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Un viaje por la Europa del Renacimiento a través del trágico destino de las hijas de los Reyes Católicos: Isabel y María, reinas de Portugal; Juana, la Loca, y Catalina de Aragón, esposa de Enrique Tudor.

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LAS DAMAS DEL REYMaría Pilar Queralt del Hierro

Un viaje por la Europa del Renacimiento a través del trágico destino de lashijas de los Reyes Católicos: Isabel y María, reinas de Portugal; Juana la Loca,y Catalina de Aragón, esposa de Enrique Tudor.

Escondidas tras los mitos de sus hermanas Juana la Loca y Catalina de Ara-gón, reina de Inglaterra, Isabel y María son, posiblemente, las más descono-cidas de las hijas de los Reyes Católicos. Sin embargo, ambas compartierontrono con uno de los monarcas más importantes de su tiempo Manuel I dePortugal, bien llamado el Afortunado.

Auténticos pilares de la corona, gracias a la política matrimonial de los ReyesCatólicos, Isabel, María, Juana y Catalina fueron también cuatro mujeres decarne y hueso que se sometieron resignadas a su papel de peón en los inter-eses políticos de sus padres. Y otro tanto le sucedió a Leonor, la refinada prin-cesa flamenca, hija de Juana la Loca y de Felipe el Hermoso, moneda de cam-bio al servicio de su hermano, el emperador Carlos V.

ACERCA DE LA AUTORAHistoriadora y escritora, María Pilar Queralt del Hierro ha publicado indistinta-mente narrativa y ensayo centrándose, por lo general, en el estudio de la figurafemenina a través de la historia. Colaboradora habitual de la revista Historia y

vida y de otros medios de comunicación, se inició en el ámbito de la novela his-tórica en 2001 con Los espejos de Fernando VII, a la que siguió De Alfonso,

la dulcísima esposa, La pasión de la reina y la llamada “trilogía portuguesa” for-mada por Inês de Castro, Leonor y La rosa de Coimbra. Entre sus ensayos bio-gráficos cabe destacar Tórtola Valencia, una mujer entre sombras; Agustina de

Aragón: la mujer y el mito; y Mujeres de vida apasionada.

ACERCA DE LA OBRA«Los personajes femeninos los borda con primor, revistiéndolos de un sutilvelo que resulta delicioso, sensual, de lo más insinuante, desvistiéndolos delharapo barroco para engalanarlos con el brocado más rico y a la vez transpa-rente, de modo que las interioridades de la mujer (aún las más prosaicas)salen a la luz con discreción aunque sin dejar de manar.»AMADEO COBAS, LATorMenTAenunVAso.bLogspoT.CoM.es

«María Pilar del Queralt ha escrito una novela directa y fácil de leer, a la vezque erudita y didáctica, que les enganchará desde el principio. Se lo aseguro.»BALBO, HIsLIbrIs.CoM

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Las damas del rey

María Pilar Queralt del Hierro

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Índice

I. LA NOVIA DE LUTOIsabel (1470-1497)

Castillo de Tomar, 1 de septiembre de 1491 . . . . . . . . . . . 13En viaje, 8 de septiembre de 1491 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15En algún lugar de Castilla, septiembre de 1491 . . . . . . . . 18Santa Fe, Granada, diciembre de 1491 . . . . . . . . . . . . . . . 21Lisboa, 4 de septiembre de 1493 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23Granada, 22 de noviembre de 1495 . . . . . . . . . . . . . . . . . 27Setúbal, 24 de marzo de 1496 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31Bruselas, 8 de noviembre de 1496 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 34Medina del Campo, 1 de diciembre de 1496 . . . . . . . . . . . 37Lisboa, 26 de marzo de 1497 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 40Valencia de Alcántara, a fines de septiembre de 1497 . . . 45Valencia de Alcántara, 3 de octubre de 1497 . . . . . . . . . . 48Lisboa, 13 de noviembre de 1497 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 52Lisboa, febrero-marzo de 1498 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 54Zaragoza, 20 de agosto de 1498 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 57Zaragoza, septiembre de 1498 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 60

II. LA ESPOSA FIELMaría (1482-1517)

Playa de Belem, 2 de junio de 1499 . . . . . . . . . . . . . . . . . 65Segovia, febrero de 1500 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 71Sevilla, 25 de mayo de 1500 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 76Malinas, 1 de agosto de 1500 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 79Vila Viçosa, 24 de septiembre de 1500 . . . . . . . . . . . . . . . 81Alcácer do Sal, 31 de octubre de 1500 . . . . . . . . . . . . . . . 86

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Lisboa, 10 de enero de 1501 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 91Lisboa, junio de 1501 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 96Castillo de Ludlow, Gales, 22 de diciembre de 1501 . . . . . 100Lisboa, 30 de mayo de 1502 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 104Lisboa, 7 de junio de 1502 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 107Lisboa, 31 de diciembre de 1504 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 111Ludlow, 1 de noviembre de 1505 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 116Lisboa, 30 de noviembre de 1505 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 119Dueñas, 18 de marzo de 1506 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 122Lisboa, 1 de julio de 1506 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 125Lisboa, 24 de octubre de 1506 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 129Londres, 13 de julio de 1509 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 134Lisboa, palacio de Ribeira, septiembre de 1511 . . . . . . . . 138Lisboa, 18 de diciembre de 1513 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 144Greenwich, 24 de marzo de 1516 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 147Lisboa, 7 de marzo de 1517 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 151

III. LA PASIÓN TARDÍALeonor (1498-1522)

Penha Longa, Sintra, 18 de abril de 1517 . . . . . . . . . . . . . 159Valladolid, 6 de marzo de 1518 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 165Malinas, 20 de mayo de 1518 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 171Lisboa, 22 de agosto de 1518 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 174Crato, 24 de noviembre de 1518 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 180Lisboa, 12 de diciembre de 1518 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 184Lisboa, 12 de febrero de 1519 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 187Lisboa, 23 de diciembre de 1520 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 190Lisboa, 1 de julio de 1521 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 194Lisboa, 12 de diciembre de 1521 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 197Lisboa, 24 de junio de 1522 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 199

Epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 203

APÉNDICESTablas genealógicas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 209Dramatis personæ . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 212Cronología . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 224Bibliografía sumaria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 229

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... Quise ver de dónde venía tal claridady contemplé, erguidas ante mí,

tres damas revestidas de una gran dignidad.

CHRISTINE DE PIZANLibro de la ciudad de las damas, 1404

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I. LA NOVIA DE LUTO

Isabel (1470-1498)

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Castillo de Tomar

1 de septiembre de 1491

Costaba creer que aún era verano. Una brisa helada se fil-traba, hiriente como un cuchillo, a través del único resquicioque dejaba desprotegido el gran tapiz que cubría el ventanal:una discreta mirilla por la que Manuel, duque de Viseu, con-templaba el trajín que invadía el patio del castillo cuando aúnno habían despuntado las primeras luces del día. Protectora, lavoz de su ayo, Diego de Silva, le distrajo de sus cavilaciones:—Apartaos, duque, de la ventana. Hace un frío endemo-

niado, no estáis repuesto por completo de las fiebres y podéisrecaer. Además, no habéis dormido...¡Dormir! Intentar hacerlo hubiera sido, más que una pre-

tensión, una utopía. La noche había sido un continuo ajetreode palafreneros y mozos de cuadra que aviaban las caballeríasy repartían la carga entre las acémilas. Mientras, en el interior,las damas adscritas al cuarto de la infanta cerraban arcones, re-cogían esteras y se hacían con aquellas menudencias que, a úl-tima hora, aún no habían encontrado su lugar en el equipaje.Por si eso fuera poco, desde los laudes el castillo se había vistoinvadido por el eco lúgubre del miserere que, a diario, se ento-naba en la capilla por el alma del príncipe muerto. Diego deSilva insistió:—Debéis procurar por vuestra salud, señor. Pensad que,

muerto don Alfonso, el rey nuestro señor, que Dios guarde —sesantiguó como queriendo exorcizar al monarca de todo mal—,no tiene más hijos que don Jorge, el bastardo, y que Portugaltiene depositadas en vos todas sus esperanzas.Manuel hubo de reprimir un escalofrío para no darle la ra-

zón. Luego, le ignoró. En aquel momento estaba sordo para

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todo lo que no fuera el piafar de los caballos, impacientes antela inminente partida; mudo para pronunciar más palabra queaquel nombre que le martilleaba el alma; ciego para todo lo que no fuera aquella figura enlutada y casi imperceptible quecontemplaba indiferente el ir y venir de baúles y pertenenciasen torno a su litera.—Isabel... —musitó. Y cediendo por fin al reclamo de De

Silva se apartó, derrotado, del mirador.

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En viaje

8 de septiembre de 1491

A doña Isabel, reina de Castilla y de León, de Aragón, de Si-cilia, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Sevilla,de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de losAlgarves, de Algeciras, de Gibraltar y de las islas Canarias, con-desa de Barcelona y señora de Vizcaya y de Molina, duquesa deAtenas y de Neopatria, condesa del Rosellón y de la Cerdaña,marquesa de Oristán y de Gociano; de Isabel, princesa viuda dePortugal.

Mi muy querida madre y señora mía:Sabréis ya de mi desgracia. Aun así, en este camino de re-

greso a casa, me atrevo a ocuparos con el relato de mis pesares.Sé que con ello os distraigo de tan alta misión como os empeña;poco vale mi alma dolorida ante el propósito de hacer de Granadatierra cristiana. Pero, mientras os escribo, podré imaginar que ostengo a mi lado. Que me acogéis en vuestro regazo y así, poco apoco, se disiparán las sombras que ennegrecen mi presente y meprivan de cualquier esperanza de futuro.Mecida por la caricia de vuestra voz olvidaré el fúnebre cor-

tejo que va camino del monasterio de Nuestra Señora de la Vic-toria en Batalha. Intentaré no atormentarme con la imagen delcuerpo de mi esposo dormido en la oscuridad de su féretro, inertecomo el mármol, escoltado por la luz tenue de las antorchas ycon la sola compañía de los caballeros de su guardia. Trataré deentender por qué no puedo acompañarle, aceptar que así lo reco-miendan el recato y la modestia propios de una infanta caste-llana, que hoy es princesa viuda de Portugal. Me esforzaré porno envidiar a las plañideras que acunan el alma de mi Alfonsocon sus cantos y hasta me resignaré a no poder gritar al mundo

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que aquel caballo traicionero no solo segó la vida del príncipe,sino que dejó mi alma rota en mil pedazos.Me debo a mi cuna, bien lo sé. Por eso, madre, callo y busco

consuelo en este papel que riego con mis lágrimas y en la certezade que mis palabras encontrarán en vos el eco apetecido. Vuestraentereza, vuestra presencia de ánimo, serán sin duda el mejor bál-samo para, si no curar, sí ayudarme a cicatrizar mis heridas.¿Recordáis, señora, cuánta era mi dicha en los días que dis-

fruté con mi esposo el príncipe don Alfonso? ¿Cuán grande fuemi felicidad aquel 18 de abril, día de mis bodas, cuando Sevillaolía a azahares y la ciudad toda se me antojaba la antesala delcielo? Viva está aún en mi memoria la imagen de mi padre, donFernando, que Dios guarde, participando en las justas y las mu-chas varas que quebró en ellas. Aún creo escuchar la risa alboro-zada de mi hermana doña Juana en bailes y banquetes que, porunos días, la arrancaron de su habitual ensimismamiento; o elalegre palmoteo de la pequeña Catalina, quien, a sus cinco años,descubría un mundo hasta entonces desconocido. Hasta la tímiday dulce María no cesó de sonreír junto a Juan, príncipe de las As-turias, a quien, tal vez por aventajarle en ocho años, siempre hesentido más como un hijo que como un hermano.Todo era felicidad, madre, en aquellos días. Pero ya pasaron, y

ahora se confunden en mi recuerdo las brillantes antorchas quenos acompañaban hasta los Alcázares sevillanos con esas otras queenvuelven crespones de luto. El olor a incienso de la fúnebre co-mitiva se mezcla con el aroma de las madreselvas que orillaban elGuadalquivir o con el olor a hierba fresca de tierras de Estremoz,donde Portugal quiso refrendar mis bodas. Hasta las campanas to-cando a muerto parecen evocar aquellas otras que volteaban di-chosas para celebrar la unión de dos cuerpos y dos almas.Tan dichosa me sentí que, justo es decirlo, apenas sentí dolor al

separarme de vos ni de la tierra en la que había crecido. Mis ojosno veían más que a mi esposo don Alfonso y su porte sereno, lamadurez que, pese a su juventud, acompañaba sus gestos y su voz—¡esa voz que aún me persigue!—, grave y envolvente, que creítalismán que había de protegerme de cuantos males me acecharan.No era así. Ni tan solo pudo protegerse él. Y poco duraron

mis goces. Bastó que un caballo se encabritara para que la felici-dad se me deshiciera entre los dedos como la nieve que, de niña,derretía al calor de mis manos.¡Fue todo tan inesperado! Aquella mañana de julio, Alfonso

se dispuso a disfrutar de su habitual montería. Como de costum-

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bre, al escuchar el tañido del cuerno de caza me asomé a la ven-tana. Mi esposo montó, me saludó con la mano y partió al ga-lope. Ya no volví a verle con vida. Apenas hubo recorrido un pe-queño trecho, uno de los perros se cruzó ante las patas de sucaballo, un alazán joven e imprudente que se encabritó y lo lanzócontra el suelo. Su tío don Manuel, duque de Viseu, quiso reani-marle, pero nada pudo hacer por salvarle la vida. Cuando me loentregó, aquel cuerpo que debía haber sido el del padre de mishijos no era más que un hermoso y frío trozo de mármol.Me pregunto, madre, si la muerte de Alfonso no ha sido un

castigo merecido. Era tal mi felicidad que olvidé que esta tierra esun valle de lágrimas donde expiar nuestros pecados y, posible-mente, Dios me castigó por ello. Asumo mi culpa. No puedeagradar a Dios tanta entrega a un hombre; no es propio de unalma cristiana anteponer los placeres de la carne a los del espírituy yo, madre, me rompía en deseo entre sus brazos. En públicodistraía mi mente evocando, bajo las ricas telas que le cubrían, lasformas de aquel cuerpo que me abrazaba al amanecer. Luego, enla soledad de nuestra alcoba, le buscaba como el viento busca lascopas de los árboles para perderse en ellas. He pecado, madre. Hepecado por amor y tengo justo castigo. Ahora lo hago por deses-peración y solo a vuestro lado, con vuestra guía y la de vuestrosconfesores, podré redimirme.Por eso, madre y señora mía, vuelvo a Castilla. Quiero olvi-

dar Sevilla y sus aromas; quiero alejarme de la fragancia de lasfrondosas vegas portuguesas; de las paredes que albergaron mifelicidad; de mis sueños rotos... Necesito que la Castilla que mevio nacer fortalezca mi alma, que su aire limpio y fino la purifi-que, y que su cielo siempre raso me libre de las brumas que nu-blan mis sentidos. Por eso, pasados los primeros lutos, he dejadoSantarem para ir en busca de vuestro consuelo, de la protecciónde mi padre y de la compañía de mis hermanas Juana, María yCatalina. Lo hago en la seguridad de que no me desasistiréis enesta hora amarga de mi vida.Beso las manos y los pies de V.A. y demando a Dios Nuestro

Señor que os guarde y proteja en tan alta misión como os ha sidoencomendada. Os ruego, madre mía, que tengáis presente envuestras oraciones a vuestra más devota hija,

ISABEL

Dada en Abrantes a VIII de septiembre de MCDXCI, Anno Domini.

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En algún lugar de Castilla

Septiembre de 1491

Elvira se afanaba en extender el lienzo del mejor lino deFlandes sobre la cama que, poco después, iba a conceder a Isa-bel el codiciado descanso. El viaje desde Santarem hasta tie-rras castellanas había sido fatigoso en extremo. Los sucesos delas últimas semanas no solo habían hecho mella en el ánimode la infanta, sino que habían mermado considerablementesus fuerzas. Por eso, dueñas y camareras, siguiendo órdenesestrictas de su madre, la reina, se aprestaban a prepararlebuena cama y mejor yantar con la esperanza de hacerle recu-perar la salud perdida antes de ponerse en viaje hacia Santa Fe,en las inmediaciones de Granada, donde estaba instalada lacorte y desde donde los monarcas dirigían las operaciones dellargo asedio al que estaba siendo sometida la capital del reinonazarí.La luz entraba a borbotones por los amplios ventanales de

la estancia. Ropas, útiles personales, libros y labores se repar-tían desordenadamente por la sala esperando que las manoshábiles de doncellas y camareras supieran encontrarles un rin-cón oportuno bajo la atenta mirada de doña Leonor de Maldo-nado, la anciana dueña que había criado a la infanta y a sushermanas y que, mientras Beatriz Galindo y otras sabias mu-jeres les procuraban saberes y latines, había tenido a su cargosus necesidades más cotidianas.Ajena a todo lo que no fuera su dolor, la infanta descansaba

en una habitación contigua sin que pareciera molestarle la chá-chara intrascendente de las jóvenes camareras. Inesperada-mente, entre el murmullo monótono de las voces, se impuso lade doña Leonor:

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—Tira más de ahí, niña; de ahí, de esa esquina..., que mi se-ñora es muy delicada y cualquier arruga le molesta.La camarera, desafiante, le respondió:—Olvidaos de la niña que criasteis, doña Leonor, que quien

va a dormir en esta cama es una mujer hecha y derecha, aunque,eso sí, con el alma partida. No creo que, en sus circunstancias, leimporten demasiado a doña Isabel los dolores del cuerpo...Doña Leonor suspiró mientras intentaba dominar el tem-

blor que los años y el trabajo regalaban a sus manos.—Tenéis razón, Elvira. Pero precisamente por eso hay que

darle gusto. ¡Ah, si no fuera por estas manos inútiles yo mis male prepararía la cama y dispondría los baúles, que bien conozcosus gustos y tal vez podría aliviarle de tanto sufrimiento!—Confiad en mí, doña Leonor, que soy joven y tengo bue-

nas fuerzas. Nada ha de faltar a la infanta nuestra señora, quevoy a cumplir con creces mi cometido de camarera...—Me temo, Elvira, que nada ni nadie podrá devolver la risa

a su boca. ¡Dios mío!—intervino Ana de Lerma, otra de las ca-mareras—, apenas veintiún años y ya viuda...—Nunca fue feliz, no os engañéis —tercio Juana de Guz-

mán, la primera camarera del cuarto de la infanta, mientrasrescataba un brial de seda cruda de uno de los baúles llegadosde Portugal.—En eso he de daros la razón —sentenció doña Leonor—.

Cierto que, como primogénita, gozó más que ninguna de sushermanas de los mimos y caricias de sus padres, pero tampocole faltaron angustias y sinsabores ¡No debió de pasarlo mal mipobre niña, alejada de sus padres por cumplir con las Terceríasde Moura!—No olvidéis, Leonor —Juana la apeaba del tratamiento

por ser más cercana a ella en edad y categoría doméstica—, que de aquel primer pacto entre Portugal y España nació lo quemás tarde fue dichoso matrimonio...—Cierto, pero ¿creéis que eso es suficiente para compensar

la soledad de una niña de diez años durante los tres que pasó entierra extraña y sin la compañía de los suyos?—¡Si solo fuera eso! —exclamó la camarera—. Lo malo fue

que, poco antes, el nacimiento del príncipe don Juan la habíaapartado de un plumazo de su condición de princesa de Asturias...

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—¡Qué tendrá eso que ver! Nunca ha sido doña Isabel mu-jer ambiciosa. Lo curioso es que, según ella misma me relató,cuando hubo de regresar a Castilla sin saber si el matrimoniocon don Alfonso por fin se realizaría, lloró amargamente.Pero... —se interrumpió la dueña—, ¿adónde vais, Juana, conel brial de seda que vistió doña Isabel en sus bodas?—Sigo instrucciones, Leonor... La princesa ha ordenado

que llevemos todas sus prendas al morisco de la CostanillaNueva que tanto sabe de tintes. Asegura que nunca más vestiráde color, que su alma está negra de dolor y como tal quiere ata-viarse... Es más, ha entregado joyas y otros artificios a su con-fesor con el ruego de que los reparta entre aquellos que más lonecesiten.Doña Leonor agachó la cabeza y suspiró. Fue la joven Elvira

quien, mientras ahuecaba los almohadones de pluma del lecho,tomó la palabra:—La vida se le va a ir en llanto y tristezas. Bien le conven-

dría levantar el ánimo y olvidar que muchos son los años quele quedan como para pasárselos entre lutos y pesares.—Es muy sentida la infanta —sentenció la de Guzmán.Un grito procedente del corredor interrumpió la conversa-

ción. Las mujeres se precipitaron hacia la puerta pero, antes deque salieran de la estancia, Brites de Meneses, la única cama-rera portuguesa del séquito de la infanta Isabel, entró sofocaday llorosa:—Acudid presto, doña Leonor... ¡A mí no me atiende!—Pero ¿qué sucede? ¿Quién y en qué tiene que atenderos?—La infanta, la infanta... —balbuceó Brites mientras enju-

gaba sus lágrimas y se sonaba ruidosamente con un pequeñopañuelo de seda.—¿La infanta? ¿Qué le sucede a la infanta? —se alarmó la

dueña.—Se ha cortado sus cabellos, doña Leonor... —redobló los

sollozos—. ¡Sus hermosos cabellos rubios! Ha pedido ropas deestameña y asegura que quiere refugiarse en un convento de clarisas de Toledo. Dice que su vida ha terminado y quequiere profesar...

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Santa Fe, Granada

Diciembre de 1491

—No lo consentiré, fray Hernando. Nunca concederé miautorización a tal disparate. Mi hija es infanta de Castilla yAragón y como tal debe someterse a su destino y ponerse alservicio de la corona.La reina Isabel de Castilla paseaba nerviosamente por la

sala retorciéndose las manos con energía, como buscando enello razones que avalaran su postura. Menuda, de tez clara yrubios cabellos, la rotundidad de sus movimientos y la firmezade sus palabras se contradecía con su aparente fragilidad.Llevaban discutiendo más de una hora y fray Hernando de

Talavera, su confesor, había esgrimido en vano mil y un argu-mentos para convencer a la soberana de que accediera a los de-seos de la infanta Isabel y le facilitara su ingreso en un con-vento de clarisas. De poco le servía aludir al camino emprendidopor otras ilustres viudas, como Isabel de Portugal o Elisenda deMontcada. A cada nombre, a cada ejemplo, la reina le replicaba:—Vos lo habéis dicho: viudas de rey. Ya habían cumplido

con su deber y aun así, si no me equivoco, doña Isabel siguióparticipando en los quehaceres del reino y Elisenda de Mon-cada, aunque se retiró al monasterio de Pedras Albas de Barce-lona, jamás llegó a profesar, por si su deber la reclamaba. Mihija solo es una infanta y, como tal, se debe a las necesidades delos reinos de sus padres.Enérgica y locuaz, la reina de Castilla dejaba sin palabras al

sacerdote. Prudente, fray Hernando se cuidó muy mucho dedecirle que él mismo había dado ya los primeros pasos para sa-tisfacer los deseos de Isabel. Sin embargo, aun ocultando partede la verdad, no se dio por vencido y siguió insistiendo:

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—Alteza, habéis de pensar que si la infanta ha tomado taldecisión no se debe a ningún capricho, que es mujer sensata, yfiel y devota cristiana.—Mirad, fray Hernando, eduqué, mejor dicho, educo—su-

brayó el presente— a mis hijas en el respeto a la corona y a sucondición real. Como tal han aprendido música, artes y latines;saben bailar, comportarse y conversar; están preparadas paraser mujeres de bien y, sobre todo, ejemplares princesas queprocuren la felicidad a sus reinos. Castilla y Aragón, bien lo sa-béis, cuentan con vecinos muy poderosos y, como tal, sus mo-narcas necesitan —carraspeó—, necesitamos ventajosas alian-zas. ¿Conocéis acaso unión más fuerte que los lazos de sangre?—Pero señora, tendríais a Dios por aliado si la infanta...Con gesto imperioso, la reina hizo callar al fraile y continuó:—Tengo cuatro hijas, cuatro pilares en los que apoyar mi

trono y el de su padre para que un día el príncipe Juan heredela nación más poderosa de la tierra. Pero solo se alcanzará estacondición si Isabel, Juana, María y Catalina contraen ventajo-sos matrimonios que nos aseguren la paz con los reinos veci-nos y unos buenos aliados en caso de perentoria necesidad. Asípues, nunca consentiré que mis hijas se encierren de por vidaentre las cuatro paredes de un convento —concluyó rotunda.—Pero no podéis oponeros a la voluntad de Dios...—¡No lo hago!—exclamó la reina levantando la voz—. Mi

esposo y yo estamos a punto de incorporar el reino de Granadaa la corona de Castilla, con lo cual el territorio peninsular seráuno y cristiano. Por su parte, Aragón frena al turco cuando ex-tiende su pabellón hasta el último rincón del Mediterráneo. Y todo se hace a mayor honra de Dios y con el fin de mantenera raya al infiel. Cuatro hijas me dio Dios, os lo repito, y a suservicio las pondré si consigo que matrimonien con cuatropríncipes cristianos. ¿No creéis que si Isabel contrajera nuevomatrimonio con un príncipe inglés, borgoñón o francés seríamás útil a la fe de Roma que encerrada en un convento?—Señora —insistió Fray Hernando, inasequible al desa -

liento—, la infanta me ha asegurado que nunca contraerá unnuevo matrimonio...—Eso lo veremos —contestó resuelta la reina—. Dejadme

hablar con ella y ya le diré yo cómo debe comportarse.

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Lisboa

4 de septiembre de 1493

Como Isabel, el duque de Viseu tampoco conseguía rehacersedesde la muerte del joven Alfonso. De poco servían los dosaños largos que habían transcurrido; de nada las muchas penaspor las que Manuel había pasado en sus escasos veinticuatroaños de vida y que podían haberle curtido el ánimo.No había tenido una vida fácil el menor de los hijos del in-

fante don Fernando y, por tanto, nieto del que fuera rey de Por-tugal, Eduardo I. Siendo muy niño perdió a su padre, luego en-terró a sus dos hermanos varones, y su sobrino Alfonso al quetanto quería expiró entre sus brazos. Por si eso fuera poco, laenemistad entre los Viseu y el rey Juan II había enturbiadodesde antiguo su relación con la reina Leonor, su hermana, lamisma que ahora andaba con el alma y la razón perdida por eldolor de ver morir a su único hijo.Estaba solo, se decía. Y era en esos momentos cuando una

irreprimible angustia le oprimía el pecho y hubiera dado suvida porque, justo en el ala opuesta de palacio, Isabel le estu-viera esperando. Porque esa y no otra era la razón de que Ma-nuel, duque de Viseu, gran maestre de la Orden de Cristo y elhombre más importante de la corte después del rey, se perdieraen melancolías. Lloraba al sobrino definitivamente ausente, sí;pero también por haber perdido a la única mujer a la que habíaamado.Alto, de fuerte complexión y elegantes modales, el duque

era un hombre atractivo. Una espesa melena castaña enmar-caba un rostro de facciones rotundas en las que destacaba másque los ojos, grandes y oscuros, la mirada franca y serena. Laancha mandíbula señalaba su determinación ante la vida mien-

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tras que el labio superior, fino y perpetuamente tenso, parecíahecho para contener la sensualidad que denotaba su carnosocompañero inferior. Había triunfado en el empeño, puesto quenadie tenía noticia de que hubiese habido aventura galante al-guna en la vida de Manuel de Viseu. Las responsabilidades quese había visto obligado a asumir, su pasión por las artes y lasciencias y su carácter reservado le habían hecho llevar una vidaretirada, alejada de cualquier clase de romance.Por eso nadie sospechaba su amor por Isabel. Reservado, ni

sus más íntimos conocían sus sentimientos. Le obligaba al si-gilo el respeto hacia el príncipe muerto y su propio sentido delhonor.Cuando conoció a la prometida de su sobrino Alfonso

quedó fascinado por su delicadeza, timidez e innegable belleza.La infanta castellana compartía con su madre su tez de porce-lana y sus rubios cabellos, pero era más alta que la reina Isabely poseía tal prestancia que quien no la conociera la hubiera to-mado por altiva. Por si estas fueran pocas prendas, cuando lafrecuentó Manuel hubo de rendirse ante una conversación re-finada y culta y una firmeza de carácter poco común. No obs-tante, jamás intentó aproximación alguna. Isabel era la esposade Alfonso, a quien quería como sobrino y respetaba como he-redero. Pero aun siendo fruta prohibida, Manuel había sido fe-liz con solo saberla cercana.Aquella mañana, sentado ante el gran ventanal de su

cuarto de estudio en el ala oeste del palacio próximo al castillode San Jorge, el duque se recreaba en el recuerdo contem-plando el ir y venir de los veleros por el estuario del Tajo.Mientras, los últimos rayos del sol resbalaban por los rojos te-jados de las casas que se apiñaban al pie de la fortaleza fun-diéndose con ellos.—Esta Lisboa nuestra no puede negar que fue árabe un día

—le interrumpió el fiel Diego de Silva—. Fijaos, señor, en eltrazado de las calles que bajan hasta el río, tal parecen los pasi-llos de un zoco.—No me entretenía en calles ni plazas: iba más allá, hacia

el mar. Pensad, Diego, que de él han de llegarnos grandes yabundantes dones...—Ciertamente, señor. Ved sino los logros de Castilla. Se

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dice que un genovés llamado Colombo ha descubierto nuevasy ubérrimas tierras.—Castilla quiere disputar a Portugal el dominio de los ma-

res y a fe mía que no lo conseguirá.Manuel subrayó sus palabras con un enérgico ademán, sin

embargo su voz sonaba monocorde e indiferente. Era evidenteque no tenía ganas de conversación. Su ayo insistió:—Cierto, señor duque. Se dice que el rey anda ya ocupado

buscando la intercesión del papa para establecer los límites decada reino en las tierras recién descubiertas.Comprendiendo que era imposible eludir la conversación,

Manuel decidió continuarla:—Mejor hubiera hecho atendiendo al tal Colombo cuando

le ofreció financiar la empresa; claro que —buscó justificar almonarca—, ¡quién hubiera pensado que ese aventurero geno-vés llevaba razón! Y ahora ya es tarde para arrepentirse. Nues-tro señor don Juan debería olvidar su afán por repartirse elmundo con la reina de Castilla y organizar este su reino, quemal futuro le espera a una monarquía sin sucesor...—Se dice —De Silva bajó la voz— que está decidido a

nombrar heredero a su bastardo, don Jorge de Lencastre. Peroque es la reina, vuestra hermana doña Leonor, la que se oponecon todas sus fuerzas a tal decisión. De no hacerlo...Sabiendo de antemano lo que el anciano preceptor iba a de-

cirle, Manuel se le adelantó:—Sí, lo sé. En ese caso sería yo quien mejor y mayor dere-

cho tendría a la sucesión por mi condición de único descen-diente varón del rey don Eduardo I, mi abuelo, que gloria haya.Pero os aseguro, don Diego, que no tengo el más mínimo inte-rés en ello. Además, si bien es cierto que soy nieto de miabuelo, también soy hermano de don Diego de Viseu, y talcondición no me parece el mejor aval para acercarme al trono.El ayo se pasó la mano por la barba como queriendo refle-

xionar y quedamente se lamentó:—Lleváis razón. ¡Flaco favor os hizo don Diego al rebelarse

contra la corona! Pero una vez recibió su castigo, el rey os hizodepositario de todos sus bienes y honores. Hay que entender,pues, que os eximió de toda culpa.—Me consta que es así, don Diego —respondió Manuel—,

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pero pensad cuánto odio almacenaría el corazón del rey paramatar a mi hermano de su propia mano sin considerar que era,además de noble y maestre de la Orden de Cristo, el hermanode la reina...—No era odio, señor: era justicia. Nuestro rey don Juan no

quiere más que reforzar el poder de la corona para hacer fuerteel país, evitando que se desangre en banderías nobiliarias. El le-vantamiento de don Diego merecía un buen escarmiento y elrey se lo dio, no solo para implantar justicia sino como aviso anavegantes.Manuel volvió a sus quehaceres y dio la conversación por

zanjada. De aquello —la sublevación, la inquietud por la suertede su hermano, la certeza de ser el único depositario de losbienes y la tradición de la casa de Viseu...— había pasado mu-cho tiempo. Ahora ya no le preocupaba. Su corazón se dedicabaa evocar las doradas tierras del este, las amplias llanuras caste-llanas, impúdicas en su desnudez, donde cualquier sombra re-sulta un don inesperado. Allí, en uno cualquiera de los muchoscastillos que jalonan el paisaje, estaría Isabel. La imaginó le-yendo junto a un ventanal, bordando a la sombra de los ála-mos, disfrutando de la conversación de sus damas...De nuevo la voz de don Diego de Silva lo sacó de su enso-

ñación.—Noticias de la corte —le anunció, al tiempo que le tendía

un pergamino que había recibido de un joven paje que, inmó-vil bajo el dintel de la puerta, parecía esperar respuesta.Manuel leyó atentamente la nota y dirigiéndose al recién

llegado le anunció:—Podéis decir a su majestad don Juan II que mañana sin

falta y a la hora señalada acudiré a palacio.

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Granada

22 de noviembre de 1495

Elvira entró en el gabinete con una jarra de agua de limón yla depositó sobre un pequeño velador de taracea muy cerca dedonde se hallaba la reina. En torno a ella, las infantas Isabel,Juana, María y Catalina se afanaban en el bordado de un in-menso mantel de altar. La soberana, por el contrario, zurcíaprimorosamente un jubón de don Fernando, su esposo. Desdeque se casaron, allá por 1469, tenía por costumbre encargarsepersonalmente de la ropa del monarca. Le agradaba coser perolo hacía sobre todo por sentir próxima la presencia del hombreal que amaba sinceramente, pero de cuya compañía disfrutabamenos de lo que hubiera querido. Los continuos viajes del reya territorios aragoneses o sus empresas militares le alejabanfrecuentemente de su lado y la soberana no podía por menosque añorar su compañía y luchar de continuo contra el aguijónde unos celos no del todo infundados.Mientras Juana de Guzmán servía la limonada, la reina se

recreó en el armonioso grupo que formaba su prole: Juana,temperamental e inquieta, tan parecida en el físico a su suegra,Juana Enríquez, como en carácter a su madre, Isabel de Avís;María, serena y reservada, toda una mujer a sus trece años re-cién cumplidos; la pequeña Catalina, tan decidida, con sus ru-bios y rebeldes rizos escapando de la toca y estorbándole losojos... Hubo de reprimir un suspiro al detenerse en Isabel. Isa-bel, su primogénita, siempre callada, siempre triste, siempredistante desde que le negara su permiso para ingresar comoclarisa. ¿Qué se había hecho de la niña que acudía a ella en sustribulaciones, o de la sonriente novia de Sevilla?La voz aguda de Catalina interrumpió sus pensamientos:

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—¡Está muy fría! —se lamentó apenas probó un sorbo delimonada.La infanta Juana sonrió.—¿Qué esperabas? En la sierra ya ha nevado ¡Más que li-

monada deberíamos tomar una taza de ese nuevo elixir quecuentan que hay en las Indias al que llaman cho... —dudó—.¡Cholocate!—Cho-co-la-te —rectificó la reina, sin levantar los ojos de

la costura.—Dicen —continuó la infanta Juana— que calienta el alma

y el cuerpo y que son tales sus beneficios que aquel que lo in-giere sería capaz de vencer a la hidra de siete cabezas de un solomandoble.—No sabéis lo que decís, Juana. El almirante Colón nos los

dio a probar y es sumamente desagradable al paladar. Es pi-cante, amargo... ¡poco éxito le auguro a pesar de la mucha es-timación en que lo tienen los nativos! —aseveró la reina.Vacía la jarra, Elvira la recogió y se apresuró a salir de la es-

tancia. Bien sabía cómo acabaría la conversación: Juana y Cata-lina se enzarzarían en una de sus discusiones, María intentaríaponer paz e Isabel continuaría encerrada en su mutismo. Enfilóel amplio corredor a buen paso pero, de improviso, doña Leo-nor se cruzó en su camino:—¿Cómo está?—¿Cómo está quién? —preguntó con algo de impertinen-

cia la camarera. No tenía tiempo que perder. Aún había de pa-sar por las cocinas, encender los braseros, preparar los calienta-camas, disponer las habitaciones para la noche y, a las seis, laesperaba en el patio trasero Rodrigo, el palafrenero del prín-cipe Juan, con quien andaba en conversaciones que, de ser de suconocimiento, no habrían gozado de la aprobación de la an-ciana dueña.—¡Quién va a ser, criatura! La infanta nuestra señora...—¿Cuál de ellas?—Doña Isabel, por supuesto. ¿Acaso Juana, María o Cata-

lina necesitan de mis cuidados?—No os comprendo, doña Leonor... ¡Solo os preocupa la

infanta Isabel! Mirad que he oído a la reina suspirar por todassus hijas. El otro día, sin ir más lejos, decía que doña Juana va a

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matarla con su genio cambiante e irreflexivo, que doña María,de puro buena, parece tonta y que la pequeña Catalina se daunos humos que parece más reina que su madre...—¡Demonio de chiquilla! ¿Cómo te atreves a hablar así de

tus señoras? Es más, ¿quién te crees que eres para endosar a lareina juicios tan ligeros? Vete, desaparece de mi vista antes deque pierda los nervios...Elvira se recogió la falda y echó a correr pasillo adelante,

mientras sonreía ante el inofensivo pero amenazante enfadode la dueña. Doña Leonor esgrimía con furia su bastón y, dehaber podido darle alcance, algún palo hubiera descargado enlas costillas de la muchacha.Juana de Guzmán, alertada por las voces, salió al corredor e

intentó tranquilizarla.—No os alteréis, Leonor. Son jóvenes y como tal no saben

de respeto ni prudencia. ¿Qué os ha hecho en esta ocasión?—¡Pues no se ha atrevido a poner en boca de nuestra se-

ñora la reina juicios sobre las infantas! —La anciana temblabade ira.—No le deis mayor importancia. ¿Qué decía? —añadió con

curiosidad—No pienso repetíroslo... —Y a regañadientes añadió—:

Según ella solo me preocupa doña Isabel.—No me extraña que os preocupe. Desde que regresó de

Portugal, más parece un espíritu andante que una mujer. Tandelgada, eternamente vestida de negro, siempre en la capilla oencerrada en sus aposentos... Y ahora, la noticia de la muertedel rey de Portugal ha acabado de hundirla.—Sí —suspiró doña Leonor—. Por lo visto, en el escaso

tiempo que permaneció en la corte, don Juan fue un auténticopadre para ella...—Era hombre justo y ecuánime. Prueba de ello es que, de-

sechando la candidatura del bastardo, ha nombrado sucesor adon Manuel, duque de Viseu, a pesar de las afrentas que su fa-milia había hecho a la corona.—Cierto. Aseguran —la dueña bajó la voz para ser más dis-

creta— que cuando lo convocó a palacio para comunicarle susintenciones, don Manuel acudió convencido de que la reuniónno auguraba nada bueno para él...

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—¡Curioso destino el de don Manuel! —apostilló Juana deGuzmán—. Me contaba Brites, que como sabéis se crio al ser-vicio de doña Beatriz de Aveiro, la madre de don Manuel, queeste fue el menor de los varones de su casa, que nada parecíaaugurarle un destino glorioso y, sin embargo, por azares deldestino ha acabado en el trono de Portugal... Tal podría llamár-sele el Afortunado.—¡Por azares del destino y por la fatalidad! —la contradijo

irritada doña Leonor—, que ese trono bien correspondía aldesdichado don Alfonso y, por ende, a mi niña Isabel, que an-daría ahora entre honores y sedas, y no entre llantos y esta-meñas...Y porque doña Juana no la viera llorar, la dueña dio media

vuelta y dejó a su interlocutora con la palabra en la boca.

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Setúbal

24 de marzo de 1496

El nuevo rey de Portugal impuso el sello y entregó la misivaa su mayordomo mayor. Las órdenes eran claras: debía llegar aRoma lo antes posible. La inesperada muerte de don Alfonsohabía enseñado a Manuel que la vida es tan frágil como el cris-tal y no cesaba de atormentarle la posibilidad de morir sin queun sucesor asegurara la permanencia de la dinastía en el trono.Una nueva crisis dinástica podía ser fatal para el reino. Portu-gal estaba en plena expansión ultramarina y era, por tanto, ungoloso objetivo para la todopoderosa Castilla. Urgía pues queel papado extendiera la oportuna dispensa que le eximiera delcelibato que como maestre de la Orden de Cristo estaba obli-gado a respetar.Es más, entre tanto llegaba la respuesta del pontífice, había

llamado a su lado a don Jorge de Lencastre, el bastardo, paraadiestrarle en las artes del buen gobierno y asegurarse de que,en caso de necesidad, sería un digno representante de la sangreque aun de forma ilegítima corría por sus venas. Era, además,una inteligente maniobra, ya que así se protegía de un posibleenemigo. En la memoria de todos estaban los trágicos sucesosque habían precedido a la entronización de la dinastía Avís yno era cuestión de que la historia se repitiera.En su decidida vocación de apaciguar el reino, se decía, ra-

dicaba su interés en contraer un matrimonio castellano. Quémejor que continuar la política de alianza con sus poderososvecinos puesta en práctica por su antecesor cuando casó a suefímero heredero Alfonso con Isabel de Aragón. Lo más acer-tado era que él siguiera sus pasos. De la conformidad de lareina castellana no había duda alguna. Le constaba que los mo-

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narcas, que acababan de recibir del papado el título de católicos,estaban cerrando los compromiso de su hija, la infanta Juana, ydel príncipe de Asturias con los archiduques Felipe y Margaritade Borgoña; y que andaban en tratos para casar a la joven Ca-talina con Arturo, el heredero inglés. Una hábil maniobra paracercar a su sempiterna enemiga, Francia. Castilla y Aragón solotenían, pues, un flanco abierto, Ultramar, y para asegurarse lainexistencia de obstáculos en su expansión hacia las tierras re-cién descubiertas la alianza portuguesa era prioritaria.Por eso, dando por sentada la respuesta, había desplazado a

Castilla a don Fernando de Meneses, marqués de Vila Real, y a sufiel Diego da Silva. Ahora, cuando les sabía ya en tierras portu-guesas, el monarca estaba impaciente por recibirles. Entre tanto,el papado podía tomarse su tiempo y conceder la eximente.En estas andaba cuando su antiguo ayo entró en la sala de

audiencias sin anunciarse. Don Diego de Silva conocía muybien al rey y sabía de cierto que las noticias de las que era por-tador no iban a ser de su agrado. Desde que, cerradas las con-versaciones en Castilla, se puso en viaje no dejó de darle vuel-tas a la forma más adecuada de encarar la conversación. DonManuel no estaba acostumbrado a que le llevaran la contraria;es más, no admitía más intromisión en sus planes que aquellasque le imponía el destino. Por eso, apenas llegar a Lisboa, donDiego decidió no dilatar más el tema y, sin tiempo para el re-poso ni para el aseo, se presentó en el despacho del monarca.El rey le saludó efusivamente.—Os echaba de menos, don Diego, pero no esperaba veros

hasta mañana. Debéis de estar agotado del viaje...—Las nuevas que os traigo no pueden esperar.—Espero que sean positivas. Doy por supuesto que los Re-

yes Católicos han aceptado mi propuesta...—Más que eso, señor. Estando en camino supe que nos ha-

bíamos cruzado con un correo castellano que portaba nuestrasmismas intenciones. Me adelanté y mi visita hizo innecesarioque siguiera su camino...—Así pues, nuestros reales vecinos están en perfecta sinto-

nía con nosotros.—No exactamente, señor. Os conozco bien y sé que la pro-

posición de los católicos monarcas no os agradará.

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—Me tenéis en ascuas. ¿Por qué no ha de agradarme?—Porque os ofrecen la mano de la infanta María y, si no me

equivoco, vuestra proposición no iba en esa dirección... Acabade cumplir catorce años, pero es madura de entendimiento y,por supuesto, núbil.Manuel intentó reprimir un gesto de desencanto. El pudor

le impedía manifestar sus sentimientos y las palabras de donDiego lo ponían en evidencia. Se sentía como un niño pilladoen falta. Aun así intentó argumentar:—No os equivocáis, don Diego... Doña María es muy joven,

quizá tardará en darnos un heredero. Por eso —intentó disi-mular un cierto temblor en la voz— siempre pensé en que da-rían por supuesto que mis intereses se movían en torno a la in-fanta Isabel. Ya es una mujer hecha y derecha, conoce Portugaly goza de las simpatías de la corte y del pueblo. Me temo —continuó sin dar oportunidad a don Diego de seguir expli-cándose— que habréis de rehacer el camino y dejar bien claroque solo me casaré —elevó la voz para infundir seguridad a suspalabras— con la infanta Isabel.Don Diego no insistió. En Castilla se le había informado de

la melancolía en que vivía la infanta desde la muerte del prín-cipe Alfonso, su profunda religiosidad y su frustrado propósitode profesar. Tal vez, se dijo, debería informar al rey de que lajoven alegre, locuaz y decidida que él había conocido había de-saparecido como por ensalmo. Hacerle reconsiderar su interés,preguntarle si era tanto su amor como para rivalizar en el co-razón de Isabel con la presencia intangible y, como tal, aún máspeligrosa, de un fantasma, pero la prudencia y el respeto de-bido al soberano le impidieron hacerlo. Además, se dijo, no eranecesario. Conocía perfectamente la respuesta.

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