la vida tras los cristales

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© Alvaro Salazar Safe Creative: 12004111457213 La vida tras los cristales Son ya tantos los días y las noches que han rodado sobre él... Traído y llevado de aquí para allá, manipulado hasta lo indecible, dolorido – siempre, ahora también–, confundido por las nieblas de los sedantes, ya no puede distinguir el sueño de la realidad y menos aún atribuir tal sueño o quizá realidad a un día concreto –pues sueño o realidad, ¿qué son ahora sino simples imágenes en su cabeza?–. »Ha comenzado a llover, hoy no vendrá, me habría di- cho Jaime y, girando su cabeza hacia mí, añadiría, qué le va- mos a hacer, no todos los días van a ser fiesta. Posiblemente, yo no dijera nada y me limitaría a echar una rápida mirada al reloj de pared, y no serían ni las tres siquiera, y quizá pensara

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Permanece tumbado boca arriba en su nueva cama, la vista puesta en el techo, sus océanos, sus continentes. Musita: «Por entre el silencio de la tarde; implacable el silencio, implacable la tarde», y se dice que esas palabras no son suyas, que él jamás utiliza palabras como esas...

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Page 1: La vida tras los cristales

© Alvaro Salazar

Safe Creative: 12004111457213

La vida tras los cristales

Son ya tantos los días y las noches que han rodado sobre él...

Traído y llevado de aquí para allá, manipulado hasta lo

indecible, dolorido – siempre, ahora también–, confundido por

las nieblas de los sedantes, ya no puede distinguir el sueño de

la realidad y menos aún atribuir tal sueño o quizá realidad a

un día concreto –pues sueño o realidad, ¿qué son ahora sino

simples imágenes en su cabeza?–.

»Ha comenzado a llover, hoy no vendrá, me habría di-

cho Jaime y, girando su cabeza hacia mí, añadiría, qué le va-

mos a hacer, no todos los días van a ser fiesta. Posiblemente,

yo no dijera nada y me limitaría a echar una rápida mirada al

reloj de pared, y no serían ni las tres siquiera, y quizá pensara

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entonces que la tarde iba a ser muy, muy larga, y, como una

sombra que antecede a su dueño, sentiría el despertar del

cuerpo ante las puertas de la tarde, el roce del poliuretano en

mi garganta, el latido de las úlceras en los dos antebrazos, el

hondo pesar de riñones, y cerraría los ojos, y me esforzaría en

dormir, pero creo recordar que no pude conciliar el sueño, y

sería entonces cuando imaginé que Jaime miraba por la ven-

tana y que me decía que ella se acercaba por el camino de

grava y que se sentaba en el banco frente a los columpios del

pequeño parque que se encuentra bajo la ventana de nuestra

habitación, lleva el vestido estampado del otro día, me decía

Jaime, ese que le llega justo encima de las rodillas y que,

cuando se sienta, como ahora, deja al descubierto buena par-

te de sus muslos, ¿sabes cuál te digo, verdad?, pues hoy le

queda mejor que nunca; y yo imaginaba aquellas piernas lar-

gas y firmes, y, para imaginarlas mejor, le preguntaba si sus

piernas eran bonitas, y Jaime metía de nuevo la vista por los

cristales y decía, no sabría decirte, desde aquí es difícil ase-

gurarlo, luego se volvía hacia mí y añadía, pero qué quieres

que te diga, tampoco puede decirse que ella sea una belleza,

no desde luego una de esas que le sacan a uno aullidos de

pasión, tú ya me entiendes, y, sin embargo, apuesto a que a

su lado uno podría sentirse en la gloria; y yo le miraba y él

entendía mi mirada, y se volvía hacia la ventana, ahora echa

la cabeza hacia atrás, decía, seguramente sople un poco de

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brisa y los rayos del sol sean una caricia. Y ahora, estas pala-

bras, «los rayos del sol, su caricia», me hacen dudar de si

esta conversación tuvo o no lugar, si fue real o es fruto de mi

imaginación, si bien yo jamás podría emplear palabras como

esas.

Permanece tumbado boca arriba en su nueva cama –junto a

la ventana–, la vista puesta en el techo, en sus océanos, en

sus continentes –y aunque son las mismas manchas de siem-

pre, contempladas ahora desde este otro ángulo, desde su

nueva cama, resultan diferentes–. «Por entre el silencio de la

tarde; implacable el silencio, implacable la tarde», musita, y se

dice que esas palabras no son suyas, que él jamás utiliza pa-

labras como esas.

»Llueve, dice Jaime y sus palabras me acercan el par-

que con sus dos columpios y el tobogán, los imagino empa-

pados por la lluvia e imagino también dos enormes charcos en

el suelo de arena y grava. ¿Quién pasearía hoy con este vien-

to y esta lluvia?, añade Jaime con la vista aún puesta en la

ventana. Oigo su voz y sus palabras no hacen sino perfilar

aún más la tristeza de la tarde, la siento en torno a mí, honda,

inmensa, poderosa, la tarde, su tristeza, y me siento arrastrar

a su mundo gris y triste. En esto, Jaime llega en mi auxilio:

Pero bueno, exclama, ¿a que no sabes quién viene por allí?,

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si es nuestra enfermera preferida. Y, aunque no le creo, le

sigo la corriente: ¿Estás seguro de que es ella?, y Jaime me

contesta: ¿Te crees que estoy ciego o qué?, y vuelve la cabe-

za hacia mí y, esbozando una sonrisa burlona, dice: Ya ves,

ayer nos engañó cuando nos dijo, hasta el viernes mucha-

chos, séanme buenecitos y no me olviden; para mí, añade

Jaime, que nos la está pegando con algún jovencito del pa-

bellón de traumatología.

«Por entre el viento y la lluvia», musita con la vista clavada en

el techo. Y entonces, por entre las brumas, asoma la cuestión:

girar la cabeza hacia la ventana y volver a mirar a su través.

Sí. Esa es la cuestión. Pero la aparta de su mente, y su mente

se sumerge de nuevo por entre las brumas, y, de nuevo, lo

que es: es bruma, y lo que no es: es bruma también. Ahora,

ayer, nunca: bruma únicamente.

»Han terminado de arreglarnos la habitación y estamos

solos otra vez. Jaime me dice: Si todo marcha bien, si no sur-

ge ningún imprevisto, es muy posible que pronto me den el

alta, puede que este mismo lunes. Y añade: Ya tiene gracia,

haber tenido que enterarme por mi madre en vez de por boca

de los médicos. Le digo que lo importante es que pronto de-

jará el hospital, le digo que me alegro por él, pero no sé qué

más decir y me quedo callado. Él se ha girado hacia la venta-

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na y también guarda silencio. Y el tiempo se detiene en ese

silencio. Y entonces siento crecer un hondo resentimiento

contra Jaime, qué injusta es la vida, me digo, precisamente a

él, que pronto dejará esta habitación, le ha tenido que tocar en

suerte la cama junto a la ventana, y miro la pared de la habi-

tación junto a mi cama y el pecho me estalla de rabia. Y me

pregunto cuántas veces no se habrá guardado Jaime la vida

que transcurre tras los cristales para sí; en este mismo instan-

te, me digo, ¿no podría estar ella ahora mismo sentada en el

parque y este mal nacido permanece callado como si nada? Y

ha sido pensar en ello, y mi cabeza comienza a llenarse de

voces, las oigo llegar y ocupar todos los rincones de mi cabe-

za: hoy está más guapa que nunca, lleva esa blusa que resal-

ta sus formas y que tanto la favorece, y su pelo, su pelo cae

sobre sus hombros como el agua de un arroyo de montaña,

aunque, quién sabe, a lo mejor pasó ayer mismo por la pelu-

quería y el movimiento de su pelo no sea sino el resultado de

unas manos expertas, pero bueno, ¿qué importancia tiene

eso?, lo cierto es que está preciosa, y su forma de caminar...,

¿sabes?, es como si caminara por lo alto de una pasarela, me

pregunto si ella no se sabe observada desde las ventanas y

que por eso camina de esta manera tan elegante, pero perdo-

na, me disperso, ahora se ha detenido frente a los columpios,

se ha situado de perfil, ¿sabes?, tiene un culo precioso, ¿que

cómo son sus nalgas?, no sé, no sabría describirlas, sólo te

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diré que los tejanos claros que se ha puesto hoy no pueden

sentarle mejor... Y, de pronto, como si se hubiera levantado

un viento en mi cabeza, rompen las nieblas y comprendo que

las voces en mi cabeza son mis propias palabras, que soy yo

quien está narrándose a sí mismo la vida tras los cristales. Me

giro hacia Jaime. Parece dormir. Mientras, a través de la ven-

tana, tal vez el cielo se extienda azul sobre los tejados de los

pabellones. Dios, cómo le odio, cómo odio a este maldito aho-

ra.

Y, por entre las brumas: la certeza de la sed, su urgencia, y

los dolores que van y vienen sin desaparecer nunca del todo,

y las luces y las sombras y las voces, la duermevela y sus

imágenes. Y, tras la bruma: el pánico. Abre los ojos. Mira la

cama que antes ocupaba –ahora vacía– y la cuestión reapa-

rece: Volverse hacia la ventana y enfrentar la realidad. Pero

no, ahora no; quizás más tarde.

»Definitivamente. El resentimiento me ha vuelto descon-

fiado y no puedo dejar de pensar que Jaime se guarda para sí

la vida tras los cristales. Pero esta tarde ha sido diferente.

Jaime me preguntó, ¿duermes?, y, al rato, dijo, luce un sol

recién lavado, apuesto a que hoy vendrá, y, luego, añadió,

¿qué te decía yo?; ya la tenemos aquí, lleva su blusa azul,

esa que tan bien le sienta. Y mis ojos desbordaron en lágri-

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mas, pues sabía que Jaime me traería imágenes desde el otro

lado de la venta, y yo, como el hambriento que soy, las recopi-

laría para atesorarlas en mi cabeza. Así, cuando el silencio

regresara y la tarde no fuera sino tarde desnuda y lenta, me

volvería hacia ellas, desplegaría esas imágenes ante mí, y sus

contornos, sus meandros, serían vericuetos por donde burlar

el abrazo de las brumas que pueblan las tardes desnudas y

lentas, tramoya de los calmantes. Sea.

Y, en su cabeza, abrir y cerrar de puertas, y sollozos apaga-

dos. ¿Huellas de lo que aconteció, o simple ilusión? Imágenes

únicamente.

»Dos golpes en la puerta que parecen llegar de muy le-

jos, y la puerta de la habitación se entreabre y veo asomar el

rostro de una mujer entrada en años, la reconozco al instante,

es la madre de Jaime, buenas tardes, dice, y entra sonriendo

y pienso que un trozo de esa sonrisa me corresponde, se qui-

ta la gabardina y la deja plegada en el sillón, luego acerca la

silla que se encuentra a los pies de la cama de su hijo hasta

su cabecera, se sienta y saca de su bolso una revista y un

abanico, tu padre y tus hermanos te mandan recuerdos, dice,

y Jaime asiente, y luego la mujer pregunta, ¿no encendéis la

televisión?, pero no espera respuesta alguna y rebusca en la

mesilla de su hijo y, con el mando ya en la mano, lo dirige

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hacia el aparato y, al instante, se oye una voz de mujer y, casi

al unísono, surge el rostro de esa mujer en la pantalla, luego,

el plano se abre y aparece el plató de un conocido magazín

desbordante de colores y de luminosidad y de voces que se

superponen las unas a las otras en un guirigay que fluctúa en

continuo crescendo y decrescendo, vaya, dice la madre de

Jaime, ya están éstos diciendo tonterías, y abre la revista que

tiene entre las manos y suspira varias veces, una detrás de

otra, mientras pasa las hojas de la revista, al rato, levanta la

vista de la revista y, mirando a su hijo, dice, ay, hijo, no sabes

las ganas que tengo de que te den el alta para poder tenerte

de vuelta en casa.

»Sin previo aviso la puerta se abre y veo entrar al médi-

co de Jaime seguido de Amaia, nuestra enfermera preferida,

¿cómo estamos hoy?, le pregunta el médico a Jaime, ¿mejor,

no es cierto?, y, dirigiéndose a Amaia, añade como si estuvie-

ra repasando una lista, veamos, la temperatura está normal,

tolera bien los alimentos, han desaparecido ya esas náuseas

y esos vértigos que tanta guerra nos han estado dando y, lo

más importante, el tumor parece que ha reaccionado estu-

pendamente al tratamiento, podemos asegurar que lo tene-

mos totalmente controlado, y se vuelve de nuevo hacia Jaime

y esboza una sonrisa de oreja a oreja, ¿sabe qué le digo?,

dice, éste es un hospital público y yo he de velar por que no

se dilapiden los recursos de los contribuyentes, ya lo ve, aña-

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de sonriendo más aún, no voy a tener otro remedio que darle

el alta de inmediato, mañana mismo, si no surge ningún im-

previsto, podrá irse a su casa, y entonces me encuentro con la

mirada de Amaia, su mirada me hacía bien.

»Sollozos, oigo sus sollozos y guardo silencio... Debió

ser la urgencia de la sed la que me hizo suspirar, y Jaime se

levantó de la cama, se acercó a mi cabecera, puso agua de la

jarra en el vaso y me lo acercó a los labios, después volvió a

su cama y rompió en sollozos que aún continúan. Es su ma-

nera de decirme adiós.

Como un anfibio. El pánico ha abandonado las profundidades

de las brumas de los calmantes y repta ahora por la realidad

de esta habitación con su cama vacía y la cama junto a la

ventana que él ocupa ahora –incapaz de girar de nuevo la

cabeza para volver a meter su mirada por entre los reflejos de

esos cristales–. ¿Es necesario decirlo de nuevo?: para él,

sueño, realidad, es ya lo mismo: pánico únicamente.

»Me quedé desolado. Asustado también. Su madre vino

temprano y estuvo ayudándole a recoger sus cosas, la ropa

de los armarios, los enseres personales del baño, los libros y

las revistas de la mesilla, todo lo iban guardando en la maleta

troller y en la bolsa de mano que trajo la mujer y, ya por fin, a

media mañana, llegó su padre y Jaime se despidió de mí. Me

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llevó tiempo darme cuenta de que Jaime se había ido con el

alta en el bolsillo, que ya no escucharía las historias que me

había ido trayendo del otro lado de la ventana, que sería casi

imposible que pudiera intimar con la persona que viniera a

ocupar su lugar, al menos no tanto como para atreverme a

pedirle que me entretuviera con historias del otro lado de la

ventana. Sí, me dije, ya puedo irme despidiendo de nuestra

joven visitante... Por eso, cuando Amaia entró en la habita-

ción, me atreví a pedirle que me cambiaran de cama, ahora

que a Jaime le han dado el alta, le dije, me gustaría ocupar su

lugar junto a la ventana, veremos que se puede hacer, me

contestó ella. Atendieron mi petición. Me han cambiado de

cama. Y resulta que ya no sé lo que es verdad y lo que es

mentira, si lo que me está ocurriendo sucede en la realidad o

es fruto de mi imaginación, si Jaime me engañaba o soy yo

quien se engaña ahora. Recuerdo, ¿o creo recordar?, que,

cuando me dejaron solo, giré la cabeza hacia la ventana y,

tras los cristales, en lugar del parque y sus columpios y los

otros pabellones y el cielo en lo alto, únicamente tuve ante mí

los ronchones de humedad de la fachada del pabellón vecino,

únicamente esos ronchones, nada más.

La vista puesta en el techo, en sus océanos, en sus continen-

tes, vagando por entre las brumas de los barbitúricos, empan-

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tanado en un punto equidistante entre el sueño y la realidad,

incapaz de mirar de nuevo a través de los cristales...