leibniz, antibarbarus physicus (selección)
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Leibniz se pronuncia contra la gravedad y la acción a distancia en general propuesta por Newton.TRANSCRIPT
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Leibniz, Antibarbarus physicus. En defensa de la filosofía real
contra la renovación de las cualidades escolásticas y de las
inteligencias quiméricas (1706?) [selección]1.
Un hado siniestro hace que se apodere de los hombres cierto
hastío de la luz y que se complazcan en volver a las tinieblas. Es la
experiencia que estamos haciendo en estos tiempos en que la gran
facilidad existente para aprender ha engendrado desprecio de la
enseñanza, la abundancia de las verdades clarísimas devolvió el
amor de las bagatelas difíciles. Están los ingenios con tantas ganas
de cambios que, en medio de la abundancia de frutos, parecen querer
volver a las bellotas. Paréceles demasiada clara o fácil la física que
todo lo referente a la naturaleza de los cuerpos lo explica por el
número, la medida, el peso o el tamaño, la figura, el movimiento y
que explica que nada se mueve naturalmente sino por algo contiguo
y movido a su vez, enseñando así que todo lo físico se produce
mecánicamente, es decir, inteligiblemente. Se torna, pues, a las
quimeras, a los arqueos, a ciertas inteligencias plásticas aplicadas a
la formación del feto y, luego, a la custodia del animal, vívidas y
audaces unas veces, tímidas y remisas otras veces, como si fueran
personas que desesperan de recoger las soltadas bridas. Se ha
observado que los afectos del ánimo tienen mucha importancia en
las enfermedades, cosa que no es de extrañar, pues los afectos
agradables se acompañan siempre de movimientos convenientes, así
como los violentos se acompañan de grandes movimientos. Mas
algunos tomaron de aquí el pretexto para imaginar que en el interior
1 Traducción de Agustín Andreu: en: Leibniz, G. W., Methodus Vitae. Escritos de
Leibniz. 1. Naturaleza o fuerza, ed. y trad. Agustín Andreu, Valencia,
Publicaciones UPV, 1999, pp. 53-60.
de los animales hay una suerte de presidentes que, en lugar de lo
nacido, se irritan, se aplacan, se excitan, se enervan; unos son
generales y están puestos al frente de la gobernación de todo el
cuerpo y otro particulares encargados de ciertos miembros o
vísceras: cardianactas, gasteranactas y otros de este tipo. Y menos
mal que no enseñan que es posible evocar esos espíritus con palabras
mágicas, como cierto monje que buscaba la piedra filosofal evocó el
espíritu de mercurio. Harían bien reconociendo un cierto mecanismo
más divino en los cuerpos orgánicos de los animales; pero es que no
les parece bastante divino más que lo ajeno a la razón, y lo que se
produce en los cuerpos lo consideran tan dificultoso que juzgan
infabricables tales máquinas incluso con artificio divino. Poco
expertos en obras divinas opinan que éstas necesitan de estimadores
y que, en consecuencia, Dios se sirve por todas partes de ciertos
diosecillos vicarios (para no tener que actuar siempre
milagrosamente) cuando otrora atribuían los movimientos de los
astros a sus propias inteligencias.
Otros prefieren recurrir a las cualidades ocultas o a las
facultades escolásticas a las que filósofos y médicos bárbaros
desacreditados les cambian el nombre llamándolas fuerzas. Mas las
verdaderas fuerzas corpóreas son sólo de una clase, a saber, las que
actúan imprimiendo impulsos (como cuando se arroja algún cuerpo),
que tienen su lugar también en los movimientos insensibles.
Aquellos, en cambio, se imaginan unas fuerzas peculiares y las
cambian según lo necesitan. Mencionan facultades atractoras,
retentoras, repulsoras, directivas, expansivas, contractivas. Esto se
les podía perdonar a Gilberto y a Cabeo y, últimamente, también a
Honorato Fabri, cuando aún no se conocían o no se había impuesto
bastante el modo ilustrado de filosofar. Pero, ¿qué varón entendido
aceptará esas cualidades quiméricas que pregonan como principios
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últimos de las cosas? Es lícito admitir la existencia de fuerzas
magnéticas, elásticas y otras así, pero con tal de no entenderlas como
fuerzas primitivas o alogos, sino surgidas de los movimientos y de
las figuras. Mas no es esto lo que quieren los nuevos defensores de
las mismas. En nuestros días se ha advertido que es verdadera la
sospecha de algunos antepasados que afirmaban que los planetas
gravitan recíprocamente y tienden los unos hacia los otros. Bien,
pues enseguida les dio por figurarse que, esencialmente infusa por
Dios, toda materia tiene una fuerza atractiva y como un amor mutuo,
igual que si estuviera dotada de sentidos o como si se le hubiera
dado una cierta inteligencia a alguna de sus partes, con las que
pudieran percibir y apetecer también las cosas muy remotas. Como
si no hubiera razones mecánica con que explicar la tendencia de los
cuerpos pesados hacia los grandes cuerpos cósmicos, mediante los
movimientos de cuerpos más sutiles que lo llenan todo. Y esos
mismos nos amenazan con sacar a relucir más cualidades ocultas
como éstas, acabando así por reducirnos al reino de las tinieblas.
Los antiguos, primero, y siguiendo su ejemplo, muchos
contemporáneos se sirvieron, no mal del todo, de principios
intermedios para explicar la naturaleza de las cosas; principios no
bastantemente explicados por cierto, pero sí explicables, y cuya
reducción a principios anteriores y más simples y, finalmente, a los
primeros, cabía esperar. (Creo que siempre hay que alabar la
reducción de lo compuesto a lo más simple, pues en la naturaleza
hay que proceder por grados y no se llega enseguida a las primeras
causas). Bien; pues quienes dando por supuesta la gravitación
recíproca de los planetas, mostraron que se podían explicar las leyes
de los astros, hicieron algo meritorio, aunque no dieran razón de la
gravedad. Pero si algunos, abusando de este bello invento, juzgan
que se ha dado razón tan suficiente que no queda ya más razón que
buscar y que la gravedad es cosa esencial a la materia, recaerán en la
barbarie física y en las cualidades ocultas de los escolásticos. Se
imagina también cosas que no pueden enseñar apoyándose en
fenómenos, ya que, fuera de la fuerza con que son empujados los
cuerpos sensibles hacia el centro de la tierra, hasta el día de hoy no
han podido presentarnos vestigio alguno de la atracción general de la
materia. Hay que guardarse, pues, de proceder de lo poco a la
totalidad de las cosas, como Gilberto que en todas partes ve imán,
como los químicos que en todas partes husmean sal, sulfuro o
mercurio. Mas tales modos de explicación suelen ser insuficientes y,
en ocasiones, desde lo supuesto, no sólo se deduce que son de
existencia incierta, sino también falsas e imposibles, como sucede
con la supuesta inclinación general de la materia a la materia.
Pues los físicos supusieron que las causas son o cosas o
cualidades. Cosas como los elementos: Tales, el agua; Heráclito, el
fuego; otros, los cuatro elementos (cuyo no sé qué antiquísimo
inventor convenció al mismo vulgo): fuego, aire, agua, tierra, punto
en que siguieron la opinión del vulgo el autor de los libros De
generatione et corruptione, el autor del libro de universo, atribuido a
Ocello Lucano y Galeno. A dichos elementos añadió Aristóteles, al
parecer, el quinto elemento, el de las estrellas. Posteriormente, los
químicos más antiguos introdujeron el sulfuro y el mercurio; los más
recientes, la sal, el sulfuro y el mercurio, materias primarias activas
éstas, a las que añadieron las pasivas: la flema y la tierra muerta.
Boyle las sometió a examen en El químico escéptico. Los químicos
contemporáneos introdujeron, en lugar de los activos, los álcalis y el
ácido, sobre cuya insuficiencia escribió Bolenius. También hay
algunos que propusieron un sinfín de principios, como Anaxágoras,
autor de las homeomerías, y quienes atribuyen simientes a las cosas,
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no sólo a los animales y a las plantas, sino a los metales, a las
piedras preciosas y cosas así.
Tampoco faltan quienes recurran a ciertas sustancias
incorpóreas que operarían en los cuerpos, como el alma del mundo,
almas particulares para cualesquiera cosas; tales quienes atribuyeron
sentidos a todas las cosas, como Campanella en el libro sobre el
sentido de las cosas y la magia. Así también Enrique Moro puso un
principio hilárquico que responde al alma del mundo, contra lo cual
escribió Sturmius. Ya los antiguos hablaban de una naturaleza sabia
que actúa por fines y que no hace nada en vano, opinión digna de
tenerse en cuenta si se la entiende referida a Dios o a algún artificio
preestablecido por Dios en las cosas; de otra suerte, sería cosa vana.
Algunos añaden diversos arqueos en las cosas, cual otras tantas
almas o espíritus, más aún diosecillos, ciertas sustancias plásticas
maravillosamente inteligentes que estructuren y gobiernen a los
cuerpos orgánicos. Hay por último quienes recurrieron a Dios o a
dioses ex machina, como los paganos imaginaron que Júpiter hacía
llover o tronar y llenaron de dioses y semidioses a las selvas y a las
aguas. Los antiguos cristianos y, en nuestro siglo, Fludd, autor de la
Filosofía mosaíca, refutado elegantemente por Gassendi, y no hace
mucho, los autores y fautores del sistema de las causas ocasionales,
creyeron que Dios actúa en las cosas naturales de modo inmediato y
perpetuamente milagroso.
Éstos son los que echaron mano de las sustancias como
causas; pero algunos añadieron las cualidades, que llamaban también
facultades, virtudes y últimamente fuerzas. Eso eran la simpatía y la
antipatía de Empédocles o la lucha y la amistad; tales fueron las
cuatro cualidades primeras de los peripatéticos y los galenistas: el
calor, el frío, la humedad y la sequedad. Tales fueron las especies
sensibles e intencionales de los escolásticos, así como las facultades
expulsadoras, retentoras, alteradoras de los médicos que enseñaban
durante los siglos bárbaros. Más recientemente, Telesio intentó
explicar muchas cosas por la operación del calor; algunos químicos,
particularmente Hermontianos y Marcus Marci, introdujeron ciertas
ideas operatrices. Últimamente en Inglaterra algunos intentaron
restablecer las fuerzas atractivas y repulsivas, de que más
largamente hablaremos luego. A éstos hay que sumar quienes
imaginan un movimiento a la manera de cierta sustancia incorpórea
o del alma pitagórica que transmigra de cuerpo en cuerpo. Y muchos
de los que tomaron las sustancias como principios, atribuyeron a las
mismas ciertas cualidades inexplicadas, como, a los elementos, las
cuatro cualidades aludidas; a los principios químicos, sus luchas y
amistades, sus fuerzas fermentadoras, disolventes, coagulantes,
precipitantes; a los arqueos, sus ideas operatrices, sus virtudes
plásticas. A éstas, hace poco, empezó Boyle a impugnarlas. Ya hace
tiempo que se opuso a las cuatro cualidades como principios
suficientes el autor del libro sobre medicina antigua, atribuido a
Hipócrates. Las enfermedades llamadas de toda la sustancia, añadió
Sennertus ser independientes de esas cuatro cualidades.
Y ciertamente puede excusarse a una parte de éstos, más aún,
hay que alabarlos, pues intentaron explicar, mediante ciertos
cuerpos o cualidades simples, las cosas más compuestas. Así, con el
fuego, el aire, el agua, la tierra, o bien con las sales solubles en agua,
con los aceites o sulfuros solubles en el fuego, finalmente con las
cales o tierras persistentes en el fuego, con los espíritus o aguas que
rehúyen el fuego, no se explican mal del todo muchas cosas, o sea,
efectos sensibles se explican mediante causas que caen bajo los
sentidos, cosa muy beneficiosa para la práctica, para imitar y
corregir a la naturaleza, cuyas costumbres, por así decir, hay que
observar sobre todo en el reino vegetal y animal, sobre todo por lo
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que hace a la propagación, al crecimiento, al decrecimiento.
También nos será útil observar que las cosas separadas unas de otras
por la fuerza, y las afines a éstas, se juntan rápidamente, expulsando
incluso a las otras, y que muchos cuerpos del reino mineral son
verdaderos productos del laboratorio químico natural mediante el
fuego actual o bien subterráneo ahora o que envolvía antaño a toda
la corteza terrestre, vitrificando unas cosas, expeliendo las
exhalables. De donde aprendimos a dar razón del mar, de la arena,
de las rocas, de las piedras, de las tierras y de muchas cualidades en
ellas encontradas.
Mas quedan, no obstante, muchos efectos sensibles que no se
puede reducir a causas sensibles, como las operaciones del imán, las
fuerzas peculiares de los cuerpos simples de las que no hay vestigio
en las partes que se obtienen de ellos por análisis químico, como se
echa de ver en las plantas venenosas y medicamentosas. De aquí que
a veces recurramos a la analogía y no es malo el resultado si
podemos explicar muchas cosas con el ejemplo y semejanza de
pocas. Así, habiendo observado la atracción y repulsión de algunos
cuerpos como los magnéticos y eléctricos, se pensó que se podría
establecer la existencia de fuerzas que obraran esto y que se dieran
también en otros casos. Y así Gilberto que es el primero que escribió
cuidadosamente y no sin éxito sobre el imán, sospecho que en
muchas otras cosas había también magnetismo. Punto sin embargo
del que en lo sucesivo se apartó, como Kepler, varón egregio por lo
demás, que discurrió haber en los planetas una especie de fibras
magnéticas atractoras o repelentes. Así también, basados en pocos
experimentos sobre máquinas neumáticas, hablaron filósofos
vulgares de cierta fuga del vacío, hasta que Galileo mostró que
puede superarse la potencia de las que dicen máquinas neumáticas o
de las cosas cuyo lugar no puede ocupar el aire; que puede superarse
la resistencia contra la separación que atribuyen a esta fuga. Y hasta
que, por fin, Torricelli identificó, en el peso del aire irrumpente, la
causa manifiesta que se da en la naturaleza. No había razón para
atribuirle a la naturaleza la cualidad del horror al vacío; basta con
que todo esté lleno una vez y que la materia que llena el lugar
exactamente no pueda comprimirse en un espacio menor, para que
sepamos que no hay fuerza que pueda producir el vacío. El vacío
sensible que hacemos con máquinas y el que, por mucho tiempo, se
creyó que la naturaleza sentía horror y rechazo, no excluye cuerpos
más sutiles. Así pues, lo varones doctos hablaron también muchas
veces de cosas que no había, extendiendo demasiado las
observaciones hechas en algunas cosas. Verdad es que hay que
alabarlos por habernos dado conjeturas no despreciables que, en
algunas cosas por lo menos, dan resultados; y tampoco hay que
reprocharles el intento de poner ciertos principios subalternos para
avanzar gradualmente en cuanto a las causas.
Pero hay que censurar a quienes tomaron estos principios
subalternos como si fueran principios primitivos e inexplicables; e
igualmente a quienes forjaron milagros, esencias incorpóreas que
producen y forman y gobiernan a las cosas corpóreas; a quienes
establecieron los cuatro elementos, las cuatro primeras cualidades
pera de tal modo que la última razón de las cosas estuviera en ellas;
a quienes, no contentos con reconocer la existencia de cierta fuerza
que nos figuramos haber en las máquinas neumáticas, fuerza que
vemos cómo resiste a la apertura de un fuelle que carece de agujero,
afirmaron que en la naturaleza se da una cualidad primitiva, esencial
e insuperable, que aborrece el vacío. Y hay que censurar también a
quienes, no contentos con admitir con nosotros la existencia de
cualidades hasta hoy ocultas, es decir, ignoradas, hablaron de
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cualidades de ocultación perpetua, inexplicables, que ni el más
grande genio podría dar a conocer y hacer inteligibles.
Tales son quienes, animados por el éxito de la averiguación
de que los grandes cuerpos de este sistema ejercen atracción entre sí
y sobre sus partes sensibles, se figuran que cualquier cuerpo es
atraído por otro en virtud de la fuerza misma de la materia; como si
lo semejante se alegrara de los semejante y lo sintiera también a
distancia; como si Dios, con un milagro que se diría perpetuo,
procurara que se deseen mutuamente dichos cuerpos igual que si se
sintieran. Sea como fuere, el caso es que éstos no pueden reducir la
atracción a un impulso o a razón explicables (como hiciera ya Platón
en el Timeo) ni quieren que se pueda. Indicios de esta sentencia se
presentan en Roberval, en su Aristarco, elegantemente resumidas de
Descartes en cierta epístola a Mersenne, aunque tal vez Roberval no
excluyera las causas mecánicas. Asombro produce que haya hoy
quienes esperen convencer al mundo de doctrina tan ajena a la razón
en medio de toda la luz de este siglo. John Locke, en la primera
edición del Ensayos sobre el entendimiento humano afirmó como es
debido (e insignes varones de la nación inglesa como Hobbes y
Boyle y muchos otros que los siguieron habían establecido el
mecanismo físico) que ningún cuerpo se mueve sino por impulso de
otro cuerpo que lo toca. Pero luego, por seguir la autoridad de sus
amigos más que su propio juicio, retractó su sentencia y no sé qué
maravillas creyó que pudieran yacer en la esencia de la materia, cosa
que es igual que si alguien opinara yacer cualidades ocultas en el
número, en el tiempo, en el espacio, en el movimiento tomados por
sí mismos, es decir: es igual que si alguien buscara dificultades
donde no las hay y quisieran oscurecer violentamente lo claro.
Bellamente refutó estas cosas antaño Robert Boyle, habiendo
condenado la fibra de Francisco Lino y Thomas White, que
conectaría la materia, suponiendo por cierto algo imaginario e
inexplicable que haría la conexión en la fibra misma pero que sería
corpóreo y más inteligible (dado que se daría en lo contiguo) que la
fuerza nueva e incorpórea que, sin medio o instrumento alguno,
operaría por atracción a la distancia que sea, cosa tan temeraria que
apenas podría encontrarse en la naturaleza algo que lo fuera más. Y
creen éstos haber dicho algo extraordinario. Vayan ahora y hagan
responsables a las influencias astrales que se esparcen en un instante
por medio de la luz, de las que antaño se servían los escolásticos
como de un instrumento intentando hacer más inteligibles las
operaciones a distancias. ¿Qué dirían hoy Descartes y Boyle si
volvieran, con que refutaciones se opondrían a la nueva quimera?
[…]