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LAS ASTILLAS DE LA LENGUA por Roberto Retamoso «Cada uno crea de las astillas que recibe la lengua a su manera» (J. J. Saer, «El arte de narrar») La edición de «El arte de narrar» de Juan José Saer por la Universidad Nacional del Litoral constituye un acontecimiento editorial cuyos efectos tal vez no podamos evaluar aún, pero sí conjeturar, al vislumbrar la incidencia que este libro tendrá en la lectura no sólo de la obra de Saer sino también de la poesía argentina contemporánea. Reduplicando ciertos efectos de su obra narrativa, el libro instaura -entre otras cosas a partir de lo «paradójico» de su título- un sentido de conmoción (o la conmoción de ciertos sentidos) respecto de determinadas estructuras conceptuales que pretenden ordenar el espacio de la literatura, ya sea argentina o «universal». Obviamente, se trata en primer lugar del «problema» de los géneros literarios, pero no sólo de ello, ya que ese problema se articula con otras cuestiones que desafían los presupuestos de la crítica instituida: si «El arte de narrar» quiere ser leído como un título que intenta interpelar las diferencias imaginarias de los géneros, por otra parte el libro no deja de interrogarse, e interrogarnos, acerca de algunas nociones problemáticas que han sido subsumidas por los tópicos cristalizados de la crítica: la literatura nacional, la literatura universal, los modos de su relación, el lugar y el papel de la lengua en la creación literaria. Cuestiones, como se ve, para nada banales que, lejos de ser soslayadas, se inscriben en la arquitectura de los textos potenciando su rigurosa construcción, para

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Las astillas de la lengua

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LAS ASTILLAS DE LA LENGUA

por Roberto Retamoso

«Cada uno creade las astillas que recibela lengua a su manera»

(J. J. Saer, «El arte de narrar»)

 

La edición de «El arte de narrar» de Juan José Saer por la Universidad Nacional del Litoral constituye un acontecimiento editorial cuyos efectos tal vez no podamos evaluar aún, pero sí conjeturar, al vislumbrar la incidencia que este libro tendrá en la lectura no sólo de la obra de Saer sino también de la poesía argentina contemporánea.

Reduplicando ciertos efectos de su obra narrativa, el libro instaura -entre otras cosas a partir de lo «paradójico» de su título- un sentido de conmoción (o la conmoción de ciertos sentidos) respecto de determinadas estructuras conceptuales que pretenden ordenar el espacio de la literatura, ya sea argentina o «universal». Obviamente, se trata en primer lugar del «problema» de los géneros literarios, pero no sólo de ello, ya que ese problema se articula con otras cuestiones que desafían los presupuestos de la crítica instituida: si «El arte de narrar» quiere ser leído como un título que intenta interpelar las diferencias imaginarias de los géneros, por otra parte el libro no deja de interrogarse, e interrogarnos, acerca de algunas nociones problemáticas que han sido subsumidas por los tópicos cristalizados de la crítica: la literatura nacional, la literatura universal, los modos de su relación, el lugar y el papel de la lengua en la creación literaria. Cuestiones, como se ve, para nada banales que, lejos de ser soslayadas, se inscriben en la arquitectura de los textos potenciando su rigurosa construcción, para provocar un efecto de erosión sobre los lugares comunes de la lectura y de la crítica.

Ese efecto es característico en la obra de Saer, compuesta fundamentalmente por sus narraciones -cuentos y novelas- que configuran una extensa serie («En la zona», «Palo y hueso», «Responso», «La vuelta completa», «Unidad de lugar», «Cicatrices», «El limonero real», «La mayor», «Nadie nada nunca», «El Entenado», «Glosa», «La ocasión»). En relación con dicha serie, la obra poética, agrupada en este volumen que integra la primera versión del libro publicada en Caracas en 1977 con dos secciones nuevas («Por escrito» y «Noticias secretas»), constituye un espacio menor que no deja de ofrecer afinidades temáticas y compositivas respecto de la obra narrativa. Pero sería un error leer «El arte de narrar» como una especie de apéndice, de suplemento parasitario de las narraciones, ya que se muestra como una vertiente distinta dentro de la producción de Saer no sólo -como es obvio- por su construcción poética, sino además por las formas que adquieren el mundo poetizado y las modalidades enunciativas que lo instauran.

«El arte de narrar» rearticula las formas enunciativas y el espacio de enunciados donde el mundo se dice, generando una serie de desplazamientos en la configuración de su textualidad. Ahora se trata de otra manera de dialogar con el mundo que, como es notorio, en Saer siempre implica un horizonte de interlocución con la literatura. Pero si

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en la obra narrativa ese horizonte está mediado por el advenimiento del propio relato, en la obra poética parecería que se tratase de patentizar ese dialogismo, despojándolo de toda mediación. Por ello, los protagonistas de muchos poemas son otros escritores o sus personajes, familiarizados por un decir que los erige en un par o en un «doble» tan conocido como próximo; correlativamente, en otros poemas, es el paisaje el que cobra ese rango de protagonista del enunciado poético.

Paisaje y personaje, se sabe, constituyen la fórmula elemental sobre la que se construye todo relato. Los poemas de Saer trastocan esa fórmula para hacer de los autores personajes y del mundo un paisaje poético, pero desprovistos prácticamente de narratividad. Así, podría hallarse en «El arte de narrar» otra forma de la fórmula: la literatura como paisaje, esto es, como estación y horizonte al mismo tiempo de una experiencia poética que se consuma en la confrontación constante de los límites y posibilidades del espacio donde la literatura acontece.

Desde esa perspectiva, «El arte de narrar» se muestra como un complejo dispositivo de lectura, que pone en escena los modos en que es leída la literatura desde la singularidad donde la misma literatura se escribe.

En un nivel puramente fenoménico, podría decirse que se lee la gran literatura -incluso en sus formas mitológicas- de Occidente, y en menor medida la literatura nacional, ya que predominan las referencias a temas, autores y personajes tanto de la tradición como de la contemporaneidad de la cultura europea en el sentido más amplio del término, que no es precisamente geográfico.

A la inversa, las referencias a la literatura argentina son escasas, y significativamente acotan el campo de aquello comunmente considerado como «popular» (Hernández, Gutiérrez). Sin embargo, esas correspondencias no deberían inducir a leer lo nacional de manera solamente temática, ya que lo nacional no se agota en la pura denotación de sus temas: lo nacional es, por el contrario, una cierta entonación, una lengua y la exploración de esa lengua, una determinada manera de leer y poder reescribir a ese otro textual a través de las diferencias idiomáticas y culturales desde lo excéntrico de una enunciación que se sitúa, como en Borges, en los márgenes de la cultura europea. Por ello, un poema (A Böhlendorff) puede afirmar: «Lo nacional / equidista sabiamente / de la sangre y las banderas / y se da, para la lengua, en el rigor...»

Ese «rigor para la lengua» donde «se da lo nacional» no puede dejar de ser una herencia y una filiación que dibujarían un cierto espacio de la poesía argentina, recuperadas no para reproducirlas epigonalmente sino para insistir en cierto modo de leerla y escribirla en su relación con lo extranjero. Por consiguiente, lo nacional se dibuja, como en filigrana, en la evocación de otras escrituras que fundan esa herencia y esa filiación: la de Juan L. Ortiz, en la manera orfébrica de construir una lengua poética, o la de Borges en los modos paródicos de escribir, como un catálogo aberrante, la imposible enciclopedia de la literatura universal.

Esa irrisoria enciclopedia se articula, en tanto que tal, sobre la serie de los nombres de autor. Pero los nombres de autor se dicen tanto como se eliden en un juego donde las alusiones permiten reponer el nombre elidido; si en el primer caso se menciona a Thomas, Hernández, Quevedo o Coleridge, en el segundo se alude a Joyce, Dostoievski, Pessoa o Cervantes. Sin embargo, esa oscilación entre lo dicho y lo no dicho no debería

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pensarse como una oposición entre lo manifiesto y lo oculto, como si se tratase de establecer dos niveles contrapuestos de claves hermenéuticas, sino más bien como dos vías posibles de la nominación, que opera en ambos casos por derivaciones metonímicas en las que los autores se nombran tanto por sus nombres propios como por sus rasgos, sus obras, sus historias o, en otros términos, por los «atributos» que predican su identidad como sujetos. Por tal razón, el nombrarlos no constituye nunca un enigma, ya que se trata a lo sumo de un desplazamiento en las formas de la nominación: siempre se sabe (o se supone que se sabe) de quién se habla, generando un efecto de «familiaridad» en la enunciación alusiva o elusiva de esos autores.

Por otra parte, se habla tanto de ellos como desde ellos, constituyéndolos indistintamente en objeto o sujeto del enunciado poético, en otra oscilación que supone poder entrar y salir de su palabra en la medida en que se sale y se entra, ficticiamente, de la palabra propia. Como si quisieran exhibir en un sistema de enunciación «móvil» lo atópico de la escritura, en ocasiones los poemas desplazan el lugar del yo de la voz del poeta a las «voces» de otros poetas o a las de sus personajes, generando una pluralidad de fuentes enunciativas que tematizan el dialogismo constituyente de los textos.

Más allá de esa tematización, o precisamente como efecto de ella, los textos exponen la ubicuidad del sujeto poético: en realidad, se vuelve imposible reducir ese sujeto al lugar de un nombre, dado que se manifiesta tanto en la nominación dialógica de sus interlocutores como en las transformaciones miméticas con que adopta la figura y la palabra de los otros. Hablar con los otros o tomar su nombre y su voz son entonces los modos de un diálogo donde las relaciones se invisten de una cierta especularidad, para configurar una «comunidad» de escritores alrededor de algunos rasgos que repiten sus imágenes en esa reflexividad múltiple que los estructura. Sujetos u objetos del enunciado poético, los otros (el mismo) son vistos por medio de una visión paródica que lee, entre la miseria, el dolor o la locura de sus vidas y la grandeza de sus obras, la inexplicable contigüidad por donde adviene la creación.

Radicalmente extraños respecto de la figura heroica del escritor romántico, los escritores de Saer se debaten en una lucha incesante con la palabra y el mundo, o por decirlo de otro modo, con su ser y con su historia. Tan efímeros como el mundo al que intentan ceñir con su lenguaje, se consuman en la tarea imposible de manifestar esos destellos que alguien o algo les envía desde los meandros del tiempo y del espacio, para hacer de esos fulgores las imágenes irrepetibles donde la poesía se alumbra.

Por consiguiente, decir poéticamente el universo es decir además la fugacidad del paisaje. El paisaje (el mundo) se constituye en esas visiones instantáneas en las que el presente se espesa hasta quebrarse desgajándose del tiempo, al fragmentarse en las infinitas astillas sobre las que se consumará la creación poética. Significativamente, ese paisaje es tanto América como Europa, en una amplitud que se corresponde con el espacio literario leído, modulado en su dibujo por la figura de la extranjería de la palabra propia cuando se inscribe en el lugar de su alteridad: lo extranjero es entonces el exilio de la voz en su desplazamiento sobre el otro territorio, en un movimiento que subvierte las relaciones jerárquicas que las convenciones han establecido entre las lenguas y los textos.

En ese movimiento, «El arte de narrar» afirma la singularidad de su escritura. Recortando los bordes de cada poema sobre la instantaneidad del sentido, dibuja en las

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formas de un compendio las letras visibles del libro infinito donde el mundo es escrito. Por ello, esos bordes instauran la parte y el todo: su unidad repite la fragmentariedad por donde se muestra el cosmos. Más allá de su extensión o de su brevedad, más allá de cierta ambivalencia entre los esbozos de narratividad y la fugacidad en la que brilla lo absoluto de la imagen, parecería que cada poema no fuese más que una parte del mismo espectáculo: la migración de los nombres, las voces, las visiones, insistiendo en atravesar el lenguaje desde las formas inasibles del recuerdo.