las nieves de ganímedes

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«Cuando la Orden de Ingenieros Planetarios envió a Hall Davenant hacia Ganímedes para evaluar la potencial terraformación de esa fría y estéril luna joviana, tenían en claro que el trabajo sería dificultoso. Adaptar cualquier cuerpo celeste para que se asemeje a la Tierra, es decir, procurarle un suelo fértil, agua potable y una buena atmósfera respirable, sería la tarea más grande y más importante que alguna vez intentaran los Ingenieros. Pero no habían contado con los colonos de Ganímedes, quienes nunca habían olvidado su propia naturaleza humana y algunas viejas costumbres heredadas de su planeta natal: la intriga, la intolerancia y la traición.»Así comienza «Las Nieves de Ganímedes», relato de 1954, donde Poul Anderson describe el ascenso, apogeo y caída de La Liga Psicotécnica o Liga de los Psicotécnicos. Si eres un lector de cierta edad, quizás encuentres algún asombroso parecido entre los términos «Liga de la Psicotecnia» y los «Maestros de la Robotecnia». Pues no te equivocas, dado que en los años ochenta, los vivillos libretistas yanquis de la versión en inglés del recordado Animé Robotech, homenajearon —para no decir que le afanaron la idea— al maestro Poul Anderson, creando aquella entidad que controla las cuerdas del destino de la humanidad desde las sombras.

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LAS NIEVES DE GANÍMEDES POUL ANDERSON

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Cuando la Orden de Ingenieros Planetarios envió a Hall Davenant hacia Ganíme-des para evaluar la potencial terraformación de esa fría y estéril luna joviana, te-nían en claro que el trabajo sería dificultoso. Adaptar cualquier cuerpo celeste pa-ra que se asemeje a la Tierra, es decir, procurarle un suelo fértil, agua potable y una buena atmósfera respirable, sería la tarea más grande y más importante que alguna vez intentaran los Ingenieros. Pero no habían contado con los colonos de Ganímedes, quienes nunca habían ol-vidado su propia naturaleza humana y algunas viejas costumbres heredadas de su planeta natal: la intriga, la intolerancia y la traición.

REPARTO

HALL DAVENANT Había descubierto que la física nuclear era más fácil de entender que el

comportamiento de las personas.

ARTHUR LYELL Su principal defecto consistía en ser demasiado civilizado.

TORVALD KRUSE

Los pensamientos profundos nunca habían sido su característica más fuerte.

ÁNGEL-TRES GARSON En su mundo era un ángel; en el nuestro, sería un demonio.

CINC-CUATRO HALLECK

Alguien había tironeado demasiado de las cuerdas de esta marioneta humana, hasta que finalmente se cortaron.

ROBERTS-JOHN

Permanecía escondido como un topo, esperando a que apareciera su verdugo.

THE SNOWS OF GANYMEDE POUL ANDERSON

1954 ©ACE BOOKS, INC. 23 West 47th Street, New York 36, N. Y.

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CAPÍTULO 1

Tres hombres muertos marchaban sobre la cruel extensión de un gélido tártaro. Sus pies tropezaban continuamente en la roca congelada bajo la macilenta luz, mientras el ralo barboteo del viento persistía en golpetear cruelmente el triplexi-glás de sus cascos. Alrededor de ellos todo era nada y muerte y piedra desnuda; un parco y venenoso remolino de nieve que no era nieve, azotaba el paisaje y luego se quedaba inmóvil y crujiente bajo sus pasos. Júpiter estaba bajo en el horizonte sur, como un inmenso y resplandeciente escudo ambarino. Habían estado caminando por mucho tiempo, y a los tres se les antojaba una eternidad; adelante, no había más que otro interminable trecho blanquecino por recorrer. La conversación había fenecido dentro de ellos. Sus pies eran agarrota-das masas pétreas que se levantaban y martillaban el suelo una y otra vez. El en-tumecimiento y la poca conciencia que les quedaba les impedía sentir el sordo golpeteo de sus botas contra la roca y la nieve. Hall Davenant se preguntó débilmente si todo esto era parte de un extraño sue-ño, y si en realidad estaba caminando por nada y hacia ninguna parte a través de las nieves de Ganímedes, con un insoportable Júpiter en el horizonte y un cielo estrellado como únicos e inmutables testigos. La pertinaz duermevela en la que se encontraba sumido le impedía discernir si todo este trajín, aquí o en cualquier otro lugar de esta luna, no habían sido otra cosa además de un febril producto de su imaginación. Entonces, Yamagata dijo algo y después de un silencio tan largo, la estupefacción al oír una voz remota y atonal los despertó de su letargo. —No vamos a conseguirlo. Hubo otro intervalo de silencio mientras Kruse buscaba las palabras. Luego respondió: —Tal vez; pero tampoco tiene sentido sentarse a esperar el milagro… ¡Levanta el pie izquierdo; muévelo hacia adelante; bájalo! ¡Levanta el pie dere-cho; muévelo hacia adelante; bájalo! —De esta forma, nunca lo conseguiremos —dijo Yamagata, y sacudió con fuerza el manómetro y el medidor que llevaba en su hombro con una mano enguantada. —Miren —continuó—, tenemos apenas oxígeno para dos horas más, y energía pa-ra tal vez tres, pero de nada nos servirá mantenernos calientes si no podemos respirar. —Oh, está bien —dijo Kruse—. De todas maneras, quizás estemos caminando en círculos, y mi me encanta caminar… ¡Levanta el pie izquierdo; muévelo hacia adelante; bájalo…! Hubo un tiempo, y que ahora le parecían miles de años atrás, en que Davenant no pudo haber escuchado hablar así a sus compañeros sin haber sentido espanto ante esa brutal conversación; pero el frío, el hambre y el cansancio habían avan-zado tanto sobre su aplastada conciencia, que ya nada le importaba. Los tres hombres seguían marchando, obnubilados y torpes enfundados en sus robustos Thaddeus. Parecía que unos demonios los estaban empujando hacia la Oscuridad Final.

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En su modorra, Davenant consideró toda aquellas esperanzas y anhelos que al-guna vez habían anidado dentro de él; desde siempre, había tenido la intención de convertirse en un soldado en la guerra más honesta emprendida alguna vez por la Humanidad: la pelea de todos los hombres contra una Naturaleza ciega e indiferente, que imponía siempre su voluntad. Pero ella es demasiado fuerte, ca-viló vagamente; con una casual y gigante contorsión matricida podía destruir mundos enteros, y condenar a sus propios hijos a la aniquilación. No, ésta no es la forma en que un Ingeniero debe pensar, se reprochó a sí mis-mo. Al enfrentar las garras de la muerte, debería conservar un dejo de carácter. Es verdad que Ganímedes los había humillado y desahuciado hasta dejarlos iner-mes en esa feroz intemperie, pero no debía dejarse vencer. No ahora. Yamagata continuó hablando, casi ausente: —Podríamos estar más o menos en la dirección correcta… y quizás nos den una aceptable recepción, siempre y cuando lleguemos… —O simplemente podrían dispararnos —dijo Kruse—. Deje de soñar. —Deberían estar más allá de aquellos montes —dijo Yamagata—. Calculo que se-rán unas tres horas más de caminata. Y tenemos oxígeno para otras dos… ¡Levanta el pie derecho; muévelo hacia adelante; bájalo…! —Ahora, la información que les llevamos podría convertirse en un buen negocio; más importante que la vida de alguno de nosotros —continuó Yamagata—. Ade-más, la Abadía también debe enterarse. Bien, tengo una idea. Kruse resbaló en una fárfara de hielo. Se vio a sí mismo cayendo lenta, cansada-mente. Se levantó, desmañado, sin molestarse en maldecir. —Torvald, ¿Te espera alguien en casa? —le preguntó Yamagata. —Ajá —dijo Kruse—. Mis padres, un par de hermanas. Y una chica que quizá ya no me recuerde. —¿Y qué hay de ti, Hall? —Nada que decir —dijo Davenant, lacónicamente. —Bueno, está bien. Además ustedes son más jóvenes que yo… Oigan, esperen un minuto… Yamagata se detuvo. Los otros dos dieron algunos cortos pasos más en esa débil gravedad antes de que sus somnolientos cerebros procesaran estas palabras. Se dieron vuelta. El rostro de Yamagata era como una tensa tela amarilla bajo la cerúlea luz de Jú-piter. Tenía una leve sonrisa mientras contemplaba a su alrededor. —Quizás esculpan mi nombre en bronce en el Museo de los Héroes o alguna ton-tería por el estilo —dijo—. Lo que deseo que hagan, si es que sobreviven, es be-berse una cerveza en mi honor en el Faro de Luna City. —¡NO! Espere un minuto… —chilló Kruse, mientras daba un paso hacia él, pero llegó tarde. Yamagata ya había cerrado sus válvulas de oxígeno. Rápidamente, liberó el seguro y se quitó el casco. El aire húmedo contenido en el Thaddeus y en el casco eructó sibilante al exterior como un gris y gélido vaho. La sangre burbujeó en sus labios, y borbotó de su nariz y de sus orejas hasta que la presión disminuyó y el flujo sanguíneo se con-

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geló. El planetólogo se tambaleó algún tiempo antes de perder el equilibrio y caer lentamente. En cuestión de segundos, su rostro, bajo la repentina máscara de hielo, se hinchó y se deformó más allá de lo humano. Kruse se encorvó encima de él. Incluso a través del voluminoso traje, lo sintió estremecerse hasta quedar rígido. —No debería haber hecho esto —dijo entre dientes—. No debería haberlo hecho. El silbido del viento se filtró bajo su voz en el interCom, como un suspiro fantas-mal. Davenant se sintió enfermo, pero sintió que la instintiva energía de su adiestra-miento había regresado dentro de él. Este sacrificio era parte de lo que significaba ser un Ingeniero. Al final, Yamagata le había devuelto ese orgullo. —Acaba de darnos una hora extra de oxígeno a cada uno —dijo. —Sí. Pero ojalá nunca lo hubiera hecho —respondió Kruse, quedamente. —Alguno tenía que hacerlo, y lo sabes —dijo Davenant, mientras sentía lágrimas calientes rodando sobre sus mejillas—. Vamos. No perdamos más tiempo. —De acuerdo. Kruse giró el abotagado cuerpo y lo puso boca abajo, desconectando los oxipacks y los acumuladores. Luego, lentamente lo acostó boca arriba, tratando de cruzar sus casi rígidos brazos sobre su pecho, sin conseguirlo. Tampoco pudo cerrar sus abultados y lechosos ojos en blanco, que se habían salido de sus órbitas. Lo con-templó unos momentos y después se incorporó rápidamente para ayudar a Dave-nant a colocarse el equipo nuevo. —Marchémonos de aquí —dijo. Rodearon un oscuro y ríspido peñasco hasta que el cuerpo se perdió de vista. Al cabo de un rato, Davenant comentó: —Me pregunto si no nos tocará hacer lo mismo. Un sobreviviente es mejor que ninguno. Deberíamos echarlo a la suerte. —No —replicó Kruse—. Ni lo pienses, chico; dos es mejor que uno. Sigamos. Davenant negó con la cabeza, como si estuviese herido, pero esta experiencia le había devuelto su apostura. Al caminar, se dejó llevar por los recuerdos, hasta el punto donde todo esto había comenzado. ¡Levanta el pie izquierdo; muévelo hacia adelante; bájalo! ¡Levanta el pie dere-cho; muévelo hacia adelante; bájalo!

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CAPÍTULO 2

Vista desde afuera, bajo la brillante y feroz llamarada del sol y el suave azul pro-fundo que se desplomaba desde la Tierra, la Abadía se asemejaba al típico y fan-tástico castillo embrujado de los cuentos. Estaba asentado al borde de las crueles cúspides del cráter Arquímedes, como si fuera el nido de algún desalmado prínci-pe medieval. Edificado con bloques de roca oriunda de la zona, sus grandes torres y almenas formaban toscos muros sin desbastar de un espesor inmenso. Todo esto tenía un propósito, desde luego: resistir el paso del tiempo y las extremas condiciones climáticas del espacio. Pero en apariencia, todavía lucía arcaico. Se veía como si hubiera estado en la Luna desde siempre. Lo rodeaba una carretera que serpenteaba hasta un campo de aterrizaje para co-hetes de cabotaje Tierra-Luna; más allá, una dársena espacial, dónde los brillan-tes navíos apuntaban como lanzas hacia el espacio. Había también plataformas subterráneas de lanzamiento de proyectiles. Estos arsenales estaban bastante bien escondidos, o lo suficiente como para que nadie hablara sobre ellos. Espera-ban allí abajo, quietos y silenciosos, ese día problemático que pudiese o no venir. Dentro de la Abadía, todo era una interminable madriguera de cuartos y pasajes, desde el subsuelo hasta las torres más altas. Una cierta cantidad de estas recá-maras se destinaba al mantenimiento; otras, al sistema de soporte vital: comida, agua, aire, y la provisión de energía. En caso de necesidad, todo el lugar podría hacerse autosuficiente. Los demás cuartos se destinaban al almacenaje; los más asépticos se reservaban para los laboratorios, dónde la experimentación y la in-vestigación nunca finalizaban. El resto servía para salas de asamblea, restauran-tes, centros de recreo y dormitorios. Caminando por sus intrincados pasillos, los oídos se arrullaban con el perpetuo susurro de ventiladores y motores, pasos, conversación, y a veces, música. Así era la Academia Arquímedes, cuartel general y centro de capacitación de la Orden de los Ingenieros Planetarios. Pocos la llamaban de otro modo que no fue-se la Abadía. Hall Davenant caminaba por una de sus galerías de gruesa roca lunar. A pesar de haber sido revestidas por tapices y murales y bañadas por la cálidamente artificial luz de los fluorotubos, nunca se había logrado atenuar la melancolía que rezuma-ban esas paredes. Caminaba rápido y sucintamente; sus orgullosas botas recién lustradas taconeaban el suelo y su chaqueta azul y sus pantalones al tono forza-ban cierta gallardía. Este era su uniforme de Servicio. Sus hombros lucían sendos cometas de plata que indicaban su flamante jerarquía de Tech-Dos, y en su pecho, la insignia del átomo de helio destacaba su especia-lidad en Nucleónica. Era un blondo hombre joven, con cierta franqueza en su mi-rada de ojos celestes y con su cabello bien recortado, como correspondía al apro-bado estilo de los Ingenieros. Pasó a un par de adolescentes cadetes que lo saludaron haciendo una mecánica parodia del gesto. Igualmente correspondió al saludo, pensando que los niños se-rían siempre un fastidio, riéndose en secreto de los rituales, hasta que, tarde o

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temprano, terminaran entendiendo el respeto a sus superiores. Eso era parte del entrenamiento. Si lo sabría él, que se había graduado hacía sólo tres años. Más adelante, se topó con un viejo técnico de laboratorio, que lucía bastante des-aliñado con su camisa suelta y con una corta barba de tres días. Tenía las típicas características del jubilado: la mirada cansada y desolada de un hombre que había servido en su juventud en el espacio profundo y que ahora, ya retirado del servicio activo, se lo destinaba en la Abadía para enseñar, para investigación científica o para algún rutinario trabajo de escritorio. Se acercó y detuvo a Dave-nant, quien lo conocía de vistas. —Escuché por ahí que se dirige a Júpiter —le espetó el technie. —Bueno… Sí. Es sólo un viaje de prospección —contestó el joven. —Ya lo sé. Simplemente me preguntaba si no sería una molestia para usted traerme algunas muestras de calistita verde. He gastado toda la existencia que teníamos, y quisiera seguir experimentando con esa cosa. Si supiera los condena-dos fenómenos que vimos. —Lo haré. Pero recuerde que la geología de Ganímedes es diferente, y creo que sus minerales también lo son, hasta cierto punto —contestó Davenant casi tri-vialmente. —Es cierto; pero cuando lo haga, siga mi consejo: nunca cave hoyos de cincuenta kilómetros de profundidad sin conocer las propiedades de los estratos. Yo perdí más de dos meses de trabajo en Marte una vez, porque no supimos qué tan fiable era la arenisca alrededor de Thor. ¡Por el amor de Dios, invierta un poco de tiem-po en una exploración ultrasónica antes de ponerse a excavar! —Desde luego. Davenant se escapó tan pronto como la decencia se lo permitió. ¡Después de siete años de entrenamiento, pensó, y tres de servicio en el espacio, Venus y el Cinturón, que nadie me venga a decir como trabajar! Aunque el espacio seguía revelando sus misterios día a día, los planetas seguirían siendo enigmáticos en formas sorprendentes y mortíferas. Nunca se podría estar seguro. Un Ingeniero siempre caminaba con su vida en la palma de sus manos. Los laboratorios estaban allí para darles cierta seguridad, pero aun así las tabletas en el Museo de los Héroes seguían acumulándose periódicamente. Se acercó a la puerta de la oficina y presionó el botón del scanner, que leyó la huella digital de su pulgar. El hombre adentro, Lyell, vio su cara y se apresuró a abrirle la puerta. Davenant entró, se cuadró en postura de atención y saludó. Lyell era su nuevo capitán, y de la clase que sigue respetando los protocolos ce-remoniales aun entre colegas y veteranos. El encanecido y parco oficial le señaló negligentemente una silla. La oficina estaba amoblada tan austeramente como la mayor parte de la Academia. Eso tenía un propósito definido, como todo lo demás; evitaba la malacrianza, obligando a los individuos a sufrir una leve incomodidad, de la cual encontrarían suficiente en el espacio profundo. Estos hombres, los que deseaban permanecer en la Orden, nunca se casaban. Vivían en la Abadía, y sus recreos con permiso —y esporádicas

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juergas— se manejaban tácitamente o de incógnito. Por supuesto, los sobrevi-vientes o los que alcanzaran cierta antigüedad eventualmente contraían matrimo-nio. Luego se mudaban a los apartamentos subterráneos al pie del castillo, donde se convertían en hombres de laboratorio o Technies. Y el capitán Lyell estaba por alcanzar ese punto; demasiado viejo para el Servicio. Pocos Ingenieros alguna vez abandonaron la Orden. Sus siete años como cadetes incluían también entrenamiento mental bajo la tutela de los más experimentados profesionales de los Mundos Interiores; y cuando esa educación terminaba, la Or-den y su espíritu de cuerpo permanecía enraizada firmemente en ellos. Davenant miró alrededor. Parecía que todos los demás estaban allí presentes: el planetólogo Akihito Yamagata, menudo y siempre callado; el constructor Torvald Kruse, corpulento, pelirrojo y alegre, hijo de un ranchero de Venus; el ingeniero mecánico René Falkenhorst de Marte, alto, enjuto y sombrío; y por último, el exobiólogo Yuan Li, rechoncho y sonriente. Permanecieron allí sentados, alrededor del escritorio del capitán, silenciosos y ro-deados por una suave neblina de cigarrillos y pipas. Estos hombres de Servicio o Trotalunas, como se hacían llamar entre ellos, aprendían a conservar el aliento hablando lo menos posible, a fin de no agotar el suministro de oxígeno en un viaje largo. Asimismo, en casi cualquier reunión de curtidos veteranos, era implícito y culposamente preferible fumar a pronunciar una palabra. —Quería tener una pequeña plática con todos ustedes —enunció Lyell, mientras sus ojos recorrían el círculo de hombres—; como todos ustedes sabrán, muy pronto nos pondremos en camino hacia el Sistema Joviano para hacer un estudio preliminar; la Orden nos requiere para terraformar Ganímedes y Calisto. No nece-sito decir que es un trabajo enorme y solamente la prospección podría tomarnos un año; así que, ¿Todos ustedes están dispuestos a ir? —Por supuesto —soltó Davenant, y se sintió presuntuoso por haber hablado. —No sabemos casi nada del Sistema Joviano o de sus colonos —prosiguió Lyell—. Estuve recopilando material informativo y diversos artículos de la biblioteca y es muy poco lo que tenemos; esas lunas parecen ser pobres en recursos naturales, así que tendremos que estar alertas sobre como vamos a amortizar todo este es-fuerzo… Lyell debió haber notado el cambio apenas perceptible del gesto de Davenant, pues sonrió y explicó: —Sí, sé que eso suena en contra del espíritu del Acta de la Unión. Los Ingenieros Planetarios existen para hacer que el Sistema Solar sea accesible a todos los hombres, independientemente de su raza, credo, o afiliación política. No obstan-te, desde que la Orden se libró de ser una rama del gobierno de la Unión y se convirtió en una organización independiente, tendrán que pagarnos por nuestro trabajo —carraspeó y continuó—; pero hasta donde sé, siempre hemos hecho las cosas bien. Como sabrán, somos la organización privada más rica e influyente en todo el Sistema; pero un trabajo entero de transformación planetaria sería tan costoso que no podemos dejar que nuestra economía entre en rojo. Los colonos jovianos son pobres productores de materiales fisionables, y probablemente ten-drán pocos deseos de compartir con cualquiera lo poco que gozan; así es que

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buscaremos otros recursos. De hecho, quizás tengamos que establecer algunas industrias para ellos, de forma que pudieran conseguir manufacturas con las cua-les pagarnos. Tengan bien en cuenta ese problema. —Bueno, siempre necesitaremos pequeñas naves espaciales y repuestos para la maquinaria —dijo Falkenhorst—. Deberían poder pagarnos con eso. —Es una buena sugerencia —replicó Lyell—, excepto que lo que yo quería enfati-zar es esto: ustedes saben que la Orden es estrictamente no política. Desde siempre, los acontecimientos nos han justificado. Durante la última Revolución Humanista, por ejemplo, fuimos la única corporación que permaneció neutral. Nos desentendimos del gobierno porque anticipamos y vimos venir los problemas; pues bien, los problemas llegaron y como todavía no tienen solución, las cosas van a seguir empeorando antes que se mejoren… Además, la fuerte reacción an-tigubernamental que va en aumento en la Tierra, nos obliga a seguir mantenién-donos fieles a nuestras habilidades. Los Trotalunas comenzaron a bostezar para sus adentros. —Y en Júpiter —prosiguió Lyell—, no sabemos con qué cuestiones vamos a lidiar: como es el único estado independiente que todavía permanece fuera de la Unión, desconfía de las políticas de los Planetas Interiores y creo que no nos darán las gracias por meter nuestras narices en sus asuntos… —Bueno, a nosotros tampoco nos van a gustar mucho —interrumpió secamente Kruse—, así que desde ahora se pueden ir yendo un poco a la… —Justamente es esa clase de reacciones lo que tendremos que evitar —replicó el capitán—: por lo poco que sabemos, la sociedad joviana es un pandemonio tan turbulento que está tironeada por muchos grupos conflictivos de poder… así que no importa cual sea la provocación, recuerden su adiestramiento y los reglamen-tos, aun si quedáramos librados a nuestra propia suerte… y nos toque morir. Los Ingenieros Planetarios existen para servir a toda la humanidad. Algunas veces eso suena estúpidamente idealista, pero es la única forma en que podemos con-servar nuestra identidad y nuestros privilegios, y acaso la única forma en que po-damos sobrellevar la tormenta que se viene… Lyell sonrió abiertamente y se volvió hacia un grueso fajo de papeles en su escri-torio. —Bien, caballeros, la conferencia terminó. Ahora, empecemos con los detalles.

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CAPÍTULO 3

»—Durante aquellos dificultosos años de la segunda mitad del siglo veintiuno, la Iglesia Blanca Americana y su contemporánea, la Congregación de los Peregrinos, prosperaron y se hicieron populares en los más florecientes estados sureños del viejo EE.UU. Ambas se consolidaron reaccionando contra cualquier mínimo avance científico y social, y muy especialmente en lo que se refiere a las interrelaciones de grupos humanos y sexualidad —fecundación exogenética, y políticas de anticoncepción por ejemplo—, cuyos recalcitrantes arrebatos conservadores consideraban a estas técnicas como una blasfemia contra la vida misma y contra Dios. Ésta y otras ex-cusas, paradójicamente, ayudaron a precipitar sus posteriores Éxodos, asumién-dolos como la única solución; pero a diferencia de la Congregación de los Peregri-nos, el fundamento de la Iglesia Blanca no fue basado en un intento por regresar a las normas y preceptos morales ya establecidos, sino que fue un excéntrico sal-to hacia una tierra prometida. No fue una decisión del todo idealista, pero en lo sucesivo, la nueva Iglesia Blanca consiguió fortalecerse decidida y violentamente anti-intelectual; tampoco hizo gala de volverse austera, y curiosamente comenzó a revolcarse en un insólito y orgiástico paganismo. Así que algunos políticos locales la alentaron a convertirse en un organismo orga-nizado, confiable y con capacidad electoral, lo que eventualmente la llevó a ganar y dominar muchas comunidades. Su aislacionismo intelectual causó que su doc-trina se hiciera todavía más extremista, especialmente en contra del concepto de igualdad de derechos para todas las razas y hacia la creciente conformidad del público por el pensamiento racional o científico. Sin embargo, al acumular riqueza y poder, llegó a adquirir una filosofía sistematizada y, forzosamente, algunos diri-gentes ilustrados. Pero el efectivo programa de socavar creencias y organizaciones anti-racionales, el cual fue una importante característica de la así llamada Nueva Iluminación, in-opinadamente comenzó a mermar la cantidad de miembros en la Iglesia Blanca; y a la sazón, durante la Segunda Convención de Río, también se hizo evidente que la limitada hegemonía de las Naciones Unidas sería reemplazada por el completo federalismo de la Unión Solar, cuyas políticas eran consideradas intolerables para esta doctrina reaccionaria. Entonces, imitando al anterior Éxodo de la Congregación de los Peregrinos hacia Marte, la Iglesia partió hacia el Sistema Joviano decidida a fundar una colonia en Ganímedes, aprovechando su lejanía y su escaso interés comercial y estratégico. Rápidamente, se empezaron a construir un gran crucero eco-espacial bautizado AMERICANA y una cierta cantidad de naves más pequeñas; la idea era que miles de miembros salieran a preparar la colonia mientras que el resto se quedara en la Tierra trabajando para financiar el proyecto. Y casi en el término de una década de heroico esfuerzo, se estableció sobre la lu-na joviana la primera colonia-ciudadela llamada X o Equis, denominada así para sugerir el carácter misterioso de la Divinidad; pero entretanto, la hemorragia fi-nanciera había resultado ser demasiado desastrosa para la Iglesia Blanca. Y

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cuando la situación no pudo ser peor, una gran corporación que hasta ese mo-mento le había sido leal terminó desertando, en gran parte porque estaba siendo perjudicada por continuas demandas de dinero. Esta situación de descontento fue aprovechada hábilmente por los Psicotécnicos del gobierno de la Unión para con-vertirla en propaganda adversa. Con el tiempo, esto dio como resultado que a principios del siglo veintitrés, los colonos jovianos se encontraron sin patrocinadores y ningún vínculo con la Tierra y los Mundos Interiores; casi quebrados financieramente, quedaron prácticamente incomunicados y sin posibilidades de moverse a voluntad por el resto del Sistema. Oportunamente, mientras la Unión Solar lidiaba con la Primera Rebelión Humanis-ta, aprovecharon para declarar su independencia. Con este gesto, basado en su persistente negativa a volver a integrarse, meramente enfatizaban su consumada secesión del resto de la raza humana. De todas maneras, se las ingeniaron para enviar ocasionales representantes y ob-servadores a la Tierra, pero nadie recuerda que hayan encontrado algún gober-nador de la Unión que haya querido o intentado recibirlos; y con el tiempo, los esporádicos informes acerca de aquella colonia de Ganímedes fueron alimentando continuos rumores y leyendas sobre «…la evolución de una aislada, extraña y cruel cultura que a través de una serie de “revelaciones” fue cambiando desde el concepto original…» Pero en general, eran las típicas habladurías que podían caberle a cualquier tribu aislada y desconocida…—« Davenant apagó el microproyector con el cual estaban exhibiendo el Compendio de Historia de Colonización Interplanetaria de LaGarde. Suspiró y dijo: —¿No podría haber sido más detallado? —Quizás no tuvo interés —dijo Falkenhorst—. LaGarde siempre se especializó en la línea principal de la historia, o sea en los planetas interiores. A cualquier otro sitio, es decir más allá del Cinturón, simplemente le dedicaba un análisis econó-mico para dejar en claro que nunca habría algo de importancia, dado lo difícil que es establecer colonias, sin contar con el problema de la supervivencia… —De hecho —dijo Lyell—, esa colonia jamás habría sido posible si no se la hubiera subsidiado en secreto. Creo que la Iglesia Americana Blanca nunca se enteró. Los Psicotech previeron que el intento agotaría y dividiría toda esa organización en la Tierra, así que se hizo el esfuerzo para forzarlos a que se fueran y así sacárselos de encima; además, he visto documentos secretos que los Primeros Humanistas hicieron públicos que atestiguan lo que estoy diciendo. —De veras que eran maquiavélicos en aquellos días, ¿Eh? —murmuró Yuan—. Pe-ro, en serio, ¿Ésta es toda la información con la que vamos a trabajar? —No mucho más que esto —contestó Lyell—, excepto que no es nada coherente; por eso, es parte de nuestra tarea obtener un cuadro general de todo este asunto al día de hoy. Así que, ustedes muchachos, van a tener un buen comienzo sin ideas preconcebidas. Sacó una pipa y empezó a cargarla.

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—Y además de toda esa información desparramada —continuó—, les repito que nadie conoce aún el patrón cultural total de esa colonia —hizo una pausa—; re-cuerdo haber leído por ahí que el hombre necesariamente desarrolla una civiliza-ción diferente en cada ambiente si permanece en él lo suficiente, y lo que al prin-cipio pueda parecer extraño se convertirá en normal, o quizás necesario. En Ga-nímedes también debe haber ocurrido algo así. Por eso, cualquier cosa o costum-bre que veamos y nos parezca fuera de lo normal, la ignoraremos y seguiremos con nuestra misión. ¡Recuerden siempre que la Orden debe permanecer fuera de la política colonial! Davenant reflexionó sobre lo que había visto y oído. Había estado en la Tierra muy poco, cuando los Ingenieros hicieron algún trabajo allí. Su interés principal fue siempre el espacio y su planeta natal se había convertido en un lugar casi desconocido para él. En su corta y afanosa vida, había visto muchas cosas desde Luna City hasta los Mundos Interiores; conocía la tiesa dignidad, el alto sentido de orden y disciplina, el respeto por el logro intelectual que caracterizaba a Mar-te; también estaba familiarizado con la casi violenta vida patriarcal del Clan, que se desarrollaba en Venus desde la invención de la unidad móvil de reciclado; pero Ganímedes no se iba a parecer a nada que hubiera visto antes. La nave, el HÁGASE LA LUZ, murmuró en la dársena y cuando se lanzó al espa-cio, las estrellas resplandecieron contra la negrura en los ventanales del puente de mando. Era un crucero nuevo, capaz de superar el doble de velocidad de los tradicionales y alcanzar Júpiter en un par de semanas. Había sólo seis Trotalunas a bordo, con un cargamento lleno de equipo y suminis-tros; y si bien sólo Lyell y Davenant tenían el conocimiento especializado requeri-do que certificaba el comando del crucero, cualquier Ingeniero podría manejar una nave espacial a solas, siempre y cuando no estuviera drásticamente dañada. Lyell soltó una bocanada de humo y entrecerró los ojos. —Necesito enfatizar una cosa más —dijo—. Supongo que estaremos varados allí casi por un año terrestre, y temo que debamos prescindir de… en fin, cierta re-creación de vez en cuando; pero uno de los principales soportes psicológicos de poder que inspira nuestra Orden es la impresión de legalidad y acrisolada moral que sus hombres reflejan. —Eso lo sabemos bien, Jefe —dijo Kruse, sonando herido. —Sí, claro está —replicó Lyell—; sin embargo, esto no es un trabajo de rutina en un Mundo Interior, donde todos conocemos las costumbres regionales y sabemos donde y cuando pasar desapercibidos. Ninguna experiencia nos servirá en Ganí-medes. Dudo si tendrán burdeles, tabernas o zonas rojas de algún tipo, por decir algo, y creo que ningún disfraz será lo bastante bueno en una comuna tan pe-queña. En cualquiera de los lugares donde el hedonismo es considerado normal, podríamos hacerlo; pero como sospecho que los jovianos observan un estricto código puritano, tendremos que esforzarnos… —Oh, de acuerdo —consideró Kruse, sonriendo abiertamente—. Yo también llegué a esa conclusión, así que almacené ciertas provisiones y me desquité en forma los últimos días que estuve en Luna City.

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Davenant sentía una doliente envidia por ese hombre. Se consideraba a sí mismo demasiado tímido e introvertido, incluso para ser un juerguista decente. Cualquier escapada ocasional al cabaret o a la cantina, simplemente no estaban en su natu-raleza. Si tan sólo fuese rico, pensó inesperadamente; pero los Ingenieros nunca podrían enriquecerse. Todas las ganancias de la Orden se destinaban al bien y al desarrollo de la Orden. Todo el personal, desde los cadetes hasta los coordinado-res ganaban magros sueldos y ninguno recibía bonos extra. Las recompensas eran poco menos que intangibles: cierto prestigio, camaradería, y el épico sentido de ser protagonista en la aventura más importante del género humano. La campanilla de cambio de turno repiqueteó y cortó la discusión. Algunos se fue-ron a dormir, otros quedaron en sus puestos. Sólo Kruse y Davenant permanecie-ron en el pequeño merendero. En plena gravedad cero, el venusiano derivó flo-tando hacia uno de los casilleros y extrajo dos pomos de cerveza. —Ésta es mi última ración por hoy —dijo—. ¿Quieres una, chico? —Claro. Davenant tomó uno; puso el sorbete en su boca, abrió la espita y estrujó el pomo plástico. La refrescante bebida bajó por su garganta. Kruse enganchó una pierna alrededor de una cuaderna y se deslizó hacia la mesa de enfrente. —Si no es una pregunta demasiado personal —inquirió—, ¿Por qué te incorporas-te al Servicio? —¿Eh…? ¡Ah! —Davenant se sorprendió a sí mismo enrojeciéndose, sin causa al-guna. Eso lo irritó, teniendo en cuenta que empezaba a disfrutar de la compañía de ese fortachón—. Bueno, creo que por lo usual —contestó—; ellos vieron mis psicoregistros en la escuela y me ofrecieron una entrevista. Así que la tomé, y aquí estoy. ¿No es lo que le ocurre a cualquiera? —Sí, de acuerdo; pero en ese entonces tenías catorce o quince años, y muy po-cos son capaces de decidir algo así a esa edad. Aparte, una gran cantidad de ni-ños aceptan porque piensan que es fascinante, y después de un par de años abandonan. No, de veras Hall, ¿Cuál fue tu excusa para quedarte? —¿Mi excusa? Bueno, supongo que porque en casa éramos pobres. Mi papá fue uno de esos rutinarios intelectuales que fue desplazado por la Segunda Revolu-ción Humanista, aunque nunca se unió a ellos; y creo que porque nunca le gustó trabajar duro o en algo donde no hubiera que ser un ocioso pensador. Mi familia era de Alaska y todavía conservaba cierta tradición pionera, pero no mi padre. Además, su salud era demasiado endeble para emigrar a Marte o a Venus… y francamente, yo no quise quedarme para cargar con él. Davenant se encogió de hombros, evitando los ojos azules de Kruse. Habían habido otras razones, desde luego; alguna que otra chica, pero él no era un exi-toso seductor. Algunas veces se preguntaba si era verdad que los hombres efecti-vamente se enamoraban; el dolor cesaba, o al menos la mayor parte, y era susti-tuido por un amor nuevo. ¿Pero ella de veras lo merecía? —¿Por qué lo preguntas? —dijo. —Oh, sólo conversaba —respondió Kruse, rascándose la nuca—. A mí también me ofrecieron enlistarme, y mis padres me instaron a aceptar. El consentimiento de

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los padres es necesario por ley en Venus; fíjate que la institución familiar es más importante allí que en el Sector Occidental Terrestre. Y creo que era motivo de jactancia para el Clan tener a uno de sus miembros dentro de la Orden de Inge-nieros. Así es que me enlisté; pero pienso que renunciaré cuando este trabajo haya terminado. Davenant se sintió golpeado. —¿Por qué? ¿No te gusta? —preguntó intrigado. —Sí, claro… Pero tengo casi cuarenta años, y va siendo hora que forme una fami-lia. Como mi prometida está harta de vivir en Luna City, le tengo puesto un ojo al Valle de los Fuegos Infernales. Y si me amparo bajo el Acta de Desarrollo, podría apropiarme del lugar entero. Ahora es simplemente roca y arena, pero dame al-gunos años y lo verás convertido en un pequeño y dulce oasis. —Pero se aproxima una gran crisis social —dijo Davenant—. Dicen que los Se-gundos Humanistas no permanecerán mucho tiempo más en el poder, y su caída puede ser sólo un síntoma; cualquiera puede ver la creciente corrupción y las os-curas maquinaciones del Gobierno. Creo que te iría mejor si permanecieras for-mando parte de una organización que esté por encima de esas intrigas. —Ahora estás cotorreando como tus entrenadores te enseñaron —replicó Kruse—. Los problemas de la Tierra sólo deben concernirle a sus propios habitantes, y no a mi gente; Venus es un lugar muy grande, ¿Sabes? ¿O es que nunca te has pre-guntado si la Orden está equivocándose? ¿Y qué tal si al colocarse por encima de las realidades políticas se estuviera alejando de sus propias raíces y virtudes? Davenant tragó cerveza y trató de disciplinar su mente, que de improviso se había hundido en una caótica perplejidad. Y no era meramente porque Kruse hubiera soltado esas herejías; la Orden permitía, más aún, alentaba el pensa-miento independiente, por la simple razón de que una mente cerrada y rígida nunca era buena para sus propósitos. Pero este tosco Venusiano, en vista de lo que conocía de él, nunca había dado la impresión de ser un intelectual más allá de los requisitos de su trabajo. Un experimentado técnico, sí; un grandote y ri-sueño borrachín, de acuerdo; un jetón y ocurrente narrador de chistes verdes, quizás; pero jamás lo había creído capaz de alegar algo con cierta filosofía. Y los criterios de Davenant tampoco eran especialmente estrechos; había sido siempre un gran lector, disfrutaba de la música y el ajedrez, y le gustaba verse a sí mismo como un poco universalista. Pero ahora se percataba con alguna desilu-sión que quizás aquellos años de formación intelectual pudieron haber sido dema-siado figurados o meramente teóricos, basados en un pobre ideal o en una sola forma de concebir la existencia. ¿Después de haber fatigado millones de kilómetros en el espacio y contemplado los más extraños paisajes, nunca se había asomado al alma humana? ¿Ni siquiera a la propia? —Mejor nos tomamos otra cerveza —dijo Davenant, precipitadamente—. Tal vez podamos tomar prestado un poco de la ración de mañana. ¿Qué tal una partidita de ajedrez?

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CAPÍTULO 4

Visto desde una órbita alta, Ganímedes se mostraba más desolado que la Luna misma; abigarrado de costurones montañosos, picado de cráteres y luciendo una pasmosa oscuridad sobre su estéril semblante. A esta distancia del sol, su lado diurno estaba siempre envuelto en crepúsculo. Desde que enfrentaba a Júpiter al amanecer, la menguada luz solar caía a veces como tajos de una gran cimitarra; mientras que al mediodía, un eclipse total esparcía cerrazón a través de su escar-chada superficie. Al aproximarse el crucero, los radares de abordo registraron un objeto en órbita, al parecer metálico, a juzgar por la intensidad de la señal. —Qué raro —masculló Lyell—. Yo sabía que los colonos habían desguasado al vie-jo AMERICANA y a la mayor parte de su flota de naves para reutilizar sus partes; pero no hubiera imaginado que tendrían una estación satélite. Radió una llamada de saludo, pero no obtuvo respuesta. Sólo el áspero susurro de la interferencia cósmica inundó el puente de mando. —Podría ser un bajel aparcado —sugirió Yuan. —Demasiado grande para ser un bajel común —dijo Lyell—; de acuerdo, si no contestan, descenderemos de la manera difícil, entonces. Menudo trabajo era controlar el descenso de un crucero del tonelaje del HÁGASE LA LUZ sin el apoyo de radiobalizas o de un simple rayo remolcador del puerto, pero Lyell manejó la maniobra de atraque con suma destreza. Ni bien anclaron el HLL en la dársena, Davenant miró hacia afuera y no pudo dis-tinguir mucho de la colonia de Equis; apenas el cosmódromo, un mástil radiodifu-sor, varios edificios, y un grupo de otras estructuras que estaban bien distantes. La mayor parte de las edificaciones debía de estar bajo la superficie. El sol era una diminuta chispa pero reconocible en el velado y brumoso cielo. El tremendo borde ambarino de Júpiter dominaba el horizonte, veteando con rojos, azules y verdes la lontananza. El planeta subyugaba tanto al paisaje que parecía estar cayendo interminablemente, para chocar ruinosamente en la quebrada cara de su luna. El pequeño Ío sólo era visible como una astilla al margen del gigante. El cielo entero lucía antinatural, como pergeñado en un sueño. Un anillo de colinas de sílex apenas visibles se amontonaban por encima del hori-zonte, conectando el ambiguo y frío crepúsculo con el suelo. Davenant contempló serranías de sucia nieve de amoníaco congelado, y en algunas partes de su rango de visión, enormes trozos puntiagudos de hielo. La atmósfera era delgada, pre-dominantemente de nitrógeno y argón, una pizca de metano y otros gases, ade-más de insólitas trazas de oxigeno. La Luna había estado cerca del hogar cuando los primeros hombres la alcanzaron; Marte había sostenido alguna forma de vida, al menos; Venus había sido un in-fierno de ululantes vientos, rico en promesas; pero este lugar, infausto y nebulo-so, parecía sustentar una perpetua desesperación. Era con creces el escenario más deprimente que alguna vez hubiese experimentado Davenant.

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Tratando de quitarse de encima el bajón anímico, apuntó con el dedo a los edifi-cios más cercanos: unas toscas construcciones cuadrangulares bañadas con una trémula y azulada luz. —¿Qué será ese material? —preguntó. —Supongo que hielo —dijo Falkenhorst. Davenant parpadeó. —¿Se refiere usted al agua sólida? —Seguramente —replicó el marciano—; el agua solidificada es abundante en las lunas de Galileo. Es un aislante bastante bueno y barato, y puede ser trabajado con un soplete de acetileno o metano. También se lo puede vaciar en moldes, y si fraguas las paredes lo suficientemente gruesas y las aíslas por dentro, funciona-rán muy bien en estas temperaturas. Davenant asintió con la cabeza. Debería haberse dado cuenta de eso, dado su en-trenamiento y su conocimiento sobre la historia de la colonización del espacio más allá de la Tierra; pero toda su experiencia parecía caduca bajo esta perspec-tiva. —Apuesto a que los colonos usan la escala absoluta de Kelvin —señaló Davenant, como despertando—; sería demasiado molesto estar hablando siempre de tempe-raturas de menos cien o menos ciento cincuenta grados centígrados. —Ya vas tomándole la idea —contestó Falkenhorst. Como no hubo previo aviso de atracar la nave en la dársena subterránea, súbita-mente se extendió desde el edificio un plastitubo de unos tres metros de diáme-tro, conectando la escotilla del crucero con la esclusa de aire de la edificación, es-tableciendo un puente presurizado al interior de la misma. Lyell reunió a los tripulantes, abrió la compuerta y lideró el grupo a través del puente dentro del plastitubo. Todos estaban ataviados en sus uniformes de gala y procuraron conservar la dignidad mientras marchaban por el conducto. Cuando emergieron por el extremo opuesto, entraron en un compartimiento que los abofeteó con su atmósfera helada. Los jovianos debían haberse obligado a sí mismos a soportar tales temperaturas, seguramente para ahorrar energía. Dave-nant procuró tomar control sobre sus reacciones somáticas, y forzar a su cuerpo a aceptar esas condiciones. Diez guardias estaban apostados en ordenada formación a cada lado de la entra-da, enhiestos e inmóviles. Presentaban esa delgadez larguirucha y desgarbada, característica intrínseca de los colonos de Marte, donde la exposición constante a una baja gravedad y a una exigua presión atmosférica producía tales alteraciones fenomenológicas en los seres humanos. Pero en este caso particular, las condi-ciones lindaban con lo médicamente exagerado, dado que estos guardias supera-ban con holgura los dos metros de estatura. Bajo sus cascos acerados, sus cabe-zas afeitadas lucían rostros macilentos y blancos como la tiza. Sus uniformes, consistían en un ajustado overol negro de una sola pieza, que resaltaba sus ma-gras y elásticas musculaturas. Todos estaban armados con mosquetones, pisto-las, correajes y cargadores. Y en el tiempo que duró la ceremonia, permanecieron rígidos en sus puestos, como estatuas. A Davenant le tomó una segunda mirada darse cuenta de que eran perfectamente idénticos; y mientras observaba a su alrededor, trató de sobreponerse a ese frío

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glacial tratando de expulsarlo fuera de su conciencia. Mantente impasible, man-tente impasible. Un Ingeniero nunca luce sorprendido. Había dos hombres esperándolos más allá de la fila de guardias. Uno usaba el mismo overol negro, con una brillante estrella de plata en el cinturón, pero no tenía la cabeza afeitada. Era un sujeto pequeño y regordete, de ojos grises y de aspecto calculador y nervioso. El otro, que lo doblaba en estatura y lucía compa-rativamente sereno, usaba una rala barbita rubia, aunque su cráneo estaba des-nudo. Iba ataviado con una especie de casulla negra sacramental, con una in-mensa cruz blanca bordada en el pecho, que se extendía desde el cuello hasta un poco más abajo de la cintura. Este hombre se contuvo, inclinándose silenciosa-mente de modo respetuoso, cuando el más pequeño dio un paso adelante y les habló a los visitantes. —¡EL SENNIOR SEA CON VOS! Saluts, gentilhommes de Laterra. ¿Tuvieren bon viaxe? —Ah… Sí, gracias, desde luego —Lyell inclinó su cabeza gris—. Soy el capitán Art-hur Lyell de la Academia Arquímedes, a la cabeza de este grupo. —Cinc-Cuatro Halleck —el dialecto parecía ser una variante de argot evangélico arcaico, una curiosa mezcla de encrespados y mal articulados subjuntivos, con una expeditiva pronunciación; como si la Biblia hubiera sido el único libro utilizado para leer y para aprender a hacerlo. El hombre gesticuló toscamente hacia su compañero de la casulla bordada. —Ese, Ángel-Tres Garson est —dijo, mientras aquél repetía la reverencia—. ¿Qué poderemos facer por vos? —¿Podrían conducirnos a nuestros aposentos? —contestó serenamente Lyell. —¿Et el Equipalle? ¿Nos lo desembarcaremos de la nao? —No. La nave no debe ser abordada —replicó Lyell—. Hay cosas en ella que po-drían ser peligrosas para alguien que no estuviera familiarizado; pero si usted nos facilitara un bedel… un ordenanza, uno de nosotros le mostrará nuestros efectos personales. Halleck inclinó la cabeza y habló brevemente por un pulsera Com. Cuando volvió la vista hacia los visitantes, su rostro pareció inquietarse; sus ojos derivaron in-controlablemente sobre Yuan y sobre Yamagata. Sacudió la cabeza y regresó su mirada hacia el capitán. Davenant se preguntó por qué. Un hombre arropado en gris y rapado entró por una puerta lateral. La primera cosa notable acerca de él era su tamaño gigantesco y sus cuatro brazos. La si-guiente impresión, en cierta forma la más perdurable, era la carencia total de humanidad en su cara. —Su bedel, gentilhommes —dijo Halleck. A una señal de Lyell, Davenant se dirigió de regreso a través del tubo. El gigante lo siguió silenciosamente. Al rato, emergió a paso pesado con un montón de bol-sos de mano y mochilas; sin embargo, no existía ninguna razón por la cual los Ingenieros no debieran acarrear sus propias pertenencias, excepto por su altivo y casi ridículo sentido de la dignidad.

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Cuando Davenant regresó, encontró a Lyell hablando con Halleck y a Falkenhorst con Garson, quien le estaba haciendo algunas sagaces preguntas acerca de los motores del crucero. Davenant recordó que el propulsor iónico todavía era expe-rimental en los tiempos en que la colonización de Ganímedes había empezado. —Por aquende, por favor —Halleck se dio vuelta y los condujo afuera, hacia una rampa descendente que parecía soterrarse en las entrañas de esa luna. Los guar-dias marchaban antes y después del grupo, con sus ojos perfectamente estáticos. —Les haberemos asignado habitación en el sector Ocho, al borde entre territorio Cinc y territorio Ángel —dijo Halleck—. Y fácil poderán comunicarse con un servi-cio y otro. Las comidas serán trallidas aquende. Si dicen a nos sus preferencias, trataremos de complacerlas, anque no seamos colonia pudient. —Ah, no tendrá que molestarse, no estamos acostumbrados al lujo —dijo Lyell, educadamente—; simplemente le recuerdo que sus requisitos dietarios pudieron haber cambiado ligeramente desde el Cisma. La suite consistía en diez camarotes y un baño pequeño rodeando un amplio salón central. El mobiliario era simple y frugal, pero lo suficientemente confortable en esas condiciones de baja gravedad; aún así, destilaba una apariencia árida y hue-ca. Después de compararlo con los sobrios aposentos de la Abadía, éstos últimos parecían ser suites de lujo. Davenant llegó a entrever lo completamente poco ar-tísticos y faltos de imaginación que eran aquellos colonos. Todo aquello parecía haber sido diseñado para sustentar un estricto y monótono puritanismo. Oh, bueno. Garson les mostró la unidad de comunicación con la cual podrían llamar a las di-ferentes dependencias cuando se les apeteciera algo, y les proporcionó una colec-ción de mapas de gran escala de la ciudadela y su satélite. —Descansen en la Gracia del Sennior… —Garson tenía una manera muy mansa y sutil de hablar—. Comuniquen cuando vos desearen una primera conferencia… —Cinc-Uno vendrá en quant se le antoxe a éle —interrumpió Halleck, sin ningún gesto de disculpa hacia su ladero—; vos lo viderán pronto en la pequenna cere-monna. El Sennior sea con vos, gentilhommes. Saludó crispadamente con un gesto y salió por la puerta. Sus guardias lo siguie-ron. Garson se inclinó de modo respetuoso y fue el último en salir. —¡Bueenoo! —Kruse se arrojó encima de un sofá—. ¡Encantadora hospitalidad! —Diferentes mundos, diferentes costumbres —dijo distraídamente Lyell—. Esto pudo haber sido su equivalente a una banda de músicos y un desfile, que yo sepa —se dirigió a sus hombres—. Y no se les vaya a ocurrir vagar por ahí pidiendo fa-vores especiales, muchachos; cualquier cosa que necesiten o cualquier servicio que requieran, háganlos a través de mí —frunció el ceño—. Temo que ya nos hemos equivocado muy feo desde el comienzo. —¿En qué forma? —preguntó Falkenhorst. —Trayendo a Yuan y a Yamagata. —Pero qué carajo… —empezó Kruse—. ¿Qué demonios pasa con ellos…? Los aludidos se miraron sin expresión aparente en sus rostros. —Nada, claro está —interrumpió Lyell—. Pero deberíamos haber recordado aque-llos idiotas prejuicios racistas que fueron tan importantes para los padres funda-

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dores de esta colonia; aparentemente, todavía siguen vigentes. ¿No vieron cómo reaccionó Halleck? —¿Racismo? —Kruse lo interrumpió con una carcajada—. ¿Después de la cantidad de espantajos aberrantes que han sido criados aquí? —Los prejuicios no tienen por qué ser lógicos o coherentes —contestó Lyell—; de hecho, no lo son. Creo que fue pura suerte que no acertáramos traer a un Inge-niero negro —recorrió con la mirada a Yuan y a Yamagata—. Pero pienso que us-tedes dos, señores, podrían lograr pasar si somos discretos. Un asiático no luce muy diferente que un hombre blanco. —Querrá decir un hombre rosado —sonrió maliciosamente Yamagata. —Lo que quiero decir es sobre lo mucho que tendremos que cuidar nuestros pro-pios modales —señaló Lyell. —Bueno, en fin: si se llegaran a sentir muy ofendidos simplemente pueden en-viarnos de vuelta a casa —dijo Falkenhorst—. Dejémoslos que se congelen para siempre… Lyell se puso serio y sermoneó: —Para los que todavía no se dieron cuenta, este trabajo es por lejos el más im-portante de nuestras carreras, cuando no el último; no sólo en términos de la ga-nancia que eventualmente obtengamos, sino en que es el primer trabajo de terra-formación de gran escala que alguna vez se haya concretado. Los proyectos de Marte y Venus estaban ya en marcha cuando la vieja Orden se fundó. Hemos ma-nejado trabajos grandes, sí, pero nada se compara con esto. El valor de esta ta-rea no es sólo por la experiencia y el prestigio inestimable que podamos conse-guir. Hablo de monopolio, caballeros. Hablo de poder y seguridad. A Davenant, quien había estado meditando el asunto desde su conversación con Kruse, realmente no le gustó el tono de esa monserga. ¿Es justo que la Orden tenga derecho a conseguir semejante poder? Se quedó con esa idea fija mientras desempacaba. Más tarde, Lyell llamó al comisariato y pidió la cena. Un rato después, fueron ser-vidos por dos hombres de cuatro brazos, del mismo tipo que el bedel, pero no pa-recían ser idénticos. El silencio con el cual sirvieron la comida fue profundamente incómodo para todos los comensales. Cuando Lyell se dirigió a uno de ellos con una simple pregunta, negó brutalmente con la cabeza y se apuntó con el dedo hacia su gaznate. Mudos, o bajo órdenes de no hablar, pensó Davenant. ¿Por qué? Un escalofrío recorrió su columna vertebral. La comida era en su mayor parte sintética, no especialmente buena, pero se no-taba que habían hecho algún esfuerzo por especiarla. Kruse hizo una mueca y al-canzó esa jarra que al parecer contenía algún líquido aguardentoso. —Tenga cuidado con ese brebaje —le advirtió Lyell—. Recuerde nuestra doctrina de templanza. Kruse se encogió de hombros y probó la bebida. —Ajj, este orujo sintético es un asco, de cualquier manera; menos mal que me traje algunos pomotes de scotch en mi mochila.

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Cuando hicieron sonar la campanilla de servicio y los camareros volvieron para llevarse los enseres, Davenant se preguntó si la colonia de Equis carecía de ma-quinaria para tal trabajo, o si la servidumbre tenía el mismo valor de ostentación que se acostumbraba en la Tierra. Al consultar los mapas de la ciudadela conclu-yó que no encontraría maquinarias. Era lógico; una precaria colonia establecida en un mundo tan inhumano no tendría materiales o fuerza laboral para construir autómatas reservados para el lujo. Los mapas eran tan altamente detallados, que se requería de muchos de ellos pa-ra cubrir en forma enteramente tridimensional todo el asentamiento. De un vista-zo se advertía que en el nivel superior se consignaba a la clase regente, donde Cincs y Ángeles tenían sus cuarteles. Más abajo se encontraban las cámaras ocu-padas por la plebe, que aparentemente eran tratados como verdadero ganado, dado el exiguo espacio que se les destinaba. Y desde luego, había fábricas, hospi-tales y galpones de almacenaje. Un sector de X estaba marcado como CINC-UNO-CUATRO, y otro había sido deja-do en blanco; quizás a los gobernantes no les había parecido buena idea publici-tar el tamaño de sus instalaciones, acaso por temor a las comparaciones envidio-sas. —Creo que estamos en presencia de una clase de oligarquía como nunca se haya visto en los libros de historia —remarcó Lyell, después de haber consultado los mapas—. Esos guardias, por ejemplo, son obviamente clones exógenos del mis-mo embrión. —¿Desde cuándo conocen los jovianos esa técnica? En todo caso, creí que la con-sideraban obscena y pecaminosa —intervino Falkenhorst. —Ah sí —dijo Yuan—; creo que se empezó a usar hace unos doscientos años atrás por el antiguo secretariado de las Naciones Unidas, para crear un cuerpo de elite de agentes secretos superdotados. Eso tomó estado público hace casi unos cincuenta años, y se supo que tuvo poca aplicación. Si se expone a un número de clones a una herencia y a un entrenamiento idéntico, se obtendrán curiosos efec-tos psicológicos; el más notable es la creación de una cofradía de hermanos com-pletamente unida y devota; pero el asunto de los cuatro brazos… Bueno, eso indi-ca que los jovianos estuvieron haciendo sus propios experimentos sobre manipu-lación de genes y cromosomas. Este método es claramente independiente de lo que se conoce en los Mundos Interiores; y por lo que vimos, me atrevo a decir que los plebeyos, o la clase inferior, o como sea que los llamemos, han sido cria-dos y adiestrados como animales, en diferentes especialidades. ¡No, no puedo decir que me guste esta sociedad joviana! —Y ese Ángel… ¡Qué sugestivo nombre! —dijo Yamagata—. Garson parece ser un tipo bastante aceptable. ¿Qué tal si lo llamamos para conversar un rato? —No sé si estará durmiendo —dijo Lyell—, pero supongo que podemos —se diri-gió al telecomunicador de la mesa para llamarlo. Algunos minutos más tarde el timbre de la puerta repicó anunciando a un visitan-te. Cuando Davenant abrió la puerta, se oyó un sistema de altavoz atronando por todo el corredor con una extraña melopeya:

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El Sennior todopoderoso est, venga a nos su persona, et libere a nos de tot mal… Que non se movilice la cólera de vos, Oh, Sennior, porque el que fuera maledixo, maledixo será veritas certament… ¡Más sermones! Al cerrar la puerta, Davenant se alegró que las gruesas paredes de la habitación aislaran cualquier sonido. Al entrar, la expresión de Garson tenía una mezcla peculiar de timidez y ansie-dad. Cuando se le ofreció una silla, se sentó casi sobre el borde, atento a cual-quier movimiento repentino. —¿Qué tan alto es su rango? —le preguntó Lyell—. Si está autorizado a hablar en nombre del gobierno, me gustaría hacerle algunas preguntas de inmediato. —Nos… —Garson balbuceó buscando las palabras—. Éu soye relixioso, vos saben. La misericordia… —empezó, tratando de desembarazarse de sus acostumbrados versículos—. Capitán… —terminó—. Éu conduzco servixios monacales et doctas actividades intelectuales, tambén. —De acuerdo —continuó Lyell—; usted entiende que nuestro grupo está aquí sólo para evaluar si será posible terraformar Ganímedes y a Calisto. Creo que nos to-mará un buen tiempo decidir eso, además de adaptarnos a sus costumbres; y por esa razón vamos a necesitar mucha ayuda de su gente. —Méus hommes lo farán, bendit sea el Sennior —le contestó Garson. Su voz fue desvaneciéndose mientras se mesaba su delgada barba con dedos nerviosos. —¿Los pondrán bajo nuestra dirección? —Si eso est lo que vos necesitaren, est lo que se fará —Garson hizo una pausa otra vez y prosiguió—. ¿Qué esperanzas tens vos de éxito? —Me gustaría poder decírselo, pero todavía es demasiado pronto —replicó el capi-tán—. Verá, cada mundo presenta su propio problema. ¿Cuánto sabe usted de anteriores proyectos de esta naturaleza? —Muit poquend, oficial. Más éu sería agradecido si ora vos me instruyere. Lyell se echó hacia atrás, acomodándose para dar una exhibición de sus habitua-les locuacidades. —Pues bien —carraspeó—; Venus se hizo habitable gracias al tratamiento químico que se realizó para drenar los venenos de su atmósfera, y a través del cultivo de bacterias especializadas que evacuaron oxígeno al descomponer los sustratos que formaban el suelo. Además, se lanzaron bombas de hidrógeno en puntos clave de su superficie para provocar lluvias y regar así esos áridos terrenos. Y tenga en cuenta que estoy hablando con ligereza de una tarea que demoró más de un siglo y que todavía no ha concluido, dadas las extremas temperaturas de ese planeta; por ese motivo, la vegetación que se plantó allí fue desarrollada para soportar climas desérticos y para acomodarse a condiciones tan hostiles como nuevas. En cuanto a la vida animal fue enteramente llevada desde la Tierra. Mejor dicho, sus embriones fueron llevados y tratados in vitro con la técnica de exogénesis para iniciar la primera generación. Pero en Marte, desde luego, el problema ha sido de muchas formas diferente. Al no haber gases venenosos, se facilitó la tarea; aunque se contaba con un poco de oxígeno y agua superficial, el ambiente no era ni cercanamente apropiado para albergar vida humana. No obstante, fue un principio. El proceso bacteriano tam-

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bién fue utilizado allí, y el ciclo del hidrógeno se puso en funcionamiento; pero todavía fue menester importar grandes… —¿Allende el Cinturón, oficial? —preguntó ansiosamente Garson—. ¡El grand re-quisito de combustionante tendería que ser fantastíc, bendit sea el Sennior! —Pues no tanto —sonrió Lyell—. Considere Saturno; los anillos son en su mayor parte hielo, y hay por esa zona meteoros enormes, o lunas pequeñas de hielo. Tomó varios años de trabajo, y el descubrimiento de una maniobra capaz de darle a ese número de témpanos un empujón que pudiera hacerlos caer sobre la super-ficie de Marte, justo donde se necesitaban. La electrólisis hizo el resto: hidrógeno para las máquinas, oxígeno para respirar. Esa tarea fue costosa y enorme, por supuesto. Pero cuando la vida de trillones de personas con escasez de energía y mermados recursos se puso en juego, cual-quier esfuerzo valió la pena… Ah, sí, me olvidaba; también hizo falta mucho di-óxido de carbono, para proporcionar suficiente efecto invernadero a esa distancia del sol. Y a pesar de todo esto, Marte siempre será un frío y árido mundo con una atmós-fera delgada. Así es que los especialistas en genética tuvieron que encontrar las condiciones apropiadas, modificando no sólo plantas y animales. También la vida humana tuvo que ser ligeramente adaptada, para que vivir en tal ambiente fuese confortable; y sin contar con otras complicaciones, como evitar que la atmósfera se filtre continuamente al espacio. ¡Créame, Marte es un problema difícil! Por otra parte, nadie trataría de darle una atmósfera a la Luna terrestre o a Mer-curio. Nuestro acercamiento es enteramente diferente allí, concentrándonos en cosas como esclusas de aire más eficientes y mayores instalaciones bajo la super-ficie. En esas situaciones, los materiales y las fuentes de energía disponibles allí tam-bién determinan mucho. En Mercurio o la Luna, la energía solar puede ser usada directamente o puede guardarse en acumuladores. En los primeros días de la te-rraformación de Venus, el tubo de Hilsch fue indispensable, y la energía eólica todavía lo es. En Marte, sin embargo, hay que usar tanta energía nucleónica que sus reservas están casi exhaustas y debemos concentrarnos en la maquinaria de bajo potencial. Esperamos darles una mano cuando nuestras estaciones colecto-ras de poder solar en Mercurio estén terminadas. En este punto, los Trotalunas se miraron de reojo, divertidos en el hastío. Pero —continuó el capitán—, me animo a predecir que nunca se fundarán en las lunas de Urano colonias verdaderas, por decirlo así. Allí no hay fuentes de energía que se puedan usufructuar y tampoco se encuentra ninguno de los minerales úti-les; además, están demasiado lejanas para radiar energía solar empacada desde Mercurio. La pura distancia las convierte en imposibilidades prácticas. Así es que, como puede usted ver, Ganímedes y Calisto tendrán que ser estudiados cuidado-samente antes que podamos saber cuales son las oportunidades aprovechables para terraformarlos. El hombro derecho de Davenant comenzó a picarle. Deseó fervientemente rascár-selo, pero se obligó a quedarse sentado impasiblemente. El coloquio de Lyell tenía un propósito definitivo: impresionar y ganar cierta estatura moral frente al jovia-no. Hubiera sido impúdico opacar ese ambiente decoroso y trascendental que tan

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bien había propiciado su capitán, con el simple acto de rascarse. Procuró retorcer-se dentro de su uniforme. —Tambén nos lo venims facendo muito ben hasta ora, oficial —dijo reservada-mente Garson—. Contamos cinquanta mil personas solas en X, y contamos ciuda-des más pequennas en puntos allende las sierras. Éu credo que tenderán bona esperanza. —Posiblemente —dijo Lyell, con un mohín de calculado escepticismo—. ¿Pero cuentan ustedes con yacimientos decentes de mineral, con los cuales podamos obtener metales estructurales? ¿Y qué me dice sobre el agua potable? ¿Y sobre la disponibilidad de oxígeno? Pienso que las técnicas bacteriológicas no son aplica-bles aquí. Dudo que cualquier microorganismo sobreviva en estas temperaturas. Yuan se atrevió a murmurar: —Aunque podría haber algunas cepas que lo conseguirían, si dispusiéramos de más información… Lyell persistió sin escuchar el comentario. —¿Y qué fuentes de energía utilizan ustedes? ¿Podemos acumular el calor interno, o no hay bastante? Improvisadamente, pienso que lo que se debe hacer es ente-rrar pilones de hidrógeno-litio en las profundidades para calentar el cuerpo de es-ta luna; y una parte de esa energía podría ser usada para obtener un sistema ex-terno de alumbrado. Sólo entonces nos enfrentaríamos al problema de deshacer-nos del metano y el amoníaco. La superficie de Ganímedes es de casi ochenta y cinco millones de kilómetros cuadrados; puede ver el tamaño de la tarea que tenemos por delante. Si toma-mos el trabajo, el cuerpo de Ingenieros no podrá por sí solo suministrar la fuerza laboral entera, y su gente tendría que ayudarnos. Eso, además, demandaría un análisis socio-económico. Bueno, en resumen: debemos saber si ustedes, bajo nuestra dirección, pueden enfrentar este trabajo. Hasta la misma prospección requerirá de cierta coopera-ción. Por eso debemos tener carta blanca para ir a cualquier parte y movernos con entera libertad. ¿Entonces, están ustedes dispuestos a prestarnos toda la ayuda que les solicitemos? —Desde ora —tartamudeó Garson—. Haberán algúns questiones… Ehh… confiden-ciales; pero los Inxenieros respetan los secrets de sus clientes, ¿Veritas certo est? Lyell afirmó, inclinando la cabeza. —Claro, que sí, cuente con ello. Garson se sonrojó. —¿Haberán considerat vos… Ah… los términos del… contract, oficial? —La Abadía ya se ha puesto de acuerdo con su representante fijando una tasa para los trabajos de prospección. El pago para las tareas subsiguientes dependerá de lo que necesitemos y de lo que ustedes puedan permitirse. Eso podrá ser ne-gociado más tarde. Ya desenvueltos, el grupo se puso a charlar un rato; pero Ángel-Tres Garson se mostró claramente inhibido frente a esos desconocidos y se alivió cuando encon-tró un pretexto para marcharse. Antes de salir, fijó una hora para la siguiente

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reunión, en la cual una comisión formal empezaría las verdaderas tratativas del negocio, y les deseó buenas noches y alabanzas al Sennior. Lyell lo siguió con la mirada. —Me pregunto que es a lo que teme —masculló, entrecerrando los ojos. —Supongo que a nosotros —dijo Yamagata—. Completos desconocidos irrum-piendo en una cultura patológicamente xenofóbica… Hmmm… —se detuvo—. Se me ocurre algo: ¿Creen que estas personas conozcan el esperantech? —Imposible. Lo dudo mucho —dijo Falkenhorst—. ¿Por qué? —Hall —Yamagata se volvió hacia Davenant, con una mueca de irritada perspica-cia en su cara y le habló en esperantech—. ¿Tienes disponible tu omnitester por-tátil? —articulaba el idioma universal en un tono muy serio—. ¿Podrías comprobar el cableado de esta sala? El rastreo magnético de circuitos reveló lo que él había sospechado: había micró-fonos grabando las conversaciones detrás del recubrimiento plástico de las pare-des. La boca de Lyell se frunció, mostrando los dientes. —Esta es una clara violación de… —¡Diferentes mundos, diferentes costumbres, Jefe! —el comentario sarcástico de Falkenhorst tenía una pizca de nerviosismo. —Podemos presentar una queja oficial —sugirió Yuan. —¡Encendamos un pulso EM y quememos esas malditas cosas! —chilló Dave-nant—. O al menos, establezcamos un campo deflector… —¡MIERDA! —gritó Kruse—; déjenme grabarles algo en la cara… —¡NO!… No —Lyell negó con la cabeza—. Nada de eso. Todavía no; no hasta que sepamos más de la situación. Temo que ya les hemos concedido más de lo que debíamos, y tenemos que meditar mejor nuestros próximos pasos. Entretanto, hablen en esperantech cuando sea necesario; pero en cada momento, cuiden sus palabras. Davenant miró alrededor del cuarto. Había conocido la ferocidad natural de los planetas, pero ésta era la primera vez que había encontrado hostilidad por parte de los hombres. Le pareció que esas paredes lo encerraban y engullían. Ganímedes orbitó dos veces alrededor de Júpiter, período de un poco más de dos semanas terrestres. En ese lapso, los Ingenieros de Lyell comenzaron su tarea, y se dedicaron a aprender los vericuetos de la sociedad joviana. La mayor parte de su trabajo se concentró en el grupo conocido como Ángeles, estudiando mapas y referencias en sus bibliotecas, además de conferenciar y curiosear. Pero a duras penas conseguían algo de información extraoficial. Garson, quien al parecer había tomado cierto apego por el joven Davenant, lo condujo a través de la ciudadela. Las fábricas y centros de mantenimiento eran medianamente estándar para ser una colonia, pero sin embargo eran arcaicas en su diseño y empleaban una excesiva cantidad de trabajo humano. La fuerza labo-ral, si podía llamarse así, estaba bajo la supervisión de Ángeles capataces. Al ob-servar esas largas líneas de tácitos hombres rapados y ataviados en gris, Dave-

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nant sintió un vacío helado en su estómago; jamás había visto seres tan explota-dos. —¿Por qué no instalan maquinaria automatizada? —preguntó—. Todo esto podría ser fácilmente robotizado… Garson se encogió de hombros. —In sudore vultus tui vesceris pane… además, la Eclesia los ensenna depois del naciment, baxo el bondadoso vidéo del Altísimo. Esto parecía justificarlo todo; esos plebeyos eran parte de la maquinaria. No eran más valiosos que los artefactos y los hornos que fatigaban a diario. Davenant meditó sobre ese hecho mientras caminaba atravesando filas de autómatas humanos, quienes eran acondicionados minuto a minuto por sermones desde al-toparlantes. Las caras que dócilmente lo miraron eran máscaras; todo lo humano había sido borrado. No había muchas mujeres trabajando allí, y las que alcanzó a ver estaban casi disimuladas bajo amplios uniformes grises y velos. Sus asignaciones consistían meramente en la preparación de alimentos e inspección de productos. Y desde luego, se las reservaba para la reproducción de la colonia. Garson justificó el es-tatus femenino con sus habituales citas bíblicas. No obstante, existía un mínimo de vida familiar. Los niños eran separados para su temprano acondicionamiento, basado en pueriles pruebas psicotécnicas. Algunos se criaban para ser Ángel y otra cierta cantidad se educaba para ser Cinc; y ja-más se les informaba quienes habían sido sus progenitores. Los Ángeles entregaban su existencia al sacerdocio y vivían sus días bajo una es-tricta regla monacal, aunque no todos eran célibes. También conformaban la cla-se intelectual y artística; se desarrollaban como ingenieros, poetas, científicos y filósofos. Eran ellos los que habían compilado los códices que ahora estudiaba Davenant, además de servirle como consejeros administrativos. Y a pesar de la sumisión que los caracterizaba, eran los que parecían prodigar más humanidad y más individualismo que cualquier otro estrato social en Ganí-medes; Davenant pronto descubrió que podía llevarse bien con Mofletes Jackson, Mordaz Hobart o con el mismísimo Lengua-atada Garson, llamado así por sus casi frecuentes accesos de tartamudez. Como jerarquía, los Ángeles ostentaban poder en la comunidad y mantenían habi-tuales encontronazos con los Cincs. Éstos, quienes oficiaban como clase gober-nante, conformaban el estrato superior de la colonia; los Cincs de primer grado lo eran por privilegio de nacimiento y los de segundo grado por mérito. Algunos de ellos eran ex Ángeles. Estos diferentes grupos vivían resistiéndose entre sí en una tensa calma, la ma-yoría de veces exitosamente. Una tarde, Lengua-atada Garson contó con deleite una anécdota que había transcurrido unos pocos años atrás, cuando un grupo de Cincs habían tratado de apropiarse de latifundios ocupados por los Ángeles. Éstos se habían rehusado a obedecerles y se habían mantenido firmes hasta que una junta de Cincs más razonables reemplazó abrupta y misteriosamente a los apro-piadores. Esa noche, los Ingenieros conocerían al Cinc-Uno, conducidos por el mismísimo Halleck y escoltados por una guardia de seis Abaddones.

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Mientras caminaban, Lyell aprovechó ese momento para tratar de sonsacarle algo a Halleck. —¿Estos guardias suyos, forman parte de algún protocolo de ceremonia? —Nones —replicó Halleck, visiblemente asombrado—; son para proteller a nos. —¿Protegerse de quién? ¿De los trabajadores? —¡Ah! Los traballadores, los Corderos de nos; como vos los vide, conocen su si-tio. Empero, algúns Abaddones videados públicamente serven a nos para reforzar la fixación de orden entre los Corderos. Et cada Cinc de illustre categoría, cabal merecedor de mesnada est. —Sigo sin entender —dijo llanamente Lyell—. ¿Si la plebe no es peligrosa, para qué necesitan los Cincs un ejército personal? —¡POR LOS OTROS CINCS, DIANTRE! —replicó Halleck, casi enardecido—. El bon Deus le proporciona la vitória al yusto, pero nos, los pecadores, non poderemos saber quién es el yusto. Muitos de nos son llamados a la Gloria, pero poquend haberán de ser los hidalgos preferidos. Ergo, tots buscamos la correspondent oportunidad. El capitán Lyell intercambió una mirada furtiva con Falkenhorst. El territorio Cinc era indiscutiblemente opuesto al ascetismo colonial que impera-ba en cualquier otra área de la ciudadela: los pisos estaban alfombrados, las pa-redes tenían murales y los cielos rasos se veían coloridos; en cuanto a los apar-tamentos individuales, eran espaciosos y lujosamente provistos. Davenant tuvo la impresión que cada uno de ellos alojaba su propio harem. Varios otros Cincs pa-saron en sentido contrario, intercambiando saludos con Halleck, vislumbrándose un parpadeo de odio en sus ojos. Ninguno de ellos tenía menos de dos guardaes-paldas, y cada uno acarreaba su mosquetón al hombro. Una maciza puerta metálica estaba protegida por ametralladoras detrás de sus blindajes. Halleck caminó hacia ella para encontrarse con el Abaddón que estaba parapetado en esa barricada. —¡SEA EL SENNIOR CON TOTS NOS! —¡Et su misericordia con nos! —contestó maquinalmente el guardia. —Traigo a los gentilhommes Inxenieros; he aquende méu contrasegna —dijo Halleck, mientras entregaba una tarjeta plástica al guardia. El Abaddón la pasó por un lector magnético y se la devolvió. —Sírvase ora su Merced dexar fora su escorta et su armament… Halleck sonrió sarcásticamente y se sometió. A Davenant no le gustaron las velo-ces y competentes manos que lo palparon en busca de armas; pero su resenti-miento se desvaneció cuando atravesaron la puerta. El salón de recepción era una enorme cúpula abovedada tachonada de color y cruda magnificencia. Una sirvienta se curvó en una reverencia. La muchacha, joven y bonita, no estaba ataviada con ningún overol gris o amplia túnica; exactamente lo opuesto. Kruse abrió su bocaza en un gesto de perpleja admiración, pero se detuvo al recordar dónde estaban. —¡ACABO DE ANUNXIAR A SU MERCED! —gritó la chica—. ¡GLORIA ETERNA AL SENNIOR!

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Cinc-Uno Weller era demasiado retaco para esa baja gravedad y los ojos embuti-dos en su roja y ancha cara eran inquietos y fríos. Saludó a los Ingenieros con un gesto ambiguo y les señaló unas sillas. Una hilera de guardias inmóviles rodeaba el recinto. —Confío que los cuartels que vos ocupan sean del agrado de vos —dijo Weller—. ¿Ora quant más haye que vos necesitaren? —Por el momento nada más, su Señoría —contestó Lyell—. Tal vez más adelante, cuando necesitemos trabajadores y algún equipo; pero eso lo arreglaremos a tra-vés de la colectividad Ángel. —Dacord, dacord —Weller aceptó una bebida que le ofreció un criado—. Si a vos se les antoxase algo, por favor pídanlo a nos. —Gracias, su Señoría —contestó Lyell, y se rascó su barbilla—. Pues sí, hay algo de lo que carecemos; y eso es información. —Ah. ¿Et non poderen los Ángeles dar a vos quant quisieren? —Acerca de datos físicos, sí —dijo Lyell—. Pero necesitaremos un análisis social más detallado de esta colonia, y un factor importante de ese análisis será conocer la capacidad laboral con la que contaremos; por ejemplo, es evidente que hay que construir una gran cantidad de maquinaria automática. Y francamente, su Señoría, estoy decepcionado que no hayamos visto suficiente. Ahora, la pregunta es: ¿Puede esta cultura tan particular soportar la introducción de nuevas tecnolo-gías? La cara de Weller se oscureció. Por un instante, Davenant pensó que iba a orde-narle a sus hombres disparar contra los Ingenieros. Un momento después, regre-só a una superficial y tensa calma para contestar ampulosamente: —Non vide por qué nones; éu supongo que vos se refiere a los Corderos de la lí-nea de montaxe. ¿Qué deberemos facer nos con élles si sus traballos se automa-tizan? Ése non es problema de vos. ¿Si poderemos construir tales máquinas? Con la gracia del Sennior, claro que sí. Pero lo que haberemos de facer con los Corde-ros de nos, es sólo problema de nos. —Bueno, tal vez —dijo Lyell—. Aunque creo que debe considerar, su Señoría, que las líneas de montaje humanas simplemente no podrán manufacturar lo que será necesario en el término previsto. Así que se producirá un intervalo donde su gen-te no se presentará en la línea de montaje, dado que estará ocupada trabajando con nosotros. Y por lo que hemos visto hasta el momento, la mayoría nos será de poca utilidad a menos que se los reacondicione y se los eduque; ahora, tengo la impresión que la mayor parte de ellos carece de la inteligencia suficiente como para usar máquinas complejas… —hizo una pausa, y agregó maliciosamente—: pero claro está, Ángeles y Cincs también podrían ser asignados a nuestras dota-ciones; aunque temo que eso pueda llegar a desestabilizar la estructura social de la colonia… —Hmm… Éu vide…, es un problema —admitió Weller, a regañadientes—. Deman-da estudio. Pero el Sennior proveerá a nos una solución… —Otra pregunta, su Señoría —disparó Yamagata—. ¿Calisto está habitado o no? —¿Por qué? Claro que nones —intercedió Halleck, cuando Weller falló al intentar contestarle—. ¿Qué le face pensar a vos que asím est? Non tenemos nos forma de expandir la colonia tanto como eso.

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—Escuche un par de referencias en los audiocódices y algunas conversaciones in-sinuando que una pequeña colonia se asentó allí —dijo Yamagata—. Pero nadie al que le haya preguntado me supo dar una respuesta directa. Entonces Weller habló con un tono de suave intimidación, como zanjando el final de un tema embarazoso. —Ah, éu ricordo. Un pequenno grupo de ovellas descarriadas, que vinieren del planét Laterra, vuitenta y cinco años atrás; suponemos nos que escaparían del acoso Humanist. Y como non pudieren prosperar solos, se unieron a nos. Ora eso fue olvidado. Es rápido como el rayo, observó Davenant; si no lo fuese, no duraría dos segun-dos en este nido de intrigantes. —Si me permite un comentario, su Señoría —continuó Lyell—, su cultura parece ser una curiosa mezcla entre lo comunal y lo altamente individualista. Los Corde-ros, como ustedes los llaman, son entrenados para la obediencia absoluta; pero la mayor parte de sus nuevos emprendimientos son efectuados por individuos, to-dos provenientes del estrato Cinc. Éstos además se dedican a auspiciar a algunos Ángeles, y muy especialmente a los que consideran dotados para servirles como pretores —Davenant saludó interiormente esa acotación del capitán—, y hasta ahora parece que el sistema ha marchado bien, porque han conseguido casi todo lo que se propusieron; pero quiero que entienda algo: tomará el esfuerzo coordi-nado —carraspeó— de TODAS las clases sociales para terraformar estas lunas. Entonces, ¿Están los miembros de la clase Cinc preparados para trabajar en for-ma cooperativa? —Ora éu vide lo que vos facen —Weller forzó una risita—. Transitaron un longo camino para criticar a nos… —Su estilo de vida no es de nuestra incumbencia, su Señoría. Pero si afectara nuestro trabajo, tenemos el deber de hacer sugerencias —Lyell sonaba apasiona-do. —¡ORA ÉU NON HE ENCONTRADO MOTIVO PARA TRABALLAR CON LA ORDEN DE INXENIEROS! —Weller escupió esas palabras fríamente—. Sepan vos, por la Gra-cia del Sennior, ora poderemos facer el traballo por nos mismos, Amén. —Como usted lo desee, su Señoría. Lyell lamentó en su interior haber sido demasiado cargoso en esa primera entre-vista, pero dejó en claro que él debía llevar la batuta. No obstante, era evidente que esos jovianos nunca serían capaces de concretar semejante empresa. Carecí-an de las más elementales habilidades y recursos. Y como su subsistencia depen-día de un complejo de máquinas y productos químicos, nunca podrían llegar a aparecer en las proyecciones del comercio o del simple turismo. La conversación subsiguiente derivó sobre los nuevos tiempos políticos en los Pla-netas Interiores. Davenant pudo comprobar como Weller nunca perdió oportuni-dad para aguijonear verbalmente a Halleck, dispensándole de vez en cuando de-saires y apostillas personales que forzaron permanentemente la paciencia del Cinc-Cuatro, llevándola cerca del punto de ebullición. No fue una velada conforta-ble para nadie. De vuelta en sus cuarteles, los Ingenieros se pusieron a discutir el ágape hablan-do en esperantech, para mortificación de los micrófonos ocultos.

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—No puedo decir que me gusten nuestros anfitriones —declaró Yuan—. La gente común está embrutecida; asimismo el miedo, el odio y la ambición son los princi-pales motivadores de los gobernantes. Me pregunto si debemos trabajar aquí. —Usted conoce nuestra regla acerca de la política local —dijo Lyell. —Pero a mí me pareció que usted hizo de politiquero toda la noche, Jefe —dijo astutamente Yamagata. —Tengo la autoridad para hacer esa clase de sugerencias —le contestó airada-mente Lyell—. Y si los jovianos se sintieran arrinconados, puedo escribir un in-forme negativo que hará que la Abadía descarte todo este asunto. Eso es todo. —Es que hay algo inhumano en todo este esquema —expresó Kruse—. Esos Cor-deritos del Señor no son autómatas y no pueden ser tratados así indefinidamente. En algún momento la caldera explotará. Se amotinarán o se degenerarán. —Pienso que estás en lo correcto, Torvald —vaciló Falkenhorst—; es una sociedad de pastores y corderos, con fariseos y todo. Deben tener alguna válvula de segu-ridad, algún escape que viene impidiendo el desastre. Me gustaría saber cuál es. Davenant descubriría ese escape, veinticuatro horas más tarde. Paseaba a través de algunos holocartogramas en la biblioteca, cotejando recursos fisionables con la ayuda de Garson. De improviso éste bostezó, se desperezó y le dijo: —Ora pode vos descansar; empezaron las Jornadas de Maitines. Non haberá tra-ballo durant dos Completas. —¿Se refiere a un servicio religioso que dura cuarenta y ocho horas? —interrogó Davenant, sintiendo la incomodidad que siempre lo hostigaba al mencionar inti-midades religiosas. —Claro, cada quaranta y tres Completas —vaciló Garson—. ¿Por qué non te unes vos, Hall? Credo veritas que vos necesitares un poquend de molicie. ¿Qué clase de diversión tendrán en mente estos sujetos? Pensó asustado Dave-nant, pero el asunto tenía un cierto interés morboso. Indudablemente sería mor-talmente aburrido como uno de esos interminables audiocódices; no obstante… —¿Y los otros no me prestarán atención? —le preguntó—. Yo no formo parte de su, eh… Congregación, y quizás… —Ah, non haberá inconvenient —sonrió tímidamente Lengua-atada—. Y hasta po-deríamos convert a vos… —Bueno, ¡De acuerdo! —Davenant tomó nota del lugar y se volvió a su apartamento. Los otros Trotalunas se rehusaron profanamente a acercarse a semejante fausto; en cambio, prefirieron la idea de Kruse de encender un campo deflector y encerrarse con algunos pomos de cerveza y scotch. —Creo que no es mala idea —aprobó Lyell, en un chapurreado esperantech—, pe-ro mantén los ojos abiertos. Cuanto más podamos aprender sobre esta gente, se-rá para mejor.

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Más tarde, Davenant se puso un uniforme de gala limpio y bajó por una serie de rampas y corredores. Al acercarse al gran círculo de sesiones, el populacho alre-dedor de él se fue aglutinando. Como afluentes de un río desbordado, los Corde-ros emanaban de todas partes de la ciudadela: un gris aluvión de hombres y mu-jeres en edad de trabajar se mezclaron conjuntamente. Al cabo de un rato, con-gregados todos en el centro de la oquedad, dejaron de moverse; pero en sus in-expresivas facciones se mantenía invariable un curioso gesto de ansiedad. Se encontraban en el centro de una gigantesca caverna natural que, al parecer, había sido ampliada a fuerza de explosivos hasta que fue capaz de acomodar a casi toda la población de Equis. Estaba pintada y tapizada con grandes gamas de colores: verdes y púrpuras en la cúpula, y el dorado y el bermellón remolineaban en los cortinones laterales. El piso estaba cuidadosamente impermeabilizado con algún tipo de alfombra vinílica. En el punto más lejano, irguiéndose fuera de la penumbra, había una especie de escenario con el aspecto de un altar. Todos los Ángeles de X parecían estar con-gregados allí, envueltos en sus casullas sacramentales, como una hilera de cariá-tides sosteniendo ese borde de la inmensa bóveda. El único Cinc a la vista era Weller, quien permanecía de pie en su balcón, a casi diez metros de altura y ro-deado de su pequeña mesnada. Davenant se hizo un lugar contra una pared. La masa apiñada a su alrededor apenas pareció notar al desconocido, cada vez más apretado contra el tapizado muro. Los miles de ojos de la multitud se enfocaban ávidamente sobre el escena-rio, mientras comenzaban a respirar al unísono, en una forma acompasada. La música venía de alguna parte; una arcaica cadencia sincopada que capturaba la palpitación general convirtiéndola en algo así como una fuerza primitiva. Dave-nant se sorprendió del sentimiento de liviandad y júbilo que comenzaba a surgir desde lo más recóndito de su voluntad. —Oh, hermanos, corderos del Sennior… El arrullador coro de barítonos de los Ángeles comenzó a reverberar como el trueno distante entre los abovedados confines de la caverna. —Alabado sea el Sennior, quien est tot, et en éle, tot es Un. Gracias a vos Sennior, por el regalo a nos de la vitam et por tu bienhadada et eterna misericordia… Muy efectivo, pensó Davenant. ¿Por qué? ¿Será la acústica? No parece ser mejor que la del anfiteatro de Luna City. Al aumentar y disminuir las cadencias armoniosas del coro, pudo experimentar un extraño conglomerado de sensaciones en su garganta. El hombre que estaba a su lado comenzó a llorar. Las tonalidades del órgano tubular sonaban como la voz de los Cielos. El sermón comenzó, proveniente de los labios de un anciano Ángel. Era el mismo que justo ayer había estado discutiendo procesos de difusión gaseosa con Dave-nant. Inició quedamente, solemne como la música, recitando las virtudes de la humildad y el trabajo arduo. Davenant lo encontró bastante razonable. Luego, el tempo se aceleró.

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—…et aquende volvemos a encontrar a nos, miserables pecadores et ca-paces de mal haberes, a preguntar al Altísimo si deberían nos seguir transitando este mondo… nos, quienes son perezosos et luxuriosos; nos, quienes ten el corazáo preto de avarixias que sólo las sangües del corde-ro poden lavar por complet. ¡Crederes de veritas si éu digo a vos que la Bestia espera a vos! ¡En ese planét preto et allende la noite que Éle llamó Inferno, ora nos espera, para condenar la blasfemia con los fogatos eter-nos… A vos, a vos et… ¡A nos! Et poquend son quienes encontrarán in-dulxencia al vidéo del Sennior…. La muchedumbre comenzó a zapatear el suelo. Gigantes, enanos, de brazos múltiples, algunos tentaculares, una horrorosa mez-colanza de híbridos exogenéticos pero seres humanos al fin, se sacudieron y gi-mieron, y se contonearon al ritmo de las palabras. La música fue creciendo alre-dedor de ellos, envolviéndolos en un impetuoso staccato de música y zapateos, mientras el Ángel decrépito llegaba al clímax de la liturgia con los brazos en alto y profiriendo afónicos aullidos sobre la extasiada multitud. —¡Amén! ¡Amén! ¡El Sennior tenga piedad de vos, pecadores! Las rodillas del aturdido Davenant comenzaron a fallarle. Las vibraciones del piso ascendían por sus piernas y su corazón latía embravecido. Un estremecimiento de desconsolada autocompasión fue abultándose dentro de su pecho. Se sentía vacío y condenado, abandonado y desecho; cada tristeza, cada vergüenza de su vida regresó a él en un furor de vértigo, para encumbrarse a la altura de sus ojos y burlarse en su propia cara. Se quedó sin aliento, tambaleándose, con lágrimas rodando en sus mejillas, mientras un incontrolable temblequeo se apoderaba de sus labios. Súbitamente, todos los demás empezaron a caer sobre el lustroso piso vinílico y se arrastraron servilmente hacia el altar, gimiendo por sus miserables pecados y por sus desdichadas existencias. ¡Y él, él estaba solo, vacío y condenado! ¡Solo, vacío y condenado! —¡ALELUYA! Al cerebro de Davenant le tomó casi un minuto aceptar que esa exclamación que acababa de resonar en toda la caverna había salido de su garganta. El eco fami-liar de su propia voz pudo arrancarlo momentáneamente del trance. Una noción brilló intermitentemente dentro de su cabeza, mientras se recostaba contra la pa-red para no desplomarse. ¡Ultrasonidos! ¿O eran infrasonidos? No podía estar seguro. Se le hacía difícil completar el con-cepto en medio del confuso barullo que berreaba a su alrededor. Pero sabía que las ondas sonoras inaudibles y moduladas en ciertas frecuencias pueden hacerle jugarretas al sistema nervioso humano. El despegue atronador de un cohete pue-de darle a un hombre un momento de temor irracional. Y hay combinaciones de longitudes de onda que estimulan el tálamo, exaltando las respuestas emociona-les al suprimir la acción del crítico y razonador lóbulo frontal. Este conocimiento había sido parte de la sabiduría psicotécnica durante muchísimo tiempo. ¡Y estaba siendo utilizado aquí, en gran escala!

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Sabiendo que necesitaría alguna ayuda, la mente de Davenant empezó a remon-tar la cuesta hacia la cordura. Sus sienes palpitaban con los atronadores y fasci-nantes arpegios del órgano, y las palabras del salmo se enrollaban alrededor de su cerebro como serpientes. Henchido de un feroz regocijo, ahora se sentía asus-tado y jovial y enfurecido al mismo tiempo, pero podría controlarse. Apretó sus labios y se preguntó por cuánto tiempo más tendría que mantenerse firme. —¡Alabanzas al Sennior, por su infinita compasión! ¡Gracias demos nos et regocíllense nos por el Divino Criador...! Contrólate, muchacho, contrólate; Eso es. No olvides quien eres. Quietito en tu lugar. Repentinamente, en medio del hervidero de aquella multitud, apenas pareció con-cebible que los Ángeles se pusieran a arrojar plastipomos de bebidas. Una aterri-zó al lado de Davenant. Éste la recogió, desenroscó la tapa y se zampó el conte-nido ávidamente, tal como estaban haciéndolo los demás. El líquido ardió en su garganta. El oleaje de la música se incrementó impetuoso y triunfante. El hombre que había estado sollozando a su lado se levantó del suelo y, gruñendo, se lanzó arrebata-damente sobre una mujer. Ella luchó por un momento, como si todavía conserva-ra algún resto de pundonor, y luego se dejó caer en sus brazos. Frenéticamente ambos se pusieron a despojarse de sus ropas mientras él la forzaba a tumbarse sobre el piso. ¡Así que ésta era su válvula de escape! Davenant sintió una mano que tironeaba del faldón de su chaqueta. Se volvió, presa de una húmeda y tórrida excitación. Vio a una mujer, que había empezado a rasguñar su túnica voluptuosamente, tratando de quitársela. Su cabello despei-nado caía sobre un rostro brillante de sudor y deformado por una lasciva risita. —Ven, fermoso… ven con méu —le susurró ella, mientras le rodeaba sus brazos alrededor del cuello—. Ven, por la Gracia del Sennior… Él se puso a temblar mientras intentaba separarse de ella. —Eh, no… No, gracias —farfulló entre dientes. Los brazos se engarrotaron en su nuca. Incluso en esa baja gravedad, el peso de la mujer lo estaba arrastrando al suelo. —Oh, non temas, extrañiero —dijo ella—. Un poquend de goce del Edén… Muito lindo est. Davenant se quedó atisbándole desde arriba el amplio escote abierto de su ves-timenta gris, que dejaba al descubierto unos espléndidos senos. Ella lo miró di-vertida y ardiente; de improviso, atrajo su cabeza violentamente hacia la suya. Sus labios buscaron los de él, codiciosamente. Davenant sintió un fogonazo de lujuria creciendo en sus entrañas; atolondradamente, se hincó de rodillas y ella cayó riéndose, mientras sus cuerpos se buscaron anhelantes. Nadie lo sabrá nunca, nadie me está viendo… y, y… su mente luchaba contra su cuerpo en una carrera desigual. Echando un vistazo alrededor, vio como la in-mensa redondez del atrio estaba empezando a cubrirse de parejas copulando, y que los Ángeles más jóvenes habían empezado a brincar desde el púlpito del coro para unirse a ese insólito y masivo desenfreno.

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Su garganta se estrechó y sintió el porfiado deseo en sus carnes; había pasado mucho tiempo sin una mujer. No. —¡NO! Se sacudió violentamente y se despegó del afanoso cuerpo de la joviana. —¡MALDICIÓN, SOY UN INGENIERO! —gritó, estremeciéndose y jadeando—. Soy un Ingeniero de la Orden… —balbuceó, más para sí mismo que para ella. —¿Qué le pasa a vos? —demandó ella, insistentemente. Él la rechazó con ímpetu. —¡Dije que no! —le espetó severamente—. Ve a buscarte a otro… Un gesto de fiereza cruzó la cara de la mujer. —Asím que vos non pode, ¿Eh? Quiso encontrar otras palabras, pero sólo atinó a negar con la cabeza, colérica-mente. Ella se rió en una forma desencajada y se alejó arrastrándose. A Davenant le tomó unos minutos recobrar sus sentidos; luego, dirigió su mirada hacia el balcón donde Weller permanecía asomado, observando toda esa bataho-la. Al parecer, las neurofrecuencias no parecían afectarlo como a todos los de-más; quizás poseyera una extraordinaria capacidad de autocontrol o, más proba-blemente, el balcón estuviera protegido por alguna clase de campo inhibidor hete-rodinámico, que estuviera repeliendo el efecto de… Súbitamente, Weller se precipitó al suelo de la pista. Sus Abaddones bajaron presurosos del balcón y se apiñaron alrededor de él. Al acercarse entre las sombras, Davenant alcanzó a ver a otro grupo de guardias: era una media docena de hombres escondidos bajo la penumbra de las pilastras que sostenían al púlpito. Estaban vestidos de gris para mimetizarse entre la ma-sa, pero procuraron en todo momento mantenerse apartados. Más atrás, advirtió la presencia de Halleck entre ellos. Los mosquetones tartamudearon iluminando los rincones. Los aturdidos y desprevenidos Abaddones de Weller, quienes rodea-ban a su jefe caído, fueron metódicamente barridos por los guardias de Halleck. Al estar mezclados entre la multitud, la emboscada funcionó con absoluta preci-sión, y la masacre entera terminó al cabo de un minuto. Algunos de los Corderos más cercanos a esa pared, se desbandaron despavoridos; los otros, enfrascados en su orgiástica faena, ni siquiera notaron la fugaz presencia de la muerte en el abovedado recinto. Halleck y su séquito abandonaron silenciosamente el lugar. Davenant pudo reco-nocer a al menos otros dos Cincs que estaban entre ellos. Así que un grupo de conspiradores era, posiblemente, la única forma de aventajar y hacer frente a las defensas de Weller. Ahora el Conciliábulo se reunirá para instalar a un nuevo Cinc-Uno y… Davenant se sintió extrañamente mareado, al filo de la náusea. Deben ser las se-cuelas de las neurofrecuencias. Su cabeza todavía pulsaba cuando lo ensordecie-ron los disparos. Sabía que la única cosa sensata en ese momento era volver al cuartel de los Ingenieros y alertarlos; si bien ellos no tenían jurisdicción para en-trometerse en los asuntos de la política joviana, especialmente los sangrientos, tendrían que estar al tanto de lo que acababa de ocurrir.

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Desde el escenario, dos hombres miraban los cuerpos que yacían bajo el balcón. Uno vestía el uniforme Cinc; el otro, la casulla característica de Ángel. Ambos eran de alto rango, a juzgar por sus insignias. Davenant se agachó y temerariamente gateó por la resbalosa pista vinílica hacia donde ellos se encontraban. Las parejas y los grupos seguían revolcándose lúbri-camente, y la tenue iluminación le proporcionaba algún camuflaje. Si llegaba a ser notado, en el mejor de los casos, podría ser confundido con un participante del fragor comunal; en el peor, se ganaría una bala en la cabeza. Al acercarse lo suficiente, aguzó el oído para sobreponerse a los gemidos y a los histéricos griti-tos que lo envolvían; las palabras que alcanzó a oír estaban entrecortadas, pero claramente pronunciadas en… ¡Esperantech! El shock entumeció sus músculos. Por un momento, hubo oscuridad frente a sus ojos y creyó desvanecerse; pero se sobrepuso y pudo escuchar al Ángel articular fluidamente el idioma universal: «—Hasta ahora, todo parece funcionar. ¿Pero…, será manejable ese Halleck?» «—He sido su mentor desde que era un párvulo —le contestó el Cinc—. Creo que, conscientemente, desconfía de mí tanto como de cualquier otro. Pero le he dejado en claro que no pretendo conseguir la jerarquía más alta, así es que al menos, me escuchará. Y conozco muy bien sus puntos débiles.» «—De acuerdo —replicó el Ángel—. Pero de todos modos, debemos proceder con precaución. Una cultura entera no puede ser presionada así como así —y agregó con cierto sombrío sarcasmo—: ¡Ya deberíamos haber aprendido eso a estas fe-chas!» «—Claro está, claro está. Pero nos está yendo bien. Hemos hecho mucho progre-so desde Calisto —dijo el Cinc—. Ahora, corra la voz: mañana a las 1800, habrá cónclave. Arréglelo como si fuera un debate para discutir lo que haremos con la proposición de los Ingenieros; y en cualquier caso, vamos a involucrar sólo a nuestra gente, si la eventualidad probabilística se incrementa.» «—Bien. Les enviaré un memorandum oficial. Vayámonos de aquí.» Caminaron hacia una salida lateral y se retiraron. Davenant hizo lo mismo, media hora después, cuando al fin consiguió esquivar a la viscosa multitud. Cuando regresó a los cuarteles, Kruse lo miró de arriba abajo con una expresión más bien perpleja. —¿Qué te ocurre, chico? ¿Viste un fantasma? —Sí. En cierto modo —Davenant exhaló un tembloroso aliento. Lyell se puso de pie. —¿Qué quieres decir? —Quiero decir —Davenant miró al piso, y luego levantó la mirada con cierta de-sesperación—. Quiero decir que me he enterado quienes son los que realmente controlan esta colonia. —Ajá —replicó cauteloso Lyell—. ¿Tiene que ver con el servicio religioso al que asististe? ¿Quieres decir que los Ángeles son más poderosos de lo que aparentan? Davenant negó con la cabeza. —Los Cincs y los Ángeles son simples marionetas. Creo que están siendo manipu-lados por la Liga de los Psicotécnicos.

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CAPÍTULO 5

Hybris, Némesis y Ate. Así es como los antiguos griegos resumieron el ascenso, el destino y la condenación de los hombres. Es una constante que ha cruzado las centurias. Muchos disparates especulativos se han escrito acerca del Instituto Psicotécnico. No fue el único salvador de una irreflexiva civilización, y tampoco el tirano que estranguló el derecho a la individualidad del ser humano. Fue, meramente, un grupo de hombres y mujeres que a través de las generaciones aspiraron a subli-mes ideales; hombres y mujeres que influyeron poderosamente en el transcurso de la historia. Y al final —como podría haber sido previsto— se encontraron con problemas que no pudieron solucionar. Así como la Iglesia medieval fundó a la civilización Occidental, el Instituto fue el caldo de cultivo para la Sociedad Técni-ca. En ambos casos, esas inmensas y crecientes matrices se volvieron asfixiantes y constrictivas, por lo que tuvo que producirse una necesaria ruptura; y en ambos casos el simple acto de cortar esa relación umbilical llevó a los seres humanos a una transitoria época de sinrazón y desorganización. Y el único defecto que tenía el personal del Instituto era de carácter trágico: to-dos ellos eran seres humanos. El método científico fue exitosamente aplicado por primera vez en el siglo dieci-nueve, cuando las estadísticas se usaron para acumular y procesar datos sociales sobre la población. En el siglo veinte, el desarrollo de las computadoras trajo apa-rejado el acercamiento teórico-informático desde muchos otros puntos de vista: teoría de los juegos, mercadotecnia, teoría de la comunicación, semántica gene-ral, teoría de la publicidad y epistemología generalizada. El Instituto Psicotécnico original eventualmente terminó por absorber a todos los grupos que se dedicaban a esas disciplinas. Y en los años subsiguientes, dedica-dos al ferviente estudio, los Psicotécnicos consiguieron destilar algunas ecuacio-nes fundamentales que describían matemáticamente las interrelaciones humanas, y su dinámica en particular. Pero los posteriores descubrimientos acerca de la psi-cometría de los individuos resultaron aún de mayor importancia; no obstante, pa-sarían generaciones antes que ese conocimiento rindiera sus frutos. Lo que aconteció alrededor del 2070 fue una formulación precisa de ciertas leyes básicas que gobiernan el accionar de los grupos. Cabe aclarar que nadie nunca pretendió que ese conocimiento fuese perfecto; se tuvieron que admitir gravísi-mos errores. Pero también es cierto que fue aplicable y eficiente, y bien se sabe que el mundo del 2070 necesitaba desesperadamente de una ayuda. Hacía mucho que los gobiernos venían confiando en los expertos; así es que era natural que continuaran haciéndolo. Y con el transcurso del tiempo, los líderes del Instituto vieron como se iba incrementando su propia potestad; de común acuer-do, se juramentaron no abusar de semejante poderío, porque sabían que eran los únicos que poseían una razonable capacidad de éxito para subsanar todas aque-llas enfermizas políticas que padecía un mundo todavía herido.

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Y así, paso a paso, llegó la recuperación económica y el mejoramiento de toda la Tierra. Se creó y se fortaleció el primer gobierno mundial, que trajo consigo el lento marchitamiento de los nacionalismos y el primer intento serio por instaurar un idioma universal: el esperantech; la educación, que por primera vez en siglos, pudo conseguir la adecuada satisfacción de las necesidades del individuo y las de su sociedad; la utilización de inteligentes estrategias de planificación familiar, que produjeron una gradual disminución demográfica en un planeta superpoblado; la efectiva conservación de los recursos naturales; el fútbol para todos; la economía racional; la asistencia psiquiátrica accesible; y muy fundamentalmente, el pen-samiento crítico. No fue fácil. Hubo contratiempos, debates interminables y sangrientas luchas in-testinas, pero la piedra fundacional de los cimientos había sido colocada. Las razones para el fracaso final de todos estos progresos eran complejas, pero tres motivos principales pudieron ser rastreados. En primer lugar, hubo una pro-funda resistencia cultural en la mayoría de la población de la Tierra. Como Asia fue convirtiéndose cada vez más en el centro económico del mundo, esa resisten-cia ganó poder. El camino era, después de todo, escarpado y pedregoso, y debía ser transitado a contrapelo de infinidad de tradiciones culturales que habían exis-tido desde los tiempos prehistóricos. De muchas formas, se estaba atentando co-ntra los instintos del hombre, y las poblaciones que nunca habían necesitado o deseado los privilegios tecnológicos de Occidente, se inclinaron a permanecer fir-mes en sus costumbres. En segundo lugar, la gran masa de la humanidad no estaba capacitada para ab-sorber nuevas actitudes tan fácilmente. La fría racionalidad y el alto grado de ab-negación que se requería para aceptar el cambio no se encontraban naturalmente en el noventa y nueve por ciento de la especie. La psiquiatría sugirió algunas formas de acondicionamiento individual para paliar esto, pero no hubo manera de extrapolar esa terapia a los billones de individuos que habitaban el orbe. Y en tercer lugar, la escalada de desempleo masivo y la consecuente marejada de suicidios que se desató en aquellas épocas, no tuvo precedente alguno. Millones de personas en edad de trabajar fueron echadas a la calle. Las computadoras, los autómatas y las máquinas semivolitivas fueron reemplazando a los hombres, país tras país y un continente después del otro. No sólo los obreros no especializados; también fueron cayendo los especialistas y posteriormente, los intelectuales. Los dependientes, los bibliotecarios, el ayudante de laboratorio, el experto en general y muchas otras profesiones, ya no fueron necesarias. Todo este proceso tomó décadas en verse completo, y hubo muchos intentos para aliviar sus efectos; pero nada, ni siquiera los grandes éxodos hacia Marte y a Ve-nus, fue suficiente. Durante el auge de esta situación, sólo el veinticinco por cien-to de la población adulta de la Tierra subsistía parcialmente empleado. Por supuesto, nadie murió de hambre. Ciertas concesiones gubernamentales que se instituyeron les permitió a los ciudadanos subsistir no muy acomodadamente, pero subsistir al fin. Sin embargo, persistía una clase talentosa y emprendedora que todavía conser-vaba un trabajo extra y obtenía algún dinero adicional. Estos idóneos fueron

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odiados y envidiados, ya que era casi imposible sustituirlos por robots o compu-tadoras. Y no es bueno para una sociedad cuando la mayor parte de sus ciudadanos han perdido sus intereses o sus pequeñas felicidades en común. La atmósfera de in-quietud y desesperación estaba acorralando incluso a sus líderes. Se cree que en ese período advino lo que posteriormente se conoció como Huma-nismo, que era el equivalente al deseo de restaurar una romántica y completa-mente imaginaria versión de «Aquellos buenos y viejos días». El Instituto se es-candalizó por la rapidez con la cual este movimiento empezó a crecer. Para ese entonces, ya habían sido descubiertos los superdieléctricos, aquellos acumulado-res de energía de fantástica capacidad que podían ser recargados casi con cual-quier materia fisionable; estas fuentes de energía, simples, baratas, accesibles para todos y disponibles para cualquier uso, pronto iban a demostrar también su peligrosidad; serían utilizadas principalmente para impulsar vehículos y armamentos. A la luz de esos acontecimientos, el balance de poder militar iba a cambiar de manos desde el gobierno central hacia el todavía pequeño pero pujante grupo de fanáticos. En lo sucesivo, conservar el orden en las calles se haría cada vez más difícil. Pero el Instituto ya había calculado y anticipado estas consecuencias y venía elu-cubrando sus propias maquinaciones secretas para contrarrestar esto. Una de sus medidas preventivas, por ejemplo, consistió en la inoculación de un porcentaje precalculado de un feroz anticonceptivo químico en los suplementos dietarios, que el gobierno solía entregar gratis a la población; acto seguido, se brindaban enga-ñosas explicaciones públicas sobre la caída de los índices de natalidad, achacán-dole la culpa al estrés urbano. Llegado a ese punto, el Instituto ya había comen-zado a subvertirse silenciosamente en una de las organizaciones más reacciona-rias y arteras que se registren. Hubo otros ejemplos como éste, pero no se llega-ron a ejecutar en virtud al rechazo que despertaron por su carácter extremo y antidemocrático. La situación empeoraba cada año. Primero, se produjeron revueltas anti-robots; tiempo después, comenzaron los linchamientos de technies y científicos. La de-sesperación estaba a la vuelta de la esquina y el mundo volvió a padecer, por ci-tar un ejemplo clásico, el absurdo e incomprensible interregno entre la Tercera Guerra Mundial y el Gran Éxodo. Los sectores terrestres afines al gobierno de la Unión ya no conseguían hombres entrenados que quisieran defender el orden es-tablecido, y las venerables y orgullosas ecuaciones que alguna vez sirvieron para pronosticar la conducta de las masas se habían vuelto incapaces de encontrar una solución. El Instituto, que ahora empezaba a conocerse como «la Liga Psicotécnica» o «la Liga de los Psicotécnicos», ya se había asumido frente a la sociedad como un po-deroso ente autárquico. Y no hay razón para detallar los últimos y frenéticos es-fuerzos que intentaron los líderes del Instituto para detener la avalancha. La ma-yoría de esos procedimientos fueron de hecho ilegales y humanamente cuestio-nables; y cuando esos planes fueron descubiertos y se dieron a conocer pública-mente, los resultados terminaron por precipitar el desastre. El sangriento motín

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de las fuerzas navales, la proscripción de la Tierra de la Unión Solar y la Primera Revolución Humanista y su posterior ascenso al poder, son ahora material de ar-chivo. Con todo, los Primeros Humanistas pronto advertirían que la historia no puede revocarse, y que los hombres son tan profundamente dependientes de su tecno-logía, que jamás serian capaces de sobrevivir si fuesen separados de ella. Un lus-tro después, Marte y Venus respaldaron la contrarrevolución; los inseguros e in-expertos regentes fueron derrocados y el nuevo gobierno de la Tierra se reincor-poró a la Unión. No obstante, las semillas de rivalidad interplanetaria y descon-fianza mutua ya habían sido sembradas. Tampoco se iba a poder prescindir de los servicios de los nuevos y «domestica-dos» Psicotécnicos; empero, el alcance de sus poderes iba a ser severamente li-mitado y vigilado. A partir de allí, las generaciones subsiguientes crecerían en medio de unas turbu-lentas idas y venidas; fue una época de prueba y error que podría llamarse con total ligereza «La adolescencia de la civilización Technie», donde los hombres avanzaron valientemente hacia un nuevo y acaso mejor porvenir. Fueron días de conflicto y avaricia para una miope mayoría y un lapso de espléndidas oportuni-dades para los que supieron donde mirar. De todas formas, lo que ahora es de interés conocer sobre aquel agitado período de la Revolución, es la suerte que corrieron algunas altas autoridades de la Liga y sus seguidores. Se especula que consiguieron escapar precipitadamente para sal-var sus vidas, al abordar en forma subrepticia el viejo STARSHINE, un crucero explorador que orbitaba la Tierra después de haber completado su tercera expe-dición a Neptuno. Nunca nadie supo contestar a ciencia cierta lo que había sido de ellos. Ni siquiera algunos de sus colegas, que terminaron exiliándose en Marte o en Venus.

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CAPÍTULO 6

—En cuestiones de política —recalcó por enésima vez Lyell, después de escuchar el descubrimiento de Davenant—, permaneceremos neutrales. —¿Incluso si hay peligro? —intervino Yuan—. Si los Psicotécnicos llegaran a mani-pular el orden de esta colonia como a ellos se les antoje, esto podría convertirse en una amenaza para el status quo. —Como colega científico que es, pienso que debe sentir algo de simpatía por los Psicotécnicos —replicó Lyell. —Puede ser, puede ser. En este momento, necesitaríamos sus habilidades. Es posible que echarlos a todos fuera el error más grande que haya cometido la Tierra; pero… no sé —Yuan frunció el ceño amargamente. —Creo que te entiendo —dijo Yamagata—. Los grandes grupos y organismos, siempre tienden a perder de vista sus propósitos originales, ¿No es así? Los me-dios para conseguir un fin se convierten en un fin en sí mismos; Mira, ah… es el caso del Cristianismo. Comenzó como un gran ideal, probablemente el ideal más noble que el hombre haya visto jamás: una hermandad universal de amor. Des-pués de algunos siglos, quemaba vivas a las personas sólo para disputar su auto-ridad. —Esto es un poco más complejo —dijo Lyell—. Pero no me detendré en nimieda-des. Es bien probable que los Psicotechs se hayan vuelto resentidos y fanáticos. Su connivencia en asesinatos políticos siempre lo sugirió. No obstante, no le reve-laremos a nadie que tenemos indicios para pensar que están aquí, enquistados entre los líderes de la colonia. Procederemos como siempre, reportando cuando se pueda informes en secreto a la Abadía, y dejaremos al Coordinador y al Conce-jo decidir qué hacer. Si los Ingenieros no permaneciéramos fuera de asuntos co-mo éste, terminaríamos como ellos, intrigando y conspirando como un grupo de mafiosos. Nuestro trabajo es mantener vivo el espíritu científico. Nuestro trabajo es reformar planetas, no personas. —De acuerdo —dijo Falkenhorst—, pero la Abadía querrá tener más evidencias que simples sospechas y… —Sí, sí —interrumpió el capitán—, mantengan los ojos abiertos. No vayan por ahí jugando a los espías. Ustedes no tienen el entrenamiento ni la aptitud; pero los Cincs son expertos. —Así que los Psicotechs andan sueltos, ¿Eh? —reparó Kruse—. Y ahora me perca-to que todo lo que hemos hablado en esperantech bien pudo ser escuchado y en-tendido por ellos… Los demás se miraron unos a otros con una horrorizada y avergonzada sorpresa, después de la observación de Kruse. —Ajá —contestó inmutable Lyell—. De ahora en adelante, mantendremos encen-dido el campo deflector indefinidamente. Dejémoslos preguntarse por qué. Ade-más, ya es hora de empezar a demostrar algunas cosas que sí podemos hacer…

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El anuncio oficial que Weller estaba muerto y que Halleck sería el nuevo Cinc-Uno coincidió con el final de las Jornadas de Maitines. Se proclamaron otras veinticua-tro horas más de Laudes para celebrar la ascensión. Los Corderos se lo tomaron impasiblemente; debían estar bastante acostumbrados a esos súbitos cambios de líderes, si es que les importaba en lo más mínimo. La nueva regencia resolvió aprobar los trabajos de prospección durante el cóncla-ve celebrado esa misma tarde; los Ingenieros fueron administrativamente autori-zados a establecer sus campamentos en la superficie. Davenant continuó con su investigación en la biblioteca, más que nada para ave-riguar cuales eran los Ángeles que normalmente se excusarían para asistir a ese misterioso cónclave constituido de urgencia. Se asombró cuando vio a Mofletes Jackson entre ellos. Pensándolo bien, era sensato. Los Psicotécnicos nunca se interesarían en las esfe-ras más altas del poder. Se concentrarían en captar subordinados con posiciones cruciales: escribientes, cagatintas, administrativos y todos aquellos que tuvieran acceso a información de primera mano; hombres cuyo chisme o consejo fuese apreciado por los fabricantes de intrigas. Y los gobernantes jovianos, esa curiosa estirpe constituida por partes iguales de inocencia pueblerina y feroz inclemencia, nunca entenderían lo poderoso que podría llegar a ser un secretario ejecutivo o un Jefe de Gabinete. Especialmente si ese hombre era lo suficientemente astuto como para mantener la obligada discreción. Mientras Garson —que también oficiaba de bibliotecario— estuvo ausente, Dave-nant aprovechó la oportunidad para husmear en el scriptorium, donde se encon-traban archivados los vetustos códices históricos, carentes de audiofonética. No había mucho material acerca de los colonos originales de Calisto. Lo único que se mencionaba era que habían sido otrora adherentes del Partido Technie, bla, bla, bla, declarado fuera de la ley, bla, bla, bla, y que habían tratado de establecerse en esa luna y habían fallado porque, entre otras cosas, nunca habían conseguido baqueanos o suficiente equipo especializado. En consecuencia, alunizaron en Ganímedes y aceptaron unirse a la colonia de Equis, aceptando el acuerdo que les garantizaba ad vitam ætérnam el estatus de Ángel, además de permitírseles conservar en vigor los contratos familiares pre-existentes; a cambio, los recién llegados debían ceder su navío y sus propiedades personales. Todo eso ha debido ser el resultado de sagaces negociaciones entre ambas par-tes; aquellos litigantes sí que eran expertos, se dijo Davenant, y continuó leyen-do. Algunos pocos recibieron la jerarquía Cinc, a sus mujeres se les otorgó los traba-jos más privilegiados y los niños serían criados y educados bajo la legislación jo-viana vigente. Al llegar a ese párrafo, a Davenant se le fijó la idea que, secreta-mente, algunos de esos niños bien pudieron haber sido escogidos para algún en-trenamiento especial; y al no haber aquí policía secreta, dado que una sociedad tan estricta nunca necesitaría una, sería la oportunidad perfecta para inocular ponzoña conspirativa, cuya infección se podría extender sin mayores inconvenien-tes.

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Y ahora que sabía lo que estaba buscando, podría rastrear fácilmente los vestigios de ese veneno. Tendrían que haber habido algunos tortuosos cambios radicales producidos en los últimos ochenta y cinco años. Dejó el volumen donde estaba y comenzó a recorrer los estantes cronológicamen-te, hasta dar con el De temporibus et computo et chronica Ganymedæ. Se sentó en el suelo y lo abrió cuidadosamente. La complicada caligrafía y el arrevesado dialecto joviano exigían para su lectura de un fatigoso esfuerzo. Al parecer, en aquellos días, el pueblo no era una masa indiferenciada. Estaba dividido en esca-lafones; los más elevados merecían una respetable pero estrictamente utilitaria educación. A su vez, esas categorías se organizaban bajo dos líneas diferentes separadas una de la otra. La primera, estaba constituida por personas que mantenían una vida familiar normal, y la segunda se reservaba para ensayos genéticos mutantes vigilados por el mismísimo Concilio Eclesiástico Blanco, que había sido arduamen-te convencido de tolerar esos blasfemos experimentos en favor del bienestar y prosperidad de Equis. Al cabo de un tiempo, la laxitud frente a todo ese atroz manoseo eugenésico y su resultante proliferación de subhumanos terminaría cos-tándole muy caro al Concilio, cuya autoridad sería abolida y sus privilegios como jefatura suprema serían derogados en toda la colonia… Un chispazo de conmiseración por esas pobres gentes de la colonia cortó su lectu-ra. Los habitantes de X no eran simples criaturas explotadas para sobrevivir; eran, además, conejillos de laboratorio; víctimas de un incomprensible y tortuoso experimento social pergeñado por los más talentosos confabuladores que el hom-bre hubiera conocido, y cuyo propósito final aún no se podía vislumbrar. Tres Completas más tarde, los Ingenieros salieron a probar sus equipos directa-mente en la zona de prospección. No se tomaron la molestia de descargar su na-ve, sino que despegaron y alunizaron el HLL directamente en el sitio prefijado; la innecesaria y marrullera hazaña de pilotaje tendría que haber dejado boquiabier-tos a más de cuatro. Un grupo de Ángeles y algunos Cincs con sus huestes se apersonaron en unos aparatosos Lunimogs barrenieves para encontrarse con un campamento recién establecido. En medio de un remolino de cellisca, movimiento y agitación, las máquinas y buldózeres automatizados habían erigido refugios y talleres, guiados a distancia desde los mandos principales. —¿Pensan vos perforer aquende las sierras? —preguntó Garson, tímidamente. Lyell asintió. —Creemos que éste es un sitio alentador para uno de los quemadores de hidroli-tio; tomaremos muestras del núcleo a una profundidad de cincuenta kilómetros, sólo para asegurarnos. —¡Cinquanta! —Garson tragó saliva—. Si vos cavan tan profond, ¿El anchova tambén lo será? —No con esta gravedad y con este tipo de roca de silicio —contestó Lyell—. De cualquier manera, la boca de la perforación sólo será ancha en el fondo, de otro modo no podríamos acomodar y ensamblar a los robots allí abajo. Tomará más

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tiempo calentar la superficie con el plasma ardiendo a esa profundidad, pero será mucho más económico a largo plazo. Además, todavía tenemos que averiguar cuánto calor natural produce el centro de esta luna y tasar su disponibilidad. Una excavadora robot se acercó al área de perforación, y se puso a extraer es-combros con computarizados movimientos. En la plataforma que sobresalía, Da-venant y Kruse engancharon el taladro al aparejo y colocaron un pequeño motor nuclear. Pudieron haberlo hecho más rápido si hubieran contado con ayudantes adiestrados. Falkenhorst encendió el crisol en uno de los talleres y empezó a cosechar los di-amantes sintéticos que se aprovecharían como repuestos de los hambrientos dientes del taladro. El laboratorio de Yamagata trabajó horas extra analizando las muestras extraídas hasta el momento. Yuan se abocó a sus instrumentos y anun-ció que el tratamiento microbiológico para resolver el problema de la atmósfera no era imposible. —Por supuesto que no podremos hacer mutar bacterias aerógenas desde la mate-ria protoplásmica de Farach —dijo—. Teóricamente podemos fabricar microbios, pero tendrían que tener muchas células productoras de calor para soportar el frío extremo; y lo que en realidad estamos buscando son organismos unicelulares que se multipliquen a lo loco. Así que, en vez de esperar hasta que Ganímedes esté lo suficientemente caliente, voy a pedir que me traigan desde los laboratorios de la Abadía algunos bichitos nuevos que tenemos guardados allí, y que son capaces de vivir entre el amoníaco líquido y el metano para deshacerse de los venenos. —¿Se refiere a que poden vos criar vitam? —Cinc-Dos Kimball se mostró escanda-lizado, y Davenant comprobó lo buen actor que podía ser ese tipo. Este dato no podía ser desconocido para él, pues la creación del protozoario sintético había precedido a la Primera Revolución Humanista por más de ciento cincuenta años. —Claro —Yuan lo miró fijamente, detrás de una pila de utensilios—, podemos hacer eso desde hace mucho. Oparin bosquejó todo el proceso alrededor de 1930, más o menos. Hoy en día podemos hacer protozoos sintéticos a medida para casi cualquier necesidad. El factor limitante son estas fatales temperaturas extremas, ¿Sabe? —sonrió—. Nada más grande que organismos microscópicos se ha manu-facturado aún; sin embargo, no veo razón por la cual los humanos no puedan al-guna vez ser producidos sintéticamente… Kimball se manifestó indignado. —Eso sacrilexio est —masculló—. Una profanazáo; sólo el bon Deus… —Oh, si quiere, puede llamarlo química orgánica sagrada —interrumpió drástica-mente Yuan—. Y ahora, caballeros, tengo trabajo por hacer. El Cinc se sonrojó sulfurado y Davenant casi pudo leer sus pensamientos: ¿Qué saberás vos, sucio ojos-rasgados…? Después del almuerzo, continuaron los trabajos. —El magnetómetro enloqueció cuando detectó un gran filón de hierro cerca de aquí —declaró Lyell frente al Ángel-Tres—, y como usted bien sabe, la mayor par-te de los materiales necesarios para trabajar tendrán que ser manufacturados in situ. Nos instrumentaremos y empezaremos la extracción.

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Cavaron kilómetros de túneles dentro de una montaña. La energía nucleónica usada por Davenant para fundir la roca suelta llamó un poco la atención. —¿Cómo facen vos para controlar la reaxión? —interrogó Garson—. ¡Nunca vide quemadores atómicos tan pequennos! —Campos amortiguadores —dijo Davenant, abstraídamente—. Y también campos antirradiación. Son simples principios basados en la mecánica ondulatoria; estos artefactos usan parte de la reacción y la reflejan hacia adentro, envolviendo y anulando su efecto. El blindaje de plomo se volvió obsoleto y se usa sólo en casos especiales. —Ah —los ojos de Garson se posaron fijos sobre Davenant—. ¿Asím qué poden vos anular una reaxión allende la misma? —Por supuesto. ¿De qué otra forma podríamos quemar hidrógeno y litio sin vapo-rizarnos en el intento? —contestó divertido el Ingeniero. El equipo automatizado continuó trabajando en otro sitio, al mando de Davenant. Lyell y los otros abordaron el HLL y aprovecharon la oportunidad para volver al espacio y chequear el panorama desde arriba. —Quiero ver de cerca ese crucero anclado en órbita que encontramos cuando lle-gamos —musitó—. Tiene que ser el famoso STARSHINE. Debe estar frío y aban-donado. —Creo que, llegado el momento, los Psicotechnies locales lo usarán como bote salvavidas —arriesgó Kruse—. No existe ninguna otra razón para dejarlo allí, a menos que estuviera acondicionado y listo para partir. Les apuesto que cuando fueron a Calisto, tuvieron en mente a Ganímedes todo el tiempo. Yamagata asintió. —Esa gente nunca ha dejado nada librado al azar. Aquella generación, los que vinieron en ese vejestorio hace más de ochenta años, planeaban a futuro; sabían que nunca vivirían lo suficiente para ver cumplidos sus propósitos, si se cumplían. ¿Porqué tan tremendo sacrificio por algo que ocurriría mucho tiempo después de sus muertes? —Los locos son así —dijo Kruse. —¿Locos? Serán locos pero no tarados —contestó Lyell—. Los que están aquí de-ben darse cuenta que tienen poca o ninguna oportunidad de volver a la Unión y que les convendrá tener un mundo terraformado exclusivamente para ellos. Nos usarán a nosotros y a los jovianos para conseguirlo; por esa razón, creo que nos facilitarán las cosas y nos dejarán trabajar en paz. Pero no olvidemos que Equis es una colonia legalmente independiente y sus colonos tienen el derecho a saber que son víctimas de un complot. Si no se enteran por su cuenta, buscaremos el momento preciso para comunicárselos; creo que es nuestro deber. En cualquier caso, la Abadía nos dirá que rumbo deberemos seguir. El reconocimiento inicial les tomó poco más de tres meses. Al cabo de ese tiempo, la expedición regresó a Equis para hacer evaluaciones preliminares de costos y planificar una visita a Calisto. La terraformación de Ganímedes se veía ciertamen-

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te prometedora. Davenant sintió otra vez el frío de la inadaptación. Este clima de intrigas y su atmósfera de hostilidad y sospechas lo dejaban estresado. Una olea-da de nostalgia por las suaves cuestas de Luna City y por la Abadía lo abrumó. Se preguntó que harían los espías cuando descubrieran que las grabaciones de los micrófonos ocultos fueron borradas por el deflector. Lo más natural sería pensar que los Ingenieros habían descubierto los micrófonos y habían arruinado las cin-tas como una manera de expresar indignación. ¿Pero qué tan natural era la men-talidad joviana? Regresó a la biblioteca. De cualquier manera, poco se podría hacer, salvo esperar instrucciones de la Academia. Y en esos largos y silenciosos pasillos atestados de códices, era el único lugar de Equis donde se sentía a gusto. Ángel-Seis Hobart estaba mirando una proyección cuando él entró. Estaba solo. —El Sennior sea con vos —dijo jovialmente. Davenant inclinó la cabeza en señal de saludo y se sentó a su lado. —¿Qué está videando ahora? —preguntó el Ingeniero, tratando de congraciarse al emular expresiones locales. —Teoría metalúrxica, para laborar mellor con vos. Temo que non sea méu forte. Davenant miró el proyector. Era una antigualla. Parecía tener un número innece-sario de controles. —¿Para qué son esos botones? —le preguntó, apuntando con el dedo. —Oh, eso sirve para mover los carretes. Una cinta pode sulletar textos uno supra otro, tots diferents. Estos botons son para desenmarañe, desencod, eh… descodi-ficar el selexionado. —Ajá —Davenant trató de disimular su espontáneo entusiasmo—. Es una gran idea. ¿Cuándo se les ocurrió? —Non sé. Setanta, vuitanta annos atrás. ¿Por qué? Davenant se maldijo a sí mismo y mantuvo su lengua bajo control. —Es sólo curiosidad. ¡Ahora sabía dónde conservaban sus secretos los Psicotécnicos! Aquí mismo, compilados por un simple codificador mecánico de engranajes, dentro de los pro-yectores. ¡El mejor lugar en todo Ganímedes! Davenant apenas podía esperar para ir a contarle a sus colegas, pero decidió es-perar prudentemente; se sentó frente a una de las pantallas y se puso a leer un microcódice cualquiera. Mordaz Hobart regresó calladamente a su proyección. Podrían haber sido minutos más tarde, o casi una hora, cuando un golpeteo de botas retumbó en el corredor. Davenant volvió su mirada desde la pantalla en la que estaba concentrado hacia la puerta. Una docena de Abaddones hicieron su entrada. Con largos saltos de baja gravedad, fueron alineándose sobre la pared, con sus mosquetones apuntando hacia adentro. Un Cinc-Tres de toga negra apa-reció detrás de ellos. —Non se muova, Inxeniero —dijo—. Baxo arrest vos est. —¿QUÉ? —Davenant brincó de la silla. Tres Abaddones lo miraron fijamente—. ¿Pero en nombre de… —¡Mans Arriba! —chilló el Cinc—. ¡Conspirar contra la Eclesia asunt de morte est! Davenant contuvo el aliento y trató de sofocar su nerviosismo. Su mente brincó con una claridad antinatural.

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—Usted no me puede arrestar —cacareó—. Pertenezco a la Orden de Ingenieros. Nuestro contrato con su gobierno, que tiene carácter de tratado, nos garantiza inmunidad diplomática. —¿Qué non poderemos arrestar a vos? ¿Eso de veritas crede vos? Davenant se encogió de hombros. Un centelleo de pánico serpenteó por su espal-da, pero su voz se mantuvo incólume. —La Orden protege a su gente y a sus intereses. Si yo fuera importunado de cualquier forma, se sabrá de inmediato. Tenemos nuestros propios métodos de comunicación… Ese alarde fue un intento muy torpe, pensó desesperado, pero contaba con el analfabetismo diplomático de la clase Cinc y con el asombro pueblerino que su nave había despertado en las zonas de exploración. —Somos muy poderosos —insistió, faroleándose—. ¿Qué defensa tienen ustedes contra nuestras bombas robot? Si no me deja volver a mis cuarteles, esta colonia se hará merecedora de nuestras represalias. Por un momento, el Cinc vaciló. —¡QUIERA VOS QUE NON LO FAGA! —le gritó Hobart al Cinc, en un tono suplican-te—. ¡HAYE AQUENDE PÁRVULOS ET MULLERES, BENDIT SEA EL SENNIOR! Funcionó. El Cinc destacó a tres Abaddones para escoltar a Davenant de regreso con los demás. Cuatro Trotalunas ya estaban allí. Kruse apareció más tarde, exigiendo altivamen-te a los guardias de la puerta que lo dejaran pasar. También venía escoltado por Abaddones y se movía pesadamente, como si ocultara algo. Al conseguir entrar, extrajo de su chaqueta algunas armas y las hizo circular. —¿Qué está pasando? —gimió Yuan—. ¿Porqué trajiste estas armas? —Tuve una corazonada —dijo Kruse, rojo y jadeante. —Y yo, tengo un mal presentimiento —dijo Davenant, mientras encendía el omni-tester y lo recorría sobre los tabiques del cuarto—. Aquí, casi todas las cosas son mecánicas; puertas, proyectores, vehículos… Cosas arcaicas, mecánicas… y efec-tivas. Sí, idea de Halleck, estoy seguro —explicó, mientras se paseaba por el sa-lón con el omnitester—. Él no es nada estúpido. ¿Ven este cristal? Es un resona-dor de cuarzo que no estaba aquí antes. Funciona como micrófono. Cuando co-menzamos a blanquear las cintas magnéticas con el deflector, las sustituyeron con una antigua grabadora mecánica corta-surcos. ¡Han podido escuchar todas nuestras conversaciones! —Y nosotros que creíamos estar a salvo —masculló Yuan—. Ahora quizás se esté aprontando para arrestarnos a todos. —¿Qué nos ocurrirá? —preguntó trémulamente Falkenhorst—. ¿Se atreverán a tomar medidas contra miembros de la Orden? —Probablemente —dijo Lyell, en un tono preocupado—. Sabemos demasiado; uno de nosotros lo vio asesinar a su antecesor. Puede acusarnos de calumnias, espio-naje o de conspiración, y hacernos ajusticiar sumariamente. Para él, somos más

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valiosos muertos que vivos; y tal vez, lo hagan parecer un accidente —miró alrededor, ceñudo—. ¿Qué vamos a hacer? Kruse se encogió de hombros. Ahora su cara estaba tensa y pálida, pero se atre-vió a hablar con un rictus de aplomo. —Tenemos tres armas —dijo—. Y estamos acostumbrados a caminar en graveda-des superiores a ésta. Creo que podremos madrugar a esos escuálidos hijos de perra por donde no lo esperan. Recojamos el equipo imprescindible y ¡Larguémo-nos de aquí! Hubo sólo un momento de vacilación hasta que los demás ponderaron el signifi-cado de esas palabras. Lyell asintió. —De acuerdo, nos vamos —dijo, mientras tomaba dos de las pistolas, entregán-dole una a Yuan; el resto cargó equipo vital en sus mochilas. Kruse se arrellanó contra la puerta y la abrió lo suficiente como para atisbar el pasillo, en las caras de los tres Abaddones que permanecían allí. —BUUUÚ —gritó. El guardia más próximo trató de apuntar su mosquetón; Kruse descerrajó tres disparos. —¡AHORA… SALGAN! —gritó, mientras abría la puerta de par en par. Los Ingenieros llenaron apresurados el corredor, tropezándose con los cuerpos. Davenant se agachó a recoger un revólver por su cuenta, mientras las balas jo-vianas comenzaban a arreciar, ensordeciéndolos. Una partida de Abaddones tro-taba hacia ellos. —¡RÁPIDO, MUÉVANSE! —vociferó Lyell, que junto con Kruse y Yuan, corrían a retaguardia. Pareció un milagro que no hubiese impactos directos. En esos estrechos pasillos, a los jovianos les costaba hacer puntería sobre blancos distantes y en movimien-to. Davenant ya no sentía miedo; simplemente, no tenía tiempo para sentirlo. Al doblar una esquina, casi cayó en los brazos de un Abaddón. Su mano izquierda se cerró casi involuntariamente y brincó fuera de sí; el puñe-tazo aporreó el sorprendido rostro del joviano, que se desmoronó de espaldas como un flácido muñeco de trapo. Fríamente, Davenant lo pateó en las costillas y en la cabeza. —¡CORRAN! —aulló su garganta, mientras atravesaban ese laberinto intermina-ble, que conducía hacia los hangares de las dársenas. Detrás de él, los tres Inge-nieros armados empezaron a contestar el fuego. Falkenhorst se tambaleó, y se aferró el hombro derecho que estaba repentinamente rojo y mojado; Davenant corrió hacia él y enlazó un brazo alrededor de la cintura del hombre de Marte, pa-ra avanzar juntos y con dificultad. Llegaron al portón de uno de los galpones y entraron atropelladamente. Yamagata y Lyell alcanzaron a cerrar el macizo rec-tángulo de megaluminio y continuaron andando. Un par de mecánicos se acercó al agitado grupo, protestando por la intromisión. Kruse agitó el arma en sus nari-ces. —¡HACIA ATRÁS, O LES METO UN TIRO A CADA UNO! —gruñó. Había una larga fila de Lunimogs barrenieves. Lyell se subió al más cercano.

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—Kruse, Davenant y Yamagata, se quedan en la popa —ordenó—. El resto se queda conmigo; prepárense a tomar el control de esta cosa si me abaten. —Espero que esos mechies se queden quietitos —los blancos dientes de Kruse centellearon—. Ya casi no tenemos municiones… Se dio vuelta y se introdujo con dificultad en la salita de máquinas del vehículo. —¿Adónde diablos iremos en este trasto? —preguntó Yamagata—. ¡Ni siquiera alcanzaremos una órbita baja! —No sé, no sé —dijo el capitán—. Trataré de acercarme a nuestra nave; si no lo conseguimos, buscaremos refugio entre los forajidos de las colinas, si es que los encontramos; ahora lo que cuenta es abandonar Equis. Los turbomotores ronronearon elevando al Lunimog un metro en el aire, que se deslizó flotando hacia la rampa de la esclusa. Afortunadamente, a nadie se le había ocurrido que escaparían por ese sector para inutilizar los mecanismos hidráulicos de las compuertas. Cuando el Lunimog se sumergió en la oscuridad del mediodía, el capitán encendió los faros buscahuellas. Al rodear la cúpula del hangar, alcanzó a distinguir nume-rosas figuras enfundadas en Traps, que avanzaban por la pista del cosmódromo con la intención de rodear el muelle donde descansaba el HÁGASE LA LUZ. —Perdimos la oportunidad de llegar al HLL —murmuró—. Prepárense a ascender. Los servocohetes flamearon, lanzando al armatoste hacia las alturas. Lyell estabi-lizo el vehículo, fijó rumbo norte, conectó el piloto automático y empezó a luchar para colocarse uno de los Thaddeus que traían en las mochilas. Los demás, co-menzaron a imitarlo. Colocarse un Thaddeus —Traje Hábitat Ajustable De Desempeño Espacial y Uni-dad de Superficie—, no era cosa fácil; a cada uno de los Trotalunas le tomó casi diez minutos ajustarlo a su talla personal y calibrar los porcentajes respirables de los oxipacks y los acumuladores de energía. Ahora, fuera de la zona de penumbra, las estrellas brillaban intensamente en los ventanucos y en la pantalla panorámica delantera. Falkenhorst finalmente se desmayó, palideciendo drásticamente; en tanto, Yamagata trataba de adaptar el consumo de la mezcla oxigenada al entrecortado resuello de su compañero desfa-llecido. Yuan se abocó a vigilar el radarscopio. Pocos minutos después, su voz se sobrepuso al tenaz zumbido de la sala de máquinas, sonando en el interCom: —Alguien viene detrás de nosotros… —Sí, ya puedo verlo ahora. Si viene armado, no tendremos ninguna oportunidad de hacerle frente —la voz del capitán traslució un gemido. Davenant no vio lo que sucedió a continuación. Sólo sintió el trueno y la repentina sacudida, el crepitar de la herida en el fuselaje que se abrió en medio de ellos y la fragorosa caída. El viento comenzó a ulular a través del boquete y los desequili-brados giroscopios chirriaron. —¡SUJÉTENSE! —bramó Kruse, cerrando el visor de su casco—. ¡SUJÉTENSE FUERTE! El impacto contra la superficie zarandeó la cabeza de Davenant casi fuera de su cerviz. Un manto de oscuridad remolineó frente a sus ojos.

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Más tarde, cuando recuperó el conocimiento, vio a Kruse caminando como un so-námbulo de aquí para allá entre algunos restos de la cabina de pilotaje; al notar los movimientos de su compañero se detuvo, visiblemente aturdido. —Muertos —balbuceó Kruse—. Todos ellos. La caída los destrozó. Lentamente, Davenant se fue alejando del magullado cascarón del vehículo, in-corporándose con dificultad. El Lunimog había descendido en un corto planeo, es-trellándose contra una faja rocosa de peñascos desnudos cubiertos de nevisca. Los dos hombres escondieron penosamente los cadáveres de sus colegas hacia un claro en el terreno. Los recursos de sus trajes eran inservibles. La crujiente voz radial de Yamagata imprecando se escuchó dentro de sus cascos. Ambos lo vieron salir por la brecha en el costado del vehículo, mirando preocupa-damente hacia el cielo. Una distante llamarada roja veteó el sur. —Creo que no van a perder el tiempo buscándonos —dijo—. En este terreno tan pedregoso darán por sentado que no hubo sobrevivientes; también deben saber que en estos lugares, los vivos envidian a los muertos y no duran mucho sin re-cursos… —¡Pero… todavía podemos seguir caminando! —la indignación explotó en las en-trañas del joven Davenant y su voz repercutió en los audífonos de los otros dos—. ¿Qué nos queda? ¿Acostarnos a morir como ellos? O… —¿Qué? —preguntó Kruse—. ¿Qué? —Comencemos a caminar —dijo Davenant—. Las reservas no nos van a durar pa-ra siempre…

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CAPÍTULO 7

Dos hombres muertos marchaban sobre la cruel extensión de un gélido tártaro. Las agujas de los manómetros cruzaron la línea roja. Quedaban aproximadamen-te unos treinta minutos de reserva en los oxipacks. De no haber sido por el sacri-ficio de Yamagata, Davenant y Kruse ya se hubieran asfixiado. Nada les impedía sentarse a esperar lo inevitable, pero eso ya no tenía la menor importancia. Un aserrado borde montañoso atravesaba la cara de Júpiter como dientes que-mados. Las sombras se estiraban enormes sobre ellos, duras y bien definidas so-bre la escarcha. Fuera de las sombras, la fría luz ambarina centelleaba aquí y allá en los dispersos campos de amoníaco sólido y brillaba intermitentemente sobre los picudos glaciares. Al caer sobre el horizonte, el franjado gigante ocultaba las estrellas y proyectaba matices que distorsionaban el irrespirable orbe como en una cruda pesadilla de sofocación. Las mentes de los dos hombres se habían embotado tanto, que persistieron ca-minando inmutables cuando el impacto de bala en el sucio pavimento de hielo hizo estallar en el viento infinitos cristales que golpetearon en el triplexiglás de sus visores. Davenant vio con gran esfuerzo los amarillentos trozos cristalinos en sus botas y contempló ese portento con un alelado sentido de la admiración. El siguiente disparo produjo un pequeño cráter a su derecha. —¡Al suelo! —sonó la adormilada y nasal voz de Kruse—. ¡Nos disparan! Ambos se zambulleron de narices en el suelo, al tiempo en que una bala cruzaba por encima de sus cascos. Instintivamente trataron de atrincherarse, bocabajo, cavando frenéticos en la nieve de amoníaco cristalino, que momentáneamente les cegaba su visión a distancia. Los dos braceaban en el suelo, como si trataran de salir de su letargo dando zarpazos. —¡Hagamos silencio de radio, chico! —la voz de Kruse se hizo oír otra vez—. Po-drían tener un radiogoniómetro; hablemos por cable… Se puso a serpentear hacia el más cercano de los pequeños cráteres que abunda-ban en ese valle. Al ver moverse a su colega, Davenant se estremeció. Por un momento sintió un ramalazo de incontrolable miedo; sus músculos se anudaron firmemente, como si hubieran decidido esperar por su cuenta la llegada del fatal proyectil. Luego, la correspondiente reacción adrenal invocó las respuestas que se habían forjado en su mente durante su largo entrenamiento. Repentinamente los nubarrones de temor se despejaron y su bien afinado cuerpo se lanzó a la acción, y sus pensa-mientos se volvieron relámpagos azules en la noche. Se arrastró detrás de Kruse y se sumergió en el estanque de mullida nieve que formaba el cráter. El hombre de Venus se encorvó y conectó el cableCom de su Thaddeus con el de Davenant, gruñendo en el silencio. —Si nos inmovilizan aquí por otra media hora, terminamos —dijo. Ambos se asomaron cuidadosamente. Unas oscuras figuras se mostraron fugazmente por encima de una cordillera de hielo, un segundo antes que volvieran a agacharse otra vez. —¿Cincs? —preguntó Kruse—. ¿Nos habrán seguido, después de todo?

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Davenant lo consideró. —No lo creo. Si fueran Cincs, ya estaríamos muertos. A juzgar por la distancia desde donde nos dispararon, deben tener un scanner infrarrojo en su arma, y aun con nuestros calentadores al mínimo debemos parecerle dos hogueras contra esta temperatura. El fortachón parpadeó, un poco asombrado por el sagaz aplomo de Davenant. —Entonces son los forajidos —opinó Kruse—. ¿Y cómo diablos vamos a conven-cerlos que somos amigables? Lentamente, los gruesos dedos de los guantes de Davenant se dedicaron a des-enchufar y cambiar conectores entre los acumuladores y los condensadores, con el propósito de cortocircuitarlos y calentarlos; y tomaba su tiempo caldear cual-quier cosa en esa primavera de 115 ºK. —No podemos ser amistosos con los forajidos, ya sabes —le dijo abstraídamente, mientras seguía trabajando—. Sólo estamos tratando de establecer contacto de-bido a la desesperación y… —algo se movió entre la rocas—. ¡Aquí vamos! Davenant simplemente había conectado la termopila con el galvanómetro, para crear una ambigua zona infrarroja y darles tiempo para esconderse mejor. El que estuviera disparando no podría distinguir a dos hombres tras hielo y roca, pero el scanner le mostraría una difusa firma de un soplo caliente en movimiento. Caute-losamente, barrió los instrumentos en el horizonte del cráter, y los dejó allí. Am-bos se internaron unos metros en la irregular penumbra. Algunos minutos más tarde, el tirador adoptó una cautelosa posición desde donde podría monitorear hacia abajo en la oquedad natural. Ni bien apagó el visor infra-rrojo, una gran sombra se abatió sobre él desde un peñasco, maniatándolo con un trozo de alambre. La otra figura brincó al mismo tiempo y le arrancó los con-tactos de su comunicador, para evitar que radiara un grito de ayuda. El hombre luchó salvajemente. Fue difícil para Kruse derribarlo, aun en esa gra-vedad que era la séptima parte de la terrestre. Davenant alcanzó a destornillar la pequeña antena de la radio del forajido, y le conectó el cableCom al Thaddeus de Kruse. El casco de éste estaba apretado contra el de su prisionero. —No queremos cortarte la energía, muñeco —le dijo entre dientes—, pero vamos a tener que hacerlo a menos que te comportes como un buen niño… Hall, toma su arma. Davenant no pudo oír eso, pero ya había recogido el arma. Para su sorpresa vio que no era un rifle, sino alguna clase de lanzador mecánico con acción de resorte, obviamente artesanal, aunque disparaba cápsulas fulminantes. Le apuntó al fora-jido hasta que Kruse consiguió otro pedazo de alambre y le ató los pies. Kruse se sentó al lado del cautivo. A través del cableCom, solamente pudo oír su irregular y jadeante respiración. Durante unos momentos, casco contra casco, estudió sus magras facciones, su nariz aguileña casi escondida por un largo y enmarañado cabello y su espesa barba. Usaba un anticuado Trap —Traje Ajustable Presurizado— y tenía signos de haber recibido mucha reparación, a juzgar por sus crudos emparchados y remiendos. Davenant se congratuló al comprobar que los puertos de comunicación eran com-patibles, y aprovechó para conectarse al Com extra de Kruse y participar del in-terrogatorio. El forajido se recostó dificultosamente, con cierta paciencia animal.

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—¿Quiénes son vos? —les espetó—. Non parecen ser demóns Cincs… —No. Los Cincs estaban tras nosotros, persiguiéndonos —informó Kruse—; an-damos buscando una comunidad proscripta donde podamos conseguir ayuda; somos miembros de los Ingenieros Planetarios. Esa explicación no significó nada para el hombre, pero asintió a regañadientes. —Non son jovianos vos, ora vide. ¿Laterra? —Sólo en cierto modo —intervino Davenant—. Nuestra Orden existe separada-mente de cualquier planeta, pero servimos en todos —hizo una pausa, pensando que una verdad a medias sería más provechosa en esta situación—. Buscamos revancha; quizás su grupo pueda ayudarnos…. —¡POS ME HUELE A CAMELO CINC! —gruñó salvajemente, poniendo toda la amargura posible acumulada en una vida de privaciones. —¡Oiga! El tiempo nos apremia. Llévenos a su base. Hablaremos con su jefe o quienquiera… —¡Nones! Antes, la morte para nos. —¿Nos? ¿Hay más eh… forajidos con usted? —le preguntó Kruse. Davenant sonrió con un rictus malvado. El demacrado individuo se sonrojó y se agitó en un paroxismo de remordimiento, pero no dijo nada. —Mejor voy a ver si hay alguien más por ahí —dijo, mientras se incorporaba. —¿Y qué hay del oxígeno? —objetó Davenant. —No te preocupes; estoy al tanto, chico. Además, con toda esta pelea, hemos incrementado la tasa de consumo. Mira tu manómetro; y créeme, tengo más ex-periencia que tú en este negocio. A ver si puedes sacarle algo más a nuestro ami-go… El hombretón se desconectó, se deslizó por el cordón nevado y se perdió de vista. Davenant siguió interrogando al cautivo. —No hemos visto ningún transporte motorizado —observó—, así que han debido venir a pie desde su asentamiento; y por lo que veo cuenta con la reserva sufi-ciente para regresar. Si se hiciera necesario, tomaremos sus oxipacks y remonta-remos sus huellas… Pero creo que le sería más conveniente si pudiera guiarnos. —Non haye suficient zumo para tots. Nos, los tenemos esconderidos; vos nunca los encontrerán; morrerán con nos. —Al menos —contestó suavemente Davenant, admirando débilmente su propia malignidad—, moriremos haciendo el intento… Y de cualquier modo, ¿Qué daño le puede hacer si nos guía? ¿Qué pueden hacer dos hombres contra un pueblo ente-ro? Mire, tenemos información para su jefe que le podría resultar útil; no tienen nada que perder. Con un dedo, despejó la nieve que cubría el manómetro. Quince minutos más… El forajido cayó en un súbito silencio. Después de un rato Kruse regresó, empujando a otro hombre. —Eh, chico, mira quien vino a cenar… —sonó su desfalleciente voz, nasal y casi ininteligible sobre el ruido blanco de la estática. Davenant examinó el arma del nuevo cautivo. Era un tipo de ballesta, con un fleje de acero que lanzaba bruñidas canicas de sílex a través de un tubo que hacia las veces de cañón. En esa gravedad y atmósfera tan exiguas, tal dispositivo tenía un

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alcance mortal; fácilmente podría traspasar de lado a lado un Thaddeus y al hom-bre dentro de él. Su inconveniente principal era el que padecían todas las balles-tas: lanzaba una carga a la vez, con un período de recarga entre disparos. Su respeto por esos proscriptos trepó otro escalón. Al impaciente Kruse le tomó un par de minutos convencer a esos montañeses; el panorama de quedar abandonados sin oxígeno y sin termopilas fue más que ter-minante. Sin perder otro minuto, se pusieron en camino. Después de haber recorrido otro kilómetro, los síntomas de desvanecimiento em-pezaron a hacer mella en los Ingenieros, cuyo embotamiento apenas les permitía caminar en línea recta. Al fin, arribaron a un pequeño grupo de vidriosa roca de silicio donde encontraron algunos oxipacks de repuesto, que fueron diligentemen-te conectados en las válvulas de sus tanques. Debían existir cientos de estos es-condrijos dispersos por toda esta zona. Davenant, ya recuperado, se preguntó con cierto estremecimiento que ocurriría cuando alcanzaran la aislada comunidad. Había oído historias acerca de estos bárbaros que, aun teniendo en cuenta lo exageradas que podían ser las versiones de sus enemigos, no eran nada reconfor-tantes.

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CAPÍTULO 8

Cerca del polo Norte de Ganímedes, los abruptos montes Godwin amurallan un monstruoso sistema de turbios glaciares cuyas cumbres diamantinas apenas re-flejan el ocre radiante de Júpiter. En su derredor, las profundas cañadas de arcilla y sílex a veces destellan como miles de trozos de cristal esparcidos sobre tercio-pelo negro. Kruse, Davenant y sus prisioneros se detuvieron entre dos picos que pugnaban por encima del hielo y los cubría con sus sombras. Una pendiente se deslizaba hacia abajo, hasta una estrecha depresión con forma de cráter. Allí abajo se podí-an distinguir contornos humanos. —Bajemos —masculló Kruse. —¡Nones! —soltó uno de los cautivos, en un rasposo susurro—. La ceremonna Eclesial en curs est. Los guardas dispararían a nos antes et questionarían depois. Tienen nos que aguantar. Entrecerrando los ojos contra el irreal y frío celaje joviano, Davenant vio que me-dia docena de adoradores, ordenados según los jerárquicos colores de sus Traps, estaban en círculo de cara a una roca de cuarcitita cincelada en forma de mesa, gesticulando ritualmente. Orientando su antena de largo alcance y modulando su radio, alcanzó a percibir unas débiles señales. Era un cántico de voces profundas:

Oh, Xupetiér, magnificent Xupetiér,

Deus-Mondo, escoita las plegarias de nos… Escrutiña a nos, con la vidéo omniscent de vos;

te rogamos en est pequenna oferenda…

Horrorizado, desvió su mirada hacia el sur y contempló el enorme redondel del planeta. Estaba lleno ahora, en toda su plenipotencia, ocupando la mitad del cie-lo. La Gran Mancha Roja semejaba la pupila de un gigantesco y displicente ojo que todo lo veía. —¿Es ése su Dios? —preguntó en un resuello perdonavidas. —Deus es Xupetiér et Xupetiér tot lo vide —le contestó el montañés, con un pecu-liar tono de reverencia en su voz. ¿Oh, Zeus, puedes creerlo? Davenant imaginó una risa olímpica sonando roncamente a través de las monta-ñas. Pudieron ver a un Abaddón —a juzgar por su característica estatura— luchando mientras era arrastrado por cuatro montañeses. Alguien le arrancó un tubo y un soplo de vapor gélido salió del traje; el recluso se volvió flojo, como desinflándo-se, y fue arrojado sobre el altar. Davenant sintió náuseas.

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Tratando de entender el acto salvaje que acababa de presenciar, se preguntó acerca del desarrollo de esta cultura proscripta. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que se produjo el ostracismo de esta gente? ¿Ocho años? No parecían ser suficientes para explicar tanta degeneración. De acuerdo, Ganímedes no es la Tierra. Los efectos psicológicos producidos por semejantes condiciones de desguarnecimiento y retiro no podrían mensurarse tan fácilmente. Escondiéndose, moviéndose furtivamente y enfrentándose a una po-tencial guerra punitiva que podría durar sólo tres cuartos de hora, los Hombres de la Colina habían olvidado rápidamente los modos de su intricada civilización. La inclemencia de este feroz panorama había calado hasta sus almas. Trató de recordar lo poco que había leído sobre ellos en la biblioteca de X: una colonia religiosa forzada a alterar sus maneras de vivir y pensar en aras de su su-pervivencia, constreñida más y más por una casta de profetas-dictadores, cuyas "revelaciones" habían consistido meramente en radicales cambios sociales sólo para aumentar su propio poder. La ortodoxia y sus acérrimos creyentes nunca se iba a doblegar frente a este paradigma. Más adelante, la introducción de la muta-ción controlada fue la gota que rebalsó la copa; los ortodoxos se amotinaron a los Cincs y se produjo una guerra de secesión. Los disidentes fueron derrotados y excomulgados de Equis. Allí, en territorio salvaje —si se le puede llamar salvaje a un mundo de tenue y venenosa atmósfera y temperaturas promedio de 120 grados Kelvin— se habían arrastrado, se habían escondido y se habían convertido en forajidos, que periódi-camente asaltaban instalaciones solitarias. Sin libros, sin ocio, rápidamente habí-an degenerado en bárbaros. Las historias acerca de canibalismo y sacrificios humanos ahora parecían ser justificadas, pero Davenant se esforzó por no consi-derar a esas gentes como los monstruos que todos habían señalado. Aunque soli-tarios y desesperados y empujados al borde de la locura, seguían siendo seres humanos, con el mismo potencial que todos. En este momento entendía por qué los Cincs se pasaban el tiempo haciendo hin-capié en la guerra. La colonia de Equis tenía la fuerza suficiente como para haber arrasado a los Hombres de la Colina hacía mucho, pero un enemigo externo siem-pre es considerado útil. —Parece que la ceremonia terminó —observó Kruse. Esperaron hasta que la escena se hubiera despejado por completo, y luego baja-ron la cuesta cautelosamente sobre el hielo verdoso. Uno de los montañeses habló con un tono de regocijo. —Ora poden vos baxar las armas; ora vos rodeados est. El sudor goteó a lo largo de las costillas de Davenant. Trató de diferenciar las sombras más lejanas, pero estaban demasiadas densas. Una voz repercutió atronando dentro de sus cascos. —¡ORA PERMANEZCAN DUROS ONDE VOS EST! El chirrido del ruido blanco de la radio sumó énfasis. Hicieron alto y se quedaron esperando, con sus manos en alto. Tres hombres surgieron de la nada, con sus armas apuntándoles.

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—¿Qué pasó con vos, Gilles? ¿Tralliste más Cincs, ah? ¡Bon cazador! —Nosotros… —Davenant se relamió los labios; los sentía arenosos—. Vinimos aquí a propósito. No somos Cincs o Abaddones. Somos de la Tierra, y quisiéramos ver… videar a su líder. Hubo un escéptico silencio. Uno de los recién llegados recogió las armas que es-taban en el suelo y palpó los Thaddeus de los Ingenieros. —Non parecen merda Cinc —gruñó—. Más poden ser demóns astuts. —Todo lo que queremos… —Faga vos silentxio… Mientras los Ingenieros subían hacia la cordillera más lejana con las armas enca-ñonándoles las espaldas, notaron que algunos feligreses con escobas iban ba-rriendo cuidadosamente las huellas y otras marcas que habían dejado el reciente gentío alrededor del altar de sacrificios. No había caminos. Resbalando y trope-zando, andando a tientas a través de la sombra y los esporádicos resplandores del gigante gaseoso, los Ingenieros y sus captores hicieron un alto entre los pe-ñascos de sílice. Pasó un largo rato antes que aparecieran otros centinelas. Hubo un coloquio ra-dial de volumen muy bajo, y luego los dos Trotalunas fueron empujados dentro de una caverna, una gran garganta de negrura cristalina en la cornisa de un acantilado. Un nido de ametralladoras había sido excavado entre el fango arcillo-so. El pasaje descendía hasta donde unos destellos ambarinos y verdes producían caleidoscópicas imágenes de los hombres en las paredes espejadas. Davenant se preguntó que clase de colosal energía térmica había perforado ese túnel, y que temperaturas se habían requerido para convertir esa cantidad de sílice en paredes de vidrio de ese espesor. Acaso Ganímedes estaba plagado de cavernas natura-les; pero esa que transitaban, definitivamente parecía el interior de una colosal botella hecha por el hombre. Después de un rato de caminata por ese tubo de cristal, encontraron una puerta con una esclusa de aire. Parecía ser la escotilla de una nave espacial, custodiada por otro emplazamiento defensivo. Hubo otro secreto diálogo entre los guardias y después entraron en la cámara sellada. El compresor destinado a purgar la enra-recida atmósfera de Ganímedes y reemplazarla con una mezcla oxigenada era viejo y ruidoso, y tardó casi media hora en hacer el intercambio. Los cascos esta-ban escarchados en la mollera cuando se los quitaron. —Dacord. Quítense vos los trapes. Davenant y Kruse se desvistieron hasta quedar ataviados sólo con el overol tér-mico de micropoliéster que es parte del equipo estándar de sus vestimentas. Kru-se estaba sucio, transpirado y agotado; su piel se abultaba sobre sus huesos y tenía su barba roja empapada. Sus axilas mostraban gruesos lamparones amari-llos. Supongo que yo también me veo así de mal, pensó Davenant. Había varios montañeses rodeándolos. Todos eran flacos, desgarbados y, sin ser enanos, poseían una estatura por debajo del promedio. Algunos usaban ornamen-tos, como aros de cobre martillado en nariz y orejas, además de llevar dagas que

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parecían ser de hierro forjado. Se mostraron más interesados en los robustos Thaddeus que en los prisioneros. —¿Y qué hay acerca de la entrevista con su jefe? —preguntó Kruse. —Tot a su temp —masculló alguien, y escupió al piso. Kruse se erizó. —Miren —exclamó—, les dijimos que vinimos de la Tierra. De hecho, somos Inge-nieros Planetarios; probablemente usted no sepa lo que eso signifique, pero créanme, es muy importante. Tenemos información que a su jefe le gustará oír; pero si no nos tratan bien, la Orden se los hará pagar. Uno de ellos pasó un dedo mugriento sobre uno de los trajes, aparentemente in-sensible al espantoso frío que persistía en su armazón exterior. —Non parece fecho allende las colinas —dijo—. Quizás sean de veritas certo de Laterra —habló como si se estuviera refiriendo a un mítico lugar de leyenda. —Non portan facas ni púas —dijo otro, mientras los palpaba. —Claro que no —saltó Davenant, casi ofendido—. Les digo, formamos parte de la Orden; ¿Piensan ustedes que necesitamos andar armados dentro de nuestros tra-jes? —Dacord —uno de los montañeses se rascó sus enmarañados bigotes—. Caminen vos adiante. Ambos caminaron hacia otro túnel, empujados por dos ballesteros. El resto se movió después, con sus ojos iluminados por una aburrida curiosidad. Las cavernas y los túneles de este sector contaban con iluminación fluorescente. Se podían advertir esclusas de aire instaladas aquí y allá, con una sórdida ventila-ción. No se notaba ningún sistema de tuberías para eso, sino unos pocos ventila-dores montados cerca de la planta de renovación de oxígeno. El viciado aire que circulaba era húmedo y casi podía verse. Las secciones pobladas consistían en una serie de estrechos túneles, naturales y artificiales, donde harapientos cortinajes de plastivinil servían como puertas de pequeños huecos excavados en las paredes. Cuando alguna de éstas se descorría al salir alguien, Davenant alcanzó a entrever las extremas condiciones de preca-riedad y miseria que se vivía en ese andurrial sublunar; cajas o piedras como to-do mobiliario; las mujeres, achaparradas y semidesnudas, estaban rodeadas por niños mugrientos y mal nutridos. ¡Contemplen al noble salvaje! —No pueden ser más que algunos pocos miles —masculló Kruse—. ¿Y así es como viven? —Así parece —le contestó Davenant—; cuando estábamos en Equis, escuché por ahí que esta Gente de la Colina, como ellos se hacen llamar, alguna vez fueron varios pueblos, pero se creía que sólo uno todavía subsiste; evidentemente, di-mos con esos sobrevivientes. Si los Cincs no los cazan primero, cualquier mal funcionamiento en la planta de aire o en la central de energía podría… Su primal aversión se estaba convirtiendo en la misma inmensa piedad que algu-na vez sintió por los colonos de X. Ni siquiera podían hacer acto de rendirse, estos pobres y hambrientos trogloditas; Equis apenas los consideraba como un ineficaz y unificador enemigo.

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Más adelante, pasaron junto a la cocina comunal. Las plúmbeas tuberías de vapor que venían de la planta nuclear habían sido dispuestas para calentar los alimen-tos, que en su mayor parte parecían ser sintéticos. El pasaje desembocó en una ancha caverna donde al final se distinguía una puer-ta de hierro fundido. Un torpe ídolo de piedra negra contra la pared y dos hom-bres armados con mosquetones de Abaddón —innegablemente robados— la cus-todiaban. Uno de ellos cruzó palabras con los ballesteros y acto seguido, abrió la puerta y entró. —¿Tienes alguna idea de lo que vamos a decirle a ese dichoso Gran Rey de los Vagabundos? —le preguntó quedamente Kruse a Davenant, en esperantech. —Lo que sea que le digamos, tendrá que caerle bien —dijo Davenant—; de lo contrario, terminaremos dentro de una cacerola. El centinela reapareció. —Adentren —gruñó. Cuando los ballesteros también se dispusieron a entrar, en-contraron un brazo que los retuvo—. Nones; los extrañieros solament. Al cerrarse ruidosamente la puerta, los Ingenieros tuvieron que luchar para su-primir su asombro. Se encontraban en un suntuoso loft, con varios cuartos for-mados por particiones de plastifibra. Había alfombras, sillas y mesas, una biblio-teca. El hombre que se encontraba allí era demasiado alto para ser un montañés, y su canosa cabellera y su barba se veían cuidadosamente acicaladas, ofreciendo a los visitantes un descolorido aspecto, pero pulcro en general. Tres mujeres, probablemente esposas, permanecían apartadas. Hubo un tirante silencio. —¿Del planét Laterra? —preguntó al fin el gobernante de los excomulgados. —Así es —se adelantó Davenant. Una pistola llegó de un salto a la mano del hombre. —No pretendemos violencia —dijo Davenant—. Asaltamos a sus exploradores por-que nos atacaron, pero no queremos muertes. Todo lo que queremos es una oportunidad para hablar con usted. —Dacord. Éu soye Roberts-John, regent de Xupetiér City. Siéntense vos. El jefe se encaminó hacia la sala de estar, se sentó y dio unas palmadas. Una de las mujeres apareció con una bandeja, trayéndoles una jarra con agua y unos amasijos que parecían algo así como buñuelos sintéticos. Ambos hicieron un conmovedor esfuerzo por mordisquear sosegadamente la co-mida en lugar de tragarla. El jefe les preguntó sus nombres y siguió con algunas perspicaces interrogaciones acerca de los Mundos Interiores. Luego fue al grano: —¿Porqué vinieren vos aquende las colinas? —Es que… tuvimos problemas con los Cincs —contestó Davenant. Estaba leve-mente sorprendido que haya tenido que ser él la voz cantante, pero Kruse per-manecía sin decir nada y con sus ojos a medio cerrar por el cansancio—; y tene-mos que ponernos en comunicación con nuestros cuarteles generales… con nues-tra Orden. Así es que vinimos a solicitarles ayuda. —El Deus-Mondo parece ser con vos —dijo Roberts-John—. Vos nunca hubieran podido encontrerar la ciudad sin la axuda de los hommes de nos. Ben esconderida est.

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Al escuchar eso, Davenant recordó que los expatriados sobrevivientes habían es-capado abordando las naves más pequeñas, después de haber destrozado las más rápidas que podrían haber servido para perseguirlos. Desde entonces, los puestos avanzados de los Proscriptos habían tenido que en-frentarse a frecuentes excursiones punitivas de Abaddones —los perros de caza del Señor, esa milicia exogenética que oficiaba como guardias, persecutores y ex-terminadores— que momentáneamente, se vieron forzados a hostigarlos en tos-cos y lentos vehículos de superficie. La confusión reinante después del levanta-miento y el daño producido en las reyertas, les había concedido a los desplazados el tiempo suficiente para esconderse bien y establecer esta comuna. El motor nuclear del crucero de más tonelaje en el cual los fundadores de esta colonia habían arribado, se encontraba blindado y soterrado en lo más profundo. Se trataba de un colosal Mamut —Motor Atómico de Máximo Umbral Termodiná-mico— que a veces se lo escuchaba toser convulsamente en las entrañas del sub-suelo, y que aún permanecía funcionando a duras penas proveyendo energía. Asimismo, el renovador químico de aire y la unidad de síntesis de comida también habían sido reciclados, como la mayor parte del crucero. El hielo había sido extraído de la cantera y una cierta cantidad fue electrolizado para separar el hidrógeno del oxígeno. En general, los constructores de Júpiter City habían repetido el mismo patrón que la colonia X, aunque en una escala más pequeña y bajo las peores dificultades posibles. Más tarde, los asaltos y rapiñas contribuyeron a proveer otros recursos, tales como herramientas, telas, armas, comida suplementaria y combustible para el Mamut. Aunque todo el sector irradia calor, este lugar permanece indetectable. La firma térmica no es lo suficiente grande como para traspasar el grueso manto de rocas y los densos glaciares que yacen encima. Además, el metal ferroso es abundante y los depósitos desparramados de hierro desorientarían a cualquier localizador magnético. En lo que respecta a las huellas visibles de la superficie, Ganímedes es grande, y los montes Godwin son acaso la zona más agreste y peligrosa del satélite. Los fundadores habían sido ingenieros expertos, pero fueron abatidos tarde o temprano por el gran esfuerzo que costó edificar esta comunidad y por la excesi-va exposición a las nocivas radiaciones, que justificaron el espesor del blindaje del reactor. Si a esto se le suma la escasez de libros y la dificultad de transmitir correctamente los conocimientos a los más jóvenes, fue inevitable que la mayor parte de su ciencia muriera con ellos. Con esto, la monarquía hereditaria se con-virtió en un mal necesario. Una sola familia sería mantenida por el resto, asig-nándole el tiempo de ocio suficiente para aprender la operación y la reparación de la maquinaria de la cual dependían sus vidas, y capacitada como para tomar deci-siones primordiales. Los demás simplemente obedecerían órdenes y transitarían sus vidas en el aburrido alivio que significaba trabajar y que las medidas significa-tivas las tomaran otros. La religión, desde luego, se invaginó en el corto lapso de ocho años, virando hacia el mero paganismo. Aparecieron los tabúes, mientras que las ortodoxas tradicio-nes languidecieron hasta quedar reducidas a escuetas historias y cánticos que se repetían litúrgicamente.

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—Me gustaría echarle un vistazo a su central nuclear —dijo Davenant, aprove-chando el aparente buen humor de su anfitrión—. Esa clase de trabajo es mi es-pecialidad. Cuando veníamos, reconocí el característico quejido de un Mamut; creo que necesita el cuidado de un experto, y yo puedo dárselo. Un soborno. Roberts-John le leyó el pensamiento, con un mohín de suspicacia. —¿Quant es lo que quieren vos de nos —exigió—, en el supuesto caso que nos les prestemos axuda a vos? —Eso —dijo Davenant, desoladamente en voz baja—, es lo yo también me pre-gunto…

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CAPÍTULO 9

Luego fue el turno de Kruse. El agotado fortachón dio cuenta de todo lo que le había ocurrido al malogrado equipo de exploración de los Ingenieros. Roberts-John asentía de vez en cuando con gesto perplejo, acotando poco. Qué tanto había entendido de ese relato era un verdadero misterio. Recién ahora, Davenant estaba acusando la pérdida. Un ardor de lágrimas que-brantó sus ojos. Lyell, Falkenhorst, Yuan y Yamagata, sus camaradas mayores, aquellos hombres que habían sido sus mentores y sus amigos, yacían para siem-pre en la congelada superficie de una inexplorada luna. Sus cuerpos eran ya blo-ques de hielo y sus conciencias se habían sumergido en la vacía y eterna Oscuri-dad. ¡Adiós, mis hermanos! Davenant trató de ahuyentar tal pensamiento; más tarde, tendría suficiente tiem-po para llorar a sus muertos. Todavía estaba vivo, y tenía una misión. Y ahora que había comido y bebido en el raramente civilizado hogar de un rey bárbaro, debía comenzar a trazar sus planes. —Vos poderán quedarse con nos —sugirió Roberts-John—. Sempre poderemos necesitar un technie. Quizás quando sus amís de Laterra vinieren, vos poderán comunicarse. Kruse se restregó su barbilla. —¿Qué te parece eso, Hall? No puedo decir que me guste la idea de ser un caver-nícola por los siguientes cinco años, pero puede que me acostumbre. Davenant negó con la cabeza. —No parece lo bastante bueno para mí —dijo—. Los Cincs podrían destruir este nido en cualquier momento. Esto es más grande que nosotros, Torvald, y bien sabes que no nos conviene jugar a ser héroes. Pero la Abadía tiene que ser ad-vertida de todo lo que nos pasó. Kruse mostró una agria sonrisa. —De acuerdo, entonces… ¿Qué planes tienes en mente? —Primero déjenos inspeccionar su central nuclear, Jefe Roberts-John —sugirió Davenant—. No estoy seguro que me gusten esos parpadeos intermitentes en los fluorotubos. Kruse se mostró sorprendido por una fracción de segundo. Él sabía tanto como el joven Ingeniero que la causa no podría ser nada peor que un simple generador defectuoso. Manteniendo la inexpresividad en su cara, asintió y le siguió la co-rriente. —Creo que Hall tiene razón —dijo, mientras se ponía de pie. Roberts-John se mostró alarmado, y junto con los dos Trotalunas se pusieron en marcha a través de una serie descendente de túneles. El omnitester de uno de los Thaddeus, adaptado al registro Geiger, mostró más radiación de la que debía haber, aunque no la suficiente para ser motivo de preocupación. El blindaje esta-ba defectuoso. Algunos bloques de concreto delante del reactor se habían agrietado, quizás en alguno de los frecuentes sismos causados por el tironeo gravitatorio de Júpiter.

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Pero en general, la estructura se veía muy bien construida, y se notaba que había sido atendida con cierto esmero. Davenant sacudió su cabeza en un gesto de forzada paciencia y recorrió con la mirada el panel de diales, palancas e instrumentos. —¿Sabe usted para qué sirven estos controles? —le preguntó al regente proscrito. —Dalgúns sí. Quando esta agullita se acerca a la línea vermelya, éu baxo esta palanqueta et tot se compone. El jefe reveló poseer un escaso y adecuado conocimiento empírico, que apenas servía para mantener al reactor dentro de los parámetros normales de manteni-miento. —Desde luego —Davenant le señaló un indicador cuya lectura se había excedido bastante en la marca roja. Mostraba que las cápsulas originales estaban suficien-temente enriquecidas con isótopos nuevos y necesitaban ser reemplazadas. —¿Cuánto tiempo hace que ese indicador está así? —Desde sempre, que éu ricorde. ¿Vos qué… —Lo estoy haciendo. Estoy restituyendo el encamisado de las barras de grafito. Afortunadamente para ustedes, la absorción de isótopos se produce lentamente; de otra manera, no le daba a esta comunidad otros cinco años más de vida. Davenant accionó algunos botones y repentinamente, activó el apagado manual de emergencia. Las agujas se bambolearon a través de los diales hacia el cero de la escala y las luces de los túneles se apagaron. El jefe rugió y brincó hacia él. Kruse detuvo al enfurecido y frenético líder hasta que Davenant restauró el fun-cionamiento. —¡NUNCA FAGA ESO! —el sudor caía de la cara de Roberts-John y temblaba in-controlablemente—. ¡Nunca lo faga! —Sólo estaba probando la velocidad del refrigerante —dijo Davenant, casi indife-rente—. Mire, no hace falta tanto drama; como yo lo veo, tiene que dejarme hacer algunas reparaciones urgentes. Caso contrario, esta comuna morirá conge-lada en unos pocos años. —Éu, éu… —Roberts-John tragaba saliva enfurecido; segundos después, rear-mándose de autoridad, le preguntó con un ladrido salvaje: —¿Cómo sé que vos non son demóns Cincs enviados a destruir méu ciudad? —Porque nosotros también estamos aquí con usted —señaló Davenant—. Deme algunos días y verá como hago caminar a este Mamut… Al cabo de ese tiempo, Hall Davenant bien pudo reclamar el honor de convertirse en el tiránico gobernante de Júpiter City. Afinó el reactor, arregló el generador eléctrico para que funcionara sin pérdidas innecesarias de tensión y consiguió, con los desechos electrónicos que encontró en el vertedero, reparar una docena de radios de Traps. Roberts-John era dema-siado engreído para ser obsequioso, pero también lo sobradamente inteligente para no guardar resentimientos a un hombre más instruido y capacitado que él. Detrás de su salvaje melena y su barba era una persona astuta y, extrañamente, altruista. En los días subsiguientes, Davenant encontró más bien bochornoso te-ner que declinar su generosa oferta de aceptar un par de esposas temporales. No

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fue, desde luego, una cuestión de principios éticos, sino de un simple argumento referido a la apariencia, recato y buen gusto. Torvald Kruse no se mostró tan quisquilloso. Una tarde, en la cámara del reactor, el hombre de Venus le llevó una merienda y aprovechó la ocasión para dirigirle unas palabras en esperantech. —Buen comienzo, pero, ¿Y ahora qué? —Ahora —dijo Davenant, casi escrupulosamente—, nos convendría buscar la ma-nera de alcanzar el STARSHINE. —¿¡QUÉ!? —Piénsalo; es el único camino que nos queda. A menos que tengas algún plan que nos permita recuperar el HLL o algún crucero que podamos robarle a la colo-nia X, es la única nave en todo este sistema capaz de regresarnos a nuestra Aca-demia y… ¿Qué tan mal habrá quedado el Lunimog en el que escapamos? Kruse miró a su colega como si lo creyera loco o borracho. Al fin, acostumbrado como estaba a la extravagantes salidas de su joven amigo, cerró sus ojos y trató de recordar. —Tal vez pueda repararse —dijo—. No creo que haya quedado tan mal, asumien-do que aún no lo hayan recuperado; pero… Ese cachivache usa combustible quí-mico y no fue diseñado para alcanzar una órbita primaria, ni mucho menos la del STARSHINE. El empuje es demasiado bajo; yo diría un factor de… uno, o mejor entre uno y medio y dos. Davenant abofeteó cariñosamente el blindaje del Mamut. —Este bebé alguna vez hizo volar a un crucero de bastante tonelaje. Hay monto-nes de energía aquí… —Sí —dijo Kruse, sarcásticamente—; y me gustaría ver las caras de nuestros an-fitriones cuando intentemos llevárnoslo y tratemos de adaptarlo a un Lunimog destrozado. ¿Te gustaría ponerte a rezar, chico? —No, de ningún modo; pensaba en algo más laico… El lanzador Laico —Láser Acelerador de Inercia de Cargas Orbitales— se venía uti-lizando desde hacía muchísimo tiempo para proyectar insumos y satélites hasta la órbita de cualquier mundo dotado de atmósfera, con un ínfimo costo y a razón de un megavatio por kilo de carga útil. En la parte inferior del carguero se ha colocado un espejo parabólico que refleja la luz del láser que recibe desde una plataforma instalada en el suelo y la concentra en un foco anular en la tobera de escape. Los gases atmosféricos allí contenidos se calientan hasta una temperatura que los convierten en un chorro sostenido, propulsando el contenedor hasta alcanzar unos treinta kilómetros de altura a una velocidad cercana a los seis mil kilómetros por hora. Al alcanzar dicha altura, em-plea el nitrógeno o hidrógeno líquido que lleva a bordo, el cual, combinado con la energía láser abastecida desde tierra, le permiten alcanzar la órbita.

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—De acuerdo, pero… ¿Y los espejos parabólicos? Veo un poco difícil conseguir los materiales, ¡Sin mencionar las herramientas! —se quejó el hombretón. —Podríamos variar un poco el diseño, teniendo en cuenta esta baja gravedad y los despojos reciclables que encontré en el patio de la basura; hay allí un verda-dero tesoro en repuestos —le contestó un esperanzado Davenant—. Mira: ¿Qué tal si encabezas una partida de rescate con algunos montañeses y recuperas aquel trasto? Una vez aquí, le quitamos todo lo prescindible y en lugar de espejos le colocamos un gran tanque de agua, un aparato receptor de señal de láser y una red de circuitos eléctrica. La idea será hervir el agua usando el láser alimen-tado por el Mamut alrededor de unas bobinas sobrecalentadas, y hacer pasar el vapor a través del arco ionizado para que se aceleren. Medítalo: esencialmente, es una cruza rudimentaria entre los sistemas que hoy se emplean en cualquier vehículo espacial; pero, desde luego, el que se quede en la superficie tendrá que tener buena puntería, para que el Lunimog reciba la conveniente cantidad de energía… —Chico, ¿Alguna vez te dijeron que estás completamente chiflado? ¿Y quién sería el piloto, en el supuesto caso que pudiéramos construir eso? Apenas si contamos con una calculadora de bolsillo… —Y dos Ingenieros —dijo Davenant, quedamente. Ambos pusieron manos a la obra. El trabajo no fue tan extravagante como sonaba. Sólo tenían que alcanzar la ve-locidad de escape de un pequeño mundo con una insignificante resistencia atmos-férica. Los complejos principios les eran familiares a ambos, y el diseño les llevó un par de días. Además, entre los desperdicios encontraron una gran cantidad de componentes de la nave original de los proscriptos, que éstos nunca habían sabi-do sacarles provecho: tubos de vacío, inyectores de pulso, arcos de alto voltaje y demás. Diligentemente, los planos, las partes requeridas y las herramientas estuvieron listos en cuestión de cinco revoluciones de Ganímedes. Pero la dificultad principal serían los tests de funcionamiento. No había forma de anticipar todos los posibles percances. ¡Y quienquiera que fuese a pilotear esa cosa tendría que esperar mantenerse en una pieza hasta alcanzar la órbita! Kruse, que había hecho buenas migas entre los rudos Hombres de la Colina, con-siguió que un grupo de ellos recuperaran en grandes trineos el Lunimog derriba-do. En el lugar del desastre, se dieron un tiempo de responso para sepultar a los Ingenieros caídos. Davenant se quedó atrás para supervisar la construcción del lanzador Laico. Cuando le comunicó el plan a Roberts-John, el jefe explotó. —¡NONES! —lloró con espanto. —Pero… —¡Nones! Vos consiguieron muita cantidad de cosas de nos para arreglar esa nao. Davenant tuvo que prometerle toda clase de beneficios que la Orden le suminis-traría en forma de trueque. Pero Roberts-John todavía se mostraba reticente.

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—Inxeniero-tech Davenant, éu soye el que dirige aquende —dijo, mientras se ti-roneaba de la barba—. ¿Et ora vos quieren poner en un sitio bon videable un mástil que gritará a los demóns Cincs onde esconderida la ciudad est? Colocó su mano huesuda sobre la cacha del arma que portaba en su cinturón. Davenant se preparó anímicamente. Habría mucha muerte aquí a menos que pu-diera convencer a ese hombre… —Lo removeremos tan pronto como haya sido usado —contestó firmemente. —Suponte que aparexe una nao Cinc antes ¿Eh? El Ingeniero aspiró profundamente; ya había anticipado esta reacción. Era hora de jugar su último as en la manga, y esperar que funcionara. —Usted ya ha visto lo que se puede hacer con lo poco que tienen aquí —declaró pausadamente—. Lo que le estoy proponiendo ahora es conseguir todo un cruce-ro, lleno hasta el tope con equipo y quizás con alimentos —apostaba aun sabien-do que no existían probabilidades ciertas que los Psicotécnicos hubieran aprovi-sionado esa nave para usarla en caso de emergencia—. ¿No cree usted que con una ventaja así, podrían acabar con la amenaza Cinc de una vez por todas? Roberts-John lo miró girando su cabeza, como si fuera un cachorro escuchando cantar. Le tomó otro largo rato a Davenant embutirle esa idea en sus entendederas. El mástil Laico crecía velozmente. Se necesitaba sólo un esqueleto de vigas metá-licas soldadas entre sí conjuntamente. Ambos Ingenieros tuvieron la delicadeza de adecuar los planos para que los mecánicos montañeses pudieran seguirlos; después de todo, si eran capaces de mantener algo tan intrincado como un Trap o un Mamut, fácilmente podrían con una simple estructura. Davenant y Kruse casi habían olvidado como se construía un láser y también la necesidad de dormir, da-do que el peligroso excedente de treinta gigavatios que iban a tener que exigirle al reactor no los dejaba pegar un ojo. Y no obstante, con todas las facilidades que fueron puestas a su disposición, el ensamblaje y la improvisación de algunos componentes fue una tarea de pesadi-lla. Las cavernas se convirtieron en un hormiguero de excitación. Esas personas habí-an sabido desde siempre que estaban condenadas, y que esas cuevas alguna vez serían sus tumbas; acaso el nuevo y repentino desafío que los esperaba los llenó de una impensable expectativa, y se ofrecían voluntariamente para ayudar. Davenant confiaba en no tener que revelarles jamás lo frágil que era el hilo de donde colgaban sus recién nacidas esperanzas. Para ese entonces, Kruse ya había conseguido refaccionar y adaptar el Lunimog con la ayuda de algunos montañeses. —Creo que está listo, hasta donde puedo ver —dijo—. En su mayor parte, los ser-vos y algunos sistemas estaban destrozados, pero no demasiado como para no poder repararlos. Reconstruir el motor principal fue la parte difícil. ¿Las bobinas de cincuenta milímetros de tolerancia serán suficientes? En las simulaciones fun-cionaron mejor que lo que había esperado, pero… desde luego, está pensado para uso individual. Cuando me lances, deberás calibrar los solenoides y… —Yo seré el piloto —interrumpió Davenant—; conozco más sobre esos sistemas electrónicos que tú. Además, soy el menos pesado de los dos…

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—Humm… Chico, arriesgarás el pellejo por una oportunidad muy escasa. Piénsalo mejor. —Tampoco será fácil para el que se quede, Torvald; Roberts-John está determi-nado a quedarse con uno de nosotros como rehén. De cualquier manera, no será muy agradable para ninguno de los dos si todo esto falla. Kruse hizo un mohín. —De acuerdo. Tú serás el piloto. Joven y rapidez de reflejos, etcétera; pero te aclaro algo: en algún momento, vas a necesitar las cuatro manos de uno de esos espantajos jovianos para compensar algunas maniobras.

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CAPÍTULO 10

El espacio llenaba el ventanal polarizado con la constelada luz de un millón de frí-os astros. La medialuna enorme de Júpiter apuntaba sus cuernos a oriente y el pequeño Sol seguía allí, indolente, con su brillo perseverando en la infinita oscuri-dad. Las enguantadas manos de Davenant estaban entumecidas en los controles. El decolaje había sido automático; su trabajo había consistido meramente en apun-tar la nariz en la dirección precalculada, y darle eventuales golpes al botón de ca-beceo para moverse de babor a estribor y así conservarse firme en ruta el núme-ro exacto de minutos. Cuando los abusados giroscopios empezaban a enloquecer, había tenido que compensar con sus manos aferradas al bastón de mandos. Eso había sido todo, o casi todo. Ahora que estaba en órbita y los servos propulsados por agua ionizada hervida con un láser de ¡Treinta gigavatios! estaban apagados, se encontraba buscando desesperadamente un objeto invisible cuya órbita de mil kilómetros de altura había sido calculada apenas de memoria, y de observaciones telescópicas incom-pletas. Si los cálculos fueron demasiados aproximados, acaso nunca pudiera dar con el crucero; y si intentara regresar, ese trasto recauchutado no lo dejaría alu-nizar vivo. Todo lo que podía hacer en ese momento era reservar los servocohe-tes químicos para maniobrar. Se dedicó a esperar. Enfundado en su Thaddeus, sentado en la gélida cabina despresurizada del Luni-mog, sus pensamientos derivaron acerca de muchas cosas, casi como en un re-moto sopor mientras observaba el radarscopio. Cayó en la cuenta que estaba ate-rido y acalambrado, hambriento y sediento, aburrido y estresado, pero esas sen-saciones parecían no tener el menor significado en ese preciso momento y lugar. ¡Allí! ¡Una pequeña señal, apenas arriba del nivel del horizonte! La marca creció mientras la seguía con la mirada fija, saliéndose de la pantalla. Iba a pasarla en unos estimados cincuenta o sesenta kilómetros. Cambió el curso accionando los servos laterales, y los giroscopios tambalearon al moverse la proa. En un par de minutos más, tendría que volver a afinar la puntería, no hacia donde el objetivo se encontraba ahora, sino donde se suponía que su trayectoria orbital lo iba a situar. Sus únicos instrumentos eran el radar, su reloj, sus ojos, y los músculos matemáticos que fatigaban su cerebro. ¡Encendido a babor! Ahora el brillo metálico del crucero era ostensible; un diminuto fulgor contra la noche del espacio. Otra computación. Lo pasaría por casi veinte kilómetros, tal vez demasiado rápido. Modificó el vector en esa dirección. ¡Encendido de retros a estribor! ¡Otra vez! Giro a dieciocho grados. ¡Encendido!

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Lo encontraría dentro del rango de medio kilómetro, con una velocidad relativa de casi cincuenta kilómetros por hora. Ya no había manera de acercarse más, y de-bía sentirse agradecido que ese armatoste hubiera resistido las imposibles exi-gencias que se le encomendaron. Se libró precipitadamente de su cinturón de se-guridad, flotó hacia la salida, forcejeó para abrir la escotilla y luego se lanzó. Accionó el jetpack de su mochila con el panel de pulsera y calculó a ojo de buen cubero que cincuenta y cinco unidades de impulso estarían bien, ya que ahora no podía contar con el radar. La imponente nave crecía, mientras él, moviéndose so-bre el mismo vector direccional, se aproximaba al encuentro. Veinte metros. Al llegar a los cinco metros, giró sobre su eje lateral y disparó por ultima vez una ráfaga de jet, que le serviría para frenarse. ¡Rendez-vous! Cuando sus botas magnéticas lo sujetaron al gran casco metálico, sintió los irri-tantes síntomas de un desmayo. Al recuperarse, miró a su alrededor. El sombrío rostro picado de viruelas de Ga-nímedes lo estaba mirando, a casi novecientos veintisiete kilómetros por debajo de la proa del crucero, y bajo la ominosa presencia de Júpiter. Estremeciéndose, caminó cautelosamente en busca de una entrada. La esclusa de aire recuperó su hospitalaria atmósfera. ¡El viejo STARSHINE! Palmeó el metal del histórico crucero con una loca risa nerviosa. Se preguntó si aquellos orgullosos hombres de antaño que lo habían construido decenios atrás, sospecharon alguna vez en sus visiones de futuro más descabelladas, que el fruto de su trabajo sería tan importante. En su interior, la boca de un lobo; todo era frío y oscuridad. Davenant se deslizó flotando a través de algunos niveles, con sus linternas de casco encendidas, bus-cando la sala de máquinas. Casi a tientas, abrió la blindada puerta y… ¡Bien! —¡Menos mal! El reactor funcionaba a su mínima capacidad, dotando de energía a los delicados componentes electrónicos que nunca podrían resistir el frío del espacio. Lenta-mente incrementó los valores de las perillas, y la atmósfera, la fluoroluz y el calor empezaron mansamente a llenar el viejo navío. Cuando fue seguro quitarse el Thaddeus, se enfundó agotado en una de las hamacas de seguridad, presa de un profundo sueño. Tres horas después, despertó para inspeccionar los sistemas. Los sintetizadores de comida todavía funcionaban, pero necesitaban un recambio de productos químicos que estarían almacenados en alguna parte. Ni siquiera se tomó la molestia en buscarlos, contentándose con abrir algunos plastipomos y comer ávidamente. Oponiéndose a la somnolencia que lo acometió mientras comía, fue en busca de los yates salvavidas. Sí, había cuatro; pequeños y rápidos, pero sin embargo, al-

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go obsoletos. El laboratorio planetográfico estaba completo; lo mismo el taller de maquinaria, los camarotes y los salones de esparcimiento. Davenant se sintió como un pasajero potentado paseándose dentro de un lujoso Transideral. No, no. Tienes trabajo por hacer. Primero, debería disponer un yate salvavidas para ir a buscar a Kruse y a algunos montañeses para asistirlos. Era una verdadera tentación traer a su colega y abandonar todo este asunto para regresar a los Mundos Interiores, pero Roberts-John no era ingenuo. Él los obliga-ría a cumplir su acuerdo a punta de pistola si fuera necesario. Entonces… ¿Cómo emprender la conquista de una colonia que posee un ejército que podría aniquilar otra en media hora…? ¿Y si no se rinden? Davenant se encogió de hombros. Una preocupación a la vez, por favor…

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CAPÍTULO 11

Allá abajo, deben estar todos enloquecidos de miedo. Davenant imaginó a esa pobre gente amotinándose en la oscuridad, corriendo de un lado a otro, pero consiguió alejar ese horripilante pensamiento de su mente. Ahora se encontraba sentado en uno de los yates, encorvado al lado de la radio. De vez en cuando el piloto automático activaba los servos para compensar los cambios de su órbita y mantenerlo dentro del rango de comunicación. Hacía unos minutos, había contactado a los jovianos y ellos habían enviado por Halleck; aho-ra venía la parte difícil. —¡Salut, allende los ciels! ¿Quién es que fabla?… Éu soye el Cinc-Uno… ¿Qué es lo vos quiere? La voz de Halleck sonaba confusa y distorsionada, pues los sistemas jovianos es-taban trabajando al mínimo de su poder; con todo, Davenant podía discernir un terror ciego en ella. —¿Qué es lo vos ha fecho…? —Ésta es la Orden de los Ingenieros Planetarios —contestó Davenant—. Usted fue advertido de no molestar a nuestros miembros, y en lugar de eso los asesinó. Hemos venido a cobrar esa cuenta. —¡Nones! Es… ¡Es una engannifa! Un axident… —¡SILENCIO! Una de nuestras naves a establecido un campo EM sobre su colonia. Mientras se encuentre operando, sus centrales eléctricas no podrán abastecer sus soportes vitales por mucho tiempo, y ustedes morirán cuando sus condensadores se agoten… —a esta altura, Davenant se congratulaba de haber adquirido una acelerada educación en diplomacia—. Y eso es lo mínimo que podemos hacer, así que será mejor que acepte nuestros términos sin discutir. —¿Qué es lo que vos quiere? —Hemos decretado que Ángel-Tres Garson será, a partir de este momento, el nuevo Cinc-Uno de X, así que trátenlo con respeto. Hablaré con él tan pronto co-mo esté disponible. ¡Apúrese! —Pero… Pasaron casi cinco minutos, hasta que una voz entrecortada interrumpió la estáti-ca. —¿Hall? ¿Est vos? Silencio. Ruido blanco. —Salut… ¿Hall? —¿Cómo… estás? —la voz de Davenant sonó algo perpleja. ¿Cómo sabe Garson que soy yo, si en ningún momento me anuncié? —Oh, non me quexo, bendit sea el Sennior —la vacilante voz de Garson tenía un tono sobrenatural—. ¿Et… quant Inxenieros con vitam est…? —Sólo dos… —balbuceó Davenant—. Acabo de amenazar a los Cinc para que ocu-pes el lugar de Halleck… y hablando de otra cosa, ¿Cómo sabías que era yo el que estaba en órbita? Ángel-Tres Garson suspiró.

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—Bueno… Ahora ya no importa. Creo que a estas alturas, ya lo sabes, ¿No es cierto? —murmuró quedamente, en un fluido esperantech y con un tono de resig-nada aceptación. —¿Saber…? —por un instante, Davenant trató de entender lo que quiso decir Gar-son. Luego, el aturdimiento lo dejó rígido. Lengua-atada sonrió irónicamente, a novecientos cuarenta kilómetros de su cara. La máscara había caído. No habría más vacilación, ni torpeza ni tartamudez en Garson. Era un hombre serenamente confiado el que estaba hablando. Todo cierra. Un ardor de roja vergüenza cruzó la cara de Davenant. El fatal alcance del enten-dimiento sacudió su abochornada lucidez y sus ojos vidriosos buscaron desespe-rados la luz en los ventanucos; ahora entendía cual había sido su papel en este titánico y sangriento teatro. Sabía para qué lo habían manipulado, incluso desde antes de haber nacido. Las irrevocables y matemáticas relojerías de su destino habían coincidido para amasar este minuto, previsto desde aquellas tempranas maquinaciones probabilísticas de la Liga, cuando hacían ya ochenta y cinco años, sus acciones, sus deseos, sus grandes aspiraciones, sus lágrimas y toda su indis-pensable existencia, fueron reducidos a factoriales estimativos en alguna ecuación y evaluados con aceptables márgenes de error, para que por sí solo protagonizara este unívoco momento: a la vieja usanza de la Tierra, pero sin la acostumbrada ayuda de militares, ni la oprobiosa anuencia de la Iglesia Católica, ni la complici-dad de grupos financieros y mediáticos, él, el mismísimo Tech-Dos Hall Davenant, joven miembro de la Orden de Ingenieros Planetarios, acababa de perpetrar el primer golpe de Estado en una colonia independiente y soberana, más allá del Cinturón de Asteroides. Plenus orbis. La certeza de lo que acababa de hacer arrasó su conciencia como lava fundida, llenándola de arrepentimiento y pesadumbre. —Eh, muchacho… Por favor, no te sientas mal —la voz de Garson cortó su delirio de culpa—. La presencia de tu grupo estaba prevista desde que mis ancestros arribaron hace mucho; ellos calcularon que tarde o temprano llegaría un grupo de foráneos, especialmente dedicados a estudiar este lugar, y las probabilidades in-dicaban que terminarían descubriendo nuestro secreto. La reacciones factibles de la Orden de Ingenieros fueron evaluadas y consentidas. Por eso queríamos que fueses testigo de ese brutal asesinato, para que se dieran cuenta de la clase de aberrante cultura que degeneró aquí y de como se tratan entre ellos. Nos propu-simos tomar el control y rectificar el rumbo de esta colonia que, mal que nos pe-se, está conformada por seres humanos. Davenant escuchaba, aturdido y a punto de estallar en llanto. —Muchacho —suspiró con condescendencia—, sabrás que hemos tenido mucho que ver en algunos asuntos sucios; si hemos transitado por ese camino fue por-que debíamos. Simplemente recuerda que nuestra noble meta fue siempre y se-guirá siendo la misma a través de los siglos: restablecer la cordura en el espíritu humano tan firmemente como se pueda para que esta clase de atrocidades no vuelvan a repetirse —carraspeó deliberadamente, dándole tiempo para madurar al estallido emocional que iba a tener que soportar en cualquier momento—. Y en

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cuanto a ustedes… Te diré que ni siquiera en nuestras mejores simulaciones de probabilidad estocástica, los orgullosos Ingenieros, los altivos terraformadores de mundos que nunca se rebajan para inmiscuirse en política, terminaban encum-brándome en el poder tan pronto. Davenant no atinaba a decir palabra; rojo y rabioso, no podía dejar de oír esos implícitamente razonables, seductores y engañosos conceptos. —Verás: cuando los dejé escapar —yo mismo liberé los seguros hidráulicos de las puertas del hangar por donde salieron—, el nodo eventual de posibilidades se in-crementó en un veintidós punto setenta y nueve por ciento, a favor de que sólo cuatro Ingenieros —incluyéndote—, conseguirían regresar a X al término de unas ochocientas dieciséis horas, contadas desde el momento en que fueron derriba-dos. Sin embargo, ustedes lo consiguieron en tan sólo setecientas treinta y siete. ¡Los felicito a ambos! Eso prueba que los subestimamos desde un principio, y la-mento eso; no habíamos previsto que se pusieran a sospechar tan fácilmente de nuestra manipulación. Y temo que eso sea mea culpa; te di demasiado acceso a la información en la biblioteca; pero fue porque te encontrábamos muy interesan-te. En cierto modo, comenzábamos a apreciarte, chico… —Escúchame bien, Garson —procuró domeñar su creciente furia—: ahora te estoy hablando en nombre de los Ingenieros, de mis muertos, y desde lo poco que pue-da significar eso en este momento: alguien tiene que ponerle coto a sus acciones, malditos lobos, y creo que soy el elegido. Desgraciadamente, me ha tocado a mí ser el artífice de sus intrigas para que tus antepasados no tuvieran que ensuciar-se las manos con un acto sedicioso y carente de compasión… —Quod enim laicali ruditate turgescit non habet effectum nisi fortuito… Davenant estalló, transido por la ignominia. —¡SILENCIO, PEDAZO DE MIERDA…! Y presta atención, porque te voy a dar algu-nas instrucciones —se obligó a morderse la lengua—. Los Cincs y los Abaddones serán desarmados, pero ninguna acción violenta se ejercerá sobre ellos a menos que quebranten el nuevo orden; no podemos permitirnos el lujo de desesperar-los… —Hall, tu no puedes darme instrucciones, ni amenazarme desde el espacio; todos sabemos que esa nave en la que te encuentras carece de emisores de pulso EM y la dejamos completamente desarmada, así que sólo estás fanfarroneando… —De acuerdo; será nuestro secreto. En cierto modo, contábamos con eso. Pero pudimos hacer algunos amigos, en el polo Norte: esos que ustedes llaman Foraji-dos —contestó Davenant, en un tono casi triunfante—. Si chequean los períme-tros, encontrarán a una pandilla de Hombres de la Colina apostados en cada es-clusa, todos equipados con emisores EM, que les enseñamos a construir. Así que en este momento, los vas a dejar entrar, o les cortamos la energía y los víveres, amigo Lengua-atada. —No, escúchame Hall, debes entender nuestra posición… Davenant ya no escuchaba. Agobiado por la humillación, siguió demandando, maquinalmente. —Los así llamados «Forajidos», entrarán en Equis y tendrán poderes de policía y administrativos, pero su jefe, Roberts-John, tendrá la palabra final. Le pediré que

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mantenga el status quo hasta que enviemos una comisión de veedores desde los Mundos Interiores, para restituir el orden en esa colonia. Carraspeó y siguió demandando. —Tan pronto como sea posible, una delegación de Ingenieros llegará y se organi-zará en una base permanente, y pienso exigir que esa pobre sociedad tenga la oportunidad de encaminarse hacia la normalidad, con una Constitución escrita y todo eso; no puedo estar seguro si el proyecto de terraformación seguirá, pero una vez que comunique todo lo que vi y aprendí en compañía de gente como us-tedes, confió en que se desmantelará la red de chanchullos que nos trajo hasta esta situación. Su voz comenzó a flaquear, transida por el llanto. —Y en cuanto a ustedes en particular, y muy especialmente a ti, no descansaré hasta verlos en prisión. Los hombres que murieron para que yo llegara hasta aquí, eran mis mayores y les debo respeto y justicia. Así que pienso permanecer en órbita hasta que la Gente de la Colina tome el control. Y te juro que si me lle-go a enterar que volvieron a las andadas con sus experimentos eugenésicos y sus pronósticos, toda la astuta Psicotecnia del universo no podrá detener mi furia. Y sardónicamente remató: —¿Todo esto suena bastante razonable para ti? —Yo… —Garson rió temblorosamente, con un dejo de ladina vacilación—. Supon-go que sí… Se requirió algún tiempo para encaminar las cosas. Al fin y al cabo, como buenos seres humanos, los Psicotécnicos también eran hijos del rigor. Davenant tuvo que amenazar culposamente a toda la colonia con un bombardeo de Hidrolitio para provocar el desarme de los Abaddones y obtener así la indiferente —e inútil—cooperación de los Corderos. Aunque estaba bien consciente que los Psicotechs sabían que estaba fanfarroneando desde el espacio, con sus altivas instrucciones y el blufeo permanente de hacer llegar una cohorte de Ingenieros para componer todo, Garson sabía que él y sus secuaces nunca estarían seguros mientras los montañeses estuvieran merodeando por allí, y no tendrían más remedio que po-nerse a trabajar juntos, o permanecer encerrados. Acaso era el final de sus pla-nes en Ganímedes, pero en medio de esa nueva agitación, nadie podía anticipar-lo. Ni siquiera ellos. Considerando las penurias que tuvieron que vivir, los monta-ñeses demostraron ser más indulgentes y civilizados de lo que se esperaba. No obstante, algunos incidentes aislados hicieron que Davenant volviera a sentirse asqueado. ¿Pero, acaso no eran esperables?

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Los dos únicos y sombríos sobrevivientes de la expedición regresaban a todo deu-terio en el recuperado HÁGASE LA LUZ, con destino a Luna City. La voz de Kruse expresó algún resquemor mientras destapaba un pomo de cerve-za. —¿Piensas que la Abadía aprobará todo esto? —preguntó—. Hemos accedido a un montón de compromisos en su nombre… —Francamente, no lo sé; no creo que se atrevan a romper las promesas que con-trajimos, al menos que puedan justificarse —dijo Davenant—. Es cierto que desde el principio, nada de lo que hicimos estuvo bajo nuestro control; fuimos llevados de las narices y nos costó muy caro. Quizás lo reduzcan todo a la habitual cues-tión de prestigio y decidan abstenerse de hundirse hasta las orejas en política co-lonial… Pero ¿De qué otra forma van a recuperar el contrato de terraformación, si no se meten en el barro? —Y nosotros hemos precipitado todo eso —dijo Kruse. —Si. Pero, ¿Qué opciones tuvimos? —Pocas o ningunas, chico —le alcanzó un pomo de cerveza—. De todas formas, es interesante especular si seremos desollados vivos o hervidos en aceite. —Probablemente cesanteados —reflexionó Davenant. —No me vuelvas a hablar de probabilidades, por favor —rió el hombre de Venus. —¡Ja! Nunca más, Torvald. Los ojos de ambos registraron el cielo infinito, buscando el hogar.

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EPÍLOGO

El Coordinador de la Orden de los Ingenieros Planetarios era un anciano, pero los ojos en su arrugado rostro conservaban su brillantez y todavía podía hablar con la resonancia de un joven. En lo alto de la torre, sentado detrás de su gran escrito-rio, el ventanal a sus espaldas enmarcaba sus canas entre las estrellas. —Háganlo entrar —ordenó. —Sí, señor. El guardia, desarmado pero no indefenso, salió para regresar con el prisionero. Una inclinación de la cabeza de su jefe le dio permiso para volver a retirarse. Hubo un largo silencio. —Entonces —dijo el Coordinador después de unos momentos—, ¿Es verdad que ha estado jugando a la política? El prisionero se mordió los labios. —Usted ya leyó mi informe, señor —contestó. —Y usted, probablemente haya leído los reglamentos. —Señor, hay precedentes históricos… —El Concejo y yo somos los únicos con la debida autoridad para sacar conclusio-nes sobre ellos —replicó impasiblemente el Coordinador—, no un desairado Inge-niero novato; y además de todas esas increíbles excusas en su informe, ¿Tiene algo más para agregar que quiera decirme en persona? La amargura azotaba el rostro del joven. —Señor, fue una cuestión de salvar vidas; creo también que si no hubiera hecho lo que hice, hoy no tendríamos el contrato. Los reglamentos también autorizan a los Ingenieros a usar su buen juicio para solucionar los inconvenientes, ¿No es así? Un trabajo es más que un problema de maquinarias y recursos naturales. Las personas y el resto de los seres vivos también están involucrados, y son la única razón por la cual el trabajo debería realizarse. —Esa es una cuestión emocional —murmuró el Coordinador—, que no debe ba-sarse en la irresponsabilidad —levantó los papeles que tenía ante sí—. He estado mirando sus psicoregistros. Son prometedores. Usted podría llegar más alto, con el debido entrenamiento. —¿Señor? —Hijo, los reglamentos son muletas —dijo el Coordinador, mientras se reclinaba en su silla—. Adelante, siéntese, no voy a morderlo. No muy fuerte, en todo caso; bien, como le decía, los reglamentos son valiosos para aquellas personas cuyo poder de razonamiento independiente es limitado por los mecanismos de su pro-fesión. Nosotros hemos conseguido promulgar unas normativas; pero no cubren cada caso posible, y el hombre que pueda transgredir esas normativas cuando sea necesario y con ello logre concluir su asignación, es la clase de hombre que necesitamos —el anciano lo miró paternalmente—; sin embargo, usted hizo un buen trabajo allá afuera. Oficialmente, ahora será enviado hacia Venus para cum-plir una sentencia de tres años de trabajos forzados de bajo nivel. Suena bastante duro, ¿Eh? Pero extraoficialmente, chico, te enviaremos a la escuela… una peque-

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ña escuela que tenemos escondida por ahí, destinada a formar a los futuros miembros del Consejo. —Yo, yo… —No trates de hablar —dijo el Coordinador—, pareces un pez boqueando fuera del agua. Hijo, este sistema ha estado vigente por mucho tiempo. Los fundadores sabían que la Orden tenía que conservar siempre la apariencia de ser ajena a la política, de estar por sobre todas las disputas locales, para no entorpecer su mi-sión. También supieron que no siempre se puede permanecer neutral; como bien dijiste, los trabajos también involucran a las personas. Así que de vez en cuando, y tan disimuladamente como se pudo, nos hemos entrometido para bien o para mal. Y muchas veces, esas mismas reglas nos han hundido en profundas equivo-caciones… De todas formas, la gente como tú mantiene funcionando esta Institu-ción —el viejo parecía cansado de tanta cháchara—. Ahora bien, si tu infracción hubiera conducido al desastre, en este momento estarías en camino hacia alguna de las colonias penales de máxima seguridad, a menos que hubieses preferido una baja deshonrosa… Como sea, después de un intervalo aceptable de readapta-ción, te daremos una nave y una tripulación; y quizás algún día, seas elegido pa-ra integrar el Concejo. Ya veremos. Tal vez llegues a ocupar este escritorio… El anciano Coordinador sonrió abiertamente. —De acuerdo, muchacho, es todo. Considera lo que te he dicho y pon tu mejor cara de perro que tumbó la olla. Te pondrás en camino esta misma noche. ¡Buena suerte! Se estrecharon las manos. El prisionero giró y se dirigió hacia la puerta; la abrió, y el guardia que allí espe-raba se lo llevó. El Coordinador Hall Davenant suspiró; era el suspiro envidioso de un anciano. Al ver irse a ese joven Ingeniero, su memoria lo transportó a través de un océano de años, hasta aquella noche, cuando atravesó caminando las nieves de Ganíme-des. En ese entonces, jamás hubiera imaginado que alguna vez, estaría sentado detrás de este escritorio; pero como bien se dice por ahí, «Todos queremos llegar a viejos, pero nadie quiere serlo». Y ahora, era un anciano detrás de un escritorio. Sería el de mayor autoridad en la Orden, pero un anciano detrás de un escritorio al fin. Giró su silla hacia el ventanal y soportó los lejanos y desafiantes millones de ojos de las estrellas. Mientras observaba, reparó en el hecho que en ese preciso mo-mento, algunos afortunados jóvenes estaban hollando por primera vez las nieves de Plutón. Brevemente, deseó estar allí, acompañándolos. Algún día, el Sistema Solar no sería lo suficientemente grande para todos ellos. Por otro rato, siguió contemplando la Inmensidad. Luego, regresó a sus papeles.

FIN