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LAS GROTTE: PROGRAMA, EMBLEMA, ESTÉTICA PEDRO RUIZ PÉREZ Universidad de Córdoba Del iluminador al grabador, la transición entre el manuscrito y el impreso man- tuvo una cierta continuidad en las imágenes, sin la inmediata aparición de un cambio cualitativo derivado de la transformación en las posibilidades de reproducción. Sin embargo, este cambio no tardó en llegar, y con él no sólo cambiaría el repertorio de imágenes y su tratamiento, al par que se transformaba la condición de sus autores en función de sus técnicas y la relación del volumen con el público.También las ideas que sustentaban el repertorio imaginístico conocieron procesos de alteración, de la morfo- logía a su significado y valor. Con ellos, imágenes en aparente continuidad mostraron lo profundo de su metamorfosis a la par de los cambios culturales. Sirva como ejemplo la deriva del hortus conclusus de la alegoría sentimental hasta dar en el locus amoenus de la ficción bucólica, con sus sutiles desplazamientos en la gramática iconográfica. Y permítaseme comenzar con un pequeño excurso, justificatorio en parte de mi intervención, y vincular un efecto visual en el paso del manuscrito al impreso con un desplazamiento conceptual en la experiencia viva de la asimilación del universo del papel al del espacio virtual. Desde la transición definitiva de lo escuetamente tipo- gráfico al mercado del libro, lectores e historiadores de la literatura convivimos con la esporádica y no siempre conflictiva escisión representada por el nomme de plume con que algunos autores desdoblaban su actividad, por razones que ahora no vienen al caso. Esta máscara de personalización y de resonancia queda convertida en segunda piel cuando entra en el ámbito del nickname, nuevo DNI de la prácticamente obligada second life en el ciberespacio y su nueva red de comunicaciones. Aun resistiéndonos a las maravillas del chat y la redes sociales, nos resulta ineludible el hábito del correo electrónico, con sus singulares marcas de representación, y no es el momento de evocar el repertorio surgido de esa nueva hipóstasis en manos de nuestros alumnos. Siguiendo el modelo de mi preámbulo y de la reflexión que intento seguir, quiero iniciarla y brindarla con la evocación del establecimiento en nuestros directorios electrónicos de un sugerente alias, evocador de las labores editoriales, filológicas y tipográficas, de aquel Marcelo Grota tan bien conocido por quien hoy nos reúne aquí, y en cuyo honor he elegido finalmente las grotte como tema de mis palabras. Ojalá se acerquen mínimamente a lo que Marcelo o m-guión bajo nos ha proporcionado mientras se convertía en una verdadera figura emblemática de un modo de entender el saber y su transmisión.Y que el organizador de este encuentro le transmita mi más profundo reconocimiento y afecto.

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LAS GROTTE: PROGRAMA, EMBLEMA, ESTÉTICA

PedrO ruiz Pérez

Universidad de Córdoba

Del iluminador al grabador, la transición entre el manuscrito y el impreso man-tuvo una cierta continuidad en las imágenes, sin la inmediata aparición de un cambio cualitativo derivado de la transformación en las posibilidades de reproducción. Sin embargo, este cambio no tardó en llegar, y con él no sólo cambiaría el repertorio de imágenes y su tratamiento, al par que se transformaba la condición de sus autores en función de sus técnicas y la relación del volumen con el público. También las ideas que sustentaban el repertorio imaginístico conocieron procesos de alteración, de la morfo-logía a su significado y valor. Con ellos, imágenes en aparente continuidad mostraron lo profundo de su metamorfosis a la par de los cambios culturales. Sirva como ejemplo la deriva del hortus conclusus de la alegoría sentimental hasta dar en el locus amoenus de la ficción bucólica, con sus sutiles desplazamientos en la gramática iconográfica.

Y permítaseme comenzar con un pequeño excurso, justificatorio en parte de mi intervención, y vincular un efecto visual en el paso del manuscrito al impreso con un desplazamiento conceptual en la experiencia viva de la asimilación del universo del papel al del espacio virtual. Desde la transición definitiva de lo escuetamente tipo-gráfico al mercado del libro, lectores e historiadores de la literatura convivimos con la esporádica y no siempre conflictiva escisión representada por el nomme de plume con que algunos autores desdoblaban su actividad, por razones que ahora no vienen al caso. Esta máscara de personalización y de resonancia queda convertida en segunda piel cuando entra en el ámbito del nickname, nuevo DNI de la prácticamente obligada second life en el ciberespacio y su nueva red de comunicaciones. Aun resistiéndonos a las maravillas del chat y la redes sociales, nos resulta ineludible el hábito del correo electrónico, con sus singulares marcas de representación, y no es el momento de evocar el repertorio surgido de esa nueva hipóstasis en manos de nuestros alumnos. Siguiendo el modelo de mi preámbulo y de la reflexión que intento seguir, quiero iniciarla y brindarla con la evocación del establecimiento en nuestros directorios electrónicos de un sugerente alias, evocador de las labores editoriales, filológicas y tipográficas, de aquel Marcelo Grota tan bien conocido por quien hoy nos reúne aquí, y en cuyo honor he elegido finalmente las grotte como tema de mis palabras. Ojalá se acerquen mínimamente a lo que Marcelo o m-guión bajo nos ha proporcionado mientras se convertía en una verdadera figura emblemática de un modo de entender el saber y su transmisión. Y que el organizador de este encuentro le transmita mi más profundo reconocimiento y afecto.

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descensOs A lA cueVA

Profundidad es, justamente, una de las categorías distintivas vinculadas al espacio y la simbología de la caverna, esa abertura que nos conduce a lo telúrico y pone en comunicación con lo subterráneo y arcano, en un desplazamiento reservado desde la antigüedad a los héroes o a los precitos. Los primeros eran quienes volvían enrique-cidos por una experiencia que los llevaba por los lindes de lo infernal, cuando no los instalaba en el seno mismo del reino de Hades; en la nómina quedan registrados Odiseo, Eneas, Dante, Bradamante o Segismundo. Los segundos encontraban en la cueva la imagen de la sepultura, sin posibilidades de retorno, identificada con una muerte donde la calígine connota la eternidad de una prisión. En ambos casos la cueva también opera como imagen emblemática, aunque por su propia naturaleza física y espacial, con más representación en el discurso escrito que en el visual, pues la instantaneidad de éste es menos propicia que la linealidad de la palabra para un verdadero cronotopo donde la topografía se encuentra muy vinculada al discurrir, por no insistir en el problemático sema de la oscuridad, por el que la vivencia de la ma-terialidad de lo cavernoso toca con la materia de los sueños, como es sobradamente conocido desde la simbología clásica a las modernas codificaciones establecidas desde Freud a Bachelard (1988).

En la cueva penetrar es descender, avanzar en y hacia la profundidad, alcanzar o tratar de alcanzar lo arcano y desconocido, pero también lo esotérico, lo vinculado al otro mundo. Por eso el paseo por la cueva se convierte en un rito de paso, entre la ascética y el heroísmo, como la experiencia del eremita en la soledad del páramo o la del caballero en las anfractuosidades del bosque. En todos estos casos, sólo cabe espe-rar el encuentro con lo sobrehumano, en forma de divinidad o de monstruo, siempre como conocimiento que transforma la aventura en experiencia. También funciona la cueva, y es en lo que aquí nos vamos a detener, como elemento de transición entre dos mundos históricos y estéticos, a través del giro experimentado en sus formaliza-ciones y significados. Simplificando un tanto, podemos caracterizarlo a partir de la distinción entre cueva y gruta, entre lo que funciona como un más allá o elemento de comunicación con ese espacio de transcedencia y lo que se muestra como una presencia en sí misma. En torno a estas dos denominaciones y los conceptos que arrastran podemos apreciar el cambio en sus componentes y, en particular, en sus cate-gorías, como parte de un proceso de resemantización, un giro representacional que lo es de toda una manera de concebir el mundo y su plasmación artística. Sin pasar a poner al fenómeno los rótulos habituales en la historiografía del arte y de la literatura, valga como propuesta la centrada en la incorporación de lo grotesco y lo caprichoso a través de los pasos por las cuevas y, sobre todo, por las grutas.

Obligado, y no sólo por la circunstancia, es partir de la representación de la cueva en el universo gráfico-conceptual de la emblemática, con sus componentes de mora-lidad, didactismo y trascendencia, tan propicios para la incorporación de una imagen de esta potencia. Sorprende, por ello, su escasa presencia en el repositorio de motivos

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y en los usos de los emblematistas1. En Alciato2 sólo aparece para connotar el sal-vajismo del Escita [fig. 1], en cuyas pieles se cifra toda su riqueza, unas pieles en las que la relación con lo natural pasa por una suerte de animalización de la figura humana, con algo de monstruoso o gro-tesco en su doble naturaleza; en el gra-bado, dominado por la centralidad de la figura troglodítica, la cueva se limita a su boca, confinada en un lateral y destacada por la oscuridad, menos como provoca-ción de la imaginación del espectador que como imagen del vacío.

Su contenido se pone de relieve en los Triunfos morales (1565), de Francisco de Guzmán. En sus páginas la cueva se hace presencia constante en la figuración de los pecados capitales [figs. 2-6], como espacio de los mismos. La representación incide en la imagen de la boca y en su condición de umbral de tránsito entre dos mundos. El interior se configura nocio-nalmente como materialización del infierno, evocado por medio de las amenazadoras figuras y su intento por arrastrar al pecador a las tinieblas, las de la oscuridad de la cueva y su no-representación y las de índole moral o metafísica correspondientes a los castigos infernales. La gramática visual es apreciable en el caso, a manera de ejemplo, de la Soberbia [fig. 7]: el umbral es el escenario de la representación; al fondo, la cueva es un espacio oscuro, un negro; a la entrada aparecen las víctimas de la materialización del pecado; en este caso la monstruosidad no se refleja mediante la animalización; el signo de la desmesura es el gigante, a falta de apenas un punto para ser el cíclope, que no faltará a su cita con la caverna.

Si avanzamos en la identificación entre cueva e infierno y en las relaciones de distinto tipo entre ambos conceptos-imagen, no cabe olvidar la representación clásica de la cueva que sirve de entrada al Hades, al espacio infernal visitado y vencido en la epopeya por el héroe, siguiendo los pasos hercúleos; en el emblema «Malum non in luce, sed in Aerebo» de Juan F. Fernández de Heredia (Trabajos y afanes de Hércules, floresta de sentencias y exemplos, 1682) la pictura [fig. 8] incluye las figuras de Hércules, Teseo

1 Por los planteamientos del presente trabajo circunscribo la búsqueda, fundamentalmente, a Bernat Vis-tarini y Cull (1999), de donde reproduzco las ilustraciones; y la biblioteca digital Literatura Emblemática Hispánica, dirigida por Sagrario López Poza.2 Sigo texto e imágenes de Emblemas (1975), con la traducción de Bernardino Daza, que reproduce la edición de Lyon, 1549.

Fig. 1. Alciato, Emblemas, «Conmigo traigo todos mis bienes».

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y Carón junto al protagonismo del Erebo, de un lado, y de las llamas surgidas de la cueva, en el lado opuesto, conformando una estrecha relación metonímica y englo-badora: aparece una cueva en el infierno, que es en sí mismo una cueva, como espacio subterráneo, del mismo modo que aparecen las llamas en lo que es en su esencia metafísica una enorme hoguera.

Aunque el descenso real al infierno es reservado en el discurso cristiano a la per-sona divina de Jesús, su simbología permanece, usando la doble valencia simbólica de la cueva como refugio de los males y abandono del mundo. Aplicado a una lección política, Andrés Mendo (Príncipe perfecto y ministros ajustados, documentos políticos y mo-rales, 1642) retoma la localización cavernícola de los males [fig. 9], esta vez en forma de serpientes; allí los encuentra el ciervo para destruirlos; en el comentario se identi-fica a este animal con jueces y gobernadores, pero no cabe olvidar el sentido religioso y aun crístico del ciervo, ni el significativo origen del emblema en los Hechos de los Apóstoles (10,13), recogido ya por Covarrubias (Emblemas morales, 1610). Con el asce-tismo cristiano se relaciona la presencia de la cueva en la ubicación y caracterización del anacoreta, en su proceso de renuncia camino de la salvación [fig. 10].

El procedimiento representacional de los fuegos infernales lo volvemos a encon-trar en el jesuita Sebastián Izquierdo (Práctica de los Ejercicios espirituales de N. Padre S. Ignacio, 1675) y su imagen del purgatorio [fig. 11], que incluye otra cueva, en la complejidad propia de la compositio loci ignaciana. En este caso, de la gruta no salen llamas sino la doble procesión de almas en dirección al cielo y al infierno, haciendo de la cueva verdadero espacio ritual de tránsito, de prueba iniciática que abre el camino de la salvación o arrastra a la condenación eterna. Y no he dado con más recurrencias del motivo.

La ausencia puede venir determinada por el dominante carácter esquemático de la pictura emblemática, siempre puesta al servicio del sentido utilitario del conjunto,

Fg. 2. Ira Fig. 4. EnvidiaFig. 3. Lujuria

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necesitada de la explicitación de mote y, sobre todo, glosa, para la correcta delimita-ción del significado, apuntando la elección correcta entre un abanico de posibilidades semánticas, pero también desarrollando como imagen lo que apenas pasa de su esbozo elemental. Como corresponde al género, la cueva diluye su entidad específica en este mecanismo de significación y, sobre todo, de persuasión, con sus registros más propios de lo simbólico que de lo alegórico. Así, donde la cueva despliega todo su potencial emblemático no es en la forma canónica del género, sino en la proyección de sus mecanismos semióticos en el espacio narrativo, por su capacidad de despliegue en el tiempo. De ahí su presencia casi infaltable en prácticamente todas las formas de la narrativa idealista del siglo XVI, con la significativa excepción del relato morisco, y quizá debido más a la condensación argumental en la brevedad distintiva del género que a la presencia del motivo de la prisión o del cautiverio ocupando su valor fun-cional. En las demás modalidades la cueva aparece fusionando motivos caballerescos y épicos, con el romanzo como espacio de intersección. Ocupada por caballeros, ermi-taños o salvajes, asume una función de espacio eremítico y de renuncia ascética, de de-puración en un camino de perfección; nido de vestiglios, jayanes o monstruosos ene-migos de este jaez, la caverna materializa lo amenazante, refugio de vicios y pecados, como corresponde al espacio de lo subterráneo, de lo infrahumano. En las fronteras entre ambos sentidos, menos opuestos que complementarios, la magia, lo extraordi-nario encuentra un escenario privilegiado. La cueva es así el espacio de lo fantástico, de lo maravilloso, el lugar de la maravilla por antonomasia, con cabida para cualquier elemento de la fantasía dentro de sus flexibles límites, pues en su oscuridad hasta el tiempo se descoyunta, dilatándose al extremo de la inverosimilitud, como ocurre en la experiencia de don Quijote en la Cueva de Montesinos, genial síntesis de todos estos componentes y valores asumidos por la cueva, al tiempo que el narrador los lleva al límite de sus posibilidades, para sobrepasarlas a continuación por medio de la

Fg. 5. Gula Fig. 7 SoberbiaFig. 6. Codicia

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ironía, que devuelve a la altura de la mi-rada humana el ámbito de lo maravilloso e inverosímil. Pero es innecesario insistir en una perspectiva perfectamente ilumi-nada por Aurora Egido (1994), abriendo las puertas del sueño para llenar de luz crítica lo que venía siendo reino de la ti-niebla simbólica.

La superación cervantina del para-digma heredado de la tradición cristia-no-medieval y actualizado por el huma-nismo y la narrativa renacentista pone también en cuestión el motivo de la magia, generalmente asociado a la cueva y sus tinieblas. La de Montesinos revisa paródicamente la de Hércules, la de don Yllán, la de Salamanca o la sima de Cabra, por citar sólo algunos casos notorios li-gados a formulaciones literarias. La ma-gia tradicionalmente vinculada a la cueva remite de modo directo a la maravilla, pero también al mal, actualizando la di-mensión diabólica ligada al motivo y con diferentes modos de incipiente aparición en las letras barrocas que manifestaban su atracción por Ícaro y Faetón, esas otras dos formulaciones mitológicas del ángel caído. Se apunta así un nuevo valor, si-quiera sea de forma incipiente, camino de su celebración plena en el discurso romántico. Entre el precedente celes-tinesco y la culminación por don Juan, algo de diabólico se apunta en persona-jes marcados por la rebeldía, la desme-sura y la extravagancia, pero también por una condición intermedia entre el héroe y el loco, entre el dios o el rey y lo animal. Innecesario me parece evocar en este punto a don Quijote, Polifemo o Segismundo, todos ligados de una u otra forma a la cueva y a lo grotesco. También ligados en más de un caso a un animal

Fig. 8. F. Fernández de Heredia, Trabajos y afanes de Hércules, 1682. «Malum non in luce...».

Fig. 9. Andrés Mendo, Príncipe perfecto, 1642. «Nullis fraus tuta latebris»

Fig. 10. Sebastián de Covarrubias, Emblemas morales, 1610.

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no menos simbólico ni menos vinculado al diablo, como es la cabra. Y no estoy haciendo un juego caprichoso.

Volvamos a Alciato. En su represen-tación del gigante siciliano [fig. 12] se muestra, con no la mejor de las técni-cas gráficas, el momento en que Ulises procede a cegarlo, en un episodio alejado de la versión ovidiana de los amores del cíclope. Lo que sí coincide en su repre-sentación es su actividad pastoril. Además del cayado en su mano, es la presencia del ganado la que apunta la condición del monstruo. Si los animales de la derecha no dan una señal inequívoca de su na-turaleza, sí lo hace el de la izquierda, y claramente identificamos una cabra3. Su diferencia con los tiernos corderillos se muestra acorde con la figura vellosa y, eso sí, con dos ojos de un Polifemo cerca-no al perfil de un sátiro, más cercano a la rusticidad que a la idealización positi-va. También las ovejas han desaparecido de la versión gongorina de la fábula, por más que en ella mantiene valor relevante la condición pastoril del cíclope, en cla-ra oposición a la del cazador Acis y la ninfa marina pretendida por ambos. De hecho sólo se registran dos recurrencias de «oveja» en los versos del cordobés, en claro indicio de su interés por el universo a que se vinculaba. No es mucho mayor el número de apariciones de «cabra», en 4 ocasiones, pero una de ellas se da en el

3 No localizamos esta referencia en el original ovidiano (Metamorfosis, lib. XIII). Sin embargo, en la traduc-ción debida a Pedro Sánchez de Viana (1589) aparece ya la dualidad del ganado: «Y tengo de corderos gran manada/ en su corral, por los librar de daño,/ y de cabritos otra, en otra parte,/ iguales en edad, manera y arte» (vv. 1562-1565; Ovidio, 1990: 547). Podría apuntarse en esta innovación del traductor el escrúpulo por la relación entre el ganado del personaje y su relevancia, proyectada en su dimensión estilística en los comentaristas de la fábula gongorina, como recalcan Micó y Ponce Cárdenas en sus recientes ediciones. Cfr. infra. También es notable la insistencia de Sánchez de Viana en el elemento de la cueva como distintivo del cíclope.

Fig. 11. Sebastián Izquierdo, Práctica de los ejercicios espirituales, 1675. Purgatorio.

Fig. 12:. Alciato, Emblemas. Polifemo

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Polifemo. En sus octavas la referencia más directa al ganado del protagonista se da en el celebrado pareado «los bueyes a su albergue reducía,/ pisando la dudosa luz del día» (vv. 71-72), una variatio sobre el modelo que cabría poner en relación con la voluntad de alcanzar el más alto registro estilístico dentro de las posibilidades de la égloga, uno de los formantes genéricos del poema4. La otra mención aparece en la octava L, donde la cabra, con su voraz instinto y su capacidad para alcanzar las zonas más abruptas y recónditas, aparece para ponderar lo guardado de los panales, la otra ocupación «ganadera» de Polifemo; en el pasaje lo recogido de la actividad apícola y su objeto contrasta con la libertad caprina (o caprichosa), caracterizada por su libre errar entre asperezas y lugares dificultosos y extremos, los propios del cíclope y su gruta. Y tam-bién los propios de los «ingenios inventivos» en el concepto de Huarte de San Juan:

A los ingenios inventivos llaman en lengua toscana caprichosos, por la semejanza que tienen con la cabra en el andar y pacer. Ésta jamás huelga por lo llano; siempre es amiga de andar a sus solas por los riscos y alturas, y asomarse a grandes profundidades, por donde no sigue vereda ninguna ni quiere caminar con compaña.5

Una pintura muy acorde con la imagen del artista moderno y muy cercana a la que defensores y, sobre todo, detractores presentaron de la escritura gongorina y sus textos mayores.

En el otro gran poema del par, la cabra ocupa un lugar más inequívoco junto a los pastores, pues el encuentro del «mancebo» en la Soledad primera se produce con los «conducidores de cabras» (vv. 90-93). Se trata del primer contacto humano de quien acaba de naufragar e inicia su peregrinación por los distintos ámbitos de una terra incognita; y el estadio primordial de la actividad humana, del poema y de la poética de base virgiliana no tiene como animal emblemático la habitual oveja, sino la cabra. Y lo mismo ocurre en la otra gran obra de estos años: en la primera parte del Quijote, cuando caballero y escudero van a afrontar las experiencias más trabadas en su hacerse

4 Desde Servio y Donato a Luis Vives, los comentaristas virgilianos resaltaron el polimorfismo de la égloga y su capacidad para integrar materias y componentes diversos; al tiempo, siguiendo el esquema general de jerarquía trimembre adoptado para las grandes obras del Poeta por antonomasia, trasladaron al patrón de las Bucolicae una gradación que tomaba a los animales pastoreados como índice de la altura tonal y estilística de la composición, siendo los bueyes los correspondientes al nivel más elevado o menos humilis. Para su proyección en la poesía hispana, véase López Bueno, 2002.5 El pasaje se inserta en la parte final del capítulo V, «Donde se prueba que de solas tres calidades, calor, humidad y sequedad, salen todas las diferencias de ingenios que hay en el hombre», del Examen de ingenios para las ciencias (1575; Huarte de San Juán, 1989: 344-345. No es necesario insistir en la trascendencia del tratado en la codificación de la imagen del poeta. Y el párrafo continúa de modo no menos ilustrativo: «Tal propriedad como ésta se halla en el ánima racional cuando tiene un celebro bien organizado y templado: jamás huelga en ninguna contemplación, todo es andar inquieta buscando cosas nuevas que saber y enten-der. De esta manera de ánima se verifica aquel dicho de Hipócrates: animae deambulatio, cogitatio hominibus. Porque hay otros hombres que jamás salen de una contemplación ni piensan que hay más en el mundo que describir. Estos tienen la propiedad de la oveja, la cual nunca sale de las pisadas del manso, ni se atreve a caminar por lugares desiertos y sin carril, sino por veredas muy holladas y que alguno vaya delante. Ambas diferencias de ingenio son muy ordinarias entre los hombres de letras».

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novelesco y hacerlo en un marco de resonancias bucólicas, con los fingidos pastores Grisóstomo y Marcela como elementos de reflexión metapoética, hallamos también un encuentro de los protagonistas con sencillas figuras de la actividad ganadera, los cabreros. En ambos casos sus funciones son idénticas: la pasiva audición de los parale-los discursos de exaltación de los recién llegados, quienes, desde su enajenada condi-ción, evocan la perdida edad dorada, con aire elegiaco, o cantan la idealizada visión del «bienaventurado albergue», en irónica imitación de la oda horaciana. En los dos casos se pinta, por ausencia o presencia, una utopía, pero también una ucronía, la de un locus reducido a su dimensión literaria, exaltado desde la lejanía de la corte-ciudad o la enajenación del desterrado, sea andante o peregrino. En ambos casos se apunta la conciencia de una crisis, la manifiesta en la imagen de una Arcadia precaria, en disolución, en un nuevo avatar, en este caso fuertemente historizado, del arquetípico motivo de la pérdida del Paraíso, también novelado por Alemán antes de ser cantado por Milton. Y cuando el paraíso se abandona, por su desintegración o por la expulsión a manos de un ángel flamígero, lo que queda es el camino del dolor, una errancia que en muchas ocasiones conduce hasta el infierno, ese lugar subterráneo (Canavaggio, 1988; Ruiz Pérez, 1996).

lA iMAgen de lA grutA

Entre el Edén y el Hades, lo pastoril de la edad de oro y el infierno de la caída, se traza un camino con tanto de distancia como de continuidad. De lo mítico y conceptual se pasa (y de ello hay abundantes y significativas muestras desde la segunda mitad del siglo XVI) a la materialización de esta dialéctica, con algo de representa-ción emblemática. Sin duda la más gráfica es la inserción de la cueva o grotta en el marco de los espacios ajardinados, justamente en la modalidad conocida como jardín italiano6, un paradigma compositivo en el que aún permanecen unidos los elementos que diferirán para conformar los modelos francés e inglés instaurados entre mediados del siglo XVII y la plenitud del XVIII. Mezclando elementos clásicos de simetría y sinuosidades evocadoras del libre aflorar de la naturaleza, el jardín quinientista refleja las preocupaciones por la representación del poder de sus impulsores y mecenas, con un papel relevante, también en esto, de la familia Medici. Como lleva a su punto culminante la alegoría de la Hypnerotomachia Poliphili, con sus influyentes ilustraciones, el jardín filtrado por la filosofía neoplatónica y su sentido de trascendencia, comparte mucho del discurso de la emblemática, incluido su sentido doctrinal. Concebido como signo, despliega con su mezcla de naturaleza y artificio, resuelta en compo-sición arquitectónica, un carácter de representación, comenzando por la del poder del comitente. Su condición híbrida, entre el adentro y el afuera, la civilización y la intemperie, como los jardines reales se situaban entre el palacio y las afueras de la

6 Una aproximación panorámica se encuentra en Páez de la Cadena, 1998. Para la relación de la topiaria y otras artes, singularmente en la España áurea y sus manifestaciones literarias, son de interés los trabajos recogidos en los volúmenes resultantes de los encuentros oscenses: Laplana Gil, 2000; y Maderuelo, 1998.

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ciudad, también pone en pie la escenificación adecuada para conjurar o sublimar las inquietudes del hombre ante lo salvaje, lo oculto o lo esotérico, incluyendo lo sub-terráneo como su manifestación más apreciable y directa. Con su valor iniciático y su capacidad para materializar lo oscuro, las cuevas se incorporan por esta vía a la retóri-ca del jardín tardorrenacentista, convertido en refugio último y lugar de disolución del ideal arcádico, entre recuerdos bíblicos de símbolos pecaminosos (los jardines de Semíramis) y actualizaciones en discursos plenamente representativos de la edad y su relectura de la tradición (el jardín de Armida de Tasso) [figs. 13 y 14].

Entre la repulsión y la atracción, con lo mágico como plasmación de su naturaleza de elemento de comunicación entre el inferus y la sombra o el sueño del paraíso, la cueva situada en el jardín (anguis latet in herba) escenifica (y la terminología teatral no es baladí) las tensiones entre naturaleza y arte que en estos momentos marcan no sólo el arte, sino la mayor parte de las facetas de la cultura de una sociedad en vías de urbanización. Años más tarde el pleno barroco abrirá las vías a la reivindicación y apogeo de lo popular. Las apelaciones al gusto del público, como primera prefigura-ción del mercado en la cultura, se inscriben en la primacía de una retórica del movere, con un claro sentido pragmático y utilitario del arte, de Quintiliano a Trento. Antes de la instauración del modelo y tras la deriva del humanismo, el sentido aristocrático se manifiesta en todas las formas del ornatus, entre la descomposición de la estructura significativa y la gratuidad de las formas, todo ello con mucho de capricho y artificio. Junto a lo bello sensu stricto surge, si no lo feo como categoría estética, la presencia o, al menos, la evocación de lo oculto. Cuando se funden [fig. 15] nos acercamos a

Fig. 13. David Teniers, el joven, El jardín de Armida

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la categoría de lo grotesco, en camino de ese sublime intuido a partir del tratado del pseudo-Longino y culminado en el discurso romántico surgido de la escuela de Jena (Kayser, 2010; De Diego Martínez y Vázquez, 1996). Su plenitud se hallará en nues-tro ámbito en esa manifestación extrema de lo emblemático que son los grabados goyescos [figs. 16 y 17], con su convivencia de pictura e inscriptio, aunque con la visión oscura, cavernosa y grotesca apuntada desde la denominación misma de «caprichos».

Si el ideal natural había tenido su escenario y plasmación privilegiados en el lo-cus amoenus, su disolución encontrará la equivalencia representativa de su espacio en descomposición en el locus marcado por lo bizarro y lo grotesco. Los caprichos pic-tóricos [figs. 18 y 19] ofrecen una de las caras de esta deriva conceptual y estética con notables prefiguraciones de lo que identificamos como romántico (ruinas, abigarra-miento compositivo, contraste de elementos, composición aparentemente anárqui-ca...). Otras muestras se pueden rastrear en la poesía. Sustituyendo lo subterráneo por lo subacuático, el sintomático epilio de Espinosa titulado «Fábula de Genil» e incluido en las Flores (1605), poetiza la experiencia del descenso, el encuentro con la maravilla y la configuración de un mundo en que a la naturaleza vence el arte (Ruiz Pérez, 2003 y 2011). En sus octavas la pintura de las estancias palaciegas incluye elementos propios de la caracterización de la gruta, como las «tobas»: este depósito calcáreo que se va formando por sedimentación de los materiales que arrastra el agua, a la manera de las estalactitas, es propio de manantiales y cuevas y forma parte de la composición del marco grutesco (infra), con su participación en una estética que se va apartando de los modelos más clasicistas. «Grutesco» es un término que reaparece en la poesía del antequerano en significativas ocasiones, como al pintar la gruta que ha de servir de refugio eremítico al duque de Medina Sidonia en su retiro de palacio, pero también al caracterizar el paisaje general de la «soledad» que le propone en el poema com-

Fig. 14. David Teniers, Carlos y Ubaldo en la cueva del mago

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plementario; tampoco falta en la bizarra caracterización del mecenas como «ondoso cristal de roca» en el romance iniciado con este octosílabo.

Sin salir de la poética cultista y en un más claro registro de valores alegóricos e, incluso, de pretensiones morales, volvemos a encontrar la cueva y lo grotesco, bien que tamizado, en las silvas del Paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos (1652) del granadino Soto de Rojas. Como corresponde al tono del poema, écfrasis en la que terrazas y versos componen un itinerarium mentis in Deum, la cueva aparece en su más suave versión, aunque sin faltar en la composición los elementos distintivos:

Obscuro el seno de apacible gruta este Jordán desata, que en aluvión es plata y en alusión es oro; el mar tempestuoso le tributa al arco descollado prodigios de marismo varïado que, sobrepuestos a las monstruosas peñas, dicen las obras de su actor por señas. (Mansión I, vv. 87-95)

La magia de la gruta se orienta en este caso a la dimensión trascendente y salvífica. Sus aguas, más que de deformaciones calcáreas, son fuente bautismal. El sentido cristia-no, sin embargo, no borra con la definición sacramental ni el arquetipo de metamor-fosis inscrito en el ritual de muerte y resurrección del bautismo, con su inmersión en

Fig. 15. Braccio di Bartolo, «enano Morgante».Jardín de Bóboli, Florencia.

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el agua, ni lo bizarro de la escenografía que en el texto bíblico acompaña el bautismo de Jesús7. Los comentarios de Trillo y Figueroa al pasaje y a la aparición de la gruta, en el texto prologal con pretensiones de guía en el recorrido iniciático por jardín y poema, son indicativos de la importancia concedida al elemento y el valor de los formantes de su imagen:

La primera cosa que se encuentra con la vista es una eminente gruta que componen peñascos monstruosos, grabados de marismos elegantes y alguna rusticidad de mal naci-das –puesto que limpias– hierbas, por cuyas concavidades se desliza como sierpe de cris-tal la abundosa y clara, más que otra alguna, dulce fuente de Alfacar, representando el río Jordán con artificio notable. Sobre el cual, en un pendiente peñasco, se ven tres estatuas de cincel artificioso. Una, Cristo nuestro Señor; otra, arrodillado, el Bautista, con un múrice precioso, bañando sus blancas sienes. Otra, un serafín de pórfido, teniendo las vestiduras de nuestro Redentor, sobre cuya cabeza vuela, paloma cándida, el Sagrado Espíritu. El arco de la gruta, friso y arquitrabe corona un nicho en que están, de cincel, nuestros primeros padres con la fruta en las manos; y, sobre el capitel y una vistosa peana, está el Ángel con la espada en la mano, representando toda aquella primera acción del Paraíso, tan repetida de inmensos escritores.8

7 Las leves sugerencias en los pasajes evangélicos son desplegadas y pintadas con bizarría en la canción dedicada al tema por Espinosa, «La negra noche con mojadas plumas», con pretensiones de sublimidad reforzadas mediante métrica y estilo8 Francisco de Trillo y Figueroa, «Introducción a los jardines del licenciado don Pedro Soto de Rojas» (Soto de Rojas, 1981: 85-86).

Fig. 16. Francisco de Goya, Caprichos: «Dónde va mamá».

Fig. 17. Francisco de Goya, Caprichos: «Duendecitos».

Pedro ruiz Pérez46

La inserción de la gruta en el espacio del jardín mantiene la compositio loci de Soto de Rojas en el modelo entrevisto en el jardín italiano, con lo que ello conlleva de una mirada hacia modelos del pasado y hacia el mundo de lo real, entendido en su base material, como lo era el jardín realmente incorporado a la arquitectura del carmen en el que el granadino se re-tira tras su paso por la corte.

Nada de esto ocurre con la aparición de la cueva en los versos del maestro de Soto de Rojas. Por ceñirnos a sus dos poemas mayores, hallamos su particular explotación de la semiótica narrativa en la construcción de un cronotopo y la ca-racterización de los personajes. Con ellas Góngora lleva a una cumbre estética la representación de la gruta en su iden-tificación metonímica y metafórica con el cíclope que la ocupa. Las dimensiones monstruosa y telúrica se intercambian entre Polifemo y su morada, con una particular incidencia en la boca y en la maleza que la rodea, tanto en el rostro del hijo de Neptuno como en la ladera de la montaña. Con todas las implica-ciones melancólicas que conlleva a partir del motivo del bostezo, estudiado por Ka-thleen Hunt Dolan9, nos interesa aquí detenernos en lo grotesco de la composición, superior incluso a la de los elementos que retrata, abriendo una categoría estética destacada por el contraste con la blancura de Galatea y la belleza de Acis, tan huidizas como mentidas. La desmesura del monstruo es pareja a la del estilo del poeta, como la oscuridad de su cueva y su condensación significativa aparecen también en los versos del poema.

Versos y pasos se funden también desde el arranque de las Soledades, y el lector tar-da apenas 200 versos en encontrar la primera aparición de una cueva, aunque en este caso se trata sólo de una denotativa referencia al nacimiento de un río, eso sí presenta-do, en el marco del encuentro con los cabreros, en términos de discurso prolijo. Es en

9 Dolan, 1990. Junto a lo allí señalado, téngase en cuenta la insistencia en la ambientación crepuscular y la relación con una percepción del final de la Arcadia. A partir de lo señalado en Ruiz Pérez, 1996, véase asimismo Ruiz Pérez, 1996b y 2002.

Fig. 18. Canaletto, Capriccio

Fig. 19. Giovanni Paolo Pannini, Roman capriccio

Las Grotte: Programa, emblema, estética. 47

la Soledad segunda donde la presencia de la gruta se carga de los valores que pretendo destacar, incluyendo la contrastiva inclusión en el marco del jardín, y un jardín culto:

De jardín culto así en fingida gruta salteó al labrador pluvia improvisa de cristales inciertos, a la seña, o a la que torció llave el fontanero: urna de Acuario la imitada peña, lo embiste incauto, y si con pie grosero para la fuga apela, nubes pisa, burlándolo aun la parte más enjuta. (vv. 222-229)

Fingida, la gruta es artificiosa, elemento de maravilla en un espacio de culto so-metimiento de la naturaleza que no tiene nada que ver con lo propio del labrador, salteado de improviso por unos elementos inciertos o mentidos, regidos por la mano del fontanero, esto es, el componedor y manipulador de fuentes ocultas.

Una imagen completamente distinta es la que encontramos en la Soledad primera, cuando el personaje busca la distancia para la contemplación del paisaje, mientras, paradójicamente, se inserta en él, penetrando en un tronco evocador del claustro o seno de la gruta:

De una encina embebido en lo cóncavo, el joven mantenía la vista de hermosura, y el oído de métrica armonía. (vv. 267-270)

Al profundizar en ese espacio interior que comunica el suelo con el cielo (Bache-lard, 1988), lo inerte con lo provisto de alma, se produce la dimensión estética, por no decir trascendente de la contemplación. La imagen de Sileno espiando a las bacantes en los versos siguientes ofrece otra imagen de la gruta y lo grotesco, ya que, más que una referencia directa al personaje del cortejo báquico, Góngora alude, a mi juicio, a otra imagen emblemática. Se trata de los Silenos de Alcibiades, comentados por Eras-mo10, hermosas figuras encerradas en toscos continentes, que, al abrirse, desvelaban su secreto; eran a modo de cajas de corcho, la corteza de la encina, que encerraban dentro una almendra de sabiduría. Así se encuentra el joven en la concavidad de la encina, encerrado por su corteza y manteniendo el misterio y la hermosura que el humanista de Rotterdam evocaba con esta imagen. Ya señalé la relación derivada del sentido alegórico de la belleza escondida (Ruiz Pérez, en prensa); ahora me interesa subrayar la relación entre belleza y exterior grotesco, cuando las arrugas del corcho se igualan con la irregularidades de las paredes de la cueva en una figuración de lo grotesco.

10 Desde 1529 corría, en volumen exento y con este título, la traducción al castellano por Bernardo Pérez del texto erasmiano.

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lOs cAPrichOs del grOtescO

Marsha Collins (2010) ha señalado la relación del poema gongorino con el uni-verso de los jardines; esta relación va más allá de lo propio de la composición de lugar ameno ligada al retiro y la soledad, e incluye a mi juicio la emergencia de los valores ligados a la cueva. Si cabe, desde el programa estético del creador y su interés por la oscuridad (Roses, 1994), el poema del cordobés se encuentra más cercano que al ordenado jardín a la selvática desmesura de la gruta (Ruiz Pérez, 2002), en paralelo al descenso infernal o su correspondiente catábasis, con algo de onírico, que trazan los pasos del peregrino tras el naufragio. En última instancia, la relación habría que es-tablecerla con uno de esos jardines a la italiana, en cuyo seno se abren las oscuridades y deformidades de la gruta.

Vuelvo mis pasos sobre uno de ellos para cerrar estas notas. El paseo final es por los Jardines del Bóboli en Florencia. Esta construcción en la ribera del Arno opuesta a la del Palazzo Vecchio es la plasmación perfecta de la utilización por la dinastía Medici, en manos de uno de sus descendientes tardíos, de todo lo apuntado en relación con la incorporación del arte topiaria a la formulación de un discurso conceptual. En él se integra, en el espacio propicio de la maravilla, la proyección de una epistemología de base (neo)platónica y su funcionalidad al servicio de un programa político, del que la arquitectura del jardín ofrece la síntesis perfecta, in-cluyendo la incorporación de los espacios subterráneos y su representación. Junto a ello, y en consonancia con las fechas de su construcción en este adjunto al Palazzo Pitti y lo que en el conjunto hay de emu-lación de la vieja sede del poder medíceo, se refleja el cambio estético que eclosio-na en la transición entre dos siglos y que se manifiesta aquí en la incorporación de imágenes con valor emblemático. Entre los elementos de la nueva estética, para la que

Fig. 20. Jardín de Bóboli, plano antiguo Fig. 21. Jardín de Bóboli, plano moderno

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manierismo constituye apenas una aproximación11, destacan, sobre todo por su no-vedad, lo identificado como grotesco y caprichoso; en el Bóboli [fig. 20] le darán forma la gruta y la cabra.

Los jardines [fig. 21] se conciben como extensión y complemento, junto a la for-tificación del Belvedere, del palacio medíceo comenzado a construir en el siglo XV, en un conjunto que extiende el poder de la familia al otro lado del río y lo muestra en toda su extensión, como corresponde a un estadio posterior al desarrollo urbano y social de la Florencia del Trecento. El encargo de los jardines corresponde a Cosimo I y su mujer, Eleonora de Toledo, y fue hecho a Niccolò di Raffaello di Nicolò, lla-mado Il Tribolo, quien lo abordó con la ayuda de algunos de los participantes en la construcción de la Villa di Castello, otra morada medícea en las afueras de la ciudad, que, junto con las pinturas de Botticelli, albergó la cueva de los animales, entre cuyas representaciones adquirieron relieve y significación [figs. 22 y 23] las de la cabra y el rinoceronte (Mesa revuelta12). A este equipo constructivo se debe la subdivisión del jardín en compartimentos de distribución ortogonal, así como el complejo sis-tema hidráulico que alimentaba las fuentes del Bóboli a imitación de las fontane del Palazzo Vecchio, cuya majestuosidad quedaba traducida a un nuevo espacio y a un nuevo tiempo. A lo largo del tiempo, hasta el siglo XIX los jardines han ido suman-do elementos representativos de distintas estéticas, integrados perfectamente en el abigarramiento del jardín a partir del diseño inicial (Medri 2003 y 2002). Uno de

11 Entre la amplia y no exenta de debate bibliografía sobre la materia, no me parecen pertinentes en este punto las perspectivas formalistas y con un punto de ahistoricismo, como las representadas por Hocke (1961) y, en menor medida, Dubois (1980). Aun con todas sus limitaciones, considero preferibles miradas como las de Hauser (1974), subyacentes en el planteamiento de estas páginas.12 Entre las amplias referencias de este riguroso trabajo se encuentra la del panel de Gianbologna en la Grotta degli Animali.

Fig. 22. Jardín de Bóboli, cabra. Fig. 23. Jardín de Bóboli, rinoceronte.

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los primeros elementos son, precisamente, las grotte, desde la más temprana, encargo específico de Leonora, a la más compleja, encomendada por su hijo a Buontalenti. En realidad son 4 las grutas distribuidas por los jardines, aunque me limitaré a visitar brevemente estas dos piezas.

La conocida como Grotta o Grotticina della Madama se ubica en la parte del jardín más cercana al palacio; también se aproxima a la del inicio del jardín (1549) su fecha de realización, debida a Davide Fortini. Entre 1553 y 1555 levanta la edificación en la que los grutescos se insertan en una estructura de líneas clásicas, eso sí, con sutiles o no tan sutiles variaciones. El orden dórico de puerta y tímpano [fig. 24] parece diluirse entre la masa informe resultante de las excrecencias calcáreas, que rompen el plano de la fachada y sustituyen molduras o bajorrelieves, pero también su función: ya no estamos ante añadidos ornamentales subordinados a la estructura general o justificados por su carácter narrativo y, en muchas ocasiones, didáctico. Antes bien: se impone lo gratuito, el efecto estético que roza en lo arbitrario, en el capricho. El escorzo o impostación oblicua de la fachada, con su ángulo en la línea del plano y su desplazamiento del eje y de la puerta de entrada, es uno más de estos rasgos, trasladan-do el juego del ornatus a la compositio misma de la sintaxis arquitectónica. Como para sancionar esta declaración de principios, el elemento iconográfico dominante en el pequeño interior de la grotta, entre la reproducción de unas líneas clásicas desbordadas por las excrecencias que simulan el exceso de la naturaleza frente a la contención del arte, lo representa un grupo caprino o caprichoso, de cuya relevancia da cuenta el doble estado de su composición, al sumar Baccio Bandinelli una tercera cabra a las dispuestas inicialmente por Giovanni di Paolo Francelli como punto focal en la lectura gráfica del interior [figs. 25 y 26].

Fig. 24. Jardín de Bóboli, Grotticina della Madama. Fig. 25. Jardín de Bóboli, Grotticina della Madama.

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Mayor despliegue y complejidad de lectura presenta la obra del ingenio de Bernardo Buontalenti, quien culminó en 1593 el proyecto iniciado por Vasari. Co-nocida también con el nombre de su au-tor, la justamente llamada Grotta Grande encierra un programa iconográfico más elaborado, a partir de un diseño arquitec-tónico de estructura compuesta, donde lo abigarrado de sus imágenes se ordena a partir de la articulación espacial y signifi-cativa de su espacio. Éste se divide en tres ámbitos diferenciados, dispuestos en una secuencia lineal, que ordena los pasos y la lectura del visitante, desde el exterior hasta lo más profundo, de lo mundano al régimen de lo nocturno y esotérico, para encontrar allí una luz que no es la natu-ral. El acceso [fig. 27], paralelo a la galería vasariana, viene precedido por una esta-tuaria de enanos [figs. 15 y 28], paradigma de lo grotesco, antecedente de lo que se encontrará en el interior. El espacio de frontera lo marca una portada en la que la hibridación se hace más evidente y lo informe parece desbordar la estructura clásica con más intensidad que en la entrada de la gruta precedente. Se mantiene en la estructura, sobre todo en la planta inferior, el orden clásico, evidente en la tripartición del vano de entrada y la simétrica disposi-ción de dos representaciones olímpicas para flanquearla. En el plano superior, la susti-tución del tímpano por un vano de patrón irregular corona y focaliza una tendencia a la ruptura de la línea recta en favor de lo que parecen excrecencias, en una proporción que parece pasar de lo ornamental a lo compositivo [fig. 27].

La tripartición de la puerta encuentra su correlato en la planta, que conduce por un espacio en progresiva disminución a modo de un auténtico rito iniciático [fig. 29]. Atravesando sus dos umbrales internos el visitante alcanza un sentido aún más esotérico que el entrevisto en los percorsi por los trazados del jardín, con sus sinuosos pasajes laterales alrededor del eje central. Con una perspectiva propia de la aplica-ción de los principios vitrubianos a la escena teatral, la amplia sala inicial abre un punto de fuga, tras la roca sobre la ménsula, en el fondo y a través de un vano otra vez marcado por la irregularidad, que destaca sobre el eje de simetría dispuesto. Tras él se adivina el perfil de un conjunto escultórico de discutida identificación: Teseo y Ariadna o Paris y Helena [fig. 30]. Los dos mitos tendrían sentido; el primero, mi-

Fig. 26. Jardín de Bóboli, Grotticina della Madama.

Fig. 27. Jardín de Bóboli, Grotta Grande.

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rando más hacia lo anterior, con la imagen del laberinto, pero también con un senti-do proyectivo: la superación de lo animal y monstruoso representado por el Minotauro, emblema de lo híbrido y repetida imagen de la deriva anticlásica en el arte del cambio de siglo13; el héroe troyano, en cambio, apuntaría al desarrollo, previo a su desenlace trágico, del episodio del juicio sobre la manzana de oro, en que la elección, en detrimento del poder y la sabiduría, se hace en favor de la belleza, identificada en el platonismo con el bien y la verdad. Y es, justamente, una repre-sentación de Venus [fig. 31] la que preside desde el centro el espacio final, el más críp-tico, y lo hace sobre una basa de irregular amontonamiento de conchas y en el cuenco de una fontana, recuperando algunos de los elementos que conforman la iconografía de

su nacimiento, teofánico y apoteósico, desde el cuadro de Botticelli (guardado por los Medici en otro jardín con grotte), con toda su carga de pensamiento e imaginería neoplatónicos. Así, la profundidad física, materializada en la penetración hasta el fon-do de la grotta, es la equivalencia de una profundización gnoseológica, una experiencia de conocimiento. Lo que éste tiene de ascenso, desde lo material a la espiritualidad de la Venus Urania, invierte y materializa por paradoja el descenso aparejado a la entrada en la cueva.

Mientras en las salas interiores y en la representación de los pasos sucesivos y ascendentes en el proceso epistemológico se mantiene en concepto y formas de re-

presentación el universo clásico y su ideal de belleza, con su serenidad y limpieza de líneas, todo lo contrario se aprecia en el espacio más amplio de la grotta, el más inmediato a su acceso y el más relacio-nado con la representación del mundo o con la percepción de los sentidos de su espectador. En el espacio inicial [fig. 32] predomina la irregularidad, aunque más en la elocutio que en la inventio y dispositio. La materialidad insiste en la imagen de lo

13 Basta recordar la caracterización como «Minotauro de Pasífae» que Lope hace de su modelo comédico en el Arte nuevo.

Fig. 28. Jardín de Bóboli, enano.

Fig. 29. Jardín de Bóboli, Grotta Grande.

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informe, del borramiento de líneas, como en un proceso de descomposición o derre-timiento de los cuerpos, pero éstos mantienen sus perfiles y apuntan la composición de un programa bajo su abigarramiento aparencial y la bizarría de sus agrupaciones. Las concreciones calcáreas de las paredes mantienen de la evocación del bajorrelieve clásico su carácter representativo y narrativo, reforzado en la confluencia, alrededor del espacio arquitectónico de diferentes disciplinas artísticas. La pintura viene repre-sentada por los frescos en el techo [fig. 33] debidos a Bernardino Poccetti, de los que sólo puedo destacar, junto al sátiro, la presencia de la cabra, que se hará recurrente. La escultura, con estatuas en cada una de las esquinas [fig. 34], apunta un estadio inter-medio, entre lo gruttesco de las tallas de las paredes y la belleza clásica de la pareja de amantes. Son las copias de las estremecedoras obras de Micheangelo hoy visibles en la Galleria dell’Accademia, con la misma técnica de «inacabamiento» que muestran sus esclavos conservados en el Louvre e, incluso, las representaciones de la cripta funeraria de la Capilla Medicea, también en Florencia. A modo de imágenes a medio surgir de la materialidad de la piedra, en simbólica representación de una humanitas entre la feritas y la divinitas (Paparelli, 1960; y Klein, 1976) las expresivas realizaciones de Buanorrotti evocan las raíces materiales del hombre, pero también sus posibilidades de elevación (o de profundización), incluso hacia una belleza como la representada por Venus.

Las figuras retorcidas e inacabas de los prisioneros [fig. 35] comparten estética con las representaciones de las paredes laterales, y no sólo en la apariencia. Sus rugosidades les mantienen el aspecto terrero, como arraigados a una materia que rehúye la estiliza-ción positiva del locus amoenus y sus personajes. El signo más característico es, de nuevo,

Fig. 30. Paris y Helena. Grotta Grande.. Fig. 31. Venus. Grotta Grande..

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la aparición de las cabras. Frente a la deli-cadeza, blancura y suavidad de las ovejas, su animalidad resulta mucho más marca-da. Los cuernos evocan su fuerza telúrica y su conexión con el diablo, como con los sátiros. Su ubicación en los riscos ac-tualiza una geografía abrupta e inhóspita. Ambos componentes reúnen el arriba y el abajo y dotan a las herederas de Amal-tea, junto con su referencia al poder real y a la abundancia ligadas al episodio de la infancia de Júpiter, de una potencialidad simbólica muy alejada de la confluente en el idilio pastoril propio de la primera mitad del XVI. No carece de relevancia que la aparición de estas figuras, junto a las ya señaladas presencias de las cabras en textos relevantes de nuestras letras, coincida con el giro hacia el agotamiento que Cervantes introduce en el género de la bucólica en prosa o de la revisión que en Italia realiza Guarini con Il pastor Fido. Al igual que la cueva, la cabra aparece como síntoma del final del idilio arcádico, la quiebra de unos ideales y la aparición de otras imágenes, muy diferentes, que acaparan ahora la aten-ción de lectores y espectadores avisados. Con ellas, quiebra también el canon clásico, y en su desbordamiento aparece lo grotesco y lo caprichoso. Es el tiempo de un nuevo arte, propio de los nuevos tiempos tras el agotamiento del humanismo y sus programas éticos y de representación (Grafton y Jardine, 1986; y Rico, 2002).

el sueñO de lA rAzón siMbólicA

En paralelo a los efectos de la anamorfosis, con el valor de lo metamórfico ligado a la fluidez del agua, con su constante presencia y efecto en las grutas, la inserción de estos espacios de lo oculto en el marco de los jardines, como éstos se inscriben en el discurso del poder y su representación del conjunto palaciego, introducen un

Fig. 32. Jardín de Bóboli, Grotta Grande. Fig. 33. Jardín de Bóboli, Grotta Grande.

Fig. 34. Jardín de Bóboli, Grotta Grande.

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punto de desequilibrio en la ordenada visión de la realidad (Rodríguez de la Flor, 2009). Como el velo de Maya y sus evocaciones herméticas, transparentan y ocultan una imagen, con los celajes de lo vago, de lo lejano. En el programa me-díceo las grotte del Bóboli concentran al-gunos de sus emblemas del poder, pero, más allá de las intenciones de quienes tra-tan de frenar la decadencia de un linaje, lo emergente en el ámbito subterráneo de la cueva nos habla también de otros escenarios crepusculares. De su origen conservan el aire de aristocratismo liga-do a lo esotérico y proyectado en algunas de las manifestaciones artísticas represen-tativas del período que damos en llamar manierismo. Como en este arte, lejos ya del discurso de base humanista, a través del sobrecargamiento ornamental la tras-cendencia cede su lugar a la mirada en lo inmanente, en la pura representación. En la ciudad, al otro lado del palacio, se está operando un similar proceso de espectacularización, aunque en este caso de orden más barroco, como corresponde a una cultura urbana, relativamente masiva y no exenta de dirigismo, por seguir las categorías de Maravall (1975). Una y otra com-parten, como en la gruta, la inclinación a la irregularidad, a lo abigarrado, con diversas formas de lo grotesco.

En la Florencia de finales del XVI unas formas y otras se sitúan separadamente a los dos lados del Arno. El río divide también, siguiendo la arquitectura que lleva del Palazzo Vecchio al Pitti y sus jardines, dos momentos históricos y estéticos, el del ple-no renacimiento con su base humanística y un tiempo nuevo, surgido de las grietas, de las grutas, en el suelo ajardinado de la utopía. Un «no-lugar» distinto es el abierto en el seno de la cueva, y lo grotesco es uno de sus elementos distintivos. Con él entra en quiebra la relación entre lo real y su representación, entre el objeto y el signo, en la base de discursos apodícticos y didácticos como el del emblema, con sus posibilidades de reducir la imagen a un sentido y proporcionarle una aplicación doctrinal. La cueva no significa, es; su práctica ausencia en la emblemática, salvo como puerta del infier-no, así lo ratifica. Con lo grotesco emergente en el declive renascimental la imagen se desborda, se hace fluyente, filtra los límites del suelo firme y se extiende con algo de errático, con el paso caprichoso del animal que sustituye a la oveja en la crisis del discurso arcádico. En pintura, en música y en la decoración de las grotte, el capricho sustituye al orden clásico y su epistemología. Mientras el retorno del pirronismo

Fig. 35. «Inacabado», Grotta Grande..

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y otras formas de pensamiento escépti-co se apuntan en el horizonte, el orden de las imágenes se deshace y se recom-pone, pasando por el subsuelo o por el vuelo, con una subjetividad cada vez más acusada. De las formas de representación simbólica materializadas por el emblema, con su inseparable unidad de imagen y de texto, se apunta hacia la imaginación en un sentido que se aproxima al mo-derno y donde lo grotesco, esas formas surgidas de las grutas, se va imponiendo como categoría. No en balde, el sueño del humanismo, como el de la razón [fig. 36], produce monstruos, «infame turba de nocturnas aves,/ gimiendo tristes y volando graves».

Fig. 36. Francisco de Goya, El sueño de la razón.

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