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La vida religiosa, un faro de luz en las tinieblas del mundo…

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La vida religiosa, un faro de luz en las tinieblas del mundo…

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Prólogo

Creo en el carisma de la vida religiosa. Hace ya unos cuantos años que, siguiendo

la inspiración del Papa Francisco, celebramos un año dedicado a la vida

consagrada con múltiples actos que llenaron nuestros corazones de esperanza.

Pero, a medida que pasa el tiempo, parece que nos desinflamos ante los grandes

desafíos de este carisma tan importante en la Iglesia, especialmente en esta parte

del mundo que se llama Europa, y en la que la pirámide de edad está invertida.

A pesar de todos los pesares, yo quiero proclamar que creo profundamente en

este carisma, y que a pesar de la edad de religiosos y religiosas en el continente

europeo, considero que uno de los grandes faros que tiene la Iglesia de nuestro

tiempo es la vida religiosa. Este carisma entra como luz potente por el techo

abierto de la misma Iglesia inundando todos sus ámbitos de una cálida y

comprometida esperanza. La vida de cada uno de los religiosos y religiosas,

independientemente de la edad, es un anuncio de la luz poderosa de la pascua,

de la resurrección del Señor. Solemos decir que nuestra vocación hunde sus raíces

en el misterio de la encarnación y de la pascua, misterios ambos que llenan de luz

el mundo, de iluminación cósmica toda la realidad, y de vida y esperanza todos

los ambientes donde los religiosos viven y manifiestan su amor a Jesucristo y la

seducción cotidiana del Evangelio que impacta su existencia. Sería importante,

pus, que nuestros actos avalaran nuestras palabras y nuestras creencias más

hondas.

Y creo en el carisma de la vida religiosa o de la vida consagrada porque si ha sido

dado por el Espíritu para edificación de la comunidad eclesial, no depende de

nosotros su fecundidad y su eficacia. Depende del Espíritu de Dios que hace

nuevas todas las cosas cómo y cuándo quiere, y en la medida en que la misma

Iglesia necesita de ese carisma. Pienso, con honradez, que a veces somos

nosotros, los religiosos y religiosas de hoy los que no creemos suficientemente en

nuestra propia vocación y cometido en el mundo y que, dejánd0nos llevar por los

desafíos de la cultura de la eficacia y de la visibilidad de los resultados a ultranza,

nos desanimamos ante una realidad que, sin duda, a veces es escalofriante, pero

siempre luminosa.

Tengo la certeza de que Dios hace nuevas todas las cosas en la llamada matutina

que nos hace cada mañana, a pesar de la edad que tengamos y de cuál sea nuestra

capacidad física para responder a un trabajo apostólico que, quizás, ya no

podemos realizar. Nuestra vocación es fecunda y luminosa no por el trabajo

apostólico que realizamos, sino por nuestra misma consagración (VC 30). Y es

que, llevados por los resultados inmediatos que buscan las grandes

multinacionales, empresas, compañías, mas media etc. nosotros hemos caído

también en la trampa de pensar que “valemos en cuanto hacemos y por lo que

hacemos”. Por los resultados que ofrecemos”. Y, en la vida cristiana y en el

carisma de la vida religiosa, no es así. Siento pena cuando en la vida religiosa se

está perdiendo tanta fuerza y tanto papel en la “nueva reorganización de las

Congregaciones”. Hay que ser provisores de futuro, aunque el futuro es siempre

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una incógnita. No sabemos si llegará. Sin duda alguna que esto se tiene y se debe

hacer, no estoy en contra. Pero creo que en la misma medida se podría hablar de

cómo los religiosos y religiosas hoy, a pesar de la edad, somos ese faro luminoso

en un mundo en tinieblas, donde el ser humano está siempre en búsqueda de la

felicidad. Y somos fuego y promesa, somos alianza y sacramento, signo y

parábola. Nosotros, religiosas y religiosos tenemos la clave de la felicidad. Tengo

esta convicción y vivo con esta esperanza.

En mi Congregación han desaparecido en estos tres días últimos hermanas de

una edad avanzada (desde 93 a 103 años)… Cuánta luz, qué cantidad de luz, qué

iluminación la suya en este mundo nuestro. Han dejado tras de nosotras ese

manto de fuego desde el carro de fuego que fueron arrebatadas, porque siguiendo

a Jesús fueron testigos y profetas. Y no lo pongo por poner ni escribo por escribir.

Creo profundamente que si seguimos a Jesucristo, muerto y resucitado, en su

fracaso aparente y en su triunfo desbordante, y seguimos creyendo en los grandes

misterios que iluminaron su vida del Hijo de Dios en la tierra, como iluminan la

nuestra, no podemos creer que el carisma de la vida religiosa que nos ha

conducido a ver el rostro del Señor y a gustar de su fidelidad amorosa y amante

hasta los 103 años… pueda desaparecer por la pirámide invertida de edad y

porque hemos envejecido sin darnos cuenta.

Si en la debilidad de todo lo humano se manifiesta la gloria y el poder de Dios, su

salvación poderosa como dice Pablo (2 Corintios 12:9) Él me ha dicho: Te basta

mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad. Por tanto, muy

gustosamente me gloriaré más bien en mis debilidades, para que el poder de

Cristo more en mí, nuestra vida tendría que discurrir en torrentes de esperanza y

en torrentes de luz. De cada una de las casas religiosas, visitadas hoy por la

debilidad física, tendría que expandirse un haz de luz al que no se pudiera resistir

ninguna fuerza humana. ¿Podría ser? ¡Seguramente lo es desde la fe!

El Evangelio es fecundo hoy en nuestra vida. Es como una semilla de amor

enterrado en el humus de la tierra, de la que brotará la justicia, la paz y la libertad.

Realidades que el mundo busca en el poder, en el tener, en el ser, en el éxito, en

la eficacia. Pero que nosotros, discípulos y discípulas de Jesús, buscamos en la

debilidad. Hace tiempo leí un libro que me abrió los ojos a muchas cosas “la

insoportable levedad del ser” de Milán Kundera, que narraba la esencia

existencial de los personajes. Esto es lo que creo que le falta a la vida religiosa

hoy: encontrar, a pesar de todas las debilidades o anclada en ellas, la ESENCIA

DE LA MISMA. La esencia de la misma en el aquí y en el ahora, con todos los

condicionantes de la realidad y las dificultades de la vida moderna. Hay que creer

profundamente en la esencia de este carisma y en lo importante que es para la

Iglesia y el mundo.

Es un faro potente de luz. Así como somos y así como estamos. Aunque sea en la

máxima debilidad, que es donde se manifiesta la fuerza y la gloria de Dios. No

busquemos ni queramos invertir el Evangelio o la vida de Jesús. Dice un Beato,

muy amado por nosotras, que Jesucristo eligió en su vida solamente dos cosas un

pesebre en su nacimiento y una cruz en su muerte. Y por el camino de Galilea a

Jerusalén él mismo dijo que no tenía donde reclinar su cabeza (Mt 8,20). Por

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tanto la pobreza, también física, es camino de Evangelio, de anuncio y de

promesa. De los vientres estériles llegaron al mundo las grandes promesas de

Dios y se hicieron realidad. De mi vientre estéril de mujer consagrada llegará una

luz llena de fuego y de sentido para mí y para cuantos me rodean.

Los carismas son válidos por la esencialidad de la que revisten todas las cosas,

por precarias que sean, una esencialidad que tiene que ver con el amor, la gracia

y la fidelidad de Dios que jamás nos dejará sin ellos para edificar la ciudad del

amor, la Iglesia y la fraternidad universal. Decía el Rabino Edra Pound: lo que

hayas amado quedará, solo cenizas el resto. La vida es un acontecimiento de

amor y de gracia, la Iglesia es una realidad que reclama y proclama el amor, el

mundo busca el amor desesperadamente, los seres humanos o son amor o, como

decía también el Beato del que hablo antes, la vida es un contrasentido y un

absurdo. Ama y haz lo que quieras, decía Agustín de Hipona. Y Pablo nos recuerda

que ahora quedan la fe, la esperanza y el amor, pero lo más grande es el amor. Y,

en la tarde de la vida, no se nos preguntará por ningún proyecto, ni se nos pedirán

los trabajos comunitarios y congregacionales –muy importantes por cierto-, ni

siquiera por la reorganización que estamos para llevar a cabo, siendo también

importante, se nos preguntará sobre el amor, como decía el gran místico San Juan

de la Cruz.

Por eso, y por tantas cosas como pretendo decir, creo que la vida religiosa a pesar

de todos los pesares es un faro de luz en el techo abierto de la Iglesia y en el

panorama del ancho mundo que, como telón de fondo, lleva impresas las letras

sublimes del amor. Porque considero que los religiosos y religiosas de todas las

edades tienen una gran capacidad de amar. Sería estupendo que como Teresita

del Niño Jesús todos creyéramos que en corazón de la Iglesia “somos el amor”.

Así como en el corazón del mundo. Todo cambiaría de signo y de propuesta.

Quiero decir desde aquí que no estoy en contra de ningún proyecto de

reorganización de las Instituciones. Creo sinceramente que son necesarias. Pero

mientras no descubramos el pozo profundo del misterio en el que el carisma de

la vida religiosa se mueve y alcanza su realización y plenitud, ninguna

reorganización estructural será la respuesta a nuestros caminos de búsqueda.

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Dios sigue llamando, nos dirige su llamada cada día A estas alturas de la vida o la altura de la vida de muchos religiosos como yo, todos

hemos comprendido que la llamada de Dios es cotidiana y matutina. Es decir,

Dios no nos llamó de una vez para siempre, sino que cada día, al despertar,

cuando el sol se levanta y el rocío de la mañana baña nuestras tierras, Dios nos

dirige de nuevo su llamada de amor: Ahora, así dice Yahveh tu creador, tu

plasmador, Israel. No temas, que yo te he rescatado, TE HE LLAMADO POR TU

NOMBRE. Tú eres mío (Is 43,1). Es esta una verdad tan maravillosa y una

experiencia tan fuerte y realizadora de nuestra persona y vocación, que solamente

con rumiarla durante el día, y a lo largo y ancho de nuestra vida, sería suficiente

para alcanzar la felicidad que buscamos y a la que somos llamados como hijos de

Dios y hermanos de Jesús.

Sucede que la misma vida nos despista. Sucede que por problemas que muchas

veces son reales y otras no, vamos perdiendo la ilusión del primer amor y de la

primera llamada de la que todos recordaros el día y la hora, como aquellos

discípulos que se encontraron con Jesús a las cuatro de la tarde y no lo olvidaron

jamás. Sucede, muchas veces, así lo he podido comprobar en los distintos

servicios que he tenido, que muchos de nosotros nos olvidamos de la fascinación

absoluta y total de esa llamada de Dios en la que sentimos bailar mariposas en el

corazón y descubrimos que toda la vida era un océano de inmensa luz. Todo nos

parecía maravilloso porque habíamos hecho la experiencia de la existencia de un

Dios que, además de existir en sus anchos cielos, se había abajado hasta nosotros

y nos había llamado por nuestro propio nombre. Criaturas pequeñas e

insignificantes como éramos, y que somos.

La llamada de Dios es matutina y es cotidiana. El sigue apareciendo en el amplio

horizonte de nuestra existencia, nos mira a los ojos con infinito amor y nos llama.

Deposita su amor en nuestro corazón y deja cada día nuestra vida enganchada a

una fascinación de amor que no se puede expresar con palabras. Es la fascinación

de su fidelidad.

Los religiosos de hoy, al socaire del carisma de la vida religiosa, tenemos que vivir

esta fascinación. Esta sorpresa permanente del amor de Dios que llama, que se

acerca, que nos hace suyos y nos engancha a su vida y a sus proyectos de

liberación sobre el mundo. Los oídos del alma y los del corazón, esos oídos que

están acostumbrados a las palabras silenciosas del Espíritu y que cambian

constantemente los rescoldos en fuego vivo, tienen que escuchar cada mañana

esa llamada del Señor para que la rutina no coma nuestras mejores ilusiones y

esperanzas.

Y en esto se tiene que empeñar el religioso y la religiosa en concreto. La llamada

de Dios es personal e intransferible, lo mismo que lo es la respuesta. Pero se

tienen que empeñar también las Instituciones. Quienes presiden la caridad en las

Congregaciones, que por vocación somos todos pero por servicio son los

superiores, tendrían que cuidar con mimo y esmero esta llamada personal de cada

uno que tiene la misión de encender el mundo en el amor de Dios. Esta podría ser

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una de las primeras propuestas para una reorganización que, después de tomar

medidas de permanecer, o dejar, o quitar, o poner en otro sitio, o de aunar…se

tomasen.

Una Institución en la que todos los religiosos, sean de la edad que sean, se sienten

llamados cada mañana, al despertar el alba, como se sintió llamada María

Magdalena por el Maestro ¡María! (Jn 20,16) tiene la posibilidad de encender el

mundo en el amor de Dios. Tiene la posibilidad de convertir toda situación en

acontecimiento, es decir, en buena noticia. Tiene la posibilidad de hacer germinar

la tierra, de hacer manar las fuentes y de hacer brotar aguas en la estepa. Porque

la llamada es fuego, es brasa viva, es empuje, es ilusión siempre estrenada, es

deseo de deseos de inundar la tierra de Evangelio, de revestir el mundo de

fraternidad, de barrer la historia de las heridas de los seres humanos y de

implantar la justicia en la tierra. Y esto, digo, sea a la edad que sea. Y, quizá, y sin

quizá, sin hacer grandes tareas apostólicas como hacíamos antes. Porque el

mundo se cambia cuando nuestra vida es ACONTECIMIENTO, no cuando es

trabajo o tarea.

Yo creo que la vida de los religiosos es nueva, se renueva cada día, se convierte en

acontecimiento y es valiosa y maravillosa por esto: porque estrenamos vocación

cada mañana. Porque en la Palabra de cada día podemos recoger frases como

estas en tiempos difíciles: Dios recoge tus lágrimas en su odre de amor...que reza

un salmo. Y porque en la Eucaristía renovamos una alianza que nos religa en

amor a Dios y a la historia. Y porque somos fraternos a pesar de las diferencias y

de la pluralidad de nuestras historias, y porque cada día nos abrimos al mundo y

a sus dolores, y porque los crucificados de la tierra tienen un puesto privilegiado

en nuestras almas. Y, además, porque podemos cantar contemplado todo lo que

existe: el perfume de las flores, el fluir del agua, la transparencia del cielo, el volar

de las aves, la libertad de las estrellas, la dulzura de la noche, la embriaguez del

sol al salir cada mañana.

Cuidar y cultivar nuestra vocación y sentirnos corresponsables de la vocación de

nuestros hermanos y hermanas, y corresponsables de la vocación del Instituto y

de la Iglesia y de cada ser humano, es uno de los primeros pasos para una

reorganización cierta y segura.

El desierto, el lugar donde el carisma de la vida religiosa se hace alianza y es fecundo para el mundo

Hoy nos movemos en las arenas movedizas del mundo, en los desiertos de la vida.

Pero no nos asustemos, el desierto es el lugar donde nació la vida religiosa y el

lugar en el que tiene que estar. El desierto es el lugar de la alianza. Los encuentros

de Dios con el ser humano han tenido lugar a lo largo y ancho de la Escritura en

el desierto. "Por eso yo voy a seducirla; la llevaré al desierto y hablaré a su

corazón (Os 2,16). El desierto es una figura bíblica que tiene por objeto un

encuentro más directo con Dios, lugar en el que Dios sea Dios y en el que Él

mismo nos da a conocer su voluntad. El pueblo de Israel caminó cuarenta años

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por el desierto para ver el rostro de Dios. Los grandes patriarcas y profetas se

encontraron con Dios en el desierto. Jesús se retira al desierto a orar. María vive

Nazaret como el desierto en el que Dios le habla y le encuentra. Juan Bautista vive

en el desierto y allí anuncia y predica. Pablo de Tarso atraviesa el desierto de

Damasco cuando se encuentra con el Señor. Los primeros monjes se retiraron al

desierto.

El desierto es el lugar del encuentro, la tienda de la alianza, la tierra del despojo

del yo, la experiencia más honda de libertad y de liberación cuando se sabe y se

puede vivir. El lugar donde la escucha se hace nítida, donde el silencio se torna

susurro de amor y la relación se hace íntima y personal. El desierto es el lugar

desnudo donde todo adquiere visibilidad y transparencia, la amplitud del corazón

se hace real y se escucha en lontananza la gloria infinita de Dios en las alturas.

Hoy, por las situaciones que está viviendo la vida religiosa, nos sentimos como en

medio de un inmenso desierto, en el que se mueven las arenas, y en donde parece

que nada es seguro bajo nuestros pies. Es el lugar propicio para que se cumpla en

nosotros lo que dice el profeta Isaías 35, 1-10: "Que el desierto y el sequedal se

alegren, regocíjese la estepa y la florezca como flor; estalle en flor y se regocije hasta

lanzar gritos de júbilo. La gloria del Líbano le ha sido dada, el esplendor del Carmelo y

del Sarión. Se verá la gloria de Yahveh, el esplendor de nuestro Dios. Fortaleced las

manos débiles, afianzad las rodillas vacilantes. Decid a los de corazón intranquilo:

¡Animo, no temáis! Mirad que vuestro Dios viene vengador; es la recompensa de Dios,

él vendrá y os salvará. Entonces se despegarán los ojos de los ciegos, y las orejas de los

sordos se abrirán. Entonces saltará el cojo como ciervo, y la lengua del mudo lanzará

gritos de júbilo. Pues serán alumbradas en el desierto aguas, y torrentes en la estepa, se

trocará la tierra abrasada en estanque, y el país árido en manantial de aguas. En la

guarida donde moran los chacales verdeará la caña y el papiro. Habrá allí una senda y

un camino, vía sacra se la llamará. Los redimidos de Yahveh volverán, entrarán en Sión

entre aclamaciones, y habrá alegría eterna sobre sus cabezas. ¡Regocijo y alegría les

acompañarán! ¡Adiós, penar y suspiros!

Es una cita demasiado larga, pero he querido traerla entera porque esto es lo que puede

suceder en nuestra vida personal en la vida religiosa. Claro que para ello tenemos que ser

hombres y mujeres de fe. Hombres y mujeres que nos fiamos de Dios y nos abandonamos

en sus brazos y en la potencia liberadora de su gracia. Estos tiempos no son ni mejores ni

peores que otros. Son nuestros tiempos. Y hay que admitir que son tiempos de desierto.

Por tanto, tiempos de posibilidad y de fecundidad. Tiempos en los que el siroco del

desierto nos devolverá en su susurro lo que Dios quiere realmente de nosotros. Tiempos

en los que el silencio nos devolverá la voz, esa que no se extingue y que habla en la

soledad más absoluta del ser humano.

Pero el desierto nos preocupa, nos desconcierta, nos crea inseguridad y, a veces, hasta nos

aliena… Vosotras ¿Cuántas vocaciones tenéis? Solemos preguntar, para consolarnos con

los desiertos de los demás. El desierto no es el lugar del consuelo fácil, sino el lugar de

los amigos recios de Dios. Allí surge la vida, el manantial, la esperanza, la intimidad más

honda, la relación más segura. Allí Dios pronuncia sus palabras como Alfa y Omega.

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Una vez, un experto escritor en vida religiosa, dijo que nos movíamos en la

epidermis de la fe y que quizá, entre nosotros, hay más ateísmo del que parece.

No estoy del todo de acuerdo con él, pero no le falta razón al decir que nosotros

hemos trastocado la manera de actuar de Dios. Creemos en Él y en su voluntad,

pero no siempre nuestras búsquedas coinciden con su voluntad y sus deseos.

En esta reorganización que está viviendo la vida religiosa ¿hemos considerado

nuestro desierto como el lugar privilegiado en el que Dios nos quiere hablar, en

el que Dios se quiere manifestar, en el que Dios quiere hacer florecer nuestra vida,

en el que una nueva vida va a tener lugar? No sé. Es una simple pregunta.

¿Estamos dispuestos a vagar cuarenta años por el desierto hasta encontrarnos

con el Dios que ha visto el dolor de su pueblo y ha decidido bajar a liberarlo (Ex

3,7)? Si la respuesta es afirmativa me atrevo a decir que todos los procesos de

reorganización tendrán éxito. De lo contario, tengo mis dudas.

La forma y el modo de una nueva vida religiosa pasan por escuchar la voz de Dios

en el desierto y llegar a comprender lo que Dios quiere de nosotros. No lo que

nosotros queremos de Dios y queremos del mundo. Hay que afianzar los pilares

de esta nueva forma de vida religiosa en la que soñamos en la fe, la esperanza y la

caridad.

Estoy de acuerdo en que la vida religiosa tiene que recuperar su identidad

Creo que esto lo dijo José Cristo Rey García paredes en alguno de los últimos

números de Vida religiosa. Siempre he sido una defensora a ultranza de la

importancia de la identidad personal y de la identidad de este carisma de la vida

consagrada.

Sin un conocimiento de la propia identidad y de la identidad de los carismas por

los que optamos, no se puede vivir la esencialidad de la que hablábamos antes.

La identidad original del ser es como el suelo más o menos firme en el que se

asienta la llamada de Dios como determinante de toda una vida. Pero antes que

eso, es como el humus en el que toda la belleza de la creación de Dios se ha hecho

realidad en cada persona, y en el que, la llamada al seguimiento como religación

completa de amor, lo ha enriquecido desde el seno materno hasta la eternidad.

Es decir, la identidad personal es el espacio más virgen de nosotros mismos en el

que toda la creación y la redención de Dios nos han constituido en personas

únicas e irrepetibles, con unas connotaciones personales que ningún otro ser

humano tendrá jamás. Únicos e irrepetibles para Dios y en este mundo inmenso

que nos acoge como existencia creyente.

Desconocemos mucho de esta identidad original de cada uno. Pasamos por el

mundo, a veces, como grandes desconocidos no sólo para los demás, sino también

para nosotros mismos. He podido descubrir con dolor, en muchas de las personas

que he tratado, que cuando esta identidad original y virginal no es clara o está por

descubrir, fracasan en ellas tanto la vocación de ser humano como las vocaciones

específicas con las que Dios nos conoce desde el seno materno.

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Conozco una realidad del mundo, que no voy a nombrar por respeto, en la que

muchas de las vocaciones de nuestras hermanas fracasaron porque fallaba la

identidad original personal, ese suelo firme en el que la vocación o la llamada a la

vida religiosa se asienta y encuentra su terreno más firme. Por tanto, conocer,

trabajar, sustentar y consolidar la identidad original no es cualquier cosa para

que una vocación religiosa funcione y sea fecunda, para que, incluso, la identidad

del carisma de la vida religiosa sea más luminoso y potenciador de vida. En la

nueva reorganización de las Instituciones este es un tema importante, si lo que se

quiere conseguir a través de ella es una mayor calidad de vida humano evangélica

de cada uno de sus miembros y de las mismas Instituciones.

Sin identidad personal original no existen opciones y decisiones sólidas y firmes.

Ciertamente que Dios puede sacar hijos de Abraham de las piedras, puede obrar

milagros, pero no es menos cierto que, como decía Ignacio de Loyola el “subyecto”

es importante. Por eso, insisto en el trabajo arduo, pero también fascinante, de

la identidad propia y el trabajo serio y arduo de la identidad de la vida consagrada,

ya que ambas van indisolublemente unidas. No lograremos un carisma de la vida

religiosa verdaderamente transformador, transformante y transformado, como

muy bien ha escrito también José Cristo Rey, si las personas no vivimos este

carisma desde nuestra identidad original personal, cada vez más virgen, es decir,

cada vez con mayor posibilidad de amar y de dejarse amar, como fundamento de

una vida y de un camino evangélico que sea esperanza para la humanidad.

En estos procesos tiene mucho que decir la formación permanente de los

Institutos, de la que la formación inicial, es el primer estadio. Formación que debe

realizarse en comunidad, porque el ser humano es en sí mismo una llamada de

Dios a la relación, imagen suya, relación de personas. Es en la relación con los

demás donde descubrimos nuestra propia individualidad y la riqueza con la que

Dios nos ha dotado para ser plenamente personas y plenamente religiosos y

religiosas. Pero para ello, la formación inicial y permanente no pueden ser un

trampolín para adquirir conocimientos. La vida religiosa, gracias a Dios, ha

gastado cantidades ingentes de dinero en la propuesta formativa. Siempre estará

bien. Pero a veces, esta formación ha alimentado mucho el conocimiento de

nuevos saberes sin bajar a los niveles receptores y con capacidad de

transformación de nuestra identidad original, y de la misma identidad de la vida

consagrada. Y allí, pienso humildemente, que hemos fallado. Así lo comentaba un

día con Amadeo Cencini experto, defensor y motivador de la formación

permanente en la vida religiosa.

Si la formación permanente en la vida consagrada no nos hace crecer y nos

transforma, no tiene razón de ser. Alimentamos “egos” que nos encierran en una

autorreferencialidad descarnada, problema principal que el Papa Francisco ha

contestado tantas veces en la Iglesia de nuestro tiempo.

Una identidad original bien asentada y constituida, ya no digo adulta porque este

es un término en el que nunca nos ponemos todos de acuerdo es una identidad

abierta, confiada y confiable, más o menos segura, con horizontes amplios, con

sentimientos positivos sobre la vida y la existencia, con dinamismos holísticos de

transformación de las distintas realidades, con motivaciones existenciales firmes

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para elegir y optar, con capacidad para la entrega, el servicio y la puesta en

marcha de proyectos que hagan realidad la evangelización. Una identidad que

piensa y siente con el corazón de Dios y que se engancha sin problemas al tren de

la vida en la que van otros seres humanos con los que goza, llora, ríe, comparte,

se solidariza, colabora, trabaja, proyecta y se compromete. Es una identidad

simple y llanamente humana y humanizadora, que encuentra en el misterio de la

encarnación de Dios el mejor camino y la mejor manera de caminar por el mundo

yendo siempre hacia Dios buscando el bien, realizando la verdad y haciendo de la

belleza el canto alegre y sublime de ser plenamente personas, y religiosos

religiosas en nuestro caso. Una identidad que nos libera, ensanchando el corazón

para “remar siempre mar adentro” allí donde otros nos esperan con las mejores

propuestas de la vida.

Decía Pedro Salinas en un bellísimo poema: Perdóname por ir así buscándote

tan torpemente/ dentro de ti./Perdóname el dolor alguna vez/.Es que quiero

sacar de ti tu mejor tú/. Ese que no te viste y que yo veo/, nadador por tu fondo,

preciosísimo/. Y cogerlo/y tenerlo yo en lo alto/ como tiene el árbol la luz

última/que le ha encontrado al sol. Pues de eso se trata. De sacar de cada uno ese

“mejor tu” que pueda participar plenamente de los procesos del amor entregado.

Porque podemos escribir los fundamentos más bellos, originales y

comprometidos de una vida religiosa con novedad para los próximos tiempos,

pero si las personas no entran en ellos desde procesos de transformación y desde

la identidad original y relacional del ser, la vida religiosa no alcanzará el rayo

luminoso que la identifica en el mundo como el faro del que hablábamos al

principio.

Alguien puede decir que esto ya lo sabemos. Y que lo trabajamos. Puedo decir que

el fallo que he detectado en la vida religiosa, y del que hablo, no es de oídas.

Existen elementos formativos de la identidad que nos hemos dejado en el camino.

Y que sería bueno tenerlos en cuenta en estos momentos de reorganización de las

Instituciones, si uno de los objetivos que queremos lograr es la calidad de vida

humano evangélica.

Jesucristo, el alfa y la omega de nuestra vida

La opción fundamental del religioso y de la religiosa es Jesucristo, Hijo amado

del Padre, rostro visible de Dios en la historia, manifestación de un Dios

relacional que nos ha llamado y nos llama a seguir sus huellas, el salvador y

liberador que el mismo Dios ha enviado a la tierra que pisamos, hijo de María, la

humilde esclava, la del sí permanente a Dios, la peregrina de la fe en los caminos

del mundo.

La opción fundamental del religioso y de la religiosa es Jesucristo. Así lo he

recibido como testimonio de tantos de nosotros como a lo largo y ancho del

mundo me he encontrado. Qué belleza la del rostro de tantos religiosos y

religiosas ENAMORADOS DE JESUS que he tenido la gracia de tratar, de

contemplar y de dialogar con ellos.

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Siempre he sabido que cuando a un religioso y religiosa no se le cae Jesús ni de

los labios, ni de sus palabras, ni de sus ojos, ni de su corazón, ni de sus

sentimientos y deseos, ni de sus pensamientos y motivaciones estaba en el camino

de una vida religiosa llena de novedad, de vida y de transformación evangélica de

la realidad. Siempre he creído que una vida religiosa que repite cada día los gestos

sacramentales de amor que Jesús realiza en el Evangelio, no moriría. En la vida

de los religiosos donde Jesús está polarizando todo el ser y los dinamismos del

hacer, la vida fluye en humanidad y en Evangelio de una manera increíble.

Lo que acabo de decir, por ser lo fundamental, es lo más importante, y, junto a

ello, comprobar que la vida de estos religiosos es feliz, fecunda, testimonial y

evangélicamente transformadora. Sobre todo feliz. Todo en ellos, desde las

profundidades del ser hasta los horizontes más amplios del hacer rezuma una

felicidad que llama la atención y engancha la vida. Son personas que nos dejan

fascinadas al mirar, al hablar, al reír, al llorar, al bendecir y proclamar, al

anunciar. Sus vidas están avaladas por un gran AMOR. Jesucristo no es sólo la

razón, sino la ilusión última, su amor y su esperanza, como la Iglesia pone en boca

de María Magdalena en la secuencia de pascua.

En estos momentos de transformación de la vida religiosa o de reorganización,

nos tendríamos que preguntar si en nuestras Instituciones hay muchos religiosos

que reflejen con toda su persona y su actividad la alegría de estar

permanentemente enamorados de Jesús, y el gozo profundo de testimoniar el

amor de Jesucristo a lo largo y ancho del mundo. Si esta es la motivación y la

opción fundamental que nos mueve a permanecer y seguir. Y tampoco es obvio

darlo por supuesto.

El amor se alimenta en el día a día con diálogo, comunicación, presencia e

intimidad con la persona amada. Este encuentro en profundidad con Aquel que

sabemos nos ama es la experiencia más honda, más gratificante y feliz de todos

los segundos de la existencia. Y si esto es así ¿por qué nuestra tristeza de hoy?

¿Por qué tanta preocupación por cosas que, aun teniendo importancia, no son ni

tan fundamentales ni tan realizadoras de una vida? La vida religiosa tiene sentido

y está en el mejor momento de su historia porque todavía existen muchos

religiosos ENAMORADOS del autor y consumador de nuestra fe (Hb 12,2), Jesús.

Porque todavía hay religiosos y religiosas mayores y jóvenes que se dejan seducir

cada mañana por el Señor. Porque en ellos se realiza con creces lo que Antonio

Gala dijo en un ensayo filosófico: En el amor, lo que una vez aconteció, continúa

aconteciendo para siempre… Una frase redonda, pero expresivamente fiel de lo

que sucede en el verdadero amor o en los verdaderos amores, porque la vida es

acontecimiento y novedad permanente cuando el amor está.

El encuentro y la relación con Jesucristo es un ACONTECIMIENTO, no solo lleno

de gracia y de belleza existencial, sino sobre todo lleno del sentido de una vida

que queremos gastar por la Buena noticia y por la realización de la misma entre

los más pobres y humildes de la tierra. En la vida religiosa no hay felicidad posible

sin este gran amor de Jesucristo y por Jesucristo. Nada puede sustituirlo en

nuestras opciones. Ninguna acción apostólica, por muy digna que sea y por muy

entregada a los crucificados de la tierra; nada ni nadie puede desplazar a

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Jesucristo del centro mismo de nuestro corazón y de nuestras opciones en el día

a día. Él es el sentido primero y último de nuestra existencia, a Él consagramos

nuestra vida y por su amor vivimos la pasión por la humanidad pobre, herida y

desamparada.

Nuestra consagración a Jesucristo, expresada públicamente en los votos de

castidad, pobreza y obediencia es una llamada constante a la fidelidad de este

gran amor. Las páginas del Evangelio nos introducen en el mismo camino que Él

recorrió y son una llamada permanente a tener sus mismas actitudes y

sentimientos con respecto al Padre y con respecto a la humanidad.

La virginidad es una opción radical de amor. De amor a Jesús hasta que rebose

nuestro vaso, y de amor a las personas por las que Él dio la vida. No existe

virginidad y castidad por el Reino sin que nuestro vaso rebose de amor; de amor

entregado, servicial, alegre, comprometido, gratuito y redentor. A la vida

religiosa no hemos venido a preservarnos de nada, sino a dar plenitud, amplitud,

apertura y horizontes amplios a nuestro corazón y a nuestra capacidad de amar y

de recibir amor.

La pobreza es la capacidad que tenemos de salir de nosotros mismos, desde este

amor virginal, para compartir lo que somos y tenemos, hasta dar la vida como Él

en el intento de vivir la comunión y la unidad en forma de solidaridad y de

fraternidad, especialmente con los que menos tienen. Es esa capacidad para

acoger, recibir, dejarnos seducir y enriquecer por quien siendo rico se hizo pobre

por nosotros y, a la vez, capacidad para entregar todo de nosotros mismos a los

demás en proyectos de vida y liberación.

Y la obediencia es la capacidad para oír lo que Dios Trinidad de personas quiere

de nosotros en las fraternidades que formamos para que su proyecto se realice en

el mundo. La obediencia tiene sentido en cuanto que lo que amamos y queremos

poner en marcha es el Reino y su realización en la humanidad herida de hoy. No

es la relación vertical y sin conflictos con un superior, ni tampoco la búsqueda del

propio querer e interés a costa de lo que sea. La obediencia se vive en relación y

es el elemento relacional más importante de la búsqueda y del encuentro de la

voluntad de Dios en nuestra vida y para nuestra Institución.

Por tanto, el proyecto de la vida consagrada mirando a Jesucristo es una

propuesta gozosa y llena de felicidad para quien haya recibido la vocación a la

vida consagrada. Es un proyecto que desde la mañana hasta la noche nos

descubre y nos da las claves de la verdadera y auténtica felicidad. Y esto, sin

aspirar a más. Sería estupendo llegar a decir con el poeta León Felipe: Así es mi

vida, piedra/como tú. Como tú/piedra pequeña/como tú/piedra

ligera;/como tú/canto que ruedas/por las calzadas/y por las veredas;/

como tú/guijarro humilde de las carreteras;/como tú/que en días de

tormenta te hundes en el cieno de la tierra/ y luego centelleas bajo los

cascos y bajo las ruedas;/como tú, que no has servido para ser ni piedra

de una lonja/ ni piedra de una audiencia/ni piedra de un palacio/ni

piedra de una iglesia;/como tú/piedra aventurera;/como tú/que tal vez

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estás hecha sólo para una honda/ piedra pequeña y ligera... Ser religioso

o religiosa es ya una posible parábola de felicidad.

Tengo para mí, pero igual estoy equivocada, que en el intento de descubrir

las claves de la opción fundamental y de elaborar planes y proyectos para

la formación en la vida religiosa, el modelo de autorrealización, aún no

superado, nos ha hecho bastante daño. Y no estoy en contra de la formación

en todo lo que sea necesario para la misión. Hoy no se puede llegar hasta

los seres humanos sólo con la buena voluntad. Se necesita una cualificación

profesional seria para algunos servicios. Y hay que formarse para ser los

mejores evangelizadores. Pero ya de entrada el “auto” hace referencia al yo.

Lo que este modelo propone es “yo he venido a la vida religiosa para

realizarme: yo-realización, dice esta propuesta. Este modelo formativo, sin

duda, nos desveló la importancia de las ciencias humanas en la formación

de los novicios y novicias, cosa realmente encomiable. Pero el haberlo

tenido vigente como único y durante un largo período de tiempo, a muchos

de nosotros nos ha llevado a la confusión. A la vida religiosa se viene a

seguir a Jesús en procesos constantes de conversión, de cambio y de

transformación humano evangélica. No vengo yo -“auto”-, para realizarme.

No es una propuesta de mí para mi realización. Es una propuesta de Jesús

para encender el mundo en el Evangelio.

Retengo, por tanto, que en el seguimiento de Jesús y en nuestra formación

para ser discípulos y discípulas, y para que un proyecto de nueva

organización de nuestros Institutos sea verdaderamente evangélico,

tengamos en cuenta los modelos formativos y los proyectos pedagógicos

que los ponen en marcha.

La vida religiosa cambiaría de signo con religiosos tan enamorados de

Jesús y tan comprometidos con su Reino que todo lo demás diera igual.

Fascinados por su Palabra, por su persona, por su oración al Padre, por sus

gestos amorosos sobre el ser humano, por su caridad a prueba de cruz, por

la explosión gloriosa de su vida en el misterio de la resurrección y de la

relación.

Somos religiosos y religiosas para que, viviendo fascinados por la fidelidad

de Jesús y siguiéndole adondequiera que vaya, Él caliente de tal manera

nuestros corazones que podamos encender el mundo de amor.

La fraternidad, la comunión y la unidad un interrogante para el mundo

Tengo la certeza de que la gente de hoy entiende poco de nuestra vida. Y poco

también entendía antes, pero hoy menos. Sí, sabían los de antaño, lo que un

religioso o religiosa hacía en momentos cruciales de grandes necesidades y ante

las grandes carencias de la sociedad y de las personas.

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Padre, que todos sean uno para que el mundo crea (Jn 17,21). Aquí está la clave

y la razón por la que creo en la comunidad de discípulos y de discípulas, y por la

que he luchado toda mi vida… Que seamos uno para que el mundo crea.

Hoy el mundo tiene necesidad de fraternidad, de “misterio” y de “Dios”, y, cuando

nos ve, se alegra y nos relaciona con lo fraterno, con el misterio y con Dios. Yo he

hecho esta experiencia en estos últimos años en Madrid. Lejos de sentirme

rechazada la gente me regala amplias sonrisas por la calle, y con mucha frecuencia

me pide oraciones. Esto me deja “pasmada y sorprendida” porque lo digo con

sinceridad y con humildad, no me siento digna de que la gente se me acerque y,

sin embargo, es una de las experiencias más bellas y gratificantes que tengo,

formar parte de un mundo que, cuando me ve, sonríe, se acerca, me saluda y pide

oraciones.

Lo que quiero expresar es esto: que es verdad que la gente de la calle de nuestra

vida personal, de nuestra consagración y de nuestros votos sabe poco. Pero sí que

se quedan impactados cuando descubren los gestos de amor que nos propiciamos

y tenemos como hermanos y hermanas, y del el amor que descubren en nuestras

relaciones y vivencias. Saben poco, pero sí que aciertan a decir, como decían de

los primeros cristianos “mirad cómo se aman”. Me llamó la atención una vez una

cita de Tertuliano que dice: “¡Mirad cómo se aman! Mirad cómo están dispuestos

a morir el uno por el otro” (Tertuliano, Siglo II). Esta vivencia se sigue dando

hoy en las comunidades cristianas, lo vemos en los últimos mártires, pero

también en la vida religiosa a pesar de tantas sombras.

La relación entre hermanos y hermanas, al ser hijos de Dios, y hermanos de Jesús,

al sentirnos como tales y vivir de esta manera, es una de las experiencias más

bellas de nuestra vida. Una relación que, además en nuestras comunidades, pasa

por los principios de la alteridad, circularidad, mutualidad, gratuidad y

reciprocidad que nos conducen a vivir el amor que existe entre las tres divinas

personas, modelo de toda vida fraterna en comunidad. Somos palabra y verbo,

somos gesto y sacramento, alianza y vinculación divina y humana.

Ciertamente que no todo es tan idílico en el día a día, pero sí que lo tenemos claro

como proyecto de existencia. La comunidad es un espacio donde la individualidad

de cada uno es una gran riqueza, donde la diferencia existe y a veces brilla, donde

la pluralidad es un hecho irrevocable y donde cada uno tiene su espacio para ser

y para vivir como discípulo y discípula, siendo feliz y regalando Evangelio cada

día. Compaginar todo ello, no siempre es fácil, pero no es tan difícil cuando la

gente lo que entiende de nosotros, vuelvo a decir, es el “mirad cómo se aman” y

saben casi identificar que nuestra unión, sin contar con la sangre de familia, es

casi más fuerte. A pesar de las sombras la vida religiosa da al mundo razones para

creer por la unidad y la fraternidad que vincula a sus miembros.

La comunidad es un espacio que, a pesar de tener un modelo divino, es humano

y hace de la humanidad y de la humanización de las relaciones una propuesta

evangélica seria y esencial. Nunca creí en comunidades burbuja que se parecieran

a un cielo virtual que no existe, ni siquiera en los medios virtuales. Todo lo

humano acontece en una comunidad de religiosos, porque los religiosos y

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religiosas somos humanos hasta que morimos. Lo humano es el suelo en el que

Dios se encarna. Entre nosotros existe, siendo muy humanos, el deseo de Dios,

el amor a Jesús, el impulso de la virtud, vivir el mandato del amor, la gracia del

perdón, el don sublime de la aceptación, el cuidado amoroso de cada uno de los

hermanos y hermanas, experiencias fundantes y cotidianas. Pero también cada

día en nuestros ámbitos se producen situaciones de sombra, hay conatos de

debilidad, nos manifestamos frágiles y somos pecadores. Formamos parte de la

bipolaridad de la existencia –luz y sombra; gracia y pecado; ganancia y pérdida,

etc.-. Y somos muy vulnerables. Todo ello, en su doble vertiente humana, se da

en las comunidades de hermanos y hermanas. Se da, como gracia, la

humanización que puso en marcha el misterio de la encarnación de Dios como

fraternidad gozosa y compartida.

Entre nosotros se manifiesta, podemos decir con temor y temblor, la gracia de Dios como amor fraterno, solidario, providente y corresponsable del bien, de la paz, de la realización vocacional y de la felicidad de cada hermano y hermana. Entre nosotros se da lo que dice San Gregorio Nacianceno… Una sola tarea y afán había para ambos, y era la virtud, así como vivir para las esperanzas futuras de tal modo que, aun antes de haber partido de esta vida, pudiese decirse que habíamos emigrado ya de ella. Ése fue el ideal que nos propusimos, y así tratábamos de dirigir nuestra vida y todas nuestras acciones, dóciles a la dirección del mandato divino, acuciándonos mutuamente en el empeño por la virtud; y, a no ser que decir esto vaya a parecer arrogante en exceso, éramos el uno para el otro la norma y regla con la que se discierne lo recto de lo torcido.

Y, así como otros tienen sobrenombres, o bien recibidos de sus padres, o bien

suyos propios, o sea, adquiridos con los esfuerzos y orientación de su misma

vida, para nosotros era maravilloso ser cristianos, y glorioso recibir este

nombre. Así mismo podemos testimoniar los religiosos y religiosas de nuestro

tiempo. Podemos decir que para nosotros y nosotras es maravilloso ser religiosos

y compartir la vida fraterna en comunidad como el sueño de humanización que

reclama el mundo.

La comunidad se revela para nosotros como fuente de gracia, como espacio

relacional que nos realiza, como parábola de amor que nos estimula, como

esperanza de lo que podemos llegar a ser gracias a la ayuda fraterna, como

posibilidad de providencia sobre otros y otras, como sostenimiento en el

sufrimiento, en la cruz y en la prueba, c0mo participación de la alegría de la

pascua por toda la misericordia, la bondad, el perdón y la ayuda que nos

ofrecemos mutuamente.

Si esto es lo que entiende el mundo de nosotros, y lo entiende, como cuando no

lo entiende nos pone en tela de juicio, urge, a mi juicio, cuidar mucho la vida

fraterna en comunidad. Será la comunidad, aunque se piense lo contrario por

algunas situaciones precarias, de donde surgirán las vocaciones que esperamos

porque la vocación se recibe, crece y se desarrolla en la comunidad. Una

comunidad fraterna, donde la Eucaristía nos vincula cada día en el amor y en la

lucha por la vida, es “llamada constante de nuevas vocaciones”. Eso sí, se tienen

que cuidar mucho los espacios, los lazos que nos vinculan, los gestos que nos

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hacen cada día más hermanos, la capacidad de abrir puertas y ventanas, el aire

fresco, humano y divino que podemos ofrecer, expresando la ternura y la

misericordia de Dios, la benevolencia y la paz, la justicia, la libertad y la caridad.

Hoy existen muchos métodos para acabar con el estrés, entre ellos el mindfulness.

La comunidad fraterna con sus espacios de fiesta, oración y meditación supera

con creces a todos estos medios. Es como el oasis de la fiesta cristiana.

La vida fraterna en comunidad es el gran desafío y el gran gesto que el mundo

espera. En un mundo de relaciones rotas y fragmentadas, de expresiones líquidas

sin contenido ni palabra verdadera, de posturas encontradas y efímeras, tenemos

que ofrecer los gestos más humanos y divinos que tienen la capacidad de vincular

a las personas, de hacerlas gozar y sonreír, de liberarlas de las murallas que a

veces las esclavizan. Que los muros de piedra no existan ni en nuestros corazones,

ni en nuestras casas ni en nuestras Instituciones.

En un re pensamiento de la vida consagrada y de reorganización de las

Instituciones tenemos que pensar mucho en qué modelos de comunidad

queremos vivir y cómo son los lazos vinculantes que vamos a promover para

seguir ofreciendo al mundo el “mirad como se aman”. No se trata solamente de

unir dos comunidades bajo una sola superiora para ganar personal y no sentirnos

agobiadas. La propuesta del Evangelio es mucho más seria. ¿Realmente estará la

solución sólo en unir comunidades y Provincias?

Dejo en el aire una pregunta que me formuló hace poco una joven: ¿Me puedes

decir, si entro en la vida religiosa, si ésta me ofrecerá espacios fraternos en los

que yo pueda gozar del misterio de Dios y de la vida para regalarlos a los demás?

Quiero ser portadora de experiencias de resurrección como María Magdalena. Lo

tenía claro.

Que nuestras comunidades sigan oliendo a hogar.

Salir a las periferias para evangelizar

El objetivo fundamental de la vida religiosa es la evangelización, es el objetivo de

todo apóstol y de todo seguidor de Jesús: Id y haced discípulos míos

bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 18, 19-

20) dijo Jesús a los suyos cuando dejó este mundo nuestro.

Id y proclamad, id y anunciad, id y decid, id y llevad la Buena nueva de la

salvación, id y haced discípulos míos. Y qué hermosos sobre el monte los pies del

mensajero: ¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del que trae buenas

nuevas, del que anuncia la paz, del que trae las buenas nuevas de gozo, del que

anuncia la salvación, y dice a Sion: Tu Dios reina! (Is 52,7).

Jesús fue ungido por el Espíritu, y nosotros hemos sido ungidos con Él, para llevar la Buena nueva de la salvación a todos los pueblos y a todas las naciones: El Espíritu del Señor DIOS está sobre mí, porque me ha ungido para traer buenas nuevas a los afligidos; me ha enviado para vendar a los quebrantados de corazón, para proclamar libertad a los cautivos y liberación a los prisioneros (Is 61, 1-3) (Lc 4, 18-21).

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El anuncio del Reino, personalizado en Jesús, y la liberación de los cautivos, es decir, la liberación de los pobres de cualquier condición y sufrimiento, es el cometido de aquellos que hemos tenido la gracia de encontrar a Jesús y seguirlo. Una única pasión y una grande ilusión tiene que llenar el corazón del religioso discípulo: Que Jesucristo sea conocido y amado como Salvador y que su Buena noticia logre en el mundo la humanización que Él mismo testimonió al entrar en la tierra, al hacerse uno con los nuestros y al caminar a nuestro lado como un ser humano más, participando del humus bendito de todo lo pequeño y lo humilde.

Dicen que la reorganización de los Institutos tiene como principal objetivo lograr que esta misión de los discípulos y discípulas no se acabe mientras haya una sola región que evangelizar y un solo ser humano a quien tenga que llegar los frutos de la salvación y la redención de Dios. Es decir, que la reestructuración está siempre en función de la misión y no podría tener, en realidad otro fin. Ojalá que sea así y nos muevan otros motivos y otras determinaciones que nada tengan que ver con este proyecto que el Papa Francisco pone en manos de todos los cristianos y, con especial interés, en los religiosos y religiosas.

Como tuve ocasión de recordar en otros encuentros, dice el Papa: No tenemos que tener miedo de abandonar los odres viejos. Es decir, de renovar las costumbres y las estructuras que, en la vida de la Iglesia y, por tanto, también en la vida consagrada, reconocemos que ya no responden a lo que Dios nos pide hoy para extender su Reino. Las estructuras que nos dan falsa protección y que condicionan el dinamismo de la caridad. Las costumbres que nos impiden escuchar el grito de quienes esperan la Buena noticia de Jesucristo (Cf. Revista vida religiosa, volumen n. 124. Pág 96).

Parece ser que existen estructuras entre nosotros, y por tanto que haya que revisar y hacer nuevas propuestas, que:

- No responden a lo que Dios nos pide hoy para extender su Reino - Que nos dan una falsa protección - Y que condicionan el dinamismo de la caridad.

El mismo Papa Francisco ha puesto un nuevo paradigma de evangelización que llama mucho la atención: La salida hacia los movimientos migratorios del mundo, según dijo en el discurso dirigido a los jóvenes en el último Sínodo de los Obispos.

Para el Papa es indispensable que “saquemos a Jesucristo de nuestras Iglesias para entregarlo a la gente” que es donde debe estar ¡entre la gente!, y que activemos todos los mecanismos y dinamismos de la caridad, especialmente aquellos que buscan la liberación de los pobres. Y esto no va solamente dirigido a la dimensión cultual de nuestra vida, rezando por todos y, por supuesto, por la evangelización del mundo, requiere acciones concretas de acción que comprometen seriamente toda la vida y las dimensiones de la vida de los religiosos y religiosas.

Fuego en el corazón, fuego en los labios, fuego en las entrañas, fuego en la acción. Eso se pide a la vida religiosa de hoy. Que sea Iglesia peregrina y en salida, pobre entre los pobres y siempre en posición de marcha. Tenemos que acabar en nuestra vida con el aburguesamiento, el individualismo narcisista que busca el propio

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querer e interés – el Papa escribió, según dice en el primer número de la Evangelii Gaudium esta Exhortación, para acabar con este problema en la Iglesia-, los deseos de poder y de realización a ultranza, el secuestro de una vida cristiana simplemente claustral y cultual, la vida solo en función de prácticas y comportamientos sin contenido y sin alma.

Tenemos que dejar que Jesús camine desde nuestras Iglesias por los caminos de la Galilea de hoy hasta la Jerusalén del Reino. Tenemos que liberarlo de nuestros sagrarios para que se introduzca en el corazón del mundo, de la tierra, de los seres humanos y de la misma Iglesia. Tenemos que anunciarlo, presentarlo, darlo a conocer. Dejar que viva en la gente y con la gente, dejar que Él, porque para eso vino, convierta el agua en vino de pascua en todos los ambientes y que el gozo de Dios, la felicidad del Reino, la alegría de la resurrección invadan el mundo.

Cuando se puso en auge la teología de la liberación y los grandes principios de la encarnación, la inserción y la inculturación del Evangelio para la liberación de los pobres, yo estuve siempre de acuerdo. Pero no dejo de reconocer que, en base a una liberación de los pobres que mi carisma proclama, algunas veces nos olvidamos de que el cometido de la misión de la Iglesia es la evangelización y que eso quiere decir llevar la Buena noticia, que es Jesús, a todos los ambientes y hasta los confines de la tierra y, por ende, liberar a los pobres de sus esclavitudes, especialmente a ellos. Pero los pobres no son el único objetivo de la evangelización de la Iglesia. El objetivo es llevar el Reino hasta los confines del mundo.

Hoy, queriendo salir a las fronteras del mundo para estar con los pobres y liberarlos de sus esclavitudes, comprendo que Jesús es el liberador y el salvador y que tenemos que encender todo el mundo en su amor y con su amor. Porque Él ha venido a la tierra para “prender el fuego del amor de Dios, de la pasión del Reino” en nuestra tierra y en nuestra historia ¡y como quiere que arda!

Por eso, si la reestructuración tiene que estar sobre todo en función de la misión tenemos que renovar criterios, actitudes, comportamientos. Tenemos que pergeñar métodos nuevos de evangelización y de misión. Tenemos, sobre todo, que convertir nuestra vida en Evangelio y ser Evangelio vivo. Estamos llamados a ser peregrinos audaces y comprometidos de un modo nuevo de ser Iglesia y de vivir en ella. Que la renovación que está realizando el Papa Francisco en la Iglesia cale también en nuestras Instituciones. Hay mucho que convertir y mucha CREATIVIDAD que poner en marcha, no sólo en los procesos de reestructuración, sino en la misma misión.

Y tenemos que ofrecer también al mundo como camino evangelizador la alegría de hacer cada día el camino de la pascua. Ofrecer al mundo la belleza de una vida entregada las 24 horas del día al amor redentor. Con Benedicto XVI también yo creo profundamente que la belleza salvará al mundo, en especial la belleza que se desprende de la vida entrega de Jesús en su pasión, muerte y resurrección. Y en la belleza de los evangelizadores que no se reservan la vida, sino que la entregan sin que nadie se la pida (cf. Jn 10,18), como hizo Jesucristo.

Tenemos que ENCENDER EL MUNDO EN EL AMOR DE DIOS. Tenemos que ser embajadores y testigos de liberación y de salvación. Tenemos que entregar a

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Jesús a los hombres y mujeres de hoy ¿Cómo lo vamos a hacer o lo tenemos que hacer? Es una gran pregunta. Pero lo importante es el por qué… ¡Ay de mí si no evangelizare! (1 Cor 9,16). , dice el apóstol de las gentes.

Siempre con María, la peregrina de la fe

Porque María es el modelo más perfecto de discípula y de mujer peregrina. En

ella alcanzamos a comprender lo que Dios quiere de cada uno de nosotros,

porque, las mismas maravillas que hizo en su vida, las hace en la nuestra.

Al estrenar la luz del sol cada mañana, María nos pone en el camino de la

resurrección de Jesús para llenar el mundo de esperanza y de luz. De Ella

aprendemos a ser un total sí a Dios con toda nuestra vida y actividad

evangelizadora. Ella es el perfecto ejemplo de cómo Dios puede cambiar la vida

de los humildes cuando escuchan su voz y cumplen su voluntad.

María, la joven nazarena, desde la pequeñez y minoridad de su existencia y desde

Nazaret hasta el Gólgota nos revela que cuando un corazón humano dice “sí” a los

planes de Dios, Dios se vuelca con su amor en esa persona, haciendo de ella una

filigrana de amor y un camino abierto de gracia y bendición para todos los que le

rodean. El secreto de María no fue otro que el de su pobreza, abierta a la confianza

total y al abandono absoluto en el Dios de las promesas.

Este camino no fue fácil para María, porque de Ella se dice que avanzó en la

peregrinación de la fe. Tuvo dudas, interrogantes, afrontó desafíos, sin duda

sentiría el frío del miedo y de la soledad, se enfrentó a problemas difíciles, sintió

el rechazo y la afrenta más terrible que un ser humano puede sufrir: la muerte en

cruz de su Hijo. Muerte ignominiosa y cruel. Y una espada de dolor le atravesó el

alma (Lc 2,35). María, dice San Juan Pablo II pasó por una particular fatiga del

corazón, unida a una especie de “noche de la fe” –usando la expresión de San

Juan de la Cruz-, como un “velo” a través del cual hay que acercarse al invisible

y vivir en la intimidad del misterio (RM 17).

Pero Ella, supo permanecer de pie ante la cruz y asumió la maternidad de los

crucificados de la tierra en todos los tiempos. Es para todos ejemplo de mujer, de

cristiana y de discípula. Mantuvo su “sí” en todos los momentos de la existencia

y esperó contra toda esperanza que a pesar de la oscuridad y el sinsentido de la

vida, su vida y la de su Hijo tendría una salida. Creyó que la bienaventuranza de

Isabel: Bendita tú que has creído que se cumplirían las promesas del Señor (Lc

1,45), sin lugar a dudas, se haría realidad.

En estos tiempos convulsos de la vida consagrada, que yo creo que son tiempos

luminosos, la vida de María es para nosotros palabra de Dios revelada y cumplida.

Palabra perfecta, veraz, justa, límpida, pura y fiel. Palabra que refresca el alma,

que hace sabios a los simples, gozar al corazón dando luz a los ojos y que dura

para siempre (Cf. Sal 18). Una Palabra que abre caminos en la estepa, fuentes en

la espesura, luminarias en el cielo y esperanzas en la tierra. Palabra que salva y

libera, y que Ella, la virgen llena de amor, encarna todos los días en nuestra

historia para acercarnos el misterio total de un Dios Trino y uno que ama a los

seres humanos por encima de todas las cosas.

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La vida religiosa, viviendo con María un perfecto sí a Dios, encarnando la Palabra

como Ella, se convierte en un camino abierto a la perfecta esperanza, a la alegría,

a la consecución de la paz y la justicia, a la fraternidad universal como parábola

de lo que serán los cielos nuevos y la tierra nueva. Esta vida religiosa con la que

soñamos queremos que sea mariana, que siga el modelo evangélico de la

esponsalidad y la maternidad de Dios sobre el mundo y, sobre todo, que tenga la

capacidad de acariciar con el amor de Dios toda pobreza, todo proyecto de

liberación de las esclavitudes y todo dolor el alma.

Vivir con María y siguiendo a María podemos hacer realidad una reestructuración

realmente humana y evangélica, que sea para bien del Reino y de la humanidad

herida. Ella nos puede enseñar los caminos de esa humanización de la que hoy

hablan casi todos los artículos sobre vida religiosa y que, algunos de nosotros, ya

descubrimos allá por los años 70 cuando entregamos nuestra vida a Dios

precisamente para eso, para humanizar el mundo y la vida. Para que el ser

humano fuera más humano y la divinidad de Dios fuera acogida en el humus

precario de la tierra.

Pues que Ella, con su fe y su entrega generosa nos enseñe los caminos de la

reorganización que queremos, y que cada religioso y religiosa nos convirtamos en

un perfecto sí a Dios para atraer constantemente al corazón de la tierra a

Jesucristo como Salvador y liberador del ser humano y de la historia humana.

Algunas propuestas que propondría en procesos de reestructuración

Además de lo que ya he dicho:

Animar y acompañar procesos concretos de transformación en las

personas, con constancia, coherencia y proyectos concretos

Crear misiones interprovinciales que garantizasen la universalización de

los carismas y la visibilidad geográfica de un determinado estilo de vida

religiosa

Formar equipos de titularidad, que engloben misiones que los miembros

de un Instituto ya no son capaces de llevar en una determinada realidad

Optar seria y decididamente por proyectos de intercongregacionalidad.

Creo que la novedad de la vida religiosa en España y en el mundo pasa por

esta experiencia colegial de comunión y creatividad de la caridad. Dejar de

tener compartimentos estancos en la Iglesia y en las Congregaciones

Empezar a dejar muchas de nuestras obras en manos de laicos

comprometidos con el Evangelio y los distintos carismas, sostenidos por

las Instituciones. Creer de verdad en ellos.

Hacer una pastoral vocacional coral, de toda la Iglesia, de todas las

Congregaciones que ofrezcan a los jóvenes de hoy lo que ellos piden con

respecto a sus inquietudes y deseos, no lo que nosotros queremos o lo que

nos parece. Los jóvenes de la era digital son completamente diferentes a

nosotros. Seres humanos igual, pero radicalmente distintos.

Convertir todos los voluntariados que realiza la vida religiosa en auténtica

misión de Iglesia, sin ponernos en la palestra, pero sin ocultarnos

tampoco.

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Seguir haciendo de la comunidad local el espacio de la formación

permanente, como uno de los mejores medios que nos ayudan a vivir en

esencialidad la vocación y los distintos carismas

Pergeñar nuevos métodos y maneras de evangelizar

Y, si es necesario, unir Provincias, Delegaciones, etc.

Conclusión

Soñar siempre es posible. Y así nos lo ha hecho ver el P. Luis A Gonzalo en tantos

escritos, de los que yo he aprendido mucho. Es posible proyectar, programar, hacer

cálculos, manejar estadísticas, oscurecer nuestros horizontes con las pirámides

invertidas. Pero también es posible hacer realidad esos sueños que encienden el

mundo en esperanza. Porque esta barca la lleva el Señor y Él sabe hacia dónde nos

conduce a través de los desiertos existenciales y visibles de la vida religiosa hoy.

Pero mientras haya sueños y esperanzas, mientras haya religiosos y religiosas que

son un perfecto “sí a Dios como María”, mientras haya gente fascinada por Jesús

y fascinadora por su opción de vida, habrá futuro para la vida religiosa y esta será

como ese haz de luz que se cuela, en la cotidianidad del amor, por el techo del

mundo y de la Iglesia, porque lo que una vez aconteció en el amor, continúa

aconteciendo durante toda la vida.