las aventuras de miguelito cabeza carbonilla · a miguelito no le gusta estudiar el verano está...
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Las aventuras de Miguelito Cabeza Carbonilla
(I) Miguelito y las gafas mágicas
Purificación Estarli Pérez
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Las Aventuras de Miguelito Cabeza Carbonilla I. Miguelito y las gafas mágicas
Copyright © 2012 Purificación Estarli Pérez
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Estos son Miguelito y sus amigos:
Hola, yo soy Miguelito Cabeza Carbonilla, un niño como tú, que
vive en una ciudad como la tuya y que me gusta, igual que a ti,
divertirme. Claro que mi forma de divertirme resulta, a veces,
sorprendente y, en ocasiones, peligrosa. Vivo aventuras
extraordinarias junto con mis amigos incondicionales. Pero…
¿sabéis lo que me gusta más de ellas? Pues, que de cada una de
esas magníficas aventuras siempre saco alguna moraleja que me
viene muy bien porque, como iréis descubriendo, soy un poquito
traviesillo.
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Mi nombre es Alejandro Cauto y soy el mejor amigo de Miguelito.
Bueno, ¡eso quiero creer, je je!
Entre él y yo hacemos un buen tándem, pues la sensatez que a
Miguelito le falta, la pongo yo; y, por el contrario, la valentía que yo
no tengo, la obtengo de él.
Ya iréis descubriendo más cosas de mí, por ahora os digo que me
lo paso bomba con mi amigo Miguelito.
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¿Qué tal, chicos y chicas?
Soy María Almendras, amiga de Miguelito.
Yo tampoco me pierdo ninguna aventura de las que se le ocurren.
Me gusta estar con él, me divierto mucho y…aunque no me guste
jugar al fútbol, siempre voy a los partidos para animarlo.
Por cierto, y… que esto no salga de aquí, ¡eh!, para mí es el chico
más guapo del colegio.
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Hola, mi nombre es Mónica Nica. Suelo ser testigo de la mayoría
de las ocurrencias, aventuras y desventuras de Miguelito y, aunque a
veces me pierdo alguna aventurilla por ser tan miedosa como soy,
tengo que confesar que en el fondo me gusta esa sensación de
cosquilleo que me produce en el estómago cuando…. Bueno, eso lo
tenéis que descubrir vosotros, ¿no?
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Yo soy Miguel Calmoso.
En el colegio todo el mundo me conoce porque soy el más lento
andando, corriendo, hablando, haciendo los deberes, coloreando,
sentándome, levantándome…
Lo que pasa es que me distraigo con cualquier cosa y me divierto
mirando a las moscas. No lo puedo evitar, y eso pone a mis
amigos, padres y profes muy, muy nerviosos, je je.
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¡¡¡…seguidme, que empieza la aventura!!!
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Capítulo 1
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A Miguelito no le gusta estudiar
El verano está llegando a su fin y de nuevo hay que volver al colegio
un año más, aunque Miguelito se resista a ello apurando al máximo
los días que le quedan a la estación estival.
Su madre, la señora Carbonilla, tiene que preparar muchas cosas,
como la mochila nueva, el uniforme del colegio, los zapatos, el
material, los libros,… y, por si fuera poco, unas gafas nuevas ya
que las que tiene ahora le quedan un poco pequeñas. Y todo
porque Miguelito ha crecido este año lo que no lo ha hecho en
años pasados.
Miguelito siempre ha sido un niño menudo para su edad y un
poco regordete. Cuando su madre le compraba ropa nueva, sobre
todo pantalones, los tenía que arreglar siempre de largo porque,
para que le vinieran de cintura tenía que comprarlos una o dos
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tallas más grandes. Pero, este año todo en él ha cambiado: ha dado
un gran estirón. Todo le queda pequeño, incluso la mochila, así
que no toca otra cosa que comprar una nueva, eso sí, nada de
superhéroes que, según Miguelito, es algo demasiado infantil
para un niño de siete años.
Hasta septiembre no es su cumpleaños, pero Miguelito
quiere ser mayor a toda costa. Ahora usa la talla diez y eso le hace
parecer, verdaderamente, un niño más mayor de lo que realmente
es, algo que le encanta. Estaba ya harto de que se rieran de él en el
colegio con eso de la estatura y el excesivo grosor de su cuerpo. En
cierta ocasión le llegaron a decir que la mochila era más grande que
él y que, cuando se daba la vuelta, no se le veía sino que parecía
que la mochila andaba sola.
Miguelito entra este año a tercero de primaria. Acude al
Colegio Público Empinado, pero en el
pueblo también hay otro colegio, el
Colegio Concertado Tembleque. A Miguelito le
gusta mucho jugar al fútbol con sus
amigos, sobre todo cuando juegan
contra los “estirados” de los tembleques.
No es muy buen estudiante, más
bien todo lo contrario, no porque no
sea un niño inteligente, más bien se
podría decir que es un poco holgazán
y perezoso en lo que se refiere a eso
de estar sentado en su escritorio
delante de un libro. Su nota preferida es el cinco “pelado”, da
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saltos de alegría cuando se lo oye decir a don Nicolás. Para
Miguelito es como si oyese un diez, poco más o menos. Su madre
está desesperada, no sabe qué hacer para estimularlo a estudiar o
para encontrar un momento idóneo para leer un rato con él o
simplemente para que se quede sentado una hora seguida
haciendo sus tareas del colegio.
El caso es que no le gusta estudiar nada de nada, pero es que
tampoco se esfuerza. Sabe que tiene que aprobar y de esa forma
va sacando los cursos de primaria por los pelos, trabajando lo
mínimo para sacar el cinco que tanto le gusta.
Su mejor amigo, por el contrario, es todo un ejemplo de lucha
y constancia. Alejandro Cauto suele sacar
muy buenas notas pero a base de muchas
horas “hincando los codos” en su escritorio.
Digamos que Alejandro no es de los que se
conforman con aprobar, él quiere más y si
para ello necesita estar diez horas
estudiando pues se está y no pasa nada.
Todo lo contrario que Miguelito que le
dedica diez minutos a las tareas de clase y
el resto de la tarde a jugar y a promover
alguna que otra aventura que incita a
Alejandro a dejar de estudiar y que suele terminar en travesura
para disgusto de sus respectivas madres.
Miguelito tiene una cabeza privilegiada a la hora de
inventarse historias extraordinarias, sobre todo de miedo y de
fantasía, que podría superar con creces al mismísimo Isaac Asimov.
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Alejandro no es el único amigo de Miguelito. María
Almendras, Miguel Calmoso y Mónica Nica suelen ir con él y con
Alejandro Cauto al campo todos los domingos con las bicicletas.
Siempre hay algún misterio que resolver en alguna casa abandonada y
vieja, _ ¡encantada, según Miguelito! _o, incluso, nueva y con
habitantes, qué más da. Pero, de todos sus amigos, Alejandro es,
sin duda, con el que pasa mayor tiempo.
No todos los chicos y chicas de su clase se merecen el
adjetivo de amigos, ni mucho menos. Sobre todo Julio Rocín y su
hermano gemelo Adrián, que no tienen otra cosa mejor que hacer
sino reírse de la coincidencia de sus apellidos. El caso es que,
como ya no pueden reírse de su corta estatura, han rebuscado bien
en su memoria y se han acordado de sus peculiares apellidos.
Cuando no es por una cosa, es por otra, el caso es zaherir.
Lo que pasa es que, si bien su madre se llama Nuria Carbonilla,
su padre se llama Miguel Cabeza. De esta forma, y muy a su pesar,
el nombre completo de Miguelito es Miguelito Cabeza Carbonilla,
para risa y burla de Julio y Adrián Rocín. Ese hecho, unido a que
Miguelito es un niño de piel morena y pelo negro, hace que la
coincidencia sea aún mayor.
Una tarde de finales de agosto, mientras Miguelito merendaba en
el patio con su amigo Alejandro, su madre le propuso ir al día
siguiente a la óptica que su médico oculista, el doctor Torcido
del Ojo, le recomendó.
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_ ¿Qué te parece si vamos mañana a comprarte las gafas
nuevas?
_ ¡Vale, mamá! Y de paso me compras también la mochila que
a mí más me guste, ¿eh? _dijo Miguelito, terminándose la merienda
y guiñándole un ojo a Alejandro.
_ Mientras no te pases del presupuesto que he fijado para la
vuelta al colegio, de acuerdo _repuso su madre.
Miguelito siguió merendando con su amigo y disfrutando de
los últimos días de holganza que le quedaban al verano.
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Capítulo 2
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Gafas nuevas
A la mañana siguiente, Miguelito se levantó más temprano de lo
habitual, se dio una ducha, se vistió y se puso sus zapatillas de
deporte.
Su madre estaba ya en la cocina, tomando café con su padre,
cuando llegó Miguelito. Les dio un beso a sus progenitores y sentó
como una centella a desayunar. El señor Cabeza trabaja de soldador
en una fábrica de farolas y cuando van por la carretera se jacta
de que esa, aquella o la otra farola de más allá la ha hecho él.
_ ¡Mira, Miguelito!, ves las farolas de la izquierda, pues
esas…
_ Las has hecho tú. Sí papá, ya lo sabemos _se adelantó
Miguelito contestando con desidia en la voz.
El padre de Miguelito tenía prisa esa mañana, llegaba tarde a
la que sería su primera jornada de trabajo en la fábrica después de
unas cortas vacaciones.
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Miguelito se terminó su leche con cereales de chocolate en un
visto y no visto. Él también tenía prisa, aunque por un motivo
diferente: comprarse su nueva mochila y esas gafas que tanto
necesitaba.
La señora Carbonilla tenía escrita la dirección de la óptica en una
cuartilla con el membrete del médico oculista, el doctor Torcido
del Ojo, en la parte superior izquierda de la hoja. Se puso muy
nerviosa porque no la encontraba. Buscó y rebuscó dentro de su
bolso.
_ ¡Aquí está! _exclamó la madre de Miguelito, sacando el
papel del fondo de su bolso_. ¡Uf!, pensé que se me había perdido
con todas la cosas que llevo dentro de este enorme bolso.
Miguelito ya se había metido dentro del coche y atado su
cinturón de seguridad cuando la señora Carbonilla hizo lo propio.
Llegaron al centro de la ciudad y dejaron el coche en un
aparcamiento subterráneo. Miguelito, con lo aventurero que era,
estaba ya rumiando en su cabeza una de sus fantásticas historias.
_ ¿Mamá? _dijo Miguelito, llamando la atención de su madre.
_ ¿Sí, cariño?
_ ¿Nunca te has quedado atrapada en un parking?
_ ¡No! ¡Qué horror! _respondió su madre, asustada solo de
pensarlo. Y después de unos segundos pensando en ello,
contestó_: Pero, creo que eso no es posible, ya que los
aparcamientos subterráneos suelen estar abiertos las veinticuatro
horas del día.
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_ Pero ¿y si cerrara alguien las puertas por error y te
quedaras atrapada dentro de este sótano oscuro? _volvió a
preguntar Miguelito.
_ Hasta que no me dejes encerrada no paras, ¿verdad? _La
señora Carbonilla le cogió la mano a su hijo y le contestó bromeando_:
Pues, entonces, llamaría por teléfono a casa y vendrías tú a
ayudarme a escapar de este sitio tan horrible lleno de fantasmas y
monstruos de todo tipo.
Ya fuera del oscuro aparcamiento subterráneo, la madre de
Miguelito leyó de nuevo la dirección que tenía apuntada:
_ Creo que no conozco ninguna calle con ese nombre
_murmuró la señora Carbonilla.
_ Vamos a preguntarle a alguien, mamá _sugirió Miguelito.
La señora Carbonilla se acercó a varios viandantes a los que
preguntó por el paradero de la calle del Recuerdo, pero ninguna de
esas personas conocía esa dirección. También preguntó por la
Óptica Luz Mágica pero nadie supo indicarle dónde quedaba. Se
encogían de hombros y negaban con la cabeza.
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Cansada de preguntar, la madre de
Miguelito pensó en buscar una oficina
de correos, quizá allí le podrían dar el
norte de la Óptica Luz Mágica.
Comenzaron a andar cuando se les
acercó de improviso un anciano,
bastante encorvado, que salió de la
nada. Llevaba una espesa barba
blanca, un bastón de madera
desgastado por el paso del tiempo, y la
ropa de color negro. A Miguelito, aquel
hombre le pareció un tipo bastante
peculiar, pero a su madre, además de
peculiar, le pareció extraño y, la verdad,
no le faltaban razones.
_ ¡Luz Mágica es más que una óptica! _exclamó el
anciano al pasar cerca de la señora Carbonilla.
_ ¿Cómo? _contestó ésta, asombrada.
_ Están buscando Luz Mágica, ¿verdad? _El anciano se
detuvo para hablar.
_ Sí, estamos buscando la Óptica Luz Mágica, ¿la conoce
usted, señor? ¿Nos podría indicar por dónde debemos ir? _preguntó
Miguelito.
_ ¿Cómo ha sabido adónde íbamos? _preguntó con voz
trémula su madre.
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El anciano se giró lentamente, miró a Miguelito con
detenimiento durante unos segundos y luego contestó:
_ ¿Ven aquel hotel de allí _preguntó el anciano con lentitud
y sosiego, señalando con el extremo del bastón_, frente al
restaurante italiano?, pues giren a su derecha dos calles y sigan
rectos, para después girar a la izquierda por la primera calle
adoquinada que encuentren.
Estaban tan atentos a las indicaciones del anciano,
intentando ver el hotel y el restaurante italiano, y memorizando el
número de calles a la derecha y a la izquierda en las que tenían que
girar, que no se dieron cuenta de que el anciano había
desaparecido como por arte de magia.
Ninguno de los dos dijo nada. La señora Carbonilla tenía
demasiada prisa para pararse a pensar dónde podría haberse
metido aquel añoso hombre y, Miguelito, todo el tiempo del mundo
para inventar historias fantásticas donde el protagonista fuera el
anciano misterioso y su desaparición.
Por el camino, mientras su madre se devanaba los sesos por
recordar el recorrido que el anciano le había indicado, Miguelito
iba hilvanando situaciones hasta convertirlas en una rocambolesca
historia de misterio.
_ Mamá, ¿te imaginas que fuera un mago?
_ ¿Un mago? ¿Quién? _preguntó la señora Carbonilla.
_ El hombre de la barba blanca, el que nos ha indicado el
camino a la óptica. A lo mejor tiene poderes sobrenaturales y se ha
esfumado con un chasquido de sus dedos.
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_ ¿De qué estás hablando, Miguelito? _le contestó de mal humor
su madre _. Solo tienes pájaros en la cabeza, si fueras igual de
listo y despierto para las matemáticas que para inventar historias, otro
gallo nos cantaría.
_ Pero, mamá, ¿te has dado cuenta que sabía adónde
íbamos? Ha salido de pronto y…se ha ido sin darnos cuenta. Y el
aspecto…bueno, eso sí que es raro…
La señora Carbonilla no hacía el menor caso a las conjeturas de su
hijo, se había perdido _o eso creía ella_, porque no encontraba la
calle adoquinada que, según el anciano, tenía que haber
aparecido dos o tres calles antes.
_ ¿Había que girar dos calles después del hotel o una?
_preguntó su madre a Miguelito, desesperada.
Por supuesto, Miguelito no contestó, seguía imaginándose al
anciano haciendo pócimas variadas y hechizos si fin.
La señora Carbonilla, exasperada, daba la búsqueda por perdida
cuando, sin saber cómo, al pasar por una de las calles por las que
ya había pasado antes, observó que el suelo era de adoquines
grises.
_ ¡Qué raro! Juraría que ya he pasado por aquí antes. En fin,
lo importante es que hemos encontrado la dichosa calle con
adoquines. Ahora, había que girar la primera a la izquierda, ¿no,
hijo?
_ Creo que sí, mamá.
Miguelito estaba atónito mirando a su alrededor. Su madre no se
había dado cuenta por las prisas, pero aquella calle tenía un olor
especial, así como a incienso, y también un aspecto especial,
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todo era sacado de un cuento de hadas. Las fachadas de las casas
eran de piedras superpuestas y unidas por una especie de masa
parecida al barro. No había balcones sino ventanas que, en realidad,
eran agujeros en la fachada. Al elevar la vista al cielo, Miguelito pudo
comprobar que aquellas antiguas casas tenían torreón, tal y como
se podría esperar de una aldea medieval. Aquella calle parecía
sacada de un cuento.
Miguelito, mudo por la impresión, tiraba de la manga de su
madre, tratando de que viera todo lo que él estaba viendo, pero ésta
estaba tan entretenida buscando un cartel donde pusiera Óptica
Luz Mágica que no le hizo caso a lo que su hijo quería decirle.
En la misma esquina de la primera calle a la izquierda de la calle
adoquinada, se encontraron la óptica. La señora Carbonilla suspiró de
alivio y no se lo pensó dos veces a la hora de entrar en aquel
negocio que a Miguelito le pareció, por lo pronto, extraño, pues
pudo observar que había poca luz dentro, algo raro en una óptica,
¿no creéis?
La madre de Miguelito empujó la puerta y al hacerlo se oyó el
tintineo de caracolas. Los dos miraron al techo y se quedaron
observando un móvil hecho con caracolas de todos los tamaños. Su
sonido te hipnotizaba. Dentro de la óptica el olor a incienso era aún
mayor que en la calle.
Al fondo, se veía con dificultad lo que parecía un mostrador. La
señora Carbonilla avanzó decidida hacia él y comenzó a llamar,
advirtiendo su presencia.
_ ¿Oiga? ¿Hay alguien?
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No hubo respuesta.
Miguelito no paraba de mirar a su alrededor emocionado ante
todo lo que la poca luz le permitía ver y que, sin duda, no hacía otra
cosa más que alimentar su prodigiosa imaginación.
Ni que decir tiene que la madre de Miguelito tenía más miedo
que su hijo en ese momento. A punto estuvo de marcharse de allí
cuando de pronto se encendieron unas grandes luces
suspendidas del techo que hizo que los dos entrecerraran los ojos.
Una voz grave se oyó desde una habitación contigua que
estaba entreabierta y en completa oscuridad:
_ Ahora mismo estoy con ustedes.
_ Gracias _dijo la señora Carbonilla, nerviosa y sin dejar de mirar
la hora en su reloj.
Miguelito pudo comprobar, para decepción suya, no así de su
madre, que aquel local no era otra cosa sino una simple, normal y
aburrida óptica llena de gafas, antiparras y quevedos de todos los
colores, formas y tamaños.
Por fin, apareció un hombre joven que vestía una bata blanca
junto a una señora con un niño de unos tres o cuatro años.
_ Perdonen, pero tengo la manía de apagar todas las luces
para poder hacer el estudio optométrico adecuadamente _se disculpó
el hombre de la bata blanca.
Despidió amablemente a la señora y a su hijo y volvió a
dirigirse a la señora Carbonilla y a Miguelito.
_ Me llamo Gustavo, ¿en qué puedo servirles?
_ Me envía el doctor Torcido del Ojo para…
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El hombre de la bata blanca y de nombre Gustavo abrió
enormemente sus ojos y no dejó que terminara de explicarse la
madre de Miguelito.
_ Si son tan amables de esperar aquí.
Gustavo comenzó a andar en dirección a la habitación oscura
en la que antes estaba metido con el anterior cliente. La señora
Carbonilla se quedó boquiabierta por la reacción tan extraña
del dependiente de la óptica.
_ Los pacientes del doctor Torcido del Ojo tienen
privilegio _afirmó Gustavo_. Y, por ello, les va a atender
personalmente el señor Luz.
A los pocos minutos _que a la señora Carbonilla le parecieron
horas_ apareció, para sorpresa de Miguelito y de su madre, un
señor de barba blanca, traje negro y bastón, idéntico al que le había
indicado dónde se encontraba la Óptica Luz Mágica. Miguelito
no podía dar crédito a lo que estaban viendo sus ojos. Incluso él, que
estaba acostumbrado a inventar todo tipo de historias de ciencia
ficción, se sorprendió.
_ ¿Usted es… es el mismo que…es el mismo que nos ha
indicado el camino? _titubeó la madre de Miguelito.
_ No _sentenció el anciano_, llevo aquí toda la mañana,
señora…
_ Carbonilla, mi nombre es Nuria Carbonilla.
_ Me ha dicho Gustavo que viene de parte del doctor
Torcido del Ojo, ¿es cierto? _dijo el anciano, sin dejar de
mirar a Miguelito y con una amable sonrisa en los labios.
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_ Sí, así es. Aquí tengo la carta que me dio el doctor
Torcido del Ojo, con el aumento que Miguelito necesita en
sus nuevas gafas.
El señor Luz tomó la carta y sin abrirla siquiera se metió
dentro de la habitación oscura, le dio al interruptor y se encendió la
luz. Llamó a Miguelito y este acudió. Cuando entró dentro de esa
habitación, que en un primer momento le resultaba tan misteriosa,
vio que estaba llena de vitrinas que llegaban
hasta el techo repletas de gafas. En su
mayoría eran de colores oscuros entre las que
destacaban unas gafas con los cristales
transparentes y de montura azul que, rápidamente, Miguelito descubrió
quedándose totalmente fascinado por ellas. Comenzó a andar hasta
la vitrina donde se encontraban aquellas gafas y se quedó, delante
de ellas, mirándolas sin pestañear.
_ ¿Has elegido ya el modelo, Miguelito? _preguntó el señor
Luz.
Miguelito no contestó, al menos con palabras. Levantó el
brazo y con el dedo índice señaló las gafas de la montura azul.
_ Buena elección _repuso el anciano.
El señor Luz abrió la vitrina con una llave de entre cientos
que llevaba enganchadas en un llavero, sacó las gafas con
mucho cuidado y volvió a cerrar la vitrina. Las limpió con un paño
blanco que sacó de su bolsillo, dijo unas palabras que, por
supuesto, Miguelito no alcanzó a oír y, con suma delicadeza, se las
puso a Miguelito en los ojos.
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_ Son estupendas _dijo Miguelito, emocionado.
Salió rápidamente de la habitación para enseñárselas a su
madre.
_ ¿Ya están terminadas? ¿Tan rápido? _dijo la señora Carbonilla
muy sorprendida.
El anciano no respondió.
Miguelito comenzó a decirle a su madre que eran las mejores
gafas que había tenido y que veía mejor que nunca. Así que, entre
la emoción de Miguelito por sus gafas nuevas y la prisa de su
madre por marcharse _después tendrían que ir a comprar la
mochila nueva_, a la señora Carbonilla se le olvidó por completo que
aún no le había contestado el anciano a sus preguntas. Miró el
reloj de nuevo, le pagó las gafas al señor Luz y se marcharon de
allí.
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Capítulo 3
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El primer diez
Esa mañana hacía frío. El jefe de estudios, don Isidro Medario,
no paraba de decir nombres con ese micrófono obsoleto que usaba
todos los años el primer día de colegio. Miguelito esperaba
impaciente a que dijera el suyo para incorporarse a la fila y para
saber con qué maestro o maestra le habría tocado ese año. Ya no
tendría más a don Nicolás puesto que cambiaba de ciclo y todos
los rumores apuntaban a que ese año se les venía encima el
maestro más antiguo del colegio y un auténtico sargento.
Los rumores resultaron ser ciertos al final, muy a su pesar.
Don Isidro Medario dijo su nombre y el de todos los
compañeros que tuvo el año anterior para, finalmente, añadir:
_ Y vuestro maestro será…don Mandón.
Hubo un murmullo en la fila que al jefe de estudios no le
hizo gracia. Elevó la voz y continuó nombrando niños como si nada.
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Miguelito recordó, junto a sus amigos, lo bien que se lo habían
pasado ese verano en su cumpleaños. El siete de septiembre fue
el octavo cumpleaños de Miguelito y,
como siempre, organizó una gran fiesta
en su casa con sus amigos
incondicionales: Alejandro Cauto,
Mónica Nica, María Almendras, y su
tocayo Miguel Calmoso.
Ese primer día, en la fila, no se
hablaba de otra cosa que no fuera de las nuevas gafas de
Miguelito. Allí se encontraban, como no, Julio y Adrián Rocín
_también conocidos como zipi y zape_ que no desperdiciaron la
ocasión para acercarse a Miguelito a molestarlo un rato.
_ ¡Hola, Miguelito! _dijo Adrián, observando con detenimiento
las gafas nuevas_. ¿Qué tal te han ido las vacaciones? Parece que se
han adelantado los Reyes Magos este año y te han traído unos
anteojos nuevos, ¿no, Miguelito?
_ Son… ¿cómo lo diría…? _ comentó Julio, mirando a su
hermano.
_ ¿De niña? _concluyó Adrián, con sorna.
Miguelito observaba, sin decir nada, cómo se alejaban esos
dos bocazas que no paraban de reírse de su, según ellos, acertada
y fantástica broma. Aunque la verdad es que a Miguelito ya no le
importaba demasiado que zipi y zape se mofaran de él. Julio y
Adrián Rocín no despertaban mucha simpatía en el colegio
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últimamente. Era de todos conocida su pedantería y su orgullo, y
esa mala costumbre de reírse de todo el mundo. Los dos hermanos
sacaban muy buenas notas y lo iban proclamando por todo el
colegio para que les diera envidia a los demás niños y niñas.
Miguelito comenzó su nuevo curso con sus gafas nuevas y su
mochila nueva y, cómo no, con su maestro nuevo. No se quitaba las
gafas para nada, se sentía cómodo con ellas a todas horas. Solo se
las quitaba para dormir y jugar al fútbol y era porque no tenía más
remedio.
Uno de los primeros días de clase a don Severiano
Mandón se le ocurrió hacerles un examen sorpresa para conocer el
nivel que traían del ciclo anterior. A Miguelito se le cayó el techo de
la clase encima del susto. Si había algo que le gustara menos
eran los exámenes, pero los exámenes sorpresa aún los detestaba
más.
Ese día llegó a clase, se sentó en su pupitre y vio que don
Severiano Mandón tenía esa sonrisita maliciosa en la cara,
signo de que algo raro y malvado estaba tramando. Abrió un cajón de
su mesa y sacó un montón de folios escritos por una sola cara. Se
levantó y apoyó los folios en la mesa para colocarlos bien.
_ ¿A que no sabéis qué es esto? _dijo el maestro, señalando
el montón de folios de su mesa y con una sonrisa de oreja a oreja.
Nadie se atrevió a contestar.
_ Es un examen sorpresa de todas las materias _dijo rápidamente don
Mandón_. Sacad lápiz y goma y retirar todo lo demás de vuestra
mesa.
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El murmullo de la clase era espectacular, se podía distinguir
perfectamente un “¡Noooooo!” generalizado.
“Vamos a empezar bien el curso. Va a ser mi primer
suspenso”, pensó Miguelito.
Don Severiano comenzó a repartir los folios, uno para cada
alumno.
_ Es muy fácil _indicó don Mandón_. Tenéis tiempo de sobra
para terminarlo sin prisas.
Miguelito le dio la vuelta al examen. Había 10 preguntas: 2 de
lengua, 3 de conocimiento del medio, otras 3 de matemáticas y, por
último, 2 de inglés. Cogió su lápiz y comenzó a escribir sin pausa
pero tampoco sin prisa. Su amigo Alejandro que estaba sentado en
la fila de la derecha no podía creerse lo que estaba viendo,
Miguelito: no levantaba la cabeza de su folio y no paraba de
escribir ni para respirar.
Hasta que no hubo terminado todas las preguntas no dejó el
lápiz en su mesa. Miguelito miró el examen y luego su mano
porque le dolía de escribir tanto. Nunca había contestado a todas las
preguntas de un examen y pensó que, seguramente, las tendría
todas mal o que, con mucha suerte, fueran tan sencillas que hasta él
las había podido contestar.
Cuando ya todos hubieron acabado, don Severiano
Mandón recogió los exámenes, y se los llevó a su mesa.
_ Los voy a corregir ahora mismo _soltó don Mandón_. Pero
antes, voy a realizar el examen en la pizarra para que veáis
cuáles son las respuestas correctas y, de esa forma, cada uno
sabrá en qué se ha equivocado.
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El maestro comenzó, así, a realizar los ejercicios en la
pizarra. Miguelito no podía creerse lo que estaba viendo y oyendo.
Los ejercicios de lengua los tenía bien, pero es que los de
matemáticas, también, y…los de conocimiento y… Empezó a
pensar que aquello sería un error, que lo más seguro es que no se
acordara demasiado bien de lo que había contestado en su
examen.
Miró a Alejandro y lo vio con cara de sufrimiento, como si no
estuviera muy contento con lo que su maestro, don Severiano
Mandón, estaba anotando en la pizarra.
Miguelito no quería demostrar ningún tipo de emoción por si
sus sospechas, de que todas las preguntas las tenía bien, fueran
infundadas.
Llegó la hora del recreo. Miguelito no sabía cómo decirle a su
amigo Alejandro que parecía que sus respuestas eran las
correctas. No quería convertirse en un Julio o en un Adrián Rocín,
que ya estaban alardeando de lo bien que les había salido el
examen y de lo fácil que era. Por lo que prefirió esperar a que el
maestro corrigiera los exámenes y les dijera las notas
definitivamente.
_ ¡Qué mal me ha salido! _comentó Alejandro.
_ Seguro que no. Además es una prueba para conocer
nuestro nivel, nada más _lo tranquilizó Miguelito.
_ Nada más y nada menos. De esta prueba depende nuestra
futura reputación ante don Severiano Mandón. Si saco un
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cinco será con mucha suerte. ¿Y a ti? ¿Cómo te ha salido?
_preguntó Alejandro.
_ Bueno, no sabría qué decirte. Parece que…algunas
preguntas las tengo bien. Pero… será mejor esperar a que nos dé
la nota don Mandón.
_ Seguro que tú apruebas, Miguelito _dijo Alejandro.
_ ¿Qué?
_ No has parado de escribir en todo el examen. Me ha
extrañado verte tan concentrado en las preguntas. Era como si no te
hiciera falta ni pensar.
Miguelito tragaba saliva sin parar y no dejaba de mirar al
suelo. No sabía qué responder a tal afirmación. “No puedo ocultarle
algo así a mi mejor amigo. Además, ¿qué malo tiene aprobar un
examen?” pensó.
_ Alejandro, me ha ocurrido algo muy extraño _comenzó
Miguelito_. No lo sé aún, pero creo que tengo todas las preguntas
bien.
Alejandro, asombrado, comenzó a hablar en voz alta.
_ ¿Qué tienes todas las preguntas bien?
_ ¡Chisss! _contestó Miguelito a la vez que miraba a su
alrededor para comprobar que no lo había escuchado nadie.
_ No me lo puedo creer. ¿Tú, Miguelito?
_ No te lo quería decir, pero creo que sí. Y lo peor es que no
sé cómo ha podido ocurrir. Lo mismo es que las preguntas eran
demasiado fáciles y…
_ ¿Fáciles? _le cortó Alejandro_. De fáciles nada.
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_ A lo mejor me he equivocado, ya no sé ni lo que he
contestado _dijo Miguelito muy nervioso.
Alejandro se dio cuenta de lo mal que lo estaba pasando su
amigo y lo intentó tranquilizar.
_ Además, ¿dónde está el problema, Miguelito?
_ No lo sé. Yo nunca…
_ Si apruebas mejor para ti, ¿no?
_ Ya no se trata de aprobar o no, sino de que no sé cómo he
podido responder a las preguntas y mucho menos bien.
_ Bueno, bueno, no te adelantes aún _dijo Alejandro_, que
todavía falta la última voz y la más importante, la de don Severiano
Mandón.
El timbre de la campana del colegio resonó en los oídos de
Miguelito y, acto seguido, su corazón se aceleró bruscamente.
Subió con parsimonia las escaleras que separaban la planta
baja del primer piso donde se encontraba su aula, allí,
seguramente, estaría ya el maestro con los resultados del examen.
Miguelito se sentó en su pupitre el último de todos. Se resistía
a saber qué había sacado en el examen, aunque por otro lado lo
estaba desando a razón del repentino nerviosismo que empezaba a
aflorar en forma de hormigueo en su estómago.
Sacar buena nota suponía crear unas expectativas ante don
Severiano Mandón que sabía, a ciencia cierta, que no podría
mantener el resto del curso, pero suspender le crearía una fama de
mal estudiante que sería aún peor. Miguelito lo que quería en
realidad era sacar el 5“pelado” que tanto le gustaba y pasar
32
desapercibido el resto del tiempo que estuviera en el colegio, como
siempre había hecho.
Allí estaba don Severiano Mandón, con los exámenes
encima de su mesa, dispuesto a decir los resultados y, como no
podía ser de otra forma, con su habitual y detestable sonrisa malvada
en la cara.
_ Estoy muy decepcionado _comenzó diciendo don Mandón_.
Claro que también hay alguna que otra excepción _dijo mirando a
Miguelito.
Miguelito no pudo hacer otra cosa que tragar saliva y con dificultad.
En ese momento le hubiera gustado ser invisible o una avestruz
para meter la cabeza bajo tierra.
El maestro comenzó a decir los resultados, empezando por
Ana María Abalorio Roto, que sacó un 6. Después vendría Nicolás
Agua Dura, que sacó un 3, y así, por orden alfabético hasta llegar
a Miguelito Cabeza Carbonilla.
_ ¿Miguel Cabeza? _pronunció don Severiano Mandón.
_ Sí _contestó Miguelito, levantando tímidamente la
mano.
_ Muy bien, Miguelito. El único 10 de toda la clase y todo un
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ejemplo para los demás.
Miguelito resopló y se echó las manos a la cabeza, no se lo
podía creer. Miró luego a su amigo Alejandro que, nervioso porque
aún no conocía su nota, tenía los ojos muy abiertos en ademán de
no dar crédito a lo que había oído.
Alejandro, finalmente, sacó un 6,5.
Miguelito fue el único en sacar un 10 de toda la clase, ni
siquiera lo hicieron los hermanos Julio y Adrián Rocín, cuya nota
fue un 7,5 y un 8, respectivamente
Al llegar a casa, no esperó a entrar para llamar a su madre y
contarle la buena noticia. Desde el jardín, comenzó a gritar:
_ ¡Mamá, he sacado un 10! ¡He sacado un 10!
_repetía una y otra vez.
Su madre no se lo podía creer. En un primer momento pensó
que el maestro de Miguelito se habría confundido y que le
habría puesto a su hijo la nota de otro compañero por equivocación.
Hasta que no lo viese ella con sus propios ojos no se lo terminaría
de creer del todo. Mientras tanto, no le quedaba otra que darle un
fuerte abrazo y un gran beso a su querido hijo.
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Capítulo 4
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“Number one”
Eso de sacar buenas notas le estaba empezando a gustar a
Miguelito ya que no hacía otra cosa más que sacar un diez detrás
de otro, incluido en el examen de problemas de matemáticas, algo
impensable.
Una mañana de domingo, Miguelito y sus amigos se fueron,
con sus
bicicletas, a
dar una
vuelta por el
campo.
Miguelito no
se llevó sus
gafas por miedo a que se le rompieran. En general, nunca se las
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ponía cuando hacía deporte o alguna actividad que representara un
peligro para ellas.
_ La verdad es que no comprendo como lo haces, Miguelito.
Pero, si no estás estudiando más de quince minutos seguidos _
aseveró María, sin dejar de pedalear al lado de su amigo.
_ ¿A qué te refieres?
_ No te hagas el tonto, Miguelito.
_ Es que le gusta que se lo recuerden _comentó Miguel Martín
que venía justo detrás de ellos, casi rueda con rueda.
_ Queréis que os diga qué hago para sacar un diez en todo,
¿no es eso? _contestó Miguelito muy seguro de sí mismo.
_ Suéltalo ya _exigió Manuel a la par que lo adelantaba para
ponerse delante de él.
_ ¿Es que te copias? _preguntó Mónica que también adelantó
a Miguelito.
_ Lo que hago para sacar últimamente esas calificaciones es
simplemente lo único que se puede hacer para ello _Los miró a
todos, uno por uno, y prosiguió_: estudiar mucho _contestó, muy
ufano.
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Sin darse cuenta, Miguelito se estaba convirtiendo en un niño
algo pedante, incluso para sus amigos de siempre, algo parecido
a los hermanos “zipi y zape”. Alejandro estaba sintiendo que algo
raro estaba pasándole a Miguelito, esa no era su actitud de
siempre.
_ ¿Estudiar? ¿Tú? ¿Mucho? Y yo soy superman. Venga ya,
Miguelito _exclamó Manuel, al mismo tiempo que se partía de risa
por la ocurrencia de Miguelito que le hizo, incluso, perder el
equilibrio encima de su bicicleta.
_ Eso es que te copias _afirmó de nuevo Mónica_. Te haces
chuletas y así siempre apruebas.
_ Tienes que reconocer que raro es y mucho _comentó
Alejandro, que no había dicho nada desde hacía un buen rato.
Los adelantamientos y, sobre todo, el interrogatorio a que
estaban sometiendo a Miguelito hicieron su efecto y este terminó
deteniendo bruscamente su bicicleta, provocando una gran
polvareda en el camino de tierra por el que transitaban.
_ Ni estudio más que antes ni me copio, solo sé que cuando
tengo el examen en mi mesa y lo empiezo a leer sé cómo contestar
a todas las preguntas. Es como si aparecieran en mi mente las
37
respuestas, sin hacer ningún esfuerzo, sin pensar _terminó
confesando.
Miguelito se bajó de su bicicleta, abatido y cabizbajo, y se
sentó a descansar en el borde del camino. Los demás hicieron lo
mismo y se sentaron a su alrededor esperando que les contara algo
más sobre cómo obtenía el deseado diez.
_ No te tienes por qué ponerte así _dijo Alejandro_. No es
ningún delito aprobar todos los exámenes, aunque sea siempre
con un…diez.
_ Sí, ya lo sé. Pero… no quiero… no… _titubeaba. Miguelito,
no sabía cómo deciles a sus amigos lo que en realidad sentía_. No
quiero convertirme en un miembro más del “club pedante de Julio y
Adrián”, no quiero dar saltos de alegría cada vez que don
Severiano Mandón dice mi nombre y a continuación el deseado
diez, no quiero que nadie se burle de mí como si fuera un alelado
empollón, no quiero… No quiero dejar de ser vuestro amigo
_explotó finalmente.
Todos prestaban atención a Miguelito mientras hablaba.
Alejandro lo miraba, sin duda, de manera especial, ya que él sabía
que eso último nunca se produciría, de eso estaba seguro. Había
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sido su mejor amigo siempre y lo seguiría siendo pasara lo que
pasase.
Esa noche, Miguelito no pudo dormir muy bien. Estaba nervioso, a
primera hora tenía un examen de conocimiento del medio y decidió
no estudiar nada en toda la semana. No se lo dijo a nadie, ni
siquiera a su mejor amigo Alejandro y, por supuesto, tampoco a su
madre. Simplemente “pasó” del examen.
Se terminó su desayuno, no sin dificultad _no quería aparentar
inquietud delante de su madre_ y se fue a la parada del autobús
escolar.
Durante todo el trayecto hacia el colegio no movió los labios
para hablar, estaba demasiado ocupado pensando si esa sería la
fórmula para no sacar nunca más un diez. Por su parte, su amigo
estaba tan nervioso por el inminente examen y tan ocupado
repasando el Sistema Solar y sus planetas que ni reparó en la
abstracción de Miguelito.
Ya en el aula, Miguelito se sentó con su lápiz y su goma
de borrar como únicos objetos encima de su mesa, mientras que el
resto se afanaba por darle el último y definitivo repaso a los temas
motivo de examen, antes de que llegara el maestro.
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Como siempre don Severiano Mandón llegó con su taco de
folios y su sonrisa maléfica y repartió uno a cada alumno.
Miguelito dudó en darle la vuelta al folio, sabía que, en cuanto
leyera las preguntas, se le aparecerían las respuestas en su
mente como si las tuviera grabadas y fueran pasando una a una. La
curiosidad pudo más y finalmente volvió su examen.
Un nuevo sobresaliente reinó en sus calificaciones.
No tardaron en llegarle las felicitaciones, tanto de don
Severiano Mandón como de algunos de sus compañeros,
incluida Elena, la chica más guapa de su clase y, para Miguelito,
de todo el colegio. Elena nunca se había fijado en él. Miguelito
siempre había creído que ni siquiera sabía que existía. Pero ahora
todo era diferente: se estaba convirtiendo en el chico más popular
del colegio y eso le estaba gustando.
Miguelito tenía la cabeza hecha un lío. Si por un lado se
estaba convirtiendo en un niño repelente de los que él tanto
odiaba, por otro estaba aprobándolo todo, estaba haciendo feliz a
sus padres y, lo que era más importante para él, se estaba
convirtiendo en el “number one” del colegio.
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Esa mañana de viernes, en el recreo, se le acercó Elena
quien, jamás antes, había reparado en él.
_ Parece que este año te has puesto las pilas, ¿no? _dijo
Elena, situándose delante de él.
_ Sí, eso parece.
_ Después de todo no eres el chico torpe que pensé que eras.
_ Vaya… Torpe… Eso pensabas _dijo Miguelito, sorprendido.
_ Bueno, más bien vago _rectificó Elena.
_ Pues, ya ves. He cambiado.
_ Así me gustas más. ¡Hasta luego!
Miguelito se quedó con la boca abierta. No se esperaba la
reacción de Elena y, mucho menos, que le hablara como lo había
hecho. A ella le gustaba en lo que se había convertido y eso era sin
duda un punto más para desnivelar la balanza hacia el “nuevo
Miguelito”.
_ Parece que te estás haciendo popular, ¿eh, Miguelito? _dijo
Alejandro que llegaba con María.
_ ¿Popular?
_ Te hemos visto hablando con Elena _dijo María desafiante y
algo celosa.
41
_ Sí. Y también hemos visto lo rojo que te has puesto cuando
hablabas con ella _continuó Alejandro entre risas.
_ ¿De veras que me he puesto rojo? _quiso saber Miguelito,
tocándose los carrillos.
_ Más rojo que mis zapatillas _contestó Alejandro, señalando
hacia sus pies.
_ Vale. Dejadlo ya. Sólo me ha preguntado por lo mismo que
me preguntan todos. Solo eso. ¿Por qué me iba a sonrojar?
_ ¿A lo mejor es… porque te gusta Elena? _observó María
con retintín.
Miguelito no dijo nada. Simplemente se le escapó una
sonrisita que lo decía todo. En ese preciso y oportuno momento
sonó la campana y de nuevo volvieron todos a clase.
El sábado por la tarde Miguelito había quedado con su amigo
Alejandro a eso de las seis de la tarde para ir juntos al cumpleaños
de Mónica. Miguelito le había comprado un libro de aventuras
porque si había algo que a Miguelito le gustara más era leer libros y
si eran de aventuras mejor, por lo que cuando lo vio en aquella
42
vitrina de la tienda decidió que ese era el regalo perfecto, al fin y al
cabo a Mónica también le encantaba leer.
En casa de Mónica había unos veinte o veinticinco invitados,
la mayoría compañeros del colegio y también algunos primos. La
fiesta se estaba
celebrando en el salón de
la casa ya que fuera, en el
jardín, hacía frío. La
reacción de todos, sin
excepción, cuando vieron
a Miguelito entrar en la
fiesta fue volver la cabeza
y la vista hacia él,
cuchicheando los unos con los otros. Miguelito no se esperaba esa
reacción y se quedó cortado y parado en la entrada del salón. Así
estuvo unos segundos hasta que pensó que sería por el mismo
motivo de siempre: sus repentinas buenas notas, lo cual le hizo
reaccionar y empezó a andar en dirección a Mónica a la vez que
saludaba a todos los allí presentes.
43
_ ¡Feliz cumpleaños, Mónica!
Toma, esto es para ti _dijo Miguelito,
mostrándole un regalo envuelto en
papel de regalo azul con un lazo rosa
fucsia.
_ Gracias.
Mónica abrió el regalo deprisa y, mientras lo hacía, Miguelito
se dio cuenta de que todos lo seguían mirando con cara de
sorpresa. Era sin duda el centro de atención y eso le gustaba, sobre
todo porque en la fiesta también estaba Elena quien también lo
miraba con una sonrisa en los labios.
En ese momento, Alejandro le dio también su regalo a
Mónica y empezaron a hablar los tres de lo que estaba sucediendo
allí.
_ Que me miren y cuchicheen los del colegio vale, pero ¿tus
primos? _le dijo Miguelito a Mónica en voz muy baja.
_ Es que… se lo he contado yo. No te importa, ¿verdad?
Miguelito volvió a mirar a su alrededor y vio cómo algunos le
saludaban con la mano, otros le sonreían,…, estaban todos
pendiente de él, algo impensable el año pasado.
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_ No, para nada, no me importa _contestó Miguelito,
satisfecho.
_ Te estás haciendo famoso, tío _comentó Alejandro.
Miguelito se empezó a sentir cada vez mejor y comenzó a
saludar a todos los allí presentes. Charló con chicos y chicas que
antes ni siquiera lo saludaban y, especialmente, con Elena. No dudó
ni un momento en que lo que le estaba pasando le venía bien en
muchos sentidos. Ya no era un “don nadie”, alguien que está ahí
pero que no se hace notar. Antes no era bueno _ni tampoco malo_
en nada, era un niño mediocre. Pero ahora es diferente, todos lo
conocen, todos saben su nombre, todos saben de Miguelito
Cabeza Caronilla y sus extraordinarias y repentinas buenas notas.
Tampoco descartó la idea de encontrar algún día la
explicación de ese suceso tan extraordinario y, una vez
encontrado, ya decidiría qué hacer. Mientras tanto, disfrutaba de su
liderazgo en la fiesta de cumpleaños de su amiga Mónica y de su
nuevo estatus en el colegio.
45
Capítulo 5
--------------------------------------
¡Magia!
La señora Carbonilla y el señor Cabeza no podían dar crédito a lo que
estaban leyendo. Miguelito les había traído a sus padres el boletín
informativo con las calificaciones del primer trimestre. ¡En todas las
materias había obtenido un sobresaliente!
_ ¡No me lo puedo creer! _exclamó su padre, asombrado_.
¡Incluso en matemáticas! ¡Y en inglés también!
Al señor Cabeza le dieron ganas de pellizcarse para saber si
estaba soñando. La señora Carbonilla sabía que algo así ocurriría, no
era la primera vez que Miguelito llegaba a casa diciendo que don
Mandón le había puesto un diez en matemáticas, en lengua o en
46
cualquier otra materia, pero ¿en todas? Después de todo era cierto,
en ningún momento había mentido Miguelito, algo que en más de
una ocasión había sospechado su madre.
Miguelito sabía que algo raro estaba pasando, no era muy
normal ni muy frecuente que alguien que no estudia apruebe todos
los exámenes sin dificultad y mucho menos que en todos ellos
obtenga un diez de calificación. Lo sabía, sí, pero lo dejaba pasar.
Esa tarde de viernes había quedado con Alejandro para
hacer planes para las vacaciones de navidad. No le gustaba dejar
nada a la improvisación, y menos en lo que se refiere a sus
aventuras. Miguelito tenía todo el tiempo del mundo para
inventarse historias, misterios que descubrir, aventuras sin fin,…,
pero sus amigos no disponían de tanto tiempo como él, ellos tenían
que estudiar si querían aprobar el curso. Ya había pensado en
hacer alguna excursión hasta la casa deshabitada que había al
otro lado del río, a las afueras del pueblo, incluso tenía una especie
de plan a seguir para cada uno de sus amigos, con las indicaciones
de lo que cada uno tenía qué hacer y qué llevar.
Alejandro, por su parte, tenía otros planes muy distintos,
estaba decidido a averiguar qué es lo que hacía Miguelito para
47
aprobar todos los exámenes. Necesitaba mucho tiempo y mucho
esfuerzo para aprenderse una lección y, aunque no fuera muy
ortodoxo, en el fondo quería que también le pasara a él lo mismo
que le estaba sucediendo a su amigo. Las calificaciones de
Alejandro no eran malas, pero ni mucho menos tan brillantes como
las de su amigo Miguelito y, en el fondo, era algo que traía a
Alejandro de cabeza, ya que, por horas de estudio, esas
calificaciones tendrían que ser suyas.
Dos días antes de nochebuena, Miguelito se encontraba en la
casa de Alejandro explicándole su magnífico plan para ir a la casa
deshabitada.
_ He pensado que sería mejor entrar por la ventana del lado
oeste que tiene uno de los barrotes suelto. Claro que, quizá,
tendremos que romper el cristal de la ventana y…
Miguelito hablaba y hablaba de la forma de penetrar en
aquella tétrica casa mientras que Alejandro estaba pensando en la
manera de pedirle a su amigo que le contase, de una vez por todas,
la razón sus extrañas buenas notas.
_ No me interesa tu aventura _dijo Alejandro, cortando a
Miguelito.
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Miguelito paró de hablar y lo miró con extrañeza.
_ ¿Qué?
_ No quiero que sigas hablando de ese asunto de la casa
deshabitada, no me interesa.
_ ¿Se puede saber qué te pasa? Llevas unos días muy raro
_señaló Miguelito.
Alejandro se quedó callado, no sabía cómo afrontar el tema,
no quería que Miguelito se sintiera mal o pensara que lo quería
saber por envidia o algo así.
_ ¿Es que no quieres ir a la casa? Van a ir todos, además
será divertido y te prometo que no haremos nada de lo que nos
podamos arrepentir, si es que es eso lo que te preocupa. Ni
romperemos cristales, ni puertas, ni haremos nada peligroso.
_ No es eso. Lo que ocurre es que…me gustaría…quisiera
saber…Me gustaría saber qué haces para sacar tan buenas notas,
y no me digas que estudiar porque a mí no me puedes engañar
_confesó Alejandro, por fin.
Miguelito dejó encima de la cama de Alejandro su libreta con
los detalles de su aventura y miró a su amigo fijamente a los ojos.
49
_ Te aseguro que no sé lo que me ocurre, pensaba que eso
ya lo sabías. Si supiera de qué se trata te lo habría dicho hace
tiempo para que tú también pudieras sacar un sobresaliente en
todo. Eres mi mejor amigo, ¿no? ¿Es que crees que te estoy
engañando?
_ No, claro que no. Pero, es que yo estudio mucho y no
consigo sacar esas notas y…no es que tenga envidia, lo que pasa
es que pienso que si supiéramos la verdad a lo mejor yo...
también… podría sacar…quizá yo también podría aprovecharme de
la situación.
_ Eso está muy bien _contestó Miguelito_. ¿Y cómo lo
hacemos?
_ Creo que tus planes de la excursión a la casa deshabitada
tendrán que esperar. Tenemos algo más importante entre manos,
¿no crees?
Decidieron no decirle al resto de sus amigos nada del asunto
por miedo a que se corriera la voz y llegara a oídos de alguien
indebido, como la señora Carbonilla o, aún peor, don Severiano
Mandón.
_ He pensado que algo te ha tenido que pasar entre el año
pasado y este, algo raro, algo misterioso _comentó Alejandro.
50
_ No me ha caído ningún rayo encima ni nada por el estilo,
¿sabes?
_ Este verano te ha tenido que ocurrir algo _volvió a insistir
Alejandro, tocándose el mentón_. ¿Te ha dado alguna insolación?
¿Has tocado algún cable pelado? ¿Te has dado algún golpe en la
cabeza? O…mejor, ¿has sido abducido por algún extraterrestre?
Solo algo así podría haber cambiado tu inteligencia.
_ Nada de esas cosas tan absurdas que estás diciendo me ha
pasado. Eso solo le ocurrió a Superman, a Spiderman o a
Batman. Tiene que ser algo más sencillo.
Estuvieron toda la tarde dándole vueltas a la cabeza sobre lo
que podría ocurrir y lo que no para que un cambio de esa magnitud
se produjera en una persona. Pero se hizo de noche y Miguelito
tenía que volver a casa. Lo dejaron para el día siguiente.
Esa noche Miguelito soñó con el
anciano de la óptica donde se
compró sus gafas nuevas. Volvió a
pasar por aquella calle adoquinada y
percibir aquellos aromas a especias, vio de nuevo la vitrina repleta
de gafas negras donde destacaban las suyas y se vio, a sí mismo,
probándose las gafas de la montura azul y volviendo a sentir esa
51
sensación tan extraña y al mismo tiempo tan placentera cuando sus
ojos miraron a través de aquellos mágicos cristales.
Miguelito se despertó sobresaltado, envuelto en sudor y con
la sensación de haber resuelto un misterio. “¡Mágicos, eso es, cómo
no se me ha ocurrido antes!”, dijo en voz alta. Miró el reloj y eran
aún las seis de la madrugada, demasiado pronto para telefonear a
Alejandro. Volvió a tumbarse sobre la cama y giró la cabeza hacia
la derecha, allí, sobre su escritorio, estaban sus gafas.
Llamaron al timbre. Eran las diez y media de la mañana. A
Miguelito se le había olvidado por completo que día era, ahora
tenía otras cosas más importantes en lo que pensar.
_ ¡Miguelito, hijo, te buscan tus amigos! _ gritó la señora
Carbonilla desde la entrada de la puerta.
Miguelito estaba en la cocina terminando de desayunar. Se
había levantado demasiado tarde después de una noche llena de
sobresaltos y pesadillas. Fue en ese preciso momento cuando
recordó que el día anterior había quedado con todos sus amigos,
Mónica, Miguel Martín, María, Manuel y, como no, Alejandro, a las
diez de la mañana de ese preciso día en la plaza Grande para ir en
52
bicicleta a la casa deshabitada. Iban a estar todo el día de excursión
por lo que deberían llevar comida y bebida.
Se levantó sobresaltado de su silla y tragó saliva. La única
manera de salir airoso de ese embrollo sería decirles que estaba
enfermo, que no se encontraba bien y que tenía fiebre.
Ya en la puerta, delante de sus amigos, volvió a tragar saliva.
_ Lo siento chicos, os vais a tener que ir sin mí. Creo que he
cogido una gripe _dijo Miguelito, tocándose la frente.
_ Vaya, ¡qué lástima! _comentó María.
_ Entonces, ¿seguro que no puedes venir? _preguntó Miguel
Martín.
_ ¡Qué más quisiera yo!, pero creo que lo más conveniente es
que no vaya. Me pondría peor y os chafaría la aventura.
_ ¿Sabes si va a venir Alejandro? _quiso saber Mónica.
Miguelito se quedó un momento pensativo. Alejandro
tampoco iría a la excursión, así que tendría que pensar en otra
excusa para él.
_ No, no puede ir. Me dijo ayer que se iba con sus padres a
visitar a sus abuelos a la ciudad. Así que no esperéis más y
marcharos ya, hay mucho camino hasta llegar a la casa.
53
_ Bueno, nos vamos. ¡Qué te mejores! _dijo María.
_ ¡Qué te sea leve! _comentó Manuel.
Todos se despidieron de Miguelito con un gesto en sus caras
mezcla de sorpresa y decepción, y se marcharon a la aventura
comentando el desafortunado percance de Miguelito. Sin él sabían
que la excursión sería, eso, una excursión más, pero no una
aventura como esperaban y como el propio Miguelito les había
prometido.
Miguelito cerró la puerta y respiró aliviado. Se dirigió al salón
y cogió el teléfono. Tenía que llamar inmediatamente a Alejandro
para contarle, primero, lo que había soñado esa noche y, segundo,
la excusa que les había dicho a sus amigos para no ir a la excursión
que él mismo planificó, por si se les ocurría ir a su casa a preguntar
por él.
Media hora después estaba en la habitación de Alejandro
contándole de nuevo el sueño, pero ahora con todo detalle.
_ ¿Estás seguro que pueden ser las gafas? _ dijo Alejandro,
oteando las gafas que su amigo llevaba puestas.
_ Seguro, al cien por cien, no. Para ello necesitamos hacer la
prueba.
54
_ Entonces, si así fuera, me las dejarías y… _Alejandro se
quedó callado unos segundos y luego prosiguió_: porque, no te
importará dejármelas, ¿no, Miguelito?
_ Vamos a hacer primero la prueba, ¿vale? Si lo que me
ocurre es gracias a las gafas te aseguro que te las dejaré.
Alejandro fue a buscar su mochila y sacó de ella los dos
libros que más detestaba Miguelito, el de conocimiento del medio y
el de matemáticas. Los abrió por los temas finales, donde aún no
habían llegado, y comenzó a escribir en un folio preguntas a modo
de examen.
_ Yo creo que con
esto será suficiente _dijo
Alejandro, mirando la
hoja donde había escrito
ya unas cinco preguntas
de cada materia_. Es
imposible que sepas las
respuestas de estas preguntas o resolver estos problemas si no es
por arte de magia.
55
Miguelito se colocó, con el dedo índice, las gafas en su sitio,
cogió su lápiz y miró el examen. Unos segundos después estaba
realizando con soltura, casi sin pensar, y ante la mirada atónita de
su amigo Alejandro, todos los ejercicios que este había escrito en
el folio.
Tardó más tiempo Alejandro en comprobar los resultados del
examen con las soluciones del libro que Miguelito en realizar la
prueba. Todo estaba perfecto. No había ni un fallo.
_ Está bien _dijo Alejandro_. Ahora sin gafas.
Volvió a coger los libros, aunque esta vez solo anotó
preguntas de conocimiento del medio, por si volvía a responderlo
todo y tenía que volver de nuevo a corregir.
Miguelito se quitó las gafas, las dejó encima del escritorio,
aunque Alejandro las cogió para examinarlas de cerca, y miró el
nuevo examen de prueba. Empezó a leer la primera pregunta: era
de geografía. No tenía ni idea. Leyó la segunda: funciones del
aparato circulatorio. Algo se le ocurrió. Leyó la tercera: el aparato
excretor. Se la saltó. Leyó la cuarta y la quinta. Dejó de leer.
56
Alejandro se dio cuenta de que no tenía ni idea esta vez, algo
normal teniendo en cuenta que esos temas aún no los había
explicado don Severiano Mandón en el colegio.
Miguelito se puso las gafas y volvió a mirar el examen. Esta
vez rellenó y con creces todo el folio con las respuestas correctas.
_ Miguelito, ¿te das cuenta de lo que significa esto?
_ Sí, por supuesto. Que mientras tenga las gafas puestas voy
a aprobarlo todo.
_ No, me refería a que si me las dejas, aprobaría sin esfuerzo.
Ya no tendré que pasarme horas y horas delante de los libros.
Tendré tiempo para jugar contigo al futbol, para ver mi programa
favorito, para pasarme toda la tarde con la videoconsola,…
Alejandro estaba soñando despierto, pensando en todo lo
que podría hacer con esas gafas mágicas. La mano invisible de la
tentación también lo estaba alcanzando a él.
_ Vamos a hacer ahora la prueba contigo _propuso Miguelito.
Alejandro cogió delicadamente las gafas de Miguelito y, sin
pensárselo dos veces, se las puso. Lo primero que hizo fue arrugar
los ojos. Lo veía todo borroso, algo normal si tenemos en cuenta
que Miguelito tenía dos dioptrías en el ojo derecho y tres en el
57
izquierdo y que Alejandro veía perfectamente sin necesidad de
gafas. Al cabo de un minuto su vista se pudo adaptar un poco a la
situación, pero empezaba a sentir un pinchazo en la parte posterior
de los ojos. Alejandro se contuvo, permaneció con ellas todo el
tiempo hasta que Miguelito terminó de prepararle su examen de
prueba.
Rápidamente cogió el lápiz con una mano y con la otra cruzó
los dedos índice y corazón disimuladamente. Miró las preguntas.
Eran de anatomía humana. Era lo único que sabía de ellas.
Decepcionado se quitó las gafas y se frotó los ojos que empezaban
a lagrimear del dolor.
_ Lo siento, Alejandro _dijo Miguelito, asiendo sus gafas
como si de un tesoro se tratase.
_ Me imaginaba que algo así de bueno no me podría ocurrir a
mí.
_ Se me ocurre algo _comentó Miguelito_. Podemos ir a la
óptica donde me compré estas gafas a ver si se puede hacer algo
por ti.
_ ¿Estás seguro? Pero, yo veo perfectamente, no necesito
gafas. No tiene sentido ir.
_ Esa óptica es mágica. Nada mágico tiene sentido.
58
Un rayo de esperanza empezaba a alcanzar a Alejandro, que
muy ilusionado no veía el momento de cruzar la puerta de esa
óptica.
59
Capítulo 6
--------------------------------------
Unas gafas para Alejandro, por favor
Miguelito y Alejandro pasaron el día de nochebuena en compañía
de sus respectivas familias. No pudieron verse _aunque sí hablar
por teléfono_ hasta el día veintiséis de diciembre. El día veinticinco
era Navidad y todos los negocios cerraban. Por lo que acordaron
quedar el día veintiséis por la tarde para ir a la Óptica Luz
Mágica.
Miguelito no se acordaba muy bien por dónde quedaba la
óptica.
60
_ ¿Estás seguro de que es por aquí? _preguntó Alejandro,
preocupado_. Nos podemos perder y se nos puede hacer de noche.
_ No estoy muy seguro, la verdad. Tenemos que encontrar
una calle adoquinada y con casas muy antiguas. Así que, atento.
Dieron varias vueltas a la manzana pero no encontraban la
calle. De pronto, sin saber cómo, notaron que la calle por donde
iban andando era adoquinada, como si el suelo hubiera cambiado,
súbitamente, debajo de sus pies.
_ Esta es la calle _dijo Miguelito, sorprendido y muy
contento_. Ahora tenemos que encontrar la óptica.
_ ¿Por qué sabes que ésta es la calle? Aquí no veo casas
antiguas por ningún lado. ¿Y si te has equivocado? Será mejor que
nos vayamos a casa.
Alejandro estaba empezando a asustarse. Tenía miedo que
se hiciera de noche y no supieran cómo regresar. No le gustaba
mentir a su madre y esa tarde lo había hecho descaradamente. Le
había dicho que iba con Miguelito a comprar un regalo para su
primo que pronto sería su duodécimo cumpleaños. Pero es que
Miguelito, por su parte, le había contado a su madre exactamente
61
lo mismo: que iba a acompañar a Alejandro a la ciudad a comprarle
un regalo a su primo para su cumpleaños.
Los dos esperaban y deseaban que sus madres no se
encontraran esa tarde.
Alejandro no estaba muy convencido de que comprarse unas
gafas fuera una solución muy buena. Por una parte, no se las
podría poner delante de su familia ya que sabían todos que su vista
era inmejorable y, además, las tendría que esconder muy bien para
que su madre no las encontrara; y, por otra, no era una solución
muy ortodoxa, que digamos, para resolver los problemas con los
estudios. A Alejandro no le gustaba nada mentir ni hacer trampas.
Todo lo que conseguía era con su esfuerzo y su tesón, así se sentía
más satisfecho consigo mismo.
_ ¡Ahí está! _dijo Miguelito de improviso, asustando más si
cabe a su amigo.
El cartel luminoso de la óptica estaba apagado cuando
entraron, aún era de día. La puerta estaba cerrada, así que tuvieron
que llamar al timbre para que les abrieran desde dentro. Al poco
rato, un hombre joven _que no era Gustavo_ abrió la puerta y
Miguelito se quedó mirándolo, decepcionado.
62
_ ¿Esta es la Óptica Luz Mágica? _preguntó para
comprobar que no se había equivocado de local.
_ Así es _dijo el dependiente.
_ ¿Está Gustavo? _preguntó Miguelito por el hombre con
bata blanca que los atendió a él y a su madre el día que compró las
maravillosas gafas rojas.
_ ¡¿Gustavo?!
_ Pero… ¿y el anciano?
_ ¿Qué anciano? Creo que te estás confundiendo, hijo.
_ El hombre de la barba blanca y la ropa negra. El anciano
que había aquí hace unos meses. El que me vendió estas gafas
que llevo puestas.
Miguelito no dejaba de mirar la tienda, nada estaba igual que
cuando él la vio por primera vez: la habitación contigua, por donde
había aparecido el anciano aquel día, no existía; las luces del
techo no eran las mismas; el mostrador del fondo estaba colocado
en otro sitio y era mucho más moderno que entonces; y, sobre todo,
ya no estaba el móvil de caracolas ni olía a incienso. Aquel sitio no
dejaba de ser una óptica más, no tenía nada de mágico.
_ Creo que os habéis equivocado de óptica _insistió el
dependiente abriendo de nuevo la puerta del local.
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Alejandro miró de reojo a Miguelito y comenzó a andar hacia
la salida. Miguelito continuó unos segundos más con la boca
abierta, no se podía creer lo que estaba viendo y oyendo. Sabía que
esa era la óptica donde estuvo con su madre aquel día, pero… todo
era diferente.
Finalmente salieron de la tienda y se fijaron en que el cartel
luminoso estaba encendido. Había oscurecido y pronto se haría
totalmente de noche.
_ Te lo he dicho, nos equivocaríamos de sitio y se nos haría
de noche _dijo Alejandro, asustado.
_ No, no me he equivocado de óptica. Es el mismo lugar, la
misma calle, la misma tienda, el mismo cartel luminoso encima de la
puerta de entrada a la tienda. Pero algo ha ocurrido que todo está
cambiado. Ya no hay casas de la época medieval, ni anciano, ni
olores a especias,…, no hay nada de lo que yo vi y sentí aquel
fabuloso día.
_ Lo cierto es que tenemos el tiempo justo para salir de aquí y
coger el autobús de vuelta a casa antes de que oscurezca
totalmente y nuestras madres empiecen a preocuparse _comentó
Alejandro sin hacerle mucho caso a lo que Miguelito le estaba
diciendo.
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Ambos comenzaron a andar deprisa sin volver a mencionar
nada del tema, hasta que una vez ya en el autobús, y con
Alejandro un poco más calmado, Miguelito comenzó de nuevo a
hablar.
_ ¿Es que no te parece raro todo esto?
_ Muy raro, sí. Pero yo sabía que algo así ocurriría. Sabía que
no encontraríamos la óptica, que nos perderíamos por la ciudad o
algo así.
_ Pero, es que sí era esa la óptica. Al menos está en el mismo
sitio que antes y…
_ De todas formas, no pasa nada _dijo Alejandro sin dejar
que su amigo terminara de explicarse_. Tampoco me había hecho
demasiadas ilusiones. ¿Quién iba a tener unas gafas mágicas para
mí? Además, pensándolo bien, nada de esto está bien. Lo que
tengo que hacer es estudiar y aprender todo lo que pueda. Esa en
mi obligación y la tuya también, Miguelito. Nada de lo que estás
haciendo es normal. Cuando seas mayor y las gafas no te estén
bien, ¿qué harás? Entonces, no sabrás nada de nada y será
demasiado tarde para dar marcha atrás.
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Miguelito miraba a Alejandro con ojos de espanto. Tenía
razón en todo lo que le estaba diciendo, pero era demasiado bueno
para no aprovecharse de ello.
_ A ti lo que te pasa es que tienes envidia de lo que me está
ocurriendo con las gafas. Si tú las tuvieras no me habrías echado
esa reprimenda. Estarías tan contento o más que yo y te
aprovecharías de ello. Solo un tonto como tú lo dejaría pasar como
si nada _contestó Miguelito, muy enfadado.
_ No lo dejaría pasar, pero tampoco seguiría indefinidamente
como tú tienes pensado hacer. Deberías estudiar un poco y dejar ya
las gafas que lo único que van a hacer es meterte en problemas.
El autobús llegó a la parada y se bajaron.
_ Espero que en el segundo trimestre me dejes estudiar y no
vengas tanto a mi casa llamándome para que salga a jugar contigo.
Hay personas que tienen que estudiar _terminó por decir Alejandro,
y se puso a andar en dirección a su casa.
Miguelito se quedó allí, parado, viendo cómo se iba su mejor
amigo. Pero lo peor de todo es que sabía que tenía toda la razón.
Pensó, sin embargo, que todo aquello sería un berrinche propio
del momento por no haber encontrado él unas gafas como las
suyas y que pronto se le pasaría.
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Durante las vacaciones de Navidad estuvieron jugando juntos
y con el resto de sus amigos como si no hubiera pasado nada.
Ninguno de los dos volvió a sacar el tema de las gafas. Alejandro
pensaba que quizá Miguelito había entendido el mensaje y no
volvería a usar las gafas indebidamente. Por su parte, Miguelito
creía que ya se le había pasado el enfado a su amigo y que volvería
a ser el mismo de antes. Nada más alejados de la realidad.
El día siete de enero, en el patio del colegio, todos hablaban de lo
mismo: los regalos del día de Reyes. Ese año los Reyes Magos se
portaron muy bien con Miguelito pero, aunque en un principio le
pareció estupendo que le hubiesen traído todo lo que les pidió, una
bicicleta de montaña, por ejemplo, en el fondo no le parecía justo,
no se lo merecía en realidad. Otra cosa en la que Alejandro tenía
razón.
Miguelito se fue a su fila donde ya estaban sus amigos,
María, Mónica, Miguel Martín, Manuel y Alejandro,
comentando entre ellos el tema del día.
Al fondo, cerca de don Severiano Mandón, estaban los
gemelos, Adrián y Julio Rocín, alardeando en voz alta, para que
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todos los escucharan, del viaje a Disney Land París que sus padres
les habían preparado como regalo por sus buenas notas. Los
hermanos miraron a Miguelito e inmediatamente bajaron el tono de
voz. Las notas de Miguelito eran mucho mejores que las suyas, lo
que hacía que delante de él no tuviesen muchos motivos para
presumir tanto.
_ ¡Hola, Miguelito! _dijo María, tocándose el pelo y
retirándoselo de la cara.
_ ¡Hola! _respondió Miguelito.
María no podía ocultar que le
gustaba Miguelito, nunca lo hizo, pero
tampoco nunca le dijo nada. A ella no le
importaba que sacara buenas o malas
notas, le gustaba porque sí, porque era
buena persona, amable y guapo. Ni que
decir tiene que Miguelito no tenía ni
idea de esa situación, en ese caso
muchas cosas habrían cambiado entre ellos. Digamos que entre
María y Miguelito había una amistad reñida, debido a que los
enfados de María no los lograba entender Miguelito, por muchas
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vueltas que le diera. Se enfadaba con él por tonterías, todo le
sentaba mal. Y es que ella miraba y trataba a Miguelito de manera
distinta a como él miraba y trataba a María.
Alejandro sabía que a Miguelito le habían traído los Reyes
Magos demasiados regalos. Todos los que se merecería un chico
que saca siempre sobresalientes.
_ A Miguelito es al que le han traído más cosas y mejores
_comentó Alejandro.
_ Nos ha dicho Alejandro que te han regalado una bicicleta
de montaña, ¿es verdad? _quiso saber Miguel Martín.
_ Sí, así es.
_ Estarás muy contento, ¿no? _dijo María.
_ Ya verás.
Miguelito no tenía muchas ganas de hablar de ese tema. No
se sentía muy orgulloso de sí mismo. Algo que sus amigos, excepto
Alejandro, no podían entender.
Comenzó, por tanto, el nuevo trimestre tal y como terminó: con don
Severiano Mandón, explicando temas, uno detrás de otro, sin
descanso; poniendo exámenes, uno detrás de otro, también sin
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descanso y con Miguelito sacando un diez detrás de otro, sin
descanso.
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Capítulo 7
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Se acabó la magia
Eran las cinco de la tarde y Miguelito no sabía ya qué hacer.
Estaba encerrado en su dormitorio estudiando, según su madre, y
dejando el tiempo correr, en realidad. Al día siguiente tenía un
examen del aparato locomotor en el que entraban, por
supuesto, los nombres de todos los músculos y de todos los huesos
del cuerpo humano. Miguelito solo distinguía bien alguno de ellos,
los más importantes y los que sabe todo el mundo: el fémur, el
bíceps, y… pocos más. No necesitaba nada más, sabía
perfectamente que mientras tuviera esas gafas en su poder no tenía
que preocuparse de nada.
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Hacía más de un mes que no jugaba con su mejor amigo por
las tardes y, la verdad, lo echaba de menos. Desde que tuvieron
aquella charla en el autobús, no se atrevía a ir a su casa a
molestarlo por si estaba estudiando y volvía a echarle en cara el
asunto de las gafas mágicas y lo poco ético que resultaba su uso. A
Alejandro no le faltaba razón y, por otro lado, estaba el hecho de
que cuando fuera mayor y ya no pudiera ponerse las gafas todo se
le complicaría, tendría un retraso muy grande en todas las materias,
un vacío enorme que sería muy difícil de rellenar.
Miguelito estaba hecho un lío.
Tenía las gafas puestas y se las quitó. Las observó muy bien,
con detenimiento, por todos los lados y desde todos los ángulos.
Sabía que tenía un arma muy valiosa entre sus manos, pero al
mismo tiempo de doble filo. Constató que, en realidad, estaba
haciendo un uso indebido de ellas, quizá no estaban concebidas
para tal fin, sino más bien como una ayuda importante, un buen
empujón en sus estudios y en sus calificaciones, pero para nada
deberían de servir para convertirse en un vago como estaba
ocurriendo con él.
Mientras observaba las gafas se acordó de la última vez que
estuvieron jugando juntos Alejandro y él. En aquella ocasión,
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Miguelito no llevaba las gafas sino las lentillas. Fue el día del
partido, antes de terminar el primer trimestre y de que se
descubriera la verdad sobre sus repentinas buenas notas. Entonces
todo era normal entre ellos, no había nada que reprochar, nada por
lo que sentirse mal. Ese día habían quedado todos sus amigos,
María, Mónica, Manuel y Miguel Martín, para ir con Alejandro y él a
jugar un partido de fútbol al campo municipal. Estaban en una
pequeña liga, junto a otros compañeros de su colegio y competían
contra el equipo del otro colegio, el Colegio Concertado Tembleque.
María no jugaba, no le gustaba demasiado darle patadas a un
balón, pero ella no se lo quería perder para nada; por un lado, eran
sus amigos los que jugaban contra los remilgados tembleques y;
por otro lado, estaba Miguelito de portero, así que María no podía
faltar, se quedó muy cerca de la portería para poder ver bien a su
amor platónico. Alejandro jugaba de delantero centro, era muy
bueno y ese día metió un par de goles que, junto al que chutó
Daniel _un chico de cuarto curso de su colegio _, hizo que ganaran
el partido por 3 a 0 a favor de los empinados.
De todos era conocida la rivalidad entre empinados y
tembleques, algo que venía ya de tiempos inmemoriales y que ha
ido pasando de generación en generación. Al final del partido hubo
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bronca entre algunos de los participantes, algo que ya se estaba
convirtiendo en leyenda. Miguelito y sus amigos nunca se metían
en ese tipo de líos y menos cuando se trataba de un deporte como
el fútbol en el que se debería jugar por diversión. Por lo que ellos,
en lugar de enfrascarse en peleas inútiles y sin sentido, se fueron
de allí, montados en sus bicis, felicitando a Alejandro por los dos
goles que había metido.
Miguelito dejó las gafas encima de su escritorio y sacó el libro
de conocimiento del medio de su mochila. Lo abrió por el tema 9: El
aparato locomotor y sus funciones. Comenzó a leer. No veía bien
las letras, se restregó con el puño varias veces los ojos y no tuvo
más remedio que volver a ponerse sus gafas. Miró el reloj: las cinco
y media de la tarde. Aún le quedaba tiempo _si quería y ponía
interés_ para aprenderse la lección, por sus propios medios, para el
examen de mañana.
Decidió que lo mejor sería deshacerse de las gafas cuanto
antes ya que, en caso contrario,
le seguiría dando el mismo uso.
Se conocía a la perfección y
sabía que de no hacerlo no
tendría la suficiente fuerza de
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voluntad como para no ponerse las gafas durante el examen. Su
decisión fue de lo más acertada: ¡destruirlas!
Empezó a recordar todo lo sucedido desde que comenzó el
nuevo curso. Muchas cosas eran, sin lugar a dudas, muy buenas.
La fama, por ejemplo, fue una de ellas. De ser un chico más, que
pasa desapercibido y que nadie sabe su nombre, pasó a ser el más
famoso y admirado del colegio. Todos lo conocían, todos sabían ya
quién era Miguelito Cabeza Carbonilla, incluida Elena, la chica más
bella del colegio, y todo se debía a ese artilugio de plástico y cristal
que llevaba delante de los ojos y que hacía que delante de un
examen fuera el número uno.
Otro aspecto beneficioso, aunque para nada ortodoxo, era el
tema de sus calificaciones. Nunca había obtenido un diez en ningún
examen y eso era motivo de orgullo para él y, sobre todo, para sus
padres.
Pero también había un lado negativo donde estaba incluida su
amistad con Alejandro. Siempre había mantenido una buena
relación con él. Era su mejor amigo. Jugaban todos los días, se
reían, se divertían,…, pero últimamente nunca lo veía porque
Alejandro se pasaba toda la tarde estudiando. Tampoco podían
hablar de nada relacionado con el colegio ya que a Miguelito ese
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tema le daba un poco igual. Total, sabía que de todas formas
aprobaría. Mientras que Alejandro y sus amigos hacían por las
tardes lo que debían: estudiar y terminar las tareas, Miguelito se
pasaba la tarde aburrido, sin saber qué hacer. Y eso era algo que
no llevaba muy bien.
Sin embargo, el aspecto más negativo de todos era el engaño.
Miguelito sabía perfectamente que lo que estaba haciendo no
estaba nada bien. Estaba engañando a don Severiano Mandón,
a sus padres, a sus amigos y a él mismo. Todo ese asunto de las
gafas mágicas no le traería en un futuro nada bueno, y así se lo
hizo saber en su momento su amigo Alejandro:
“…Lo que tengo que hacer es estudiar y aprender todo lo que
pueda. Esa en mi obligación y la tuya también, Miguelito. Nada de
lo que estás haciendo es normal. Cuando seas mayor y las gafas no
te estén bien, ¿qué harás? Entonces, no sabrás nada de nada y
será demasiado tarde para dar marcha atrás”
“…Deberías estudiar un poco y dejar ya las gafas que lo único
que van a hacer es meterte en problemas”
Miguelito sopesó lo bueno y lo malo de tener unas gafas
mágicas y comprobó que pesaba más el aspecto negativo, sobre
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todo lo referente a su amigo Alejandro. “No dejaré que mi amistad
con Alejandro se vaya a pique”, pensó en voz alta. Acto seguido se
levantó de su silla, se quitó las gafas y las colocó en el suelo,
delante de él. Estaba decidido a hacerlo. “Las voy a romper, las
tengo que romper”, se decía a sí mismo. Levantó el pie con
decisión. Quería aplastarlas contra el suelo. De pronto, vio aparecer
una luz muy intensa que parecía proceder del suelo, justo donde
estaban colocadas las gafas. La luz le cegaba, así que se tapó los
ojos con las manos y se echó hacia atrás girando la cabeza hacia
un lado para que no le diese la luz directamente. Se dejó caer en la
cama, asustado, sin dejar de taparse los ojos.
Cuando notó que la intensidad de la luz disminuía, se quitó las
manos de la cara y abrió los ojos poco a poco. Allí, en su
habitación, delante de él estaba el señor Luz, el anciano que le
vendió las gafas en la Óptica Luz Mágica, mirándolo fijamente.
Miguelito no sintió miedo en ningún momento, solo sorpresa.
_ ¡¿Usted?! _dijo Miguelito cuando salió de su asombro.
_ Llevo esperando este momento desde hace bastante tiempo
_dijo el anciano, su voz pausada.
_ ¿Por dónde ha entrado? ¿Cómo ha llegado hasta aquí?
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El señor Luz no contestó a la preguntas de Miguelito, en su
lugar se agachó y recogió las gafas que Miguelito había dejado en
el suelo. Las miró y se rió.
_ Tu maestra pone unos exámenes demasiado complicados
para un chaval de quinto curso de primaria _afirmó el anciano, sin
dejar de observar las gafas.
_ ¿Cómo lo sabe? _quiso saber Miguelito.
El anciano volvió a reírse.
_ He estado dentro de tus gafas todo el tiempo. He sido yo el
que ha contestado perfectamente a todas las preguntas de los
exámenes de don Severiano Mandón, yo el que ha movido tu
mano y yo el que ha hecho que tus calificaciones fueran
excepcionales.
_ ¿Cómo? Qué usted ha…, que ha movido mi… _titubeaba
Miguelito, sorprendido.
_ Te he dado algo muy valioso, algo mágico, algo que ha
hecho feliz a mucha gente: a tus padres, a tu maestra y… a ti,
¿cierto?
_ Sí, pero…
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_ Algo que no has sabido usar _cortó el señor Luz a
Miguelito_. No has sabido darle a estas gafas un uso racional y has
tardado mucho tiempo en darte cuenta de ello.
_ Ahora sé que en un futuro me traería solo problemas
_observó Miguelito.
_ Me alegra oír eso. Veo que has sacado alguna conclusión
de todo esto. ¿Es así?
_ Lo único que sé es que quiero volver a divertirme con mi
amigo Alejandro como antes _dijo Miguelito, la cabeza gacha.
_ Muy bien. El valor de la amistad. ¿Algo más?
_ No vale la pena mentir a nadie, porque con ello me estoy
engañando a mí mismo. ¿De que me vale sacar siempre
sobresaliente si luego no puedo demostrarlo?
_ El valor de la honradez _dijo el anciano, al mismo tiempo
que asentía con la cabeza.
_ He comprendido que si sigo usando las gafas mágicas el día
de mañana seré aún más zoquete que ahora, así que estudiaré
todo lo que pueda para aprobar los exámenes.
_ El valor del esfuerzo y la constancia _observó el señor Luz.
_ No necesito ninguna magia. Se puede llevar las gafas si
quiere _terminó diciendo Miguelito.
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_ Veo que has aprendido la lección. Misión cumplida
_concluyó el anciano.
El señor Luz levantó las gafas que llevaba aún en sus manos
y las dejó suspendidas en el aire. El fulgor de una intensa luz
proveniente de sus manos las envolvió. De nuevo, Miguelito tuvo
que dejar de mirar fijamente la luz, le cegaba. Cesó la luz y el
anciano volvió a coger las gafas. Miró a Miguelito y le dijo:
_ Estas son tus gafas nuevas. Ya no necesitarás romperlas
para acabar con la magia. ¿Qué diría tu madre en ese caso?
El anciano alargó la mano y le mostró las gafas. Miguelito
dio unos pasos y las cogió. Las observó detenidamente desde todos
los ángulos: montura azul, cristales transparentes,…,
aparentemente eran las mismas.
Cuando quiso darse cuenta, el anciano ya se había ido de
su habitación. Se había esfumado “por arte de magia”. Nunca
jamás lo volvería a ver.
El resto de la tarde se la pasó estudiando huesos y músculos
como si de ello dependiera su propia existencia. Le estaba
empezando a gustar. Estaba aprendiendo cosas muy interesantes.
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Capítulo 8
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Amigos para siempre
Don Severiano Mandón empezó a repartir los exámenes, como
siempre, y a dar las instrucciones pertinentes, como siempre. Por
primera vez, Miguelito no estaba nervioso ni agobiado. Se sentía
seguro y satisfecho consigo mismo por la decisión tomada el día
anterior. Estaba orgulloso porque ahora sí estaba portándose
bien. Se había esforzado por intentar aprenderse en una sola tarde
el mayor número de músculos y huesos y su localización en el
cuerpo humano; y sabía que si no aprobaba ese examen, por lo
menos lo había intentado. Esa sensación era nueva para él y lo
hacía sentirse bien.
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Alejandro miró a Miguelito y este le devolvió la mirada y una
sonrisa e inmediatamente pensó que aún no le había contado nada
de su importante decisión. “Pensará que aún llevo las gafas
mágicas”, se decía Miguelito mientras miraba a Alejandro. Aun
así, decidió no contarle nada hasta conocer el resultado de su
examen, por si lo ocurrido la tarde anterior en su habitación no fue
real sino un sueño.
Miguelito, lápiz en mano, empezó a leer las preguntas del
examen, contestando una a una todo lo que conocía de ellas. Al
final supo que ese examen no lo suspendería, lo había hecho mejor
que nunca, él solo y sin necesidad de recurrir a ningún truco de
magia. Ya se sentía orgulloso de sí mismo.
Al día siguiente don Severiano Mandón comunicó los
resultados del examen, quedándose todos sorprendidos al escuchar
la nota de Miguelito y, sobre todo, por la reacción de este al
conocerla.
_ ¿Miguel Cabeza Carbonilla? _solicitó doña Mandón.
Miguelito levantó la mano tímidamente. Conocía
perfectamente que su nota ya no sería un diez pero tampoco un
suspenso.
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_ Siete _dijo don Severiano Mandón con decepción en su
voz.
Miguelito se levantó de su silla bruscamente y gritó: ¡Bien!,
tres veces seguidas, ante la mirada atónita del resto de sus
compañeros y compañeras.
Alejandro, tras salir del asombro, se dio cuenta de que algo
había pasado con las gafas. No sabía qué sería, lo único cierto es
que ya no eran mágicas.
Cuando finalizó la clase todos sus amigos se acercaron a
preguntarle qué le había pasado para sacar esa nota y no su, ya
esperado, diez. Miguelito respondía lo primero que se le pasaba
por la cabeza: que había estudiado poco, que nadie es perfecto,…
En el recreo, Miguelito le contó a su mejor amigo lo que le
había sucedido la tarde anterior, cuando pensaba romper las gafas.
Le dijo que se le apareció el anciano de la óptica en su dormitorio
y que había transformado las gafas mágicas en otras totalmente
normales. Y, también le contó que había aprendido la lección con
creces, que a partir de ahora no perdería más el tiempo engañando
y que estudiaría todo lo que fuese necesario para aprobar y para
aprender.
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_ No es tan duro, además aprendes cosas nuevas _dijo
Miguelito, con convicción, mientras le daba bocados a una
manzana roja.
_ Has sacado un siete y solo has estado estudiando una tarde
_comentó Alejandro_. Si te esfuerzas un poco y estudias todos los
días puedes llegar a sacar muy buenas notas sin necesidad de
recurrir a la magia.
_ Tienes razón. Siempre la has tenido _contestó Miguelito,
apenado.
_ No te voy a engañar si te digo que en cierto modo yo
también hubiese querido unas gafas como las tuyas, que en aquella
óptica hubiese habido un anciano con unas gafas mágicas para
aprobarlo todo con facilidad. Pero tuvo que ocurrir todo lo contrario
y, de ese modo, darnos cuenta _yo primero y luego tú_ que eso de
las gafas mágicas no estaba nada bien. En general, no está bien
engañar a nadie. Y, además, nos estábamos engañando a nosotros
mismos que es aún peor.
Miguelito asentó con un rápido movimiento de cabeza y le dio
el último bocado a su manzana. Miró a Alejandro y pensó que tenía
un gran amigo al que no podía perder.
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_ ¿Qué te parece si nos reunimos con el resto del grupo?
_propuso Miguelito.
_ De acuerdo _contestó Alejandro.
_ Será nuestro secreto. Nuestro mayor secreto, ¿lo prometes,
Alejandro?
Alejandro dejó de andar y se volvió hacia su amigo para
abrazarlo fuertemente.
_ Eres mi mejor amigo. Puedes confiar en mí. Será como si
nada hubiese pasado.
Ambos se dirigieron, sonrisa en boca, hacia el resto de sus
amigos, María, Mónica, Manuel y Miguel Martín, que no tenían ni
idea de la gran aventura protagonizada por Miguelito y que, en este
caso, tenía un final feliz.
Miguelito, nada más llegar a donde estaban el resto de sus
amigos, y para no perder la costumbre, comenzó a hacerles
sugerencias de nuevas aventuras, de nuevas historias fantásticas y
de nuevos y emocionantes lugares que descubrir.
_ ¿Qué tal si vamos este fin de semana a la casa
deshabitada? _comenzó diciendo Miguelito, con énfasis.
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Mientras Miguelito exponía sus ideas al resto del grupo,
quienes no dejaron de prestarle atención ni para toser, Alejandro
lo miraba con la satisfacción de saber que “el Miguelito de
siempre”, su amigo incondicional, había regresado de nuevo.
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Índice:
1. A MIGUELITO NO LE GUSTA ESTUDIAR 9
2. GAFAS NUEVAS 14
3. EL PRIMER DIEZ 25
4. “NUMBER ONE” 34
5. ¡MAGIA! 45
6. UNAS GAFAS PARA ALEJANDRO, POR FAVOR 59
7. SE ACABÓ LA MAGIA 70
8. AMIGOS PARA SIEMPRE 80