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ENSAYO
LAS REGLAS COMO UN PROCESO DE APRENDIZAJE
Autor: Walter Castro
ÍNDICE CAPÍTULO I: RAZONES PARA PENSAR EN LOS SENTIMIENTOS - La resolución de problemas bajo el enfoque de la racionalidad limitada.
- Dos explicaciones opuestas e igualmente insuficientes.
- El hombre es un ser de habitualizaciones.
- La vida entendida como el mismísimo acto de poder imaginárnosla.
- Una primaria conclusión provisional.
- La vida en sociedad como un proceso de aprendizaje.
CAPÍTULO II: LA NATURALEZA DE LAS REGLAS SEGÚN FUERE LA NATURALEZA HUMANA - La escuela escocesa.
- La nueva respuesta de los economistas.
- Hobbes y el origen del constructivismo.
CAPÍTULO III: LOS LEGISLADORES COMO PARTE DEL PROCESO DE APRENDIZAJE - De optimistas y pesimistas.
- Sobre las visiones de Hayek y Buchanan con relación al orden, a sus
normatividades y potenciales aprendizajes.
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Capítulo I
RAZONES PARA PENSAR EN LOS SENTIMIENTOS La resolución de problemas bajo el enfoque de la racionalidad limitada
Contemplando la lógica del aprendizaje en aquel sentido amplio que describiera
Karl Popper, surge un planteo tan abarcativo de las reacciones biológicas de las
amebas en cuanto a su adaptación como de los comportamientos más
cuidadosamente premeditados del hombre para urdir la modificación de su
entorno e indirectamente conseguir sus fines más remotos.
Resulta impactante la formulación de un factor común extraído a buen grado de
abstracción para alumbrar estos dos fenómenos de características aparentemente
tan dispares, observándolos como partes de un mismo proceso y encarados en
procura de obtener una solución superadora de los desafíos, permanentemente
representados bajo el formato de problemas, que impone a todo ser vivo un medio
continuamente mutante.
La vida así planteada no es más que el buen arte para resolver y superar
dificultades, lo cual constituye a mi modo de ver una definición magistral a la hora
de mostrar con incontrastable simpleza la potencia descriptiva de este enfoque.
Pero nos interesaremos en adelante sólo sobre cuestiones inherentes al género
humano. En tal sentido ha de preocuparnos obviamente la razón como elemento
diferencial y, en particular, la relevancia y forma de sus aportes en el proceso
civilizatorio.
Sobre tan primigenia inquietud habrán existido en el extenso mar de las
interpretaciones filosóficas innumerables posturas posibles. Hemos de detenernos
aquí en aquella devenida de la intención última de redondear o, mejor, morigerar
la preponderancia de la razón, al menos en cuanto a su verdadero peso en los
procesos institucionales referidos a la instalación de normas que regulan el
funcionamiento social.
Bajo este enfoque de "racionalidad limitada" alcanzan reconocimiento
emblemático las posturas de Herbert Simon y Friedrich Hayek. Ambos tienen
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miradas muy convergentes sobre el asunto; tal vez puedan marcarse algunos
pocos matices personales distintivos entre estos dos autores, fruto del abordaje
de diferentes casuísticas de estudio o del énfasis explicativo puesto a la hora de
intentar resolver sus singulares preocupaciones intelectuales.
Coincidentes en la imposibilidad de atribuir exclusivamente a la razón el carácter
fundante de todo orden, Simon se inclina más por reforzar la idea de la
incapacidad en la captación y procesamiento de infinita información, mientras que
Hayek sin minimizar un ápice este concepto, lo prolonga a la falibilidad absoluta
en el intento de construir, desde una mente centralizada, única y ordenadora, el
diseño planificado de alguna sociedad.
Siguiendo los pasos de Adam Ferguson, Hayek considera que el orden social, por
cierto espontáneo, es fruto de la acción humana pero no de su deliberado
designio, retirándolo categóricamente del taxis, vocablo griego que refiere al
universo de cosas artificial y conscientemente producidas por el hombre.
En una síntesis un tanto apresurada, asomará en primer plano la indudable
advertencia de ambos pensadores acerca de la existencia de algunos límites
realistas, que afectan las posibilidades del entendimiento y a la postre de toda
planificación.
Es que, de fondo, el problema está arraigado en la propia carencia humana a la
hora de sobrevenirnos el requerimiento de crecientes acumulaciones de datos y
conocimientos para mejorar nuestra toma de decisiones, porque tal como decía
genialmente José Ortega y Gasset, el hombre es un ser de realizaciones pero,
además, necesita contar con certezas básicas para su desenvolvimiento.
Aún cuando este aserto fuera hecho a la medida de un hombre tan occidental
como moderno, que ha venido reemplazando la contemplación por el hacer, y
más aún cuando aquellas certezas filosóficas de otros tiempos hubiesen sido
reemplazadas por pequeñas certezas de bolsillo, igualmente vale la pena llamar
la atención sobre este punto.
Vaya problema entonces el que sobreviene montado sobre la citada escasez
biológica. Vaya dificultad planteada a lo Popper, quizás como el principal
obstáculo a ser removido en aras de dotar de mayores entendederas y luego de
mayor porte al obrar del hombre en un mundo más complejo.
Puesto el problema en otros términos, podrá inquirirse entonces acerca de cómo
el individuo habrá de valerse de más conocimiento del que puede asimilar; cómo
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podrá disfrutar de las bondades de un orden del que él mismo no sería capaz de
organizar, ni acaso de influir, apenas más allá de sus propias circunstancias y
limitaciones, y también cabrá preguntarse sobre cómo, en este nuevo contexto,
habrá de ingeniárselas con el objetivo de hacerse de las certezas mínimas que le
infundan confianza para poder acometer sus realizaciones individuales, e incluso
para aquellas otras que pudiera emprender de la mano de los demás.
El planteo formulado en abstracto no luce sencillo. Sin embargo nos sorprende de
hecho, paradójicamente, la simplicidad de su resolución, pues a cada momento el
hombre parece navegar exitosamente en los rápidos de tales inquietudes.
La temprana advertencia de la pretensión de dichas aspiraciones, nos pondrá en
autos de la necesidad de añadir a la razón la asistencia de componentes
emocionales facilitadores en la resolución de tales desafíos. Pero ¡atención!, pues
el tener que echar mano a recursos emocionales, el darles cabida como factor
gravitante en medio de los procesos de aprendizaje, ha de traernos seguras
consecuencias. De suerte que tal detección debiera predisponernos a escudriñar
un poco más profundamente sobre sus incidencias, ya que el hombre es el
resultado de sus ideas pero a la vez de sus sentimientos. Más aún, su sentir ha
de ser el activador de sus actos pero además el reactivo natural que -en
combinación con hechos y circunstancias- colorea sus estados de ánimo. La
relevancia de estos aspectos es suficiente como para poder descomprimir la
tensión antes planteada, pero acaso también suficiente para imaginar la
presurización de otras tantas cuestiones políticas y culturales sobre las que
transita y se concentra todo el sentir de la gente.
Lo que intento sugerir a la carrera es que la escasez inherente a nuestra especie,
en cuanto a lo limitado de nuestra razón y de nuestros sentimientos, aunque
naturalmente también de nuestras destrezas físicas, nos conmina ni más ni
menos que al venturoso y estresante ejercicio de intentar absorber con éxito las
disponibilidades resultantes que desbordan ante nuestros ojos bajo la forma
saturada de conocimientos, de tecnologías, de productos destinados a satisfacer
nuestros consumos, de meras relaciones humanas en potencia, etc., etc., etc.
Dos explicaciones opuestas e igualmente insuficientes
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En la convicción firme de aportarle definitiva respuesta, los economistas no
tardarán en salir al cruce de los interrogantes que emergen fundados en los
propios límites de la condición humana. Así, arremeten categóricos afirmando que
el intercambio y por detrás de sí la especialización que este desata, son acaso el
fenómeno de cooperación mas simplificador y concreto, desbordante e
inconsciente a la vez, de traspaso de conocimientos entre los miembros de una
sociedad.
Por lo tanto cada cual podrá disponer de bienes y utilizarlos sin necesidad de otro
saber más hondo que el de encenderlos y echarlos a andar. Es que el
conocimiento de sus hacedores, aquel que les dio origen, queda guardado dentro
de ellos más allá de nuestro práctico requerimiento al valernos exclusivamente de
su utilidad.
Además, los mercados juegan un importante rol en este proceso de síntesis de
información que facilita la toma de decisiones, al transformar la escasez de los
bienes en precios resultantes de una doble expresión de oferta y demanda,
cuando nos anotician increíblemente de sus excedentes o faltantes a escala
mundial permitiéndonos con dicha información una más apropiada asignación de
recursos.
Este ejercicio de racionales maximizaciones pareciera ser el ensayo teórico
aprobado por los economistas para explicar la marcha del orden hacia su
eficiencia y armonía, aún con independencia de la regla bajo la cual se
desenvuelve y a la que se ha considerado apenas como otra de sus restricciones.
Por su parte, los sociólogos tampoco rehuyen el convite y, a tenor de lo esgrimido,
sus simplificaciones no han de quedar en zaga. Para ellos las normas de
convivencia respetadas por las personas van cargadas de aquilatados saberes
que permiten el mejor funcionamiento de las cosas, aún cuando la gente las
asuma sin cuestionarse ni su cometido último ni su procedencia y las acepte con
naturalidad.
Estas normas se insertan en la sociedad como si hubieran podido figuradamente
compactarse en un pendrive y adjuntarse desde fuera al espacio inconsciente del
cerebro de cada agente, añadiéndole un refuerzo informante de mandatos
sociales vigentes que operarán de modo interactivo en sus procesos de toma de
decisiones. Empero, apoltronados sobre las reglas, los sociólogos comenzarán a
preocuparse al verificar que los societarios interesados por cumplimentar sus
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personales fines, y acaso sus peores mezquindades, actúan racionalmente
apartándose de esos mandatos normativos.
La oposición de ambos enfoques es indisimulable. Obviamente no puede
imputarse a la razón ser la causa del perfeccionamiento del orden y, a la vez, de
su depravación. El planteo hace emerger sin dilación la necesidad de trazar la
diagonal demandada por Hayek para encausar la realidad de un individuo en
sociedad, interesado naturalmente en perseguir sus fines al tiempo que fuera
capaz de respetar, en alzada de los mismos, la supremacía de reglas sociales
incluso limitantes del cumplimiento de los primeros.
Bien interesante ha de ser hundirnos en la investigación de un asunto tan
profundo como la propia esencia del comportamiento humano lo es. Por lo visto,
el carácter racional del hombre resulta insuficiente para consolidar la primera de
las hipótesis pero alcanza y sobra para derrumbar las pretensiones de la
segunda.
Nos veremos obligados entonces a poner otras variables explicativas en juego y a
intentar sobre ellas nuevas conjugaciones. En principio creo que sería pertinente
intentar desagregar la cuestión y analizar el caso de un individuo y su propia
capacidad personal de habitualizar la aceptación de reglas. Por tanto,
reduciremos primariamente el problema planteado a su versión más elemental, a
su dimensión más atómica, la que nos remite a un hombre aislado de todo
relacionamiento con sus congéneres, para abocarnos recién en segundo término
a explorar el análisis de la gestación y aceptación generalizada de reglas en una
sociedad.
El hombre es un ser de habitualizaciones La tesis de Herbert Simon nos dice que el hombre, para poder actuar desde su
racionalidad limitada sobre más y más asuntos diariamente multiplicados, desde
la necesidad de avanzar en la resolución de mayores cantidades de problemas
cada vez más complejos, debe encontrar una clave en la forma de simplificar a su
interior el proceso de toma de decisiones.
La interesante sugerencia pasa por dar luz al intrigante fenómeno de las
habitualizaciones, que incluyen la construcción de nuestras propias rutinas como
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mecanismos de automatización para abaratar los costos de nuestras acciones,
haciéndolas inconscientes, evitándonos la carga de tener que estar pensando en
ellas, y asegurándonos la mejor utilización posterior de nuestras energías para
resolver las cuestiones que, al aumentar su abundancia y complejidad, requieren
en forma creciente de mayores grados de nuestra limitada atención disponible.
La resolución repetida de aquellos desafíos, cuando se tornen recurrentes, dará
entonces cabida a otra nueva pre-programación, asimilable en la medida en que
los cursos de acción adoptados se revelen exitosos. Así las personas pasarán a
contar con un enriquecido repertorio de conductas preprogramadas (hábitos)
aptas para dar respuesta simplificada a todas aquellas situaciones que se
presentan reiteradamente.
Como decía Popper, el secreto es poder resolver cada vez más problemas o al
menos los mismos problemas pero de manera más eficiente. No me animaría a
afirmar que esto tenga que ver en alguna medida con el sentido último de la vida
de cada persona, pero sí de seguro ha de tener relación con la praxis para poder
llevarlo a cabo.
A más de ello, el mismo Simon endureciendo su propio argumento iría un poco
más lejos al plantear que la posibilidad de resolución de nuevos asuntos estará en
directa relación con el volumen y el stock de las soluciones que hubiéramos
previamente almacenado.
Lo que Simon arriesga con osadía intelectual, es que hasta nuestras expectativas
se construyen a partir de los límites de nuestras previas vivencias. Como si
nuestro cerebro, al modo de un ordenador, estuviera muñido de un conjunto de
aplicaciones de cierto grado de riqueza técnica, mejorable paso a paso con los
upgrades aportados por la experiencia, y curiosamente los límites de tales
experimentaciones se encontraran a su vez pre-condicionados desde los alcances
del mismo soft, que debe ser progresivamente actualizado.
El enfoque resulta muy provocativo, más allá de su lucidez y originalidad, pues
reserva para la innovación de todo tipo un espacio muy pequeño y marginal que
pareciera ser alumbrado desde más atrás, propiamente desde la proyección de
los fundamentos comprensivos centrales que lo nutren y oxigenan hacia su
posición de avanzada.
¡Qué interesante! Estamos figurando al proceso de captura de conocimientos
como moviéndose bajo un esquema recursivo de tracción trasera. Sugiero que
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pongamos al punto un poco mas de atención. Afirmados sobre este argumento,
en principio resultará pertinente reemplazar la palabra "creatividad" por el vocablo
"descubrimiento", si es que en el fondo todo descubrimiento está guiado desde el
condicionamiento anterior, consciente o inconsciente, de lo que estuviéramos
buscando.
Creo muy conveniente observar detenidamente los límites de esta lógica del
descubrimiento, que pudiera revenir llanamente en una matriz general del
comportamiento humano. Pues no nos referimos a él desde la subjetiva intención
anticipada de su captura, sino justamente de su limitada precondición de
ocurrencia. Entonces, uno no ha de poder percibir en las cosas algo que no
hubiera estado capacitado para detectar en ellas.
Desde toda intención de conocer, uno debe convencerse de que no sólo ignora lo
que cree que ignora, sino también aquello que no sabe que ignora. Por ende uno
es ciego de lo que podría llegar a conocer al tiempo que apenas puede,
gradualmente, ir develando sobre tales asuntos algunos pequeños aprendizajes
provisionales.
A la postre la limitación se apronta determinante porque nos obliga a reorganizar
las estructuras mentales para poder albergar y mejor acomodar los nuevos
conocimientos, reordenados y conciliados con nuestros saberes anteriores. Y
luego todo vuelve a comenzar con el siguiente desafío, con el descubrimiento que
despierta en nuestro intelecto alguna otra idea, un nuevo diagnóstico, una nueva
teorización que alimente una lenta y progresiva adaptación al medio que nos
rodea.
Iluminados por el punto de Simon sospecho que nos intrigará ahora saber
también si lo limitado de nuestro intelecto permitiría presumir la acotada
elasticidad de nuestra imaginación. ¿Nos sorprenderá pensar, entonces, que
nuestra capacidad de imaginar también está atada a condicionamientos mentales
previos que no nos permiten soñar más allá de lo que pudiera ser imaginable?
La vida entendida como el mismísimo acto de poder imaginárnosla Es hora de reclinarnos plácidamente sobre el sentir de algunos pensadores
españoles. Si la vida es sueño, como decía Calderón de la Barca, el talle de
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nuestras vidas estará de suyo propiciado desde las chances de poder mejor
imaginárnosla. Ahora bien, imaginarnos encierra a su vez el sueño de poder
realizarnos a partir de la exigencia que nuestro mandato felicitario nos impone.
Vaya constricción que hemos soltado; la que motoriza y a la vez aqueja todo
nuestro hacer. Por hablar ahora de la felicidad, hemos involuntariamente
desplazado en apariencia a un lejano segundo plano el asunto del conocimiento y
sus límites, con el cual nos estábamos entreteniendo. Empero si es la felicidad lo
que más hondamente nos conmina, admitamos que es la incertidumbre lo que
nos pone continuamente en ascuas.
Por tal razón había yo rescatado al principio aquellas palabras de Ortega en su
apotegma que define al hombre como un ser de acción que para actuar requiere,
por poco que fuera, de algunas certezas mínimas, certezas que a diario florecen
con el éxito de nuestras realizaciones y que permiten acortar las brechas con
nuestras ilusiones. Y es esta sensación de certidumbre, representada también por
la autoestima que se logra cada vez que algo se nos concreta, la que nos permite
seguir imaginando más y más, la que nos deja prolongar nuestro propio
argumento vital hasta escribir el mejor guión posible para nuestra propia biografía.
De esta manera, la vida se nos muestra como un recorrido en espiral respetuoso
de la segunda ley de la termodinámica, que despierta nuevas ansias al tiempo
que va matando viejas incertidumbres. Pero a esta analogía con la termodinámica
me dedicaré más tarde, en algunos renglones, pues antes prefiero intentar dejar
bien en claro este asunto de las certezas que es, en síntesis, el que nos permite
explicar por qué seguimos emprendiendo cosas.
Habrá que considerar entonces que la sensación de certeza deviene inversa a
nuestra percepción de riesgo. Como la vida, porque es plan, es básicamente -al
decir de Julián Marías- incertidumbre y riesgos, el problema es que para no
despeñarnos como hombres en nuestras realizaciones y no ser desbordados por
las ansias felicitarias que nos imprime el deseo de concretar nuestros planes, sólo
podremos asumir tal incertidumbre y tales riesgos en proporciones limitadas.
Una nueva frontera demarcatoria de nuestras carencias se nos apronta: la
capacidad limitada para tomar riesgos. Estos serán asumibles sólo en transitorias
dosis manejables, que nos atemorizan hasta evaporarse con las concreciones
que los cauterizan. De este modo, la experiencia nos capitaliza dotándonos de
mayores conocimientos y luego de autoestima, factores esenciales para poder
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manipular los riesgos, permitiendo con el aprendizaje una creciente sensación de
certeza.
Lejos se encuentra esto de significar que la gente no tenga naturalmente distintas
propensiones individuales a tomar riesgos, ni tampoco que pueda estar
equivocada aún disfrutando de una colosal sensación de certeza. Lo único que
quiero decir es que esa sensación de certeza es indudablemente capaz de
gravitar sobre esta variable. Por supuesto que hay gente que se sube sin temblar
a un andamio para colorear por fuera el piso 20 de un edificio, o que trabaja en
serpentarios, cosa que yo no estaría dispuesto a hacer ni por la mejor paga del
mundo; siguiendo con otro ejemplo, lo que informo simplemente es que un
electricista muñido de pinzas y calzado adecuado, con conocimiento suficiente en
la materia y con varios años de experiencia, se sentirá muy seguro de poder
cortar un cable de alto voltaje con total naturalidad gracias al estado de certeza
que posee. Quizás la diferencia entre los timoratos y los temerarios pueda
entenderse ahora tanto mejor.
Habrá notado el lector que a la vera de cualquier clase de racionalismo nos
hemos adentrado por la ventana en la dimensión de los sentimientos, capacidad
esta, la de sentir, tan propia de la naturaleza del hombre como aquella de razonar.
Por tanto si estamos embarcados en la tarea de aclarar un poco el fenómeno de
aprender, no habremos de soslayar la incidencia de estas otras propiedades
también involucradas en ese proceso de asimilación. Sencillamente se trata de
tomar nota de que el ser humano es más complejo y basto en sus propiedades
que aquella raquítica caricatura de él que los hombres de ciencia utilizan muchas
veces para intentar explicar su acción.
La lógica aportada es simple: cuanto más seguro uno se siente, más cosas será
capaz de encarar, y cuanto más logre, más cosas ha de poder imaginar luego. Se
aclara espero entonces aquella visión de Julián Marías a propósito de nuestra
capacidad de argumentar el sentido prospectivo de nuestras vidas. Y cualquiera
fuera el sitio donde se aloje esta idea, quedaría empero -tras las aportaciones de
Simon- parcialmente condicionada al fruto de las experiencias pasadas que
liberarían las por venir, sujetas a su vez por el lastre de lo ya ocurrido.
Pero de ninguna manera habría de confundirse este enriquecimiento emocional
de una vida aluvionalmente cargada de vivencias intensas en un continuo de
experiencias excitantes, con aquella otra clase de aprendizajes puntuales
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fotografiados en acto, producidos por la accidental segregación de adrenalina que
el cuerpo corresponde hormonalmente en presencia de algún stress.
Es sabido que por razones biológicas y cuando sucede un fuerte shock el
organismo adormece las neuronas y estimula en cada sujeto los programas de
respuesta instintiva. Esa automática ralentización neuronal es la que a su tiempo
permite grabar con enorme grado de detalle cada instante de la ocurrencia y
almacenarla en acto, firmemente inscripta en nuestra memoria respetando su
peculiaridad para facilitarnos su benéfica re-detección defensiva.
Una vez más el cuerpo humano sorprende desde su maravillosa complejidad
natural; sin embargo, más allá de esto, nos hemos tomado el trabajo de distinguir
el "aprendizaje en proceso" y lo estamos segregando explícitamente de esta
segunda clase de "aprendizaje en acto", pues el uno se corresponde con la
biografía de la persona en tanto que el otro con su biología.
Siguiendo esta distinción, quedará abierta la puerta para interrogarnos acerca de
si la fruición humana -esa ventilada por Marías- es un fenómeno biológico o
biográfico; o tal vez si, a pesar del empeño puesto en formular tal distingo
conceptual, ambos fenómenos pudieran entremezclarse y retroalimentarse
mutuamente.
Para dar respuesta a este interesantísimo interrogante sobre el personal ser o
hacer de la gente, a mi juicio también transmisible indefectiblemente a la par
sobre cuestiones sociológicas y políticas, debiéramos apelar -en términos del
mismo filósofo- a un factor temperamental o caracterológico: el de la fruición, el
que hace a los niños adoptar constantemente posiciones entusiasmantes o
quejumbrosas, mostrándolos dispuestos a comerse la vida de a mordiscos a
pleno disfrute o, por el contrario, temerosos y reticentes a dar vívida concreción a
todas sus oportunidades, que son invisibles a sus propios ojos.
La cuestión estalla como relevante. ¿Enfrentamos un atributo innato de cada
quién o se trata más bien de una actitud aprehensible por cada cual? Pareciera
prima facie difícil darle respuesta acabada al punto. Sin embargo tantos indicios
referidos en un mismo sentido nos prohíben retractarnos de nuestra inicial
posición; desde el primer renglón confiamos en el hombre capaz de aprender.
Además, el modo en que hemos supuesto tal concepto nos hace sostener que
aprender excede largamente a una mera adaptación evolutiva.
No es momento aquí de precisar las diferentes formas de aprendizaje, salvo para
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decir que nos hemos estado refiriendo primero a aquella que nos posibilita
asimilar conocimientos, luego a aquella otra que propicia cómo mejor conducirnos
a través de habitualizaciones comportamentales simplificatorias de nuestro hacer,
y por último apelamos a esta otra forma de aprender tanto más substancial, que
nos conduce a encontrar el propio sentido a nuestra vida.
Tras reconocer en todo proceso de aprendizaje el requerimiento último de una
honda inquietud individual, retornemos a esa semilla de duda hundida
magistralmente por Marías en torno de aquel atributo de fruición. Lo incitante del
asunto me inspira para presentarlo como una metáfora, a riesgo de perder con
ello precisión pero con más chances de capturar algún grado de atención.
Imagine el lector una llave de paso mezcladora, esas que según se abrieran a
izquierda o derecha permitirán el paso de agua caliente o fría; así funciona
nuestro controlador emocional interior, secuenciando actitudes conservadoras o
innovadoras según gravite en el agente una propensión a la seguridad o al riesgo.
Son las emociones las impulsoras de la aventura cuando brotan las ansias por
nuevas realizaciones. Este anuncio completa la jibarización practicada por Hayek
y Simon a la razón, para indicarnos más enteramente que el hombrecito de
múltiples adaptaciones es también un ser de proyecciones felicitarias, muy
deseoso de emprender planes y transformaciones en el mundo que lo circunda;
con lo que colegimos también que nuestro hombrecito aislado es evidentemente
más que un agente encargado de adaptarse y dar mera resolución a los
problemas.
Movilizado desde su fruición y guiado desde el correcto entendimiento de las
cosas, cada individuo obtiene sus primeros éxitos. La sensación de seguridad
trepa conjugada con su sentimiento de autoestima y ambas van apareadas al
estado de certeza que prodiga la concreción, para luego capitalizarse en la
intención de ir prudentemente por algo más. Nótese entonces la importancia del
carácter emocional de este asunto, cuando la llave se abrirá un poco más a la
izquierda. Inversamente, cuando ocurra un traspié o un fracaso de mayor
magnitud que derrumbe parcialmente nuestras teorías acerca de la realidad del
mundo, automáticamente ante la crisis -léase el miedo, la desazón y la sensación
de desconcierto- la llave se cerrará un poco más a la derecha, enfriando la
situación y forzando un stress que obligará al replanteo analítico de nuestras
estructuras mentales.
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Sólo espero haber podido testimoniar correctamente el fondo de mi inquietud,
aludiendo a que es el ánimo de la gente, más el placer por sus satisfacciones y
esa sensación de certeza y de autoestima que suele recubrirlas, el componente
emocional imprescindible para aceitar las ruedas de nuestro movimiento.
Naturalmente, a la inversa, cuando se manifiesten sentires opuestos serán ellos
también los responsables de nuestras inmovilizaciones. Son estos tensores
sentimentales los encargados de fijar y amortiguar cuando no de propulsar la
promoción de nuestros planes; y más tarde, sólo a consecuencia de las
enervaciones y/o exaltaciones que nos aportan, es que podremos correr hacia el
costado inconsciente de nuestra mente todo lo actuado para capitalizarlo en el
banco de nuestros recuerdos o en la biblioteca de nuestras habitualizaciones.
En síntesis, las personas tienen fines y actúan para satisfacerlos,
"teleológicamente" al decir de Ludwig von Mises, y es esto sin dudas una labor
racional, pero sólo las concreciones rematan en seguridades interiores que
entusiasman al tiempo que se va aprendiendo. Pasamos de la potencia al acto a
fuer de lo que imaginamos, e imaginamos aquello que anhelamos sentir. Y una
vez más en este costado de las sensibilidades advertimos lo que nos guía pero,
además, un estadio emocional previo que nos predispone y la iteración de un
proceso que, tras los pequeños aciertos con sucesivas y retroalimentadoras
ratificaciones sentimentales, nos permitirán superar la pendiente de nuestros
mayores desafíos.
En refuerzo de lo hasta aquí planteado acude la segunda ley de la termodinámica,
según la cual lo existente se desgasta, para mí porque se asimila y almacena.
Entonces uno disfruta del poder de la posesión, de lo propio y capitalizado, pero
languidece el anterior deseo ya conseguido. En esta lógica, ante un logro que se
nos hace ya insípido, uno está obligado a marchar por más vivencias para renovar
el desafío individual de la propia superación, que a su vez alimenta la autoestima.
Claro que por detrás de ello, si hay exceso surgen la gula, el empacho y la orgía,
como dice Edgar Morin "la locura del sin razón", aunque la razón al otro lado
también es locura cuando nos obsesiona por el orden y la cordura. ¡Qué bonito
juego de armonías y desproporciones! Un juego que media y bascula entre la
capacidad de deseo y la sensación de seguridad.
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Una primaria conclusión provisional Nuestras secuencias dieron cuenta, según Popper y luego Simon en primer turno,
de la aparición continua de nuevos problemas, del esfuerzo innovador por darle
soluciones y luego de sus habitualizaciones o, para mejor decir, de la
habitualización de rutinas programadas que se iban acumulando tal vez
inconscientemente como un repertorio listo para dar abreviadas respuestas a
futuros episodios similares. Se pone el acento en algo así como la posibilidad
humana de reprogramar artificialmente probadas reacciones superadoras,
automatizándolas al modo en que operan los circuitos de los instintos más
elementales.
Resultará admirable la adquisición de tal potencialidad del hombre, tan
auténticamente diferenciadora en el transcurso evolutivo del reino animal, pero
tanto más ha de sorprender además su posibilidad de incesantes capitalizaciones
metabolizables merced a los espacios mentales que va desocupando y también a
su proactividad teleológica.
Sobre este mismo concepto de teleología y habitualización construimos -gracias
al pensamiento de los autores españoles antes aludidos- nuestra segunda
secuencia, partiendo prospectivamente de fines que no son más que deseos por
experimentar cosas, por volver a sentirlas de alguna manera. En su procura, y
tras sus concreciones, las realizaciones se condensan en crecientes sensaciones
de seguridad y sentimientos de autoestima que facilitan nuevas búsquedas dentro
de renovados y coloridos catálogos, donde se presentan las posibles vivencias
emocionales por venir, llamadas a llenar de crecientes contenidos y contento el
saco de nuestras últimas aspiraciones vitales.
En resumen:
1) El hombre busca su felicidad, para lo cual persigue fines bosquejados sobre las
sombras de los deseos más placenteros y felicitarios que haya sabido o podido
imaginar, por sí solo o con la ayuda de los demás.
2) De suyo es también capaz de planificar para concretar sus satisfacciones.
Actuará en consecuencia y sus experiencias positivas las acopiará en mejorados
estados de ánimo y de realizaciones personales.
3) Lo aprendido se incorpora y luego se habitualiza, en tanto que lo que fue
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sentido se almacena bajo la forma de recuerdos, de las marcadas vivencias de lo
propio o de las percibidas más débilmente por lo ajeno, que obrarán como futuros
móviles demandantes de posteriores repeticiones.
4) Así, conocimientos y vivencias se resguardarán interconectados -bajo formas
más conscientes o incluso más inconscientemente internalizadas- como un
repertorio de potenciales automatizaciones en respuesta de desafíos ulteriores.
5) Estas reacciones impensadas pero paradójicamente cargadas de conocimiento
darán cuerpo a recurrentes y previsibles maneras de comportarse, toda vez que
dicha rutina ejecutiva se hubiera puesto en marcha. En este punto es fácil
asegurar también que el hombre es un animal de costumbres, o mejor de
acostumbramientos, un ser que sigue reglas más allá de las que propiamente les
marcan genéticamente sus instintos vitales.
6) Siguiendo reglas o proyectando acciones asociadas con sus sueños, el hombre
ha sido capaz de ampliar sus horizontes a medida que la comparación de sí
mismo con su propia imagen futura lo empuja hacia nuevos desarrollos
intertemporales, concebidos desde realizaciones presentes apuntadas al
perfeccionamiento de sus ulteriores estadios soñados.
7) En consecuencia, podrá trabajar deliberadamente con miras a la idea de su
propia transformación al cabo de un período más largo de tiempo, cuando bajo
alguna forma percibiera retornos diferidos agigantados con respecto a los
demandados sacrificios presentes, comparables en términos de costos de
oportunidad con aquellos otros beneficios más inmediatos a los que estuviera
dispuesto a renunciar en favor de los primeros.
Es justamente este concepto de teleología individual y más largo plazo la llave
maestra para habilitar la idea de proceso, incluyendo cualquier proceso de
esfuerzo intencionado y sacrificio presente en orden al logro de mejores
situaciones futuras, hasta el momento en que estos desafíos se concreten
concomitantemente con aquel proceso de aprendizaje que, tras su digestión,
suele determinar las automatizaciones que se trasladan hacia el territorio de lo
inconsciente.
Así se explica perfectamente cómo es que nos conducimos a diario a nuestro
trabajo por el mismo itinerario, cómo es que combinamos nuestras corbatas y
camisas casi sin prestar atención a ello cada mañana, cómo es que ordenamos
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nuestros estantes o cómo organizamos cotidianamente la mayor parte de la rutina
que ejecutamos de manera inconsciente.
Desde luego, nada de ello invalida la formulación simultánea de nuevos
diagnósticos y planes que connotan cambios, transformaciones y conscientes
autorrestricciones dirigidas al logro deliberado de nuestros cometidos. Sacrificios
metódicos presentes como el de hacer deporte o no fumar pueden encuadrarse
perfectamente en tal caracterización. Al unísono, reglas y planificaciones forman
parte de un mismo set de herramientas disponibles, aunque quizás las reglas
sean las huellas petrificadas de diseños resolutorios precedentes, conservadoras
de sus inteligencias. Por último, pero no con menor importancia, deberemos tener
en cuenta que en presencia de un medio dinámico y plagado de continuas
mutaciones que actualizan constantes desafíos, tales reglas han de poder quedar
obsoletas y las planificaciones resultar de cabo herradas, originando el recorrido
de una secuencia exactamente inversa a la hasta aquí descripta.
Error, fracaso, incertidumbre o dudas, desmotivación y luego replanteos, son
eslabones igualmente válidos de un circuito que pondrá en evidencia ciertos
retrocesos para acaso retomar, tras la fallida experiencia, la senda de las
capitalizaciones, dejando instaladas a su paso las alarmas que se activarán
preventivamente ante los primeros indicios de similares sucesos futuros.
Lamentablemente, como no siempre todo lo deseable es lo real, cabría también
una segunda posibilidad un tanto más pesimista si no sórdida, contemplada desde
la idea de un despeñamiento en la actitud de la persona, una visión fatal
representada por la imposibilidad de desear, llegando incluso al desvanecimiento
de cualquier ejemplaridad por imitar. En síntesis, una impermeabilidad vital
esterilizada de toda curiosidad o disfrute, acaso conminada desde la desazón y el
desconcierto de recurrentes desaciertos, o tan sólo de aquel gran fracaso más
desestructurador que a veces quita buena parte del sentido a la vida.
Marchémonos inmediatamente en reversa de este callejón sin salida, alejémonos
del drama psicológico que aqueja a más de un individuo en cualquier sociedad
para reconcentrarnos en cambio en el hacer de cada otro organizándose su
propia vida contiguamente al hacer de miles de personas ocupadas en igual
empresa.
17
La vida en sociedad como un proceso de aprendizaje Es tiempo de recordar las advertencias de Hayek y Simon acerca de las
dificultades que encierra la planificación centralizada de todo orden social; empero
aceptemos que sus normativizaciones son una realidad ineluctable. Y a esta
altura no parece lejano presumir que, si el hombre es capaz de montarse sobre
sus propias rutinas, habrá de desenvolverse también sobre aquellas otras
habitualizaciones que pudieran ser entretejidas en concomitancia con sus pares.
Queda al alcance de su mano la posibilidad de un aprendizaje en tal sentido, un
aprendizaje que exigirá naturalmente entendimientos pero también de la
incidencia de sentimientos, porque nuestro hombrecito, nuestro sujeto de estudio,
se ha tornado más complejo, y al momento de dar cuentas de su sentir
deberemos tomar nota de que su vida en sociedad lo dispone de otros
sentimientos que brotan en el trato con sus congéneres.
La orientación de su sentir ha cambiado de dirección en 90 grados con respecto a
cuando lo mostrábamos proyectado de atrás hacia adelante, solitario, inseguro y
ansioso, intentando realizarse y adquiriendo mini certezas y autoestimas con sus
éxitos; ahora, el sentir ha dejado de ser longitudinal para manifestársenos de
forma transversal.
Los sentimientos del hombre para con los otros hombres, el sentimiento de afecto,
el de respeto y el de confianza, los de aprobación o los de desaprobación y con
ellos también sus especies más negativas de rechazo y temor; en suma, un
abanico policromático de reacciones nos abre a la par la puerta hacia diferentes
teorías explicativas sobre la posible gestación de las normas sociales. Dichas
normas, como regularidades de comportamiento, sabemos dependen de la
verdadera capacidad de entendimiento pero se verán condicionadas desde la
preponderancia en la orientación de tales sentimientos.
Incluso más allá de su orientación, ahora transversal, influirán decididamente
también sus sentidos e intensidades. Dentro de la sociedad, la búsqueda
individual por seguridades y certezas se reemplazará -en más o en menos- por
confianzas y respetos, que a lo ancho y a fuer de aprobaciones y repitencias van
concretando el grado de solidificación del orden, dotándolo de diferentes grados
de previsibilidad en los comportamientos admitidos de sus agentes. Así, la
conveniencia, cuando se sustancia de forma plural, se envuelve y cohesiona con
18
el azúcar almibarado de las emociones, que en conjunto se capitalizan al modo en
que el afectio societatis nos explica el ser de las sociedades unos metros más allá
de los meros intereses de sus societarios.
Nos habíamos preocupado hasta aquí por presentarle al lector a un hombrecito
emocional, de racionalidad limitada, impelido a reafirmarse sobre algunas
certezas mínimas antes de animarse a concretar sus deseos felicitarios. Se lo
habíamos mostrado aislado, al modo en que habita en las primeras páginas de
muchos libros de economía; allí se lo ve pelado de su corteza sentimental y
huérfano de vivencias, lo que resulta empero muy útil para explicar de manera
simplificada el obrar de un agente homo economicus dispuesto a maximizar, al
cabo de estrategias y cuantificaciones, los resultados de sus procederes.
En buena forma la economía ha ganado independencia epistemológica y algún
poder predictivo muy superior al de otras ciencias sociales, justamente a partir de
las regularidades de comportamiento que se verificaron con la aplicación del
postulado de la plena autonomía del individuo. Ahora bien, basta con reemplazar
el aislamiento teórico de este agente puesto artificiosamente en el vacío por la
triste realidad de un náufrago confinado solitariamente en una isla, para poder
advertir la rudimentaria potencia de sus realizaciones; pues, ¿cuánto habríamos
de empobrecernos cada uno de nosotros ante la ausencia del roce con el que la
convivencia nos favorece para con cada uno de nuestros semejantes?
Es cierto que este engorde afectivo o espiritual mal puede ser la preocupación de
una ciencia apuntada a lidiar con los desafíos de la escasez, pero no es menos
cierto que las personas viven agrupadas gracias en buena medida a las ligaduras
emocionales que, en variadísimas formas, las sujetan unas a otras.
Este elemento de juicio no es menor, si es que arremetemos en el intento de dar
explicación a por qué desde siempre la gente vive acompañada de otra gente, sea
tribalmente en comunidades más apretadas o como recientemente ocurre en
sociedades más abiertas.
Los economistas han zigzagueado las connotaciones de este asunto gracias a un
reduccionismo que consiste en decir que será egoísta quien en sus funciones de
utilidad no albergue preocupación alguna por la suerte de sus congéneres, en
tanto que catalogan de altruista a quien incluya entre sus propias preferencias la
mejor suerte de los demás. Por debajo de tal postulación el frío cálculo racional ya
19
no parece tan frío o al menos no parece necesitar una temperatura distinta de la
que naturalmente tiene.
Entonces la pregunta obligada no tarda en caer por su propio peso, ¿es posible
atribuir a este obrar racional de conveniencias la exclusiva responsabilidad en la
gestación y sustentación de aquellas otras regularidades de comportamiento que
vertebran la vida social, a las que designamos habitualmente con el nombre de
normas o reglas? ¿Podemos dar respuesta a tal interrogante sin inquirirnos
previamente por la naturaleza y profundidades de los sentimientos que se
guardan entre las personas?, ¿sin reparar siquiera en el temor o en el amor, o
aún en el respeto o la confianza que pudieran infundirse entre ellas?
Supongo que no. Consiguientemente, apenas adentrados en esta exploración
tropezamos con aquella escasez que peor nos aqueja. No estamos ya de cara al
carácter limitado de nuestra razón, ni tampoco ante lo escueto de nuestras
energías, sino que se trata propiamente de lo escaso de nuestros afectos, afectos
que se verán repartidos entre los que sintiéramos por los demás en competencia
con los que abrigamos por nosotros mismos. ¿Sería acaso esta dilemática
tensión, real?, ¿o es aparente? y ¿habría encontrado el hombre apropiadas
formas para reconducirla?
No podríamos soslayar seriamente la fuerza de semejante interrogante, que por
cierto goza hoy de buena salud y a cuyo tenor se han acuñado, durante la
modernidad, las posiciones más profundas de la filosofía política y de la filosofía
del derecho en la preocupación por alumbrar los fundamentos últimos de la
convergencia social.
Empero, siendo fieles a nuestro originario enfoque, debiéramos presentar este
asunto como un desafío que alcanza la suerte de todos los miembros de una
sociedad. En sintonía con ello, si reconociéramos al fenómeno como un problema
de ordenamiento, para salvarlo habríamos de pensar en alguna solución, en un
aprendizaje, aunque de características especiales, pues si bien todo aprendizaje
es individual en este caso tendríamos que apelar irremediablemente a un
aprendizaje compartido, a un "aprendizaje social", de cada uno de los societarios
pero de todos más o menos en simultáneo, en derredor de las mismas soluciones
o adquiriéndolas progresivamente para poder apreciar los buenos efectos de un
logro que, a la larga, es también colectivo.
Esta perspectiva de un hombre que aprende nos conduce, por los pasadizos de la
20
psicología, a descubrir un ser con ansias de superación. Por supuesto que ello
admite numerosas formas posibles, tantas como subjetivas intenciones de
avanzar hacia esa superación existan.
De manera diferenciada corresponderá una para cada hombre, pero pudiéramos
intuir que la superación en el conocimiento será la pretensión felicitaria del
filósofo, tal vez la superación en posesiones y riquezas sea la que se corresponde
con las ansias de la mayoría y, sin llegar a la superación moral del santo, la gente
habría de sentirse mejor en general cuando goce en mayor medida del
reconocimiento y del afecto de sus pares. De suyo la humana inquietud de
superación proyecta bajo su sombra la necesidad existencial de jerarquías y
rangos sociales, magnéticos hacia adelante para el hacer de quienes procuran su
propio recorrido ascendente por dentro del orden.
Habrá quienes lo intenten desarrollando mejores argumentos o quienes los
emulen en la estela de su recorrido, pero ascender significará para el líder y
también para sus acólitos poder alcanzar a ojos propios y de terceros una mayor
aprobación, bajo la especie de sabiduría o de éxito, de virtud o meramente de
buena fortuna. Ergo la posición y/o el rango informan de las clases de
circunstancias subyacentes y de aprendizajes posibles, todos de variadísimas
índoles, imputables en persona a cada uno de estos actores.
En adelante, sin embargo, no podremos dejar de imaginarlos a cada cual en su
lugar y con sus avatares, pero entretejidos relacionalmente entre todos,
conviviendo y realizándose en el aprovechamiento de las oportunidades que se
reciprocan a partir de sus intercambios, según se hubiera revelado previamente
alguna capacidad colectiva para seleccionar o aprender mejores reglas de juego.
Obsérvese que la lógica ya desencadenada en el apartado anterior nos proponía
a un hombre capaz de subsumir individualmente sus objetivos en planes, y la
concreción de ellos en el afianzamiento de posteriores rutinas. Ergo si fuera capaz
de ajustar su comportamiento a reglas que, postergando placeres presentes, sean
aptas para aportarle mejores resultados futuros, habrá de poder pensarse
entonces en la formulación de pautas de comportamiento adoptadas comúnmente
por las personas para la resolución de sus parecidos problemas. Más aún, será
posible intentar hacer de tales reglas la forma de habilitar acciones destinadas a
asegurar intereses plurales, y con más razón si se tratara de intereses generales.
La hipótesis toma más aspiraciones si presentamos los grados de libertad de las
21
personas como verdaderos opuestos entre sí, de manera tal que las restricciones
que unos enfrentan signifiquen mayores discrecionalidades para los haceres de
los demás, y a la inversa. Anclados sobre este supuesto simplificador podemos
colegir una alta probabilidad de coincidencia entre los jugadores por intentar
proteger aquel set común de valores que representaría sus aspiraciones más
importantes. En consecuencia, prontamente emergerían amparadas en los
mutuos respetos de los societarios aquellas mínimas reglas primordiales que
mejor precondicionen la alternativa de benéficos efectos ulteriores generalizables
para todos.
Entonces, una vez que estas reglas fuesen erigidas, supondremos que a fuer de
su éxito habrán de sustentarse funcionalmente; ellas se automatizarían al mismo
tiempo que se asumen como un modo de ser más que como uno de hacer. La
fuerza de su propia recurrencia pareciera a cada repiqueteo darles continua
reinstalación y, muchas veces, dificultar su reemplazo aunque la necesidad de
cambio aparezca como lo más racional y conveniente.
Es que la consolidación social convierte a las reglas en un verdadero bien de
capital, fruto de la previsibilidad que propalan sobre los haceres de los demás al
atribuir valor autónomo a la estabilidad que con su ejercicio se arraiga. Notemos
cómo el argumento funcionalista recién desplegado explica pertinentemente la
instalación de reglas como rutinas e incluso da fuerza a su perdurabilidad desde
el grado de éxito organizativo que proporcionan; pero, a la vez, también es cierto
que no da cuenta de cómo nacen, ni tampoco de la probabilidad de que mejoren.
¿Será su fuente alguna deliberación consciente de sus originarios promotores?,
¿o más bien habrán sido fruto del accidente que permitió su empírico
descubrimiento? Vaya sorpresa cuando advertimos que estamos parados sobre
un interrogante para el que ya hemos ensayado una prematura respuesta, pues
no es más que preguntarnos si las normas se corresponden con el territorio
intelectual de las creaciones o pertenecen mejor al ámbito de los descubrimientos.
No obstante, a esta altura creo que la confusión ha cobrado algún sentido, y
deberemos apelar nuevamente al pensamiento de Hayek para poder aclararlo.
Distinguía el pensador austríaco entre el derecho y la legislación nada menos que
en el título de su importante obra "Derecho, legislación y libertad". Nos sugería
Hayek -enraizado en el decir de la escuela escocesa- que las normas (derecho)
eran el fruto espontáneo de un orden, en tanto que la legislación representaría su
22
posterior inteligibilización positiva.
Esta secuencia derecho-legislación habría de indicarnos no solo una prelación
temporal entre ambos conceptos sino también, fundamentalmente, de jerarquía;
como si la costumbre e incluso la utilización judicial del precedente en el common
law fuesen representativos de un superior saber aquilatado con el correr del
tiempo en el cuerpo mismo de estas tradiciones jurídicas, donde se albergan en
abstracto sus principios ordenadores y fundantes.
Sin embargo, el propio Hayek contraponía a esta forma de explicación de las
cosas una visión según él más del pensamiento francés acomodada con el
derecho continental, que reconocía a la ley como su principal fuente. Para estos
franceses hijos del racionalismo cartesiano, de los que debiéramos excluir a
Benjamín Constant, Alexis de Tocqueville y a algunos otros, la legislación es el
factor vertebrante del orden. Curiosamente igual posición había vertido Hobbes
algunos años antes en pleno corazón de Inglaterra.
Ambas corrientes de pensamiento diferirían radicalmente en su concepción del
orden social, también en el modo en que atribuirían legitimidad a sus reglas, y
quizás por detrás de ello asomaría la puja de fondo consistente en la explicación
de la propia naturaleza humana. En tanto que David Hume, Adam Smith,
Ferguson y luego Hayek confiaban en órdenes espontáneos descubiertos por la
experiencia, los franceses en general, al igual que Hobbes, serían partidarios de
ver al orden como una construcción instituida a conciencia por el designio racional
de su promotor.
Es conveniente profundizar analíticamente sobre las huellas de tan disímiles
concepciones, concepciones que por otra parte no conducen más allá de intentar
darnos argumentación sobre un único fenómeno, el del orden social.
Flaco favor haríamos a nuestro cometido expositivo si presentáramos el orden
social descuartizado y escualizado desde la fatalidad de cualquier reduccionismo.
Por tratarse de un fenómeno ultracomplejo, resultan a nuestro juicio impropias y
poco conducentes sus explicaciones cuando fueran ancladas desde la
particularizada perspectiva de un área del conocimiento científico. Así, tratar al
hombre exclusivamente como un ser presto a maximizar ganancias, o
representarlo como un ser predominantemente inclinado a ejercer su poder sobre
los demás en parecida dirección, no implica más que mostrar la caricatura de un
ser enfermizamente egoísta.
23
El homo economicus y el homo politicus, como prototipos ensayados a su turno
por la economía y la ciencia política en el intento de ganar en sus poderes
explicativos y predictivos, irremediablemente tropezarán con sus otros primos, el
homo sociologicus y el homo moralis. Más distante de sus propias finalidades
teleológicas, el homo sociologicus se mostrará dispuesto a emular y aceptar sin
más toda clase de regularidades comportamentales; mientras que en razón de
sus juicios de valor, el homo moralis podrá alcanzar discernimiento moral
distinguiendo el bien del mal y afanándose por la superación que este siempre
persigue.
Por tanto no descarrilaremos nuestra marcha abandonando -ni siquiera en la
inmediata descripción de las posiciones históricas escogidas para aproximarnos al
fenómeno social- nuestra hipótesis elemental de aprendizaje; a sabiendas de que
se trata de un aprendizaje cuya exigencia recae sobre el hombre tal cual es, vasto
y vario, y porque en definitiva con sus vicios y virtudes se trata del único sujeto de
esta historia. En este sentido sus esfuerzos -aunque con más propiedad
debiéramos decir sus logros normológicos e institucionales- serán leídos como
precondicionantes de la suerte toda del orden social, que se monta sobre la
necesidad y la esperanza de un aprendizaje que ha de ser individual, pero con el
requisito de presentarse esta vez en una suerte de apareamiento, es decir, pronto
a ser compartido por todos los societarios.
Sin embargo, no deja de extrañar cómo el éxito de esta constitución del orden ha
podido interpretarse teóricamente de formas tan dispares, inclusive desde
concepciones filosóficas y políticas radicalmente opuestas, vertidas en derredor
de la naturaleza humana. Para ello, tal como anticipáramos al lector, nos
columpiaremos desde el inmortalizado pensamiento de Hobbes, signado como un
provocativo aguijón, suficiente por sí solo para levantar en sus antípodas las
posiciones benevolentes de moralistas como Marjorie Grice Hutchinson, fundador
del pensamiento de la escuela filosófica escocesa.
La longevidad de estas ideas, que más que ideas son sistemas de pensamiento,
permiten dar cuenta por el hecho de su mera vigencia de que -tal como dijera
Adam Smith en el capítulo 7 de su "Teoría de los Sentimientos Morales" (T.S.M.)-
han recortado por algún lado en forma muy aproximada los bordes de la verdad.
Así pues el egoísmo y la simpatía recíprocos cultivados entre las personas no
podrán al parecer ser extirpados de las profundidades más hondas del ser
24
humano. Sobre cada una de aquellas ideas se fundaron los cimientos de dos
monumentales edificios teóricos de la filosofía moral, de la filosofía política y de la
filosofía del derecho, antagónicos pero ambos muy ilustrativos de posibles modos
de ser de los órdenes sociales.
Fue el propio Smith quien se encargó de refinar los fundamentos morales que
explican el funcionamiento de la sociedad desde la perspectiva del orden
espontáneo, pero poco antes de morir no dudó paradojalmente en introducir en la
última revisión de su obra el reconocimiento de la posible corrupción de los
pivotales sentimientos morales que la sostenían. Correspondió también al
escocés dar un paso decisivo en la sistematización de buena parte del saber
económico de la época en su "Riqueza de las Naciones", abriendo -por detrás de
su pregunta fundamental de por qué crecen las riquezas- la rampa sobre la cual
despegaría hasta lograr su autonomía científica la economía.
Como ya anticipé, y sin soslayar el modo impresionante en que se desarrolló
luego este campo del saber, a mi juicio sus aportes no son suficientes para
explicar la gestación de una sociedad ni tampoco su tránsito hacia sus mayores
grados de libertad. Pero es inocultable que el robustecido poderío de su
herramental analítico sí ha permitido perfeccionar en mucho, con sus aportes
descriptivos y normativos, con sus críticas y sus integraciones, el pulimento de la
ciencia política y de la ciencia jurídica en general.
Por tal razón, entonces, me propondré alumbrar primeramente el pensar filosófico
de la escuela escocesa haciendo foco en David Hume, para presentar luego
apenas, al solo efecto comparativo, las universalmente conocidas aportaciones
políticas de Hobbes, por cierto contrastantes con las primeras. Reservaré luego
algunos pequeños comentarios para las renovadoras lecciones de los
economistas neoinstitucionalistas, muy nutritivas en su enfoque a la hora de
sugerirnos la potencial existencia de mejoras posibles sobre el enforcement
institucional del orden, o también, a la inversa, alumbrar crudamente a través del
análisis de Public Choice las chances de desviación que por falta de limitaciones
al poder todos los regímenes políticos, más temprano que tarde, presentan.
Por último, estas consignas que le valieron a James Buchanan el premio Nobel,
serán contrastadas con los postulados que el profesor Hayek, Nobel también,
reserva para llamarnos la atención sobre aquella otra clase de límites que
presenta a su turno la evolución cultural. Intentaré por tanto, en resumen, retratar
25
apretadamente un abanico de posiciones útiles para cartografiar globalmente un
orden social que ha padecido de disecciones teóricas que, por parcializadas, han
devenido en minusválidas a la hora de brindarle una más adecuada
interpretación.
26
Capítulo II
LA NATURALEZA DE LAS REGLAS SEGÚN FUERE LA NATURALEZA HUMANA
La escuela escocesa
Comencemos ya mismo por los escoceses:
1. Para Hume, como para tantos otros pensadores políticos, todo orden social se
funda sobre un principio de justicia, de tal forma que su inexistencia nos sitúa en
un escenario de lucha de todos contra todos.
2. En su concepción, tal circunstancia habría de ser rápidamente removida
gracias a los benéficos efectos transmitidos por la adopción de una convención
social capaz de reconvenir la exagerada pasión del egoísmo, que es alentada por
la humana propensión a preferir los efectos inmediatos antes de los que se
presentan más opacos y remotos.
3. El autor nos muestra el interés personal en tensión con el orden público, y
apela al entendimiento como la fuente de luz más apta para aclararnos la superior
utilidad de lo segundo por sobre lo primero. En este sentido, subraya que el orden
público, que acarreó diversas estabilidades, es fértil para el mejor desarrollo de la
gente cooperando entre sí, poniéndola en condición de aliviarse recíprocamente
sus desgracias y sinergizando sus esfuerzos merced a sus especializaciones.
4. Hume concentra su preocupación consecuencialista en dar solución a la
estabilización de la propiedad, pues la entiende como la principal fuente de
continuos desórdenes, considerando que los hombres son escasos en sus afectos
y benevolencias, y de suyo los bienes de por sí son también escasos, por lo que
en razón de sus utilidades pueden despertar los más irrefrenables egoísmos en
torno de su posesión.
5. El argumento de la justicia es central y además imprescindible para apuntalar la
descripción humana de la sociedad, con visibles restricciones pero encaminada a
desarrollar la cooperación para intentar salvarla. Su tipología social no es la de un
paraíso ideal regado de benevolencia extrema y de bienes superabundantes,
27
donde no habría necesidad de abrigar idea o sentimiento de justicia alguno. Lo
curioso del asunto es que en medio de la jungla hobbesiana, tan irreal para Hume
como aquel mundo de fantasía, el concepto de justicia tampoco amerita y por lo
tanto la posterior idea de propiedad siquiera cobra sentido. Consecuentemente, la
justicia no se corresponde con las utopías románticas anarquistas donde la
escasez no aprieta, pero mucho menos con la temida jungla en razón de que los
hombres no tardarían en descubrir por fuera de ella las bondades últimas de un
mejor orden. A más sus afectos, insuficientes por cierto, no serían tales como
para presuponerlos por largo tiempo obsesionados encarnizadamente en
esquilmar a sus prójimos, experimentando además con ello, de inmediato, los
costos de sus permanentes enfrentamientos.
6. Tras el aprendizaje que permite al gran número comprender el fondo del
asunto, corresponde a todos ellos acomodar reflexivamente sus comportamientos
para evitar la viciosa exageración de sus pasiones. Personalmente cada quien, a
la espera de que en reciprocidad cada cual obre de igual modo, refrenará su amor
propio autorrestringiéndose de dañar al otro en su cuerpo y en sus pertenencias.
7. La justicia como artificio humano cobra vida en el entendimiento que la permite
y en el sentimiento de placer que todos adquieren en virtud de lo útil de su
generalizada instauración.
8. De sus repitencias nacen sus recurrencias hasta convertirse en regularidades
de comportamiento; luego la regularidad hace a la regla, y la regla a los valores
que protege con las sanciones que reserva para sus transgresores. Lógicamente,
quien obrara en justicia ganaría en correcta reputación, al tiempo en que los
padres a su turno inculcarían el modo justo de actuar en beneficio de la mayor
sociabilidad de sus niños.
9. Empero, a medida que la sociedad creciera en número habría de tener que
echar mano secundariamente al artificio de destacar a sus magistrados y a la
postre a su gobierno. Es que cuanto más sean las personas que convivan
interrelacionadas, más distantes y más anónimas habrán de ser las relaciones de
unas con otras, hasta el cercano punto donde ningún afecto pudiera vincularlas.
Allí es donde se le hace difícil refrenarse a cada actor en beneficio de su
contraparte, sintiendo tanto amor por sí frente a casi nulo interés en comparación
por la suerte del otro. Exactamente allí, donde el afecto no gravita, es donde se
hace imprescindible apelar a la justicia.
28
10. A su vez, Hume nos enseña que la justicia no es un sentir natural, pero
advierte que sí será natural la manera de alcanzarla, pues gracias al
entendimiento habremos de encontrarla de inmediato en nuestras experiencias y
recoger concomitantemente el placer que su utilidad derrama sobre el orden
público.
11. Por ende la llama "artificio", término éste que no debiera confundirnos, siendo
que la razón permite inteligibilizar la relación de justicia pero no a priori ni
independientemente de su previa experimentación. La justicia consiste pues en el
refreno artificial, interesado y prudencial, que el hombre ha de encontrar para
derrotar el vicio de su pasión, colocándose en un orden que se moviliza desde el
interés de cada uno de sus miembros pero que a la par se estabiliza gracias al
asir emocional de las convenciones que limitan sus egoísmos.
11. Esta posición lo encierra a Hume entre los filósofos prudencialistas, muy
alejado de los iusnaturalismos y también de los contractualismos, ya que nos
explica al orden y a sus valores como frutos espontáneos de las interacciones de
sus societarios.
12. Hurgando apenas un poquito más en esta cuestión, detectaremos que esos
cercos normativos son brindados por el propio displacer que cada uno de los
demás siente espontáneamente por los comportamientos injustos de sus pares,
resultando de ello un enforcement nacido de sus recíprocas conminaciones.
13. El proceso en marcha se convalida delimitado en crecientes ámbitos de
aplicación, consagrando tras sus aciertos los consensos que a la sazón lo
respaldan. Así costumbres y tradiciones transportarían disecados los frutos de sus
previos aprendizajes; entre ellos el respeto a la propiedad como principal recaudo
de la vida en sociedad, sucedido por la necesidad de consentimiento para otorgar
su transferencia y luego por el respeto a la palabra empeñada, fuente de todo
contrato, hasta justificar el respeto por la ley e incluso por el que se reserva para
el gobierno, en última instancia, como factor de aseguranza del armónico orden.
14. Las normas, al tiempo que confieren libertades, operan como
autorrestricciones que llevan asociadas castigos reforzados en su propia
preservación, pensados para el caso en que apareciera algún infractor. Esto trae
aparejado el hecho de que cuanto más generalizada se muestre la aceptación de
la norma, más sentida habrá de ser su violación; de suerte que será mayor el
bocado desgarrador cuanto más carnosa y desatenta estuviera la víctima, es decir
29
cuanto más afincada luciera la norma.
15. Por tanto cuanto más seguro se improvisara el orden, más vulnerable se
tornaría el riesgo de su transgresión, pues invita en lo robusto de su
materialización, igual que la mentira corre mejor en el caudaloso torrente de la
verdad brindando beneficios inmediatos a sus circunstanciales intérpretes, o como
de una poca cuantía de moneda falsa se obtienen ganancias plenas en desmedro
de los mayoritarios tenedores de la verdadera.
16. La injusticia pensada entonces como acción desatada de la autoconstricción
moral que su concepto, su sentimiento, o su sanción social o legal impongan,
permitirá a quienes la usufructúen inaceptables grados de libertad, contemplados
al modo de privilegios en la misma forma en que los hubiese detentado para sí
Calígula al desairar toda norma en beneficio de sus más mezquinos intereses.
17. Dijimos ya que nuestras pasiones naturales pueden ser limadas en la
sociedad por la propia refractación erosiva de nuestros vecinos, fenómeno
comúnmente denominado "la presión de nuestros pares". Pero es evidente que
habrá casos en que esto solo resultaría insuficiente. Cuando avistáramos al
egoísmo ya no indiferente al prójimo, sino devenido en un egoísmo ejecutado a
expensas de aquel, infringiéndole daño, entonces se hará imprescindible aprender
a doblegarlo en ciernes para tomar oblicuamente futuras ventajas de la rápida
custodia del orden.
18. La defensa de su previsibilidad y armonía potenciarán de manera creciente el
bienestar general; mientras que el enorme daño que habrían de asestarle unas
pocas violaciones conducirá a reforzar el artificio de su protección. A caballo de tal
desafío sobreviene el requerimiento de jueces imparciales, la concentración de la
fuerza pública, y el deber de darles a ambas cosas su debido financiamiento.
Aunque seguramente, más tarde, semejante concentración de poder y su abusivo
uso harían pensar también en los límites de tales factuales delegaciones.
19. Entonces allí cobran sentido el derecho penal positivizado, concebido como
mejor garantía de los habitantes, y desde luego las constituciones y los derechos
públicos y administrativos, que quizás requieran su puesta por escrito para la
mayor seguridad de propios y extraños.
¡Qué imponente construcción artificial, pero no venida de la nada, sino surgida de
lo ya obrado como una prolongación coherente aplicada cual prótesis
continuadora y sujetante del crecimiento del orden social, calcando legalmente los
30
contornos definidos por el actuar y el sentir de las personas! Así, la complaciente
atmósfera del accionar amable característico de los pequeños grupos primarios
parece correrse hacia la órbita de los más amplios e impersonales confines de la
sociedad comercial, de modo tal que donde no germinan los afectos bien pueden
ampararse sucedáneamente, por gracia de la norma, los comportamientos justos
que preservan la paz y potencian la indirecta cooperación de la gente en los
mercados.
Como un pólder que gana terreno al mar, así podemos imaginar la estructura de
la ley, de los jueces, de las sanciones positivas; calcando con trazo más firme en
el ámbito de los códigos el ADN preexistente en el derecho y en la previa acción
moral. ¡Pero atención!, la perdurabilidad de tal conjunto de inteligibilizaciones
legislativas dependerá en modo importante de que hayan sido desplegadas ex-
post, de forma respetuosa y prudente, sobre su plataforma axiológica subyacente,
y de que al mismo tiempo esta plataforma, dinámica y aprehendiente, se
mantenga compatible con ellas y capaz de convalidarlas a diario sin oponerles
rechazo, dado que de su uso, de su repitencia, de sus resultados, de su acción y
emulación continua, de esa misma usanza que le dio forma en un estadio natural
anterior, se destilan los imprescindibles sentimientos morales que terminan por
apuntalarla.
Otra vez la dimensión de los sentimientos se nos actualiza, se nos hace presente;
nos invade su atmósfera vaporosa y etérea para recordarnos que las simpatías
que la gente naturalmente siente entre sí constituyen las mejores cinchas
disponibles para propiciar sus amarres en sociedad; y que cuando por el magro
fruto de sus interacciones no alcancen a cosecharse afectos, no obstante sí
quedarán los barbechos de su confianza y respetos suficientes donde sembrar las
chances de futuras colaboraciones gestadas sobre un tejido social de
cooperación.
20. Estas regularidades comportamentales se impregnan en sus propias texturas
de sentimientos de admiración, de reluctancia, de compasión y fundamentalmente
del sentimiento de justicia. La regularidad se afianza en norma, y la ley positiva
como institución vendrá a ser como una prótesis de igual condición a la osamenta
consuetudinaria que prolonga, colocada para reforzamiento y rehabilitación pero a
la espera de ser aprehendida y generalmente aceptada, siendo asumida como
una buena idea, como una buena práctica que, además, reafirma su conveniencia
31
al modo en que las prótesis son recubiertas y reintegradas por los demás tejidos
que la incorporan, cuando la aprueban y la absorben, como a un genuino tutor del
proceso.
Si este proceso de consolidación no procediera, entonces la prótesis habrá sido
inadecuada y estéril, cuando no inútil y perniciosa. Indudablemente todo lo
argumentado bajo esta línea de pensamiento encierra expectativas muy
favorables en derredor de las naturales capacidades humanas para asentar y
amalgamar un armónico orden de convivencia, basal para madurar luego el
concepto de civilización.
21. Esta confianza en la cooperación del individuo con sus semejantes, para
sortear su situación de debilidad extrema y cubrir sus elevadas necesidades, lo
conduce desde esta tensión a dar espontáneas soluciones, por prueba y error,
hasta mejor acomodarse a fuer de sus aprendizajes; aprendizajes que por
complejos engarzan razón y sentimientos, ideas y emociones, en un todo
institucional que viabiliza un mejor orden social.
22. Por tal senda va la cosa cuando pensamos en productos sociales tales como
el lenguaje o quizás la moneda, que no reconocen descubridor sino que surgen y
se refuerzan del continuo tránsito de la gente encaminado en una misma dirección
y sentido.
23. Esto sucede a cuenta del carácter que se desprende de este tipo de
instituciones, que tachan por sí solas de absurdo a cualquier comportamiento en
contrario.
Lo que quiero decir es que nadie intentará comunicar su deseo por un helado
solicitándolo con la palabra "piedra", ni tampoco pagarlo con algún bien que no
goce de aceptación generalizada. Estas reglas presentan la necesidad de su
propio autoacatamiento en sentido unívoco, excluyendo la posibilidad de
inconducentes acciones transgresoras. Suele citarse como ejemplo paradigmático
de este conjunto a las reglas de tránsito, capaces de coordinar el sentido y el
tiempo de todos los automovilistas que se benefician con su cumplimiento. Nadie
imaginará a un conductor cuerdo avanzando todo el tiempo en una ruta por la
mano izquierda, pero sin embargo sí podríamos pensar en autos estacionados en
doble fila a la salida de un colegio, obstruyendo el paso de los demás. ¿En qué
radica la diferencia? El asunto es tan simple como reconocer que el
comportamiento de no avanzar en la ruta por la mano contraria es excluyente,
32
pues de no respetarse, el daño emergerá inminente para el comitente. La
habitualización de esta conducta deviene naturalmente de apetitos
universalmente coincidentes que se petrifican de modo incuestionable como un
mandato en las mentes de todos los habitantes.
Por el contrario, en cualquier calle urbana, el parar en doble fila violando la norma
permitirá al conductor tomar la ventaja de no perder tiempo en estacionar
mientras recoge a sus pequeños de la escuela, ocasionando apenas un perjuicio
menor a los otros automovilistas que circulen en ese momento por ese lugar.
Víctor Vanberg llama a estas últimas "reglas de solidaridad", mientras que a las
anteriores (las que autoexcluyen acciones transgresoras) las denomina "reglas de
confianza". Simboliza la diferencia entre ambas retomando el clásico ejemplo de
Hume, mostrando a un par de remeros en dos situaciones posibles; una
describiéndolos comprometidos mutuamente en sus esfuerzos cuando estuvieran
sentados el uno frente del otro, pero luego los acomoda uno detrás del otro para
graficar con esta pequeña modificación el cambio que sobreviene sobre los
incentivos y la efectiva posibilidad de sus controles. En esta segunda instancia,
para quien queda fuera de la vista de su compañero no surge imperiosa la
obligación de cooperar respetando la regla. Es que dicha figura presenta la lógica
de la tan conocida situación de dilema de prisionero, en la cual el interés de uno
de los participantes no está del todo alineado con el incentivo nacido de la
conveniencia mutua por respetar la regla.
Con el panorama más claro volvamos a nuestro conductor detenido en doble fila;
los reprensivos bocinazos sancionatorios no demorarían en sonar. Todos los días
el reclamo airado de uno de los padres sobre el infractor, más las miradas de los
demás padres que presionan hasta avergonzarlo, lo empujarían hacia la
retracción de su irrespetuosa conducta. Pero si miramos ese asunto desde su
reverso, sería aquel papá que dispara más vehementemente la bocina quien
carga con el costo personal de la fricción con el infractor, pero en beneficio incluso
de los otros padres menos preocupados o más pasivos.
Nótese aquí la existencia de un segundo dilema de prisionero, cuando alguien
asume todo el costo de su personal disputa para luego transformar el éxito de su
acción en un beneficio público que se desparrama en favor de todos los demás.
Justamente de tal situación podría inferirse, especialmente en presencia de
grupos más grandes, lo benéfico de la positivización prescriptiva del deber ser de
33
la regla, más sus legítimas sanciones aplicables por un agente neutral y externo
contratado al efecto para poder salvaguardar su efectivo cumplimiento.
Entiéndase que estoy hablando ya del gobierno, de la ley, y del poder para
asegurarla más eficientemente en su vigencia. Es que las situaciones de dilema
de prisionero confieren a los participantes la opción de respetar o transgredir, de
cumplir o hacer trampas, de tolerar o reconvenir, como resultado de un cálculo
racional que contrapone sus intereses circunstanciales con las restricciones
normativas que protegen los intereses del conjunto, y es por ello que se justifica la
coacción. Igual situación de internalizar beneficios y externalizar costos se
presenta cuando un niño entusiasmado por un juego en una pileta deja confundir
sus propios líquidos con el agua, empujado por su deseo de no interrumpir su
divertida participación. Recuerdo cuando niño a las mamás en el club intentando
el reforzamiento de tal prohibición urdiendo una prevención muy imaginativa a sus
infantes, a quienes convencían de que el cloro de la pileta en contacto con el pis
formaría en derredor del cuerpecito del niño una intensa aureola roja capaz de ser
vista por todos en el natatorio. Con esto se apela a la presión de los pares.
Lo expuesto nos permite abrir en tres alternativas posibles la forma de presentar
la decisión de un jugador en particular para autolimitarse y cumplir con la regla;
podremos mostrarla en sus distintos fundamentos en función del carácter más
categórico o más utilitario que inspiren tales constricciones:1) En primer término
partiremos de la propia conciencia del deber ser grabada a fuego en la mente del
actor, acaso gracias a un proceso educativo o merced a un proceso social de
introyección de normas y valores, que lo exigen quizás al modo de un super yo.
Sin perjuicio de la que fuere su causa, en todo caso lo relevante es el carácter
inexcusable de un imperativo moral interior. 2) En segundo término pensamos
utilitariamente la autorrestricción como una respuesta a la presión exterior
operada en razón de los juicios aprobatorios o sancionatorios que esperamos de
los terceros, incluso pudiendo el actor hacer un distingo cualitativo de sus
incidencias según la importancia relativa que para él tuviera cada uno de esos
jueces. 3) Por último pesarán las sanciones materiales que en concreto hubieran
podido establecerse por ley ante la violación o el incumplimiento de la norma,
abriendo con ello un mayor espacio para el cálculo racional de costos beneficios
que habilitaría, en la mente del actor, la evaluación para su potencial trasgresión.
Apliquemos esta gama de constricciones posibles al caso de quien encuentra un
34
dinero olvidado que no le es propio sin que nadie tomara nota del hallazgo, pero
además cuando se supiera de su legítimo propietario. Naturalmente las
posibilidades de que opere su restitución variarán según gobierne en el
descubridor algún grado diferente de adhesión a la prescripción de no robar.
Entonces, 1) no roba porque su conciencia no se lo permite; 2) no roba pues
estará muy consciente de cómo pudiera verse su obrar por los demás en caso de
que trascendiera lo culposo del hecho, al punto de presumir no poder soportar la
presión social; 3) no roba por el temor de sufrir las sanciones legales que
pudieran serle aplicadas.
Más aún, el profesor Vanberg discrimina la posibilidad de que personas que
prestan habitualmente disposición a la norma pudieran por razones de
oportunidad verse circunstancialmente inclinadas a trasgredirla ante un caso
puntual. Así, a cada instante podríamos apreciar en el hombre una tensión entre
su predisposición a seguir reglas conjugada con su ocasional inclinación a
procurarse sus más inmediatos fines, aún en desmedro de los demás societarios.
No escapa al lector atento, que Vanberg se refiere en este caso a las reglas de
solidaridad, esas que exigen la autorrestricción de cada jugador confiando en que
su adyacente adoptará igual actitud pero sin la garantía de que vaya a hacerlo. Lo
inquietante de este asunto pasa por saber si, ante la presencia constante de
evidencias en contrario, podría confiarse en la verdadera posibilidad de un
aprendizaje social en derredor de la conveniencia de estas cuestiones. Esta es la
verdadera espada de Damocles hincada hacia lo más medular del asunto.
La nueva respuesta de los economistas En principio ha de ser difícil despejar el interrogante batido sobre los incentivos
deficitarios característicos de las reglas de solidaridad valiéndonos de un agente
racional despojado de toda emocionalidad. La figura de un sujeto optimizador
pensado como un hombrecito autónomo, que de tan autónomo luciría
despreocupado de toda cuestión social suscitada más allá de sus fronteras de
interés (obsesionado exclusivamente por maximizar sus propias apetencias
personales, carente de empatías y ajeno a la suerte de sus pares) parece un
estereotipo comportamental extremo no apto para atisbar una solución al
35
interrogante.
Es obvio que un ser maximizador, preocupado en sortear restricciones, haría poco
caso a una regla que al ser planteada dibuja fallas en sus premios y castigos, por
lo que presentará cierto desalineamiento entre sus personales intereses con los
del colectivo. En este sentido, ignorar la influencia de la regla significaría
desatender la inmediata deformación social de sus efectos, de manera tal que los
reclamos por redefiniciones normativas quedan de inmediato expeditos. Sin
embargo es también dificultoso imaginar la aparición de tales reestructuraciones
de la mano de los jugadores que en acto lucran con tales imperfecciones. Es
como ilusionar que partiendo del set de restricciones y reglas vigentes, que de
suyo determinan ganadores y perdedores, cupiera una racionalidad suficiente
para conducir a los agentes económicos a la formulación de reglas generales más
convenientes a más largo plazo, aunque eso derive en la ausencia del goce del
beneficio funcional de su propio reenforzamiento.
Un hombrecito poco provisto de afectos y empatías por sus congéneres
difícilmente habría de lograr alguna clase de respeto por ellos, por lo tanto más
difícil aún será imaginarlo renunciando voluntariamente a cualquier privilegio que
le hubiera caído en suerte, en beneficio de acentuar el carácter más justo de la
regla. La exigencia presentada supone un agente moral dispuesto al
renunciamiento ejemplar en conveniencia del colectivo pero en directo perjuicio
propio. No parece este el paraje en donde habita el homo economicus, ¿verdad?
Podríamos apelar a un supuesto aún más fuerte al hasta aquí empleado, que nos
permita presumir a un ser dotado de una clase de sabiduría apta para ganarlo en
el convencimiento de lo que corresponde hacer en beneficio de un ordenamiento
pareto-superior. Pero ese prudente saber o ese sentido del deber no parece ser el
tipo de racionalidad invocada por ningún economista desde los dichos de Smith
hasta la actualidad. No obstante, la inquietud ha vuelto a resplandecer tibiamente
en las preocupaciones de aquellos economistas conocidos bajo el nombre de
neoinstitucionalistas.
Estos intelectuales se sirven de la razón para argumentar mejores normativas
posibles en función de incentivos y castigos que acompasen las conductas de la
gente hacia presuntas destinaciones pareto-superiores. El avance, al menos, ha
sido anoticiarse de que las reglas no han de ser indiferentes a los resultados
capturables por cada uno de los societarios; la clave pasa por reconocer el peso
36
que las instituciones ejercen sobre el resultado del orden.
Creo que autores como Ronald Coase, Douglas North y Mancur Olson intuyeron
la lógica de una codeterminación recursiva entre el hacer de miles de sujetos
individuales que, a fuer de cambios en los precios relativos vigentes o en las
tecnologías disponibles -sin despechar la fuerza de factores emocionales e
ideológicos-, terminarían por forjar sus propias instituciones como
reacomodamientos normativos tendientes a dar nuevo asiento y solución a sus
problemas sociales mediante la redefinición de los derechos de propiedad.
A su turno, esas mismas reglas habrían luego de precondicionar el futuro obrar
económico de esos mismos agentes, y en esta fuerza prescriptiva es donde se
incuban vocaciones académicas y políticas inclinadas a amasar una nueva forma
de estructuración y funcionamiento del orden. La magnitud de esta empresa de
suyo admite distintos grados. Puede manifestarse en diferentes propuestas
racionalmente diseñadas para reacomodar, reencausar o hasta intentar
reconstruir -con tales condicionamientos coactivos- todo el desenvolvimiento
social. Pero al fin de cuentas subsistirá latente el planteo de cómo habrían de
enforzarse esas reglas en la medida en que no hubieran sido espontáneamente
asimiladas por la gente. Con ello la ciencia política da paso a la política práctica,
de forma tal de poder enmendar situaciones que se percibieran como fallas.
Así pues, el Estado a través de sus funciones legislativas acaso pudiera oficiar su
remedio regulatoriamente, hasta garantir su funcionamiento deseado. Pero muy
distinto pareciera ser enmendar, donde algo existente amerita por excepción ser
subsanado o asistido subsidiariamente, de lo que significa verdaderamente el
intento de organizar u originar algo previamente inexistente. Con esta
diferenciación le damos una media vuelta al supuesto que nos ocupaba para
afincarnos en los territorios hobbesianos, exactamente opuestos a los de los
escoceses en sus premisas esenciales.
Hobbes y el origen del constructivismo La posición hobbesiana es el clásico paradigma político de deliberada
construcción. Nos acerca en su supuesto el retrato de un hombre ilimitadamente
ambicioso por ganar más poder y sediento de mayores grados de libertades
37
positivas para conseguir egoístamente a expensas de sus pares sus particulares
fines. Ergo nace de inmediato la necesidad de reconvenir sus peores pasiones de
modo tal de evitar que cada cual pudiera convertirse en el lobo de sus
semejantes. La vía para ello es la razonable posibilidad de consagrar un pacto
social.
Esto es apaciguar la maldad mediante la instauración de un superior Leviatán,
aceptable en general forma desde el temor que cada individuo sería capaz de
infundirle a cada otro. Pareciera en este caso que la naturaleza humana es, en su
estadio más vicioso, la misma fuente de la exigida reconvención. El derecho y sus
sanciones son el instrumento enforzatorio encargado de aplacar y hasta de
doblegar los instintos destructivos del hombre.
Se justifican así el tenor del mandato y el alcance de la coacción estatal, y luce
lógica tal preferencia generalizada, mucho más cuando su ausencia significaría la
continua lucha de todos contra todos que se vaticinaba en el estadio de anarquía.
El argumento nos propone la ausencia absoluta de cooperación entre los
societarios, al tiempo que funda en la facultad de la razón la verdadera chance de
promover normativamente en medio de un mar de dominancias, al menos, una
estabilización.
Hemos confrontado una vez más al constructivismo y a la evolución, por
consiguiente vuelven a abrirse los interrogantes acerca de si la regla es endógena
o exógenamente admitida por el orden; si es anterior o posterior a la
institucionalización del Estado; si de suyo el individuo la acepta merced a un
interesado cálculo previo de racionalidad o si se trata de una autorrestricción del
sujeto ya introyectada inconscientemente, cual paradigma asumido, en
oportunidad de su proceso de sociabilización.
Pues bien, antes de pasar a sistematizar las diferencias existentes entre ambos
enfoques, creo conveniente resaltar los elementos coincidentes revelados en
derredor del atributo esencial del orden:
1. Todo orden es una realidad factual más o menos imperfecta.
2. Siempre representa el intento de sus societarios por aterrizar sus desafíos y
conflictos sobre una mejor solución de posibles convergencias.
3. Políticamente podrá arribarse a fórmulas de armonización en tanto que, otras
veces, aparecerán bien nítidas por la ladera opuesta las huellas de sus
dominancias internas.
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4. En consecuencia, presenciaremos órdenes más autónomos o heterónomos, lo
que no quita su endógena tendencia hacia alguna especie de equilibrio.
5. Por consiguiente se decantarán consensos básicos o simplemente transitorias
treguas, alentadas desde la estabilidad y previsibilidad que mínimamente reclama
cualquier persona y todo ordenamiento de personas para poder funcionar.
El orden así representado, como resultado de una interacción social, afincado
sobre normas y respetuoso de sus jerarquías, no nos será suficiente para
evitarnos una serie de distinciones igualmente sustanciales a la hora de mejor
comprender su naturaleza. Obviamente, estas distinciones se muestran
imputables desde las anteriores naturalezas que cada concepción filosófica
hubiera reconocido en sus societarios.
Comencemos por oponer las visiones en torno del derecho. Para los
evolucionistas la norma es el resultado de un largo proceso social de
descubrimiento; la regla como regularidad de comportamiento y luego, calcada
sobre ella, la ley, actúan como un dispositivo sancionado a fin de proteger valores
incubados previamente en la sociedad. Se trata de valores asimilables e
internalizados tras un largo proceso de aprendizaje, desarrollado con jugadas
repetidas, en el cual los actores van reconociendo bondades de tratos
recíprocamente ventajosos, es decir justos, explicados a través de las relaciones
de ganar-ganar.
A la inversa, desde el constructivismo podría válidamente entenderse al derecho
como un deliberado instrumento de enforzamiento social, utilizable para el
condicionamiento de futuras conductas merced a los incentivos y paliativos que la
ley impusiera a todos los participantes del orden en cuestión. Claro que tales
exógenas prescripciones normológicas encubrirán por detrás de sí verdaderas
pretensiones axiológicas, con más la arrogante suposición de que ellas pueden
descubrirse a priori al propio tiempo de poder conocer cómo deben luego
instituirse.
Sabemos que las normas prescriben o prohíben conductas enderezadas a la
protección de valores últimos, a los que custodian con la imposición de sus
sanciones. Es entonces cuando el Estado cobra vida; pero redundará decir que la
figura estatal será construida por ambos supuestos a partir de condiciones
distintas y dotada de atributos divergentes.
Para los escoceses el Estado, al que mejor llaman Gobierno, ha de instalarse
39
meramente a efectos de custodiar los beneficios espontáneamente alcanzados
gracias al armónico funcionamiento del orden natural, preservándolo de aquellas
eventuales conductas maliciosas que pudieran dañarlo.
Por consiguiente, el Estado se asume desde una prudente concepción de
custodia de aquellos valores y normas erigidos previa y espontáneamente por los
miembros de una sociedad, que se pondría en riesgo desde el enorme daño que
podrían asestarle ciertas conductas agresoras propensas a macerarse al ritmo de
las multiplicadas relaciones de segundo grado típicas de sociedades más
grandes, donde las contrataciones -ya despersonalizadas- no han de valerse
tanto de los afectos, las simpatías y las empatías para poder viabilizar los planes
de vida de sus integrantes.
Allí es donde el mínimo Estado gendarme, a posteriori y a modo de solución,
cobraría sentido controlando por excepción la enorme pérdida que detonaría la
amenaza de esas pocas conductas viciosas, capaces de corromper
progresivamente con su aparición y en poco tiempo al orden todo, de manera
magníficamente retratada por la manzanita podrida que luego pica el cajón entero.
Contrariamente, el Leviatán hobbesiano es más bien un requisito necesario para
que el orden pueda echarse a andar. El Estado ha de ubicarse entonces con
prelación a la posibilidad de todo relacionamiento pacífico entre las personas,
incapacitadas por su mismo estado de naturaleza para lograr armonías
comportamentales, salvo bajo la constricción de un aparato de fuerza pública que
vendrá a instituir cierto orden público desde el poder de su dominancia. Esta
visión se monta racionalmente sobre la necesidad de una acumulación o
concentración del poder ab-initio, que daría sustento al orden tras el despliegue y
la fijación coercitiva de pautas sociales de comportamiento, reforzadas en su
aceptación por la gente sólo desde el temor de recaer en la desgracia del estadio
anárquico anterior.
En ambos casos ha de percibirse al Estado como una organización finalista,
explicable para amalgamar y mejor preservar los incentivos del orden o evitarle
desvíos, aunque erigible, con diferente pretensión, a distintas alturas de las
dinámicas sociales que lo caracterizan y consolidan.
En resumen:
1. En el primer caso será el Estado un tutor apto para potenciar el funcionamiento
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benéfico de un orden ya incubado, en tanto que en el segundo ha de ser casi su
leit motiv a la hora de fundar los parámetros regulatorios en la posibilidad de su
ulterior concreción.
2. Véase además que en el primer caso el orden público, y por tanto la ley,
sucede al orden privado; en tanto que en el segundo el orden privado, y ergo su
derecho, quedará enmarcado bajo las disposiciones legales previas que impone
el orden público.
3. La tarea del legislador en un caso no será más que recoger prudentemente a
posteriori el retrato de la nomología aprontada por los usos y las costumbres, en
tanto que en la segunda visión su pluma debería propender más enérgicamente
ab-initio a encuadrar hasta acostumbrar a los súbditos dentro del diseño del
orden, instituyendo los incentivos y paliativos que dieran aseguranza a tal
objetivo. Por tanto en la primera concepción habríamos de pensar en agentes
más receptivos, en funcionarios más mandatarios, mientras que en la segunda en
funcionarios más omniscientes, soberanos y mandantes.
4. Por último queda un distingo importante que hacer en derredor a los
sentimientos morales que fundan uno y otro orden: para los escoceses la
naturaleza humana inclina sus apetitos hacia la sociabilidad haciendo brotar de
inmediato sentimientos de amor, confianza o respeto entre la gente. Las personas
lucen al extremo menos atemorizadas de sus semejantes, en tanto que tal
sentimiento de miedo es el que prepondera en el relato hobbesiano. Es dable
pensar entonces que personas más confiadas en los demás habrían de confiar
también más en sí mismas, y que a la inversa quien temiera más del asedio del
otro habría de temer tanto más por su propia suerte.
Esta distinción nos vuelve a su vez sobre aquella más primaria que apuntáramos
a tiempo sobre la fruición o la frugalidad de las personas para encarar
personalmente sus vidas, y crece de inmediato una relación posible prolongando
la lumbre de tales conjeturas, realizadas sobre el modo personal de sentir del
individuo, hacia el campo de la política.
¿No pudiera plantearse entonces la hipótesis de que, en cierta forma, nuestro
más completo hombrecillo de razón y sentimientos habría de estar dispuesto a
advocar por más libertades para desenvolverse en aquellos territorios del orden
público en los que se siente más confiado y luego fruitivo en su apetito por más
vivencias? Y, a la inversa, pero con igual argumento, ¿no podríamos pensar en
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los reclamos en torno a la aplicación de reaseguros sociales o de empalizadas
defensivas que se hacen lógicos ante la mayor desconfianza y el temor personal a
futuros fracasos?
Lo que estoy sugiriendo es que tanto el amor y el temor como la fruición y la
quejumbre son elementos emocionales a tener en cuenta a la hora de imaginar
los posibles grados de libertad que se irán incubando por dentro del orden. En
cuanto a la razón, es la que nos permite abstraer y enunciar los principios
generales que lo rigen, incluso nos lleva a proponer su refinamiento en aras de
beneficios generalizados invisibles al ejercicio inmediato de mezquindades y
apresuramientos; sin embargo, no ha de ser elemento suficiente para gestar por
sí sola el diseño y posterior aprendizaje institucional del cual nos venimos
ocupando.
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Capítulo III
LOS LEGISLADORES COMO PARTE DEL PROCESO DE APRENDIZAJE
De optimistas y pesimistas
Como siempre, habrá fundados elementos para ser optimistas y otros tantos para
ser pesimistas. A riesgo de mostrarme optimista sobre el asunto de fondo, y a
sabiendas que el período puesto en consideración es suficientemente largo para
no apagar el pesimismo que pudiera inundar, en alguna geografía, la suerte de
una o varias generaciones, encuentro que son incontrastables las huellas de
aprendizajes sociales, tales como los que en razón de la instauración del instituto
de la propiedad privada se aprontaron a remover en forma definitiva los nocivos
efectos de la tragedia de lo común.
Podemos pensar también en la liberación e igualación de los esclavos
prevaleciendo a las aparentemente inexpugnables conveniencias que, en virtud
de las legalizadas dominancias, disfrutaban sus dueños. Y aún queda espacio
para considerar igual la incorporación de la mujer a la vida pública, tanto política
como profesional, experimentada en países de occidente. ¿No son estos
ejercicios los que aventaron al hombre de sus precarias rusticidades a medida
que lograba elevarse, intelectual y espiritualmente, en el perfeccionamiento de
civilizaciones resplandecientes de sus mejores quilates?
Obviamente no estoy en condiciones de dar unívoca respuesta a la naturaleza y
suerte de estos hallazgos institucionales, ni de explicar la procedencia de su
puesta en marcha, pero ello no nos retira de la posibilidad de comentarlos
respaldados en el proceso factual que los convalida y da sobradas cuentas del
realismo de su ocurrencia.
En cualquier caso todas estas cuestiones obedecerán, a babor o a estribor, al
intento de estabilizar algún costado problemático del orden, cuando no a la
incesante búsqueda espontánea o anárquica de su mejor condición.
En suma:
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1) Tengamos presente que todo orden reclama endógenamente su propia
estabilización.
2) Que ella deviene como producto de su institucionalización, la que consiste en
amalgamar sus normas y las jerarquías internas de sus elementos, y la
configuración propia de sus estructuras de poder.
3) Que todas ellas están sustentadas desde la previa adquisición de algún criterio
de justicia.
4) Que, naturalmente, fruto de ello se instala su ethos rector, que es el credo
venerado por sus societarios sobre un cúmulo de valores prevalecientes.
5) Que por consiguiente late a su interior vívidamente un continuo proceso político
llamado a suministrarle equilibrio en respeto de los consensos que pudieran
alcanzarse o de las dominancias que no pudieran removerse. En ese marco es
que adquieren relevancia y fuerza determinativa las instituciones tales como el
derecho, la legislación, o el Estado, entendido como el administrador de justicia
pero también como el concentrador monopólico de la fuerza pública. Estas
instituciones son admitidas, en paradojal consecuencia, de manera optimista
como una solución o de manera pesimista como un problema.
A esta altura brota inminente que entre los problemas y sus soluciones median los
aprendizajes, y que en el marco de todo proceso político surgen aprendizajes
institucionales que pudieran ascender a distintos niveles o sucederse en
diferentes etapas. Casi intuitivamente asumimos que arribar a alguna forma de
convivencia precederá a alcanzar consensos más profundos en derredor de
mayores grados de libertad. Sabemos que el fluir de estos procesos va
delimitando órbitas públicas y privadas, al modo en que el césped se va tejiendo
entrecruzado en medio de las piedras, a veces prolijamente y otras desbordado
hasta sepultarlas. Así se manifiesta, según Adam Smith, la labor del legislador al
momento de garantir o entorpecer la convivencia, según obrare pleno de
prudencia o, inversamente, cuando se comportara con la arrogancia de un
hombre doctrinario.
Entonces, por un lado aparece una caracterización vinculada con el consejo de la
prudencia, obstinado siempre en el reconocimiento previo de los mínimos límites
de tolerancia y respeto que sujetan todo accionar en aras de una mejor
convivencia. Si la dinámica de la sociedad pudiera analogarse con la marcha de
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un tren, habría de tenerse en cuenta que la misma está acompañada por la
orientación de sus vías. Sin embargo, cuando se requiera el torcimiento de su
dirección, algún dispositivo ferroviario de cruce permitirá al guarda barreras un
cambio de vías sin fricciones, sin descarrilamientos, casi naturalmente,
acomodando la marcha conforme a su renovado deseo.
Acaso el cambio en búsqueda de algún redireccionamiento de las preferencias y
de los valores de una sociedad habría de ser facilitado desde la labor de aquel
legislador prudente, reconocedor pleno de la demanda de cambio pero también
del adecuado ritmo que asegura su factibilidad. Queda por aclarar al respecto que
un sistema de decisiones políticas bien abierto y competitivo habría de propiciar el
mejor entendimiento entre el sentir y el pensar de la gente con el de quienes los
representan y de alguna forma manejan las palancas de la legislación, de manera
tal de evitar con su suave uso las chances de descarrilamiento.
Sin embargo, por otro lado el propio Smith nos presentaba, inmersos en el desafío
de alcanzar una mejor convivencia, el riesgo de un legislador ya no prudente sino
doctrinario, exhibiéndolo pretencioso de un conocer superior, aunque de ningún
modo portador de la sabiduría que el ejercicio de la función recomendara. Así
pues lo describía como un riesgo degenerativo del sistema, toda vez que aquel
abusara del ejercicio del poder para desviarse del espontáneo ordenamiento que
lo precedía.
Nos lo pintaba el escocés nítidamente cuando indicaba que “el hombre dado a la
sistematización imagina poder ordenar los diferentes miembros de la Gran
Sociedad con la misma facilidad con que se disponen las piezas sobre un tablero
de ajedrez. No advierte que los trebejos no tienen otro principio motor que aquel
que la mano les transmite, mientras que, en el gran tablero de la sociedad
humana, cada pieza posee su propio impulso, siempre diferente del que el
legislador pueda desear imprimirle. Si ambos coinciden y actúan al unísono, el
juego resultará fácil y armónico y también, probablemente, grato y fructífero. Si
fueran opuestos o divergentes, el juego resultará penoso y la sociedad se hallará
en todo momento inmersa en el mayor desorden”.
En este último caso Smith nos presenta al legislador doctrinario estipulando una
ley que, cual cuerpo extraño, viene a perturbar el funcionamiento del orden social
distorsionándolo con su coacción y sus incentivos, alterando las actuaciones entre
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sus societarios y, para peor, corroyendo tal vez los sentimientos encargados de
amarrar y recubrir el sensible entretejido de todas sus relaciones interpersonales.
Esta cuestión modal del ser de sus legisladores nos habilita en el asunto de
fondo, que es de por sí una tensión de otro nivel, la tensión más profunda que
existe entre la necesidad de homogeneidades básicas para propiciar la vida en
sociedad sin conflictos y la que demanda diversidad suficiente para que de las
diferencias nazcan las verdaderas posibilidades de aprendizaje.
La libertad -que en el fondo es el grado de discrecionalidad de la gente dispuesto
dentro de un marco legal de igualdad- nos da cuenta que el logro de mayores
grados de tolerancia recíproca en el sentir, el pensar y el hacer efectivo de las
personas, tendrá directa relación con las mejores chances de advertir
innovaciones a futuro provechosas. Así pues, más grados de libertad
genuinamente asumidos por los societarios en forma de consensos basales,
enriquecerán las chances felicitarias de los participantes puestos en un todo de
acuerdo con esta clase de principios.
Sin embargo, la parición individual de tales resultados sólo ha de ser verificada
ex-post facto, por lo que el cambio de reglas del juego en una dirección más
liberal se apronta bajo el desafío político de darle verdadera remoción a los
miedos y los intereses de corto plazo que pudieran sofrenarlo. El aprendizaje de
vivir con más grados de libertad, que es a su vez naturalmente el de vivir con
mayor grado de responsabilidad individual, no escapa a la lógica de todo
aprendizaje, la que nos conmina a verificar sus efectos sólo tras haberlos logrado.
Lo que quiero decir es que uno se da cuenta que se eleva sólo después de
alcanzar la altura suficiente para detectarlo, y no antes. Imaginar, planear, actuar
y sentir por parte de cada uno en una realidad que es a su vez compartida no
estará exento de avatares y desencajamientos de toda índole, removibles sólo en
función de mediar la primera clase de aprendizaje, aquel de la convivencia, que
se encadena y realimenta recursivamente luego con la segunda clase de
aprendizaje, el que enarbola la libertad.
El problema nos enfrenta individualmente a cada uno pero al tiempo que atañe a
cada otro, sencillamente porque los haceres, sentires y decires de cada cual no
han de ser habitualmente indiferentes a los demás. Por tanto, existe una posición
de cada uno para con el colectivo, una visión personal acerca de cómo mejor
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funcionaría este orden y en relación a qué cosas están dispuestos a ofrecerse y
demandarse entre los propios societarios.
Quedará pendiente precisar si las inquietudes emocionales que promueven un
cambio serán seguidas de un plan o de una acción, para culminar con la
placentera remoción de la ansiedad que las precedía, o si tras esas primarias
inquietudes la casualidad, el accidente o la prueba y el error serán los canales
propicios para descubrir soluciones que, tras celebradas, serán recién cabalmente
entendidas
Por tanto, y tal como ya apuntáramos, la temática habilita su presentación en un
arco de posturas explicativas que la muestran desde los escoceses y la libre
evolución de sus órdenes espontáneos, hasta el constructivismo tipificado en la
postura de Hobbes como un acto racional de previa deliberación para contener las
profundas falencias humanas y habilitar como desde fuera o desde arriba la
propia gestación del orden.
Estas diferencias de enfoque quedan entonces desplegadas como si la sociedad
en su movimiento viniera cual tren, pitando en reclamo de la dirección de su
propio destino o, al contrario, pudiendo dirigirse sólo hacia donde el dibujo de las
vías la condujera conforme al designio de su planificador. ¿O quizás también, en
una simbiosis a diferentes grados, pudiera pensarse en la articulación posible de
ambas explicaciones?
Entonces, en medio de estas dos posturas situaría yo a los institucionalistas, más
cercanos a los evolucionistas, pues tal como su apelativo lo indica reconocen a
las instituciones dentro del curso de un complejo proceso social que las aviene y
rehabilita. Pero este reconocimiento también permite a los cientistas hacer ciertas
propuestas de sintonía fina entre ese credo axiológico subyacente al que
aludíamos antes y la formulación exegética de sus reglas, de cara a la refinación
de estas para mejor permitir saludables liberaciones de energías y las chances
felicitarias de sus agentes.
Podríamos decir entonces que los institucionalistas abren la puerta al académico
con el fin de explicar la lógica del proceso e intervenir mínimamente para facilitarlo
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hacia las comunes finalidades previas que hubieran podido ser proclamadas;
como interviniendo a favor de la corriente, conforme al mandato de la propia
evolución y a resguardo de evitar generalizados sometimientos por los cuales
pudieran incubarse las chances de futuros estallidos.
Ya hemos advertido insistentemente acerca de la imposibilidad gnoseológica que
sobrevuela las auténticas posibilidades de detección de tales mandatos colectivos
y de su efectiva inteligibilización, por lo cual, y a consecuencia de ello, las leyes,
sus incentivos y sanciones conllevan el riesgo de traducirse en costos sociales si
se cobran cierta independencia política al ser formuladas por fuera del ethos que
solicitaba su protección.
Y es en este punto donde luce monumental la labor de James Buchanan, tan
obsesionado por traslucir la disposición anticipada de mejores sets alternativos de
reglas constitucionales -limitantes de la amenaza política de tales desvíos- para
ser insertas cuando la ocasión se presentara viable. No caben dudas que
estamos en presencia de aportes interesados en brindar respuestas normativas,
afincados en el territorio de la ciencia política pero edificados merced a las
aportaciones de la metodología económica.
Buchanan, muy atento a la estructura de poder que todo orden incuba para
asegurar a sus societarios cierta clase de seguridades mínimas en el sentido
hobbesiano, se va alejando de Hobbes al enriquecer su prédica con el decir
contractualista de Spinoza, como sospechando que existe en algún momento de
la vida social espacio para mejorar los contratos sociales, para practicar aquellos
aprendizajes compartidos de los mejores sets de reglas posibles, y asestar límites
constitucionales sobre el poder de los soberanos.
Confiado en que de tanto en tanto y por razones políticas se abren, por lo general
ante una crisis, horizontes de más largo plazo donde priman menos las disputas
distributivas de toda coyuntura, Buchanan sospecha que los aparejos de reglas
previamente ofrecidos desde la neutralidad de la academia pueden cobrar vida
social en virtud de la sabiduría concentrada que portan gracias al trabajo
intelectual hecho en el vacío. Pero no debe confundirse el lector, pues una cosa
es pensar la ciencia política en el vacío y otra es intentar aplicarla como si tal
vacío existiese realmente. Acaso esta diferencia substancial es la que distingue
cabalmente la labor de Buchanan de la de John Rawls.
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Sobre las visiones de Hayek y Buchanan con relación al orden, a sus normatividades y potenciales aprendizajes
En algún apartado anterior hicimos una distinción entre órdenes espontáneos y
órdenes creados; en derecho el nomos sería un producto de los primeros en tanto
la legislación la referencia de los segundos. Conforme a la visión escocesa de la
que ya dimos abundante cuenta, el nomos es anterior a la legislación, la cual se
justifica artificiosamente como mecanismo de control sobre las ocasionales
reluctancias que pudieran desestabilizarlo y descapitalizarlo nomológicamente.
Con todo, es sabido que un orden aún muy cohesionado en las expectativas de
sus participantes pudiera estar amenazado desde el accionar de diminutos
bribones.
Bien diferente sería la situación cuando las homogeneidades básicas aludidas no
se hubieran consensuado espontáneamente, alejando al orden de su equilibrio
nomológico. Tal diferencia propondrá a la ley como un mecanismo de
consolidación aplicado exógenamente sobre el orden, pero desde el poderoso
designio de la facción dominante. De esta manera el orden, que gozaría por cierto
de menor autonomía, habría apelado a la coerción como forma de revenir un
equilibrio no de fondo, sino concebible sobre el eufemismo de cierta tregua
transitoria. Aquí la legislación y el nomos dejan de calcarse el uno sobre el otro,
se disocian, en tanto que la coacción legal terminará por atornillar el
enforzamiento constructivo del orden en beneficio de unos y perjuicio de los
demás.
Siempre en disputa por el papel protagónico o el de reparto, las fuerzas del
cosmos y del taxis podrán -en ventura de sus supremacías- echarse sombras
recíprocamente, subordinando la ley al nomos o, quizás, a la inversa.
Seguramente el Estado sea la mayor expresión conocida del taxis, y su monopolio
habilitante para positivizar las normas en leyes su función medular, en tanto que
esta función fuera concebida para poder garantir a los societarios la correcta
administración de la justicia. Sin su perjuicio, el alcance del orden público se
define con la envergadura y el protagonismo reservado al Estado.
El profesor Hayek nos ha advertido magistralmente que resulta indeseable y
altamente preocupante que el propio perímetro de la órbita pública sea la
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incumbencia particular de una decisión política madurada en su seno y
consagrada a través de sus resortes gubernamentales. Estamos hablando ni más
ni menos que de los parlamentos como ámbitos ocupados de tales cuestiones,
imaginablemente tentados a exacerbarse en sus funciones.
La división de poderes instituida en todas las constituciones modernas estuvo
pensada para garantizar la dilución de tal amenaza de concentración; en igual
sentido acuden las ideas de federalismo o la de sistemas electorales mas
competitivos, todas ellas apuntadas a establecer mecanismos de contrapesos
institucionales diseñados para el cruzamiento de los intereses entre los agentes
políticos del sistema.
A más de todo ello, el propio Hayek terminaría abogando por una legislatura de
asuntos estatales o administrativos incapacitada para sancionar leyes de
convivencia, en un intento por preservar al cosmos del deliberado designio del
taxis. ¿Qué veía el austríaco? Simplemente que la mayor previsibilidad invocable
desde el carácter positivo de la ley pudiera revenir en caprichosas inestabilidades
mutantes al son de las delirantes o mezquinas posiciones de sus representantes.
Ese divorcio, fruto de las alquimias intelectuales de sus mandatarios y mandantes,
se convierte en el talón de Aquiles de los órdenes democráticos. Al punto que,
como consecuencia de ello, pudieran aventurarse cambios legislativos
extravagantes y, a la postre, rígidamente limitantes de toda evolución, que se
ahogaría merced a la delegación de tal función en el Congreso.
Hayek habría de consternarse en hacer descansar la marcha del orden, como
asunto super-importante que es, en la limitada capacidad de los legisladores.
Buchanan, consciente del mismo problema, no pregonaría tal desdoblamiento a lo
ancho en dos órganos distintos, sino que preferirá solicitarlo más bien a lo alto,
eslabonado jerárquicamente en normas constitucionales e infraconstitucionales,
asentando un llamamiento a diferentes quórums para asestar modificaciones en
ambos niveles. Naturalmente la supremacía de los asuntos constitucionales, más
pétreos asentamientos de los aspectos axiológicos del orden, requerirían de
mucha prudencia. Sus modificaciones exigirían altos niveles de participación
popular y la disposición de mayorías muy importantes, cercanas a la unanimidad.
La misma preocupación en ambos pensadores emerge concurrente. Sin embargo,
la vocación contractualista de Buchanan no sería suficiente para obnubilarlo en el
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reconocimiento de que el orden era un proceso en curso y que su evolución nos
alejaría de cualquier momento cero en su originaria instancia constitucional.
El pensador americano acepta entonces que el andamiaje nomológico es fruto de
comportamientos anteriores, deslizados como un concurso de expectativas y
conductas convalidadas que a veces ganan aceptación generalizada y otras
veces cementan su vigencia desde la estructura de poder. A partir de ahí es que
habilita el campo propositivo de la ciencia política para la formulación de sistemas
nomológicos concebidos en solución y reforzamiento pareto-superior de las
amenazas y conflictividades del sistema. Su obsesión pasaba por un aprendizaje
intrademocrático destinado a dotar al ordenamiento de continuas
recapitalizaciones institucionales, llamadas a resistir el incesante empuje erosivo
de sus internas dominancias. La constitución, como límite superior, aspiraría a
refrenar toda patología degenerativa del orden, más aún cuando en razón de su
extensión se verificara una amenaza mayor, a consecuencia de la especialización
de sus representantes.
En resumen, en tanto que Hayek instará a propender una mayor tolerancia, a fuer
de conceder menores facultades de intervención a los órganos políticos, y
confiando contrariamente en la libre aplicación de las energías de los societarios
como fuente del enriquecimiento del orden, el profesor americano abordará el
asunto proponiendo mini-soluciones normativas acordadas bajo formas pareto-
superiores, obtenibles entre las partes interesadas a través de negociaciones que
pudieran darse a fin de facilitar el mejoramiento de algunos sin el menoscabo de
otros.
Entonces, prudencialmente, bien pudiera caber la posibilidad de trabajar en la
elaboración de normas pareto-superiores expeditas para el largo plazo. Sin
embargo, nótese que a nuestro modo de ver no ha de ser lo mismo intentar
verificar los márgenes ocultos por dentro de los cuales podría arribarse a un
acuerdo pareto-superior, fruto de una negociación o contrato algún día
positivizable constitucionalmente, que apelar a la tolerancia por mayores rangos
de libertad, compartibles por todos en mayores esferas del comportamiento. La
diferencia es que la primera pregona racionalmente una solución práctica de
ciencia política, removedora de dominancias actuales ya existentes, mientras que
la de Hayek invoca la presencia filosófica de un mandato moral que desciende de
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argumentos más generales y abstractos, fueren ellos discutiblemente más
ontológicos o utilitaristas.
Ambos campeones de la libertad parecieran ubicarse a diestra y siniestra del
espiral metodológico que hemos adoptado desde el comienzo mismo de este
trabajo para dar explicación a los posibles cursos de los fenómenos sociales y a
las verdaderas chances de sus aprendizajes. Sus aportes se muestran de modo
tal que, reconocido el orden cual torrentoso e irrefrenable magma, pudieran
añorarse las expectativas de algún benéfico intento racional de refinada
reconducción al margen, merced al cúmulo selectivo de propuestas
consagratorias de los aparejos que permitirían el mejor aprovechamiento de las
energías individuales desatables en el proceso.
Tales proposiciones, racionalmente argumentadas bajo la forma de positivas
sugerencias constitucionales, al ser intelectualmente adoptadas por quienes luego
lideran los cambios sociales podrán tenderse como puentes por donde proseguir
la evolución de un proceso social que, alimentado por ellas, pudiera terminar por
deglutirlas espontánea e inconscientemente a su seno.
Sin embargo, Buchanan no caerá en el error de pensar el set de soluciones
propuestas confiando ingenuamente en la posibilidad de un aprendizaje que
pudiera generarse del mismo modo en que se suscita en la mente de un
estudiante universitario, sino que vislumbra sus verdaderas posibilidades de
generalizada adopción social y política sólo tras el traspié de un orden que,
conformado telecráticamente (es decir, orquestado y enforzado bajo un plan
deliberado de gobierno) no habría podido dar realización a sus expectativas.
Buchanan habría entendido muy bien que lo telecrático de una sociedad abierta
no pasa por intentar llenarla de contenido y alinearla tras una función de bienestar
general inexistente, sino en darle forma a un conjunto de normas de rango
constitucional capaces de mejor orientar sus fuerzas creadoras y disponer sus
límites gubernamentales hacia un orden pareto-superior de concreciones
individuales, de los unos que no dañen los haceres e intereses de los otros.
El diseño constitucional desde esta aportación teórica estará a la espera de su
potencial implementación, como una alternativa a la que se pudiera echar mano
recién cuando se reconocieran políticamente en la opinión pública aquellas fallas
que, desde la academia, se hubieran advertido premonitoriamente al hacer foco
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sobre la futura suerte de un orden que se agota cuando es conminatorio de sus
libertades.
Por lo tanto, tal proceso de aprendizaje se manifestará más como un “aprehender”
que como un “aprender”, porque acaso el verdadero entender se reserve apenas
a quienes, liderando el cambio, sean capaces de elevar ejemplaridades
respetadas y aceptadas por el resto del colectivo, que termina por darles curso al
embarcarse por detrás de ellas.
Por último, es muy trascendente a los fines de nuestro estudio resaltar que este
modo de ser positivo en el acatamiento de la regla luce nomocrático, aún cuando
se embarga de un previo deber ser normativo pero telecrático (sólo de principios),
del que se nutre en abstracto. Se encuentra así lejos de poder instalarse a fuer de
utilizar la misma metodología que hubiera permitido su elaboración; como si lo
telecrático de un orden (de comunes cometidos) corrido más allá de las
aceptaciones que pudieran caberle en rededor de sus mini-proposiciones
institucionales, terminara por incubar de forma acumulativa y necesaria las
mayores chances de una posterior detonación.
Concluiremos entonces que la evolución, reconocida como un proceso en
marcha, ha de ser esencialmente nomocrática, aunque pudiera ser enriquecida
sólo marginalmente de mini propuestas científicas telecráticas capaces de
refinarla y elevarla en sus substanciales consecuciones.
Allí es donde se propicia posible la reconciliación de Hayek y Buchanan, allí
donde la racionalidad limitada sólo permite una limitada telecracia en el sentido de
"descubrir" racionalmente sus principios generales y enunciarlos en abstracto,
muy lejos de sus degeneradas formas de contenidos, llamadas también por
Hayek constructivistas, que presumen arrogantemente a la razón humana como
capaz de planear el orden y luego regularlo para darle cumplimiento a su
unificado cometido de bienestar general.
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Leviathan.
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the Theory of Entrepreneurship.
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