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Los Cuadernos de Arte LAS RAICES DE ORLANDO PELAYO F. Carantoña A poco de comenzar la década de los años sesenta, Orlando Pelayo, que pasaba ya de los cuarenta años, presentó en la ga- lena « Synthese», de Paris, una extraña serie de cuadros, los retratos apócrifos, que, en cierto modo, anunciaba tanto la madurez como el reencuentro explícito del pintor con sus obsesio- nes ocultas. Pelayo, hasta entonces, transitando caminos impuestos a empujones brutales, o con impulsos más halagadores, por el mundo que le rodeaba, había ido como retrayéndose, o despo- jándose, buscando la utilidad a través del asce- tismo. En sus últimos cuadros de los años cin- cuenta la luz venía como de las entrañas de la pintura. Se había perdido en ellos cualquier re- rencia a formas concretas. Eran como los mojones de un camino que conducía a la autodestrucción. Parecía como si el pintor quisiese llegar a la su- prema pureza a través de algo muy parecido al aniquilamiento, o que quizá intentaba convencerse de que el arte es una mentira en la que resulta necesario creer, como escribiera alguna vez Pablo Picasso. Con la aparición de los retratos apócrifos Pe- layo se revela al contemplador de una manera dirente. Todo ocurre lo mismo que si el pintor considerase las obras inmediatamente anteriores como la definición de un espacio despoblado, lleno ahora de habitantes en virtud de un impulso inesperado e invencible. Pero la aparición de esos habitantes, la actividad de su energía en el espacio que antes estuvo desierto, crea una nueva situa- ción plástica. La luz en una llanura no lucha con- tra nada, ni define ningún volumen. El resplandor en un bosque entra en batalla, combate con los objetos opacos, pugna y contrasta con las som- bras. Pelayo ha redescubierto así, por necesidad, el claroscuro y la elocuencia de los oramientos cromáticos agrios e inesperados. Dentro de la pintura de Pelayo la serie de los retratos apócrifos constituye, en el fondo, una es- pecie de reencuentro. Las figuras que van a darle una nueva intención al espacio, insinuadas pri- mero a través de concreciones rmales indecisas, que podrían integrarse en la abstracción gestual o expresionista, adquieren de repente una identidad determinada. No vienen de afuera, sino de adentro. Son la consecuencia, o el brote, de unas viejas semillas. Todo está ocurriendo como si Pelayo, desde sus primeros balbuceos pictóricos, cuando era adoles- 40 cente armado en el Ejército de la República, o exiliado miserable en Argelia, o regiado en cor- di proceso de integración en el oranesado, y más tarde ya, en París, pintor lúcido y con esperanza, digo que todo ocurrió como si Pelayo, en ese período de formación, se encontrase, en realidad, en una etapa de espera, sintiendo germinar en el corazón y en el cerebro viejas semillas, cuya pre- sencia activa le llegaba en forma de barruntos y rumores. Pelayo hacía una especie de canastilla para el uto que habría de llegar con la pintura Pareja, /965. Mujer, 1973. despojada y austera que desembocó en obras se- mejantes a paisajes contemplados desde el cénit. Los nuevos cuadros de la serie retratos apócri- fos, que sería seguida por la desendada -y hasta blasma- «Pasión según don Juan», y q e más

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Los Cuadernos de Arte

LAS RAICES DE

ORLANDO PELAYO

F. Carantoña

Apoco de comenzar la década de los años sesenta, Orlando Pelayo, que pasaba ya de los cuarenta años, presentó en la ga­lena « Synthese», de Paris, una extraña

serie de cuadros, los retratos apócrifos, que, en cierto modo, anunciaba tanto la madurez como el reencuentro explícito del pintor con sus obsesio­nes ocultas. Pela yo, hasta entonces, transitando caminos impuestos a empujones brutales, o con impulsos más halagadores, por el mundo que le rodeaba, había ido como retrayéndose, o despo­jándose, buscando la utilidad a través del asce­tismo. En sus últimos cuadros de los años cin­cuenta la luz venía como de las entrañas de la pintura. Se había perdido en ellos cualquier refe­rencia a formas concretas. Eran como los mojones de un camino que conducía a la autodestrucción. Parecía como si el pintor quisiese llegar a la su­prema pureza a través de algo muy parecido al aniquilamiento, o que quizá intentaba convencerse de que el arte es una mentira en la que resulta necesario creer, como escribiera alguna vez Pablo Picas so.

Con la aparición de los retratos apócrifos Pe­layo se revela al contemplador de una manera diferente. Todo ocurre lo mismo que si el pintor considerase las obras inmediatamente anteriores como la definición de un espacio despoblado, lleno ahora de habitantes en virtud de un impulso inesperado e invencible. Pero la aparición de esos habitantes, la actividad de su energía en el espacio que antes estuvo desierto, crea una nueva situa­ción plástica. La luz en una llanura no lucha con­tra nada, ni define ningún volumen. El resplandor en un bosque entra en batalla, combate con los objetos opacos, pugna y contrasta con las som­bras. Pelayo ha redescubierto así, por necesidad, el claroscuro y la elocuencia de los afloramientos cromáticos agrios e inesperados.

Dentro de la pintura de Pelayo la serie de los retratos apócrifos constituye, en el fondo, una es­pecie de reencuentro. Las figuras que van a darle una nueva intención al espacio, insinuadas pri­mero a través de concreciones formales indecisas, que podrían integrarse en la abstracción gestual o expresionista, adquieren de repente una identidad determinada.

No vienen de afuera, sino de adentro. Son la consecuencia, o el brote, de unas viejas semillas. Todo está ocurriendo como si Pelayo, desde sus primeros balbuceos pictóricos, cuando era ad oles-

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cente armado en el Ejército de la República, o exiliado miserable en Argelia, o refugiado en cor­dial proceso de integración en el oranesado, y más tarde ya, en París, pintor lúcido y con esperanza, digo que todo ocurrió como si Pelayo, en ese período de formación, se encontrase, en realidad, en una etapa de espera, sintiendo germinar en el corazón y en el cerebro viejas semillas, cuya pre­sencia activa le llegaba en forma de barruntos y rumores. Pelayo hacía una especie de canastilla para el fruto que habría de llegar con la pintura

Pareja, /965.

Mujer, 1973.

despojada y austera que desembocó en obras se­mejantes a paisajes contemplados desde el cénit.

Los nuevos cuadros de la serie retratos apócri­fos, que sería seguida por la desenfadada -y hasta blasfema- «Pasión según don Juan», y q�e más

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adelante se completaría con las series grabadas para ilustrar varios sonetos de Quevedo, o el La­zarillo de Tormes, o las Coplas de Jorge Manri­que, descubrían al verdadero Orlando Pelayo, in­dicaban que el pintor se había dado cuenta de que ya se conocía a sí mismo plenamente, y que podía decir, por tanto, como don Quijote, «yo sé quién soy».

¿ Y quién era, quién es, ese Pela yo que se revela en la figuración recobrada, en la lucha de la luz con las tinieblas, en la exploración del claroscuro,

La abadesa de Tarazana, 1974.

en la creación de espacios dramáticos, en la im­plantación de bultos extraños, desfigurados por el sarcasmo o entenebrecidos por el misterio?

Ese Pelayo, el Pelayo de siempre, era, es, se­guirá siendo, un ser fronterizo, morisco, o hebreo,

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o iluminado, del siglo XX, que por serlo mirahacia atrás, y conserva formas y modos de lostiempos lejanos, anteriores a la expulsión; quevive en el presente y en el pasado siendo ambostiempos idénticamente actuales para él; que estáinserto en una cultura propia, recibida con la san­gre y que también se encuentra integrado en unacultura nueva, que le llegó en la vida divagante dela diáspora y en el hogar, permanentemente provi­sional donde quedó fijado su exilio. Son tan leja­nos, y tan vivos, para él los escenarios de la

infancia -en Asturias, en Extremadura, en la Mancha-, como las zozobras de la guerra y el destierro; está tan presente en su ánimo el descu­brimiento virginal del mundo como las lecturas primerizas del Quijote; el espíritu institucionista

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que le imprimió su padre -educador que encontró en el hijo la mejor materia donde aplicar su voca­ción- coexiste en el espíritu de Pelayo con el hallazgo de un nuevo modo de entender la pintura, a través de la aproximación a la revolución impre­sionista, que para sus ojos de adolescente fue una fecunda novedad de la cultura francesa en' la que comenzó a integrarse con sosiego después del su­frimiento inicial en el campo de concentración ar­gelino.

Pelayo, emigrado en París, con esa multiplicada

El descifrador de presagios.

Es el pájaro quien hace la pluma.

condición de desterrado hispano que se derivó de su estadía en el norte de Africa, volvía a lo suyo, �a lo ancestral, con la serie de los retratos apócri­fos. Velázquez, Quevedo, Goya, los paisajes fami­liares, cada uno a su manera, todos integrados en

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un conjunto vivencia! que Pelayo palpaba en su subconsciente, se convirtieron así en interlocuto­res permanentes con los que había una cita diaria en las páginas de los libros o en los oscuros pasi­llos de la nostalgia.

Ese Pelayo recuperado, que tenía como una vida secreta, alimentada, por ejemplo, con la lec­tura de las novelas picarescas, o con la búsqueda de las más lejanas y hondas raíces hispánicas, instalado en la actualidad parisina al mismo tiempo, corría el riesgo de colocarse en una situa­ción intelectual falsa, o pícara, semejante a la que condujo a Lesage a escribir el «Gil Blas de Santi­llana». Y o creo que ese riesgo rondó a Pela yo a través, por ejemplo, de la lectura de las Cartas de Mariana Alcoforado, -personaje a quien dedicó uno de sus retratos apócrifos- la extraña monja portuguesa que tuvo existencia real, y que tam­bién fue inventada, en su vulcanismo erótico, por el francés caballero de Chamilly. Pela yo se libró de ese peligro, o de esa tentación, porque él, al volcarse hacia lo peninsular, o hispánico, no es­taba descubriendo un universo abigarradamente pintoresco sino reencontrando su propia autenti­cidad existencial. Y ello se comprueba, sobre todo -porque los ácidos y el buril son demasiado pene­trantes para no revelar los impulsos frívolos dequienes los manejan- ello se comprueba, digo, enlas series grabadas de Pelayo, almacén de interro­gantes y adivinaciones donde no está presente niel menor rastro de pintoresquismo superficial.

Pelayo es el producto del solapamiento de rit­mos temporales diferentes, de escenarios vitales diferentes, con una apariencia desorientadora por su diversidad, que al final se quedó libre de inde­finiciones al instalarse el pintor' con plena con­ciencia de lo que hacía, y sin renunciar a nada de lo que había vivido, en su auténtica ancestralidad. Pudieron más en él las raíces que las ramas injer­tadas.

Desde las raíces, desde la compleja y recurrente cultura española, desde los desgarramientos espi­rituales de lo hispano, desde la pluralidad a veces fratricida de lo ibérico se puede interpretar, o comprender, sin mayores dificultades, el sentido de la pintura de Orlando Pelayo.

Pelayo lleva dentro de sí tantas nostalgias como sonetos escribió Quevedo, como meninas pintó Velázquez, como monstruos dibujó Goya, o como escenas raheces se esculpieron en los capiteles o en los canecillos de nuestro románico. Resuenan dentro de sus cuadros las viejas canciones hebreas o mozárabes, la música de Cabezón, los chismesde «los avisos», de Pellicer, las melancolías ybrutalidades del romancero ... Y todo ello surge enunos lienzos iluminado por una luz extraña, comoenvejecida, -la lucidez derivada de la cultura y desu amancebamiento con la historia- una luz que enriquece, y describe y grita, y .... testimonia, y alumbra la actualidad desde ..., la lejanía.