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1 La obra Con toda probabilidad y dependiendo de los gus- tos de cada uno, El espíritu de la colmena -con ese guión escrito al alimón con Ángel Fernández Santos, la música de Luis de Pablo, la producción de Elías Querejeta, el montaje de Pablo del Amo, la luz de Luis Cua- drado, la dirección artística de Jaime Chávarri, la mirada de Ana Torrent y el inquebrantable gesto del misántropo Fer- nando Fernán Gómez- es la película de mayor belleza de todo el cine español, una valoración expresada por cineas- tas, representantes de la crítica y por un público cinéfilo. Es una apacible, gélida y solidaria tarde de domingo en un pueblecito de la meseta ibérica. Quizás en el calendario

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La obra

Con toda probabilidad y dependiendo de los gus-tos de cada uno, El espíritu de la colmena -con ese guión escrito al alimón con Ángel Fernández

Santos, la música de Luis de Pablo, la producción de Elías Querejeta, el montaje de Pablo del Amo, la luz de Luis Cua-drado, la dirección artística de Jaime Chávarri, la mirada de Ana Torrent y el inquebrantable gesto del misántropo Fer-nando Fernán Gómez- es la película de mayor belleza de todo el cine español, una valoración expresada por cineas-tas, representantes de la crítica y por un público cinéfilo.

Es una apacible, gélida y solidaria tarde de domingo en un pueblecito de la meseta ibérica. Quizás en el calendario

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puede verse que es 1940. Ha llegado el proyeccionista con el cine al pueblo y en un viejo almacén rural se improvisa una sala de proyección. Por una peseta los mayores y dos reales los más pequeños espectadores, todos podrán ver Frankenstein. (El doctor Frankenstein, 1931, dirigida por James Whale, una adaptación de la obra teatral de Peggy Webling, basada, a su vez, en la novela Frankenstein o El moderno Prometeo de Mary Shelley. Boris Karloff interpre-ta a la criatura creada por Frankenstein en la película).

Mientras dura la sesión, por las calles y rincones del pue-blo resonarán las voces del monstruo, de la niña y del vien-

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to. Ana no comprende la muerte, a su edad no cabe en su cabeza que se pueda morir y mucho menos, matar. Las explicaciones desmesuradas y algo sádicas que le ofrece su hermana mayor llenan la cabeza de la pequeña hasta entrar como un obús en su cerebro, ocupándolo todo y transformándolo. Son cuentos y susurros en las noches del invierno castellano, mientras se oyen los ruidos ince-santes de la noche, mientras aparecen las sombras ame-nazantes, a la luz de las velas.

Después de esta aventura la vida ya nunca será la misma para Ana y quizá tampoco para los espectadores. Le ha-brán pasado tantas cosas: habrá descubierto el cine, habrá sabido de la muerte, del monstruo, del frío, de la soledad, del miedo y de plantas que brotan del suelo y que puedes morir si las llevas a la boca. Sabrá también del poder, del inmenso poder de la curiosidad que es capaz de apartar el miedo. También aprenderá la pequeña que el saber no ocupar lugar, como decían los abuelos, pero tiene sus riesgos.

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Ana quiere sa-ber, desde ella, no desde los demás, que ya ha aprendido de los cuentos y de las menti-ras. Ella se atre-ve y sabe que la muerte puede esperarle de-trás del mordis-co alucinógeno y mira al padre y no compren-de. ¿Su padre no puede parar todo ese vendaval homicida?, ¿por qué su padre no le cuenta? Y le parece un fantasma, una apari-ción, alguien que no interviene, un espíritu que le habla de cosas que no importan, que no le importan tanto.

Son los años cuarenta y, en el guión, Erice y Fernández Santos van sacando sus fantasmas y los miedos del des-ván. Lo hacen con una textura poética inalcanzable para el resto de los mortales cineastas. Jaime Chávarri y Luis Cuadrado comprenden perfectamente la intención de los guionistas, la vida en el exterior es fría, mortal, silenciosa, sin sol, sin luz, sin vida. En el interior es cálida y construyen esa luz miel que el maestro Cuadrado inmortalizó.

Es la primera película española en sacar a un maquis en pantalla y es la primera película española en comparar a

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España con un cementerio. Quizá no sea este panal el espacio ideal para descubrir la vida, la natu-raleza, el color. Ana no puede construir su fu-turo en un país con miles de cadáveres, más allá del campo santo.

No es El espíritu de la colmena un largometraje denun-cia sobre la dictadura, ni una película que desvele las cla-ves de la injusta situación social en la que vive el país. No. Va infinitamente más allá: es el descubrimiento infantil del horror, desvelado por Víctor Erice desde la creación poé-tica, desde la sutileza del cine de la luz y de las sombras. Es poesía en estado puro, sin la exaltación de las metá-foras, tan sólo desde el susurro, desde la letra pequeña, desde la transparencia, desde el vacío, desde la certeza inexorable de la muerte (que en España tuvo a Franco, como un magnífico vasallo).

Se juntaron en esta colmena los mejores alquimistas para manejar los mejores conceptos: Un Ángel Fernández San-tos para el lenguaje simbólico, los espacios profundos y abiertos de Luis Cuadrado, verdadero brazo armado de

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ese texto narrativo de Erice donde el concepto del tiem-po está más cerca de Vicente Aleixandre que de Ingmar Bergman.

Maneja Erice el desvelo, la pérdida de la inocencia y el concepto lacaniano de kakon, el hallazgo y descubrimien-to del mal. Su hermana tiene otra relación con el dolor y con la muerte, pero para Ana ese hallazgo la quebrará. A pesar de que no lo soporta quiere saber, no quiere tran-sitar por la ignorancia. De ahí sus viajes hasta el refugio, de dibujar su propio monstruo, de curarle, de apartar la muerte de la vida. Incluso probando ese hongo, esa seta prohibida. Como Antígona, sabrá que en la verdad anida también el horror.

Los planos, los encuadres, la profundidad del espacio es metódica, perfectamente estudiada a través de la historia del arte, de lienzos que recuerdan a Johannes Vermeer y una austeridad dreyeriana en la concepción de su arqui-tectura. No le cabe ninguna duda a Erice que su lenguaje es el de la representación de la realidad, y la realidad mis-ma, en los nombres de los personajes que los toman de los propios actores como en un pulso o juego con el cinéma vérité, casi con el documental.

Si de realidad hablamos, habrá que recordar uno de los momentos únicos en la película: la mirada inocente, sor-prendente y fascinante de Ana Torrent cuando descubre a la criatura de Frankenstein en la pantalla del improvisado cine del pueblo. Víctor Erice recuerda muy bien ese pla-no tomado por Luis Cuadrado y por un Erice que sujetaba la cámara ubicada sobre el hombro del gran operador: