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Escuela de Teología en Internet Santo Tomás de Aquino www.campusdominicano.org SIXTO CASTRO Aproximación Tomista al Arte como Lugar de Diálogo Página 1 APROXIMACIÓN TOMISTA AL ARTE COMO LUGAR DE DIÁLOGO ENTRE CRISTIANISMO E ISLAM Lección para el día de Santo Tomás 28 de enero de 2016 a cargo del profesor Sixto Castro Rodríguez, O.P. Con ocasión de la Inauguración del presente Curso Académico 2015-2016, el profesor Antonio Praena, O.P., nos ofreció una visión sobre la Belleza en Santo Tomás de Aquino. En la celebración del día del Aquinate, queremos dar continuidad a esta temática de la Estética Tomista, aplicada ahora a una problemática de particular actualidad: las vías de diálogo cristianismo – islam. Os invitamos a reflexionar sobre la cuestión inspirados en el pensamiento de Tomás de Aquino, de la mano del profesor Sixto Castro, O.P. 1. ARTE Y RELIGIÓN Que el arte es hoy un lugar de encuentro con lo religioso, en ocasiones conviviendo con ello, en otras en abierta pugna, es indudable. Hay una serie de autores, como Luc Ferry, Lidia Goehr, Gianni Vattimo, Roger Scruton, Jean-Marie Schaeffer, y otros 1 , que han hablado del eclipse de lo sagrado, el retiro de lo divino, el cese de una sociedad basada en la religión,la sustitución de la fe por la belleza y lo estético en general, que 1 Cf. LUC FERRY, Homo aestheticus. L’invention du goût à l’âge démocratique, Paris, Grasset, 1990; LYDIA GOEHR, The Imaginary Museum of Musical Works. An Essay in the Philosophy of Music, Oxford-New York, Oxford University Press, 1994; GIANNI VATTIMO, Más allá de la interpretación, Barcelona, Paidós, 1995; ROGER SCRUTON, Cultura para personas inteligentes, Barcelona, Península, 2001; J.-M. SCHAEFFER, L’Art de l’âge moderne. L’esthétique et la philosophie de l’art du XVIIIème siècle à nos jours, Paris, Gallimard, 1992.

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SIXTO CASTRO Aproximación Tomista al Arte como Lugar de Diálogo Página 1

APROXIMACIÓN TOMISTA AL ARTE COMO LUGAR DE DIÁLOGO ENTRE CRISTIANISMO E ISLAM

Lección para el día de Santo Tomás 28 de enero de 2016 a cargo del profesor

Sixto Castro Rodríguez, O.P.

Con ocasión de la Inauguración del presente Curso Académico 2015-2016, el

profesor Antonio Praena, O.P., nos ofreció una visión sobre la Belleza en Santo

Tomás de Aquino. En la celebración del día del Aquinate, queremos dar

continuidad a esta temática de la Estética Tomista, aplicada ahora a una

problemática de particular actualidad: las vías de diálogo cristianismo – islam.

Os invitamos a reflexionar sobre la cuestión inspirados en el pensamiento de

Tomás de Aquino, de la mano del profesor Sixto Castro, O.P.

1. ARTE Y RELIGIÓN

Que el arte es hoy un lugar de encuentro con lo religioso, en ocasiones conviviendo con ello, en otras en abierta pugna, es indudable. Hay una serie de autores, como Luc Ferry, Lidia Goehr, Gianni Vattimo, Roger Scruton, Jean-Marie Schaeffer, y otros1, que han hablado del eclipse de lo sagrado, el retiro de lo divino, el cese de una sociedad basada en la religión,la sustitución de la fe por la belleza y lo estético en general, que

1 Cf. LUC FERRY, Homo aestheticus. L’invention du goût à l’âge démocratique, Paris, Grasset, 1990; LYDIA GOEHR, The Imaginary Museum of Musical Works. An Essay in the Philosophy of Music, Oxford-New York, Oxford University Press, 1994; GIANNI VATTIMO, Más allá de la interpretación, Barcelona, Paidós, 1995; ROGER SCRUTON, Cultura para personas inteligentes, Barcelona, Península, 2001; J.-M. SCHAEFFER, L’Art de l’âge moderne. L’esthétique et la philosophie de l’art du XVIIIème siècle à nos jours, Paris, Gallimard, 1992.

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asume la presentación de lo irrepresentable, etc. La teorización de esta traslación tiene lugar en los siglos XVIII y XIX, en la senda romántica del kantismo y el schillerismo. Pero la teoría no hace sino dar voz a lo que era un hecho: las esferas se venían invadiendo mutuamente desde hacía tiempo. El siglo XX no es ajeno a este proceso. La visión salvífica y utópica del arte en Adorno, que ilumina una sociedad fracturada y apunta que las cosas deben y pueden ser de otro modo, las tesis benjaminianas, la misma poética de Duchamp, que considera que el arte desemboca en regiones no regidas por el espacio y el tiempo, nos hablan con toda claridad de esta íntima conexión entre arte y religión. Sobre las bases puestas en el XVIII, muchos artistas decimonónicos se autodefinen como mártires, como los verdaderos cristianos que abandonan todo en pos de una realidad más alta. La terminología con la que se refieren a su arte es eminentemente religiosa y espiritual. Y por eso, los museos, como los teatros, se convierten en templos del arte y la actitud que hay que tomar en ellos es una actitud semejante a la que se adopta en un recinto sagrado. Los conciertos se van convirtiendo poco a poco en rituales artísticos que exigen una determinada respuesta por parte del auditorio, una respuesta aurática, como la que se debe a una realidad sacra. No en vano Robert Motherwell sostiene que “el artista moderno tiende a convertirse en el último ser espiritual activo del gran mundo (...). Es el artista el que guarda lo espiritual en el mundo moderno”2.

Lo sublime, en la estética naciente, es una transposición clarísima del sentimiento religioso de lo numinoso. El temor del que habla Burke y el temor aliviado por el placer al que hace referencia Kant no son sino experiencias artísticas que tienen la misma fenomenología que tenía la experiencia religiosa tematizada por Schleiermacher y posteriormente por Rudolf Otto. Contemporáneamente, pueden encontrarse en ciertos ámbitos de arte emergente llamadas a una especie de experiencia religiosa inducida por prácticas artísticas, tanto dentro de lo que se denomina arte culto como en lo considerado arte popular. Ambos desarrollan una liturgia que incluye preceptos de cómo celebrar el evento artístico, cómo participar estéticamente del mismo, a la par que generan una base mítica y divinizadora del artista, si bien renuncian a cualquier poder de

2 ROBERT MOTHERWELL, “The Modern Painter’s World”, en Charles Harrison & Paul Wood (eds.), Art in Theory 1900-2000. An Anthology of Changing Ideas. Malden-Oxford, Blackwell, 2003, p. 644.

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trascendencia de tal liturgia y de tal rito, pues lo que está claro es que, en la religión contemporánea del arte, se han abandonado las pretensiones maximalistas decimonónicas, lo que no obsta para que haya subsistido al menos la formalidad del esquema de las religiones en la apreciación de la obra de arte y de todo lo que constituye el mundo del arte: artistas, críticos, instituciones (ferias, galerías, museos)3 y actitudes estéticas nos recuerdan que nos hallamos en un terreno cuasi-sacro al cual hay que acceder con los pies descalzos. Con Scruton, podemos afirmar que en los productos de la alta cultura se advierte “la misma sensación de profundo misterio y significado inefable que constituye el pan de cada día de la religión. Nuestras vidas son transmutadas en arte y redimidas de su arbitrariedad, contingencia e insignificancia. Tal redención se produce sin necesidad de un salto a lo trascendental, ni de invocar al dios del santuario, sino por el mero encuentro gratuito con un objeto inútil. Este nos sobreviene con su familiaridad, su naturaleza mundana, su pathos

humano”4.

No cabe duda de que “el encuentro con lo estético es, junto con ciertos modos de experiencia religiosa y metafísica, el conjuro más “ingresivo” y transformador a que tiene acceso la experiencia humana”5. No nos tiene que extrañar, pues, que si el arte es un lugar privilegiado de encuentro entre la cultura en general y el ámbito de lo religioso, también lo pueda ser entre cristianismo e Islam.

2. EL PAPEL DE LA MEMORIA CULTURAL Y RELIGIOSA

Boris Groys, en su libro Sobre lo nuevo, analiza los archivos y las instituciones que tienen por tarea conservar y definir la cultura. Para él, la memoria cultural debe ser conservada en archivos, lo cual es claramente un símbolo de la secularización de la conciencia europea en la edad contemporánea, pues la memoria cultural es la versión secularizada de la 3 No deja de ser significativo el hecho de que los museos contemporáneos hayan sido concebidos como obras de arte en sí mismos, independientes de su contenido. Tal es el caso del Guggenheim de Nueva York, de Frank Lloyd Wright (1959) o el de su homónimo español, el de Bilbao, de Frank Gehry (1998). Los museos de arte, como las iglesias y los edificios con funciones civiles, se convierten en símbolos del arte mismo. 4 ROGER SCRUTON, Cultura para personas inteligentes, Barcelona, Península, 2001, p. 51. 5 GEORGE STEINER, Presencias reales, Barcelona, Destino, 2001, 2ª ed., 176.

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memoria divina. Por eso es tan frecuente que, en momentos de auténtico éxtasis religioso, los hombres destruyan desenfadadamente los monumentos de la cultura, algo que para sus contemporáneos más escépticos significa comúnmente barbarie, fanatismo y falta de cultura. Sin embargo, bajo tal apariencia de iconoclasmo, subyace la creencia, que está en la base de la destrucción religiosa de los monumentos de la cultura, de que Dios no necesita testimonios materiales superfluos, que además no son eternos, como lo es Dios mismo, quien, por otra parte, lee en el alma de cada uno de los hombres y conserva todo en su “memoria”. De la memoria de Dios, sin embargo, sólo puede hablarse en sentido analógico, ya que la memoria, como insiste el Aquinate en su comentario a Sobre la memoria y la reminiscencia de Aristóteles, tiene relación con el tiempo, y Dios es eterno. Sea como fuere, esta “memoria divina” conserva todo mejor y con más seguridad que en cualquier cultura. Y ello es debido a que, como señala el Aquinate, Dios lo conoce todo, sea cual fuere el modo de su existencia, en acto o en potencia. “Porque, como el conocer de Dios, que es su ser, se mide por la eternidad, que incluye sin sucesión todo el tiempo, la mirada de Dios está fija en todo tiempo y en todo lo que existe en cualquier tiempo como estando presente ante Él” (Suma Teológica I, q. 14, a. 9). La presencia de todo es algo que no se puede conseguir con el arte, de manera que las artes, en el mejor de los casos, pueden considerarse como una cierta imagen in fieri del conocimiento en acto y simultáneo que Dios tiene de todas las cosas, siempre y cuando se considere que las artes aportan conocimiento, que esa es otra cuestión que hay que debatir con detalle6. Pero además, el amor divino “incapacita” a Dios para olvidar, pues, según el Aquinate, el olvido es señal evidente de poca estima, de menosprecio (Suma Teológica

I-II, 47, 2 ad 3).

Con frecuencia, las pretensiones de superar el carácter fragmentario y limitado de las artes han degenerado históricamente en una destrucción de la entera cultura valorizada, una destrucción con la que siempre se quiere liberar algo que sea ontológicamente inmutable, indestructible y por ello, valioso en sí y para sí. La búsqueda de la primacía de la mente de Dios o una mal entendida actitud de reverencia a la divinidad puede conducir, y de hecho ha conducido y sigue conduciendo, al iconoclasmo, a 6 Véase mi “En defensa del cognitivismo en el arte”, en Revista de Filosofía 30/1 (2005) 147-164.

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la destrucción de lo culturalmente valorado, en favor de un prístino acceso a lo que se encuentra fuera de los lazos opresores de la cultura, es decir, a lo indestructible, lo subsistente y lo eterno. Groys afirma que con cada salida de la cultura comienza un nuevo ciclo de conservación, porque aquello que se gana con la destrucción de la cultura necesita, en mayor medida aún que lo destruido, que se lo conserve y mantenga7. La renuncia a la cultura, la destrucción y la superación de la misma, han sido los temas de siempre de la tradición cultural cristiana europea. Incluso la duda metódica y la crítica total de la era moderna, cuando querían hacer saltar esa tradición para alcanzar fuera de ella algo que no se dejara criticar más –una verdad espontánea y evidente, que ya no dependiera más de los mecanismos de control social o de las desiguales relaciones de propiedad–, han proseguido esa tradición. Si ese salto hacia fuera, hacia la verdad en sí, pudiera tener éxito, entonces, definitivamente, el archivo cultural no volvería a usarse. Se lo podría destruir tranquilamente, porque la verdad continuaría existiendo fuera de él.

Esa verdad independiente del archivo, en la tradición cristiana y teísta en general, ha consistido en la divinidad. La secularización de la misma ha cambiado el objeto, pero ha mantenido el conato de búsqueda de ese existente independiente, absoluto, que puede consistir en la razón, en el deseo, en el inconsciente, en la vida o en la materia. Por eso se oye con frecuencia en la modernidad la opinión de que lo antiguo impide lo nuevo, imposibilita buscar lo originario, ya que hay un lastre de convicciones heredadas que actúan como un velo que impide franquear el umbral de lo culturalmente establecido, para pasar a ese en-sí que sería lo originario. De ahí surge la idea de que la destrucción de lo antiguo facilita el camino hacia lo nuevo. Pero, de hecho, la necesidad de lo nuevo y su posibilidad están ya determinadas por el mantenimiento y la conservación de la memoria cultural valorizada. Si se pudiese renunciar a la conservación cultural, la obligación hacia lo nuevo desaparecería. Si no hubiese un imperativo de conservar, se podría, otra vez, hacer lo antiguo, lo de siempre, por eso la consideración de que sólo la mente de Dios es suficiente para conservar lo que ya ha sido, lo que es y lo que será, en esa eternidad que le es constitutiva, supone, si se transpone tal cual al mundo humano, una negación del tiempo de la vida y una negación del carácter 7 Cf. BORIS GROYS, Sobre lo nuevo, Valencia, Pre-Textos, 2005, pp. 162-163.

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humano del ser humano, constituido, como decía el Aquinate, no por la eternidad, que sólo pertenece a Dios, ni por el evo angélico, sino por el tiempo. Así pues, es propio del existente humano ser artífice, de tal modo que, incluso cuando se destruyen los archivos culturales, necesariamente tal proceso va seguido de una reconstrucción de los mismos. La renuncia a hacerlo supone considerar que la eternidad puede darse en los asuntos humanos, lo cual es, además de difícilmente defendible, poco tomasiano.

3. LOS PRINCIPIOS SUBYACENTES Y SU COMUNIDAD

El arte islámico responde a una serie de principios básicos. Jale Nejdet Erzen8 defiende que las diversas formas o estructuras estéticas para la expresión artística en el mundo islámico pueden retrotraerse a ciertos principios subyacentes, afirmaciones metafísicas que tienen su impacto en el significado del arte y en su expresividad. Estos principios son mencionados y elaborados por filósofos islámicos antiguos tales como Ibn- Arabi y Mansur Al-Hallaj, así como por comentaristas más recientes del Islam y el sufismo. Tales principios serían los siguientes:

1. El principio del cambio constante en la permanencia, como expresa, por ejemplo, la misma forma de los arabescos o las espirales, con su carácter tan particular, que representa el ser interior y el mundo exterior, el cambio constante sobre la permanencia9. Todo el mundo sensible con sus múltiples manifestaciones es el símbolo de Dios y los símbolos son el “lugar de encuentro” entre los “arquetipos o los inteligibles y el mundo sensible, fenoménico”10. En el Islam, los símbolos no son creados por el artista, sino que están dados y son descubiertos por él, de modo que éste no es original en la creación, sino que su don consiste en captar el valor y la belleza del universo: captar, no crear. Lo que hace es presentar formas sensibles que son dignas de la belleza de la creación y que llevan al espectador a la belleza original creada por Dios. De este modo, el artista no pretende ejecutar su libertad de expresión, ni ser original. Su acto

8 JALE NEJDET ERZEN, “Islamic Aesthetics: An Alternative Way to Knowledge”, en Journal of Aesthetics and Art Criticism 65, nº 1 (2007) 69-75. 9 A. PAPADOPOULO, L’Islam et l’Art Musulman, Paris, Mazenod, 1976. Acerca de la espiral véanse pp. 458-469. 10 LALEH BAKHTIAR, Sufi-Expressions of the Mystic Quest, London, Thames and Hudson, 1976, p. 25.

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consiste en presentar formas sensibles como obra de arte, como algo bello, como símbolo, como un sendero para llegar más cerca de lo espiritual. Esta apreciación nos trae a la memoria la aplicación que, en De

divinis nominibus, Dionisio Areopagita hace del nombre de “bello” a lo divino, que es así llamado porque confiere la belleza a todas las cosas según sus propias naturalezas. Es la causa de la armonía y la claridad de todas las cosas. Su exposición es la fuente del análisis de Tomás de Aquino en la Suma Teológica (I, q. 39, a. 8), donde enumera las tres cosas requeridas para la belleza: integridad o perfección, proporción debida o armonía y claridad. Pero esas propiedades no son creadas, sino que hacen referencia a algo que las precede, exactamente como postula la estética islámica. Lo importante, más que el objeto artístico, es el proceso de constitución de la obra, el proceso de “artefacción”, el trabajo de las ideas que nos conducen al objeto. Asumiendo que el mundo no es algo fijado completamente, en la estética islámica no se busca como valor un estado final definitivo de una obra de arte. La arquitectura, por ejemplo, se considera que ha de cambiar constantemente, según la luz y la función que se le asigne al edificio: el modo en que uno actúa en un espacio o la manera que tiene de habitarlo lo transforma. Lo que se busca como valor es la constante transformabilidad del espacio.

2. El principio del carácter incierto del conocimiento humano, como queda artísticamente representado, por ejemplo, por los patios de la Alhambra de Granada o la Mezquita de Córdoba, que proyectan esa sensación de límites indefinidos, o los juegos de agua, que nos remiten a la idea del reflejo y de las múltiples apariencias del mundo. La multidimensionalidad es un modo de hacer referencia a la imposibilidad de conocer la realidad tal como es, lo cual se refleja en la imposibilidad de conocer lo Absoluto, porque éste se manifiesta de infinitos modos. Excepto por los 99 nombre atribuidos a Dios, Éste no puede ser conocido, lo cual encaja perfectamente con la aproximación tomista a la vía negativa de la teología. Por otra parte, un elemento más que añade confusión al juego entre apariencia y realidad es el clásico uso, por parte del arte islámico, de celosías de madera o metal, habitualmente con bellos patrones, a cuyo través los efectos cambiantes de luces y sombras crean una imaginería juguetona e incierta. Al mismo tiempo, por medio de las

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celosías, el mundo se muestra como a través de un velo, como un quoad

nos que no necesariamente refleja el mundo tal como es en sí mismo.

3. Finalmente, el principio del amor, o de la comprensión con el corazón. El arte sirve a este propósito mimético, dado que toda la creación es el reflejo de Dios y el arte representa esta creación. Para entender el mundo, uno ha de convertirse en artista, pues éste, al dibujar o pintar, de algún modo se vuelve similar a lo que dibuja o pinta, y se acerca al mundo con amor, con empatía. Así, el arte y la comprensión se relacionan íntimamente. En el comentario que Alberto Magno hace al De divinis

nominibus de Dionisio (c.4, n.72), San Alberto conecta lo bello con lo verdadero, pero no con lo verdadero como tal. Alberto distingue dos formas de verdad que se conectan con dos formas de conocimiento. La primera es el conocimiento de la razón teórica, que se dirige a la verdad como tal; la otra es el conocimiento de la razón práctica, que surge por medio de la extensión de lo verdadero a lo bueno. Lo bello es lo verdadero que ha adquirido el carácter de bueno. El principio de la comprensión con el corazón, así pues, es lo que diferencia lo bello. Igualmente, en su comentario a De divinis nominibus (c.4, lect.5), Tomás apunta que aunque lo bello y lo bueno son la misma cosa en la realidad, difieren en el concepto, dado que “la belleza añade al bien cierto orden a la facultad cognoscitiva”, idea que desarrolla en detalle en la Suma Teológica (I-II. q.27, a.1) y en la relación entre belleza, placer y visio (Suma Teológica I. q.5, a.4 ad 1).

Así pues, parece que los principios básicos de la estética islámica y de la estética tomista no se contradicen en absoluto. Al contrario, sus elementos comunes los convierten en base para un diálogo más que fructífero y sencillo. Y ello es debido a que, como bien es sabido, Tomás de Aquino se guiaba por aquella máxima suya de “omne verum a quocumque

dicatur a Spiritu Sancto est” (Suma Teológica I-II, q. 109, a. 1, ad 1) y, qué duda cabe, dado el número de citas que Tomás hace de Avicena y de Maimónides, con certeza también en ellos habitaba la fuente de la verdad.

4. LOS RIESGOS DEL ARTE: LA IDOLATRÍA

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No hay manera de entender la religión cristiana y las demás religiones monoteístas sin tener presente su relación ambivalente con las imágenes. ¿Son lícitas? ¿Son causa necesaria de idolatría? La imagen implica semejanza y origen. Un huevo no es imagen de otro, dice el Aquinate, porque no ha salido de él (Suma Teológica I, q. 35, a. 1; I, q. 93, a. 1). Y la imagen no puede confundirse con la semejanza, ya que la semejanza significa la expresión y perfección de la imagen (Suma Teológica I, q. 93, a.9). Teniendo esto presente, la doctrina tomista al respecto es que las imágenes sí pueden ser objeto de adoración.

Tomás de Aquino, respecto a la adoración, distingue tres tipos de la misma, como es sabido: latría (que se dirige a Dios), dulía (que se dirige a algo o alguien en razón de una perfección sobrenatural creada, como la que se tributa a los santos) e hiperdulía (la que se dirige a una excelencia que está por encima del tributo de dulía, como la que se dirige a la Virgen por su sobresalir sobre las demás criaturas). De este modo, en orden descendente, tenemos: latría, hiperdulía, dulía. La historia del cristianismo está llena de declaraciones sobre el tipo de culto que se debe dar a las imágenes, precisamente porque desde la querella iconoclasta del siglo VIII el estatus de las mismas es discutido. El concilio II de Nicea (Dz. 302) y el IV de Constantinopla (Dz. 337) declararon lícito el culto a las imágenes. Lo mismo el concilio de Constanza (Dz. 679) y el de Trento (Dz. 984ss), en tanto que las imágenes son semejantes a lo que representan.

A este respecto, la doctrina tomista es que la imagen como cosa no merece culto, pero en cuanto imagen ha de recibir el mismo culto que la cosa representada, es decir, en cuanto imágenes, las imágenes de Jesucristo deben recibir, como Cristo mismo, culto de latría relativo (Suma Teológica III, q. 25 aa. 3-4), porque la mente se dirige con un mismo acto a ellas y a la cosa que expresan, y las imágenes y reliquias de los santos deben recibir culto de dulía relativo (a. 6). De entre las imágenes, hay unas que destacan con un carácter especial en este culto. Son las reliquias, que, efectivamente, son imágenes en razón de su origen. Frente a la acusación escolástica de que el cuerpo muerto no es lo mismo que el cuerpo vivo, porque las formas son distintas, Tomás de Aquino afirma que “sí es el mismo desde el punto de vista de la identidad de la materia, que se ha de juntar de nuevo con su primera forma, el alma”

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(Suma Teológica III, q. 25, a. 6, ad 3), siguiendo una doctrina bien asentada en el cristianismo, y que viene representada por Agustín de Hipona, de modo especial en La ciudad de Dios (I, 13). Lo importante del caso es que tenemos en él ejemplo de una primera hermenéutica: lo que cambia entre un cuerpo vivo y la reliquia de ese cuerpo es puramente formal. Mantenemos un algo común, la materialidad, pero desde el punto de vista formal, es decir, interpretativo o constitutivo, estamos ante dos cosas distintas. Ahora bien, lo que posibilita esta hermeneutización es encontrar un fundamento común, lo que Tomás de Aquino llama la materia. Desde una materia común, puede haber formas distintas. Por eso las reliquias, en la medida en que conservan la materialidad de lo que es digno de dulía, pueden recibir este mismo culto. El aura del que hablan contemporáneamente Walter Benjamin y Hans Belting es exactamente la materialidad de las reliquias, esa manifestación irrepetible de una lejanía, por cercana que pueda estar.

En general, puede decirse que las imágenes, en el Islam, son sospechosas, debido a la oposición de Mahoma a la idolatría de sus coetáneos árabes, de ahí que la ley islámica prohíba la creación de imágenes de la irrepresentable trascendencia divina y de los seres humanos o de cualesquiera seres sentientes, porque ello implica una imitación transgresora de la actividad creadora de Dios. El diseño abstracto y la decoración no quedan incluidos en esta prohibición, lo que explica la belleza de la caligrafía islámica y del arabesco, dos formas de arte visual en las que la creatividad musulmana florece sin riesgo alguno. Hay algunas excepciones en pinturas islámicas medievales y en miniaturas de manuscritos miniados que representan a Mahoma y a sus compañeros, aunque el rostro de Mahoma habitualmente queda oculto o sin terminar. También se conservaban mechones de pelo de Mahoma y trozos de sus vestidos (representaciones físicas del Profeta) en relicarios y se trataban como objetos de devoción en el imperio otomano, sin que se diesen condenas notables por parte de los juristas islámicos. Contemporáneamente, las publicaciones islámicas y el cine han suavizado la prohibición absoluta de ilustrar la forma humana.

Con todo esto, puede concluirse que, tomasianamente, encontramos, pues, al menos desde el punto de vista teórico, un principio de caución: no

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cualquier materia es susceptible de cualquier forma, es decir, no toda interpretación es adecuada a cualquier cosa. Y no cualquier imagen es susceptible de latría o de dulía.

Algunos filósofos (los llamados platonistas, por seguir en esto, al menos en parte, las tesis platónicas) consideran que las artes son siempre inmorales, porque producen, sua sponte, efectos ética y políticamente peligrosos. Ciertamente, esta es una postura excesiva, que concede demasiado poder a las artes, tanto como el que le conceden los llamados utopistas (con Adorno a la cabeza) que consideran que la obra de arte, y el artista, por consiguiente, son siempre vehículos de salvación. Ni lo uno, ni lo otro. Bastante más sabio es mantener el término medio aristotélico, como hace Noël Carroll, y adoptar lo que él denomina “moralismo moderado”, que nos invita, lejos de la ceguera del autonomismo –para el que nunca se puede juzgar moralmente el arte, sino sólo estéticamente– a juzgar las obras de arte caso por caso, también moralmente, si es necesario11. Curiosamente, esta posición es una actualización de una idea de Tomás de Aquino, quien afirmaba: “En cuanto a las artes de aquellas obras que los hombres pueden usar bien o mal, son lícitas y, sin embargo, si hay obras que se emplean en la mayoría de los casos para un mal uso, deben, aunque lícitas en sí mismas, ser extirpadas de la ciudad por oficio del Príncipe, secundum documenta Platonis” (Suma Teológica II-II, q. 169, a.2, ad 4). Es interesante lo que apunta Tomás de Aquino: aunque

lícitas en sí mismas. Respetando la autonomía estética (cosa que no hacía Platón), las obras de arte son tangentes al ámbito moral y también, como cualquier otra actividad humana, reclaman ser juzgadas desde este punto de vista y, si fuera necesario, censuradas.

Así pues, las obras de arte, tanto desde la doctrina tomista, como desde la tradición islámica, pueden servir no sólo como elemento de encuentro (en la medida en que respeten las propias restricciones de cada tradición, pues de otro modo el conflicto será inevitable), sino como punto de partida de un diálogo en el que puede descubrirse que los presupuestos 11 Carroll considera que un defecto moral en una obra de arte puede ser también un defecto estético. Cf., NÖEL CARROLL, “Moderate Moralism”, en N. CARROLL, Beyond Aesthetics, Cambridge, Cambridge University Press, 2001, pp. 293-306. Dickie le corrige y afirma que puede ser un defecto artístico, pues “estético” ha de significar, de nuevo, lo que Sibley dio a entender, es decir, una serie de propiedades básicas sensibles. Cf. G. DICKIE, “The Triumph in Triumph of the Will”, en British Journal of Aesthetics 45, nº 2 (2005) 151-156.

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que subyacen a las consideraciones cristianas e islámicas de las artes son más semejantes que diferentes. Se trata de desarrollar lo que le compete al hombre en la creación y de respetar el ámbito de la divinidad, evitando, así, la idolatría. Las artes serán, entonces, vehículo de unión con la divinidad y de investigación de lo más genuinamente humano.

SIXTO J. CASTRO, OP.

[Publicado en Ciencia Tomista, núm. 436, vol. 135, 2008 pp. 377-386]