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Page 1: La violencia cultural en el conflicto Irak-EE.UU

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LA VIOLENCIA CULTURAL EN EL CONFLICTO IRAK-USA

1. Cultura de guerra.

2. Aspirar a otra paz.

3. La paz cultural.

Resulta asombroso y turbador comprobar cómo, contra la esperanza de paz que

prometía la retórica del nuevo orden global, se ha impuesto en el contexto internacional

el recurso a la guerra, en cualquiera de sus post-modernas pero nada originales

acepciones (humanitaria, preventiva, antiterrorista, de mantenimiento de la paz, etc.),

como instrumento privilegiado de la política internacional y como medio normalizado

de regulación de los diversos conflictos planetarios. Si hace muy poco tiempo fuimos

testigos de la guerra “antiterrorista” desencadenada contra Afganistán y su huésped, hoy

estamos ante la anunciada guerra preventiva contra uno de los pilares del llamado “eje

del mal”, Irak y su sanguinario sátrapa.

Por lo que se refiere al escenario pre-guerra de U.S.A.contra Irak, si juzgamos

por las manifestaciones del pasado día 15 de febrero en múltiples ciudades de todo el

mundo, parece evidente que dicha peripecia no goza de una completa simpatía social.

Se ha escrito mucho sobre la presente guerra en relación a la violencia directa

que el conflicto generará y multiplicará (existen cálculos sobre los miles de muertos,

desplazados, refugiados, infraestructuras destruidas, etc). Algunos aspectos de la

violencia estructural que están en el origen de esta guerra y que serán consecuencia de

ella han sido descritos y valorados hasta la saciedad (política geoestratégica, recursos

naturales y reparto de corredores internacionales de transporte, energéticos y de

telecomunicaciones, derecho internacional, sistema económico vigente, influencia de la

guerra en las finanzas o en la política de precios y el comercio mundial, etc.). Otros

aspectos estructurales no han tenido tanto desarrollo en los análisis presentados hasta el

momento (papel de las multinacionales, relación de la guerra con la deuda externa,

comercio de armas, políticas del FMI-BM y su relación con la guerra, etc.).

En el presente artículo queremos llamar la atención sobre el escaso interés que

ha despertado, hasta donde nosotros sabemos, el aspecto cultural que sirve de humus o

tierra fértil a la propia idea de guerra y a sus posibilidades efectivas de ser llevada a la

práctica sin mayor alteración en nuestras sociedades. Nuestro propósito es incidir en

este asunto: una guerra es posible porque nuestra cultura nos educa, enseña y predispone

a aceptar que la guerra y la violencia son soluciones normales y, fatalmente, admisibles.

En cierto modo, nuestra cultura nos prepara para la guerra (es decir, para aceptarla y

para colaborar con ella activa o pasivamente) y es un instrumento más del continuum

que la guerra, como “guerra permanente” que es (y no como un mero episodio entre

períodos de paz), supone en sus fases del “antes”, y del “después” (en realidad

meramente momentos de preparación de la guerra) de la conflagración en sí.

Esta cultura de la guerra nos impide, por ejemplo, comprender que la guerra ya

ha empezado aún antes de que estalle la primera bomba, que ya se han producido las

primeras víctimas inocentes por el bloqueo económico impuesto a Irak hace más de una

década, nos oculta que el conflicto es multilateral y no contra un solo país (Irak) ni con

un único polo, que no es la guerra de un único malvado o de un solo gobernante

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(Sadam), sino que hay más actores e intereses en juego, nos impide comprender que la

intención de la propaganda de guerra es satanizar a un enemigo para obviar las

verdaderas causas del conflicto.

Por tanto, acabamos aceptando las simplificaciones extremas que del conflicto

nos ofrecen los gobiernos y los medios. Con ello caemos en una perversa celada:

vamos de una interpretación simplificada a otra del mismo talante, cayendo en

supuestas argumentaciones “redondas” que, sorprendentemente, se derrumban en su

totalidad al cambiar un único argumento . Todo ello nos oculta una molesta realidad: el

conflicto es total (económico, político, ecológico, cultural, de género, etc.) y global

(abarca a todos los países, instituciones nacionales o no, y personas). Además, llegando

al fondo de la cuestión, esta simplificación torticera nos obliga a estar al pairo de los

poderosos y nos impide tener criterio propio y actuar política y críticamente.

Cultura de guerra.

La construcción cultural de la guerra es una especie de segunda piel que vamos

aprendiendo a hacer nuestra desde que nacemos, y se expresa en una pléyade de

instrumentos (prácticas cotidianas, simbolismos, religión, ideología, lenguaje, arte,

ciencia, leyes, medios de comunicación, educación, política, etc.). Como señaló en su

día el sociólogo pacifista Galtung, de quien tomamos prestado el término “violencia

cultural”, este aprendizaje de la violencia cumple una función (especialmente abyecta

pero eficaz) en nuestras sociedades: legitimar la violencia directa y estructural de

nuestras sociedades e inhibir, reprimir y alienar la respuesta de quienes la sufren.

Incluso más, nos permite tener las estrategias culturales para mirar hacia otro lado con

la conciencia tranquila ante la propia lógica de la violencia y para mantenernos

desinformados o al margen de sus nefastas consecuencias. Ofrece justificaciones

“tranquilizadoras” para que los seres humanos apliquemos la lógica de la violencia a

nuestras relaciones y, entrando en el plano de la guerra, construyamos ejércitos, nos

destruyamos mutuamente y seamos recompensados incluso por hacerlo .

De modo que ese proceso de aprendizaje de la violencia que conforma toda

nuestra cultura, propiciándonos conocimientos y contenidos bien elocuentes, pero

también actitudes y modelos prácticos y procedimientos de actuación, es lo que nos va

orientando y predisponiendo, a lo largo de una historia acumulada y de un aprendizaje

personal continuo, para asumir desde pequeños el amplísimo entramado de valores

obscenos que luego se refuerzan con las normas legales de la sociedad y nos servirán

para reforzar una cultura opresiva, acrítica y delegadora y que nos prepara para la

colaboración pasiva y/o activa con estructuras injustas e insolidarias. Es decir, es

nuestra cultura de violencia quien nos prepara para fabricar la guerra y entenderla como

algo inevitable, o asumible, para nuestro modo de vida y para nuestra conciencia.

Es por ello que vivimos inmersos en una verdadera cultura de guerra, o que tiene

la guerra y la dominación en el cénit de su cosmovisión, de sus valores y respuestas.

En cierto modo, si la guerra fuera ajena a nuestra experiencia, a nuestra

comprensión de la realidad, a nuestras prácticas y valores, sería muy difícil que los

poderosos la pudieran llevar a cabo tan impunemente como en la actualidad. Pasaríamos

del malestar ético actual a una verdadera resistencia radical, insumisa y absoluta a la

propia idea de guerra y, en la práctica, a la misma posibilidad de que fuera llevada a

cabo con tanta alegría, ni siquiera como último recurso. La misma perplejidad que hoy

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nos produciría, por ejemplo, una propuesta que señalara en nuestras sociedades

opulentas la abolición del dinero y del trabajo (y proponemos este ejemplo no por

indeseable, sino por remoto a nuestra cultura), nos lo produciría el que un loco

cualquiera nos ofertara una guerra o un enemigo al que exterminar.

¿Por qué no se usan, habitualmente, fórmulas diferentes a la violencia?. Las

respuestas vienen del entorno cultural en el que nos socializamos, educamos y

desarrollamos. Estamos educados para no ver alternativas a la violencia porque en las

escuelas y los demás medios de transmisión y reproducción cultural nos han enseñado la

historia como una sucesión de guerra y violencia; porque estamos acostumbrados, en

general, a que los conflictos se reprimen por la incuestionable autoridad paterna, o por

la autoridad del macho sobre la hembra, o por las leyes nacionales o internacionales;

porque los medios de comunicación de masas nos venden como la principal vía de

solución de los conflictos internacionales es el uso de la fuerza (económica, política,

militar, etc) y de los ejércitos (sea bajo bandera O.N.U., O.T.A.N., FMI, BM, etc.).

La cultura de la violencia se utiliza para lograr la aprobación de posturas

fanáticas en lo religioso, en lo económico, en las relaciones de género, en las relaciones

con la naturaleza, en la política...

De este modo, nuestro substrato cultural es otra causa más, junto a las directas y

estructurales, última y profunda de nuestra visión negativa de los conflictos, de nuestra

visión pacata y constreñida de la paz, de nuestra (y esto es lo duro para quienes nos

creemos o sentimos “de izquierdas”, “progresistas” o “alternativos” o cualquier otra

apelación similar con que nos queramos denominar) colaboración y participación en la

guerra.

Una comprensión de la cultura de guerra y de la violencia cultural es, en nuestro

criterio, de un enorme valor para que el análisis alternativo de quienes aspiramos a una

paz con contenidos y capaz de dejar de centrarse en moralismos y estereotipos, en

dogmas económicos o en otros aspectos igualmente reduccionistas, se convierta en un

análisis más complejo en las causas y efectos, más plural en los actores y de mayores

implicaciones en la búsqueda de alternativas personales y políticas.

Aspirar a otra paz.

Si hemos llegado hasta una afirmación tan provocativa: nosotr@s y nuestro

modo de vida, nuestras actitudes personales y nuestro modo de hacer política o de

permitir que la hagan en nuestro nombre, son generadores y legitimadores de esta guerra

(o lo que es lo mismo, fuera de toda hipocresía, estamos manchados de la sangre que en

ella se derrame y, por la parte que nos toca, somos verdugos en la misma), es porque

creemos inevitable variar nuestras prácticas políticas si queremos, de verdad, que

nuestra protesta contra la guerra sea menos retórica que la que usan sus precursores.

Si vivimos y somos parte de una cultura de guerra, una práctica emancipadora

debería ser menos ingenua con el modo de hacer política tradicional, donde las acciones

“de masas” tienen el papel de servir de ariete para que los políticos expertos nos

acaudillen con sus idearios catequéticos. Antes bien, tomando prestado el término de

Anna Bastida, debería preocuparse en promover acciones concretas que lleven a

“desaprender la guerra”.

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Así, y si nos fijamos en el discurso más o menos correcto que se ha propagado

como “paradigma del pacifismo antibelicista” (diplomacia francesa y alemana

principalmente) en el presente conflicto de Irak, parece que los límites del pacifismo

quedan en la pregunta por la guerra legítima, o en la idoneidad de utilizar la guerra no

desde el unilateralismo yanki, o desde el multilateralismo ONU y como “último

recurso”. Una idea de paz limitada y reducida a la élite y a las instituciones, más

adecuada para acallar conciencias que para traer la paz. ¿No llama la atención que la

diplomacia “pacifista” de la presente guerra no haya reparado en que, con los entre

100.000 y 500.000 millones de dólares que, según El País1 costará la guerra con Irak, se

podría promover el desarrollo de infraestructuras y de condiciones de vida dignas no

sólo para Irak, sino para todo el mundo árabe lo que podría evitar ésta y posteriores

guerras en la región?2

Pero, igualmente, y por lo que respecta a los que aspiran a que otro partido en el

gobierno traerá la paz, podemos hacernos algunas reflexiones que desvelan la

ingenuidad de estos planteamientos:

las políticas de seguridad y defensa admitidas por los partidos políticos de

todo el arco parlamentario español parten de la aceptación del secretismo

como norma básica en la toma de decisiones en lo militar: la política de

defensa, con sus instrumentos principales, es secreta y se elabora en el

Ministerio de Defensa y por elites militarizadas y ajenas a los intereses de la

sociedad. No pasa por el parlamento sino “a título informativo”.

Nunca se ha debatido pública y políticamente por los partidos políticos qué

entienden que hay que defender, quién tiene que hacerlo, con qué medios y

recursos, etc. Los partidos se limitan a desdibujar el debate con promesas

accesorias (ejercito profesional o de leva forzosa, participación en

operaciones internacionales bajo mando OTAN, ONU, etc.) pero sin definir

para qué una política de defensa.

Ningún partido ni grupo señala en sus programas políticos qué dinero está

dispuesto a usar para defensa y seguridad, para investigación más desarrollo,

etc.

Ningún partido ha promovido un debate social sobre estos temas,

conformándose con hacer de la gente meros sujetos pasivos.

Desde nuestro punto de vista, una política veraz y democrática debería

preocuparse, en estos aspectos, de:

Promover el fin del secretismo en materia de defensa y democratizar y

popularizar la toma de decisiones en este apartado político.

Promover el debate social sobre qué hay que defender y con qué medios

(ejemplo: ¿nos tenemos que defender de Irak o de los vertidos de fuel? ¿Qué

1 El País. Núm 9399, 21 de febrero de 2003. Pág. 6. “100.000 millones de dólares para derrocar a Sadam”

2 El PIB de todo el mundo árabe, según el “Informe 2002 del Desarrollo Humano Árabe”, elaborado por

el PNUD es de 53.120 millones de dólares, 6.000 millones de dólares menos que el de España.

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medios son más idóneos para esta defensa, los ejércitos o los expertos

medioambientales?, etc.

Promover un concepto de seguridad y defensa distinto al militar y más

acorde con las necesidades humanas (salud, justicia, participación política,

políticas emancipadoras, de género). Es decir, promover una política que no

vincule defensa con ejército y militarismo

Devolver el protagonismo de la defensa a la sociedad promoviendo la

educación en contenidos, procedimientos y actitudes de paz.

Iniciar un proceso de quitar poder al militarismo, desamortizando estructuras

militares, reconvirtiendo el gasto militar y la industria, congelando y

aboliendo, la investigación militar, aboliendo los instrumentos de defensa

militar que no sirven para la paz.

Proponiendo prácticas de lucha contra el militarismo, tales como la objeción

fiscal al gasto militar, la educación para la paz, la participación en

movimientos de solidaridad, la participación política en movimientos de

base, investigando las prácticas de lucha contra la guerra que se han llevado

a cabo y recuperando su valor y su memoria.

Promover políticas de cooperación internacional basadas en la idea de

reparto justo, políticas medioambientales que prioricen la luchas contra este

tipo de agresiones por nuestro modo de vida, políticas sociales que luchen

contra la desigualdad, etc.

La paz cultural.

Se nos hace inevitable señalar que la política “de paz” que la izquierda

tradicional ha hecho hasta la fecha ha sido altamente ineficaz y anquilosada, porque está

basada en la idea de paz como mera ausencia de guerra, o en la preparación disuasoria

de la guerra mediante la construcción de ejércitos cubiertos de calificativos increíbles

como “del pueblo”, “defensivo”, “de liberación”, “preventivo”, etc.

Para nosotros aparece como esencial el trabajo en el plano cultural de la paz, el

cual nos dota de actitudes críticas y protagonistas hacia nuestra realidad social, por las

que asumimos una actitud de no delegación que nos impide colaborar activa o

pasivamente contra la violencia en cualquiera de sus manifestaciones (directa,

estructural y cultural).

El abordar el trabajo por la paz desde este análisis nos habilita para entender la

paz desde una nueva perspectiva: PAZ GLOBAL. Esta paz pone el énfasis en abordar la

manifestación interrelacionada de los tres tipos de violencia ya señalados. Es decir, de

nada o poco sirve abordar solamente la violencia directa. Si seguimos permitiendo que

actúe la violencia estructural y cultural, más tarde o más temprano volverá a

manifestarse la violencia directa, y lo mismo ocurrirá con las otras dos.

La idea de paz global pone énfasis en la sinergia de todos los tipos de violencia y

en la necesidad de un enfoque pacifista globalizado para poder conseguir avances en

cada uno de los vértices del triángulo de la violencia.

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Este enfoque global tiene mucho que ver con el concepto de transarme que el

movimiento pacifista y antimilitarista ha ido esbozando en los últimos tiempos sin que

la izquierda tradicional se entere (aún) de sus propuestas y calendarios, caracterizado

por aspirar a ser procesos de cambio graduales, que parten de la realidad existente en la

actualidad y que buscan cambios progresivos y coordinados en muchas, o todas, las

facetas de la sociedad, para lograr un mundo cada vez menos violento en el que la

estructura violenta que representa el ejército pueda ir desapareciendo poco a poco para

ser sustituida por un modelo distinto de sociedad o por un concepto de defensa

alternativo.

Pero, junto a los análisis clásicos del pacifismo, que contemplan la necesidad de

mecanismos de resolución noviolenta de conflictos, reconciliación y reconstrucción de

los vínculos rotos, junto con la idea de educación para la paz a largo plazo, nos parece

necesario incorporar las ideas de lucha y una redefinición del papel de los movimientos

sociales en todo este trabajo. Sin ellas la lucha por la paz será meramente voluntarista.

En lo que se refiere al concepto de lucha, pensamos que hay que reconstruir los

efectos producidos por la violencia directa, que hay que reconciliar a los contendientes

para paliar los efectos de la violencia cultural, pero pensamos que los otros dos

sustentos y efectos de la violencia estructural (la pobreza y la represión política) han de

ser combatidos mediante un reparto justo de la riqueza y la revolución política, para

conquistar el máximo disfrute de los derechos humanos, políticos y sociales .

En lo que se refiere al papel de los movimientos sociales en toda esta lucha

contra la violencia y a favor de la paz, queremos argumentar el valor de un enfoque que

para nosotros es fundamental, el de la lucha social desde la base, lejos de elitismos,

jerarquías, expertos y sabios. En nuestra opinión, muchas de las labores de

reconstrucción, reconciliación, resolución, reparto justo y revolución, tienen como

principal protagonista a la sociedad y, en concreto, a los movimientos de base y a sus

luchas para que realmente se produzcan los cambios que anhelamos.

La idea no es que tengan, también, que participar los movimientos sociales,

junto con los expertos, en la regulación de los conflictos, sino que los movimientos

tienen que ser, junto con la sociedad, los principales actores. Para que los cambios sean

reales, duraderos y transformadores, han de ser, en nuestra opinión, promovidos y

ejercidos desde la base.

Además, el papel de los movimientos sociales es muy variado, según se

enfrenten a un tipo u otro de violencia:

si los movimientos pacifistas enfocan el problema de la violencia cultural

han de ser creativos e idear una nueva cultura de paz alternativa y global, con

implicaciones en todos los ámbitos de la sociedad y lanzando puentes de

colaboración a los demás movimientos sociales.

si se enfrentan a la violencia directa han de crear redes de solidaridad para

evitar los efectos de la violencia directa; han de politizar la violencia directa

para que se pueda transformar estructuralmente; han de ser críticos y

constructivos, promoviendo la autogestión ciudadana de los problemas que

les afectan; han de utilizar una pedagogía de análisis y acción similar a la

pedagogía del oprimido apuntada por Paulo Freire, para que en los

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contenidos del aprendizaje se incluyan los procedimientos de lucha y de

autorealización.

si se enfrentan a la violencia estructural, los movimientos han de conjugar la

pedagogía de las anteriores actuaciones con la necesaria lucha social para

poder transformar las estructuras. En lo concerniente a la lucha pacifista esto

se concretaría en el término de transarme, concepto que aúna la creación

teórica de una alternativa de defensa noviolenta con su práctica desde los

movimientos de base (que defienden lo que realmente interesa defender,

como veremos más adelante) y con la lucha noviolenta y revolucionaria

contra la estructura violenta del militarismo.

A todo ello se hace necesaria la coordinación para interrelacionar todos estos

trabajos y construir una alternativa global.

COLECTIVO UTOPÍA CONTAGIOSA 3

3 Es un colectivo antimilitarista noviolento que se dedica al estudio y análisis de la defensa militar y a la

investigación, profundización y difusión de alternativas de defensa noviolenta aplicables en la realidad

del Estado Español.

www.nodo50.org/utopiacontagiosa (actualmente utopiacontagiosa.wordpress.com)

E-mail: [email protected] (actualmente utopiacontagiosa#gmail.com)