la vida secreta de jesus de nazaret 7.docx

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42 LA VIDA SECRETA DEJESÚS DE NAZARET üerra si Maat inspiraba el comportamiento de los hombres. Es más, según hubiera sido su conducta, ajustada o no a Maat, así les iría en la otra vida. Por esa razón, en la pesada de las almas, o psicostasia del Juicio de los Muertos, se colocaba en un lado de la balanza el corazón del difunto y en el otro la pluma de avestruz de Maat. ¡Desdichado de aquel a quien el juicio de- mostraba incumplidor de la ley de Maat! Y ya que mencionamos este capítulo de la pesada de al- mas, permítame el lector que me escape por un instante breve desde este tiempo y lo invite en un viaje a través de los siglos hasta detenernos en Vezéiay, en Francia. Mire el lector cuan- do pueda el tímpano de la basílica local, del siglo XII, y sienta el escalofrío que recorrerá su cuerpo al reconocer en aquel re- lieve medieval una representación exacta de la típica imagen que todos conocemos del Juicio de los Muertos egipcio. En Egipto todo el mundo, y el faraón el primero, debía re- girse conforme a los principios de Maat, y eso mismo propone Jesús. Solo así se accedería al reino de los cielos, naturalmente. De igual modo que solo así el difunto egipcio llegaría a la mo- rada de Osiris. Pero regresemos al tema polémico de la riqueza y la po- breza. El evangelista Mateo (19, 21) nos dice: Jesús le dijo: Si quieres ser perfecto, anda, vende todo lo que tienes y dáselo a

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42LA VIDA SECRETA DEJESÚS DE NAZARET

üerra si Maat inspiraba el comportamiento de los hombres. Es más, según hubiera sido su conducta, ajustada o no a Maat, así les iría en la otra vida. Por esa razón, en la pesada de las almas, o psicostasia del Juicio de los Muertos, se colocaba en un lado de la balanza el corazón del difunto y en el otro la pluma de avestruz de Maat. ¡Desdichado de aquel a quien el juicio de- mostraba incumplidor de la ley de Maat!

Y ya que mencionamos este capítulo de la pesada de al- mas, permítame el lector que me escape por un instante breve desde este tiempo y lo invite en un viaje a través de los siglos hasta detenernos en Vezéiay, en Francia. Mire el lector cuan- do pueda el tímpano de la basílica local, del siglo XII, y sienta el escalofrío que recorrerá su cuerpo al reconocer en aquel re- lieve medieval una representación exacta de la típica imagen que todos conocemos del Juicio de los Muertos egipcio.

En Egipto todo el mundo, y el faraón el primero, debía re- girse conforme a los principios de Maat, y eso mismo propone Jesús. Solo así se accedería al reino de los cielos, naturalmente. De igual modo que solo así el difunto egipcio llegaría a la mo- rada de Osiris.

Pero regresemos al tema polémico de la riqueza y la po- breza. El evangelista Mateo (19, 21) nos dice: Jesús le dijo: Si quieres ser perfecto, anda, vende todo lo que tienes y dáselo a los po- bres, y tendrás un tesoro en el cielo; después, ven y sigúeme. Y en la misma línea se expresea Marcos (10, 21): Te queda una cosa por hacer: Anda, vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo. Pues bien, también a la vera del Nilo se pudie- ron inspirar estos dos escribanos para decir todo eso. Carce- nac encuentra el ejemplo en el Papiro Insinger (31/17), en el que podemos leer: Él (Dios) hace del pobre mendigo un señor, porque conoce su corazón.

Para llegar al reino inmaterial que Jesús propone no basta con ser pobre, puesto que por serlo uno no se libera de las mi-serias, sino que es necesario algo más. Jesús habló del perdón, pero especialmente locuaz se mostró con Nicodemo, al que recomendó realizar todo un proceso de iniciación para llegar

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su reino: nacer de nuevo (Juan 3, 3-5). Por supuesto, Nicode- mo, que no había oído que fuera posible tal cosa, se quedó perplejo y preguntó cómo se podía hacer eso que nadie antes había logrado, y es entonces cuando Jesús lo lleva por los ya conocidos senderos de la vida y de la muerte tan propios de Egipto: El que no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de los cielos.

Esas muertes han de ser, obviamente, simbólicas. Son las mismas que se producían en los adeptos en los ritos de Isis yOsiris; las mismas que experimentarán siglos después los ini- ciados del Temple

Días de vísperas

Al acercarse a Betfagé y a Betania, a tiro de piedra del monte de los Olivos, como saben todos los que conozcan la zona, Jesús envió dos emisarios a Jerusalén. Estamos en los umbrales de la tragedia, pero antes sucederá el confuso episo- dio de su entrada en Jerusalén aclamado, si creemos a los evangelistas, por el pueblo. Pero ¿se refieren los cronistas al mismo pueblo que unas horas más tarde le mira con indiferen- cia camino del Góigota? ¿O quizá el pueblo no se fijó apenas en el hombre que cabalgaba ahorcajadas sobre un asno? Y es que justamente a conseguir el animal fueron aquellos dos ade- lantados. Iban con instrucciones concretas [Hallaréis un pollino atado, que todavía no ha sido montado por nadie: desatadlo y traedlo, leemos en Lucas 19, 30).

Autores como Boismard han creído que el modo que eligió Jesús para entrar en Jerusalén fue muy meditado. En su opi- nión, copió la manera en que los monarcas orientales llegaban victoriosos a sus ciudades. No sé si dar o no la razón a este au- tor al respecto, pero lo que no se puede olvidar es que había,como tantas otras veces en el comportamiento de Jesús, unaprofecía anterior que invitaba a obrar de ese modo, nos referi- mos a la que escribió Zacarías (9, 9): Salta de júbilo, hija de Sión;

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alégrate, hija deJerusalén, porque tu rey viene a ti: justo y victorioso, humilde y montado en un asno.

La autora de Jesús, 3.000 años... cree encontrar anteceden- tes en eso de entrar por la puerta de una ciudad a lomos de un pollino en los enigmáticos mitos osiríacos, puesto que parece que Osiris, cuando domina a Set, a este se lo representa bajo el aspecto de un asno pelirrojo en algún templo, o en numerosos papiros griegos como un hombre con cabeza de asno.

No deberá pasar mucho tiempo para que aquella supuestamajestad de Jesús se diluya ante sus torturadores y frente a la indiferencia del pueblo y el pánico de sus supuestos discípu- los. Pero antes llevará a cabo un rito oscuro que la Iglesia bau- tizó como la Última Cena, viendo en él el momento en que presuntamente Jesús instaura el sacramento de la Eucaristía. Y si durante su vida pública el pan, el agua y el vino juegan un papel estelar, ahora que esa vida pública (no sé si también su vida biológica, como se verá en la tercera parte de este libro) se extingue, de nuevo el pan y el vino cobran protagonismo. Pero¿es en ello original Jesús? Todo parece indicar que no.

Expresiones como esta mi sangre de la Alianza, nos las trope- zamos en Éxodo (24, 8), pero es Moisés quien la pronuncia. Veamos: Esta es la sangre de la alianza, que el Señor ha hecho con vosotros mediante todas estas palabras.

Asombroso, ¿no le parece, lector?¿Qué tiene que ver con Egipto? Pues todo, no en vano allí

nació, se forjó y educó en la magia quien pronuncia esa frase, Moisés. Ambos, Moisés y Jesús, proceden de la misma escuela mistérica.

Respecto al pan y a su relación con el dios Osiris, no se de- berá decir mucho más de lo que ya sabemos: ambos, Osiris y Jesús, serán muertos y sembrados simbólicamente en el interior de la tierra para después regresar del mundo de los muertos, como si fueran espiga dorada por el sol.

Respecto al vino, citaremos de nuevo las fuentes ya conocidas para acercamos al Papiro mágico de Londres y Leínden, donde se leen expresiones en las que el vino es citado como sangre de Osiris.

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¿Qué ocurre, padre mío Amón? ¿Ha abandonado alguna vez un padre a un hijo? ¿He hecho alguna cosa sin tí? Cuando yo iba y ve- nía, ¿acaso no era bajo orden tuya? Nunca me he separado del plan que tú me habías trabado. ¿Estamos asistiendo al llanto de Jesús en el momento sublime de la oración de Getsemaní? Eso pu- diéramos pensar, pero resulta que estaríamos equivocados si tal cosa creyéramos. Lo que acabamos de escribir lo hemos copiado de una traducción que A. Gardiner hizo de los textos que aparecen en los templos egipcios y se refiere al lamento de Ramsés II en vísperas de la memorable batalla de Kadesh.

Se parece tanto el episodio al lamento de Jesús al otro lado del torrente del Cedrón, en el monte de los rugosos olivos en el que alguna vez soñé despierto, que no deja de sorprender. Y del mismo modo que Jesús reprochó a sus tres acompañan- tes (se supone que sus más fieles) que se quedaran repetida- mente dormidos como marmotas en un trance semejante, así las inscripciones dan cuenta de iguales reproches de Ramsés II a los suyos: Ninguno de vosotros ha resistido para tenderme la mano cuando combatía.

En alguna ocasión he escrito que todo cuanto a partir de esos instantes, y tal vez antes también, se cuenta de la vida de Jesús lo define la dirección que marcará la línea editorial quePablo de Tarso diseñará. En una época y en un mundo comoel mediterráneo, donde el panteón de dioses estaba atestado como una carretera nacional en la salida de vacaciones, se precisaba algo que definitivamente pusiera a Jesús, el llamado Hijo de Dios, por encima de todos los demás. Y se encontró la respuesta en Egipto, donde el faraón era más poderoso muer- to que vivo, puesto que ya estaba asimilado a Osiris. De modo que había que matar a Jesús y hacerlo resucitar. Y así se lee en los Evangelios.

No les bastaba que aquel hombre hubiera demostrado en vida que se podía trascender la materia; no era suficiente que ante ellos se hubiera mostrado un maestro extraordinario; ha- bía que convertirlo en dios al modo faraónico. Y Jesús, con la muerte en la comisura de los labios, izado allá arriba, con la

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espalda ensangrentada untando el rugoso madero, se ve capaz de tener un poder que ningún otro hombre poseía y le anun- cia al desgraciado zelote que ejecutaron a su derecha: En ver- dad te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso (Lucas 23, 42-43).

El faraón dirá cosas semejantes en su excelso poder: Los que perjudiquen o dañen estas estatuas... y otros monumentos, mi Ma- jestad prohibe que ellos mismos o sus padres las disfruten; que puedan juntarse con los espíritus transfigurados en el Occidente, que formen parte de los vivientes (en el más allá).

Y aquel poderoso muerto debía pasar a la vida superado el tránsito superfluo de la agonía, intacto, de modo que ni unsolo hueso de su cuerpo me quebrado en la cruz. ¿Por qué?¿Tal vez, como se ha dicho, por cumplir lo que el Éxodo (12,46) dejó dicho sobre el cordero de Pascua, indicando que: Se comerá toda en la misma casa; de sus carnes no sacaréis nada fuera de ella, ni romperéis ninguno de sus huesos? ¿O debemos mirar de nuevo a Egipto como propone Carcenac? Cedamos a esa ten- tación y veamos qué nos dice esa autora: La conservación de un cuerpo intacto es la primera condición requerida para vivir el más allá egipcio. ¡Otra coincidencia!

El Heb-Sed de Jesús

Jugando con las cartas que han repartido Carcenac, Pujol y otros, digamos que la muerte de Jesús supone, por el modo y manera en que se le juzga, la violación de la ley de Maat. En consecuencia, el mundo todo se altera y cruje. ¿Qué nos dicen los evangelistas? Pues que en fenómeno a todas luces extraor- dinario el sol se oscurece, se rasga la cortina del templo y la tierra entera grita su dolor. Y es lógico que si el faraón es la encarnación del Ra, el sol se oculte y sepulte entre tinieblas a los hombres que han dado su espalda a Maat.

¿Debemos leer de ese modo el instante de la muerte de Jesús?¿Y la resurrección? ¿Dónde está la clave egipcia?

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