lágrimas de mayo_daniel martínez

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Lágrimas de Mayo Aquella mañana irradiaba como una más de primavera. La dulce armonía de cada uno de los insólitos rayos de aquel sol te iluminaban la cara, sonreías, te sonreía; ¡qué bonita la vida cuando tú la haces bonita!. Me levanté con los ojos entrecerrados, buscando, con una mano apoyada en la cama y con la otra jugando a ser ciega, los surcos de la botella de agua que ayer compré en la cafetería de abajo. Tragué un pequeño sorbo de agua, el cual se deslizó silenciosamente por mis labios hasta mi garganta. Él seguía dormido, no quería molestarle, no sabía lo que le depararía el futuro ya que si siempre dices nunca, nunca acabará siendo siempre y por supuesto no quiero que su descanso se convierta en un triste “para siempre”. Sí, os hablo de mi hijo. Esta es la historia de una madre, cuyo hijo, como decía aquella doctora, tiene la palabra a la que todos hacemos oídos sordos, la que nadie quiere escuchar, aquella impronunciable palabra, es “cáncer”. Triste ironía de la vida, ¿verdad?. Gente con sangre despiadada, cuyo pie en la Tierra no tiene ni una mera validez, continúan su día a día viviendo, quitando vidas, tal y como si fuera un videojuego. Pero ahora un niño, que apenas ha vivido, tiene posibilidades de que pronto su amena, triste y corta vida acabe. Abrí la cremallera del bolso de mano que me había traído para pasar los días aquí, cogí el móvil y contesté la llamada: era del padre de mi hijo. Su voz desgarradora me hizo pensar que algo iba mal, pero no, me preguntó como seguía el niño y si había recibido nuevas noticias. Me siento sola, no puedo mentir, antes tenía el apoyo de su padre, pero desde que nos divorciamos las cosas han cambiado. Supuse que un cambio de aires me vendría bien pero no ha sido así. Desde que llegamos a esta dichosa ciudad todo va de mal en peor. Cada día derramo más lágrimas. Mis ojos empapados suspiran por un poco de aire ante la amenaza de morir ahogados; cada día es un tormento. Solo me reconforta pensar que algún día mi hijo se recuperará, que me dirá: “Te quiero, mamá” o simplemente una leve sonrisa con un gran apretón de manos. Él se sentía raro tras las primeras sesiones de quimioterapia, se tocaba aquella desnuda cabecita y notaba que su antigua melena, que antes estaba presente, ahora ya no estaba. Muero dentro de mí cuando él llora. Vivo cuando él ríe. Pasaba las tardes mirando por la ventana de la habitación lo que sucedía fuera, pero llegué a comprender que lo único bonito que había era la montaña levemente nevada y blanca, con el puro y sencillo estilo de una sierra de Granada que se encontraba en el horizonte. Sin embargo al bajar la vista veía como cada vez más la vida de una persona corría peligro.

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Lágrimas de Mayo

Aquella mañana irradiaba como una más de primavera. La dulce armonía de cada uno

de los insólitos rayos de aquel sol te iluminaban la cara, sonreías, te sonreía; ¡qué bonita

la vida cuando tú la haces bonita!. Me levanté con los ojos entrecerrados, buscando, con

una mano apoyada en la cama y con la otra jugando a ser ciega, los surcos de la botella

de agua que ayer compré en la cafetería de abajo.

Tragué un pequeño sorbo de agua, el cual se deslizó silenciosamente por mis labios

hasta mi garganta. Él seguía dormido, no quería molestarle, no sabía lo que le depararía

el futuro ya que si siempre dices nunca, nunca acabará siendo siempre y por supuesto

no quiero que su descanso se convierta en un triste “para siempre”.

Sí, os hablo de mi hijo. Esta es la historia de una madre, cuyo hijo, como decía aquella

doctora, tiene la palabra a la que todos hacemos oídos sordos, la que nadie quiere

escuchar, aquella impronunciable palabra, es “cáncer”.

Triste ironía de la vida, ¿verdad?. Gente con sangre despiadada, cuyo pie en la Tierra no

tiene ni una mera validez, continúan su día a día viviendo, quitando vidas, tal y como si

fuera un videojuego. Pero ahora un niño, que apenas ha vivido, tiene posibilidades de

que pronto su amena, triste y corta vida acabe.

Abrí la cremallera del bolso de mano que me había traído para pasar los días aquí, cogí

el móvil y contesté la llamada: era del padre de mi hijo. Su voz desgarradora me hizo

pensar que algo iba mal, pero no, me preguntó como seguía el niño y si había recibido

nuevas noticias.

Me siento sola, no puedo mentir, antes tenía el apoyo de su padre, pero desde que nos

divorciamos las cosas han cambiado. Supuse que un cambio de aires me vendría bien

pero no ha sido así. Desde que llegamos a esta dichosa ciudad todo va de mal en peor.

Cada día derramo más lágrimas. Mis ojos empapados suspiran por un poco de aire ante

la amenaza de morir ahogados; cada día es un tormento. Solo me reconforta pensar que

algún día mi hijo se recuperará, que me dirá: “Te quiero, mamá” o simplemente una

leve sonrisa con un gran apretón de manos.

Él se sentía raro tras las primeras sesiones de quimioterapia, se tocaba aquella desnuda

cabecita y notaba que su antigua melena, que antes estaba presente, ahora ya no estaba.

Muero dentro de mí cuando él llora. Vivo cuando él ríe.

Pasaba las tardes mirando por la ventana de la habitación lo que sucedía fuera, pero

llegué a comprender que lo único bonito que había era la montaña levemente nevada y

blanca, con el puro y sencillo estilo de una sierra de Granada que se encontraba en el

horizonte. Sin embargo al bajar la vista veía como cada vez más la vida de una persona

corría peligro.

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A veces, cogía el mando de la tele, pero últimamente no me llamaba la atención lo que

echaban a esas horas, así que le ponía los dibujos animados y simplemente observaba

con una sonrisa plasmada en mi cara, la boca abierta de mi hijo. Me hacía gracia, tenía

los dientes tan pequeñitos que yo creo que ni un bocadillo sería capaz de comerse.

Hoy tengo pensado ir a dar un paseo con él fuera del hospital. Le vestiré como tanto le

gusta, bien arregladito, con su camisa y sus pantalones azules. Yo solamente me iba a

poner un chándal, no tenía ganas suficientes de cambiarme y sé que tampoco

tardaríamos mucho en volver. Cogí su mano, mis dedos se entrelazaron con los suyos y

paso a paso, íbamos rozando y tocando con los pies cada una de las baldosas del pasillo

de aquel hospital aislado, hasta salir a la calle.

Lo necesitaba; necesitaba que una pizca de aire fresco me acariciase la cara, me

susurrara al oído y me calmara. No hacía frío y el niño tampoco tenía. Era una buena

tarde de primavera. Empezamos a andar y pude ver como todavía queda en el mundo

gente tan tristemente insensible que hablaban a nuestras espaldas al mismo tiempo que

miraban la cabeza desnuda de mi hijo. Tenía dos opciones: podía darme la vuelta y

gritarles lo que pensaba yo de ellos u olvidarme de todo y pensar en la felicidad de mi

hijo dejando que todo el trabajo lo llevase a cabo el destino. Y como entenderéis escogí

la segunda opción, porque lo primero es mi hijo y lo segundo también.

Volvimos al hospital, fuera ya hacía frío y la verdad es que había anochecido bastante.

Era bonito ver cómo nos saludaban todas las enfermeras cuando nos veían o se

acercaban a visitar al niño y al entrar por la puerta nos decían unas enigmáticas

palabras como: “¿Qué tal estás pequeño?”. Un simple gesto te hacían tener un buen día

y eso es lo que mi hijo necesitaba: simplemente cariño.

Aquella noche se durmió rápido, casi sin cenar y se metió en la cama. Mis manos poco

a poco iban cubriendo su cuerpo con una manta que le había tejido su abuela, dejando

su cara al descubierto. Segundos después, dejándole la marca de mis labios en su frente

demostrándole que pase lo que pase estoy aquí. Si muere él, moriré yo, subiré al cielo y

le volveré a besar cada noche, hasta que las noches se acaben.

Yo no conseguía coger el sueño, sería de todo lo que sufría. Habían pasado ya unos

meses desde que estábamos aquí. Era triste no salir de estas cuatro paredes, pero aún

más triste era pasear por los pasillos a la luz tenue de las bombillas casi gastadas y

asomarte a cualquier habitación sin esperanzas de encontrar una cama vacía.

El médico entró por la puerta justo cuando estaba a punto de hacer un trato con el

sueño. Me preguntó cómo me encontraba, pero no llegué a contestarle. Me dio un

folleto y me dijo que sería muy importante para ellos y para mí, que acudiera a la cita

indicada en aquel delgado folio de papel. Lo leí, se trataba de una reunión de madres de

niños con leucemia, para contar como nos sentíamos y cuál fue nuestra reacción al

enterarnos del diagnóstico de los niños. Contaríamos con el apoyo de una psicóloga de

prestigio la cual, ella misma, había superado un cáncer de mama. Tendría lugar al día

siguiente por la tarde y la verdad me apetecía ir, conocer a más gente que supiese lo

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cruel que ha podido llegar a ser la vida y despejarme un poco del aire tan cansado que se

respiraba en esta habitación, únicamente renovado por una pequeña rendija que quedaba

abierta entre los dos cristales de esa antigua ventana.

Logré de una vez por todas dormirme. No tuve un gran sueño, sinceramente no lo

recuerdo ya que estaba tan cansada que no tenía fuerzas para imaginar.

Eran cerca de las ocho de la mañana cuando mis pestañas unidas como hermanas

decidieron separarse y dejarme observar cada una de las cosas que la vida pone a la

disposición del ojo humano. El niño seguía durmiendo hecho un ovillo y no parecía que

tuviese intención de despertarse. Así que lo dejé durmiendo y bajé a la cafetería a por

algo para desayunar y buscar algo para leer, ya que últimamente no había tenido mucha

conversación con nadie ni tenía noticias de lo que ocurría fuera.

Mientras bajaba, escalón a escalón, me pude dar cuenta de que justo hoy era el día de la

reunión con aquella prestigiosa psicóloga de la que el médico habló. Sinceramente eso

me ayudó a sacar una sonrisa matutina de la que últimamente carecía. No os miento al

decir que los músculos, los cuales mueven unos labios en dirección a una curva

perfecta, hacía tiempo que en mi cara no trabajaban. Solo se ponían en marcha cuando

veían la paz y tranquilidad que transmitían los ojos verdosos de mi hijo. Lo quiero, lo

quiero más allá de la locura con la que cualquier madre quiere a un hijo.

A veces cuando hago este viaje emocional, la ilusión se queda tan pálida que me quedo

sin colores cuando estoy frente a la más temida realidad. Esa realidad que anhela una

cura inmediata y un deseo de volver pronto a la rutina con la que antes me encontraba.

Al llegar abajo cogí la primera revista que vi, no me apetecía ninguna en especial, pero

aquella me llamó la atención. En cuanto la cogí, la volví a soltar; la revista estaba

perdidamente untuosa al tacto, odio esa sensación y odio que la gente no se preocupe

por nada. Tengo muchísimas manías, pero la más llamativa es que no soporto la

suciedad y menos en un lugar público.

Subí las escaleras más rápido de lo común, llegue arriba y débilmente pude rotar la

manivela que abría la puerta de la habitación. Ya se había despertado. Sería engañar al

destino, hacerme creer que el alma blanca y frágil de un niño dura para siempre, que su

rostro sonreirá durante toda la vida, o que su mano arqueara la mía sujetándola con

todas las fuerzas que pueda llegar a tener en ese momento.

Estuve sentada apenas 10 minutos al lado del niño cuando escuché la puerta chirriar e

instantáneamente me giré para ver quien se escondía tras la madera azulada de dicha

puerta. Al segundo aquella bata blanca la cual ocupaba la rendija que dejaba la puerta al

estar entreabierta me hizo saber que se trataba del médico. Me pidió por favor que

saliese fuera y yo accedí.

Se encontraba leyendo un informe que tenía sobre las manos, sus gafas rozándole la

punta de aquella nariz redondeada y sus ojos de cansancio me decían que algo iba mal y

que las noticias no iban a ser muy buenas. Cuando levantó la vista, empezó a pronunciar

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cada una de las palabras que para mi resultaron ser un puñal que cada vez se iba

clavando más fuerte en mi alma. “Lo siento, su hijo no mejora.” –dijo él. “Es posible

que no se recupere, o que su recuperación sea muy larga.” Mi cara lo decía todo, mis

pulmones se encharcaban, mis mejillas se mojaban tras la línea que dejaban marcada

esas lágrimas de mayo que caían de mis ojos y que desembocaban en el suelo tras una

caída de infarto. Mi boca luchaba por respirar a la par que me apretaba el corazón por

miedo a que el disgusto pudiera hacer que se parase. Ahora no podría comparar qué

momento fue el peor de mi vida.

La reunión se iba acercando, y sinceramente todas las ganas de ir que anteriormente

tenía se desvanecieron, pero llegué a la conclusión que sería una buena oportunidad para

que alguien me tendiese un poco de ayuda y dejar de mostrar esta triste cara de una

madre frustrada.

No llegaba a encajar como podía haber tantas mujeres en la puerta de aquella reunión, y

seguramente por lo mismo que yo. No había ningún hombre, y tal vez lo entendí el por

qué. Es cierto que por mucho que un padre esté con su hijo, no hay nada como el amor

tan tierno de una madre, porque las madres son el mejor invento de la naturaleza.

Entramos a aquella sala y nos sentamos todas alrededor formando un círculo

imperfecto. La psicóloga estaba en una de aquellas sillas y comenzó a hablarnos de

cómo ella había sobrellevado el cáncer. Hablaba con seriedad pero se podía notar a

través de las palabras que salían por su boca que su esperanza nunca acabó y que es la

mayor virtud que tienen las personas que pasan por esto.

Una por una íbamos relatando nuestra experiencia y todas acabábamos llorando.

Aquello era como un valle de lágrimas, un valle lleno de lágrimas de compasión,

lágrimas puras de dolor y tristeza, un valle conformado por lágrimas de Mayo.

El corazón se me paró instantáneamente cuando escuché que la psicóloga, cuyo nombre

era Inés, perdió a su marido y a su hijo en un accidente de coche cuando iban juntos

hacia Madrid por un viaje de trabajo. Me asombraba la serenidad que mostraba.

Antes de irnos nos pidió que nos quedásemos sentadas, y pronunció una frase que jamás

podré olvidar: “Antes de que os deis por vencidas pensad que es la única vida que

podéis compartir”. Y terminó ondeando hacia arriba las comisuras de sus labios.

Al volver a la habitación abrí la puerta con cuidado para no molestar, ya que la reunión

acabó tarde y seguramente el niño estaría dormido. Así era, se encontraba acurrucado

como siempre, y con una mano sobresaliendo por el borde de la cama. Quería abrazarle,

me tumbé en la cama junto a él y arqueé mis brazos alrededor de su pecho, apoyé mi

cabeza sobre la almohada y el sueño venció una lucha que llevaba disputando varios

días.

A la mañana siguiente, empecé a separar poco a poco mis párpados, giré la cara y el

rostro de Miguel, mi hijo, estaba frente a mí, él todavía no había abierto los ojos.

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Aunque el dolor me invada tengo que contaros que aquel día, 4 de mayo, Miguel nunca

más pudo tener un día nuevo.