universidad.

Para los adversarios de este grupo atrincherado en un Consejo Directivocomo en el reducto de una desesperada resistencia final, las razones de estaactitud eran cruelmente claras: la adhesión, aun formal, a los nuevos usosuniversitarios implicaría el fin del predominio de ese grupo, algunos decuyos miembros estaban por encima de toda duda en cuanto a su saber,pero se apoyaban para mantener su situación dentro de la Facultad en laadhesión de otros docentes que estaban lejos de poder ostentar los mismosméritos científicos. Pero, aunque había alguna verdad en tales alegaciones,éstas no bastaban para explicar la violenta resistencia mantenida durante

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doce años; ella se debía, en último término, al contexto social y político dela Reforma, en ninguna parte más sensible que en la Facultad de Derecho.

Hemos visto ya cómo durante una larga etapa de nuestra historia cuan-tos se detuvieron a examinar los problemas de esa Facultad no dejaron detomar en cuenta un hecho entonces axiomático: que ella no estaba tan sólodestinada a formar abogados, sino también —y acaso sobre todo— a pre-parar a los futuros grupos dirigentes de nuestra sociedad. En este sentidola Facultad, y sobre todo su cuerpo de profesores, habían venido a identifi-carse con las estructuras políticamente dominantes de la Argentina anteriora 1916; en ninguna parte más claramente que aquí el movimiento de re-forma significó una tentativa de adecuación de la Universidad al nuevoclima histórico que vivía el país; en ninguna parte también esta tentativase reveló más llena de dificultades. En este sentido las acusaciones tan fre-cuentes de la Facultad de Derecho contra las tendencias extremas que afir-maba descubrir en los elementos estudiantiles que la combatían era unaforma más de articular su protesta contra un clima histórico que en elfondo no consideraba del todo legítimo, y contra el cual se dirigía al librarsu combate en el campo en que podía hacerlo más eficazmente: el univer-sitario. Que no se equivocaba en cuanto al alcance y sentido de una luchade objetivo. Sólo aparentemente limitado, lo prueba la amplitud y la calidadde los apoyos que encontró en el periodismo y la política nacional.

Pero la Facultad comenzó por no encontrar en las autoridades univer-sitarias un espíritu combativo igualmente acendrado, sino, por el contrario,una extrema tolerancia. Hasta 1922 siguió en el rectorado de la Uni versidadde Buenos Aires el doctor Eufemio Uballes, que había dirigido, con tactoextremo y admirables cualidades de equilibrada ecuanimidad, la vida de laUniversidad de Buenos Aires en una etapa de profundas transformaciones,cuya necesidad no se le ocultaba. Pero precisamente esas cualidades hacíandel rector Uballes un enemigo de las soluciones de fuerza que la situaciónde la Facultad de Dere cho iba a hacer cada vez menos evitables. Al doctorUballes sucedió en el cargo rectoral el doctor José Arce, que gobernó laUniversidad hasta 1926 y acreció en el ejercicio del rectorado la ya ganada,en etapas anteriores de su trayectoria, reputación de ser uno de los más há-biles políticos que nunca habían actuado en la Universidad de Buenos Aires.En todo caso, el doctor Arce juzgó —acaso no erróneamente— que no sehallaba en condiciones de enfrentar un conflicto abierto con la Facultad

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de Derecho, en un momento en que él mismo estaba lejos de ser miradocon unánime benevolencia dentro de la Universidad, y no podía despreciarningún apoyo. Pero cuando en 1926 el doctor Arce concluyó su períodorectoral y le sucedió Ricardo Rojas el conflicto se hizo cada vez menos re-moto: si tampoco el ilustre historiador de nuestra literatura era hombre in-clinado a las soluciones violentas, no estaba por otra parte dispuesto aaceptar resignadamente la actitud de las autoridades de la Facultad de De-recho que, además de afirmar su anhelo de que en un reordenamiento uni-versitario las Facultades tuviesen plena autonomía frente a la Universidad,procedían como si ese voto se hubiese ya realizado.

Mientras tanto, en el clima político vigente en el país parecía encontrarlas autoridades de la Facultad estímulos para perseverar en su actitud. En1927 un ruidoso incidente pareció darles oportunidad para asestar un golpedecisivo en la larga guerra privada que mantenían con los representantes ydirigentes estudiantiles, a quienes achacaba ideas disolventes, manifestadaspor ejemplo en reiterados proyectos de ordenanzas para la provisión de cá-tedras por concurso, que el Consejo Directivo, del todo satisfecho con el sis-tema vigente, por el cual él mismo elegía, con criterios no siempre fáciles dediscernir, a los nuevos profesores, prescindía de tratar.

En agosto de ese año, en efecto, las autoridades de la Facultad decidieronpropiciar un ciclo de conferencias a cargo de jefes de nuestras fuerzas arma-das, en las que se tratarían temas vinculados con la defensa nacional. La pri-mera de esas conferencias, a la que concurrieron no menos de cientocincuenta jefes y oficiales, dio lugar a un descomunal escándalo, que presen-ció el rector de la Universidad con una serenidad que luego le fue achacadacomo culpa por el también presente ministro de guerra, general Justo. ¿A quése debía el escándalo? Sin duda la fe entonces vigente en las soluciones pa-cíficas para los conflictos internacionales hacía parecer algo inactual la ini-ciativa, tal como lo hacían notar en sus comunicados algunas de las fraccionesestudiantiles. Pero sobre todo era esta la consecuencia necesaria del climavigente en la Facultad, en un momento en que buena parte de los profesoresque apoyaban la objetada autoridad del Consejo comenzaban a tener parti-cipación descollante en movimientos políticos destinados a afrontar las elec-ciones de renovación presidencial de 1928 con la no oculta simpatía delPresidente de la República y la más discreta del propio Ministro de Guerra.En todo caso, las autoridades de la Facultad, animadas sin duda por la reacción

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del Poder Ejecutivo Nacional, que obligó al rector Rojas a recordar las dispo-siciones legales sobre autonomía universitaria, reaccionaron suspendiendopor dos años a siete estudiantes, a quienes por cierto no acusaban de haberparticipado en los desórdenes (pues reconocían que no habían podido indi-vidualizar a los responsables de los mismos) sino de la publicación de un ma-nifiesto que contenía objeciones a la iniciativa que tan poco felices resultadoshabía alcanzado.

Ello fue el punto de partida de un complejo conflicto, que llevó a finesde 1929 a una situación de caducidad de las autoridades de la Facultad yobligó al rector Rojas a tomar directamente a su cargo el gobierno de lamisma. La reacción de algunos profesores de la Facultad axial intervenida fuela renuncia, la de otros, el abandono liso y llano de sus tareas. A pesar de ellola Facultad de Derecho pudo ser normalizada; el rector Rojas llamó a elec-ciones para formar un nuevo Consejo en que los representantes de los pro-fesores resultaron ser quienes desde más antiguo integraban el cuerpodocente de la Casa. Estos se mostraron del todo dispuestos a colaborar conlos delegados estudiantiles, y tras de elegir decano al doctor Alfredo Palaciosintrodujeron reformas organizativas que, como la que establecía la provisiónde cátedras por concurso, habían sido largamente anheladas no solo por losestudiantes, sino —ahora se veía— por más de uno de los más prestigiososdocentes de la Facultad. Esta situación no podía, desde luego, satisfacer a quie-nes se habían alejado de la Casa, y consideraban ilegítimo cuanto se hacía enella sin su presencia. En su protesta siguieron encontrando los que durantetantos años habían dominado la Facultad un eco muy amplio en la prensadiaria, y también en los movimientos políticos conservadores y radicales di-sidentes, que adquirían fuerza creciente ante la incapacidad del gobierno deldoctor Yrigoyen para resolver los problemas económicos y políticos que lacrisis mundial de 1929 comenzaba a originar en el país.

La impopularidad creciente de ese gobierno, que había alcanzado dosaños antes el poder apoyado en una mayoría popular sin precedentes, hacíanacer ya dudas cada vez más generalizadas sobre la bondad de las solucionespolíticas propuestas por la democracia representativa, que en el pasado ha-bían sido muy frecuentemente ignoradas en la práctica, pero solo ocasional-mente discutidas. Esas dudas encontraban por otra parte modo de articularseteóricamente gracias al ejemplo de los regímenes autoritarios europeos, queen la década que terminaba habían tenido progresos considerables, en espe-

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cial en Italia. Un eco de esta situación nueva, aun confusamente sentida, pudoadvertirse ya en el momento en que fue elegido el sucesor de Ricardo Rojas;ahora el voto estudiantil era dejado al margen por dos bloques electorales, eluno inclinado hacia el doctor Arce y el otro hacia el ingeniero Butty. Aunqueen último término su gravitación fue decisiva (solo al abandonar los repre-sentantes estudiantiles, tras de varias elecciones infructuosas, la candidaturade Alejandro Korn e inclinarse por el ingeniero Butty pudo éste ser elegidopor muy exigua mayoría) quedaba bien claro el hecho de que los estudiantesno habían votado sin disgusto por el candidato al que daban el triunfo tansolo para evitar el de su adversario, del que no guardaban óptimo recuerdo;quedaba igualmente claro que las nuevas autoridades no se sentían por otraparte ligadas por ninguna solidaridad con ese sector de sus electores. Y enefecto, esas autoridades se mostraban singularmente frías en sus referenciasa la estructura universitaria establecida en 1918, aun más claramente hostilesal espíritu que había inspirado esa renovación. Cuando en setiembre de 1930,en medio de una muchedumbre en fiesta, el gobierno constitucional fue rem-plazado por uno militar, sobre el cual iban a alcanzar bien pronto gravitacióninesperada los hombres que desde la Universidad habían resistido tenaz-mente su renovación, su política universitaria no iba a encontrar en la insti-tución afectada todas las resistencias que acaso hubiesen sido esperables.

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Capítulo IV

Crisis en la Nación, crisis en la Universidad

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I

La revolución del 6 de setiembre de 1930, en efecto, fue considerada bienpronto por quienes podían interpretarla más autorizadamente como una res-puesta al fracaso de la experiencia democrática que en nuestro país habíacomenzado catorce años antes; cada vez se advertía con ma yor claridad quelos cambios introducidos en el ámbito universitario eran parte de esa expe-riencia, y eran vistos con el disfavor que acompañaba a cuanto había ocu-rrido en la etapa inmediatamente dejada atrás. En esta opinión no coincidíantan sólo los jefes del movimiento militar y los más influyentes entre sus ase-sores políticos; también podemos hallarla expresada por periódicos muy es-cuchados, que habían mantenido largas reservas frente al movimien to dereforma y tendían ahora a identificarlo con el puro triunfo de la demagogiaen la Universidad. Así, pese a que el movimiento estudiantil —no inspiradopor ningún espíritu profético— había apoyado la campaña de oposición algobierno de Yrigoyen y había dado algunas de las pocas víctimas caídas enla lucha contra éste, bien pronto se encontró colocado, para sectores acasono demasiado considerables numéricamente, pero cada vez más influyentesde la opinión pública, en una suerte de solidaridad implícita con aquellos aquienes había combatido con un arrojo no siempre demostrado por quienesluego de la vic toria revolucionaria los cubrían de indiscriminadas censuras.La Reforma y el movimiento estudiantil que con ella se identificaban, figura-ban, entonces, entre los vencidos. Este veredicto era impuesto por el nuevo

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clima histórico en que entraba a vivir el país, bajo un gobierno que buscabarestaurar autoritariamente un orden jerárquico y tradicionalista. Pero su efi-cacia inmediata en el plano universitario era acrecida por la presencia exi-gente, en el bando vencedor, de los más entre aquellos profesores de derechoque acababan de sufrir, luego de doce años de arrogante resistencia, una de-rrota con la que no habían querido reconciliarse.

Pero éste es sólo un aspecto de un cambio más vasto; por otra parte lasreservas, a menudo larvadas, no siem pre coherentes que a las solucionestriunfantes en 1918 siguieron oponiendo muchos de los que en la Univer-sidad actuaban son cada vez más claras y explícitas; para los más entre losque habían gobernado a la Universidad en el período ahora clausurado, laadhesión a la Refor ma, que no habían dejado de proclamar, significaba sobretodo la aceptación de una situación de hecho que imponía ciertas modali-dades a la política universitaria; desaparecida esa situación, la lealtad a losprincipios en que ella decía inspirarse no tenía por qué sobrevivirle. Al ladode esas reticencias cada vez más abiertamente articuladas, hay que hacerun lugar a la prudencia; ésta había sido —junto con la habilidad para hallarsoluciones vagamente transaccionales, y con otras habilidades acaso menosedificantes— la virtud cardinal requerida para gobernar la Universidad enuna etapa de difíciles equilibrios como había sido la inaugurada en 1918.Ahora, frente a los despiadados rencores que la Universidad iba a tener queenfrentar, la prudencia podía, sin embargo, no ser la mejor consejera.

En todo caso fue la que gobernó a las autoridades universitarias a partirde la caída del régimen constitucional. Los profesores renunciantes de laFacultad de De recho vuelven por sus fueros, exigen arrogantemente quesus dimisiones, presentadas y aceptadas un año antes, sean reexaminadas yrechazadas. Un obstáculo importante a sus pretensiones ha desaparecidoen el momento mismo de la revolución, con la renuncia presentada por eldecano Palacios, que compartía el júbilo con que las más venerables vesta-les de nuestra ciencia constitucional habían asistido al derrocamiento delgobierno legítimo y su remplazo por una dictadura militar.

Los ex dimitentes encuentran en las autoridades uni versitarias una ac-titud en extremo comprensiva; el mismo Consejo Superior que ha aprobadolas medidas tomadas por el rector Rojas se muestra dispuesto a reverlas, einvoca para ello la amenaza de intervención por el gobierno militar liberal-mente esgrimida por los ahora políticamente influyentes maestros del de-

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recho. El rector Butty prohija esas concesiones; comparte la inquietud demuchos ante la posibilidad de una salida autoritaria del movimiento militar,y parece considerar que es preciso reducir el área de conflictos para evitarque el gobierno se encuentre hasta tal punto enredado en ellos que nohalle solución fuera de la dictadura permanente. En el plano universitario,esas consideraciones imponen beber resignadamente la copa de la humi-llación; no todos están sin embargo de acuerdo con esa solución; la oposi-ción estudiantil se traduce en expresiones cuyo carácter tumultuoso esduramente condenado por el Rector. Finalmente éste, declarando que entoda su trayectoria universitaria se ha abstenido de halagar a los estudiantesy sus movimientos (lo que era exacto) y que no debía a ellos ninguno delos cargos que había ocupado (lo que ya no lo era tanto); proclamándoseademás convencido de que sólo medidas de extremo rigor podían devolvera la Universidad la paz perturbada por ciertos sectores del estudiantado, y,no considerándose la persona adecuada para aplicar esa política nueva, di-mite de su cargo.

Luego de algo más de tres meses de difíciles equilibrios destinados aevitar la intervención, el rector Butty se alejaba entonces proclamando entérminos sobremanera claros la necesidad de ésta. El gobierno no tarda enrecoger esa incitación; en diciembre de 1930 es puesto al frente de la Uni-versidad de Buenos Aires como interventor el doctor Benito Nazar Ancho-rena. La elección de interventor era en extremo característica: el doctorNazar Anchorena había luchado sin éxito contra las innovaciones universi-tarias tanto en la Universidad de La Plata como en la Facultad de Derechode Buenos Aires; discutido aun en su competencia científica y docente porlos partidarios de esas innovaciones, y en especial por los movimientos es-tudiantiles, no dudaba de que esas insolentes dudas sobre su capacidadiban acompañadas de ideas disolventes que era su deber combatir sin tre-gua. Sin duda, el doctor Nazar Anchorena, con su espíritu beligerante, creóbien pronto una situación extremadamente desdichada en la Universidadde Buenos Aires, pero es difícil creer que quienes le encomendaron su go-bierno esperaban de él actitudes muy diferentes de las que asumió; seríaen este sentido injusto hacerlo responsable único —o aun principal— delas infelices consecuencias de su gestión.

Su ímpetu combativo se concentró bien pronto en los movimientos es-tudiantiles, a los que, no contento con condenar en reiterativos comunica-

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dos, persiguió con incansable entusiasmo: entre sus primeras medidas fi-gura la expulsión de algunos estudiantes de la Facultad de Derecho, acusa-dos de repartir volantes que juzgaba irrespetuosos para su persona. Esapersecución se conti nuó con la de los profesores que, por una razón o porotra, y generalmente por su militancia en el radicalismo, estaban en dificul-tades con el nuevo gobierno; el doctor Nazar Anchorena compartía la con-vicción entonces no infrecuente de que el movimiento político vencidoen setiembre había sido una amenaza gravísima contra el orden social, yponía en la lucha contra él el mismo espíritu de guerra santa que en elplano estrictamente universitario se volcaba contra los secuaces de la Re-forma. Tanto celo encontró oposiciones en la Universidad, pero en sectoresmás limitados de lo que hubiera podido esperarse de ser tomadas en su li-teralidad las protestas de adhesión a la situación vigente que habían flore-cido profusamente en los doce años anteriores.

En efecto, al entrar en funciones el interventor asumió a la vez el go-bierno de la Facultad de Derecho, pero mantuvo en las demás a las autori-dades —decanos y consejos— existentes en ese momento. La convivenciaentre éstas y el doctor Nazar Anchorena se caracterizó por la extrema in-transigencia del interventor y un espíritu acaso excesivamente conciliadorpor parte de las autori dades normales, que parecían advertir muy bien hastaqué punto su supervivencia dependía de la voluntad de aquél. Tanta remi-sividad no salvó sin embargo a lo que quedaba de las autoridades estatuta-rias del destino de las ya caídas; no satisfecho con sus reiteradas pruebasde sumisión, el doctor Nazar Anchorena obtuvo que fuesen remplazadaspor delegados interventores. Más libre en sus acciones, tuvo entonces nue-vas oportunidades de manifestar su temperamento de militante; su celoacumuló rápidamente nuevas víctimas, algunas algo inesperadas, como eldoc tor Ricardo Levene, alejado de su cátedra en la Universidad de BuenosAires porque como presidente de la de La Plata no mostraba la solicitudsuficiente en el cumplimiento de las órdenes emitidas por el interventorporteño, que ansiaba al parecer extender su campaña depuradora más alláde lo que, en estricto derecho, constituía el ámbito de su jurisdicción.

Este penoso espectáculo de la arbitrariedad que castigaba, no la resis-tencia, sino la falta de entusiasmo en la sumisión, no fue por cierto el únicoque ofreció la Universidad de Buenos Aires en la etapa particularmentetriste que le tocaba ahora vivir. Las insinuaciones de la prudencia en efecto,

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no eran las únicas que gobernaron en esta etapa la conducta de los univer-sitarios. Si entre los profesores las protestas eran rápidamente contrarres-tadas con medidas que los alejaban por lo menos momentáneamente delámbito universitario, esta solución no era tan fácilmente aplicable frente ala resistencia estudiantil: el recurso de las suspensiones y expulsiones alque era tan afecto el doctor Nazar Anchorena, no podía aquí ser utilizadosin mesura. Y precisamente la resistencia se afirmó sobre todo en este sec-tor de la comunidad universitaria. El movimiento estudiantil, surgido a prin-cipios del siglo, había elaborado en la época comenzada en 1918 unaorganización federativa local y nacional, que había tenido sin embargo vidaazarosa y no siempre había alcanzado en los hechos la gravitación que deella hubiese podido esperarse. Ahora, el nuevo clima político sólo aparen-temente debilitaba a ese movimiento. Sin duda, la aparición entre los estu-diantes de tendencias nuevas, compartidas por grupos minoritarios peromuy dispuestos a hacerse escuchar y aun a imponer sus soluciones (porejemplo, las del nacionalismo y las del integralismo católico, estrechamenteligadas con aquél), hacía que el ideario reformista dejase de ser la expresiónde una supuesta unanimidad del estudiantado. Pero esa unanimidad mismahabía estado hecha de adhesiones no siempre suficientemente reflexivas;precisamente porque se la daba por supuesta había ido perdiendo conte-nido preciso. Del mismo modo, luego de una relación ambigua con autori-dades universitarias cuyas actitudes concretas había censurado más de unavez, pero con las cuales había tenido que convivir y aun, en más de unaocasión, que colaborar, relación que había restado al movimiento estudiantilel prestigio que da la protesta indiferenciada —aun en lo que ella puedatener a veces de injusto— y no le había proporcionado en cambio ningunainfluencia determinante en el gobierno de la Universidad, la persecuciónque contra él emprendía la nueva autoridad le iba a devolver bien prontoese ascendiente real sobre la masa estudiantil que había parecido desvane-cerse en parte en los años inmediatamente anteriores.

Al lado de estos factores favorables, hay que tomar en cuenta sin em-bargo otros negativos, que no arredraron por cierto a la resistencia estu-diantil. El clima instaurado en la Universidad por su poco sereno interventorno hacía sino adecuarla al que dominaba en el país: el gobierno militaradoptaba cada vez más decididamente, para resolver los problemas que na-cían de su propia gestión política, actitudes dictatoriales: la prisión por cau-

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sas políticas, con su secuela de crueldades y tormento pasó ahora a ser unode los rasgos característicos de la vida nacional. Los organizadores de la re-sistencia universitaria no se vieron por cierto librados de los riesgos implí-citos en esa situación; sin embargo, los movimientos de huelga organizadosen protesta por la situación existente alcanzaron inesperado éxito.

Ello contribuyó para poner en evidencia un hecho a la larga inocultable:la solución al problema universitario no podía alcanzarse por la vía quehabía tomado animosamente el interventor Nazar Anchorena. Éste, sin duda,no ignoraba que las sanciones, por agradable que fuese aplicarlas, no eranbastante base para un estable orden universitario; deseaba por otra parteque una reforma de estatutos constituyese más duradero recuerdo de supaso por el gobierno de la institución. Sin duda, al enviar la intervención,el gobierno del general Uriburu había declarado que la misma no tenía porpropósito la modificación ni de la ley Avellaneda ni de los estatutos de1923. Pero ese gobierno no se había mostrado tan sólo en ese punto gene-roso en promesas que luego no había querido o podido cumplir. Y por otraparte un examen del texto de la ley Avellaneda había permitido al doctorNazar Anchorena descubrir lo que había escapado a la sagacidad, acasomenos interesada, de otros juristas más ilustres: que el estatuto de 1923,como el de 1918 (como, de hecho, todos cuantos habían gobernado a laUniversidad de Buenos Aires a partir de la promulgación de esa ley) violabalos preceptos fijados por el legislador de 1885. Para salvar esa violación, elinterventor se consagró a elaborar nuevos estatutos; en ellos la piedra deescándalo de la representación estudiantil era objeto de atención prefe-rente: los delegados estudiantiles serían ahora estudiantes, pero, para noviolar el texto de la ley (que nada decía al respecto) no tendrían voto sinopara la aprobación de designaciones de profesores; en este caso debían re-cabar mandato de sus representados (mediante los extravagantes plebisci-tos que pasaron a ser, hasta 1943, uno de los rasgos menos felices de nuestravida universitaria; esas orgías de demagogia a que se obligaba a los aspiran-tes a ocupar cátedras —sobre todo en ciertas facultades— eran consecuen-cia de los personalísimos criterios aplicados por el interventor en subúsqueda de remedios contra la demagogia estudiantil). Por otra parte, larepresentación de los alumnos era reducida de cuatro a tres integrantes,de los cuales uno era elegido de la lista de candidatos que resultase mino-ritaria. Tales reformas estatutarias fueron aprobadas por el gobierno provi-

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sional, y se pasó a la etapa siguiente: la vuelta a la normalidad. Lo mismo enel plano universitario que en el nacional, la normalidad que sucedió a lagestión revolucionaria iba a llevar hondamente marcadas las huellas de loocurrido en los breves —y tan decisivos— meses posteriores al movi-miento del 6 de setiembre.

En el plano universitario, las consecuencias del cambio de clima soninnegables. En la Facultad de Derecho no sólo es total el triunfo del grupoque había ofrecido tenaz resistencia; dentro de él un sector sin duda mi-noritario, pero que cuenta con la extrema tolerancia de sus colegas, tiendea identificar su nostalgia de la vieja Ar gentina patricia con las críticas queen nombre del fascismo se hacían a la democracia negadora de las jerar-quías naturales: la visita que a esa facultad realizó un eminente teórico deese movimiento político, el señor Gino Arias, permitió contemplar, juntocon no escasos jóvenes, a más de un caballero de edad ya venerable ensa-yando esa extraña gimnasia que se llamaba entonces el saludo romano. Lasimpatía con que eran vistas esas actitudes contrastaba sugestivamentecon la severidad practicada frente a la aparición —a menudo sólo su-puesta— de posiciones juzgadas insuficientemente conservadoras. Así, to-davía en 1934, el Consejo Directivo de la Facultad de Derecho separó deella al doctor José Peco, al que acusaba de agente soviético, mediante ra-zonamientos que incluían, entre otras premisas no menos desconcertan-tes, la atribución a cada letrado de las posiciones ideológicas de susdefendidos. Ese nuevo espíritu de militante intolerancia tuvo repercusiónen el movimiento estudiantil, en la aparición de grupos minoritarios queutilizaban sistemáticamente la violencia, con efectos sin embargo limitadospor la exigüidad de las adhesiones con que contaban. También debe vin-cularse de alguna manera con ese nue vo clima la difusión de un catoli-cismo igualmente militante, que parecía hallar también él, según lorecordaría póstumamente uno de sus voceros, el señor Marcelo SánchezSorondo, adecuada expresión política en el fascismo. Esas actitudes nue-vas, activamente compartidas por grupos nunca demasiado numerosos en-cuentran —se ha recordado ya— recepción benévola entre otros cuyatrayectoria anterior —de la que por otra parte no habían renegado explí-citamente— hubiese hecho esperable una actitud distinta.

Junto con la situación de la Facultad de Derecho es la vigente en la deMedicina la que muestra más claramente las consecuencias de la nueva si-

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tuación. Aquí las alternativas ideológicas gravitaban menos decididamente(aunque a ella se debe sin duda que como eco local de la ola europea deantisemitismo de inspiración hitleriana las discriminaciones llegasen enesta etapa a constituir una suerte de no escrita cláusula aria). Pero en estaFa cultad multitudinaria, cuyo estudiantado era de origen social más com-plejo, resulta imposible —cualesquiera fuesen las disposiciones estatuta-rias— no contar en alguna medida con él. Esta situación impulsó a losgrupos dominantes en la Facultad a perseverar en el uso de benevolenciasel más eficaz de todos los instrumentos de reino. De allí una corrupciónbien conocida —los resultados de la investigación realizada por la Univer-sidad en 1943 pudieron documentarla más allá de toda duda, pero en símismos no causaron ninguna sorpresa en ese clima viciado la selección delos profesores como la de los alumnos se regía por criterios de favoritismono siempre gratuito que no procuraban siquiera ocultarse. Pero ni aun lacorrupción resultó a la postre suficiente, y la violencia —no ennoblecidapor ningún justificativo ideológico— hizo su aparición también en la Fa-cultad de Medicina; su Centro de Estudiantes, dominado por un grupoadicto a las autoridades de la Facultad fue mantenido en esa línea medianteel sencillo expediente de dar por clausurada la inscripción en el mismo.Esta situación particularmente penosa pudo durar más de una década; enella fue considerado un aspecto inevitable de la vida universitaria porteña.

He aquí, entonces, un cuadro muy oscuro de la vida de la Universidadde Buenos Aires en la etapa que se inaugura en 1930; un cuadro cuyos ele-mentos son por otra parte innegablemente auténticos. Y sin embargo esecuadro no es del todo veraz. Si la Universidad no está ya animada del em-puje optimista que —a pesar de los rasgos negativos ya apuntados— habíacaracterizado la etapa anterior, sigue sin embargo cumpliendo, aunqueacaso sin la necesaria claridad de objetivos, sus funciones esenciales. LaUniversidad sigue creciendo, con ritmo aun más rápido que en la etapa ce-rrada en 1930, y atiende en parte las tareas que surgen de esa situaciónsiempre renovada: la preocupación por lograr edificios capaces y dignos,que en la etapa anterior había encontrado manifestación algo extravaganteen el nunca concluido edificio gótico de la Facultad de Derecho, la encuen-tra ahora más racional en el conjunto destinado a albergar la de Medicinay sus escuelas, y más grandioso en el novísimo edificio de Derecho, cuyavacía elocuencia neoclásica constituirá, en la etapa siguiente, el modelo rei-

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teradamente imitado por la arquitectura oficial del régimen peronista. Si lainstalación de la Facultad de Ciencias Exactas sigue constituyendo un pro-blema no resuelto, de características cada vez más escandalosas, esas cons-trucciones revelan sin embargo una atención muy real, si no siempre muybien inspirada, hacia algunos de los problemas de una Universidad que,como la de Buenos Ai res, contaba a sus estudiantes por decenas de miles.

En aspectos menos tangibles proseguía también la obra universitaria. Esprecisamente en esta etapa cuando algunos de los centros de investigaciónque la Universi dad ha ido formando comienzan a dar sus frutos más valio-sos: la coexistencia de la tarea de investigación con la meramente docenteen el quehacer universitario es un rasgo que se acentúa en forma sin dudalenta, pero al parecer irreversible. Ahora menos que nunca la historia de laUniversidad podría resumirse en la de su vida política, y por otra parte losmismos rasgos negativos de ésta, si tienen consecuencias enojosas, tienentambién otras menos desdichadas: sin duda sobre todo en sus defectos laUni versidad posterior a 1930 continúa la existente antes de esa fecha, peroacaso gracias a esa continuidad en la que se encontrarían escasos motivosde orgullo pudo darse al margen de ella otra continuidad más secreta deesfuerzos cuyos resultados, con ser menos aparentes que la sacudida vidapolítica de la Universidad, no son por ello menos decisivos.

Y por otra parte convendría no exagerar la novedad ni la gravedad deuna situación político-universitaria cuyos rasgos negativos esperamos nohaber disimulado. Heredera de situaciones anteriores, de males que se arras-traban desde antiguo en nuestra vida universitaria, si la Universidad posteriora 1930, los mostró dotados de redoblada virulencia fue acaso porque en ellasu perduración estaba ya más inmediatamente amenazada, porque las fuer-zas que los combatían en nombre de una Universidad mejor eran menosimpotentes de lo que un examen superficial podría hacer suponer. En todocaso, la Universidad misma parecía encerrar virtualmente los recursos ne-cesarios para una rectificación: gobernada sucesivamente por los rectoresMariano R. Castex, Ángel Gallardo y —desde 1934 hasta 1941— por el doc-tor Vicente Gallo, los frutos de la lenta consolidación realizada bajo su égidapudieron advertirse cuando, bajo la gestión rectoral del doctor Carlos Saa-vedra Lamas, inaugurada en 1941, comenzó la Universidad a mostrar másviva conciencia de sus males internos y a preparar los remedios para ellos.

Sólo que la crisis universitaria, abierta por una cri sis nacional, estaba

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destinada a vivir al ritmo de esta última. A partir de 1940 los problemas de-jados sin resolver por el ciclo abierto en 1930 parecieron adquirir urgenciacreciente; el difícil equilibrio político hasta entonces mantenido, luego dela doble tentativa de reorientación dirigida en sentido opuesto por el pre-sidente Ortiz y por su sucesor el vicepresidente Castillo, revelaba toda sufragilidad. En junio de 1943 un nuevo movimiento militar obtenía nueva-mente un fácil triunfo; con ello se abría una nueva etapa de la crisis nacio-nal, cuyas consecuencias iban a llegar muy pronto a la Universidad.

II

El 4 de junio de 1943 el gobierno del doctor Castillo fue derrocado poruna conjura militar dirigida por su ministro de Guerra, el general Ramírez.Se cerraba así el ciclo político abierto en setiembre de 1930; se abría otronuevo, sobre cuyas características poco podía por el momento predecirse;una proclama revolucionaria concisa hasta la ambigüedad resumía los malesdemasiado conocidos de la vida política argentina pero prescindía de señalarcon igual precisión los remedios que para esos males aportaba la Revolu-ción. ¿Se trataba del retorno a la práctica leal, no deformada por el fraudeelectoral sistemático, del gobierno representativo? ¿O más bien, de acuerdocon el ejemplo aportado por las dictaduras europeas de derecha, aún dota-das de impresionante vi gor, capaces de resistir en la más grande guerra dela historia la hostilidad de tres continentes, de poner fin a la vigencia del ré-gimen republicano representativo e instaurar un nuevo orden político, ins-pirado precisamente en ese ejemplo? He aquí una alternativa que no seplanteó nunca con claridad, que el movimiento revolucionario tampoco en-caró sistemáticamente, pero cuya vigencia explica muchas de las vacilacio-nes, muchos de los malos entendidos que caracterizaron su marcha.

En todo caso, la instalación de un gobierno militar de facto no afectóen un comienzo la vida de la Universidad de Buenos Aires, que prosiguiócon las características del período que acababa de cerrarse en el plano dela política nacional. Una paz insegura se había logrado en casi todas las Fa-cultades que la integraban, pero la de Medicina y la de Derecho seguíanagitadas por duros conflictos internos. En Medicina una generalizada co-rrupción político-universitaria hacía que desde la designación de profesorestitulares hasta la selección de los alumnos, a través de los exámenes de in-

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greso, estuviesen lejos de hacerse tomando en cuenta exclusiva o primor-dialmente la idoneidad; tales eran algunas de las graves conclusiones a lasque llegó el doctor Eusebio Gómez, a quien el Consejo Superior de la Uni-versidad había encomendado, el 28 de junio de 1943, la pesada y poco gratatarea de investigar, con la autoridad de un interventor, la situación de esaFacultad. El informe, presentado el 23 de agosto, ponía valientemente endescubierto males que no eran nuevos, ni en rigor desconocidos; al denun-ciarlos demostraba, por parte de la Uni versidad, una saludable voluntad decorregirlos. Si la situación de la Facultad de Medicina mostraba rasgos de-rivados sustancialmente de la corrupción deliberada de las nuevas fuerzasque la Reforma había introducido en la vida universitaria (señaladamentedel movimiento estudiantil), en la de Derecho se trataba, por el contrario,de la obstinada resistencia de un grupo de profesores, que poseían el con-trol del Consejo Académico, a aceptar el nuevo estilo de vida universitariainaugurado en 1918. Esta resistencia, que invocaba razones de decoro y au-toridad docente, iba acompañada de un espíritu exclusivista en lo que tocaal reclutamiento del cuerpo enseñante, que aun a costa de evidentes con-trasentidos en la aplicación de las normas estatutarias y reglamentarias,llegó a apartar de la cátedra a juristas provectos y a cerrar el camino de ellaa valores rodeados de sólida reputación. Ello había provocado ya, desde elcurso de 1942, una permanente agitación, de la que tomó cuenta el ConsejoSuperior de la Universidad el 24 de julio del año siguiente. Una y otra acti-tud revelaban sin duda una sensibilidad más viva que en los años pasadospor los graves problemas de la vida universitaria, pero no podían asumirsesin provocar situaciones difíciles y colocar ante alternativas dolorosas a lasmás altas figuras del gobierno universitario, y en primer lugar a su Rector.Acaso, en efecto, el clima conflictual sin duda necesario, si es que no sequería enmascarar sino resolver de una vez por todas esos problemas, fueuno de los elementos determinantes de la renuncia del doctor SaavedraLamas, deplorada pero aceptada por la Universi dad. El Vicerrector, doctorAlfredo de Labougle, asumió el rectorado, hasta que, en medio de la no re-suelta crisis universitaria y bajo la presión de la que, abierta por la revolu-ción en el plano nacional, había encontrado doloroso eco en la Universidadal privarla de algunos de sus maestros más ilustres, renunció mencionando,como el doctor Saavedra Lamas, razones de salud. Invocando la situacióncreada por esa renuncia, el gobierno del ge neral Ramírez resolvió el 2 de

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noviembre de 1943 intervenir la Universidad de Buenos Aires. Actos ante-riores de ese gobierno en el plano universitario hacían ya suponer que esaintervención no iba a limitarse a una reorganización de acuerdo con lasnormas del estatuto vigente.

En efecto, el gobierno surgido en junio parecía orientarse todavía len-tamente hacia el segundo término de la alternativa que desde su origen sele planteaba. Concebía su misión como la de reeducar por vía autoritariala adormecida conciencia argentina; en este sentido no bastaba un régimenpolítico de dictadura; esa dictadura debía utilizar en sentido militante(como lo habían hecho las europeas de entreguerra en Rusia, Italia, Austria,Alemania, España) todos los resortes del Estado. Entre ellos la Universidadtenía papel importantísimo; era por lo tanto intolerable que la orientaciónde su enseñanza quedase librada, por el principio de libertad de cátedra, ala decisión de su cuerpo docente, era también inadmisible que su gobiernose encontrara en manos de los integrantes de los diversos estamentos uni-versitarios. La autonomía era un ideal superado; la Universidad, como el en-tero aparato estatal, debía ser colocada sin reservas al servicio de unaideología redentora. Una muestra de este criterio en el campo universitariola dio el gobierno de Ramírez al intervenir, el 28 de julio de 1943, la Uni-versidad del Litoral, alegando que predominaban en ella “factores y elemen-tos adversos a los sanos intereses de la nacionalidad”, y ante todo ideologíascuya difusión, a juicio de ese gobierno, era “perjudicial a los intereses ge-nerales de la sociedad”. En nombre de esa urgente defensa social, el go-bierno colocaba al frente de la Universidad del Litoral al señor Jordan BrunoGenta, espíritu inquieto que tras de militar fugazmente en varios movimien-tos de extrema izquierda, se dedicó a denunciar infatigablemente, sin temora las reiteraciones, la acción conjunta de liberales y extremistas con tra po-siciones tradicionalistas que tenían para él todo el encanto de la novedad.La gestión del señor Genta al frente de la Universidad del Litoral demostróque participaba por entero de la convicción de que la mejor defensa es elataque: sin vanas prudencias entró en violento conflicto con estudiantes yprofesores; esa situación de agitación permanente, lejos de inquietarle, pa-recía satisfacer una necesidad de su espíritu: multipli có los castigos disci-plinarios hasta que pareció que ciertas Facultades no podrían seguirfuncionando por tener sancionados a la mayoría de sus estudiantes con ex-pulsiones o largas suspensiones. Las calles de Rosario y Santa Fe se vieron

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animadas con permanentes algaradas estudiantiles; no contento con ello,el interventor entró en un conflicto marginal, nacido de sus gratuitas in-temperancias verbales, con los colegios de profesionales. El 29 de setiem-bre, tras de dos meses llenos de ruido, el señor Genta debió ser relevado;su gestión había introducido muy eficazmente el caos en la Universidad asu cargo; la tarea de restablecer la paz fue confiada por el gobierno a la co-nocida ductilidad del doctor Dana Montaño.

Esta experiencia, que debía haber sido decisiva, no disuadió sin embargoal gobierno revolucionario del vano proyecto de poner ideológicamenteen línea a las Universidades y de utilizar para ello el entusiasmo, el celo fa-nático de figuras ideológicamente afines al fugaz inter ventor en la Univer-sidad del Litoral. La persistencia de ese propósito se vinculaba con laorientación cada vez más hostil en el plano nacional a la tradición políticanacida de la Revolución de Mayo, y cada vez más desfavorable en lo inter-nacional a las Naciones Unidas que libraban dura guerra contra las poten-cias del Eje. En octu bre, una crisis de gabinete marcaba el triunfo de esasorientaciones en el grupo revolucionario; al general Anaya, ministro de Jus-ticia e Instrucción Pública desde junio, sucedía ahora el señor Gustavo Mar-tínez Zuviría. La llegada al ministerio de este fecundo folletinista, del que larevolución de 1930 había hecho un académico y director de la BibliotecaNacional, marcaba adecuadamente la entrada de un nuevo espíritu de in-tolerancia ideológica, cuyos precisos alcances pudieron medirse bienpronto. En efecto, el 15 de octubre un grupo de personas de actuación enla vida universitaria, política y sindical publicaron un manifiesto en el cual,en tono moderado, solicitaban al gobierno que preparase la restauracióndel régimen democrático constitucional y cumpliese sus compromisosfrente a las demás naciones americanas. Esta iniciativa mereció del gobiernouna respuesta insólitamente violenta, y sorprendente para los promotoresde la iniciativa misma, que la habían llevado adelante tras de una entrevistacordial con el propio presidente Ramírez, en el que creyeron descubrir unclaro deseo de ser invitado a definirse públicamente sobre esos puntos pre-cisos de la política revolucionaria. En todo caso, en la nueva distribucióndel poder político era ya notorio que tocaba al general Ramírez una porciónmenos importante que a su flamante vicepresidente, el general Farrell, y aquien se movía tras de éste haciendo sus primeras armas políticas, el coro-nel Perón. El nuevo clima era definido adecuadamente por la altanería con

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que el gobierno respondía a las sugestiones de quienes describía como agi-tadores antisociales y antiargentinos, o políticos que no se resignaban “aexpirar sin esperanzas su falta de lealtad para el país”. El 17 de octubre elpresidente Ramírez ordenaba la cesantía de los empleados o funcionariosque habían osado expresar su opinión a través del manifiesto; el 20, el rec-tor Labougle transmitía la orden de cesantía a la Facultad de Medicina: fuela Universidad aún formalmente autónoma la que aceptó apartar de su senoa figuras que, como la de Bernardo Houssay, habían sido durante largos añossu orgullo le gítimo, y habían compensado con su presencia y su la bor mu-chas insuficiencias de la vida universitaria. Esa aceptación sin protesta deuna medida que, a la vez que agraviaba a estudiosos ilustres, causaba dañoirreparable a la Universidad misma, autoriza a juzgar más duramente a unasituación universitaria que los escándalos revelados meses antes.

En todo caso, tanta prudencia no salvó a la Uni versidad de un destinoya inevitable: con distintos pretextos todas las Universidades, salvo la de LaPlata, cuyo presidente se mostró dispuesto a secundar con entusiasmo lapolítica del Gobierno, cayeron intervenidas. En la de Buenos Aires fue de-signado interventor el doctor Tomás D. Casares, profesor de ella. La gestióndel doc tor Casares se caracterizó por su brevedad: no duró más de tresmeses y medio. A través de ellos debió el inter ventor enfrentar una situa-ción nada fácil; la audacia con que el Gobierno había actuado frente a figu-ras de enorme prestigio científico y universitario creó una estupefacciónque impidió una reacción inmediata; en este sentido, el interventor podíacomunicar al ministro Martínez Zuviría que la Universidad se hallaba fun-cionando “sin una sola perturbación de efectiva trascendencia”. Pero la ne-cesidad misma de este informe, curiosamente parecido al del conquistadorde una fortaleza vencida estaba revelando la existencia de tensiones cuyagravedad acaso no escapaba al mismo interventor. Éste se limitó entoncesa expresar, en reiteradas ocasiones, su concepción autoritaria de la Univer-sidad. Para el doctor Casares, en efecto, la vida universitaria debía consti-tuirse “sobre su modelo natural, que es la vida de familia”, a fin de establecerentre el profesor y el alumno una concreta e individualizadora relación“análoga a la del padre con los hijos”. Menos indirectamente había afirmadoya el mismo principio autoritario al hablar en el acto de clausura de cursosdel Colegio Nacional de Buenos Ai res: “Sobre todos impera la autoridad enuna comunidad organizada, pero sobre la juventud impera doblemente, por-

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que... ha de tutelar lo que en derecho se llama su incapacidad.” La respuestapronunciada en el mismo acto, en nombre de los estudiantes, fue una invo-cación del régimen político establecido por la Constitución, amenazadopor todos los extremismos. Era, muy evidentemente, una respuesta ade-cuada; en efecto, el autoritarismo, que iba a unirse bien pronto con la im-posición de ciertas ortodoxias religiosas e ideológicas, era incom patiblecon la tradición político-cultural argentina, tal como se había elaborado apartir de 1810. En todo caso, la gestión del doctor Casares no sacó de losprincipios que la guiaban las consecuencias al parecer ineludibles: se limitóa proponer un plan llamado de Intensificación Universitaria, anunciado pro-fusamente, que parecía consistir en la utilización sistemática de los serviciosde profesores adjuntos y extraordinarios, hasta entonces muy parcamenteutilizados (y aún más parcamente retribuidos) en la Universidad de BuenosAires. Este plan, anunciado el 28 de diciembre, estaba destinado a no apli-carse: el 14 de febrero de 1944 el doctor Casares, víctima indirecta de unanueva crisis de gobierno, debía presentar su renuncia.

En efecto, a comienzos de 1944 el gobierno debió romper relacionescon las potencias del Eje; esta medida, que la nueva coyuntura bélica, cadavez más favorable a las Naciones Unidas, había hecho ineludible, provocóel alejamiento del doctor Martínez Zuviría (poco después haría una víctimamás importante en el general Ramírez). El nuevo ministro de Justicia e Ins-trucción Pública era un anciano abogado, el doctor J. Honorio Silgueira, per-teneciente no sólo cronológicamente a nuestra generación positivista, aquien tocó aplicar el decreto dictado por el gobierno revolucionario jun-tamente con el que disolvía los partidos políticos, el 1 de enero de 1944,por el cual se introducía en la enseñanza oficial la de la religión católica.Singular ejecutor de una política en la que no creía, el doctor Silgueira pusopara implantarla un desgano inocultable: en la Universidad su acción se tra-dujo en la designación del doctor David M. Arias como interventor en lamisma. Para el nuevo interventor la Universidad de Buenos Aires parecíatener tarea bastante con cumplir en lo posible sus deberes docentes; losdiscursos pronunciados cuando son puestos en posesión los delegados enlas diferentes Facultades suelen evocar las insuficiencias de locales y biblio-tecas más bien que las grandiosas perspectivas de una regeneración nacio-nal inspirada en el doble símbolo de la espada y la cruz.

Pero, contra lo esperable, la Universidad de Buenos Aires no había atra-

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vesado ya, en forma relativamente cle mente, la misma experiencia que tanduramente había castigado a la del Litoral. En efecto, el alejamiento del ge-neral Ramírez había anulado las ventajas que en el plano internacionalhabía significado la ruptura de relaciones con las potencias fascistas; el go-bierno de su sucesor, el general Farrell, enfrentaba un aislamiento diplomá-tico casi total. En esta difícil posición el gobierno guardó —pero sóloprovisionalmente— la actitud que el decoro imponía; en el plano culturaldebió, como consecuencia de ello, prestar nuevamente su apoyo a losque, hostiles a las posiciones tradicionalmente dominantes en el país, ten-dían a traducir esa hostilidad en el plano internacional volcándola contralas potencias que representaban al liberalismo democrático. Ante estanueva situación, el doctor Silgueira se vio forzado a abandonar su minis-terio; su remplazante fue el doctor Alberto Baldrich, sin duda mejor orien-tado ideológicamente pa ra aplicar sin reticencias la nueva políticaeducativa inaugurada con el decreto de enseñanza religiosa.

Con el doctor Baldrich y sus colaboradores en los tres niveles de la en-señanza, se aplicó por primera vez con notable espíritu de sistema lo quela revolución nacionalsocialista alemana, por la que el nuevo ministro pro-fesaba abierta devoción, llamó la Gleichschaltung, la puesta a tono de todaslas actividades nacionales con la nueva tónica revolucionaria. Pero precisa-mente, ¿cuál era esa tónica revolucionaria? Para definirla influían sin duda,en estos hombres voluntariamente ciegos y sordos a la historia que antesus ojos transcurría, el ejemplo de las potencias fascistas ya en derrumbe.Pero influía también el recuerdo de España en su edad de oro, vista a travésde la experiencia fascista con rasgos tan deformados que han provocadola indignada sorpresa de más de un estudioso de la realidad española enesa época tan rica y compleja. En todo caso, para el señor Carlos Obligado,puesto por el doctor Baldrich al frente de la Universidad de Buenos Aires,no tenía duda que su tarea era de restauración de una vieja Argentina feliz-mente integrada en el ámbito del imperio español y católico, una Argentinaevocada fundiendo en una sola onda de sentimiento fervoroso una ricaserie de errores históricos por el doctor Baldrich al hablar en el ColegioNacional de Buenos Aires, de cuyas aulas “salieron con señorío los jóveneshidalgos criollos de la provincia que integró el Imperio de Fernando e Isa-bel, de Carlos y de Felipe”. Pero el amable poeta menor que era el señorObligado parecía no saber demasiado bien por dónde comenzar esa tarea

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enorme. Sin duda, corrigiendo lo que juzgaba una vieja injusticia, dispusoreconocer el título de doctor en Teología como habilitante para enseñar Fi-losofía, Psicología, Moral y Latín en la Universidad y sus institutos anexos.Sin duda introdujo la enseñanza de la religión católica en todos los cursosde esos insti tutos, y —con actitud que contrasta penosamente con la efec-tiva tradición de la España católica, que invocaba— no sólo encomendó ala autoridad eclesiástica la confección de programas de la asignatura, sinoaun, con gesto sin precedentes, la revisión de la ordenanza misma por laque se la introducía en el plan de estudios. Sin duda, con motivo de la fes-tividad del Corpus Christi, y juzgando que era “propio de toda Universidadque aspire al más alto ideal de cultura humana, el inclinarse reverente anteel Verbo Encarnado”, dispuso que la de Buenos Aires participase oficial-mente en ello. Al proceder así creía interpretar la “urgente voluntad del Al-tísimo”; a través de esas aparatosas medidas se trataba, en efecto, de nadamenos que “restablecer a la Patria”. Pero no parecía fácil acompañarlas deotras más sustanciales; era dudoso que una universidad moderna pudierasustentarse en una concepción de la cultura deliberadamente inactual; eradudoso también que los encargados de imponer esa concepción la cono-ciesen con suficiente intimidad para cumplir su cometido con eficacia. Así—rasgo revelador— en medio de un torneo de encendidos elogios a lasposiciones filosóficas de Santo Tomás de Aquino, que son presentadas, condoble despropósito, como obligatorias para todos los católicos y por endepara todos los argentinos, un colaborador muy directo del señor Obligadomuestra confundir al doctor Angélico con el desconfiado apóstol cuyo nom-bre llevaba. No tiene entonces nada de extraño que la acción del señorObligado se limitase cada vez más a la predicación, desde su alta investi-dura, de su fe apocalíptica en la madurez de los tiempos para una restaura-ción de la “Argentina raigal”. Todos sus gestos se orientaban en este sentido;aun la aparentemente nimia sustitución del final habi tual de los discursosacadémicos por un “gracias, a to dos, y paz en el Señor”, algo inesperado. Enesta tarea encontró el señor Obligado colaboradores entusiastas, igualmenteconvencidos de que sus esfuerzos oratorios abrían una nueva era argentina.El 6 de junio de 1944, en uno de esos actos ricos en contenido simbólicoque parecían complacerle especialmente, el interventor rebautizaba al Co-legio Nacional de Buenos Aires, que pasaba a llamarse Colegio Universitariode San Carlos, designación tradicional que desde luego nunca había llevado

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en el pasado. Al día siguiente el canónigo Sepich era designado Rector delestablecimiento. Al asumir su cargo, el nuevo Rector echaba una miradasobre la circunstancia histórica en que el hecho se producía, y la veía mar-cada por la lucha entre dos generaciones, una vieja y caduca, formada en latradición francesa ya en trance de muerte, y otra rica en jóvenes energías,que “ama la verdad, y por eso ama la Teología”. La lucha en el país y elmundo era aún violenta, pero el resultado era seguro, y el Rector colum-braba un futuro de paz: “Cuando la belleza reine en el mundo —anunciabaconsoladoramente— la vida será cortés.”

Pero los hechos no parecían confirmar los cursus proféticos del nuevoRector. En agosto de 1944 las fuerzas del Eje abandonaron París; la Argentinaestaba aún tan ligada a la tradición francesa como para que sólo en ese mo-mento advirtiesen todos un hecho que era ya evidente desde hacía meses:que las Naciones Unidas habían ganado la guerra. Entre los derrotados dela hora estaba el ministro Baldrich y su colaborador el señor Obligado. Mien-tras aquél aceptó con resignación su destino, éste —sustituido al frente dela intervención que hacía pocos meses había proclamado candorosamentedotada “de la estabilidad y firmeza de un rectorado”— se negó a entregarel cargo a su sucesor el general Accame, que ante la arisca resistencia delpoeta atrincherado en su despacho de interventor prefirió retirarse hastaque la situación quedase debidamente aclarada. Por fin el señor Obligado,convencido de que toda resistencia era inútil, abandonó el campo y dejópaso a un interinato administrativo del secretario de la Universidad, doctorMatienzo. Para remplazar al doctor Baldrich el general Farrell recurrió aldoctor Etcheverry Boneo, insospechado de simpatías políticas marcadashacia el fascismo; su orientación era la de un integralismo católico que seapresuró a definir con rigor al poner al frente de la Universidad al doctorWaldorp, que ya había actuado en ella al lado del señor Obligado. La Uni-versidad argentina —afirmaba el ministro con una desconcertante ignoran-cia de los hechos— había pecado por conceder excesiva atención a laciencia y a la técnica. El papel princi pal de la Universidad era el de definiruna cultura apoyada en principios absolutos, los de la “verdadera filosofíay la doctrina revelada” y en elementos contingentes aportados por el “suelo,estirpe, tradición e historia”. “Es preciso que la Universidad se ponga atono”, proseguía perentoriamente el ministro, y concluía afirmando quepara el reclutamiento de nuevos profesores se tomaría en cuenta no sólo

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el requisito constitucional de idoneidad sino la posesión por parte de losaspirantes de esa “auténtica cultura nacional antes esbozada”, o sea, en pa-labras más pobres, la coincidencia con los puntos de vista del propio mi-nistro y sus amigos. El señor Waldorp se encargó de traducir las mismasideas a un lenguaje más barrocamente florido, cuando, tras de evocar, nose advierte bien por qué, los “cielos luminosos de la Divina Comedia”, pa-saba a definir a la Univer sidad como “un filtro ideológico enorme y sereno”erguido “como otrora Palas Atenea —la sabiduría antigua— se erguía sobreel burgo divino”.

Pero eran ya los últimos desarrollos de una experiencia condenadapor los hechos. La condenaba su anacronismo; la condenaban aún decisi-vamente las insuficiencias no sólo culturales de quienes la habían em-prendido. Estas últimas dieron a toda la tentativa un tono escasamenteserio; sería un error, sin embargo, ver en ella tan sólo un paréntesis algogrotesco en la vida de la Universidad de Buenos Aires. En este período losque dominaron la Universidad negaron sistemáticamente —por primeravez en su historia— principios que, como el de libertad de cátedra, habíanlogrado sobrevivir a lo largo de toda ella, aun en medio de la desatada in-tolerancia política. Afirmaron —también por primera vez— que la Uni-versidad debía ser puesta al servicio de un determinado ideal cultural, enel que se continuaba un ideal religioso y político; que su función no era,entonces, la de ofrecer una imagen veraz de una cultura que avanza —comola occidental moderna— gracias a aportes inspirados en visiones de larealidad diferentes y aun opuestas; menos aún la de enriquecer con supropio aporte esa cultura ya infinitamente rica. Por el contrario, el papelprincipal de la Universidad era el de depurar ese legado cultural, o seade mutilarlo de sus muchos aspectos que por una u otra razón disgusta-ban a los ocasionales dirigentes universitarios. Esta concepción de latarea universitaria, que esconde mal el desprecio por la actividad culturaly su subordinación a fines prácticos inmediatos de dominio político oconservación de ciertas situaciones históricas fue formulada, por primeravez, con tan intrépida coherencia por los hombres que gobernaron laUniversidad en el período que va de 1943 a 1945; en el clima de tensiónnacional y mundial que caracterizó a la posguerra estaba destinada a en-contrar muchos y muy inesperados partidarios.

Mientras tanto, quienes primero intentaron imponer esa actitud radical-

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mente nueva, ignorada en el sin em bargo tormentoso pasado de la Univer-sidad de Buenos Aires, parecían destinados a alejarse de ella sin dejar ras-tros. El año 1945 se abrió en todas las esferas de la vida pública argentinabajo el signo de la normalización institucional; a través de ella el gobierno—y sobre todo su vicepresidente— buscaba, al mismo tiempo que librarsede la ya demasiado larga cuarentena internacional, asegurarse una sucesióna la medida de sus deseos. Para ello intentaba ganar la benevolencia de fuer-zas prerrevolucionarias antes menospreciadas: el propio vicepresidente,animado en ese instante de muy escasas dotes proféticas, proclamó que in-tentar la creación de un partido nuevo, inspirado en las ideas de la revolu-ción de junio, era empresa vana: en la Argentina de 1945 seguía no habiendolugar sino para los partidos tradicionales. Con el mismo espíritu encaró elgobierno la devolución de la paz a la largamente atormentada Uni versidad;para esta delicada operación buscó el coronel Perón el consejo sin dudaexperto del doctor Arce: la solución que terminó por adoptar —con elapoyo del presidente Farrell y (según se afirmó tan reiteradamente que laversión debió ser desmentida también con reiteración) con la oposicióndel ministro Etcheverry Boneo— era la normalización inmediata de la Uni-versidad. La importancia de la autonomía, el efecto positivo que una cons-tante atención a las aspiraciones estudiantiles iba a tener en cuanto a lanecesaria renovación de la vida universitaria eran súbitos descubrimientosde pronto proclamados: la consecuencia de ellos era que, sin introducirninguna reforma al estatuto vigente antes de la intervención, el gobiernode facto llamaba a elecciones dentro de los claustros de las distintas uni-versidades pa ra constituir las autoridades de las mismas.

¿Bastaba ello para devolver la paz a la Universidad? Pronto se iba a ad-vertir que no. En primer término, la experiencia demasiado reciente y de-masiado dura de la intervención creaba una causa de distanciamiento entrelos que la habían enviado y mantenido y las nuevas au toridades universita-rias. La política general del gobierno de facto —que había reprimido el mo-vimiento estudiantil, clausurado sus locales y a menudo apresado a susdirigentes— mantenida, aunque atenuadamente, en el momento mismo enque se devolvía la autonomía a la Universidad, abría por añadidura un nuevocampo de conflicto o, por lo menos, de no infundado recelo. Pero, porsobre todo, era la presencia de una crisis cada vez más evidente en la vidano sólo política del país la que terminaría por impedir que la Universidad

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alcanzara, en el revuelto año 45, una verdadera paz; que pudiera volver aconsiderar sus específicos problemas que eran muchos y que la recienteexperiencia no había contribuido por cierto a resolver. Por el contrario, enese período breve y agitado, la Universidad se constituyó en una instituciónmilitante, propugnadora de una muy determinada solución a los problemasque enfrentaba la nación entera. Es sabido que esta solución no fue la queconcluyó por imponerse, es sabido también que su derrota fue también lade la Universidad, a la que esperaba una prueba larga y dura.

Entre tanto, en febrero de 1945, el gobierno parecía dispuesto a reco-nocer, por sus actos si no por sus palabras, que su anterior política univer-sitaria había sido errada. Junto con el retorno a la normalidad universi tariaresolvió el retorno a la cátedra de los profesores tan violentamente aparta-dos de ella un año y medio antes; comprendiendo por otra parte que losinterventores por él designados, comprometidos en la aventura que se tra-taba ahora de liquidar, no eran los más adecuados para dirigir el procesode normalización, los reemplazó en algunos casos por comisionados; así lofue en la Univer sidad de Buenos Aires el subsecretario de Instrucción Pú-blica, doctor Antonio J. Benítez. El Consejo Superior surgido de las eleccio-nes, puso en evidencia, a través de una de sus primeras resoluciones, queel clima de tensión ideológica y política había sobrevivido a la intervención:el 6 de abril imponía a los integrantes de organismos de gobierno, docentes,empleados y graduados de la Universidad un juramento de respeto a laConstitución que era algo más que una mera promesa de acatamiento alorden jurídico construido sobre esa ley fundamental: implicaba un com-promiso de adhesión a la tradición ideológico-política que encontraba suexpresión más acabada en la Constitución de 1853.

¿Esta militancia ideológica debía ir acompañada de una actitud abier-tamente hostil al gobierno que tan poco respeto había mostrado por latradición liberal-democrática? ¿O, por el contrario, admitía la convivenciapacífica con ese gobierno, dispuesto al parecer a enmendar algunos desus agravios anteriores? He aquí la alternativa que debió enfrentar, desdeel momento mismo en que recuperó su gobierno, la Universidad de Bue-nos Ai res, junto con las demás del país. Sobre esta clave se interpretó, porencima de la personalidad de los candi datos en liza, el resultado de la elec-ción de Rector: al triunfar, por 34 votos contra 28, el doctor Horacio Riva-rola sobre el doctor Houssay parecía triunfar la voluntad de no abrir una

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lucha inmediata con el gobier no que devolvía la autonomía universitaria,luego de haberla arrebatado. Sin embargo fue la tendencia opuesta, la queexigía que la Universidad arrojase todo el peso de su prestigio y su influen-cia en la lucha que comenzaba para decidir el destino de la Nación, la quese impuso en los hechos. La confiada seguridad en la victoria de la causaelegida es una de las razones de este resultado: si el año anterior pudo pro-clamarse que la tragedia del mundo estaba señalando el fracaso de la civi-lización moderna, el triunfo de un autoritarismo tradicionalista que se veíarepresentado por las potencias totalitarias de derecha, en 1945, y muchomenos inequívocamente, ese juicio final que era la historia uni versal dabaun fallo opuesto: la fe apocalíptica en el nuevo comienzo, en la regenera-ción total que el año anterior había animado a los restauradores de la “Ar -gentina raigal” inspiraba ahora a sus antes acorralados adversarios, losmovía a una orgullosa intransigencia. En esa cólera ahora desatada se uníanlos que en la vida universitaria solían marchar separados: desde el libera-lismo conservador de muchos maestros hasta las posiciones renovadorasdel sector estudiantil reformista, los agravios comunes creaban una unión,una solidaridad antes ignoradas. Nunca como en 1945 la Universidad secolocó en unánime posición militante. Órgano de esa militancia eran, juntocon el movimiento estudiantil que surgía nuevamente a la luz, los ConsejosDirectivos, el Consejo Su perior y las Conferencias de Rectores. La primerade ellas tuvo lugar en Buenos Aires del 26 al 31 de julio: comenzó por pro-clamar su esperanza en una pronta restauración total de las libertades de-mocráticas, su adhesión al principio de solidaridad americana; muycaracterísticamente, su resolución 7 disponía se integrase una comisióninteruniversitaria cuya finalidad iba a ser “estudiar las situaciones que seplanteen respecto de aquellos profesores que en el ejercicio de la cátedrao en su conducta ciudadana exterioricen una orientación contraria a losprincipios democráticos que son la esencia de nuestra organización cons-titucional”. Así se afirmaba la tendencia contraria al mantenimiento de unaabsoluta libertad de cátedra; y a la vez la que proponía castigar en el pro-fesor actitudes o inclinaciones del ciudadano. Al señalar este avance al pa-recer irrefrenable no se trata por cierto de juzgar las concretas medidas através del cual él se daba; sí de señalar que éstas nacían de un clima uni-versitario casi tan tormentoso como el del país; eran los primeros sínto-mas dolorosos de una violenta polarización aún no desaparecida, de una

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quiebra que sigue pesando duramente sobre la conciencia nacional.En efecto, la crisis política se acercaba a su desenlace; para frenar la agi-

tación opositora, el gobierno prohibió toda celebración de la victoria delas Naciones Unidas, primero en Europa y luego en Asia. A pesar de ello, lascalles de Buenos Aires conocieron manifestaciones de público regocijo, dis-persadas con dureza. En agosto, cuando la rendición del Japón puso fin ala Segunda Guerra Mundial, varios de los que celebraban el acontecimiento,entre ellos un estudiante, cayeron víctimas de civiles armados cuya acciónera vista por vastos sectores de la opinión pública como oficiosa. Ello pro-vocó una huelga docente, que dio motivo a violentas reacciones por partedel Ministerio de Justicia e Instrucción Pública. En ese contexto se reunióla segunda Conferencia de Rectores, en la ciudad de La Plata, del 27 al 29de agosto. Convocados los rectores por el ministro Benítez, negaron la im-putación de éste de que la Universidad actuaba fuera de su esfera de acti-vidad específica y se había tor nado factor de perturbación; expresaron asu vez que juzgaban solución adecuada para calmar la creciente agitacióncívica que el gobierno entregase el poder al pre sidente de la Corte Supremade Justicia, para que éste convocara a elecciones dotadas de las necesariasgarantías. En una declaración final los Rectores hacían pública esa misma“opinión precisa y categórica”, resolvían constituir, para hacer efectiva lasolidaridad entre las diversas universidades, una Junta Superior Universita-ria, integrada por los Rectores de las mismas y el presidente de la Federa-ción Universitaria Argentina. Recomendaban además los Rectores a todoslos organismos universitarios el estímulo del “fervor cívico y la concienciaciudadana” y el apoyo “profesional, material y moral” a los profesores vícti-mas del castigo ministerial.

El mes de septiembre transcurre en un clima de agitación opositora cre-ciente, que culmina el 19 con la movilización de una impresionante multi-tud en la Marcha de la Constitución y la Libertad. El gobierno resuelvetolerar la marcha y felicitarse del testimonio de fervor cívico que ella rinde.Pero pocos días después detiene a numerosos políticos, dirigentes de gru-pos profesionales y de actividades económicas, bajo la acusación de cons-pirar. Muchos miembros de consejos universitarios, profesores yestudiantes, son en ese momento capturados; el Rector de la Universidadfigura por breves horas entre ellos. Ante esta situación, el 28 de setiembreel Consejo Superior de la Universidad de Buenos Aires resuelve, en uso de

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atribuciones estatutarias, suspender las acti vidades docentes. El mismo día,el ministro Benítez conminaba a la Universidad a reanudar sus actividadesan tes del 2 de octubre; de lo contrario el gobierno la clausuraría. Un nuevointercambio de notas llevó al rector Rivarola a solicitar y al ministro Beníteza conceder ampliación de plazo hasta el 4. En esa fecha el Consejo Superiorde la Universidad de Buenos Aires resolvió mantener la suspensión de ac-tividades; el gobierno, por su parte, dispuso que la Policía Federal proce-diese a clausurar la Universidad; la clausura traía consigo, según laresolución ministerial, la caducidad de las autoridades universitarias. La in-tervención policial se hacía indis pensable porque los locales universitarios,en Buenos Aires como en el resto del país, habían sido ocupados por estu-diantes y docentes, que permanecían dentro de ellos en protesta simbólica,y habían cerrado sus puertas. Las personas ajenas a la vida universitaria, losagitadores que según alegaciones del gobierno habían intervenido en elepisodio nunca pudieron ser hallados ni designados en forma menos vaga:el encierro de miles de estudian tes en sus casas de estudio no era, en efecto,fruto de agitación artificial sino expresión de sentimientos compartidospor la Universidad entera.

El 5 de octubre la policía penetró en los edificios universitarios, y sinencontrar resistencia procedió a detener a los allí encerrados: en la acciónempleó una sistemática brutalidad que —aunque menos sangrienta que lademostrada al reducir a algunas Universidades del interior— dejó una nomagra cosecha de heridos. Las cárceles, apresuradamente vaciadas de losdirigentes políticos y económicos que habían sido sus excepcionales hués-pedes —y de no pocos delincuentes que ya no cabían en ellas— fueronnuevamente llenadas hasta desbordar. Pero esa energía súbita de un go-bierno antes tan resignado a todas las insolencias no era prueba de que au-mentase su fuerza real; por el contrario, su misma base militar parecíatambalearse: el vicepresidente, Ministro de Guerra y Secretario de Trabajoy Previsión debió renunciar ante la presión de las guarniciones. Ello abrióun delicado problema de sucesión. El general Farrell encargó al ProcuradorGeneral de la Nación que formase gabinete; el doctor Juan Álvarez se dis-puso a hacerlo con pausado ritmo, más adecuado a la solución de una cri-sis parlamentaria que a las horas febriles que vivía el país. Entre tanto, losgrupos que habían dirigido la campaña opositora al parecer triunfante se-guían exigiendo la entrega del gobierno al presidente de la Corte Suprema

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de Justicia; prueba de la fluidez de la situación fue que la policía actuó con-tra los que se manifestaban en ese sentido frente al Círculo Militar, el 12 deoctubre, con una desatada violencia que dejó varias víctimas. Por otra parte,grupos militares deseaban que la Revolución no abandonase el campo sindejar herederos; esperaban hallarlos en algunos sectores del partido radical,que se mostraron sin embargo remisos a recoger una herencia que en esemomento no parecía encerrar sino cualidades negativas.

Esta situación fue bruscamente quebrada por la irrupción de una nuevafuerza en el panorama político argentino. Para comprender en su precisosignificado lo ocurrido el 17 de octubre de 1945 es, sin duda, demasiadopronto; para juzgarlo apasionadamente, en un sen tido o en otro, es quizáya demasiado tarde; baste entonces recordar que en esa fecha salió a la luzante un país que ignoraba su importancia decisiva, la fuerza de los gruposobreros numéricamente acrecidos por la industrialización comenzada du-rante la crisis económica y acelerada por la guerra. Ellos decidieron una si-tuación de equilibrio inestable en favor del aparentemente derrotado: así,el desplazado Secretario de Trabajo y Previsión recogió los frutos de unapolítica tenaz y volvió súbitamente al centro de la vida política argentina.

En medio de esas vicisitudes demasiado graves para abarcarlas en supreciso alcance, la Universidad reabrió sus puertas: el 15 de octubre el pre-sidente Farrell restauraba a las autoridades que diez días antes había decla-rado caducas; a su vez, el 20 de ese mes, el Consejo Superior de laUniversidad de Buenos Aires resolvía poner fin a la suspensión de activida-des docentes. Con ello la actitud militante de la Universidad no desaparecía,pero encontraba expresión más serena. Mientras tanto, la causa que la Uni-versidad defendía —la del orden democrático contra las tentativas de imitarel ejemplo fascista— tendía a confundirse con otras, y señaladamente conla de las fuerzas económicas que defendían la situación existente en elcampo social contra las tentativas renovadoras inspiradas desde las esferasoficiales. Este deslizamiento de posiciones (que chocaban con las tradicio-nes de algunos de los grupos identificados con la resistencia universitaria—en especial los estudiantiles— y permitió que el entero movimiento es-tudiantil fuese señalado por el coronel Perón a su auditorio obrero comouna falange de “jovencitos engominados”, tropas de choque de las fuer zasdel privilegio económico y social) no disuadió a la Universidad de conti-nuar su participación en la contienda cívica. Sólo que, en la medida en que

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ésta se encaminaba a resolverse en el comicio, tendía a excluir el estilo demilitancia cercano a la guerra civil que había predominado a lo largo de lacrisis de 1945. Las elecciones de febrero de 1946 dieron una victoria ajus-tada al coronel Perón; la sorpresa de sus adversarios seguros del triunfo latransformó en una suerte de plebiscito; fortalecida por él la fuerza victo-riosa creyó que le era posible actuar a su arbitrio en todos los sectores dela realidad nacional. En el universitario veía un peligro político grave; re-cordaba además muchos agravios que reclamaban adecuada venganza. Notiene nada de extraño que fuese el señor Cipriano Reyes, cuya figura habíaalcanzado notoriedad nacional el 17 de octubre, quien, en nombre de lospartidos que habían triunfado el 24 de febrero, solicitó del gobierno delgeneral Farrell la intervención de las Universidades. El gobierno se apresuróa complacerle: la Universidad volvía a caer, como fortaleza vencida, enmanos de sus enemigos, que no sabían de masiado bien qué hacer con ella.

En 1944 llegó a la Universidad un equipo dotado de objetivos precisos,aunque irrealizables, que por otra parte concedía muy grande —quizá exa-gerada— importancia a la Universidad en el cuadro de las actividades na-cionales. Nada de ello vuelve a ocurrir ahora: la Universidad es para elnuevo régimen un problema político, no ideológico o cultural. Ello explicala indiferencia con que ese régimen consideró la extracción de sus servi-dores en el plano universitario: le bastaba que devolviesen una paz algo se-pulcral a ese sector cuyas demasiado frecuentes convulsiones habíanmostrado una peligrosa tendencia a extenderse al conjunto de la vida na-cional. Sin duda, el régimen no dejó de enunciar algunos principios ge -nerales que debían regir la vida universitaria: el nuevo presidente mostródeseos de que la Universidad se mantuviese alejada de toda política, nosólo de la opositora sino también de la oficialista; de que contribuyera acolmar el ya impresionante déficit de preparación técnica y científica quese revelaba en el país en medio de una acelerada transformación econó-mica. Pero en los hechos, la acción de las intervenciones contribuyó enmuy poco a realizar ese programa. La tarea de adecuar a la Universidad deBuenos Aires a la nueva situación nacional fue encomendada al doctorOscar Ivanissevich, prestigioso cirujano que había actuado durante largosaños en la política universitaria y en la nacional (en el partido conservador).Éste pudo rodearse de colaboradores que tenían también una extensa, y enalgún caso distinguida trayectoria universitaria, pero que mostraron de in-

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mediato estar dispuestos a hacerse ejecutores, no sólo de las venganzas delnuevo régimen, sino también de las del señor Interventor y de las que ellosmismos habían ido madurando en no escasos años de vida académica. Laslistas de cesantes, de no del todo espontáneos renunciantes, incluían cen-tenas de nombres y parecían ensañarse con aquellos que, en la etapa ante -rior, habían realizado obra más valiosa y más generalmente reconocida, ypor ello mismo excitaban la envidia a menudo solapada de sus colegasmenos ilustres. Fue, nuevamente, el caso de don Bernardo Houssay, alejadode la Universidad por la absurda interpretación de una medida que, talcomo ahora se entendía, fijaba en la edad de 55 años el límite máximo dela acción útil de un estudioso y profesor. Menos que de esa interpretaciónfue Houssay víctima del odio del propio Interventor, que iba a tener ocasiónde ser expresado indiscretamente cuando el sabio argentino fue galardo-nado con el premio Nobel; ello fue considerado por el doctor Ivanissevich,ya ministro de Educación, como una suerte de insulto personal que le ha-bría sido inferido por la Academia de Estocolmo... Fue también el caso deAmado Alonso, cesante por “abandono del cargo” luego de partir hacia Har-vard, cordialmente despedido por el delegado interventor en la Facultadde Filosofía y Letras, Enrique François, que le había preparado esa ingeniosacelada. Pero al lado de estos casos particularmente escandalosos es precisotomar en cuenta, para medir el daño que entonces se infirió a la Universidadargentina, cuántas víctimas menos ilustres vieron cerrado el camino de unacarrera de estudio y trabajo científico, para cuántos, entre los que se salva-ron de la ciega ira de los interventores, la permanencia en una Universidadasí mutilada implicaba una interna tensión que no podía sino repercutirnegativamente en su labor. En efecto, si, pese a lo afirmado por el propioPresidente, la política no se alejó de la Universidad, y se impuso en ella unaadhesión sumisa al régimen, expresada en documentos de grotesca grandi-locuencia, el daño principal no consistió en esas muchas tonterías humi-llantes que se dijeron y escribieron, sino, más bien, en las cosas urgentesque no se hicieron, en los estudios que no se emprendieron, en las inicia-tivas que no se tomaron. En la Universidad del régimen el pasivo confor-mismo no se limitó al campo político, caracterizó toda la inactividaduniversitaria, restó consecuencias a la presencia en la Universidad de estu-diosos capaces y de eficaces profesores, cuya superioridad misma, capazde suscitar recelos o rivalidades que en cualquier coyuntura podrían en-

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contrar a su servicio al poder político, debía permanecer estéril. Si quere-mos medir, no ya el daño objetivo, sino el interno desgarramiento que du-rante diez años esta situación impuso a toda la vida universitaria, la cuentadebe ser todavía más larga y pesada: los arrojados de la Universidad, priva-dos de su carrera de estudios y del necesario contacto con las nuevas ge-neraciones de estudiantes, no podían sin embargo envidiar a los que habíanquedado dentro, a costa de concesiones en más de un caso penosamentesentidas, y que a su vez obligaban a otras más graves (según la lógica de si-tuaciones como la descripta, en la que el poderoso hace cómplices de susvíctimas) y sin encontrar compensación en ese contacto con una juventudestudiosa, en la que no evocaban sino en el mejor de los casos una consi-deración intelectual no acompañada de aprecio personal.

Pero ni aun luego de esa brutal depuración, del clima de intimidaciónque ella había dejado como elemento permanente en la vida universitaria,el régimen se sintió seguro en la Universidad que había tomado por asalto.De este persistente recelo es testimonio la Ley Uni versitaria Nº 13.031, pro-mulgada el 9 de octubre de 1947, que tras de reducir la participación estu-diantil en el gobierno de la Universidad a la presencia en cada ConsejoDirectivo de un delegado con voz y sin voto, designado por la suerte deentre los diez estudiantes de más altas calificaciones del último curso decada escuela, tras de entregar por lo tanto todo el poder de decisión alclaustro de profesores celosamente escrutado y depurado por el doctorIvanissevich, sus colaboradores y seguidores, procede de inmediato a arre-batarle los resortes más importantes del gobierno universitario: el Rector,en efecto, es un funcionario designado por tres años por el Poder Ejecutivo,que no tiene ni aun obligación de escogerlo de entre el claustro de profe-sores (en literal aplicación de este artículo la Universidad de Buenos Airesfue gobernada durante varios años por un medio cre egresado que no habíatenido luego de su egreso contacto alguno con ella. Cuando el generalPerón resolvió remplazarlo con un docente, el Consejo Superior, que habíasoportado con resignación inagotable esa extravagante situación, encontróde pronto valor para agradecer que “esta vez” se hubiese pensado en recu-rrir a un hombre vinculado con la Universidad para encomendarle su go-bierno); los decanos a su vez son elegidos por los consejos directivos, perode ternas confeccionadas por el Rector. Esta innovación era presentadacomo eminentemente democrática: aseguraba la adaptación casi automá-

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tica de la Universidad a la “tendencia predominante” en el campo político,y en la medida en que ésta era expresión de la voluntad popular, asegurabaque la misma iba a encontrar inmediato acatamiento por parte de la Uni-versidad. La justificación era sin duda discutible; pero tenía el mérito de se-ñalar claramente el propósito del cambio introducido: el constante controlde toda la vida universitaria por el gobierno, control necesario porque seadvertía muy bien que la mera depuración no había bastado para ganardentro de la Universidad a la nueva situación política, que en la Nacióncontaba con adhesiones tan amplias y profundas, más que voluntades inte-resadas o amedrentadas.

Habiendo entrado en la Universidad como en plaza vencida, el nuevorégimen la trató entonces, durante sus casi diez años de vigencia, como aplaza vencida. Sin duda, la nueva ley universitaria incluía algo más que lasdisposiciones que hacían desaparecer de hecho toda autonomía: esbozabaun sistema de becas que harían de la Universidad no ya el centro de forma-ción de los hijos de los privilegiados sino una institución abierta a los me-jores, sin distinción de origen social; fijaba fondos especiales, mediante unnuevo impuesto a los salarios, para atender a esa y otras innovaciones, peroaunque el impuesto fue religiosamente cobrado, el gobierno le encontrómejores destinos que el previsto en la ley por él mismo redactada, y encuanto a las becas y a la transformación universitaria a la que servirían depunto de partida, dejó con elegante sencillez que cayesen en el olvido. Algúntiempo después suprimió la mayor parte de los aranceles universitarios ydio por concluida exitosamente la tarea de abrir la Universidad al pueblo.

Ese optimismo que daba por realizadas las mejoras antes de que se co-menzara a ejecutarlas fue sistemáticamente adoptado por el régimen frentea los problemas universitarios: así, el general Perón pudo afirmar, ya en1947, que todos ellos habían quedado resueltos. La realidad era algo dife-rente: los problemas seguían siendo los que la Universidad había conocidodesde tiempo atrás, y el gobierno no había sabido sino agravarlos. Sin duda,creó dos facultades nuevas, pero a esa poco costosa innovación no siguióuna preocupación seria por dar dignos lugares de trabajo a ellas y a las másantiguas que también se encontraban en locales cuya exigüidad fue des-cripta en términos de agria condena por el gene ral Perón en el comienzode su gobierno, y que seguían gozando de iguales comodidades en el mo-mento en que éste encontró fin violento. Igualmente las dotaciones para

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laboratorios y centros de investigación fueron concedidas con rara parsi-monia en esos primeros años en que el régimen procedía como si contaracon recursos ilimitados; a partir de 1950 fue, lisa y llanamente, la miseria:el “plan económico” iba bien pronto a introducir economías tasando la tintay el papel. Del mismo modo, en ocho años de inflación no fue tocada la es-cala de sueldos fijada en la Ley Universitaria. Un profesorado mal pagado,laboratorios sin materiales, locales exiguos y bibliotecas sin recursos paraampliar su acervo eran el resultado de la distraída atención del régimenpor su Universidad; en esas circunstancias la apertura de la misma a todoslos aspirantes, sin pruebas de selección (concesión que venía a satisfaceruna demanda muy antigua y arraigada, basada en parte en razones de co-modidad, pero también en la demasiada amarga y repetida experiencia delo que habían sido esas pruebas mientras habían tenido vigencia) no podíasino agravar situaciones ya intolerables: el perjuicio que con ello se infligíaal nivel de los estudios no parecía inquietar en exceso a las autoridadesuniversitarias, que por otra parte tendían cada vez más a halagar las incli-naciones estudiantiles que podían satisfacer sin quebrar el clima de con-formismo político e intelectual vigente, inclina ciones que eran, como esnatural, las peores. Una invencible tendencia a la facilidad que incluía laconcesión sin estudio serio de nuevos sistemas de exámenes o el otorga-miento de turnos especiales como gracioso don de la autoridad benévola,llevó a un reinado de la demagogia no conocido por cierto por la Univer-sidad en el período cuyas fallas el régimen había denunciado sin piedad yprometía subsanar.

Esa demagogia, practicada cada vez más desembozadamente, no teníani siquiera la excusa del éxito. En efecto, si el nuevo régimen resolvió demodo brutal los problemas que le planteaban un cuerpo docente hostil,nunca pudo resolver los mucho más graves que derivaban de la hostilidadno desarmada de los estudiantes. Esta resistencia, heredera de la de 1945,hallaba su expresión más decidida en los centros integrantes de la Federa-ción Universitaria de Buenos Aires. Ésta, debilitada y fragmentada por di-sensiones, había encontrado nuevamente su unidad a lo largo de las luchasde 1945; centros moderados y políticamente avanzados encontraban ahoraun terreno común de acción, que la absurda política universitaria del pe-ronismo iba a seguir proporcionándole durante diez años. Definida sobretodo negativamente, como denuncia de una realidad univer sitaria cuyos

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defectos eran evidentes a todos, esta posición estudiantil tuvo adhesionesque iban más allá de la coincidencia en el ideario reformista, a través desus muy varios matices. Esa adhesión tan amplia dio a la acción de los cen-tros estudiantiles, bien pronto despojados de sus locales, luego perseguidos,una eficacia y sobre todo una tenacidad admirables. Así, el Centro de Estu-diantes de Ingeniería podía ser expulsado de su sede en la Facultad: alqui-laba, luego adquiría un local fuera de ella; despojado de su existenciajurídica, se reconstituía con nombre levemente distinto... En me dio de esasduras experiencias le permitía sobrevivir la adhesión inquebrantable delcuerpo estudiantil. Las persecuciones arreciaron: el gobierno pasó a exigircertificado de buena conducta, concedido por una policía que tenía opi-niones muy peculiares acerca de qué fuese bue na conducta, para poderproseguir estudios. Suspendió y apresó, descubrió vastas conspiraciones fi-nanciadas alternativa o simultáneamente por los Estados Unidos y la UniónSoviética (según las simpatías internacionales dominantes en el momento),acusó, en carteles infinitamente repetidos en las paredes de la ciudad, aestu diantes designados con su nombre y apellido, de estar al servicio asa-lariado de estados extranjeros. Torturó también, en algunos casos con tantatorpeza y en tan excepcionales circunstancias, que las torturas a un estu-diante provocaron una seria crisis política. Eliminó, sin resolución alguna,a algunos estudiantes de ciertas Facultades, mediante el sencillo expedientede destruir (o, como se vio luego, sólo apartar) las constancias de que enefecto se habían inscripto en ellas y en ellas habían cursado estudios. In-trodujo cursos obligatorios de “formación política”; absurdos cursos queentregaban a un profesor inerme e impotente a una muchedumbre coléricay burlona; una de esas melancólicas víctimas de su propio celo no encontróotro recurso para poner fin a la ya demasiado prolongada expresión de sen-timientos de parte de sus discípulos ocasionales que advertir que prolon-garía la clase el tiempo que debiera interrumpirla por las protestas “asídebiese quedarse hasta el día siguiente”. Pero no pudo realizar su amenaza;debió retirarse tras de musitar su lección, en medio de un descomunaldesorden. Esa abierta repulsa hacía ineficaz el vasto sistema de espionajecreado por el régimen para averiguar opiniones hostiles que no se reca-taban; innecesaria para ello, esa red de espionaje y delación sirvió sin em-bargo para corromper aún más la vida universitaria.

He aquí un cuadro algo melancólico; es el de un fracaso total. Incapaz

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de fijarse sus propios objetivos en el campo universitario, el peronismo,que había comenzado por ver en la Universidad un problema político, ter-minaba por ver en ella sobre todo un problema de policía; pero tampocolimitándolo de esta manera era capaz de hallarle solución. El sacrificio dela Uni versidad era así inútil aun para sus mismos verdugos. ¿Por qué esteresultado decepcionante? En primer lugar porque el gobierno prestabaatención sólo intermitente al problema universitario; cuando la agitacióncrecía, daba un golpe brutal, luego prefería olvidar ese punto oscuro enuna realidad cuyas manchas se obstinaba en no advertir. Pero también por-que los codiciosos o amedrentados auxiliares que el gobierno había encon-trado dentro de la Universidad estaban lejos de tener ninguna desinteresadafirmeza de convicciones; sabían que si encaraban con medidas de cualquierclase los reales problemas políticos o docentes del sector a su cargo, pro-vocarían una efervescencia de la cual serían sin duda las primeras víctimas;preferían entonces dejar dormir las cosas, en la esperanza de que se arre-glasen solas, o que por lo menos estallasen de tal modo que otros fueransus víctimas. Y, por añadidura, luego de la experiencia europea, también lasdictaduras sabían ya que eran mortales. Mejor aun lo sabían sus servidores,que no tenían deseo alguno de morir con ellas. De allí que la severidad dela política del Poder Ejecutivo, luego de la primera orgía de venganzas in-dividuales, tendió a atenuarse más bien que a agravarse al ser interpretadapor los encargados de aplicarla. De tal manera, el movimiento estudiantil,perseguido y oprimido, seguía siendo un poder, un poder sin duda más realque cuando los estatutos le concedían participación en el gobierno de laUniversidad. Por otra parte, la persecución misma lo depuraba no sólo enel aspecto moral sino también en cuanto a la madurez de sus motivaciones,liberándolo de un tremendismo amanerado que la gravedad real de la cir-cunstancia que atravesaba hacía imposible. Por añadidura, la coyunturamisma acercaba al movimiento a quienes sostenían posiciones que en elpasado se habían mantenido al margen de él; así un grupo predominante-mente católico, venciendo sus propias prevenciones y las de sus compa-ñeros de formación secular, entró a actuar en la Federación Universitariade Buenos Aires como movimiento humanista, recusando en las ideas y enlos hechos el integralismo de los que hasta entonces habían pretendido seren la Universidad los únicos portavoces legítimos de la tradición católica,y denunciando la tendencia demasiado evidente en estos últimos que los

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llevaba a abandonar su teórica intransigencia frente a todas las corrientesideológicas modernas en beneficio de las más radicalmente anticristianas,las del totalitarismo de derecha. Ante la prueba de los hechos, la firme de-fensa de las propias posiciones estaba lejos de agregar rigidez a esas posi-ciones mismas; por el contrario parecía abrir el camino a un diálogo librede prevenciones y reservas.

Mientras tanto, las autoridades universitarias intentaban crear un mo-vimiento estudiantil adicto. En los últimos años del régimen, éste se pro-puso encuadrar todas las actividades nacionales en grupos profesionalesintegrados en el aparato partidario oficial: en la Universidad, los estudiantesdebían agruparse en asociaciones reunidas en la Confederación GeneralUniversitaria. El proselitismo realizado por la CGU se apoyaba en muy tan-gibles argumentos: apuntes gratuitos, empleos auxiliares en la docencia,facilidades para el deporte (con distribución también gratuita de raquetasde tenis y juegos para golf). Todas esas bendiciones no lograron, sin em-bargo, hacer prosélitos: hubo Facultades en que la CGU no contaba coninscriptos suficientes para llenar todos los cargos de la Comisión Directivade la asociación respectiva. También los docentes fueron agrupados en suasociación, la CDUA, que prestó al régimen servicios tan especiales comoel proporcionarle tropas de asalto para ocupar el Círculo de Armas, arro-llando a sus aristocráticos asociados e imponiendo una nueva ComisiónDirectiva integrada por los propios asaltantes. Pero estas organizacionestenían algo de fantasmagórico; aún más irreal era la Organización MundialUniversitaria, que brindó a algunos dirigentes de la CGU la oportunidadde realizar viajes intercontinentales, pero pareció no encontrar simpatíasconcretas sino en la organización estudiantil falangista en España y en lasagrupaciones fascistas aún subsistentes con carácter minoritario entre losestudiantes italianos.

De esta manera, el régimen construía una vasta ficción de vida univer-sitaria, y cada vez más tendía a ignorar cómo estaban en realidad las cosas.La situación universitaria parecía así haberse estabilizado; una vez más laruptura del equilibrio vino de afuera; el régimen, ante dificultades econó-micas crecientes, creyó necesario cambiar su política de orgulloso aisla-miento por otra de búsqueda de ayuda financiera en el extranjero; creyótambién preciso disciplinar el campo del trabajo e introducir un ritmo deproducción más acelerado, aun a costa de volver atrás sobre los cambios

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que había propiciado en este sector. Creyó oportuno equilibrar estas evi-dentes retiradas con lo que juzgaba avances revolu cionarios en otros sec-tores de su política: abandonó su larga benevolencia hacia la Iglesia Católicay lanzó una campaña anticlerical caracterizada desde sus comienzos poruna extrema violencia verbal, destinada a culminar en violencia de hecho.Insinuó muy claramente que se proponía crear organizaciones militares delos sindicatos obreros; ello parecía conferir verosimilitud a la creencia, com-partida por muchos, de que muy pronto iba a cambiar la estructura institu-cional del país, estableciendo un gobierno corporativo, tal como lo veníaensayando ya en alguna provincia. Tantas novedades juntas crearon un es-tado de convulsión nacional en el que pudo medirse la fuerza real con quecontaba el régimen todopoderoso: en cinco días, y casi sin combate, cedióel campo a las fuerzas militares y navales contra él sublevadas. La Revolu-ción triunfante se fijaba como objetivo la restauración del imperio del de-recho y el retorno sincero a las instituciones representativas establecidaspor la Constitución. En cuanto a la Universidad, la Revolución se había pro-puesto devolverle su autonomía, tras de reparar los daños más graves a ellainferidos por el régimen anterior. En este programa nacional, en este pro-grama universitario, coincidían ahora los hombres de extracción ideológicay trayectoria política tan diversa que habían participado en el movimiento.El programa, aparentemente tan sencillo, tenía, sin embargo, dificultades; lamás evidente era la amplísima popularidad del régimen caído, que hacíadifícil devolver al país a la vida democrática sin condenarlo a una muy duralucha in terna, a una división irremediable y enconada hasta la abierta vio-lencia. La menos evidente pero acaso más profunda y grave era que la merarestauración no bastaba: el último ciclo de historia argentina había dejadohuellas imborrables; había creado situaciones y necesidades nuevas; hacíaimposible el retorno a un pasado por otra parte recordado con nostalgiapor algunos sólo gracias a un misericordioso olvido de los muchos rasgosnegativos en él encerrados. Si la primera dificultad no tenía vigencia en elcampo universitario, la segunda sí la tenía; también en la Universidad no setrataba tan sólo de restaurar; se trataba por el contrario de no restaurar, yen cuanto a las nuevas construcciones que era preciso erigir el acuerdo ce-saba y daba lugar a enconada lucha.

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Capítulo V

La reconstrucción universitaria

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La revolución triunfante se había fijado por objetivo principal la restau-ración del orden jurídico; se ha señalado ya cómo ese matiz restauradormás bien que innovador que iba a marcar todo su rumbo explica, por lomenos en parte, algunas de las más graves dificultades que debió enfrentar.En el campo universitario esa voluntad restauradora dominó menos que enotros sectores de la vida nacional: por una parte habrá que atribuirlo acaso ala conciencia, aquí más viva, de las insuficiencias de la situación anterior a1945, por otra —y este aspecto es sin duda más importante que el anterior—a que en la Universidad, al revés de lo que ocurría en el país en su conjunto,el movimiento revolucionario contó con el apoyo activo —que implicaba ala vez planteamiento de firmes exigencias— de los grupos que dentro de lainstitución habían manifestado más sinceras y profundas aspiraciones reno-vadoras, y en primer término del movimiento estudiantil. No es éste el lugarpara examinar cómo y por qué pudo darse ese contraste: sus consecuenciasen el campo universitario se hicieron inmediatamente evidentes.

Ya la designación de José Luis Romero como interventor en la Univer-sidad de Buenos Aires, y el modo mismo en que esta designación fue hecha(eligiendo el Ministro de Educación del gobierno de Lonardi el nombre deuna terna presentada por la Federación Universitaria de Buenos Aires) es-taban revelando hasta qué punto era advertida por el gobierno surgido dela revolución de setiembre la existencia en el campo universitario de unasituación nueva, que no se proponía combatir. Esta política oficial tuvo ma-nifestaciones que alcanzaron particular relieve dada la personalidad del mi-

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nistro bajo cuya égida era puesta en ejecución: el doctor Atilio dell’OroMaini, en efecto, al reconocer pública y solemnemente la parte que a losgrupos de tendencia renovadora —y en primer término a las organizacio-nes estudiantiles— correspondía en la vida universitaria, venía a revisar po-siciones que, en etapas anteriores de su extensa carrera pública, lo habíanconstituido en uno de los más prestigiosos voceros de grupos tradicional-mente muy influyentes en nuestra Universidad, que frente a los problemasde ésta propiciaban soluciones del todo opuestas a las ahora elocuente-mente defendidas por el ministro.

No hay duda, en todo caso, de que esa política era la más prudente. Gra-cias a ella pudo orillar la Universidad ciertas crisis particularmente gravesque en el afiebrado clima posrevolucionario corrían riesgo de extenderse amás amplios campos. Gracias a ella también la tarea de reconstrucción uni-versitaria fue menos difícil de lo que acaso hubiese sido razonable temer.

No quiere decirse con esto que resultara fácil; por el contrario, se pre-sentaba como excepcionalmente compleja. Gravitaba en primer términonegativamente la pesada herencia legada por el decenio apenas clausu-rado. Ella imponía tareas particularmente ingratas porque incluían una inelu-dible depuración de los cuadros docentes, y los criterios con que ésta sehiciese estaban destinados a ser ásperamente discutidos. Más grave aun eraque necesariamente esos criterios debían ser discutibles: si no lo era laconvicción de que la Universidad renovada iba a necesitar de la colabora-ción de muy numerosos docentes que ya actuaban en ella antes de 1955,sí lo eran en cambio los métodos que debían aplicarse para discriminarentre quienes en esa etapa habían desarrollado una labor seria y los quese habían sumado con corazón ligero y muy poco cuidado de su decoro alas poco honrosas empresas demasiado frecuentes por ese entonces. Ladificultad de esa discriminación estaba impuesta por las cosas mismas; enla época que acababa de transcurrir aun el silencio había llegado a consi-derarse una forma de oposición intolerable, y —por ejemplo— quienespor razones a menudo respetables habían decidido permanecer en la Uni-versidad debieron más de una vez mezclar sus nombres con otros muchomenos inocentes al pie de esos extravagantes manifiestos que fueron elfruto quizá más característico —aunque sin duda no el más valioso— deese decenio de actividad académica.

Complicaba aun más la situación el hecho de que entre los así compro-

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metidos abundasen los adictos a ciertas corrientes ideológicas —en espe-cial la del catolicismo autoritario— que habían mantenido durante exten-sas etapas el control de la política cultural peronista y que luego no habíanvisto sin simpatía su caída, de la que esperaban un retorno a las posicionesdominantes momentáneamente abandonadas en el período inmediata-mente anterior a la revolución. Fueron estos grupos los que inauguraronuna tenaz campaña destinada a presentar la reconstrucción universitariacomo una empresa colocada bajo el signo de ideologías exclusivistas ysupuestamente negadoras de nuestra tradición nacional, definidas porotra parte a través de la expresión deliciosamente autocontradictoria de“liberal-marxismo”.

Esta herencia tan pesada del pasado inmediato impedía entonces unaatención no dividida por los problemas más hondos y postergados quenuestra realidad universitaria planteaba. A esta incidencia negativa iban asumarse las consecuencias igualmente graves de una crisis nacional no clau-surada. Se ha visto ya cómo la caída del peronismo significó el triunfo deuna voluntad restauradora, inspirada para algunos en nuestra tradición li-beral, para otros en la católico-autoritaria. Si bien entre ambas corrientescomenzaron por darse graves pruebas de fuerza, paulatinamente la realidadnacional y la mundial, marcadas ambas por una tensión creciente que hacíaimposible confiar en la estabilidad de cualquier restauración, indicó la con-veniencia de un acercamiento entre las dos corrientes, que coincidían ensostener ahora soluciones marcadas por un autoritarismo y una militanteintolerancia más cercanos a la segunda de esas corrientes tradicionales quea la primera. A la vez la convicción de que las luchas que se libraran larva-damente en el país y en el mundo se decidirían tan sólo al fijarse sólida-mente la adhesión de grandes masas populares en favor de una de lasposiciones en lucha llevó a sectores importantes entre los que se declara-ban representantes de nuestra tradición liberal a valorar ahora positiva-mente el papel de la Iglesia Católica, juzgada más capaz de mantener en suobediencia a núcleos importantes de pueblo que las muy debilitadas orga-nizaciones políticas de signo liberal. Todas esas circunstancias hicieron quelas aspiraciones eclesiásticas encontrasen ahora un eco nuevo en sectoresacaso numéricamente no muy impor tantes, pero sí muy influyentes. Con-secuencia de ello en el plano de la enseñanza fue por una parte la implan-tación de una supuesta libertad destinada a ser utilizada en primer término

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por la Iglesia y sus congregaciones docentes y por otra una celosa y muyruidosa vigilancia ejercida sobre la enseñanza oficial y sus supuestas des-viaciones de una ortodoxia ideológica que cada denunciante se cree auto-rizado a definir (o más frecuentemente a no definir) según le place, quecongrega los esfuerzos de no escasos eclesiásticos, altos funcionarios y lí-deres políticos, asociaciones de padres y madres últimamente de las muynumerosas que han venido fundándose con el programa común de supri-mir nuestras libertades republica nas para mejor defenderlas.

Esta transformación profunda de nuestra constelación política no puededesde luego ser examinada más detenidamente aquí. Baste señalar que debíaincidir también ella negativamente en el quehacer universitario. Si frente alas pretensiones de transformarla en medio de propa ganda y difusión de cier-tos sistemas de ideas la Universidad no puede responder sino perseverandoen su vocación de reflejar con fidelidad y sin mutilaciones la compleja riquezade nuestra cultura contemporánea, la implantación de una llamada libertadde enseñanza, que vino a romper con una línea de política educacional man-tenida hasta entonces sin quiebras por nuestros sucesivos gobiernos, exigíapor el contrario una más activa definición, que la Universidad no eludió.

La innovación encerraba en efecto gravísimos riesgos que la Universidadse creyó en la obligación de señalar reiteradamente. A los peligros políticosy sociales implícitos en una medida que daba a quienes poseían ingentesrecursos materiales, y sólo a ellos, la posibilidad de gravitar en la formaciónde las nuevas generaciones fijando a su talante la orientación de las institu-ciones docentes que conforme a las nuevas normas podían crearse, veníana agregarse en el mismo plano los que nacían de una educación de signoconfesional; los países en que la libertad de enseñanza entendida del modoque ahora quería introducirse en la Argentina ha venido a establecersecomo solución de compromiso frente a insoportables tensiones preexis-tentes entre grupos confesionales y laicos, o entre sectores de confesionesdistintas, suelen ser teatro de demasiado frecuentes y enconadas luchasque prueban hasta qué punto la solución adoptada, si elimina momentánea-mente las consecuencias más dramáticas de la división que la ha hecho in-eludible, a la vez perpetúa esa división, que vuelve a ponerse de manifiestoen cada grave crisis nacional. Introducir ese nuevo elemento de larvadatensión en un país que hasta el momento no lo había conocido parecía en-tonces una muy discutible hazaña política.

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Por otra parte era razonable temer otras consecuencias igualmente ne-gativas de la innovación: es bien sabido, por ejemplo, que sólo el Estadopuede proporcionar con regularidad fondos suficientes para el muy costosofuncionamiento de una Universidad moderna en nivel eficaz. Los defenso-res de las que la iniciativa privada iba a crear en la Argentina asegurabanque ellas iban a prescindir de tales aportes; en tal caso nada demasiadobueno podía esperarse de su actividad. Pero era de temer que a la postrelas creaciones espontáneas de la iniciativa privada orientasen hacia ellaspartes importantes de los muy limitados fondos consagrados por el Estadoargentino a educación; ya en otros niveles de enseñanza el contribuyentedebe participar en el sostén de instituciones privadas a las cuales sus hijosno siempre encontrarían acceso abierto. . . Más que esos peligros muy reales(confirmados ya en parte por la experiencia) provocó la reacción tan ge-neralizada del cuerpo universitario el modo mismo de concebir la libertadque estaba implícito en la reforma propuesta. La experiencia reciente veníaen efecto a confirmar a nuestros universitarios en una fe por otra parte noimprovisada en la libertad académica y de cátedra, gracias a la cual la Uni-versidad puede recoger en toda su rica variedad los frutos de una culturaque, como la nuestra en su etapa moderna, se desarrolla en una libre mul-tiplicidad de corrientes ideológicas. Corolario de esa convicción era queno cabía a la Universidad tomar posiciones excluyentes en planos en quela divergencia es no sólo legítima sino fecunda. Pero esta convicción mismaera presentada por muchos de quienes la habían combatido quince añosantes en nombre del autoritarismo fascista (y ahora no sólo para ellos)como una doctrina excluyente y por lo tanto totalitaria. Según esos críticos,al negarse a imponer autoritariamente a sus estudiantes una formación designo determinado, la Universidad venía a ejercer sobre ellos una insopor-table tiranía, de la que éstos sólo se verían libres cuando la creación deotros establecimientos de enseñanza superior les permitiese elegir en en-tera libertad el signo de la servidumbre espiritual a la que desde esa elec-ción quedarían sometidos. Frente a una libertad de enseñanza así entendida,la Universidad creyó defender no sólo su causa sino también la del destinocultural de la Nación al elevar su decidida protesta.

Para hacerlo iba a encontrar reiteradas oportunidades. Ya en las prime-ras etapas de la gestión revolucionaria el doctor dell’Oro Maini logró in-troducir en el decreto que fijaba normas provisionales para el gobierno y

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normalización de las Universidades nacionales intervenidas un sorpren-dente artículo (el vigésimoctavo) destinado a conocer merecida celebri-dad. Por él se autorizaba a la iniciativa privada a crear universidadesfacultadas para expedir títulos académicos. La reacción, primero lenta yesporádica, contra el artículo y el propio ministro, arreció a comienzos delcurso lectivo de 1956; sus episodios más violentos tuvieron lugar en losestablecimientos de enseñanza media. El doctor dell’Oro Maini se vio obli-gado a renunciar; el gobierno del general Aramburu creyó prudente acep-tar junto con su dimisión la del doctor José Luis Romero, que en términosmoderados pero inequívocos había expresado su desaprobación por la ini-ciativa ministerial. Sobre el fondo del asunto se adoptó —como en tantosotros aspectos de la gestión revolucionaria— la solución de no innovar: elartículo no sería derogado pero tampoco reglamentado y por lo tanto noentraría a aplicarse.

Luego de la normalización institucional el conflicto volvió a actuali-zarse. El candidato triunfante en las elecciones de febrero de 1958 habíacomprometido públicamente su adhesión a las posiciones fijadas algunosmeses antes por el episcopado en materia de educación, así como en variasotras. Bien pronto se hizo evidente que, pese a las resistencias muy vivasencontradas en su propio partido, estaba decidido a cumplir en este as-pecto con sus compro misos preelectorales. La noticia de que el Poder Eje-cutivo se proponía reglamentar el artículo 28 bastó para provocar unaagitación universitaria y popular de inesperadas proporciones, en la queparticipó muy intensamente la Universidad de Buenos Aires, encabezadapor sus autoridades, representativas ya en ese momento de los estamentosque integran el cuerpo universitario. La agitación adquirió tal fuerza queaun una cámara de diputados de abrumadora mayoría oficialista votó pordos veces la derogación del discutido artículo, impuesto sin embargo entérminos levemente cambiados gracias a un procedimiento de constitucio-nalidad en extremo dudosa por un Senado sometido a rígidas directivaspartidarias. Debido a su decidida toma de posición la Universidad vio arre-ciar una campaña hostil que alcanzó ahora caracteres más claramente difa-matorios, en la que se distinguieron por su celo algunos de los que habíanenseñado en ella antes de 1955, ahora refugiados en las instituciones fun-dadas en previsión de la franquicia que se esperaba del nuevo gobierno.

Pese a esta circunstancia y a la más grave de que su actitud no logró im-

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pedir la adopción de la medida que combatía, no hay sin duda motivo paralamentar que la Universidad haya emprendido una lucha a través de la cualreiteraba el testimonio de su fidelidad a las convicciones que dan sentidoa su existencia misma. Fue acaso esa serena firmeza de convicciones —yel contraste que ofrecía con las ya demasiado frecuentes apostasías que co-menzaban ya por entonces a ser uno de los aspectos característicos de unaetapa de la vida nacional no colocada por cierto bajo el signo de la honradasinceridad— la que hizo que la Universidad de Buenos Aires se viese acom-pañada en esa hora triste de una reconfortante simpatía popular, eviden-ciada en la reunión de gigantescas muchedumbres en apoyo de losprincipios que la Universidad sostenía.

Estas luchas y sus consecuencias no podían apartar a la Universidad desu tarea más urgente: la reconstrucción. Ésta puede darse formalmente porterminada en 1958, al dictarse el Estatuto universitario por la asamblea ele-gida de acuerdo con los términos del decreto 6403. De esa normalizaciónformal así concluida la primera etapa había quedado cumplida al volversea integrar el claustro de profesores, de acuerdo con un procedimiento adop-tado por el doctor dell’Oro Maini luego de haber sido propuesto por la Fe-deración Universitaria de Buenos Aires: el concursamiento de todos loscargos. Esta solución imponía un proceso complejo y engorroso: era precisoconstituir jurados para todas las cátedras universitarias del país, y la conse-cuencia era desde luego que casi todas las personas capacitadas para inte-grarlos aspiraban a su vez a los cargos concursados. A esta dificultadevidente se agregaban otras muchas, vinculadas en parte con el clima pocosereno que seguía viviendo el país, y el trámite de los concursos, seguidosin benevolencia desde muy variados sectores de opinión, no se vio librede algunas incidencias menores. Pero ello mismo estaba demostrando quela solución adoptada era —con todas sus dificultades— la que las circuns-tancias exigían. Cualquier otro modo de integración del cuerpo docentemenos independiente de las decisiones de los interventores hubiese pro-vocado conflictos aun más graves. Por otra parte el temperamento adop-tado tenía el mérito de organizar un cuerpo docente homogéneo por lomenos en cuanto al origen inmediato de su designación: ofreciendo unasuerte de instancia definitiva frente a la cual iban a resolverse a la vez todaslas controversias en torno a las destituciones y designaciones políticas deldecenio precedente; los concursos provocaban sin duda, en lo inmediato,

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un aumento de tensiones pero a más largo plazo iban a gravitar en favorde la pacificación interna de la que tan necesitada estaba la institución.

El segundo paso para la normalización fue dado al redactarse el estatuto,en 1958, por la Asamblea Universi taria elegida a fines de 1957 por los tresestamentos universitarios. Precisamente el problema de la proporción enque éstos participarían en los cuerpos gobernantes de la Universidad fueel más intensamente debatido por la asamblea; finalmente fue resuelto den-tro de los términos fijados por el decreto de reorganización universitaria,que imponía el mantenimiento de la “responsabilidad mayoritaria” de losrepresentantes del cuerpo docente. Las representaciones de estudiantes yegresados —equiparadas en cuanto al número— eran acrecidas en todo loque permitía esa disposición.

Esta solución, pese a no satisfacer las exigencias de grupos muy impor-tantes de estudiantes y graduados, favorables a una representación paritariade los estamentos, sirvió de punto de partida aceptado en los hechos portodos para la experiencia de autogobierno que comenzaba. Las críticas quese le han movido olvidan al parecer un hecho esencial: la experiencia quereiteradamente ha venido a demostrar que otras soluciones menos favora-bles a la participación de estudiantes y egresados en el gobierno de la Uni-versidad están lejos de conducir a esa paz y estabilidad en cuyo nombrehan sido una y otra vez impuestas. ¿Es necesario lamentar que las cosas seden de esta manera? En todo caso ignorar que efectivamente se dan así sig-nificaría reincidir en los más peligrosos autoengaños, preparar el retornode graves tormentas, no desconocidas en el pasado. Por otra parte no pa-rece que nuestra Univer sidad haya alcanzado madurez bastante para quele sea lícito ver en los estímulos renovadores nacidos al margen de sucuerpo docente meros factores de perturbación frente a un legado de tra-diciones culturales y académicas capaces de adecuarse por sí mismas a lascambiantes exi gencias del tiempo.

La normalización era sin duda un requisito indispen sable de la recons-trucción universitaria, pero con ella el esfuerzo que esta última implicabano hacía sino comenzar. Esfuerzo que en la actualidad enfrenta la enseñanzauniversitaria en escala mundial; que en la Argentina se imponía con dobleurgencia, luego de veinticinco años de duras tormentas que habían venidoa interrumpir un proceso de modernización universitaria marcado élmismo por graves insuficiencias. A lo largo de ellos, los problemas que en

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1930 estaban lejos de ser resueltos habían venido a agravarse: a la subsis-tencia de estructuras cada vez más arcaicas se agregaba un creciente flujode estudiantes que en la etapa apenas clausurada no se había intentado fre-nar, pero tampoco se había procurado encauzar.

Ese esfuerzo de modernización está dándose —se ha señalado ya— enescala mundial, y se debe a causas que exceden también ellas nuestras fron-teras. En la hora actual, en efecto, la difusión de la enseñanza superior a sec-tores cada vez más amplios de las generaciones jóvenes no es una exigenciaque deba justificarse (tal como solía serlo en nuestro país) apoyándose enuna cierta concepción de la justicia, es requisito ineludible para un funcio-namiento tolerablemente eficaz de mecanismos sociales, económicos, téc-nicos tan complejos y dinámicos como los que deben implantar y mantenerlas naciones que no quieren sufrir, en un mundo en rápido reajuste, pos-tergaciones que puede ser luego muy difícil superar. Bajo el estímulo de laconcurrencia norteamericana primero, de ésta y la soviética en la actuali-dad, aun las naciones europeas más apegadas a estructuras universitariasheredadas de una historia muchas veces secular buscan con ritmo quetiende a hacerse febril ampliar el número y la capacidad de sus institucio-nes de enseñanza superior. ¿Podría sorprender que ese proceso, que dejaun margen necesario a la improvisación —baste pensar que por ejemploen Gran Bretaña se crean cuatro universidades en el año 1961— que noinfrecuentemente hace surgir instituciones nuevas en ciudades ilustradassobre todo por una adhesión sin desmayos a algún político particularmenteinfluyente, que desperdiga en los más impensados rincones de las viejasciudades universitarias escuelas y laboratorios que no caben en la viejasede y deben buscar espacio donde lo hay, a la espera de que en algún vagoarrabal se concluyan las torres de vidrio y cemento en que la Universidadha de encontrar nueva y es de esperar que más estable morada, podría sor-prender que ese proceso no haya traído únicamente bendiciones para lavida académica europea? Pero esto no basta para condenarlo, para secundarlos esfuerzos de quienes se empeñan en calcular un nuevo número áureo,el siempre reducido de los estudiantes que encontrarían acogida en la uni-versidad perfecta. Porque lo que este proceso universal está enseñando esque el problema de las dimensiones de la Universidad no es un problemade pedagogía y organización académica: se plantea a partir de exigenciashistóricas concretas que sería peligroso ignorar.

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No quiere negarse con ello que sea en efecto un pro blema, y acaso elmás grave que debe enfrentar actualmente la Universidad. No el único sinduda: esa misma modernización implica un repensamiento de la estructuradocente de la Universidad a la vez que de una cierta noción acerca de laestructura del saber que subyace a ella, y corre riesgo de haber perdido vi-gencia. Y por añadidura, como lo enseña toda la historia de nuestra Univer-sidad, no ha llegado a ser superflua la atención por el nivel de la enseñanza,que es preciso elevar cuando por otra parte se hace necesario recurrir aun personal docente cada vez más numeroso. Y es necesario todavía queel crecimiento del cuerpo mismo de la Universidad, la complejidad cre-ciente de sus funciones no conduzcan a una fragmentación, que, recogidao no en disposiciones estatutarias, ha sido algo más que un peligro en largasetapas de la historia de la Universidad de Buenos Aires.

He aquí marcadas algunas de las direcciones esenciales en que seorientó el esfuerzo reconstructor de la Univer sidad, que —comenzado enoctubre de 1955— sigue aún exigiendo lo mejor de las energías de la ins-titución. No parece que sea éste el lugar más adecuado para decir lo muchode bueno que a juicio del autor merece decirse de ese proceso, que porotra parte se encuentra en plena marcha. Bastará señalar aquí algunas delas dificultades que ha encontrado, y evocar brevemente las innovacionesmás notables que ha venido a introducir en la vida de nuestra Universidad.

Entre las primeras habría que señalar en primer término a la limitaciónde recursos. Se ha señalado ya que el régimen peronista no se había nuncademostrado excesivamente generoso con su Universidad; en sus últimosaños no le ahorró las consecuencias negativas de un esfuerzo de conten-ción de gastos que por otra parte incidía muy desigualmente en los distin-tos sectores del aparato estatal. El gobierno revolucionario demostrótambién en este punto extrema circunspección; sólo el primer año de go -bierno constitucional trajo consigo un aumento esencial de los fondos uni-versitarios. Pero a esta insinuación de una política nueva siguió deinmediato el retorno a otra que no lo era tanto: no se ahorró a la Universi-dad el impacto de una política de austeridad aplicada en medio de un rá-pido aumento del nivel de precios que no podía dejar de repercutir enforma intensa en cuanto a las reales posibilidades que un presupuesto no-minalmente constante dejaba abiertas a la Universidad.

He aquí, sin duda, un elemento condicionante que pesó duramente sobre

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el esfuerzo comenzado durante la gestión del doctor José Luis Romero, y con-tinuado por la de su sucesor, el doctor Alejandro Ceballos (que por otra parteprestó preferente atención a los problemas de la normalización universitaria,que la prudencia aconsejaba restaurar tan rápidamente como fuese posible),y constituido en el objetivo principal de la Universidad que, devuelta a la au-tonomía, elegía en noviembre de 1957 para su rector al doctor Risieri Fron-dizi un año después lo reelegía por el período estatutario de cuatro.1

Ese esfuerzo se dirige en primer término a una reforma de los métodosde enseñanza, que vaya más allá de la mera condena de la clase magistral—desde hace casi medio siglo el más reiterado de los ejercicios oratoriosde nuestra vida académica— y organice sistemas nuevos, destinados a darlugar más amplio al trabajo práctico y, aun en los cursos teóricos, a la ini-ciativa, debidamente guiada, del estudiante. Ello implica enriquecer la or-ganización docente de aquellas facultades en que la naturaleza misma delos estudios les ha impuesto desde antiguo una orientación práctica; crearlaen varias otras. He aquí una tarea a la que en los últimos años se ha conce-dido viva atención, y la merece sin duda; esta innovación imprescindibleestá llena de dificultades, acrecidas por una afluencia estudiantil que des-borda tanto más evidentemente las estructuras docentes cuanto más decerca pretenden éstas encauzar el esfuerzo formativo de los alumnos, a lavez que por una escasez de personal idóneo en el nivel auxiliar particular-mente sensible en facultades que sólo recientemente han comenzado a or-ganizar este aspecto de su enseñanza.

Esta reforma de la enseñanza exige y a la vez hace posible la de los pla-nes de estudio, encarada en casi todas las facultades con un criterio demayor flexibilidad que, fijado un número de materias básicas, permite queel estudiante escoja dentro de una gama muy amplia las complementarias.

La eficacia de estas reformas depende en último término de la existen-cia de docentes consagrados sin reservas a sus funciones de tales. Nos en-contramos aquí con una de las fallas fundamentales de la Universidad deBuenos Aires, sólo levemente atenuada desde comienzos de nuestro siglo:sus profesores han solido ver en la docencia tan sólo el complemento deactividades profesionales de muy variado estilo. El mal, notorio desde an-tiguo, había sido oficialmente reconocido e insinuada su solución al pre-verse la creación de profesores con dedicación exclusiva, en 1947. Pero

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1 Los criterios que guían la renovación de las actividades universitarias se encuentran expuestos en formasintética en el discurso de toma de posesión del rector Risieri Frondizi al asumir su cargo en diciembre de1957; un informe de la obra realizada igualmente centrado en lo esencial es su discurso de inauguracióndel curso académico en 1960.

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también en este punto el régimen entonces vigente incurrió en el errorde dar por resueltos los problemas con sólo plantearlos: en 1955 sólo dosprofesores de la Universidad de Buenos Aires lo eran con dedicación ex-clusiva. Hoy la Universidad cuenta con más de 160 de dedicación exclusivay semiexclusiva, ha extendido el régimen al personal auxiliar de docenciay por su gestión esta nueva figura de docente ha sido recogida por la Leyde Estatuto del Docente.

La reforma de la enseñanza se acompaña de un interés mayor por lastareas de investigación que a la Universidad competen. No correspondeaquí hacer un balance de lo realizado en este sentido en los años posterio-res a 1955; puede sí afirmarse, porque es un hecho cuantitativamente veri-ficable, que en esta etapa recobraron vida eficaz insti tutos de investigaciónque en la que acababa de cerrarse se habían mostrado menos capaces derealizar trabajo científico valioso, mientras que creaciones nuevas o trans-formaciones tan profundas que de hecho equivalían a éstas venían a ade-cuar mejor la estructura de la Universidad en este aspecto a la del sabercontemporáneo. Por otra parte, al crear becas externas e internas para gra-duados, la Universidad vino a actuar de modo nuevo, por lo menos paranuestro país, en un campo muy descuidado en la etapa más reciente ynunca suficientemente atendido en el pasado.

Esta reforma de la enseñanza está destinada a lograr que la Universidadsea un instrumento eficaz para enseñar a un contingente de estudiantesque se cuentan cada año por decenas de miles; es el resultado del recono-cimiento de que esa afluencia estudiantil no es un rasgo patológico y efí-mero de nuestra vida universitaria, sino la medida de lo que la ciudad y laNación exigen de su Universidad. Pero —se ha señalado ya— este recono-cimiento no excluye la conciencia muy viva de que esa situación crea pro-blemas más amplios que los que puede resolver un aumento del nivel dela calidad y las exigencias docentes en la propia Universidad. El censo uni-versitario realizado en 1958 permitió alcanzar por fin una imagen cuantifi-cada de la estructura estudiantil de la Universidad, en la que se reflejabannítidamente deficiencias adivinadas de hacía tiempo, y en primer términoel alto número de abandonos en medio de la carrera. Consecuencia de cir-cunstancias económicas que la coyuntura tiende a hacer cada vez más fre-cuentes, pero también de insuficiencias de información y disciplina detrabajo debidas en parte sin duda importante a las fallas —muy grandes,

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como es bien sabido— de nuestra escuela media, y todavía a las vicisitudesde vocaciones insuficientemente seguras, estos males exigían de la Univer-sidad una acción diversificada.

La Universidad de Buenos Aires creó por una parte becas para estudian-tes, que pasan ya del millar anual. Aquí también su acción reciente puedeconsiderarse de innovación absoluta, pues las becas existentes en 1955 nollegaban a veinte. La Universidad creó además un centro de orientación vo-cacional, que presta muy solicitados servicios a quienes desean ingresar enella. Encaró la creación de carreras nuevas, ajenas al curriculum tradicional,requeridas por exigencias del medio, e ignoradas cuando ese curriculumfue elaborándose, como la de Salud Pública, luego abundantemente imitada.Sin duda con ello no ha resuelto un problema que incide muy gravementeno sólo en la vida universitaria, sino en la de la Nación toda: una distribu-ción de aspirantes a las carreras profesionales menos vinculada con la exis-tencia de vocaciones profundas, o aun con la de reales posibilidades deéxito económico que con valoraciones sociales elaboradas en etapas ante-riores de la vida argentina y dotadas de un prestigio hoy infundado. Es detemer que este problema sólo haya de resolverse al desaparecer ese sistemade valoraciones colectivas, en un proceso necesariamente lento.

Por último la Universidad enfrentó el problema de la formación preuni-versitaria de sus estudiantes. Un proyecto del doctor José Luis Romero, des-tinado a crear un año propedéutico que, a la vez que elevase el nivel de losalumnos que ingresaban a los cursos universitarios, contrabalanceara la es-pecialización necesariamente creciente de éstos, no pudo llevarse a los he-chos. En cambio son varias las facultades que han creado cursospreuniversitarios, con finalidades análogas, aunque generalmente más cen-tradas en el primero de los aspectos mencionados.

Esa transformación docente tiene aun otros aspectos conexos. Uno deellos es el siempre actualizado problema de locales. Soluciones provisio-nales para los casos más escandalosos se han obtenido al instalarse la Fa-cultad de Ingeniería en un edificio nuevo y alquilar otras dependenciasuniversitarias locales necesariamente dispersos por la vasta ciudad. Unasolución más estable y digna se obtendrá mediante la construcción de laCiudad Universi taria, ya comenzada, gracias a gestiones tenaces que hanlogrado ir venciendo las reservas de las autoridades financieras nacionales,en terrenos situados a orillas del río, en el linde septentrional de la ciudad.

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Esta obra —necesariamente de largo aliento— ha permitido ya instalar enla nueva sede universitaria dependencias de la Facultad de Ciencias Exac-tas y el Instituto de Cálculo. Una vez concluida ha de ofrecer la base físicapara esa unidad real de la Universidad que es uno de los objetivos busca-dos en la etapa actual.

Además de la transformación de sus actividades docentes y de investi-gación, la Universidad de Buenos Aires ha encarado otras nuevas tareas enla actual etapa: las relaciones de la institución con sus egresados y estudian-tes, con el ámbito social en que actúa, son objeto de una atención que nose daba tan intensamente en el pasado. El departamento de graduados seha propuesto a la vez mantener la vinculación de estos con la Universidady corregir, mediante una tenaz acción cultural, las consecuencias negativasde esa especialización que es uno de los rasgos inescapables de la actualorganización del saber. Sus cursos se proponen sobre todo iluminar pro-blemas teóricos y situaciones concretas actuales mediante la colaboracióninterdisciplinaria, reclamando así la atención de nuestros universitarioshacia esas fronteras de las cien cias en que, al margen de una sistematizaciónquizá excesivamente rígida, se suelen dar sus progresos más rápidos y seplantean sus problemas más ricos en perspectivas. A un público más ampliose orienta la escuela de temporada creada por la Universidad de BuenosAires juntamente con la Central de Santiago de Chile y la de Montevideo.El Departamento de Extensión Universitaria, destinado a canalizar los apor-tes de la Universidad al estudio y —hasta cierto punto— solución de losproblemas del medio, fue organizado luego de 1955 y vino a continuar losensayos ya iniciados en este sentido en la etapa anterior por entidades es-tudiantiles con grave sacrificio y no siempre sin peligros. El más importantede ellos es sin duda el centro de desarrollo integral de la Isla Maciel; en estazona tan típica del Gran Buenos Aires, conformada por el caótico creci-miento industrial de los últimos veinte años, con sus problemas tambiéntípicos (difícil readaptación luego de migraciones internas, falta de vi-vienda) la Universidad ha desarrollado una labor que es de esperar no habrásido inútil a los pobladores; es utilísima en todo caso a quienes en ella par-ticiparon, pero no sólo a ellos, para conocer menos mal, en su hondura dra-mática, la realidad en que les ha tocado vivir.

De esas iniciativas de aproximación al medio la destinada a tener re-percusión más amplia ha sido sin duda la creación de la Editorial Univer-

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sitaria de Buenos Aires. Esta editorial, creada como sociedad de economíamixta, controlada sin embargo por la Universidad, ha editado en dos añosdos millones de libros y —al margen de sus ediciones destinadas a satisfa-cer las necesidades de obras científicas y técnicas especializadas— ha or-ganizado series populares, entre ellas la del Siglo y Medio, vasta colecciónde textos vinculados con el pasado y el presente nacional que alcanzó deinmediato éxito amplísimo.

He aquí, entonces, marcadas las orientaciones de ese haz de tareas queen esta hora de su historia se ha impuesto la Universidad de Buenos Airespara alcanzar digno nivel entre los grandes centros universitarios delmundo. Estas tareas son tan urgentes, su necesidad tan indiscutible, queparece ocioso buscar algo de problemático en la atención preferente quela Universidad les concede. Pero, vistas las cosas desde otra perspectiva,tiene sí algo de notable que en una hora tan dramática para la Nacióncomo para la Universidad, ésta se vuelva, por su propia decisión más bienque por imposición ajena, hacia sus problemas específicos. Sobre todoporque en nuestra Universidad han tenido y tienen gravitación muy grandenociones ya tradicionales que tienden a poner en primer pla no su vínculocon la comunidad, sin olvidar —antes bien, subrayando polémicamente—las tareas políticas, en el sentido más alto, que esa vinculación le fija. Esareorientación de esfuerzos obedece sin duda a causas complejas. En pri-mer término es preciso tomar en cuenta que las tareas resumidas en la ex-presión de “función social de la Universidad” tienden a asumir modalidadestécnicas cada vez más complejas; ello hace que el esfuerzo de voluntariosllenos de celo deba ser remplazado por una acción más sistematizada y,hasta cierto punto, profesionalizada. ¿Esta transformación implica la de laactitud esencial de la Universidad frente a su medio? No necesariamente,pero la facilita en la medida en que confiere autoridad nueva en estecampo a quienes tienen en él competencia técnica, frente a los que sonatraídos a él por una vocación que cabría llamar misional. Que la Univer-sidad debe conocer el medio en que actúa y sus problemas, que debe ayu-dar a la elaboración de soluciones para ellos es una noción acaso más vivaque nunca en la Universidad de Buenos Aires; a través de ella se expresacada vez menos frecuentemente la fe en una transformación integral dela vida nacional, orientada por esos hombres de buena voluntad que laUniversidad congrega.

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Porque de esto último se trata, precisamente; pero esta creencia en elpapel tutelar de la Universidad ha sido menos sacudida por el descubri-miento de las exigencias técnicas que su tarea social implica que por el delas reacciones que provocan ciertos modos de entender la Universidad sumisión social. Esos modos —en que vienen a aplicarse nociones acaso jus-tas en sociedades más arcaicas que la argentina actual— levantan en efectoresistencia considerable: del mismo modo que sus estudiantes no puedenproporcionar cuadros dirigentes a masas populares que ya los han encon-trado, tampoco la Universidad podría ya transformarse en orientadora dela conciencia cívica de amplios sectores nacionales; acerca de lo uno y lootro la experiencia reciente ha dejado lecciones demasiado duras para serrápidamente olvidadas.

¿Significa esto que la tarea de la Universidad frente a los problemas delmedio ha de limitarse a aportar su competencia técnica a proyectos cuyaorientación general corresponde a otros fijar? Tampoco necesariamente.Pero el descubrimiento de un nuevo modo de entender su misión socialobliga a un repensamiento de todo el problema, en espíritu de humildad yverdad, cuyos frutos no se advierten aún.

En todo caso, hay también razones más inmediatas para esa concentra-ción de la actividad universitaria en los problemas que le son propios. Seha visto ya cómo la tensión que caracteriza la hora actual en la Nación yen el mundo ha traído consigo un clima de cerrada intolerancia, particular-mente denso en un país como el nues tro, que no cuenta en su pasado ex-periencias análogas capaces de sugerir —como a muchos países europeoscolocados en circunstancias sin duda más críticas que las hoy vividas porla Argentina— la necesidad y la posibilidad de sobrellevar esa situación yaineludible sin perder con ello la libertad de espíritu (y leyendo las muchastonterías que la situación actual inspira cotidianamente en nuestro país afiguras ilustres en sí mismas o por el lugar que ocupan en la escena nacionalparece que no sólo ella, sino la razón y el sano sentido común son los aquíamenazados). En estas circunstancias, en que desde muy altas tribunas seintenta persuadir al país de que ha vuelto a gozar, como hace algunos años,de las bendiciones de una doctrina nacional (aunque al parecer no de lamisma de entonces), la misión de preservar la libertad espiritual en el sectorde nuestra vida cultural que le ha sido encomendada, parece ser la más au-téntica y valiosa de las fijadas a la Universidad en sus relaciones con la ciu-

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dad. La persuasión de que así están las cosas contribuye a explicar sin dudael apoyo muy general hallado por las modalidades del actual esfuerzo dereconstrucción universitaria.

Pero esa empresa de reconstrucción, precisamente porque va colocadabajo el signo de una libertad necesariamente crítica, no está exenta de ries-gos en la hora en que vivimos. ¿Podrá la Universidad llevarla a término? Larespuesta es particularmente difícil, puesto que su logro no depende tansólo de las energías que la institución ponga en la empresa. Si algo enseñanlas últimas etapas vividas es que la tenacidad de unos esfuerzos de reno-vación científica y cultural siempre renacientes es frecuentemente con-trarrestada por las consecuencias de una crisis que, al abarcar la totalidadde las estructuras nacionales, afecta también a la Universidad. A partir delmovimiento renovador que tiene su expresión institucional en la ReformaUniversitaria, la Universidad quiere crecer no sólo en cuanto a su adecua-ción más completa a un clima histórico-social nuevo, sino también encuanto a sus fines científico-culturales. Pero esa voluntad de crecimientoha sido frenada una vez y otra, con brusquedad a menudo brutal, por lasconsecuencias aparentemente imprevisibles de la crisis nacional. Esa crisisno parece por otra parte haberse cerrado: en 1932, en 1946, en 1955, en1958 se anunció, cada vez con menor esperanza de acertar, el fin de esalarvada guerra civil en medio de la cual el país avanza a tientas: ella dura,sin embargo, y mientras ella dure todo cuanto en el país se construya es-tará como corroído por dentro por la conciencia de una siempre posibleprovisionalidad. A este duro destino no escapa, no puede escapar, cuantose hace en la Universidad de Buenos Aires en la hora actual. Pero a travésde ese rasgo la Universidad revela qué lazos la unen a su pasado, a su tra-dición: todo cuanto ha erigido en su no larga existencia ha sido levantadoen medio de la tormenta; para juzgar aquel pasado, para juzgar este pre-sente sería preciso no olvidar ese hecho esencial.

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Índice

Breves palabras sobre la colección

Texto aclaratorio para la presente edición

Prólogo

Capítulo I - Etapa fundacional

Capítulo II - Organización y consolidación

Capítulo III - Reforma

Capítulo IV - Crisis en la Nación, crisis en la Universidad

Capítulo V - La reconstrucción universitaria

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