las mil y una noches de victor hugo viscarra

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8/3/2019 Las Mil y una noches de Victor Hugo Viscarra http://slidepdf.com/reader/full/las-mil-y-una-noches-de-victor-hugo-viscarra 1/8 Un aguardiente de Álex Ayala Ugarte Murales: Teatro al Aire Libre y Bocaisapo (calle Jaén) Ilustraciones: Martín Elfman (portada) y Álvaro Álvarez Huayllas Hace cinco años murió uno de los escritores más sinceros que ha tenido Bolivia. Su vida fue un abis- mo callejero. Un suicidio a cámara lenta. “El trago o yo”, decía. Y el alcohol se lo llevó a la tumba. Las miL y una noches de Víctor hugo Viscarra  Junio de 2011 Edición 2

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8/3/2019 Las Mil y una noches de Victor Hugo Viscarra

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Un aguardiente de Álex Ayala UgarteMurales: Teatro al Aire Libre y Bocaisapo (calle Jaén)

Ilustraciones: Martín Elfman (portada) y Álvaro Álvarez Huayllas

Hace cinco años murió uno de los escritores más sinceros que ha tenido Bolivia. Su vida fue un abis-mo callejero. Un suicidio a cámara lenta. “El trago o yo”, decía. Y el alcohol se lo llevó a la tumba.

Las miL y unanoches de

Víctor hugoViscarra

 • Junio de 2011 • Edición 2

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V íctor Hugo Viscarra no murióen su ley, como quería: “solo

  y como un perro, pero libre,tomando el último trago”. Nopude decirle nada al alcohol —

que tanto le dio y tanto le quitó— en susúltimos suspiros. No pudo brindar ni tansiquiera con una gota de alcohol adulte-rado. Porque dijo adiós desde una cama de hospital, no en una cantina. Porquemientras suría su estómago maltrecho

sólo admitía las cucharaditas de sopa quela escritora Vicky Ayllón le daba a la boca con la paciencia de un editor de textos.

 Viscarra solía decir a sus amigos máscercanos que no pasaría de los cincuenta.Que si lo hacía, “nacionalizaría un revól-

 ver para pegarse un tiro”. Pero no hizo al-ta. El cuadro clínico que lo llevó a la tumba resultó más contudentente que un disparo:reumatismo, neumonía crónica, alteracio-nes digestivas y cirrosis galopante. Se ue unmiércoles, a las diez de la mañana del 24 demayo de 2006, a los cuarenta y nueve años.

 Antes, intuyendo probablemente la a-talidad, bautizó el último libro que publicóen vida con un título premonitorio:  Avisos

necrológicos. Y poco después el suyo apa-

reció en las páginas de los periódicos másimportantes del país a modo de noticia.

“El Bukowski boliviano” o “Viskarrowski”,le llamaban algunos periodistas. “El narra-dor de los márgenes”, decían otros. Pero élse denía simplemente como un pobre dia-blo que esperaba ir al inerno. Porque allí,bromeaba, “por lo menos hay caleacción”.

***

Mi primer encuentro con Víctor Hugo uesin trago de por medio, en enero de 2004,a las siete y media de la noche en la Casa de la Cultura de La Paz. Yo no le conocía.No había visto antes ninguna otograía suya.

 Y las interrogantes eran muchas. ¿Serán suslentes gruesos? ¿Será dueño de una barba mal cortada o de un bigote escueto? ¿Lle-

 vará una botella estrangulada en alguna desus manos? ¿Fumará negro?, me preguntaba.Hasta que el portero de la Casa de la Cultu-ra me devolvió a la realidad con un anuncioescueto. “Ahí está”, dijo, estirando luego eldedo índice como un pirata, hacia lo lejos.

Más que una persona, medio encorva-do, parecía una sombra. Caminaba lento, a 

pasos cortos, mezclado entre la gente sin que

un gesto de cierta pesadez, como si tambiéndejara ahí encima sus más de treinta años

 vividos en la calle, la apariencia de alguiende sesenta y su tos de perro apaleado.

“Nací viejo”, escribió Viscarra en Borracho estaba, pero me acuerdo , qui-zás su obra más autobiográica. “Si escierto eso de que en cada hombre hay unniño, el que habita en mí debe de ser muy triste”, añadía unos renglones más abajo.Su madre, según él mismo contaba, rom-pió varias escobas contra su espalda. Su

padre, “aunque un buen hombre”, trasuna paliza de su madrastra, cuando Vis-carra le dio a escoger entre él o ella, lepreirió a ella; y a los doce años comenzóel vía crucis del autor en la indigencia.

Desde entonces, no dejó de sentir río.“Es artero, sale como de un gigantesco reri-gerador y lo envuelve a uno por completo”,describía. Por eso andaba siempre enco-gido. Por eso observaba a todos de abajoarriba y no de arriba abajo. Y desde esa posición me vigilaba mientras esperaba sutentempié con una ansiedad no disimulada.

—Esto es un robo a mano armada —me dijo apenas tuvo la oportunidad, trasechar una mirada a la carta de los precios.

 Acostumbrado a pagar sólo unos pesos porlos “soldaditos” —pequeños envases deplástico con alcohol casi puro dentro—, elcaé con leche de dos dólares que acababa depedirme le parecía quizás un caro capricho.

De cerca, los rasgos de Víctor Hugo seintensicaban. Su nariz, ruto de las caídas

 y los golpes recibidos, parecía un ganchoretorcido de derecha a izquierda. La línea de sus cejas subrayaba unos ojos achina-dos y meditabundos. Y disimulaba la lámi-na de grasa que le invadía el pelo con unpeinado clásico con la raya a un lado.

Conversamos, sobre todo, de la calle. Sumáxima era ésta: “Allí, con mis delincuentes,

mis putas, mis maracos, mis mendigos y misladrones me siento en casa”. Me comentaba que los ambientes en los que se movía eranlos tugurios que pueblan dierentes rinconesde la ciudad: La Garita de Lima, Tembladerani,

nadie reparara en su presencia. Se cubría con una chamarra caé, una camisa medioblanca, medio sucia, una chompa vieja y unpantalón negro. Tenía la pinta lúgubre de unenterrador antes de meter pala a una tumba.

Cuando le hice una señal se acercóenseguida y alargó la mano para darme unapretón tibio. Después soltó uno de los chis-tes que usaba a veces para romper el hielo.

—Hola, soy Víctor Hugo Viscarra, elantropólogo —me dijo.

—¿El antropólogo? —contesté con unademán de sorpresa, medio conundido.—Sí, sí, el especialista en antros —dijo

él con cara de no haber roto nunca un plato. Y luego me mostró una sonrisa de niño maloa la que le altaban varios dientes.

Días atrás, Viscarra había llamado a la redacción del diario en el que yo tra-bajaba porque lo había mencionado enun reportaje sobre el binomio escritura-alcohol y quería conocerme. Hablamosun ratito por teléono y acordamos una cita. Pero con él los compromisos teníanmenos valor que un cheque sin ondos. Y corría el riesgo de que no se presentara.

Un año antes, una periodista del rotati-

 vo chileno La Nación pasó las de Caín para ubicarle. Pablo Gozalves, su editor en aqueltiempo, lo había dejado esperando en la ca-pilla del Sagrado Corazón, pero escapó para continuar con su arra interminable y demo-raron casi una semana en rescatarlo de lascalles para que atendiera la entrevista.

Por eso, el hecho de tenerlo rente a mí era un alivio. Y en un par de minutoscomprendí el porqué de su puntualidad y su buen aspecto, cuando me conesó

que llevaba casi once meses sin beberpara cumplir un tratamiento contra la tuberculosis que le había impuesto el

médico. Porque, aunque borracho de

corazón, lo hizo con la misma determi-nación con la que un predicador alza la Biblia para pregonar el n del mundo.

En los momentos de mayor faque-za, Viscarra solía lanzar una amenaza contra sí mismo como quien recita una poesía: “El trago o yo”. Esta vezue él y su salud se lo agradeció.

De mutuo acuerdo, decidimos ira una caetería cercana en los bajosdel hotel Gloria, al abrigo de una 

ciudad gris, con olor a orín en lasaceras, paredes mal pintadas

 y subidas y bajadas en cada esquina. El escritor pidió

un mate y un sándwich

de jamón con queso. Y a continuación depo-

sitó en la mesa unamasijo de recor-

tes y varios desus libros con

Depositó un amasijo de recortesy unos libros sobre la mesa conpesadez, como si también de-

 jara encima sus más de treintaaños vividos en la calle y su apa-

riencia de alguien de sesenta.

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 Achachicala, Gran Poder, Alto Tejar y Chijini,entre otros. Que los protagonistas de sus es-critos subsistían en los callejones de algunosde estos lúgubres enclaves. Y aseguraba queel mayor halago que recordaba se lo debe a una mujer en estado de embriaguez. “Escri-tor, he leído tu libro. No mentiste”, le dijo.

Memorioso, Víctor Hugo enlazaba una anécdota detrás de otra, recordando condetalle cada echa, cada espacio, cada nue-

 vo remiendo en la ropa de sus cuates, cada 

cicatriz que conormaba el mapa de sus ros-tros. Era capaz de recitar párraos enteros desus libros. Es más, lo hacía a menudo por-que recordar se convirtió en su estrategia desupervivencia. Como escribía en servilletas y pedacitos de papel que solía perder por elcamino, aprendió a reconstruir los textos entan sólo unos minutos. Y maniestaba tantoarte a la hora de reescribirse que cualquiera diría que vivía en un monólogo constante.

 Al hablar, sus mañas se hacían más vi-sibles. Sus manos se movían rápidas de unlado para otro, como las de un mago vetera-no. Silabeaba. Se secaba los labios una y otra 

 vez relamiéndolos con la lengua sin sutileza.Marcaba las eses y las pes para dar mayor

énasis a las palabras. Y un leve tartamudeo,imperceptible, acompañaba su discurso.

También se mostraba deslenguado:—Aunque digan que no tengo estilo

literario, a mí me encanta escribir de esta manera. Es mi orma de hacer las cosas, y al que no le guste que se meta su dedo y sudesagrado en el oricio de su disgusto —medijo mientras incaba diente al emparedado.

 Y cuando la charla no dio más de sí,se retiró con lentitud a tomar un minibúscon dirección a la parroquia del Rosario,de su amigo Humberto, cura en el barriode Villa Dolores, de la ciudad de El Alto.

  Allí Viscarra dormía a veces porque el

sacerdote le prestaba una computadora en la que escupía sus historias tremebundas; y por-que luego le guardaba los archivos, ya que élno sabía manejar bien aquella máquina.

***

Tras la muerte de Viscarra, visité en Villa Co-pacabana a uno de los hombres que mejorlo conocía: Manuel Vargas, su último editor.

 Villa Copacabana es un barrio en el querige la caótica de las laderas, sin un orden ló-gico de números en el marco de las puertas,con algunas edicaciones de ladrillo descu-bierto y otras salpicadas de cal blanca. Unlugar en el que los perros —esos perros que

ueron durante décadas los compañeros máseles de Víctor Hugo— suelen buscar algúnresto de comida entre las bolsas de basura.

Manuel es un hombre espigado, querodea de silencios prolongados todo lo quehace. Que oculta su rostro alargado bajounos lentes de alambre. Y que luce siem-pre una perilla bien dibujada que otorga un aire de mayor calidez a la expresión desu cara. El día que me recibió usaba una gorra de chulapo madrileño para recogersu media melena. Y no tardó en conrmar-me una realidad que a menudo había sos-pechado: tras mi primer encuentro con él,

 Víctor Hugo volvió enseguida al trago. “Es-

tuvo sin chupar once meses y tres días —me dijo Manuel—. Y estoy seguro de queeso ue para él una auténtica condena”.

Cuando Manuel me hizo pasar a suescritorio había allí decenas de libros: mu-

generosamente a mis acreedores, porque,sabiendo que yo vine al mundo sin traernada, ¿cómo voy a tener algo para pagardeudas a otarios y prestamistas? Lo que sées que cada obrero es digno de su salario.Por lo tanto, lo único que hice ue cobrar-me las lecciones que les di, desasnándo-los. Los culturicé un poco. Las pocas ro-pas que poseo son sólo para mí. A los quese jactaban y se jactan todavía de ser misenemigos les dejó mi perdón. Y mi pobrecorazón, hecho pomada desde los tiempos

en que era ingenuo y cándido y con el querecorrí los caminos de la rustración y eldesengaño, se lo dejo a aquellas personitasque se divirtieron hasta el cansancio consus juegos sentimentales; a esas personitasque supieron poner en práctica sus ardi-des y sus mañas emeninas, lastimando a 

chos, bien ordenados en los estantes; otros,ormando montañitas que crecían desde elsuelo. Hallé de todo: literatura inglesa, ran-cesa y latinoamericana. Y también estaban a la vista las obras de Viscarra: Coba, lenguaje

 secreto del hampa boliviano (1981), Relatosde Víctor Hugo (1996), Alcoholatum y otrosdrinks: crónicas para gatos y pelagatos (2001), Borracho estaba, pero me acuerdo (2002) y  Avisos necrológicos (2005).

Coba es una experiencia creativa querefeja la jerarquización de clases y la divi-

sión de la sociedad a través del lenguaje. Vis-carra publicó la primera edición con la ayu-da desinteresada del escritor tradicionalista 

 Antonio Paredes Candia, ya allecido. Y solía compartir una anécdota muy jugosa sobre la publicación con sus colegas. “Me entrega-ron el primer ejemplar en la plaza Alonsode Mendoza, una tarde nublada. Me ui a estejar y se lo regalé a la mesera que meatendía sin saber si ella sabía leer”, decía.

Con  Relatos,  Alcoholatum,  Borrachoestaba y   Avisos necrológicos, el escritorse adentró en un universo de supervivencia que, en palabras del crítico paceño Germán

  Aráuz, “bebió  a cada momento en carnepropia”. Y en las páginas de  Alcoholatum 

dejó además plasmado su único testamentoconocido, un testamento literario que mues-tra a un Víctor Hugo con todos sus aderezos:irónico, sarcástico y tremendamente ácido.

El “documento”, en algunas de suspartes, dice así: “Mis libros los dono a la Biblioteca de Alejandría. Puesto que los heperdido irremediablemente, presumo quea ese lugar han ido a parar. Los textos queme ueron robados quedan en calidad deperdidos. Ya que no pude hacer nada para retenerlos, menos puedo hacer para re-cuperarlos. Mis pensamientos se los cedoa la humanidad entera, no para que losaprovechen, sino para que aprendan cómo

en el más completo estado de abandonouno puede cultivarse y educarse sin pasarpor institutos, universidades, simposios,congresos, diplomados, maestrías y demástucuymas. Todas mis deudas se las dejo

su gusto mis pálidos estertores personalespara dejarme llorando mi desconsuelo encantinas y chicherías donde estúpidamen-te moría ahogado en ingentes cantidadesde licor. Sólo a ellas pertenecen los guiña-pos de mi devaluado corazón”.

Tras leerme en voz alta algunos rag-mentos de ese texto cuando menos curioso,Manuel quiso enseñarme la edición españo-la de   Borracho estaba, pero me acuerdo,que llegó a La Paz tan sólo dos días despuésde la muerte de Viscarra. Un libro de tapa 

blanca con una botella de cristal, una hoja de libreta y un lapicero ilustrando una por-tada —según un lector— “ajena al miedo

 y asco que se esconde entre las páginas”.—¿Y por qué quisiste publicar a Víctor

Hugo en tu editorial (Correveidile)? —lepregunté a Manuel aprovechando un minutoen el que no decía nada. Y él simplementese sentó, sonrió y acomodó su voz grave y pausada a la acústica de papel de su reugio.

—Marcela Gutiérrez, una amiga suya,tenía en sus manos un cuaderno con escritosde Víctor Hugo. Había buenos textos, peroella no sabía si él estaba vivo o muerto por-que hacía ya mucho que no lo veía. Luego,él me buscó y me dejó un caja mal amarra-

da llena de recortes. “De ahí escoge tú”, medijo. Era todo una especie de rompecabezas,con hojas sueltas, relatos incompletos, cuar-tillas rotas y un sinín de anotaciones. Enocasiones, escribía un párrao, lo numeraba 

 y había que buscar en otro de los papeles la numeración siguiente para continuar la lec-tura. Al nal, logré hacer una selección delo rescatable y de ahí nació Alcoholatum, la primera obra suya que edité.

Por convenio, Manuel le daba a Viscarra sus derechos de autor en ejemplares. A ve-ces, todos de golpe y a veces unos cuantos,porque, cuando peor estaba, Víctor Hugotodo lo que vendía lo bebía de un trago:

cambiaba ejemplares por una botella o losorecía sin ton ni son en las cantinas. En una ocasión, en pleno proceso de impresión,llegó a aparecerse completamente borrachoen la imprenta para pedir libros. Y a veces él

“Mis deudas se las dejo generosa-mente a mis acreedores, porque,sabiendo que vine al mundo sintraer nada, ¿cómo voy a tener

para pagar a prestamistas?”.

El Bocaisapo, uno de los boliches preferidos del escritor.El Bocaisapo, uno de los boliches preferidos del escritor.El Bocaisapo, uno de los boliches preferidos del escritor.

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mismo se pirateaba: otocopiaba sus Relatosde Víctor Hugo para multiplicar la plata.

Según Manuel, cuando estaba arrean-do no se podía contar con él para nada.Sano, sin embargo, era serio y responsable.

—Y durante esos guiños de sobriedadaprovechábamos para trabajábar juntos.

Solían juntarse en casa de Manuel, enuna sala con suelo de madera y olor a pipa en la que el editor intentaba transmitirle a 

 Víctor Hugo algo del calor que le altaba.—Yo le daba ropa y él, cuando conse-guía nuevas prendas, regalaba las viejas olas tiraba al botadero. Su ropa interior decía que estaba sucia y destrozada. No lavaba.

un día de lluvia. Él seguía vivo. Lo vi venirmientras esperaba a que escampara, consus pisadas irregulares y bien marcadas.

 Apareció tambaleándose, dando saltitos,como un duende salido de las entrañas deuna bestia, como un Don Quijote que no seacuerda dónde dejó a su Dulcinea. Su cara me pareció una mueca macabra, muy distin-ta a la del escritor que un año antes com-partió conmigo un caé dulce y una charla 

amena sin vapores etílicos de por medio.Cuando se acercó hasta donde estaba,masculló primero un par de maldiciones. Des-pués puteó a unos policías. Se quejó ademásde dos mujeres que yo no conocía. Y luego

Sus enseres eran siempre de usar y tirar. Y como las serpientes cambian de piel,él mudaba de aspecto a cada rato. Para mi-mitizarse con las calles que tantas veces seconvirtieron en su madriguera y le ocultaban.

 Viscarra pudo escapar de ellas, perono quiso. Por eso, cuando se mencionaba su nombre en algún sitio la pregunta era casi inevitable: ¿Seguirá vivo?

***

Mi segundo encuentro con Víctor Hugo uecasual, en 2005, otra vez en las puertas de la Casa de la Cultura. A las tres de la tarde de

ahogó sus palabras en un susurro inentendi-ble. Estaba borracho. Temblaba. Una capa demugre envolvía su ropa ajada. Su noche había sido demasiado “larga”, me conesó apenas.

Cuando tomaba, Viscarra caminaba a menudo sin rumbo para luchar contra lasbajas temperaturas. A veces se animaba a dormitar en alguna gradita. Pero no siem-pre, porque cuando lo hacía no altaba el vecino madrugador que lo despertaba temprano con un balde de agua. Cuando

su cuerpo estaba helado, se animaba a armar una ogata con los maleantes quesuelen rodear algunos basurales, sacri-cando los cartones mal cortados que leservían para enrollar su propio cuerpo enlas amaneceres congelados.

  Antes de irse, Viscarra me pidió sinmucha amabilidad veinte pesitos.

—No tengo más que diez, Víctor Hugo—le dije mientras buscaba en mi cartera.

—Entonces, me das diez ahora nomás  y me debes otros diez —me dijo. Aquella rase era habitual en él, y la solía conjuntarcon la sonrisa más pícara de su repertorio.

Le entregué un billete arrugado y antesde meterlo en su bolsillo jaló la tela para 

comprobar que no había agujeros por don-de pudiera salir la plata. De cerca, pude veruna cara muy hinchada; y me di cuenta tam-bién de que runcía el ceño impulsivamente,como si de un tic se tratara, concentrandoun mar de arrugas sobre su nariz desviada.

Se marchó sin despedirse. Para seguirperegrinando en su improvisado papel derecaudador de impuestos. Porque cuandodeseaba alcohol, visitaba a los amigos y lesreclamaba dinero sin cuidar las ormas. So-brio, sin embargo, el orgullo le podía. Y nose dejaba invitar ni siquiera a un té o un pancon queso. Incluso se permitía el lujo de darlimosna a algún borracho. “Yo sé lo que es

necesitar para tomar un trago”, decía.Se alejó atravesando puestos llenos deenchues, dulces, peluches, devedés y librospirata. Esquivando a charlatanes que ore-cían lociones contra la calvicie, antenas detelevisión y manuales para todo y para nada.Parando después rente a una nutrida mar-cha de protesta. Y no tardó en ser absorbidopor el magma de una ciudad que al mismotiempo era su trinchera, rumbo a las canti-nas hasta quién sabe qué día del almanaque.

Él resumía esta experiencia itineran-te mejor que nadie. “Pierdo la noción deltiempo y algunas noches, víctima de losinsomnios prolongados, me hace echo-rías mi cerebro. Se acelera, se me escapa 

todo lo negativo y me asusto. A veces llo-ro, pero como estoy sin compañía nadiese entera. La hora avanza y espero a la amanecida para huir del antro en el queme encuentre en ese momento. Enton-ces, me pongo más tranquilo. Cuando mesiento ya muy mal, tengo mi propio trata-miento: primer día, puro líquido, agua,mates o rerescos; después, cosas suaves,como sopa; y luego me meto lo que ven-ga: pollo, res o lo que sea. Soy como unperro, sin ayuda me curo, yo solito”.

***

Uno de los “inernos” avoritos de Viscarra era el Bocaisapo, una taberna impregnada por un proundo olor a viejo, iluminada porla luz delgada de un puñado de velas, conmesas robustas y embovedada rústicamen-

Los lustrabotas también pertenecían al universo de Viscarra.

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te con ladrillos rojizos que parecen reciénhorneados. Un punto de reunión casi obliga-do para jóvenes universitarios, alcohólicoscon cierto pedigrí y poetas trasnochados.

 Y el boliche en el que semanas después dela muerte de Víctor Hugo me cité con Erick Ortega, periodista y buen amigo del escritor.

El viernes en el que nos encontramosel ritmo del olklore boliviano armaba la banda sonora del local: morenadas, cue-cas, sayas, diabladas y demás amilia. Los

 vasos chocaban con energía y se repartíansin cesar cuencos con hoja de coca des-de una pequeña barra adornada con una campana que quisiera pensar que estaba allí para dar el toque de queda a los últi-mos borrachos. Un vaho de humo de ci-garro lo inundaba todo, conormando unsinín de ormas caprichosas que se con-undían sutilmente con la decoración. Unmural con personajes de la bohemia paceña ocupaba una de las paredes. Y, como nopodía ser de otra manera, en él tambiénestaba inmortalizado Víctor Hugo.

Erick pidió un yungueñito —aguar-diente con naranja— para recordar losbuenos tiempos. Tenía ojeras proundas,

pero ya no por las noches en vela a lomosde una copa. “Sino por mi beba, que noperdona”, me dijo. Luego me contó quesiempre traía aquí a sus chicas para quelas conociera Víctor Hugo. Que a una lerecitó algunos versos en quechua y quedóeramoradísima. “Pero lo que jamás olvi-daré —me conesó Erick— es cuando lepresenté a la madre de mi hija. ‘Por n tehas jodido la vida’, se reía a carcajadas.

 Así era él, conciso y directo en sus apre-ciaciones, y lleno de anécdotas. Una vezme habló de un morguero que tenía rela-

alma, un alma que el escritor sentía siemprería. Y en cada salida con él se sorprendía.“Un par de veces quiso llevarme al Averno,un local de mala reputación, pero ya no exis-tía, y en una ocasión terminamos en un baren el que sólo había baldes para tomar. ‘Sientras aquí, no vas a querer salir’, me dijo”.

 En Borracho estaba, pero me acuerdo   Víctor Hugo dibuja con sus aladas descrip-ciones escondrijos similares. Uno de elloses el amoso Cementerio de los Eleantes.

  Y lo describe así: “Para los que quierensuicidarse bebiendo sin parar está el tra-guerío de doña Hortensia, conocido entrelos ‘artistas’ —los borrachos— como elCementerio de los Eleantes, un lugar en elque el ‘artista’ que después de haber tomadodecide suicidarse es conducido a un cuartopara que pueda terminar con su existencia.Como los bebedores tienen el pulso de paje-ro, doña Hortensia les vende el trago en unbalde de plástico en el que caben dos litrosde líquido. Para beber, a alta de un vaso decristal, les da un vasito vacío de  yogurt . Y para que el tipo no se eche atrás, cierra la puerta con un candado, cuya llave guarda luego en uno de los bolsillos de su pollera.

Cuando hay necesidad de botarlo a la calle—porque está tieso—, no altan nunca vo-luntarios para llevarlo al callejón, donde lorecoge luego la urgoneta de Homicidios”.

Según Erick, la mayoría de los sitiosque Viscarra visitaba eran sórdidos, sucios,desaconsejables para los estómagos sensi-bles, pero excelentes para que Víctor Hugoalimentara sus relatos. El escritor asegura-ba que en La Casa Blanca, donde atendíande domingo a domingo, tomó una vez die-cinueve días y diecinueve noches consecu-tivos; y que no recordaba haber comido

ciones con una cholita muerta. Y cuandose deprimía lloraba, lloraba muchísimo, conun llanto bien indígena, sin soltar lágrimas”.

Erick ue un privilegiado. Sin ser alcohó-lico, pudo acompañar a Viscarra en algunasde sus muchas escaramuzas para calentar el

nada en aquella aventura. En el CallejónTapia, ubicado en un rincón con el mismonombre, tuvo su bautizo de uego: allí, a los dieciséis años, comenzó a probar susprimeros tragos uertes; y allí compren-dió que con alcohol en el cuerpo las bajastemperaturas son más llevaderas. Del Aver-no destacaba las peleas, tan violentas que“a nadie le extrañaba ver el empedradomanchado de sangre cuando amanecía”.

 Y contaba que, cuando tenía plata, trataba 

de no abandonar estos tugurios hasta lasprimeras luces, cuando el sol entraba en elcuerpo de uno como si uera agua bendita.

—Cuando tomaba, él era consciente deque moriría joven —me dijo Erick antes deque abandonáramos juntos el Bocaisapo.

Después, subimos las graditas queconectan con la calle Jaén, una vía estre-cha y adoquinada, llena de balcones seño-riales, donde los vecinos aseguran haberescuchado cascos de caballo, lamentos decondenado y los pasos de una viuda negra.

***

Mi último encuentro con Víctor Hugo ue en

abril de 2006, en el caé Alexander de So-pocachi, un barrio de La Paz con casas depocas alturas y grandes edicios donde enlos últimos años se ha instalado una buena parte de la bohemia de la ciudad, pero una bohemia bastante ligada a una clase media que desagradaba especialmente al escritor.

Quizá por eso no tardó mucho en llegarel primer reproche de la tarde:

—¡Esta mate no tiene nada de sabor,parece agua, carajo! —protestó.

 Aquel día estaba a mi lado Mabel Fran-co, también amiga de Viscarra y periodista 

“Así era él, conciso y directo ensus apreciaciones, y lleno de

anécdotas. Una vez me habló deun morguero que tenía relacionescon una cholita muerta. Y llorabamucho, pero sin soltar lágrimas”.

Un mural en el Bocaisapo que tiene a Víctor Hugo como uno de sus protagonistas.

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del diario La Razón. Aunque él quería irse,insistimos en quedarnos para que llenara el buche con algo consistente. Y al nal pi-dió a regañadientes una ensalada muy ru-gal: sin champiñones, ni pepino, ni tomate,ni pan, ni aliño. Lechuga y nada más.

—El estómago no me acepta casi nada —justicó al notarnos a Mabel y a mí un pocoinquietos. Su cara estaba infada, como sacada de una caricatura. Sus palabras, a ratos, sona-ban como un aullido apagado. Pero no había 

perdido su buen humor: su humor negro.—Si pudiera, me compraría un cuer-po a medio uso en el Barrio Chino —nosdijo, divertido, acto seguido.

El Barrio Chino es un pequeño territo-rio comanche de La Paz, entre las calles Sa-gárnaga e Isaac Tamayo, donde transan los

 volteadores, descuidistas, rateros y raterillos. Y donde se dan cita habitualmente los “viz-cachas” (vendedores de objetos robados),quienes, según Viscarra, están sindicalizados

 y aliados a la Central Obrera Boliviana.Mientras Víctor Hugo hablaba, algunas

miradas urtivas se concentraban a nuestro al-rededor. Un par de encorbatados de las mesascontiguas parecían incómodos con nuestra 

presencia. Le examinaban disimuladamente alescritor, pero con asco. Hasta que Víctor Hugo

 volteó los ojos y, sin pronunciar palabra, lostuteó con apenas un golpe de vista. Fue comosi dijera: más asco les tengo yo y no pasa nada.

—No soy como ellos. No me gusta eldeporte. No me gusta la política. Y no me

parte de esta gente —resumió Viscarra deun tirón (porque Mabel y yo reaccionamoscomo si no entendiéramos bien qué pasa-ba). Un Viscarra envuelto en una buanda roja desgastada y en una chompa gris con

gustan los intelectuales. Pero bueno, aun-que otros ganan el quivo (la plata), yo mehe llevado la ama. Hay que tener agallaspara desenvolverse en este mundo y no enel cuento de hadas donde habita la mayor

agujeros que se veía igual de mal que elescritor. Igual de maltratada.

 Víctor Hugo lucía como un viejo acha-coso. Su tos se había vuelto crónica. Un tem-blor repetitivo en una mano dicultaba susmovimientos. Y su listado de dolencias sehabía multiplicado. Por eso el reencuentroduró menos de lo habitual, de lo esperado.

 Y con la ensalada todavía a medio terminarnos retiramos del caé despacio, a su paso.

Cuando salimos, Viscarra se agarró al

brazo de Mabel como si uera una botella. Andamos unos pocos metros, hicimos pararun taxi y él se despidió con una sola rase:

—Ya estoy demasiado mayor para amargame —nos dijo.

  Ya nunca más volvería a escuchar su voz. Dos semanas más tarde, ingresó al hos-pital Arco Iris. Otras dos después murió.

***

 Vicky Ayllón estuvo a su lado en esos momen-tos tan diíciles. Aquellos días muchos de losque conocían a Víctor Hugo desaparecieron.Ella, imposible: el escritor le había rescatadoen una de las dictaduras más sangrientas de

Bolivia, la de García Meza, en los 80, quepersiguió y castigó con saña a muchos delos miembros del Partido Comunista.

Cuando me entrevisté con Vicky en undespacho de la editorial Plural, poco despuésdel allecimiento de Viscarra, ella combatía elrío a base de caés y cigarrillos. Y recordaba 

Las siete diferenciascon Jaime Saenz

que otro vaso limpio. No tenía tiempo para pensar ensupersticiones y no era excesivamente maniático. JaimeSaenz, todo lo contrario. Era capaz de agachar la cabeza ante un cuadro de su casa porque lo consideraba mal-dito, de romper un paraguas violentamente por la mitadcon la rodilla porque alguien lo había abierto en un re-cinto cerrado, de volver a bajar las gradas de un edi-cio tras haber terminado esta tarea con el pie izquierdoo de quedarse horas callado observando llover y actoseguido disertar, calavera en mano, sobre el más allá o la otra vida. Además, intentaba tomar alcohol en lasmismas tapitas de las botellas que no tardaba en vaciarcuando se emborracha y umaba los cigarrillos partidosen dos, pues tenía la creencia de que así umaba menos.

Cuarta: Víctor Hugo vestía las prendas que le regala-

ban una y otra vez hasta que acumulaban mucha mugreo las estropeaba. Sólo entonces mudaba de ropaje. JaimeSaenz, por contra, se cambiaba a menudo. Casi siempreusaba tonos oscuros, tenía predilección por el negro y también por un viejo saco con decenas de arreglos queconservó y utilizó durante buena parte de su vida: el sacodel aparapita. El aparapita es un ser cuyo ocio consisteen transportar bultos de toda clase y condición sobre susespaldas. Un ser de costumbres. Y aunque hay aparapitasgordos, casi todos ellos lucen como guras sin carnes;otros son niños que se dan mañas con bultos livianos.Pero a todos les dene la misma vestimenta, que Saenzdenía así: “Es para quedarse perplejo. El saco ha exis-tido como tal en tiempos pretéritos, pero ha ido desapa-reciendo poco a poco, según los remiendos han cundido

para conormar un nuevo saco”. El del escritor más con-trovertido de La Paz también estaba lleno de zurcidos. Y es que de algún modo, como los aparapitas, el autor de  

 Felipe Delgado llevaba la ciudad a cuestas todo el rato.

 V íctor Hugo Viscarra y Jaime Saenz marcaronépocas distintas, cada uno a su manera. Elprimero era más visceral: lo que escribía le

salía de las entrañas; y se convirtió a través de suobra en el portavoz de los marginados. El segundoera más elegante y más excéntrico: un hombre queen sus delirium tremens se creía sardina en lata. Y ambos tenían mucho en común: la noche, el trago,la literatura. ¿Pero en qué se dierenciaban?

Primera dierencia: Jaime Saenz tenía un sueño si-milar a Víctor Hugo: morir de un balazo en el paladar,proyectil calibre 38. No lo pudo cumplir, pero a die-rencia de Viscarra pudo tomar su último trago. Segúnsu sobrino, llevaba casi veinte años sin beber cuando,sintiendo que llegaba el momento que tanto temía y tras

la absolución de un sacerdote, pidió a su tía Esther dospiscos con su voz aguardentosa: uno para él y otro para el cura. “Este es el brindis más importante de mi vida.Ha llegado el instante de brindar por mi propia muerte”,dijo seguro. Y dos horas más tarde dejó este mundo.

Segunda: Víctor Hugo era un hombre de cantina; y le daba igual para tomar la noche que el día. JaimeSaenz, en cambio, era un ave de hábitos nocturnos; y muchas de sus borracheras las protagonizaba en su pro-pio cuarto. La pieza era grande y muy oscura. El escritortenía siempre allí las cortinas cerradas. Y había converti-do aquel espacio en dormitorio y antro literario. A Jaimele gustaba tener todo muy cerca: sus libros, sus otos, suscigarros, sus bebidas. Y escuchaba mucha música, espe-cialmente la que le recordaba a su esposa, una alemana 

que lo abandonó llevándose a su hijo y a quien solía es-cribir cartas que después jamás mandaba a ningún lado.Tercera: Víctor Hugo tomaba de baldes, de re-

cipientes de plástico y, en ocasiones, también de unoEl aparapita.

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Quinta: Víctor Hugo no tenía apego por ningún objeto, nisiquiera por los libros que escribía. Fotocopiaba incluso algu-nos para venderlos cuando necesitaba plata. Saenz era distinto.Estaba enamorado de los relojes y dedicaba horas y horas a arreglar los que encontraba. Alonso Barrero, amigo suyo, re-cuerda que manejaba con gran maestría sus herramientas derelojero. Que cuando estaba concentrado, hurgando alguna maquinaria, era un tipo que parecía más humano, más de car-ne y hueso, más alejado del malditismo que le perseguía. Sinembargo, hasta en su relación con los relojes era supersticioso.“Una vez —cuenta Barrero— estábamos trabajando en un re-loj y, sin terminar de montarlo, nos escapamos a dar una vuelta 

en mi auto, al que el poeta llamaba ‘la alombra mágica’. Aqueldía nos salimos de la calzada. Pudimos morir. Y a mí se me paróel reloj a la hora del accidente. Pero la sorpresa ue al compro-bar que el que estábamos recomponiendo marcaba también la 

misma hora. Jaime aseguraba que, si antes de subir al coche nohubiéramos abierto aquel reloj, alguien habría allecido”.

Sexta: Víctor Hugo retrataba, sobre todo, a los seresde la noche: las putas, los borrachos, los delincuentes o losmendigos. Jaime Saenz, también a ratos, pero hacía ademáslo propio con personajes más tradicionales. Es el caso de la chifera, mujer que dicen emparentada con brujos y adivinosque vende toda clase de hierbas para curar los males; del ve-lero, un hombre taciturno y silencioso, faco y reservado, queorece velas a la hora del crepúsculo, cuando las almas enpena se retiran a sus casas; del alador, quien tocando una especie de zampoña metálica reclama la atención de los ve-

cinos; del vendecositas, quien orece bajo un precario toldobotellas rotas, tornillos, cadenas, engranajes y hasta culatasde usil de guerra olvidadas o máscaras de esgrima de terce-ra o cuarta mano, es decir las más inverosímiles y extrañas

“cositas”; y del loco, “dueño de un tiempo que se remonta altiempo en el que no hubo tiempo”, describía Saenz.

Séptima: A Víctor Hugo lo enterró el alcohol. Es decir,su cortejo únebre estaba compuesto undamentalmente porborrachos. Y todo transcurrió en su entierro con relativa nor-malidad. Fue un visto y no visto. Lo de Saenz, en cambio, uemás extraño y ceremonioso. Cuentan sus amigos que, estandosu cuerpo aún caliente, llegó el doctor Cayo Rivera: el únicoser humano al que el narrador rendía obediencia ciega. Jaimele había pedido anteriormente que le cortara la cabeza para no ser enterrado vivo, pero Rivera, por misericordia, sólo leseccionó la yugular. Para meter después su cuerpo en el ataúd

le quitaron los zapatos: tenía los pies grandes. Y algunos ase-guran que en el entierro ocurrió una cosa mágica, tanto comoLa Paz que él retrataba: una pluma y un tintero de escritor, porlos palazos, surgieron de la tierra donde iba a ser enterrado.

con los párpados completamente cerradoscómo el escritor le guió por una parte dela ciudad que desconocía para protegerla de los torturadores que por aquel entoncesla acechaban. Concentrada. Sin abrirlos nisiquiera un segundo mientras hablaba.

—El día que Víctor Hugo me ayudó a escapar de los que me buscaban nos vimosen el mercado Uruguay. ¿Estás dispuesta a ir donde sea?, me dijo. Le contesté que sí.Estaba anocheciendo y me llevó primero

por un sinín de recovecos. Yo era una intrusa, pero sabía que él dominaba bienel barrio y eso me daba conianza. Segui-mos por más callejones hasta llegar a una puerta de latón. Y luego comenzamos a bajar hasta un lugar con una tela blanca.Detrás había un hueco. Era un cuarto detierra con las paredes blanqueadas concal, un colchón de paja y una manta. Había que usar velas para ver bien. Y me dejó allí sola. Dos horas más tarde volvió con una hamburguesa y varias revistas: Vanidades 

 y Cosmopolitan . Me salvó la vida. Y yo lequedé eternamente agradecida.

La complicidad creció y Vicky se convir-tió después en una incondicional de Víctor

Hugo. Por eso no me extrañó ver encima desu mesa un par de libros de Viscarra. Mien-tras hablábamos los manoseaba. Pero sindetenerse a mirar ninguna de las páginas.

—Su estrategia, sin duda, se basaba en la supervivencia —siguió contando

 Ayllón mientras sorbía su caé de a poco,

su dureza, por ser un punto perdido en mi-tad del Altiplano. Que le dieron un puestoen la Casa de Cultura de Cochabamba. Queno aguantaba eso de estar en medio de o-cinas. Que su psiquiatra le recomendó es-

como si eso le tranquilizara—. Y consi-guió algo muy diícil de lograr cuando la calle es casi el único mundo en el queuno se desenvuelve: ser respetado. Enuna ocasión, me invitó a La Guerra, unlocal de los bajos ondos de La Paz, y la experiencia ue hermosa. “Puedes ponertu cartera y el celular sobre la mesa. Handestinado a un tipo para cuidarnos”, medijo. Luego, la señora que nos atendía leelicitó sincera. “Podías habernos delata-

do y no lo has hecho. Eso signiica queeres un buen escritor”, le dijo. Para mí nohay crítica literaria más prounda que ésa.

En casa de Vicky, Víctor Hugo, que notenía un peso casi nunca, y menos para comprarse libros, leía a los clásicos y a losno tan clásicos con la voracidad de un lectoral que le quema el papel entre las manos.

—Cuando lo hacía, se encogía. Mostra-ba toda su joroba y volcaba su cuerpo sobreel libro. Era muy inquieto. Reía, puteaba,exclamaba. No era educado. Ejercía su de-recho activo sobre la lectura: hacía escucharlas reacciones que le provocaba el texto.

Gracias a estos encuentros, Vicky pudo saber algo más de su pasado, aun-

que tampoco mucho. Supo que Viscarra estuvo en un albergue para menores. Queluego entró al seminario como novicio.Que allí no duró mucho. Que pertenecióa las juventudes comunistas. Que trabajópara el Servicio de Aduanas en la locali-dad ronteriza de Charaña, conocida por

cribir todo lo que sentía. Y que así lo hizo,pero llevando la experiencia con el alcoholhasta las últimas consecuencias.

La conversación se interrumpió cuan-do Vicky recibió una llamada teleónica desus amigos, que le estaban convocando a tomar unos “traguines” más tarde en el Bo-caisapo. Unos de esos que a Viscarra tantole gustaban. Porque le distraían. Porque lerelajaban. Porque supuraban las heridas.

***En diciembre de 2006, casi siete mesesdespués de su muerte, ui al CementerioGeneral para volver a ver a Víctor Hugo.Tardé un poco en dar con su tumba. Lasúnicas reerencias para localizarla me lashabía proporcionado Manuel Vargas, sueditor, tomando como único punto de par-tida la capilla donde se realizan los respon-sos a los diuntos antes de los entierros.

Desde ahí deslé rente a una hilera interminable de tumbas, todas parecidas,con fores de plástico y pequeñas otos delos allecidos insertadas en portarretratosminimalistas. Mientras pensaba que en lu-

gares como éste también hay clases: granito,mármol y mausoleos para la gente con plata 

 y cemento, mucho cemento, para el resto.Seguí andando y me topé con dos o

tres tumbas sin lápida, con una inscripciónmal hecha cuando el cemento estaba toda-

 vía resco. Y tardé un rato en hallar la de

Cuando leía normalmente se en-cogía. Mostraba toda su joroba yvolcaba su cuerpo sobre el libro.Era muy inquieto. Reía, putea-

ba, exclamaba. No era educado.Se hacía escuchar. Reaccionaba.

 Jaime Saenz sujeta uno de los relojes que tanto le gustaban.

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 Viscarra, aún más sencilla. Su amilia —al parecer— no quiso gastar ni un solopeso para adecentar su sepultura.

Como hicieron otros antes, le llevé una botella de aguardiente. Para que matara laspenas. O las quemara. Porque su madre, a la que tanto odiaba, ni siquiera muerto le dejódescansar tranquilo. “Sinvergüenza, lo queme has hecho surir, te has dejado vencerporque eres un débil”, cuenta el cineasta Ar-mando Urioste que le dijo en pleno entierro.

Ese día, Ayllón brindó a su salud con los

alcohólicos que seguían la comitiva únebre.—¡Viva La Guerra! —gritó alzandoun botellín de cerveza en honor al bolichedonde una vez se emborracharon juntos.

—¡Ya, mierda, así como pateaste la   vida patea ahora la muerte! —dijo des-pués. Y la tierra se tragó a Viscarra con la misma velocidad con la que él vaciaba los

 vasos una y otra vez cuando estaban llenos. Víctor Hugo sostenía que los margina-

dos —como él— conorman un gremio enextinción permanente. “Pero, por suerte,siguen llegando nuevos adscritos”, añadía.

Porque hacen alta. Porque a veces losque parecen no tener ninguna dignidad car-gan con toda la dignidad del hombre, como

lo hacía Viscarra, que continúa todavía vivocomo personaje literario, en sus libros.

Salí del cementerio y atrás quedaronlas “aves unerarias”, adolescentes queconocen las historias de cada una de lasosas del camposanto; los rezadores pro-esionales, que reparten ave marías y pa-dres nuestros con la misma seriedad conla que los panaderos hornean el pan cada mañana; las lloronas, que lloran como lohacía Víctor Hugo, sin verter lágrimas; loslimpiadores de tumbas, que escalera enmano, por unos pocos pesos, se encargande que los sepulcros se mantengan blan-cos; los niños sin techo, que esnian pega-

mento en los niños vacíos; y Viscarra. A alta de ogatas, esperaba que el es-critor se mantuviera caliente con la botella de alcohol que unos minutos antes dejé a su lado. Aquel día hacía río. Mucho río.

Como hicieron otros antes, lellevé una botella de alcohol a

su tumba. Para que matara laspenas. O las quemara. Porque su

madre, a la que odiaba, ni si-

quiera muerto le dejó tranquilo.

 Los cuadernos perdidos

La última obra de Víctor Hugo es póstuma, se titula Ch’aqui fulero (2007) y no tiene un prólogo tradi-cional porque Viscarra estaba convencido de que los

prólogos son simplemente un invento de los críticos y de losintelectualoides. “Al nal de cuentas, la única opinión quetiene que importarle a un autor, es la que él tiene de su obra,

 y, por añadidura, la opinión de quienes lo leen, porque espara ellos para quienes se escribe. El resto (la opinión dequienes dicen ser intelectuales), debe tener la misma impor-tancia que tienen nuestros gases estomacales expedidos porlugares anatómicos desagradables”, dice el narrador paceño.

El contenido del libro, por lo demás, es Víctor Hugo enestado puro. Y uno se siente invadido por la voz del escri-

tor desde el primer momento, en cuanto echa un ojo a lostítulos de sus relatos: “Basural S.A.”, “BBC. Borracho BienConocido”, “Las madrugadas no siempre son hermosas”, “La 

canción del despecho”, “Momento previo a la paranoia”,“Noctambulindo”, “Rutina” o “El vengador sentimental”.

Según Manuel Vargas, su editor, los escritos del último volumen con irma de Viscarra publicado por Correveidileson inéditos, bien porque se desecharon durante el proce-so de selección de material para anteriores publicaciones,bien porque ueron redescubiertos entre los papeles que

 Víctor Hugo ue dejando en uno u otro lado: boliches, c asasde amigos y un largo etcétera. De ahí que se los haya bauti-zado también como los “cuadernos perdidos” del escritor.

Ch’aqui fulero consta de ciento cincuenta páginas y se divide en tres partes bien dierenciadas: “Soliloquios y delirios” (relatos breves); “Personajes” (descripciones de

borrachos, prostitutas, indigentes y otros pobladores habi-tuales de nuestras calles); y “Otros textos”, donde hay seistrabajos inales muy personales y bastante autobiográicos.