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ALAIN DE BOTTON

Las consolaciones de la filosofía

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Título original: The Consolations of Philosophy© 2000, Alain de BottonTraducción: Pablo Hermida Lazcano© De esta edición: 2006, Santillana Ediciones Generales, S.L.Torrelaguna, 60. 28043 Madrid (España)Teléfono 91 744 90 60www.puntodelectura.com

ISBN: 978-84-663-6853-7Depósito legal: B-23.899-2009Impreso en España – Printed in Spain

Ilustración de portada: Lucius Annaeus SenecaHulton Archive / Getty Images

Primera edición: noviembre 2006Segunda edición: octubre 2008Tercera edición: mayo 2009

Impreso por Litografía Rosés, S.A.

Todos los derechos reservados. Esta publicaciónno puede ser reproducida, ni en todo ni en parte,ni registrada en o transmitida por, un sistema derecuperación de información, en ninguna formani por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico,electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia,o cualquier otro, sin el permiso previo por escritode la editorial.

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ALAIN DE BOTTON

Las consolaciones de la filosofía

Traducción de Pablo Hermida Lazcano

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Consolación para

I. La impopularidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9

II. La falta de dinero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 65

III. La frustración . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 105

IV. La ineptitud . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 157

V. El corazón partido . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 239

VI. Las dificultades . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 287

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CONSOLACIÓN PARA LA IMPOPULARIDAD

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Hace unos años, durante un glacial invierno neo-yorquino, con una tarde por delante antes de coger unvuelo a Londres, acabé en una desierta galería de la plan-ta superior del Museo Metropolitano de Arte. La ilumi-nación era intensa y, aparte del suave zumbido de un sis-tema de calefacción de suelo radiante, el silencio eraabsoluto. Tras empacharme de cuadros en las galerías im-presionistas, buscaba un indicador de la cafetería (dondepediría un vaso de cierta variedad norteamericana de ba-tido de chocolate que por aquel entonces me volvía loco)cuando llamó mi atención un lienzo cuya leyenda expli-caba que había sido pintado en París por Jacques-LouisDavid, a sus treinta y ocho años, en el otoño de 1786.

Sócrates, condenado a muerte por los atenienses,se dispone a beber una copa de cicuta, en medio deldesconsuelo de sus amigos. En la primavera del año399 a.C., tres ciudadanos atenienses emprendieron unproceso legal contra el filósofo. Le acusaron de no ado-rar a los dioses de la ciudad, de introducir novedadesreligiosas y de corromper a la juventud de Atenas. Da-da la gravedad de los cargos que se le imputaban, solici-taron la pena de muerte.

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Sócrates respondió con una legendaria ecuanimi-dad. Aunque le concedieron la oportunidad de renegar

de su filosofía ante los tribunales, se situó del lado de loque creía verdadero y no de lo que, a buen seguro, goza-ría de popular aceptación. Según refiere Platón, desafióal jurado:

Yo, atenienses, os aprecio y os quiero, pero voy aobedecer al dios más que a vosotros y, mientras aliente

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y sea capaz, es seguro que no dejaré de filosofar, deexhortaros y de hacer manifestaciones al que devosotros vaya encontrando (…) Atenienses (…) de-jadme o no en libertad, en la idea de que no voy a ha-cer otra cosa, aunque hubiera de morir muchas veces.

Y así le condujeron a encontrar su final en una pri-sión ateniense, escribiendo su muerte un capítulo decisi-vo en la historia de la filosofía.

Un exponente de su relevancia lo hallamos en lafrecuencia con la que se ha pintado. En 1650, el francésCharles-Alphonse Dufresnoy pintó una Muerte de Sócra-tes que hoy se exhibe en la Galleria Palatina de Floren-cia, en la que no hay cafetería.

El siglo XVIII fue testigo del apogeo del interés porla muerte de Sócrates, particularmente desde que Dide-rot llamase la atención sobre su potencial pictórico enun pasaje de su Discurso sobre la poesía dramática.

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Jacques-Louis David recibió, en la primavera de1786, el encargo de Charles-Michel Trudaine de la Sa-blière, un adinerado miembro del Parlamento y un ta-lentudo estudioso del mundo griego. Los términos erangenerosos, 6.000 libras por adelantado y otras 3.000 a laentrega (Luis XVI había pagado sólo 6.000 libras por

Étienne de Lavallée-Poussin, c. 1760

Jacques Philippe Joseph de

Saint-Quentin. 1762

Pierre Peyron, 1790

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uno mayor, El juramento de los Horacios). Cuando se exhi-bió el cuadro en el Salón de 1787, hubo unanimidad enconsiderarlo la más hermosa de las muertes de Sócrates.Sir Joshua Reynolds lo juzgó como “el esfuerzo artísticomás exquisito y admirable desde la Capilla Sixtina y lasEstancias de Rafael. El cuadro habría sido un orgullo pa-ra la Atenas de la era de Pericles”.

Compré cinco postales del cuadro de David en latienda de regalos del museo y, más tarde, cuando sobre-volábamos los campos helados de Terranova (que, bajola luna llena y el cielo despejado, reflejaban un verde lu-minoso), examiné una de ellas mientras picoteaba de unapálida cena que había depositado en la mesita delante demí una azafata creyendo que dormitaba.

Platón está sentado a los pies de la cama, con perga-mino y pluma a su lado, testigo silencioso de la injusticiadel Estado. Tenía veintinueve años cuando murió Sócra-tes, pero David lo transformó en un viejo de pelo cano ysemblante grave. Por el corredor, la esposa de Sócrates,Jantipa, abandona la celda escoltada por guardianes. Sie-te amigos se hallan en diversos estados de lamentación.El compañero más cercano a Sócrates, Critón, sentado asu lado, contempla a su maestro con devoción y preocu-pación. Pero el filósofo, erguido, con torso y bíceps deatleta, no se muestra temeroso ni compungido. El hechode que un buen número de atenienses haya denunciadosu insensatez no ha bastado para que se tambaleen susconvicciones. David había proyectado pintar a Sócratesen plena ingestión del veneno, pero el poeta André Che-nier sugirió que la tensión dramática aumentaría si se le

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mostrara poniendo punto final a un razonamiento filo-sófico, al tiempo que se hacía serenamente con la cicutaque acabaría con su vida, simbolizando así tanto la obe-diencia a las leyes de Atenas cuanto la lealtad a su voca-ción. Asistimos de este modo a los últimos y edificantesinstantes de un ser extraordinario.

Acaso la poderosa impresión que me causó la postalobedeciera al agudo contraste entre el comportamientoque retrataba y el mío propio. En las conversaciones, miprioridad era gustar, más que decir la verdad. El deseode agradar me llevaba a reír los chistes malos, cual padreen la noche de estreno de una función escolar. Con losdesconocidos, adoptaba el gesto servil del recepcionistaque da la bienvenida al hotel a los clientes adinerados:entusiasmo salival nacido de un mórbido e indiscrimina-do deseo de afecto. No se me ocurría poner en dudapúblicamente ideas que gozasen de común aceptación.Perseguía la aprobación de figuras de autoridad y, trasmis encuentros con ellas, me preocupaba mucho saber siles habría causado una impresión satisfactoria. Al cruzaraduanas o pasar junto a coches de policía albergaba unconfuso deseo de que los oficiales uniformados pensasenbien de mí.

Pero el filósofo no se había doblegado ante la im-popularidad y la condena del Estado. No se había re-tractado de sus ideas porque otros se hubiesen quejado.Además, su confianza brotaba de un manantial másprofundo que la bravura o la exaltación impetuosa. Secimentaba en la filosofía. La filosofía había provisto aSócrates de las convicciones en virtud de las cuales fue

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capaz de tener confianza racional, opuesta a la histérica,a la hora de afrontar la desaprobación.

Aquella noche, sobre las tierras heladas, semejanteindependencia de espíritu supuso para mí una revelacióny un estímulo. Prometía contrapesar una tendencia supi-na a seguir las prácticas e ideas socialmente sancionadas.En la vida y la muerte de Sócrates descubrimos una invi-tación al escepticismo inteligente.

En términos más generales, el tema cuyo símbolosupremo era el filósofo griego parecía exhortarnos a asu-mir una tarea a la par profunda e irrisoria: hacernos sa-bios por medio de la filosofía. A pesar de las enormes di-ferencias entre los numerosos pensadores calificados defilósofos a lo largo del tiempo (personas tan distintas enrealidad que, de haber sido congregadas en una gigan-tesca fiesta, no sólo no tendrían nada de que hablar, sinoque con toda probabilidad habrían llegado a las manosdespués de unas copas), parecía viable identificar a ungrupito de individuos, separados por siglos, que profesaranuna vaga lealtad común hacia una visión de la filosofíasugerida por la etimología griega de la palabra (philo,amor; sophia, sabiduría), un grupo que compartiese el in-terés en decir unas cuantas cosas prácticas y consolado-ras acerca de las causas de nuestros mayores pesares. Atales hombres habría yo de dedicarme.

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En toda sociedad se manejan nociones referentes aqué creer y cómo comportarnos con el fin de evitar ladesconfianza y la impopularidad. Algunas de estas con-venciones sociales se formulan de modo explícito en uncódigo legal, otras se mantienen de manera más intuitivaen un vasto acervo de juicios éticos y prácticos descritocomo “sentido común”, que dicta la forma de vestir, losvalores económicos que deberíamos adoptar, las perso-nas a las que deberíamos apreciar, las normas de etiquetay el modelo de vida doméstica. Empezar a cuestionar es-tas convenciones se antojaría extraño, incluso violento.Si el sentido común está blindado frente a las preguntases porque sus juicios se estiman demasiado sensatos co-mo para convertirse en objetos de escrutinio.

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Apenas resultaría aceptable, por ejemplo, preguntaren el curso de una conversación ordinaria cuál es, paranuestra sociedad, el propósito del trabajo.

O pedir a unos recién casados que expliquen todaslas razones que subyacen a su decisión.

O interrogar con detalle a quien se va de vacacionessobre las motivaciones ocultas de su viaje.

Los antiguos griegos disponían de otras tantasconvenciones de sentido común y las sustentarían conanáloga tenacidad. Un fin de semana, fisgando en unalibrería de viejo de Bloomsbury, me topé con una colec-ción de libros de historia originalmente dirigidos a losniños, con un montón de fotografías y bellas ilustraciones.

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Formaban parte de la colección See Inside an EgyptianTown [Visita a una ciudad egipcia], See Inside a Castle [Visi-ta a un castillo] y un volumen que adquirí junto con unaenciclopedia de plantas venenosas, See Inside an AncientGreek Town [Visita a una antigua ciudad griega].

Se incluía en él información sobre el modo habi-tual de vestir en las ciudades-Estado de Grecia en elsiglo V a.C.

El libro explicaba que los griegos creían en mu-chos dioses, dioses del amor, de la caza y la guerra, dio-ses con poder sobre la cosecha, el fuego y el mar. Antes

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de embarcarse en cualquier aventura, se encomenda-ban a ellos en un templo o bien en un pequeño altardoméstico y sacrificaban animales en su honor. Resul-taba caro: Atenea costaba una vaca; Artemisa y Afrodi-ta, una cabra; Asclepio, una gallina o un gallo.

Los griegos veían con buenos ojos la posesión deesclavos. En el siglo V a.C. tan sólo en Atenas llegó a ha-ber entre ochenta y cien mil esclavos, uno por cada tresindividuos libres.

Los griegos eran también un pueblo muy guerrero yadoraban el valor en el campo de batalla. Para dar la tallacomo varón, uno tenía que ser capaz de segar la cabeza delos adversarios. El soldado ateniense acabando con unpersa (pintado en un plato en tiempos de la SegundaGuerra Médica) mostraba el comportamiento apropiado.

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Las mujeres estaban enteramente sometidas a susesposos y padres. No participaban en la política ni en lavida pública, ni les estaba permitido heredar propiedadeso poseer dinero. Normalmente, se casaban a los treceaños, con maridos elegidos para ellas por sus padres, conindependencia de su compatibilidad emocional.

Nada de ello habría llamado la atención de los con-temporáneos de Sócrates. Se habrían sentido desconcer-tados y furiosos si se les hubiera preguntado por los pre-cisos motivos que les llevaban a sacrificar gallos aAsclepio o por la razón de que los hombres necesitasenmatar para ser virtuosos. Habría resultado tan obtusocomo preguntarse por qué la primavera sucede al invier-no o por qué el hielo es frío.

Mas no sólo la hostilidad ajena puede disuadirnosde todo cuestionamiento del statu quo. Nuestra voluntadde dudar puede verse minada con análoga fuerza por unsentimiento interior de que las convenciones socialeshan de poseer un sólido fundamento, aun cuando no

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acertemos a conocer con precisión de cuál se trata, pues-to que han contado con la adhesión de muchísima gentedurante largo tiempo. Se nos antoja poco plausible quenuestra sociedad pueda hallarse gravemente equivocadaen sus creencias y que, al mismo tiempo, seamos los úni-cos en advertir esta circunstancia. Sofocamos nuestrasdudas y seguimos la corriente porque no somos capacesde concebirnos como pioneros de verdades difíciles e ig-notas hasta la fecha.

En busca de ayuda para superar nuestra docilidad,dirijamos la mirada al filósofo.

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1. La vida

Nació en Atenas en el año 469 a.C. Se cree que su pa-dre, Sofronisco, era escultor y su madre, Fenarete, coma-drona. En su juventud, Sócrates fue discípulo del filósofoArquelao y, a partir de entonces, practicó la filosofía sin es-cribirla jamás. No cobraba por sus lecciones, por lo que sefue sumiendo en la pobreza, si bien apenas le preocupabanlas posesiones materiales. Vestía el mismo manto a lo largodel año y solía andar descalzo; se decía que había nacidopara fastidio de los zapateros. En el momento de su muer-te, estaba casado y era padre de tres hijos varones. Su mu-jer, Jantipa, era célebre por su horrible temperamento.Cuando le preguntaban por qué se había casado con ellarespondía que los domadores de caballos necesitaban prac-ticar con los animales más fogosos. Pasaba mucho tiempofuera de casa, conversando con los amigos en los lugarespúblicos de Atenas. Éstos apreciaban su sabiduría y su sen-tido del humor. Pocos podían apreciar su aspecto. Era ba-jo, calvo y con barba, de curiosos andares tambaleantes yun rostro que sus conocidos comparaban con la cabeza deun cangrejo, con un sátiro o con un personaje grotesco.

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Nariz chata, grandes labios y prominentes ojos hinchados,asentados bajo un par de cejas ingobernables.

Pero su rasgo más llamativo era su costumbre deacercarse a atenienses de cualquier condición, edad yocupación, y, sin preocuparse de si le tomarían por unexasperante excéntrico, pedirles sin rodeos que le expli-casen con precisión por qué mantenían determinadascreencias de sentido común y cuál era, a su juicio, el sen-tido de la vida, tal como relata un desconcertado general:

Si uno se halla muy cerca de Sócrates en unadiscusión o se le aproxima dialogando con él, le esforzoso, aun si se empezó a dialogar sobre cualquierotra cosa, no despegarse, arrastrado por él en el diá-logo, hasta conseguir que dé explicación de sí mismo,sobre su modo actual de vida y el que ha llevado ensu pasado. Y una vez que han caído en eso, Sócratesno lo dejará hasta que lo sopese bien y suficiente-mente todo.

Aliados de esta costumbre eran el clima y la confi-guración urbana. Atenas era cálido durante la mitad delaño, lo cual aumentaba las oportunidades de entablar

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conversación, sin introducción formal, con gente de lacalle. Las actividades que en los países septentrionales sedesarrollaban tras las paredes de barro de cabañas som-brías y llenas de humo no precisaban refugio alguno delos benevolentes cielos del Ática. Era habitual deambularpor el ágora, bajo las columnatas del Pórtico Pintado odel Pórtico de Zeus Eleuterio, y charlar con los descono-cidos al caer la tarde, las horas privilegiadas entre los ne-gocios diurnos y las ansiedades nocturnas.

Las dimensiones de la ciudad propiciaban la sociabi-lidad. Entre Atenas y su puerto rondaban los 240.000 ha-bitantes. No se necesitaba más de una hora para caminarde un extremo al otro de la ciudad, desde el Pireo hasta lapuerta del Egeo. Los habitantes podían sentirse conecta-dos como los alumnos de un colegio o los invitados de unaboda. Entablar conversaciones públicas con desconocidosno era solamente cosa de fanáticos y borrachuelos.

Dejando a un lado la climatología y el tamaño denuestras ciudades, si nos abstenemos de cuestionar elstatu quo es ante todo porque asociamos lo corriente conlo correcto. El filósofo sin sandalias formuló toda unaretahíla de preguntas con el fin de determinar hasta quépunto lo generalizado era sensato y tenía sentido.

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2. La regla del sentido común

Muchos consideraban exasperantes tales preguntas.Algunos le tomaban el pelo. No faltaba quien de buenagana le hubiera matado. En Las nubes, representada porvez primera en el teatro de Dioniso en la primavera delaño 423 a.C., Aristófanes ofrecía a los atenienses una ca-ricatura de ese conciudadano filósofo que rehusabaaceptar el sentido común sin la previa investigación desu lógica hasta extremos insolentes. El actor que hacíade Sócrates aparecía en escena en una cesta suspendidade una grúa, pues declaraba que su mente funcionabamejor a gran altura. Se hallaba inmerso en tan profundospensamientos que no tenía tiempo para lavarse o pararealizar las tareas domésticas, por lo que su manto apes-taba y su casa estaba plagada de bichos, pero al menospodía ocuparse de los interrogantes más cruciales de laexistencia. Entre ellos figuraban los siguientes: ¿cuántasveces puede saltar una pulga la longitud de su cuerpo?¿Los mosquitos zumban por la boca o por el ano? Aun-que Aristófanes no entraba a detallar los resultados delas preguntas socráticas, el público debía de hacerse unaidea adecuada de su relevancia.

Aristófanes estaba fraguando una familiar crítica di-rigida contra los intelectuales: que con sus preguntas seapartaban más de la sensatez que quienes nunca se hanenzarzado en el análisis sistemático de algún asunto.Entre el autor teatral y el filósofo se ponía de manifies-to una antitética valoración del grado de adecuaciónde las explicaciones ordinarias. Mientras que, a ojos de

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Aristófanes, los que están en sus cabales se conformancon saber que las pulgas saltan mucho dado su tamaño yque los mosquitos emiten ruido por algún sitio, se acusa-ba a Sócrates de una maniaca desconfianza en el sentidocomún, así como de albergar un perverso apetito de al-ternativas fútiles y rebuscadas.

A esto habría replicado Sócrates que, en ciertos ca-sos, aunque quizá no en los referidos a las pulgas, el pro-pio sentido común puede justificar una indagación másprofunda. Tras breves conversaciones con muchos ate-nienses, las concepciones populares sobre el modo dellevar una vida buena, concepciones consideradas nor-males y, por tanto, incuestionadas para la mayoría, reve-laban sorprendentes insuficiencias de las que el talanteconfiado de sus defensores no había dado indicio alguno.En contra de lo que presumía Aristófanes, diríase que losinterlocutores de Sócrates apenas sabían de lo que ha-blaban.

3. Dos conversaciones

Según refiere Platón en el Laques, una tarde, enAtenas, el filósofo se encontró con dos estimados gene-rales, Nicias y Laques. Los generales habían combatido

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contra los ejércitos espartanos en las batallas de la Gue-rra del Peloponeso y se habían granjeado el respeto delos ancianos de la ciudad y la admiración de los jóvenes.Ambos morirían como soldados: Laques en la batalla deMantinea en el año 418 a.C. y Nicias en la fatal expedi-ción a Sicilia en el 413 a.C. No perdura ningún retratode ellos, aunque uno se imagina que en la batalla debe-rían parecerse a dos jinetes de una sección del friso delPartenón.

Los generales se aferraban a una idea de sentido co-mún. Creían que, para ser valiente, una persona había depertenecer a un ejército, avanzar en la batalla y matar asus adversarios. Pero, al encontrarse con ellos por la ca-lle, Sócrates se animó a hacerles algunas preguntas más:

SÓCRATES: Con que intenta responder a lo quedigo: ¿qué es el valor?

LAQUES: ¡Por Zeus!, Sócrates, no es difícil res-ponder. Si uno está dispuesto a rechazar, firme en suformación, a los enemigos y a no huir, sabes bien queese tal es valiente.

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Pero Sócrates recordó que, en la batalla de Plateadel año 479 a.C., fuerzas griegas, bajo el mando del reyespartano Pausanias, inicialmente se habían batido enretirada para vencer luego con audacia al ejército persadirigido por Mardonio:

SÓCRATES: Pues dicen que los lacedemonios,cuando en Platea se enfrentaron a los guerróforos per-sas, no quisieron pelear con ellos aguardando a piefirme, sino que huyeron y, una vez que se quebraronlas líneas de formación de los persas, dándose la vuel-ta como jinetes, pelearon y así vencieron en aquellabatalla.

Forzado a seguir pensando, Laques avanzó una se-gunda idea de sentido común: que el valor era un tipo deresistencia. Mas la resistencia, señaló Sócrates, podía di-rigirse hacia fines temerarios. Para distinguir el auténti-co valor del delirio se precisaba otro elemento. El com-pañero de Laques, Nicias, guiado por Sócrates, sugirióque el valor tendría que implicar conocimiento, con-ciencia del bien y del mal, y que no siempre podría limi-tarse a cuestiones bélicas.

Una breve conversación callejera había bastado pa-ra descubrir grandes insuficiencias en la definición con-vencional de una virtud muy admirada en Atenas. Sehabía evidenciado la falta de consideración de la posi-bilidad del valor fuera del campo de batalla o la impor-tante combinación de conocimiento y resistencia. Elasunto podía antojarse insignificante, pero sus implica-ciones eran inmensas. Si un general había aprendido

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previamente que ordenar la retirada de su ejército eraseñal de cobardía aun cuando pareciese la única manio-bra sensata, la redefinición ampliaba sus opciones y lealentaba contra las críticas.

En el Menón platónico, Sócrates volvía a conversarcon alguien sumamente confiado en la verdad de unaconcepción de sentido común. Menón era un autoritarioaristócrata que se hallaba de visita en el Ática, proceden-te de su Tesalia nativa, y tenía su idea sobre la relaciónentre el dinero y la virtud. Para ser virtuoso, explicó aSócrates, hay que ser muy rico, y la pobreza es invaria-blemente un fracaso personal y no un accidente.

Tampoco disponemos de un retrato de Menón. Noobstante, al hojear una revista griega para hombres en elvestíbulo de un hotel ateniense imaginé que bien podríaguardar cierto parecido con un hombre que bebía cham-pán dentro de una piscina iluminada.

El hombre virtuoso, informó Menón a Sócratesmostrando seguridad, es alguien que posee una gran

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fortuna y puede permitirse cosas buenas. Sócrates siguiópreguntando:

SÓCRATES: ¿Y no llamas cosas buenas, porejemplo, a la salud y a la riqueza?

MENÓN: Y también digo el poseer oro y plata,así como honores y cargos públicos.

SÓCRATES: ¿No llamas buenas a otras cosas, si-no sólo a ésas?

MENÓN: No, sino sólo a todas aquellas de estetipo.

SÓCRATES: ¿No agregas a esa adquisición, Me-nón, las palabras “justa y santamente”, o no hay parati diferencia alguna, pues si alguien se procura esascosas injustamente, tú llamas a eso también virtud?

MENÓN: De ninguna manera, Sócrates.SÓCRATES: ¿Vicio, entonces?MENÓN: Claro que sí.SÓCRATES: Es necesario, pues, según parece,

que a esa adquisición [de oro y plata] se añada justi-cia, sensatez, santidad o alguna otra parte de virtud.(…) El no buscar oro y plata, cuando no sea justo, nipara sí ni para los demás, ¿no es acaso ésta una vir-tud, la no adquisición?

MENÓN: Parece.SÓCRATES: Por tanto, la adquisición de cosas

buenas no sería más virtud que su no adquisición(…).

MENÓN: Me parece que es necesariamente co-mo dices.

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En un momento, Menón había aprendido que eldinero y la influencia no eran atributos necesarios ni su-ficientes de la virtud. Los ricos podían ser admirables,pero ello dependía de cómo hubieran adquirido su ri-queza. Análogamente, la pobreza no podía, por sí sola,revelar nada acerca de la talla moral de un individuo.Ninguna razón justifica que un rico considere que susbienes son garantía de su virtud. Ninguna razón exige alpobre imaginar que su indigencia es señal de su depra-vación.

4. Por qué es posible que los otros no sepan

Los temas pueden haber quedado obsoletos, perono así la moraleja subyacente: puede que los otros esténequivocados, incluso si ocupan importantes posiciones osi participan de las creencias defendidas durante siglospor amplias mayorías. Y la razón es simple: no han so-metido sus creencias a escrutinio lógico.

Menón y los generales defendían ideas erróneasporque habían absorbido las normas imperantes sincomprobar su consistencia lógica. Para señalar la pecu-liaridad de su pasividad, Sócrates comparaba la vida, dela que está ausente el pensamiento sistemático, con elejercicio de una actividad como la alfarería o la fabrica-ción de zapatos sin seguir, e incluso sin conocer, los pro-cedimientos técnicos. Jamás imaginaríamos que unabuena vasija o un buen zapato pudiese ser fruto exclusivode la intuición. ¿Por qué asumir entonces que la tarea,

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harto más compleja, de dirigir la propia vida pudiese lle-varse a cabo sin una constante reflexión acerca de laspremisas y de las metas?

Tal vez porque, en realidad, no creemos que el he-cho de dirigir nuestras vidas resulte complicado. Ciertasactividades difíciles parecen muy complicadas desde fue-ra, en tanto que otras igualmente complejas parecenmuy sencillas. Alcanzar ideas atinadas sobre cómo vivirentra dentro de la segunda categoría; hacer una vasija oun zapato, en la primera.

Se trataba, desde luego, de una labor formidable.Había que empezar por traer la arcilla hasta Atenas, nor-malmente de una gran cantera del cabo Kolias, a unos 11kilómetros al sur de la ciudad, y colocarla en un torno,haciéndolo rotar entre 50 y 150 veces por minuto, a unavelocidad inversamente proporcional al diámetro de laparte que se está moldeando: cuanto más estrecha la va-sija, más rápido el torno. Luego venía el lavado con es-ponja, el raspado, el cepillado y la colocación del asa.

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A continuación había que revestir la vasija con unbarniz negro, hecho a base de arcilla muy compactamezclada con potasa. Una vez seco el barniz, se introdu-cía la vasija en un horno a 800 ºC con el respiraderoabierto. Se volvía de un rojo intenso, resultado del endu-recimiento de la arcilla hasta convertirse en óxido férrico(Fe2O3). Acto seguido, se cocía a 950 ºC con el respira-dero cerrado y metiendo en el horno hojas mojadas paramantener la humedad, con lo que el cuerpo de la vasijase volvía de un negro grisáceo y el barniz de un negrosinterizado (magnetita, Fe3O4). Transcurridas unas ho-ras, volvía a abrirse el respiradero, se quitaban las cenizasde las hojas y se dejaba descender la temperatura hastalos 900 ºC. Mientras el barniz retenía el negro de la se-gunda cocción, el cuerpo de la vasija recuperaba el rojointenso de la primera.

No es de extrañar que pocos atenienses se sintieranllamados a hacer girar sus propias vasijas al buen tuntún.La alfarería parece tan difícil como en verdad resulta

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ser. Por desgracia, no sucede lo mismo con la conquistade buenos principios éticos, que pertenece a un proble-mático género de actividades simples en apariencia, perointrínsecamente complejas.

Sócrates nos exhorta a no dejarnos intimidar por laconfianza de quienes no respetan esta complejidad yformulan sus concepciones sin un rigor equiparable almenos al del alfarero. Lo que se presume obvio y “natu-ral” rara vez resulta serlo. El reconocimiento de esta cir-cunstancia debería enseñarnos a considerar que el mundoes más flexible de lo que parece, pues las ideas estableci-das han emergido con frecuencia no mediante un proce-so de impecables razonamientos, sino a resultas de siglosy siglos de embrollo intelectual. Puede que no exista nin-guna razón de peso para que las cosas sean como son.

5. Cómo pensar por uno mismo

Nuestro filósofo no sólo nos ayuda a entender quelos demás pueden estar equivocados; nos ofrece ademásun sencillo método mediante el cual determinar pornosotros mismos lo que es correcto. Pocos filósofos hansituado tan bajo el listón de lo que se precisa para iniciaruna vida reflexiva. No se necesitan años de educaciónformal ni una vida ociosa. Cualquiera que, estando dota-do de una mente curiosa y bien organizada, pretendaevaluar una creencia de sentido común, puede entablaruna conversación callejera con un amigo y, mediante un

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método socrático, logrará desembocar en un par de ideasaudaces en menos de media hora.

El método socrático de examen del sentido comúnpuede apreciarse en todos los diálogos primeros e inter-medios de Platón y, dado que sigue una serie consistentede pasos, cabe presentarlo sin agravio alguno en el len-guaje de un manual o libro de cocina, y aplicarlo a cual-quier creencia que nos sentimos instados a aceptar obien inclinados a rechazar. El método sugiere que no po-demos determinar la corrección de un enunciado basán-donos en que goce de la aceptación mayoritaria o deltradicional asentimiento de personas de renombre. Unenunciado correcto es aquel que no puede contradecirseracionalmente. Un enunciado es verdadero si no puedeser refutado. Si la refutación es posible, entonces, porelevados que sean el número y la categoría de quienes losuscriben, el enunciado será falso y acertaremos al po-nerlo en duda.

EL MÉTODO SOCRÁTICO DE PENSAMIENTO

1. Elíjase un enunciado que goce del respaldo con-fiado del sentido común.

Obrar con valentía implica no retirarse en la batalla.

Para ser virtuoso es preciso el dinero.

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2. Imagínese por un momento que, pese a la con-fianza de quien lo propone, el enunciado es falso.Búsquense situaciones o contextos en los que elenunciado no resulte verdadero.

¿Cabe ser valiente y, no obstante, retirarse en la batalla?¿Cabe mantenerse firme en la batalla y, pese a todo, noser valiente?

¿Puede alguien poseer dinero y carecer de virtud?¿Puede alguien carecer de dinero y ser virtuoso?

3. Si se encuentra alguna excepción, la definiciónserá falsa o, al menos, imprecisa.

Es posible ser valiente y retirarse.Es posible mantenerse firme en la batalla y aun así no servaliente.

Es posible tener dinero y ser un ladrón.Es posible ser pobre y virtuoso.

4. El enunciado inicial ha de matizarse para darcuenta de la excepción.

Obrar con valentía puede implicar tanto la retiradacomo el avance en la batalla.

Las personas con dinero pueden calificarse de virtuosassolamente si lo han adquirido por cauces virtuosos, y hayquienes, careciendo de dinero, pueden ser virtuosos cuando

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han vivido situaciones en las que resultaba imposible servirtuoso y hacer dinero.

5. Si se descubren nuevas excepciones a los enun-ciados mejorados, el proceso debe repetirse. Laverdad, si es que un ser humano es capaz de alcan-zar algo semejante, radica en un enunciado que pa-rece imposible refutar. Averiguando lo que algo noes, es como nos aproximamos a la comprensión delo que es.

6. Con independencia de lo que insinuase Aristófa-nes, el producto del pensamiento es superior al pro-ducto de la intuición.

Ni que decir tiene que es posible llegar a verdadessin filosofar. Sin seguir un método socrático, podemosadvertir que la gente sin dinero puede calificarse de vir-tuosa si ha vivido situaciones en las que resultaba impo-sible ser virtuoso y hacer dinero, o que obrar con valen-tía puede implicar la retirada en la batalla. Perocorremos el riesgo de no saber responder a quienes dis-crepan de nosotros, a menos que hayamos consideradológicamente con anterioridad las posibles objeciones anuestra posición. Podemos ser acallados por imponentespersonajes, que declaren con contundencia que el dineroes esencial para la virtud y que sólo los afeminados se re-tiran en la batalla. A falta de contraargumentos que for-talezcan nuestra posición (la batalla de Platea o el enri-quecimiento en una sociedad corrupta), habremos delimitarnos a proponer, con blandenguería o petulancia,

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que tenemos la sensación de estar en lo cierto pero nosomos capaces de explicar por qué.

Sócrates denominaba opinión verdadera a aquellacreencia correcta mantenida sin conciencia de cómo res-ponder racionalmente a las posibles objeciones y le con-fería un rango inferior al del conocimiento, que no sóloimplica comprender que algo es verdadero, sino tambiénpor qué sus alternativas son falsas. Comparaba ambasversiones de la verdad con las bellas obras del gran escul-tor Dédalo. Una verdad producida por la intuición escomo una estatua al aire libre, sin más apoyo que el de lapeana sobre la que se asienta.

Un viento fuerte podría derribarla en cualquiermomento. Mas una verdad sustentada por razones ycontraargumentos es como una estatua anclada en elsuelo mediante cables.

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El método socrático de pensamiento nos prometeun modo de exponer opiniones que, aun contra viento ymarea, son merecedoras de auténtica confianza.

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