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Las aventuras delúltimo abencerraje

François Auguste deChateaubriand

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LAS AVENTURAS DEL ÚLTIMO ABENCERRAJE

Cuando Boabdil, último rey de Granada, sevio obligado a abandonar el reino de sus padres, sedetuvo en la cima del monte Padul, desde donde sedescubría el mar en que el desventurado Monarcaiba a embarcarse para el África; descubríase tam-bién a Granada, la Vega y el Genil, en cuyas orillasse alzaban las tiendas del campamento de Fernan-do e Isabel. A la vista de tan delicioso país, y de loscipreses que aun señalaban aquí y acullá los sepul-cros de los musulmanes, Boabdil rompió en acerbollanto. Su madre, la sultana Aïxa, que le acompaña-ba en el destierro con los grandes que un tiempocomponían su corte, le dijo: «Llora como una mujerla pérdida de un reino que no has sabido defendercomo hombre.» Bajaron de la montaña, y Granadase ocultó para siempre a sus ojos.

Los moros españoles, que compartieron lasuerte de su rey, se dispersaron por el Africa. Lastribus de los zegríes y los gomeles se establecieronen el reino de Fez, de que eran descendientes. Losvangas y los alabes se detuvieron en la costa, des-de Orán hasta Argel, y por último, los abencerrajesfijaron su morada en las inmediaciones de Túnez,

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formando en frente de las ruinas de Cartago unacolonia que todavía se distingue de los moros afri-canos por la elegancia de sus costumbres y la be-nignidad de sus leyes.

Estas familias llevaron a su nueva patria elrecuerdo de la antigua. El Paraíso de Granada nose borraba de su memoria; las madres repetían sunombre a sus hijos aun en la lactancia, y los ador-mecían con los romances de los zegríes y los aben-cerrajes. De cinco en cinco días oraban en la mez-quita volviéndose hacia Granada, para conseguir deAlá restituyese a sus elegidos aquella tierra delicio-sa. El país de los lotófagos ofrecía en vano a losdesterrados sus frutos, sus aguas, su frondosidad ysu brillante sol; que lejos de las Torres rojas, nohabía ni frutos agradables, ni corrientes cristalinas,ni fresco verdor, ni sol digno de ser admirado. Si semostraban a algún proscripto las llanuras del Bra-gada, sacudía tristemente la cabeza y exclamabasuspirando: -¡Granada!

Los abencerrajes conservaban especial-mente el más tierno y fiel recuerdo de la patria, pueshabían dejado con mortal amargura el teatro de sugloria, y las márgenes que tantas veces hicieranresonar a este entusiasta grito de guerra: «¡Honor y

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amor!» No pudiendo ya manejar la lanza en losdesiertos, ni cubrirse con el casco en una colonia delabradores, habíanse consagrado al estudio de lossimples, profesión tan estimada entre los árabescomo la de las armas. Así, pues, la raza guerrera,que en otro tiempo abría heridas, ocupábase ya enel arte precioso de curarlas; en lo cual conservabaalgo de su primitivo genio, porque los caballerosacostumbraban curar por sí mismos las heridas delenemigo que habían derribado.

La cabaña de esta familia, antigua poseedo-ra de suntuosos palacios, no estaba situada entrelas de los demás desterrados, al pie del monte Ma-melife, sino entre las mismas ruinas de Cartago, aorillas del mar, en el lugar donde San Luis murió ensu lecho de ceniza, y donde se ve en la actualidaduna ermita mahometana. De las paredes de la ca-baña pendían escudos de piel de león, que ostenta-ban sobre campo azul dos salvajes que derribabanuna ciudad con sus mazas; en derredor de estadivisa se leían estas palabras: ¡Qué bagatela! -armas y divisa de los abencerrajes. Veíanse lanzasadornadas de pendones blancos y azules, alborno-ces y casacas de raso acuchilladas, detrás de losescudos, y brillaban en medio de las cimitarras y lasdagas. Veíanse también colgados en desorden

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guantes de batalla, frenos incrustados de piedraspreciosas, anchos estribos de plata, largas espadas,cuya vaina había sido bordada, por la mano de prin-cesas, y espuelas de oro que las yseult, las geniev-res y las orianas calzaran en días más felices adenodados paladines.

Al pie de estos trofeos de gloria, mostrá-banse los de una vida pacífica: plantas cogidas enlas cumbres del Atlas y en el desierto de Sahara, ymuchas habían sido traídas de la vega de Granada.Unas eran propias para curar los males del cuerpo,otras extendían su poder a los del alma; pero losabencerrajes estimaban especialmente las queservían para calmar los vanos pesares, las locasilusiones y esas esperanzas de felicidad siemprerenacientes y siempre desvanecidas. Por desgracia,muchos de aquellos simples tenían virtudes hartoopuestas, y acontecía con frecuencia que el perfu-me de una flor de la patria era una especie de ve-neno para los ilustres proscriptos.Veinticuatro años habían transcurrido desde la tomade Granada. En este breve espacio de tiempo, hab-ían sucumbido catorce abencerrajes a la influenciade un nuevo clima, a los azares de tina vida errante,y especialmente a esos ocultos pesares que miransordamente las fuerzas humanas. Un solo vástago

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era toda la esperanza de esta famosa casa. Aben-Hamet, que llevaba el nombre del abencerraje, acu-sado por los zegríes de haber seducido a la sultanaAlfaïma, reunía en su persona la hermosura, el va-lor, la cortesanía y la generosidad de sus antepasa-dos, a la par de ese tranquilo brillo y esa ligera ex-presión de melancolía que imprime el infortunionoblemente sufrido, y contaba sólo veintidós años alperder su padre. Resolvió entonces hacer una pe-regrinación al país de sus mayores, fin de satisfacerla necesidad de su corazón y realizar un designioque ocultó con esmero a su madre.

Embarcóse en la escala de Túnez, y condu-cido por un viento favorable a Cartagena, saltó entierra y tomó el camino de Granada, anunciándosecomo un médico árabe que iba a herborizar a SierraNevada. Una pacífica mula le llevaba lentamente alpaís donde los abencerrajes volaban en otro tiempocaballeros sobre belicosos corceles; precedíale unguía, conduciendo otras dos mulas adornadas decascabeles y de moños de lana de diferentes colo-res, Aben-Hamet atravesó los vastos matorrales ylos bosquecillos de palmeras del reino de Murcia, yjuzgando por su vejez que habían sido plantadaspor sus padres, apoderóse de su corazón hondaamargura. Aquí se elevaba una torre donde velaba

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el centinela, en tiempo, de la guerra de los moros ylos cristianos allí se dejaba ver una ruina, cuya,arquitectura anunciaba su origen morisco: nuevomotivo de dolor para el abencerraje, que se apeabade su mula, y bajo pretexto de buscar ciertas plan-tas, se ocultaba en aquellos tristes despojos deltiempo, para dar rienda suelta a sus lágrimas. Volv-ía luego a emprender su camino, abismado en milideas fantásticas, al estrépito de las campanillas dela caravana y al monótono canto de su guía, que nointerrumpía su largo romance sino para animar susmulas, apellidándolas gallardas y valerosas, o paraincreparlas con los nombres de perezosas y tercas.

Los rebaños de carneros que un pastorconducía por las amarillas o incultas llanuras, yalgunos aislados viajeros, lejos de esparcir la ani-mación y la vida en el camino, servían únicamentepara hacerlo más triste y desierto. Todos aquellosviajeros ceñían una larga tizona, se cubrían con sucapa, y un ancho sombrero inclinado hacia delanteles cubría medio rostro. Saludaban al paso a Aben-Hamet, que sólo distinguía en aquel noble saludolos nombres de Dios, señor y caballero. Cuandocerraba la noche, el abencerraje se sentaba en laventa, en medio de los extranjeros, sin que le ofen-diese una indiscreta curiosidad, pues nadie le

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hablaba ni le dirigía pregunta alguna, porque ni suturbante, ni su traje, ni sus armas excitaban la me-nor admiración. Puesto que Alá habla querido quelos moros de España perdiesen su hermosa patria,Aben-Hamet no podía dejar de estimar a los gravesconquistadores.

Más vivas aún eran las emociones que es-peraban al abencerraje al término de su excursión.Granada está construida al pie de Sierra Nevada,sobre dos enhiestas colinas, separadas por un pro-fundo valle. Las casas, situadas en el declive de lascolinas, en el fondo de aquél, dan a la ciudad elaspecto y la forma de una granada entreabierta,circunstancia a que debe su nombre. Dos ríos, elGenil y el Darro, de los cuales el uno arrastra paji-llas de oro, y el otro arenas de plata, bañan el pie delas colinas, y se reunen y serpentean en una llanuraencantadora, llamada la Vega. Esta llanura, sobre lacual descuella Granada, está cubierta de viñedos,granados, higueras, moreras y naranjos, y rodeadade montañas de forma y color admirables. Un cieloencantado y un ambiente puro y delicioso abismanel alma en una secreta languidez de que cuestatrabajo librarse al viajero que no hace sino pasar.Echase bien de ver que en semejante país las pa-siones tiernas hubieran sofocado en breve las pa-

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siones heroicas, si el amor, para ser verdadero, nonecesitase siempre apoyarse en la gloria.

Cuando Aben-Hamet descubrió los rematesde los primeros edificios de Granada, su corazónpalpitó con tanta violencia, que se vio precisado adetener su mula; así es que, cruzando los brazossobre el pecho y fijos sus ojos en la sagrada ciudad,permaneció mudo e inmóvil. El guía se detuvo a suvez, y como un español comprende fácilmente to-dos los sentimientos elevados, mostróse conmovidoy adivinó que el moro pensaba en su antigua patria.El abencerraje rompió al fin su silencio, y dijo:

-¡Guía, sed feliz! No me ocultes la verdad,porque la calma reinaba en las olas el día de tunacimiento, y la luna entraba en su creciente. ¿Quétorres son esas que brillan a manera de estrellassobre aquel frondoso bosque?

-Es la Alhambra -repuso el guía.

-¿Y ese otro castillo que descuella sobreesa colina?

-Es el Generalife; hay en este palacio unjardín plantado de mirtos, donde es fama que unabencerraje fue sorprendido con la sultana Alfaïma.

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Más allá verás el Albaycín, y más cerca de nosotroslas Torres rojas.

Cada palabra del guía desgarraba el co-razón de Aben-Hamet. ¡Cuán cruel es haber derecurrir a los extranjeros para conocer los monu-mentos de nuestros padres, y hacerse narrar porhombres indiferentes la historia de nuestra familia ynuestros amigos! El guía, interrumpiendo las re-flexiones de Aben-Hamet, exclamó:

-Marchemos, señor moro; ¡Dios lo ha queri-do así! Cobrad aliento. ¿No está hoy mismo prisio-nero en nuestro Madrid, Francisco I? ¡Dios lo hadispuesto! -Esto dicho, descubrió su cabeza, santi-guóse y espoleó sus mulas. El abencerraje hizo lomismo con la suya, y exclamó:

-¡Estaba escrito! -y se encaminaron a Gra-nada.

Pasaron cerca del grueso fresno, célebre,por el combate de Muza y del gran maestre de Ca-latrava, en tiempo del último rey de Granada. Dieronla vuelta al paseo de la alameda, y entraron en laciudad por la Puerta de Elvira. Subieron a la Ram-bla, y llegaron poco después a una plaza rodeadapor todas partes de casas de arquitectura morisca.

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En la plaza se veía un kan construido por los morosde Africa, a quienes el comercio de sedas de laVega atraía en considerable número a Granada. Elguía condujo al kan a Aben-Hamet.

Este se sentía harto agitado para disfrutarun poco de reposo en su nueva vivienda: la patria leatormentaba. No pudiendo hacerse superior a lossentimientos que agitaban su corazón, salió a medianoche para vagar por las calles de Granada, procu-rando reconocer con sus ojos y sus manos algunosde los monumentos que tantas veces le habíandescrito los ancianos. Tal vez aquel alto edificiocuyas paredes vislumbraba al través de las tinie-blas, era la antigua morada de los abencerrajes; talvez, en aquella plaza solitaria se celebraban lasfiestas que levantaran hasta las nubes la gloria deGranada. Por allí pasaban las cuadrillas soberbia-mente vestidas de brocados; más allá se adelanta-ban las galeras rargadas de armas y de flores, losdragones que vomitaban fuego y que ocultaban ensu seno ilustres guerreros: ingeniosas invencionesdel placer y de la galantería.

Mas, ¡ay! en vez del marcial sonido de losañafiles, del eco de las trompetas y de los cantosdel amor, reinaba un silencio profundo en torno de

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AbenHamet. La muda ciudad había cambiado dehabitantes, y los vencedores descansaban en ellecho de los vencidos.

-¡Los altivos españoles -exclamó el joven éindignado moro,- duermen a la sombra de los te-chos de que han desterrado a mis abuelos! ¡Y yo,abencerraje, velo desconocido, solitario y abando-nado, a la puerta del palacio de mis padres!

Y reflexionaba sobre la instabilidad de losdestinos humanos, sobre las vicisitudes de la fortu-na, sobre la caída de los imperios, y en fin, sobreaquella Granada sorprendida por sus enemigos enmedio de sus, placeres, y trocando repentinamentesus guirnaldas de flores por rudas cadenas; parec-íale ver a sus pobladores abandonando sus hogaresen traje de fiesta, a manera de los convidados que,en medio del regocijo de un banquete, son de im-proviso expulsados, por un incendio, de la sala delfestín.

Todas estas imágenes, todos estos pensa-mientos se aglomeraban en el alma de Aben-Hamet, que lleno de dolor y pesar, se proponía rea-lizar el proyecto que le había llevado a Granada. ElAbencerraje se había extraviado, y se hallaba lejosdel kan, en un retirado arrabal de la ciudad. Todo

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dormía; ningún rumor interrumpía el silencio de lascalles; las puertas y, las ventanas estaban cerradas,y sólo el canto del gallo anunciaba en la habitacióndel pobre la vuelta de los trabajos y los pesares.

Después de haber vagado mucho tiemposin serle posible volver a hallar su primer camino,Aben-Hamet oyó entreabrirse una puerta, y fijandoen ella su vista, vio salir una joven vestida casi co-mo esas reinas góticas esculpidas en los monumen-tos de nuestras antiguas abadías. Su corpiño negro,adornado de azabaches, oprimía su esbelta cintura;su saya corta, estrecha y sin pliegues, descubríauna torneada pierna y un lindo pie; una mantilla,negra también, envolvía su gentil cabeza, y con lamano izquierda cruzaba y cerraba su mantilla bajola barba, de tal suerte, que no se descubrían de surostro sino los rasgados ojos y la sonrosada boca.Acompañábala una dueña, un escudero la precedíallevando en la mano un devocionario, y dos pajes,adornados con sus colores, seguían a escasa dis-tancia a la bella incógnita, que se dirigía a la oraciónmatutina, a la que convocaba el tañido de la cam-pana de un vecino monasterio.

Aben-Hamet creyó ver en aquella apariciónal ángel Israfil o la más joven de las Huríes. No me-

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nos sorprendida miraba la española al abencerraje,cuyo turbante, traje y armas, daban nuevo realce asu apuesto continente. Repuesta de su primerasombro, hizo al extranjero una señal para que seacercara, con esa gracia y ese desembarazo quecaracterizan a las mujeres de aquel país.

-Señor moro- le dijo,- paréceme sois reciénllegado a Granada, ¿acaso os habéis extraviado?

-Sultana de las flores -repuso Aben-Hamet;delicia de los ojos de los hombres, ¡oh, esclavacristiana! más hermosa que las vírgenes de la Ge-orgia, tú lo has adivinado: soy extranjero en estaciudad querida, y habiéndome perdido entre estospalacios, no he podido volver al kan de los moros.¡Toque Mahoma tu corazón, y recompense tu hospi-talidad!

-Proverbial es la galantería de los moros -respondió la española con la más dulce sonrisa,-pero ni soy sultana de las flores, ni esclava, ni mesatisface verme recomendada a Mahoma. Seguid-me, señor caballero, y os acompañaré al kan de losmoros.

Y marchando con ligero paso delante delabencerraje, le condujo hasta la puerta del kan, que

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le mostró con la mano; pasó a espaldas de un pala-cio y desapareció.

¡De cuán poco depende la paz de nuestravida! La patria no ocupa ya sola y por entero el almade Aben-Hamet: Granada no es a sus ojos un de-sierto, una ciudad abandonada, viuda y solitaria; esmás cara a su corazón que antes, pues un nuevoprestigio embellece sus ruinas, porque al recuerdode sus mayores mézclase ahora otro encanto.Aben-Hamet había descubierto el cementerio enque descansaban las cenizas de los abencerrajes;pero al orar, al prosternarse, al derramar por sumemoria filiales lágrimas, piensa que la joven espa-ñola ha pasado alguna vez sobre aquellos sepul-cros, y sus antepasados, aunque difuntos, le pare-cen felices.

En vano intenta ocuparse exclusivamentede su peregrinación al país de sus padres; en vanorecorre las colinas del Darro y del Genil, para reco-lectar plantas al amanecer, pues la flor que ahorabusca es la hermosa cristiana. ¡Cuán inútiles es-fuerzos ha hecho ya para volver a hallar el palaciode su encantadora! ¡Cuántas veces ha intentadovolver a pasar las calles que le hiciera recorrer sudivino guía! ¡Cuántas ha creído reconocer el tañido

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de aquella campana y el canto de aquel gallo queoyera no lejos de la morada de la peregrina españo-la! Alucinado por iguales rumores, corre presurosoal paraje donde se escucharan; mas el mágico pa-lacio no se presenta a su vista. Y acaecíale tambiénque el uniforme traje de las granadinas le inspirabauna fugaz esperanza, porque a cierta distancia to-das las cristianas se parecían a la señora de sucorazón, y era el caso que miradas de cerca, ni unasiquiera atesoraba su hermosura y sus gracias.Aben-Hamet había recorrido las iglesias para des-cubrir la extranjera, y hasta había penetrado en lassepulturas de Fernando e Isabel, siendo éste el máscostoso sacrificio que hasta entonces hiciera enaras del amor.

Cierto día herborizaba en el valle del Darro.La colina meridional sostenía en su florida pendien-te las murallas de la Alhambra y los jardines delGeneralife, y la septentrional estaba decorada por elAlbaycín, por risueños vergeles y por grutas habita-das por un pueblo numeroso. A la extremidad occi-dental del valle descubríanse los campanarios deGranada, que descollaban agrupados sobre lasencinas y los cipreses, y en la oriental veíanse so-bre las crestas de los peñascos, conventos, ermitas,algunas ruinas de la antigua Iliberia, y allá en lonta-

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nanza las erguidas cumbres de Sierra Nevada. ElDarro corría por el centro del valle y presentaba a lolargo de su corriente pintorescos molinos, sonorascascadas, los rotos arcos de un acueducto romano,y los restos de un puente morisco.

Aben-Hamet no era a la sazón ni bastantedesgraciado ni bastante dichoso para disfrutar delleno los encantos de la soledad, por lo cual recorríadistraído o indiferente aquellas encantadorasmárgenes. Mas he aquí que marchando a la ventu-ra, y siguiendo una espesa alameda que rodeaba lacolina de Albaycín, no tardó en mostrarse a sus ojosuna casa de campo, rodeada de un bosquecillo denaranjos, en cuya inmediación oyó los sonidos deuna voz y una guitarra. Existen tan misteriosas rela-ciones entre la voz, el rostro y las miradas de unamujer, que nunca se equivoca en tales materias elhombre a quien el amor tiraniza.

-¡Es mi hurí! -exclamó ebrio de gozo Aben-Hamet, y aplicando atento oído con él corazón pal-pitante, los latidos de éste se aceleraban al nombrede los abencerrajes, muchas veces repetido. Ladesconocida cantaba un romance castellano en quese pintaba la historia de los abencerrajes y zegríes.

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Aben-Hamet no pudo resistir su emoción, ysaltando una cerca de mirtos, fue a dar en medio deun grupo de apuestas y jóvenes damas, que asus-tadas a tan extraña y no imprevista aparición, apela-ron a la fuga con no pequeña gritería. Mas, la espa-ñola que acababa de cantar y que aún tenía la gui-tarra, exclamó, sin dar muestra alguno, de susto;

-¡Es el señor moro! -Y llamó a sus tímidascompañeras.

-¡Favorita de los genios! -le dijo el gallardoabencerraje,- yo te buscaba como busca el árabeuna fuente en los rigores del mediodía; he oído losecos de tu guitarra, que celebraba los héroes de mipaís, y habiéndote adivinado en la dulzura de tusacentos, vengo a poner a tus plantas el corazón deAben-Hamet.

-Y yo -repuso doña Blanca,- cantaba el ro-mance de los abencerrajes, ocupada la mente envos, porque después de haberos visto, me he dadoa imaginar que esos caballeros moros se os pare-cen mucho.

Y un ligero carmín se esparció por las meji-llas de Blanca, no bien hubo pronunciado tales pa-labras. Aben-Hamet se sintió inclinado a arrodillarse

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a los pies de la joven cristiana, y a declararle queera el último abencerraje; detúvole empero un restode prudencia, pues temía, no sin razón, que sunombre, harto célebre en Granada, inspirase rece-los al gobernador. La guerra de los moriscos nohabía terminado aún, y la presencia de un abence-rraja en aquellos momentos podía despertar en losespañoles fundados temores. Y no era que Aben-Hamet retrocediese ante peligro alguno, sino que seestremecía a la idea de verse obligado alejarse parasiempre de la hija de don Rodrigo.

Doña Blanca era vástago de una familiadescendiente del Cid de Vivar y de Jimena, hija delConde Gómez de Gormaz. La posteridad del ven-cedor de Valencia la Hermosa cayó, merced a laingratitud de la corte de Castilla, en una extremadapobrez, y hasta se llegó a creer por espacio de al-gunos siglos, que se había extinguido: ¡tanta llegó aser su inmerecida obscuridad! Pero en tiempo de laconquista de Granada, un último retoño de la alcur-nia de los Vivar se hizo reconocer, menos en verdadpor los títulos de su cuna, que por el brillo de suvalor. Por todo esto, después de la expulsión de losinfieles, Fernando otorgó al digno descendiente delCid los bienes de muchas familias moras, y le hizoDuque de Santa Fe. El nuevo Duque fijó su residen-

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cia en Granada, y murió mozo aún, dejando ya ca-sado a don Rodrigo, su hijo único, y padre de Blan-ca.

Doña Teresa de Jerez, esposa de don Ro-drigo, dio a luz un hijo, que recibió al nacer el nom-bre, de Rodrigo, como todos sus ascendientes; perodiósele también el de Carlos, para distinguirlo de supadre. Los grandes acontecimientos que don Carlostuvo a la vista desde su más tierna juventud, y lospeligros de que se viera rodeado casi al salir de lainfancia; contribuyeron poderosamente, a hacermás grave y rígido un carácter naturalmente inclina-do a la austeridad. Contaba apenas catorce añosdon Carlos, cuando siguió a Cortés a Méjico, dondehabía sufrido todos los peligros y sido testigo detodos los horrores de tan maravillosa aventura, pre-senciando la calda del último rey de un mundo has-ta entonces desconocido. Tres años después detamaña catástrofe, don Carlos se había hallado enEuropa en la batalla de Pavía, como para ver su-cumbir el honor y el denuedo coronados, a los gol-pes de la contraria fortuna. La vista de un nuevouniverso, los dilatados viajes por aun no recorridosmares, el espectáculo de grandes revoluciones yvicisitudes de la suerte, habían impresionado enér-gicamente la imaginación religiosa y melancólica de

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don Carlos, que habiendo entrado en la orden decaballería de Calatrava, y renunciando al matrimo-nio a pesar de los ruegos de don Rodrigo, destinabatodos sus bienes a su hermana.

Blanca de Vivar, hermana única de don Car-los, y mucho más joven que él, era el ídolo de supadre, y habiendo perdido a su madre, había cum-plido dieciocho años cuando Aben-Hamet se pre-sentó en Granada. Todo era seducción en aquellamujer encantadora: su voz era embriagadora, subaile más leve que el céfiro; ora se complacía enguiar un carro, como Armida; ora volaba sobre elmás veloz corcel de Andalucía, como las liadasfantásticas que se aparecían a Tristán y a Galaor enlos bosques. Atenas la hubiera tomado por Aspasia,y París por Diana de Poitiers, que empezaba a bri-llar en la corte. Empero a los encantos de una fran-cesa reunía las pasiones de una española, y sunatural coquetería en nada destruía el aplomo, laconstancia, la fuerza y la elevación de los senti-mientos.Don Rodrigo había acudido presuroso a los gritosen que habían prorrumpido las jóvenes españolas,cuando Aben-Hamet, se lanzó al jardín.

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-Padre mío- dijo Blanca, -ved aquí el señormoro de quien os he hablado, y que habiéndomeoído cantar me ha reconocido, y ha entrado en eljardín para darme, gracias por haberle enseñado sucamino.

El Duque de Santa Fe recibió al abencerrajecon esa cortesía grave, y no obstante sencilla, pro-pia de los españoles. No se advierte en esta naciónninguna de esas maneras serviles, ninguna de esasfrases que revelan la bajeza de los pensamientos yla degradación del alma. El lenguaje del gran señores igual al del rústico, igual el saludo, iguales loscumplimientos, las costumbres y usanzas. Y asícomo la confianza y la generosidad de este pueblopara con los extranjeros no conocen límites, así esterrible su venganza cuando se abusa de su buenafe, pues está, dotado de un valor heroico y de unapaciencia a toda prueba, incapaz de ceder a la ad-versa fortuna, siéndole preciso dominarla o dejarse,abrumar por ella. Tiene poco de lo que se llamagenio, pero sus exaltadas pasiones suplen en él esaluz que procede de la, delicadeza y la profusión deideas. Un español que pasa el día sin hablar, quenada ha visto, que nada anhela ver, que nada haleído, estudiado o comparado, hallará siempre en la

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grandeza de sus resoluciones los recursos de quehaya menester en el momento del infortunio.

Era el día natalicio de don Rodrigo, y Blancaobsequiaba a su padre con una pequeña fiesta enaquella encantadora soledad. El Duque de Santa Feinvitó a Aben-Hamet a sentarse entre las jóvenes,que miraban con cierta extrañeza su turbante y sutraje. Trajéronse tapices de terciopelo, y el abence-rraje se sentó sobre ellos a la usanza mora; dirigié-ronle luego varias preguntas acerca de su país ysus aventuras, a las que respondió con ingenio yjovialidad. Hablaba el más castizo castellano, yhubiérase podido tomarle por tal, si en vez del tra-tamiento vos no usara casi siempre el de tú, palabratan dulce en sus labios, que Blanca no podía hacer-se superior a un oculto desprecio cuando él se dirig-ía a alguna de sus compañeras.

Presentáronse numerosos sirvientes, quie-nes traían chocolate, variadas frutas, y azucarillosde Málaga, tan blancos como la nieve, y tan poro-sos y ligeros como la esponja. Terminado el refres-co, pidióse a Blanca que ejecutara algún baile na-cional, en que excedía a las más hábiles gitanas, ycedió al fin a los ruegos de sus amigas. Aben-Hamet había guardado silencio, pero sus miradas

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suplicantes decían bien lo que sus labios no osabansolicitar. Blanca eligió una zambra, baile lleno deexpresión, tomado de los moros por los españoles.

Una de las jóvenes empezó a tocar en laguitarra la danza morisca, y la hija, de don Rodrigo,desembarazándose del velo, ató a sus blancas ma-nos unas castañetas de ébano. Sus negros cabelloscaían en leves rizos sobre el alabastrino cuello; suslabios y sus ojos sonreían de acuerdo, y su tez seanimaba a los latidos de su corazón. De improvisohace resonar el ébano excitador, marca tres vecesel conipás, entona el canto de la zambra, y uniendosu voz a las armonías de la guitarra, parte como unrelámpago.

¡Qué variedad en sus pasos! ¡qué eleganciaen sus actitudes! Ora levanta sus brazos con vive-za, ora los deja, caer con languidez; agítase algu-nas veces como ebria de placer, o se retira comoabrumada de dolor; vuelve la cabeza, parece llamara alguna persona oculta, alarga con modestia, lasonrosada mejilla al beso de un nuevo esposo, huyeruborosa, torna radiante y consolada, marcha conpaso noble y casi guerrero, y gira de nuevo sobre ellozano césped. La armonía de sus pasos, de suscantos y de los sonidos de la guitarra, era completa.

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La voz de Blanca, ligeramente apagada, tenía esetimbre que subleva las pasiones en el fondo delalma. La música española, compuesta de suspiros,de movimientos vives, de estribillos tristes y de can-tos súbitamente interrumpidos, Ofrece una mezclaextraña de regocijo y melancolía. Aquel baile yaquella música fijaron irrevocablemente el destinodel último abencerraje, y en verdad hubieran basta-do a conmover un corazón menos lastimado que elsuyo.

La reunión volvió al llegar la noche a Gra-nada, por el valle del Darro. Don Rodrigo, en extre-mo complacido de las maneras nobles y delicadas,de Aben-Hamet no quiso separarse de él sin pedirlevolviese algunas veces a entretener a Blanca conlas maravillosas relaciones del Oriente. El moro,que no deseaba otra cosa, aceptó gozoso la cordialinvitación del Duque de Santa Fe, y al día siguientese encaminó al palacio donde respiraba la mujer aquien amaba más que a la luz del sol.

No tardó Blanca en sentir una vehementepasión, por la imposibilidad misma en que se juzga-ba de satisfacerla, puesto que amar a un infiel, a unmoro, a un desconocido, le parecía tan raro caso,que no tornó precaución alguna contra el veneno

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que empezaba a circular por sus venas; mas nobien echó de ver las consecuencias de su mal, loaceptó como una verdadera española. Los peligrosy las penas que desde luego entrevió no fueronparte a hacerla retroceder del borde del abismo, ni aque entrara en consultas con la fría razón; todo sucálculo se redujo a decirse a si misma: -Sea Aben-Hamet cristiano, correspóndame, y le seguirá a losconfines del orbe.

Y era el caso que el abencerraje experimen-taba asimismo todo el poder de una pasión irresisti-ble: viviendo, pues, únicamente para Blanca, no seocupaba ya de los proyectos que le llevaran a Gra-nada, y aunque le era fácil procurarse los datos quehabía ido a buscar, habíase desvanecido a sus ojostodo interés extraño a su amor, y hasta temía lasnoticias que hubieran podido introducir alguna mu-danza en su género de vida. Nada inquiría, nadaanhelaba saber, y todos sus planes se compendia-ban en este sencillo raciocinio: -Sea Blanca musul-mana, correspóndame, y la serviré hasta mí postreraliento.

Firmes, pues, en su generosa resolución,Aben-Hamet y Blanca sólo esperaban un momentooportuno para descubrirse sus sentimientos. En uno

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de los días de la más deliciosa estación del año, lahija del Duque de Santa Fe dijo al abencerraje:

-No habéis visto aún la Alhambra, y si he dedar crédito a ciertas palabras que habéis indelibera-damente pronunciado, vuestra familia es oriunda deGranada. ¿Os complacería visitar el palacio de losantiguos reyes moros? Si así es, quiero serviros deguía esta tarde.

Aben-Hamet juró cordialmente por el Profe-ta que ningún paseo podía serle más agradable.

Habiendo llegado la hora señalada para laexcursión a la Alhambra, la hija de don Rodrigomontó una hacanea blanca, acostumbrada. a treparlas rocas cual una ágil cabra; Aben-Hamet acompa-ñaba a la brillante española, caballero sobre unalazán andaluz enjaezado a la turca. En la rápidacarrera del joven moro, su alquicel de púrpura sehinchaba a su espalda, su corvo alfanje resonabaen la alta silla, y juguetón el viento agitaba el airosopenacho de su turbante. Admirado el pueblo de sugentileza y apuesto ademán, decía al verle pasar: -Ese es un príncipe infiel, a quien doña Blanca va aconvertir.

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Siguieron primero una larga calle, que con-servaba aún el nombre de una ilustre familia mora, yque terminaba en el recinto exterior de la Alhambra;atravesaron luego un bosque de olmos, y llegando auna fuente, halláronse en breve delante del recintointerior del palacio de Boabdil. Abríase en una mu-ralla flanqueada de torres y coronada de almenasuna puerta llamada la Puerta del Juicio: saludáronla,y entraron en un camino estrecho que serpenteaba,por decirlo así, entre altas murallas y medio arruina-das barracas. Este camino les condujo a la plaza delos Algibes, en cuyas inmediaciones hacía construira la sazón Carlos V un palacio. Volviendo desde allíhacia el Norte, se detuvieron en un patio desierto alpie de una, muralla sin adorno alguno y maltratadapor el tiempo. Aben-Hamet, apeándose con extrañaceleridad, ofreció su mano a Blanca para que baja-se de su hacanea. Los criados que les seguíanllamaron a una puerta abandonada, cuyo umbralobstruía la hierba; abrióse, y dejó ver los ocultosrecintos de la Alhambra.

Todos los encantos, todos los recuerdos dela patria, mezclados a los prestigios del amor, asal-taron el corazón del último abencerraje. Inmóvil ymudo, recorría con atónitas miradas aquella man-sión de los genios, y se creía trasladado a la entra-

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da de uno de esos Palacios cuyas descripcionesleemos en los cuentos árabes. Ofrecíanse por doquiera a los ojos de Aben-Hamet ligeras galerías,canales de mármol blanco, bordados de limoneros yde naranjos en flor, sonoras fuentes y solitariospatios, y a través de las dilatadas bóvedas de losPórticos descubríanse nuevos laberintos y nuevasmaravilla, al paso que el azul del más hermoso cielose dejaba ver entre las columnas que sostenían unalarga serie de arcosgóticos. Las paredes, cargadasde arabescos, se asemejaban a esas telas deOriente que borda en el hastío del harem el ingenio-so capricho de una esclava.

La voluptuosidad, la religión y el espírituguerrero respiraban en aquel magnífico edificio,especie de santuario del amor, misterioso retirodonde los reyes moros disfrutaban de todos losplaceres, y olvidaban todos los deberes de la vida.

Después de algunos instantes de sorpresa ysilencio, los dos amantes entraron en aquella morada del poder desvanecido y de las pasadas felicida-des. Primero dieron la vuelta a la sala de los Mesu-car, en medio del perfume de las flores y de la fres-cura de las aguas, y luego penetraron en el patio de

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los Leones: la emoción de Aben-Hamet aumentabapor momentos.

-Si no inundases mi alma de delicias -dijo alfin a Blanca,- ¡con cuánta amargura me vería obli-gado a pedirte, a ti, española, la historia, de estosencantados asilos! ¡Ah! ¡estos lugares han sidofabricados para servir de templo-,! la felicidad, entanto que yo...!

Al decir esto, Aben-Hamet vio el nombre deBoabdil incrustado en unos mosaicos:

-¡Oh rey mío! -exclamó,- ¿qué es de ti?¿Dónde te hallaré en tu desierta Alhambra? Y laslágrimas de la lealtad y del honor anegaron los ojosdel joven moro.

Vuestros antiguos señores, o por mejor de-cir, los reyes de vuestros padres, fueron unos ingra-tos dijo Blanca.

-¿Qué importa -repuso el abencerraje,- sifueron tan desgraciados?

Esto dicho, Blanca le condujo a un gabineteque parecía ser el santuario del amor. Nada iguala-ba la elegancia de aquel año; la bóveda entera,pintada azul y oro y compuesta de arabescos a cielo

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abierto, daba paso a la luz como a través de untejido de flores. Una bulliciosa fuente brotaba enmedio del edificio, y sus aguas, que bajaban a ma-nera de menudo rocío, caían en una vistosa conchade alabastro.

-Aben-Hamet -dijo la hija del Duque de San-ta Fe,- mira bien esta fuente, que recibió las desfi-guradas cabezas de los abencerrajes. Aún ves so-bre él mármol las manchas de sangre de los des-graciados a quienes Boabdil sacrificó a sus cruelessospechas; porque. así se trata en tu país a losseductores de las mujeres crédulas.

Empero Aben-Hamet no escuchaba ya aBlanca, pues habiéndose arrodillado, besaba conrespeto las señales de la sangre de sus antepasa-dos; levantóse a poco, y exclamó entusiasta:

-¡Oh, Blanca! te juro por la sangre de estoscaballeros, amarte con la constancia, la fidelidad yla vehemencia de un abencerraje.-Me amáis -replicó con viveza Blanca, uniendo susmanos y levantando al cielo sus miradas-. Pero¿habéis pensado que sois un infiel, un moro, unenemigo, y que yo soy cristiana y española?

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-¡Oh, santo Profeta! -repuso Aben- Hamet,-¡sé testigo de mi juramento!...

Blanca lo interrumpió, y le dijo: -¡Qué asen-so podré conceder a los juramentos de un perse-guidor de mi Dios? ¿Sabéis si os amo? ¿Quién osha autorizado para usar conmigo semejante lengua-je?

Aben-Hamet respondió consternado: -¡Esverdad! Sólo soy tu esclavo, puesto que aún no hashecho de mí tu caballero.

-¡Moro! -respondió Blanca, -abandona la as-tucia; harto has leído en mis ojos que te amo; lapasión que me inspiras es ilimitada; sé, pues, cris-tiano, y nada podrá impedirme ser tuya. Mas, si lahija del Duque de San Fe se atreve a hablarte contanta franqueza, debes juzgar por esta misma causaque sabrá dominarse, y que nunca, nunca un ene-migo de los cristianos tendrá derecho alguno sobreella.

Aben-Hamet, en un arranque de pasión,tomó las manos de Blanca, las puso sobre su tur-bante y luego sobre su corazón, exclamando:

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-¡Alá es poderoso, y feliz Aben-Hamet! ¡Oh,Mahomet! conozca tu ley esta cristiana, y nadapodrá...

-¡Blasfemo! -dijo Blanca, alejémonos deaquí!

Esto dicho, se apoyó en el brazo del moro, yse acercó a la fuente de los Doce Leones que da sunombre a uno de los patios de la Alhambra. -¡Extranjero! -dijo la sencilla española, -cuando mirotu traje, tu turbante y tus armas, y pienso en nues-tros amores, paréceme ver la sombra del gallardoabencerraje paseando este abandonado retiro conla desventurada, Alfaïma. Descíframe la inscripciónárabe grabada sobre el mármol de esta fuente.

Aben-Hamet leyó estas palabras:

La bella princesa que pasea, cubierta deperlas, en su jardín, aumenta tan prodigiosamentesu hermosura... El resto de la inscripción estababorrado.

-Esta inscripción ha sido escrita para ti, sul-tana amada -dijo Aben-Hamet,- nunca estos pala-cios se ostentaron tan hermosos en su juventud,cual se muestran hoy en sus ruinas. Escucha elblando rumor de las fuentes cuyas aguas ha des-

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viado el musgo; mira esos jardines que se divisan através de estas arcadas medio destruidas; contem-pla el astro del día que se oculta más allá de todosestos pórticos: ¡cuán dulce es vagar contigo porestos lugares! Tus palabras embalsaman estosasilos, como las rosas del himeneo. ¡Con qué en-canto reconozco en tu lenguaje algunos acentos delidioma de mis padres! El ligero roce de tu vestidosobre estos mármoles me causa un delicioso es-tremecimiento; el ambiente debe sus perfumes alleve contacto de tus cabellos. Eres hermosa comoel genio de mi patria en medio de estas ruinas. Pe-ro, ¿puede Aben-Hamet prometerse fijar tu co-razón? ¿Qué es a tu lado? Ha recorrido los montescon su padre, y conoce las plantas del desierto...mas ¡ay! no hay una sola que baste a curarle, de laherida que le has causado; lleva armas, y sin em-bargo, no es caballero. Yo me decía en otro tiempo:El agua del mar que duerme al abrigo del viento enla concavidad un peñasco, se muestra sosegada ymuda, en tan que en su derredor la anchurosa marse agita con estruendo, ¡Aben-Hamet! así se desli-zará tu existencia, silenciosa, tranquila, ignorada enun rincón de desconocida tierra, mientras la cortedel sultán se verá conmovida por las tempestadesde la ambición. Esto me decía interiormente, joven

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cristiana pero tú me has demostrado que la tormen-ta pued agitar también la gota de agua dormida enla concavidad de un peñasco.

Extasiada escuchaba Blanca este lenguaje,nuevo para ella; lenguaje cuyo giro oriental se adap-taba tan maravillosamente a la mansión de lashadas, que con su amante recorría. El amor pene-traba sin resistencia en su corazón; sentía vacilarsus rodillas, y se veía precisada a apoyarse másfuertemente en el brazo de su apasionado guía.Aben-Hamet sostenía la dulce carga, y repetía mar-chando: -¡Ah! ¿por qué no soy un brillante abence-rraje ?

-En ese caso os amaría menos -dijo Blanca;porque me sentiría más atormentada o inquieta:permaneced en la obscuridad y vivid para mí, pueses harto frecuente que un famoso caballero olvide elamor por la celebridad.

-No tendrías que temer semejante peligro-replicó con viveza Aben-Hamet.

-¿Y cómo me amaríais si fueseis un aben-cerraje? -preguntó la descendiente de Jimena.

-Te amaría -respondió el moro,-más que ala gloria y menos que al honor.

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El sol se había ocultado en el horizonte du-rante el paseo de los dos amantes, que habían re-corrido toda la Alhambra. ¡Qué recuerdos se habíanpresentado a la imaginación de Aben-Hamet! Aquíla sultana recibía por medio de unos respiraderos elhumo de los perfumes que a su planta se quema-ban; allí, en aquel apartado asilo, se ataviaba contodas las pompas del Oriente. Y Blanca, una mujeradorada, refería estos pormenores al apuesto jovena quien idolatraba.

La luna se levantó y esparció su dudosa cla-ridad e n los abandonados santuarios y en los de-siertos pavimentos de la Alhambra. Sus plateadosrayos dibujaban sobre el césped de los vergeles yen las paredes de las salas los caprichosos perfilesde una arquitectura aérea, las bóvedas de los co-rredores, la movible sombra de las saltadoras aguasy la de los arbustos mecidos por el céfiro. Cantabael ruiseñor en un ciprés que atravesaba las cúpulasde una ruinosa mezquita, y los ecos repetían susamorosas quejas. Aben-Hamet escribió a la claridaddel astro de la noche el nombre de Blanca en losmármoles de la gala de las Dos Hermanas, y lotrazó en caracteres árabes, para que el viajero adi-vinase un misterio más en aquel palacio de los mis-terios.

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-Moro -dijo Blanca,- estos lugares son crue-les; huyamos de ellos. El destino de mi vida, esirrevocable; graba, pues, en tu memoria estas pala-bras: Musulmán, seré tu amante sin esperanza cris-tiano, será tu esposa feliz.

Aben-Hamet respondió: -Cristiana, seré tudesconsolado esclavo; musulmana, seré tu afortu-nado esposo.

Y los nobles amantes salieron de aquel pe-ligroso palacio.

La pasión de Blanca aumentaba de día endía, y la de Aben-Hamet se acrecentaba con lamisma violencia. Causábale tal encanto verse ama-do por sí solo, y no deber a ninguna causa extrañalos sentimientos que inspiraba, que no reveló elsecreto de su nacimiento a la hija del Duque deSanta Fe, pues se gozaba en el delicado placer departiciparle que llevaba un nombre ilustre, el díamismo en que accediese a hacerle señor de sumano. Pero fue súbitamente llamado a Túnez, por-que su madre, acometida de una enfermedad mor-tal, quería, abrazarlo y bendecirlo antes de expirar.Aben-Hamet se presentó en el palacio de Blanca, yle dijo:

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-Sultana, mi madre, próxima a la muerte,me pide vaya a cerrar sus ojos. ¿Me conservarás tuamor?

-¡Me abandonas! -respondió Blanca palide-ciendo. -¿Tornaré a verte?

-¡Vén! -dijo Aben-Hamet, quiero exigirte unjuramento, y hacerte otro que sólo la muerte podráromper. ¡Sígueme!

Salieron en efecto, y a poco llegaron a unantiguo cementerio moruno, donde se veían espar-cidas sin orden algunas pequeñas columnas fúne-bres, en cuyo derredor había en otro tiempo repre-sentado el escultor un turbante, que más tarde re-emplazaron los cristianos con una cruz. Aben-Hamet llevó a Blanca al pie de aquellas columnas, yle dijo:

-¡Blanca! aquí descansan mis antepasados:yo te juro por sus cenizas amarte hasta, el día enque el Angel del Juicio me llama al tribunal de Alá;te prometo no entregar mi corazón a otro, mujer, ytomarte por esposa cuando hayas conocido la santaluz del Profeta. Todos los años regresaré a Granadaen esta época, para ver sí me has guardado fe, y siquieres renunciar a tus errores.

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-Y yo -respondió Blanca anegada en lágri-mas -te esperaré todos los años; te guardaré hastami último suspiro la fe que te he jurado, y te recibirápor mi esposo cuando el Dios de los cristianos, máspoderoso que la mujer que te ama, haya tocado tuinfiel corazón.

Aben-Hamet partió, y los vientos lo llevarona las costas africanas; su madre acababa de expi-rar, y él joven héroe abrazó llorando su lecho mor-tuorio. Los meses se deslizan rápidos, y ora vagan-do entre las ruinas de Cartago, ora sentado sobre elsepulcro de San Luis, el desterrado abencerrajerecuerda impaciente el día en que debe volver aGranada. Este día brilla al fin, y Aben-Hamet dirigea Málaga la proa de su nave. ¡Con qué arrebato,con qué alegría, no ajena de temor, descubrelosprimeros promontorios de España! ¿Lo esperaráBlanca en aquellas costas? ¿Se acordará aún delobscuro árabe, que no cesó de adorarla bajo lapalmera del desierto?

La hija del Duque de Santa Fe no era infiela sus juramentos. Habiendo pedido a su padre quela llevase a Málaga, seguía con la vista, desde loalto de las montañas que ceñían la inhabitada pla-ya, los lejanos bajeles y las fugitivas velas. Cuando

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rugían las tempestades, contemplaba con crueleszozobras el mar concitado por los vientos, siéndoleentonces grato perderse con la fantasía en las nu-bes, exponerse en los lugares peligrosos, sentirsebañada por las mismas olas y envuelta en los mis-mos torbellinos que amenazaban los días de Aben-Hamet. Cuando veía la chillona gaviota desflorar lasolas con sus grandes y corvas alas, y volar hacia lasplayas africanas, la hacía mensajera de todas esaspalabras de fuego y de todos esos votos fervientesque brotan de un corazón devorado por el amor.

Vagando cierto día por las arenas de la pla-ya, descubrió una larga barca, cuya alta popa, incli-nado mástil y vela latina, anunciaban el elegantegenio de los moros. Blanca corrió al puerto, y pocodespués ve entrar la embarcación berberisca, queconvertía en blanca espuma las olas a la rapidez desu curso. Un moro, vestido con un soberbio ropaje,se mostraba en pie en la proa, y a su espalda dosesclavos negros detenían por el freno a un caballoárabe, cuyas humeantes narices y sueltas crinesanunciaban a la vez su natural fogoso y el temorque le causaba el estruendo de las olas. La barcase aproxima, amaina sus velas, aborda al muelle ypresenta su costado: el ágil moro salta a la orilla, yésta resuena al rumor de sus armas. Los esclavos

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hacen salir al atigrado corcel, que relincha y se en-cabrita lleno de alegría al hallar tierra. Otros escla-vos desembarcan pausadamente una cesta en quedescansaba una gacela acostada entre hojas depalmera, y cuyas delgadas piernas estaban atadasy dobladas bajo su cuerpo, para evitar se fractura-sen por los balances de la barca; llevaba un collarde granos de áloe, y en una chapa de oro que serv-ía para unir ambas extremidades del collar, veíansegrabados en árabe un nombre y un talismán.

Blanca reconoció al punto a Aben-Hamet;pero no atreviéndose a delatarse a los ojos de lamultitud, se retiró y envió a Dorotea, una de susdoncellas, a que advirtiese al abencerraje que loesperaba en el palacio de los moros. Aben-Hametpresentaba en aquel momento al gobernador sufirman, escrito con caracteres azules sobre unapreciosa vitela y encerrado en un forro de seda;acercése luego Dorotea, y condujo al venturosoabencerraje a los pies de Blanca. ¡Cuán viva y recí-proca alegría experimentaron al hallarse, fieles asus juramentos! ¡Qué felicidad, la de tornar a versedespués de tan larga separación! ¡Qué nuevas pro-testas de eterno amor!

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Los dos esclavos negros guiaban el caballonúmida, que en lugar de silla ostentaba una piel deleón atada con una faja encarnada, y luego trajeronla gacela.

-Sultana -dijo Aben-Hamet a Blanca al pre-sentársela, -este es un cabritillo de mi país, casi tanligero como tú.

Blanca desató el hermoso animal, que pa-recía darle gracias, dirigiéndole las más dulces mi-radas. Durante la ausencia de su amante, la hija delDuque de Santa Fe había estudiado el árabe; así esque leyó enternecida su nombre en el collar de lagacela. Habiendo ésta recobrado su libertad, sos-teníase con dificultad sobre sus pies, tanto tiempoaherrojados; por lo cual, tendiéndose en el sueloapoyaba su cabeza en las rodillas de su ama, que lepresentaba dátiles nuevos y acariciaba a la inofen-siva hija del desierto, cuya fina piel había retenido elolor del áloe y de las rosas de Túnez.

El abencerraje, el Duque de Santa Fe y suhija partieron para Granada. Los días de la venturo-sa pareja se deslizaron como los del año anterior:los mismos paseos, los mismos tristes recuerdos ala vista de la patria, el mismo amor, o por mejordecir, un amor siempre en aumento, siempre igual-

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mente correspondido; pero también una adhesiónigual en los dos amantes a la religión de sus padres.

-¡Sé cristiano! -decía Blanca.

-¡Sé musulmana! -replicaba Aben-Hamet, yvolvieron a separarse sin haber sucumbido a lapasión que arrastraba el uno hacia el otro.

Aben-Hamet tornó a presentarse el terceraño, bien así como esas aves de paso que el amoratrae en la primavera a nuestros climas. Esta vez nohalló a Blanca en la playa; pero una carta de ésta lehizo saber la partida del Duque de Santa Fe a Ma-drid y la llegada de don Carlos a Granada, adondele había acompañado un prisionero francés, muy suamigo. El moro sintió oprimido su corazón a la lectu-ra de tal carta, y partió de Málaga a Granada, abru-mado por los más tristes presentimientos. Las mon-tañas le parecieron espantosamente solitarias, yvolvía repetidas veces la cabeza para mirar el marque acababa de atravesar.

Blanca no había podido separarse, durantela ausencia de su padre, de un hermano a quienamaba, en cuyo favor quería hacer donación detodos sus bienes, y a quien vela después de, sieteaños de ausencia. Don Carlos estaba dotado de

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todo el valor y de toda la altivez que caracterizan sunación: terrible como los conquistadores del NuevoMundo, entre quienes había hecho sus primerasarmas, y religioso como los caballeros españolesvencedores de los moros, abrigaba en su corazón elodio a los infieles, que había heredado de la sangredel Cid.

Tomás de Lautrec, vástago de la ilustre ca-sa de Foix, en la que la hermosura de las mujeres labizarría en los hombres eran consideradas como undon hereditario, era el hermano menor de la Conde-sa de Foix, y del valiente y malogrado Odet de Foixserior de Lautrec. Tomás, armado caballero a laedad de dieciocho años, por Bayardo, en el mismoretiro donde perdiera la vida el caballero sin tacha ysin reproche, cayó prisionero, poco tiempo después,en Pavía, cubierto de heridas, defendiendo al reycaballero que lo perdió todo en aquella jornada,menos el honor.

Don Carlos de Vivar, testigo del denuedo deLautrec, había hecho curar sus heridas con genero-sa solicitud, y no tardó en establecerse entre ellosuna de esas amistades heroicas, cimentadas en laestimación y la virtud. Francisco I había regresado aFrancia, pero Carlos V retuvo en su poder a los

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demás prisioneros. Lautrec, había tenido el honorde compartir la cautividad de su Rey y de acostarsea sus pies en su encierro; habiendo, pues, perma-necido en España después de la partida del Monar-ca, había sido entregado bajo su palabra a donCarlos, que acababa de llevarle consigo a Granada.

Cuando Aben-Hamet se presentó en el pa-lacio de don Rodrigo y fue introducido en la saladonde se hallaba Blanca, experimentó tormentosdescollocidos por él hasta aquel momento, pues alos pies de la hermoso, vio sentado un gentil man-cebo que absorto en una especie de amoroso éxta-sis. El joven vestía unos calzones de piel de búfalo,y un coleto del mismo color, ajustado por un anchocinturón que sostenía una espada adornada deflores de lis; de sus hombros pendía un capotillo deseda; su cabeza estaba cubierta por un sombrerode alas estrechas, y sombreado por vistosas plu-mas; una gola de encaje, apoyado, en su pecho,dejaba ver su desnudo cuello; un bigote negro comoel ébano daba a su semblante, naturalmente afable,un aspecto varonil y guerrero, y las anchas botasque en numerosos pliegues caían sobre sus pies,ostentaban la espuela de oro, emblema de la caba-llería.

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A escasa, distancia manteníase en pie otrocaballero, apoyado en la cruz de hierro de su luengaespada, y vestido como el anterior; pero parecía deedad más proyecta, y su continente austero, aunqueardiente y apasionado, inspiraba respeto y temor; lacruz colorada de Calatrava estaba bordada sobre sucoleto, con esta divisa: Por ella y por mi rey.

Blanca prorrumpió en un grito involuntario alver a Aben-Hamet.

-Caballeros -dijo con viveza, -ved aquí al in-fiel de quien os he hablado repetidas veces; temedque alcance la victoria, pues los abencerrajes erande su temple, y nadie los sobrepujaba en lealtad,valor y galantería.

Don Carlos salió al encuentro de Aben-Hamet, y lo dijo:

-Señor moro, mi padre y mi hermana mehan hecho conocer vuestro nombre, y todos os juz-gan descendiente da noble y esfortada estirpe, y oshabeís distinguido personalmente por vuestra caba-llerosidad. Carlos V, mi señor, llevará en brevos laguerra a Túnez, y espero, nos veremos en el campodel honor.

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Aben-Hamet llevó la mano a su pteho, ysentándose en el suelo sin replicar palabra, fijó susmiradas en Blanca y Lautrec, que admiraba con lacuriosidad propia de su país el fastuoso traje, lasbrillantes armas y el apueste talante del moro. Blan-ca no parecía turbada, toda su alma brillaba en susojos, pues la severa española no procuraba ya mul-tar el secreto de su corazón. Después de algunosmomentos de silencio, Aben-Hamet, se levantó,inclinóse delante de la hija de don Rodrigo y seretiró. Admirado del ademán del moro y de las mira-das de Blanca, Lautrec salió de la sala abrigandosospechas que no tardaron en trocarse en realidad.

Quedaron solos don Carlos y su hermana.

-Blanca -dijo aquél a ésta, -es forzoso quete expliques. ¿De qué procede la mal reprimidaturbación que te ha causado la presencia de eseextranjero?

-Procede, hermano mío -respondió Blanca,del amor que profeso a Aben-Hamet, a quien, siresuelve hacerse cristiano, haré dueño de mi mano.

-¡Cómo! -exclamó colérico don Carlos, -¿amas a Aben-Hamet? ¿La hija de los Vivar ama, a

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un moro, a un infiel, a un enemigo expulsado pornosotros de estos palacios?

-Don Carlos -repuso Blanca sin alterarse,-amo a Aben-Hamet, y él me ama; tres años ha queprefiere renunciar mi mano a abjurar la religión desus padres. La nobleza, el honor y los sentimientoscaballerosos tienen su natural asiento en su alma:he aquí por qué lo adoraré hasta la muerte.

Don Carlos era digno de apreciar toda lagenerosidad de Aben-Hamet, aunque deploraba suceguedad.

-¡Desventurada Blanca! -exclamó,-

¿adándate llevará tu ciega pasión? Yo mehabía prometido que mi amigo Lautrec sería mihermano.

-Grande fue tu error -dijo Blanca,- pues nopuedo amar a ese extranjero. Por lo que respecta amis sentimientos hacia Aben-Hamet, a nadie deboexplicaciones. Guarda en buena hora tus juramen-tos como caballero, que yo guardará los míos comoamante. Sabe empero, para tu consuelo, que nuncaserá Blanca la esposa de un infiel...

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-¡Nuestra familia habrá de desaparecer dela tierra! -exclamó don Carlos con el acento del do-lor.

-A ti incumbe prolongarla. ¿Qué te importanpor otra parte unos descendientes que no has dever, y que despreciarían tu virtud? Conozco, donCarlos, que somos los últimos de nuestra raza, puessalimos demasiado del orden vulgar para que nues-tra sangre florezca después de nosotros: el Cid fuenuestro abuelo y será nuestra posteridad. -Y Blancasalió.

Don Carlos voló en busca del abencerraje yle dijo:

-¡Moro! Renuncia a mi hermana, o acepta elcombate.

-¿Estás encargado por tu hermana -dijoAbenHamet,- de anular los juramentos que me hahecho?

-¡No! replicó don Carlos; -te ama cual nun-ca.

-¡Ah! Digno hermano de Blanca-exclamó,Aben-Hamet interrumpiéndole, -¡debo recibir de tusangre todo mi honor! ¡Oh feliz Aben-Hamet! ¡Oh

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radiante día! Yo creí que Blanca me había sido infielpor el caballero francés...

-Esa es precisamente tu desventura -gritó asu vez don Carlos, fuera de sí. -Dame cuenta de laslágrimas que por tu causa derrama mi familia.

-Acepto de buen grado lo que me proponesrespondió Aben-Hamet; -pero aunque nacido deuna raza que acaso ha peleado con la tuya, no soycaballero. A nadie veo aquí que me confiera la or-den que te permitirá medirte conmigo sin manchartu sangre.

Admirado don Carlos de la oportuna re-flexión del moro, miróle con una mezcla de admira-ción y de furor, y al fin exclamó súbitamente:

-Yo te armaré caballero, pues eres digno deeste honor.

Aben-Hamet hincó la rodilla delante de donCarlos, que le dio el espaldarazo aplicándole tresgolpes de plano con la hoja de su espada, y luego leciñó la misma que tal vez iba a romper su corazón:¡tal pera el antiguo honor!

Lanzándose ambos sobre sus corceles, sa-lieron de los muros de Granada y volaron a la fuente

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del Pino, lugar célebre muy dé antiguo por los due-los de moros y cristianos, donde Malique Alabéshabía peleado con Ponce de León, y el gran maes-tre de Calatrava había dado muerte al animosoAbayados. Veíanse aún los restos de las armas deeste caballero moro colgados de las ramas de unpino, y en la corteza del árbol se leían algunos ca-racteres de un epitafio. Don Carlos mostró con lamano la tumba de Abayados al abencerraje, y ledijo:

-Imita a ese valiente infiel y recibe de mimano el bautismo y la muerte.

-La muerte tal vez -respondió Aben-Hamet;pero ¡vivan Alá y el Profeta!

Esto dicho, tomaron campo y se precipita-ron con furia uno contra otro, sin más armas quesus espadas. Aben-Hamet era menos práctico enlos combates que don Carlos; pero la excelencia desus armas, forjadas en Damasco, y la velocidad desu caballo árabe le daban ventajas sobre su enemi-go. Lanzó su corcel a la manera de los moros, ycortó la pata derecha del caballo de don Carlos másabajo de la articulación con su ancho estribo tajante.El herido caballo dio consigo en tierra, y don Carlos,desmontado por aquel golpe feliz, se dirigió con la

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espada en alto a Aben-Hamet, que apeándose alpunto, recibió con intrepidez a su contendiente, ydeteniendo los primeros golpes del español, éste viosaltar su espada al choque del acero damásquino.Dos veces engañado por la fortuna, don Carlos lloróde ira y gritó a su enemigo:

-¡Hiere, moro, hiere! Don Carlos te desafíaínerme, y desafía a toda tu raza infiel.Tú eres dueño de matarme -repuso el abencerraje,-pero yo no he pensado en hacerte la más leve heri-da, porque sólo he querido probarte que soy dignode ser tu hermano, y capaz de impedir que me des-precies.

En aquel instante descubrieron una nube depolvo: Lautrec y Blanca, montando dos yeguas deFez, más rápidas que el viento, llegaron a la fuentedel Pino y vieron el suspendido combate.

-¡Estoy vencido! -les dijo don Carlos, -estecaballero me ha dado la vida. Tú, Lautrec, serásmás feliz que yo.

-Mis heridas -dijo Lautree con voz noble yreposada, -me permiten negarme a combatir coneste cortés caballero. No quiero -continuó rubo-rizándose,- saber la causa de vuestra discordia, ni

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penetrar un secreto que acaso me daría la muerte.Pronto hará renacer mi ausencia la paz entre voso-tros, a no ser que Blanca, me mande, permanecer asus pies.

-Caballero -dijo Blanca,- permaneceréis allado de mi hermano y me miraréis como hermanavuestra. Todos los corazones que aquí están, expe-rimentan amarguras, y aprenderéis a sobrellevar losmales inseparables de la vida.

Blanca quiso obligar a los tres caballeros adarse la mano, pero todos se negaron:

-¡Aborrezco a Aben-Hamet! -exclamó donCarlos.

-¡Yo lo envidio! -dijo Lautrec.

-Y yo -repuso el moro, estimo a don Carlosy compadezco a Lautrec, pero no puedo amarlos.

-Veámonos siempre -añadió Blanca,- y tar-de o temprano la amistad seguirá a la admiración.¡Ignore eternamente Granada el funesto suceso queaquí nos reune!

Desde aquel momento, la hija del Duque deSanta Fe sintió una pasión más viva hacia Aben-Hamet, pues el amor ama al valor, y nada faltaba ya

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al abencerraje, puesto que además de ser valiente,don Carlos le debía la vida. Aben-Hamet se abstu-vo, por consejo de su amada, de presentarse enpalacio durante algunos días a fin de dar tiempo aque se calmase la cólera de don Carlos. Una mez-cla confusa de tiernos y amargos sentimientos com-batía el alma del abencerraje; porque si por un lado,la seguridad de ser amado con tanta fidelidad yvehemencia era para é1 un manantial inagotable dedelicias, por otro, la certidumbre de que nunca seríadichoso sin abjurar la religión de sus padres, abru-maba su corazón. Muchos años habían transcurridoya sin hallar remedio alguno a sus males. ¿Se veríacondenado a pasar del mismo modo el resto de susdías?

Sumido estaba en un abismo de las másgrandes y tiernas reflexiones, cuando habiendo oídouna tarde el toque de esa oración cristiana queanuncia el fin del día, le ocurrió entrar en el templodel Dios de Blanca, y pedir consejos al Señor de laNaturaleza.

Salió pues, y llegando a la puerta de unaantigua mezquita, convertida en iglesia por los fie-les, entró con el corazón poseído de tristeza y dereligión en el templo que lo había sido en otro tiem-

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po de sus padres y de su patria. La oración acababade terminar, y la iglesia estaba desierta. Una santaobscuridad reinaba a través de multitud de colum-nas, semejantes a los troncos de los árboles de unbosque metódicamente plantados. La ligera arqui-tectura árabe mostrábase enlazada con la gótica, ysin perder nada de su elegancia, había adquiridouna gravedad más adecuada a la meditación. Algu-nas lámparas alumbraban débilmente las bóvedas,pero al resplandor de muchos cirios veíase brillaraún el altar del santuario, radiante de oro y pedrería,pues los españoles cifran toda su gloria en despo-jarse de sus riquezas para adornar con ellas losobjetos de su culto; así, pues, la imagen del Diosvivo, colocada entre velos de encaje, de coronas deperlas y de mazorcas de rubíes, recibe la adoraciónde un pueblo medio desnudo.

Ningún asiento se veía en el vasto recinto:un pavimento de mármol que cubría muchas sepul-turas, servía así a los grandes como a los peque-ños, para arrodillarse delante del Señor. Aben-Hamet avanzaba con lento paso por las naves de-siertas, que resonaba al único rumor de sus pasos,con el espíritu dividido entre los recuerdos queaquel antiguo edificio de la religión de los morostraía a su mente, y los sentimientos que la religión

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cristiana hacía nacer en su corazón. Entregado alchoque de tan opuestos afectos, entrevió al pie deuna columna una figura inmóvil, que desde luegotornó por la estatua de un sepulcro; acercóse a ella,y vio a un joven caballero de rodillas, con la frenterespetuosamente inclinada y ambos brazos cruza-dos sobre el pecho. El caballero no hizo el menormovimiento al ruido de los pasos de Aben-Hamet, nila más leve distracción, ni señal alguna exterior devida turbaron su profunda oración. Su espada esta-ba tendida en tierra delante de él, y su sombrero,cargado de plumas, descansaba sobre el mármol asu lado: parecía hallarse: en aquella actitud por elefecto de un encanto. Era Lautrec.

-¡Ah! -se dijo a sí mismo el abencerreje,- es-te joven y bizarro francés pide al Cielo algún seña-lado favor; el guerrero, célebre ya por su dénuedo,abre aquí su corazón a los pies del Señor del Cielocomo el más humilde y obscuro de los hombres.Oremos, pues, también al Dios de los caballeros yde la gloria, Aben-Hamet iba a precipitarse sobre elmármol cuando descubrió a la luz de una lámparaalgunos caracteres árabes y un versículo del Al-corán sobré una lápida medio rota. Los remordi-mientos se apoderaron de su corazón, y se apre-

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suró a alejarse del lugar donde se creyera próximoa ser infiel a su religión y su patria.

El cementerio que rodeaba aquella antiguamezquita era una especie de jardín plantado denaranjos, cipreses y palmeras, y regado por dosfuentes en cuyo derredor se extendía un claustro.Aben-Hamet vio, al pasar por aquellos pórticos, unamujer que se disponía a entrar en la iglesia, y aun-que se envolvía en un velo, reconoció a la hija delDuque de Santa Fe; detúvola y le dijo:

-¿Vienes a este templo en busca de Lau-trec?

-Abandona tan vulgares celos-respondióBlanca;- si no te amase, te lo diría, porque seríaindigno de mí el intento de engañarte. Vengo a orarpor ti, pues tú sólo eres el objeto de mis preces, y lacausa de que olvide mi alma por la tuya. O no de-biste embriagarme en el veneno de tu amor, o de-bes prestarte, a servir al Dios a quien yo sirvo. Tútrastornas toda mi familia: mi hermano te aborrece,y mi padre está abrumado de amargura porque meniego a recibir un esposo. ¿No echas de ver que misalud se deteriora? Mira ese asilo de la muerte:¡está encantado! Pronto descansaré en él, si no teapresuras a recibir, mi fe en el altar de los cristia-

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nos, pues los ocultos combates que sufro minanlentamente mi vida, y la pasión que me inspiras nosostendrá siempre mi acá existencia; reflexiona,¡oh, moro! que, para valerme de tu lenguaje, el fue-go que sostiene la antorcha es también el fuego quela consume.

Esto dicho, Blanca entró en la iglesia, de-jando a Aben-Hamet aterrado con sus últimas pala-bras.

La suerte estaba echada: el abencerraje sesentía vencido y próximo a renunciar los errores desu culto, pues harto tiempo había combatido, y eltemor de ver morir a Blanca acallaba todos los de-más sentimientos de su corazón. Después de todo -se decía,- ¿será el verdadero Dios el que adoran loscristianos? Mas, sea lo que fuere, ese Dios es el delas almas nobles, puesto que es el de Blanca, donCarlos y Lautrec.

Ocupado en estas ideas, esperaba con indi-ferencia el día siguiente para hacer conocer su re-solución a Blanca, y trocar una existencia de tristezay lágrimas por obra de alegría y felicidad. Llegó eldía deseado, pero no habiendo podido pasar alpalacio del Duque de Santa Fe hasta la tarde, supoque Blanca había ido con su hermano al Generalife,

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donde Lautrec daba una fiesta. Aben-Hamet, com-batido de nuevas sospechas, voló en busca deBlanca: y Lautrec se sonrojó al verlo; por lo querespecta a don Carlos, lo recibió con una fria políticaque no excluía, sin embargo, cierta estimación.

Lautrec había hecho servir las más exquisi-tas frutas de España y Africa, en una de las salasdel Generalife, llamada Sala de los Caballeros, encuyas paredes se velan los retratos de los príncipesy caballeros vencedores de los moros: Pelayo, elCid y Gonzalo de Córdoba; la espada del último Reyde Granada estaba colgada debajo de estos retra-tos. El moro disimulé su dolor, y se dijo interiormen-te como el león de la fábula, al mirar los retratos:«No somos nosotros los pintores.» El generosoLautrec, al ver que los ojos del abencerraje se volv-ían a su pesar hacia la espada de Boabdil le dijo:

-Caballero, si hubiese previsto que me dis-pensaríais el honor de concurrir a esta fiesta, no oshubiera recibido en esta sala. Todos los días sepierde una espada, y yo he visto al más valiente delos reyes entregar la suya a su afortunado enemigo.

-¡Ah! -exclamó el moro, cubriéndose el ros-tro con su alquicel, -bien puede perderse una espa-

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da, como Francisco I; ¡pero perderla como Boab-dil!...

Llegó la noche y habiéndose encendido lasantorchas, la conversación mudó de giro. Todospidieron a don Carlos que narrase el descubrimientode Méjico, y él hablé de este mundo desconocidocon esa pomposa elocuencia propia de la naciónespañola; refirió las desgracias de Moctezuma, lascostumbres de los americanos, los prodigios delesfuerzo castellano, y también las crueldades desus compatriotas, que al parecer no le merecían nivituperio ni elogio. Estas relaciones encantaban aAben-Hamet, cuya pasión a las historias maravillo-sas revelaba claramente su sangre árabe. El trazó asu vez el cuadro del Imperio otomano, recientemen-te fundado sobre las ruinas de Constantinopla, nosin consagrar algunos tristes recuerdos al prirrierimperio de Mahoma: tiempo venturoso, en que eljefe de los creyentes vela brillar en su derredor aZobeida, a Flor de Hermosura, a Fuerza de los Co-razones, a Tormento y al generoso Ganem, esclavopor amor. Lautrec por su parte pintó la corte galantede, Francisco I; las artes renaciendo. en el seno dela barbarie; el honor, la lealtad y la caballería de losantiguos tiempos, unido a la cultura de los sigloscivilizados; las torrecillas góticas adornadas con los

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órdenes de la Grecia, y las damas con galas real-zando la riqueza de sus atavíos con la eleganciaateniense.

Terminados tan sabrosos coloquios, Lau-trec, que deseaba, obsequiar la divinidad de aquellafiesta, tomó una guitarra y cantó unas sentidas es-tancias compuestas por élsobre un aire de las mon-tañas de su país, y en las cuales expresaba lostiernos recuerdos que en su alma despertaba laperdida patria.

Al terminar la última estrofa, enjugó con suguante una lágrima que le arrancara la hermosaimagen de Francia. La amargura del bizacro prisio-nero se reflejó con viveza en el alma de Aben-Hamet, que lloraba como él la ausencia de su pa-tria. Instado a su vez a que tomase la guitarra, seexcusó diciendo que sólo sabía un romance des-agradable a los cristianos.

-Si los infieles se lamentan en ese romancede nuestras victorias -replicó con desdén don Car-los, -podéis cantar, pues las lágrimas son permitidasa los vencidos.

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-Sí- dijo Blanca, con la mayor delicadeza;-por eso nuestros padres, sometidos en otro tiempoal yugo de los moros, nos han legado tantas quejas.

Aben-Hamet cantó al fin una balada quehabía aprendido de un poeta, de la tribu de losabencerrajes, y en la que se suponía un diálogoentre Granada y el rey Don Juan.

La sencillez de las quejas que expresabanlos versos habían conmovido hasta al orgulloso donCarlos, a pesar de las imprecaciones lanzadas con-tra los cristianos. Mucho deseaba que no se le ins-tase a cantar; pero creyó que la cortesanía le obli-gaba a ceder a los ruegos de Lautrec. Aben-Hametentregó, pues, la guitarra al hermano de Blanca,que celebró las proezas del Cid, su ilustre antepa-sado.

Don Carlos hablase mostrado tan altivo, yera tan varonil y robusto el acento de su canto, quese hubiera podido tomarle por el mismo Cid. Lautrecparticipaba del entusiasmo guerrero de su amigo,pero el abencerraje palideció al nombre del héroecastellano.

-Ese caballero -dijo,- que los cristianos ape-llidan la Flor de las batallas, lleva entre nosotros el

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renombre de cruel. ¡Si su generosidad hubiese riva-lizado con su valor!...

-Su generosidad -replicó impaciente donCarlos, interrumpiendo al moro,- excedía a su valor,y sólo los musulmanes pueden calumniar al esfor-zado adalid a quien mi familia debe la vida.

-¿Qué dices? -exclamó Aben-Hamet, le-vantándose al punto del asiento en que estaba me-dio acostado,- ¿cuentas al Cid entre tus progenito-res?

-Su noble sangre circula por mis venas -replicó don Carlos;- la reconozco en el odio quearde en mi corazón contra los enemigos de mi Dios.

-¡Así, pues -dijo Aben-Hamet, mirando aBlanca,- eres de la sangre de los Vivar, que des-pués de la conquista de Granada invadieron loshogares de los desgraciados abencerrajes, y dieronla muerte a un anciano caballero de este nombre,que quiso defender el sepulcro de sus abuelos,!

-¡Moro ! -gritó don Carlos lleno de despe-cho, sabe que no me dejo interrogar. Si poseo hoylos despojos de los abencerrajes, mis antepasadoslos han conquistado a precio de su sangre, y sólolos deben a su espada.

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-¡Una palabra más! -dijo Aben-Hamet concreciente emoción:- he ignorado en mi destierro quelos Vivar se adornasen con el título Santa Fe, y heaquí la causa de mi error.

-Ese título -repuso don Carlos, -fue conferi-do a ese mismo Vivar, vencedor de los abencerra-jes, por Fernando el Católico.

-La cabeza del apasionado doncel se inclinósobre su pecho y permaneció inmóvil en pie en me-dio de don Carlos, de Lautrec y de Blanca, estupe-factos. Dos torrentes de lágrimas brotaron súbita-mente de sus ojos sobre el puñal que brillaba en sucintura.

-Perdonadme dijo después de algunos mo-mentos de silencio: -bien sé que el llanto es indignole los hombres; de hoy más nadie será testigo demis lágrimas, aunque mi destino sea derramar mu-chas; escúchame, Blanca, el amor quo te profesocompite con el ardor de los vientos abrasadores dela Arabia. Yo estaba vencido, pues no me era posi-ble vivir sin ti. Ayer, la vista, de este caballerofrancés en oración y tus palabras en el cementeriodel templo, me habían hecho tomar la resolución deconocer a tu Dios y ofrecerte mi fe.

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Un movimiento de alegría en Blanca, y otrode sorpresa en don Carlos, interrumpieron a Aben-Hamet. Lautrec ocultó el rostro en sus manos; peroel moro, que leyó su pensamiento, le dijo con des-garradora sonrisa:

-¡Caballero! No perdáis la esperanza, y tú,Blanca ¡llora, eternamente sobre el último abence-rraje! Blanca, don Carlos y Lautrec levantaron a lavez sus manos al cielo, exclamando:

-¡El último abencerraje! Un profundo silenciosucedió a estas palabras: el temor, la esperanza, elodio, el amor, la admiración, y los celos agitabantodos los corazones. Blanca cayó de rodillas y ex-clamó:

-¡Dios de bondad! Tú justificas mi elección:yo no podía amar sino a un descendiente de héro-es.

-Hermana mía -dijo irritado don Carlos,- ¡noolvides que estás en presencia de mi amigo Lau-trec!

-Don Carlos -respuso Aben-Hamet,- mode-rado vuestro enojo; mi deber es restituiros la pazque involuntariamente os he robado. Y dirigiéndosea Blanca, que había vuelto a sentarse, le dijo:

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-¡Huri celestial, genio del amor y de la her-mosura, Aben-Hamet será tu esclavo hasta exhalarsu postrer suspiro! Pues bien: conoce ya toda laextensión de mi infortunio. El anciano inmolado portu abuelo al defender sus hogares, era el padre demi padre: añade a este secreto otro que te habíaocultado, o por mejor decir, que tú me habías hechoolvidar. Cuando vine la primera vez a visitar estatriste patria, era mi principal objeto buscar algúndescendiente de los Vivar, que pudiese responder-me de la sangre injustamente derramada por suspadres.

-¡Y bien! -preguntó Blanca con el acento dedolor, pero sostenida por el esfuerzo de un almaelevada,- ¿cuál es ahora tu resolución?

-La única digna de ti -respondió Aben-Hamet: -dar por nulos tus juramentos, satisfacer,mediante mi eterna ausencia y mi muerte, a lo queuno y otro debemos a la enemistad de nuestrosdioses, a la de nuestra respectiva patria y a la denuestras familias. Si mi imagen se borra algún díade tu corazón, si el tiempo que lo destruye todo,arrancase a tu memoria mi recuerdo... este caballe-ro francés... debes a tu hermano este sacríficio.

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Lautrec se levantó con impetuosidad, yarrojándose en brazos del moro, le dijo:

-¡Aben-Hamet! No esperes vencerme engenerosidad; soy francés, Bayardo me armó caba-llero, he vertido mi sangre en defensa de mi rey, yseré como mi príncipe y mi padrino, sin tacha y sinreproche. Si permaneces entre nosotros, suplicodesde ahora a don Carlos te conceda la mano de suhermana, y si abandonas a Granada, nunca impor-tunaré a tu amante con palabras de amor. No lle-varás a tu destierro la funesta idea de que Lautrec,insensible a tu virtud, aspira a utilizar tu desgracia.

Y el francés estrechaba al moro sobre supecho, con el calor y la viveza del carácter de sunación.

-¡Caballeros! -dijo a su vez don Carlos,- noesperaba menos de vuestras ilustres razas. Aben-Hamet, ¿en qué señal podré reconoceros por elúltimo abencerraje?

-¡En mi conducta! -replicó Aben-Hamet.

-La admiro y respeto -dijo el español; -peroantes de explicarme mostradme alguna señal devuestro nacimiento.

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Y Aben-Hamet sacó de su pecho el anillohereditario de los abencerrajes, que llevaba pen-diente de una cadena de oro.

Don Carlos alargó entonces la mano al des-venturado, diciéndole:

-¡Señor! Os tengo por un noble y verdaderohijo de reyes. Mucho me honran vuestros proyectossobre mi familia y acepto desde luego el combateque en secreto habíais venido a buscar. Si quedovencido, todos mis bienes, que en otro tiempo fue-ron vuestros, os serán fielmente devueltos: mas sirenunciáis al propósito de combatir aceptad a vues-tra vez lo que os ofrezco: sed cristiano y recibid lamano de mi hermana, que Lautrec me ha pedidopara vos.

La tentación era terrible, mas no superior alas fuerzas de Aben-Hamet. Si el amor hablaba contoda su fuerza a su corazón, miraba por otra partecon espanto la idea de mezclar la sangre de losperseguidores con la de los perseguidos. Creía versalir del sepulcro la sombra de sus abuelos paramaldecir esta sacrílega alianza. Traspasado dedolor, exclamó al fin:

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-¡Ah! Un cruel destino quiso presentarmeaquí tantas almas sublimes, tantos caracteres gene-rosos, para hacerme sentir más lo que pierdo. ¡De-cida, Blanca, y diga lo que debo hacer para mos-trarme más digno de su amor!

Blanca exclamó: Vuelve al desierto!- Y cayódesmayada.

Aben-Hamet, puesto de hinojos, adoró al-gunos instantes a Blanca con más fervor que alCielo, y salió sin articular palabra. Aquella mismanoche se encaminó a Málaga, donde se embarcó enun bajel que debía tocar en Orán, en cuyas inme-diaciones halló acampada la caravana, que saliendoanualmente de Marruecos, atraviesa el Africa, pasaa Egipto y se reune en el Yemen a la de la Meca.Aben-Hamet se confundió entre los peregrinos.

Blanca, cuya existencia había corrido gra-ves peligros, recobró la vida. Lautrec, fiel a la pala-bra que había empeñado al abencerraje, se alejópara nunca turbar con una sola palabra, de amor ode dolor la habitual melancolía de la hija del Duquede Santa Fe. Todos los años iba ésta a vagar porlas montañas de Málaga, en la época en que suamante acostumbraba regresar de Africa; sentába-se en las mismas rocas, miraba tristemente el mar y

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los lejanos bajeles, volvía en silencio a Granada ypasaba sus días entre las ruinas de la Alhambra. Ycomo ni se quejaba, ni lloraba, ni hablaba nunca deAben-Hamet, cualquier extraño la hubiera juzgadofeliz. Sobrevivió a su familia, pues su padre murióde pesar y don Carlos perdió la vida en un duelo enque Lautrec le había servido de padrino. Por lo quetoca a Aben-Hamet, su paradero quedó enteramen-te ignorado.

Cuando se sale de Túnez por la puerta queconduce a las ruinas de Cartago, se encuentra uncementerio en el cual, debajo de una palmera y enuno de sus ángulos, me fue mostrado un sepulcroconocido con el nombre, de El sepulcro del últimoabencerraje. Nada tiene digno de atención; la losasepulcral está intacta, aunque según la costumbremorisca, se ha practicado en medio de ella unaligera excavación. Las aguas llovedizas se reunenen el fondo de esta copa fúnebre, y sirven en aque-llos ardientes climas para aplacar la sed de las ave-cillas del cielo.