la sombra de la modernidad amenaza el antiguo pekín

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La sombra de la modernidad amenaza el antiguo Pekín Al escuchar la palabra demolición, Fenglang Zhao frunce el ceño y el número de arrugas de su cara se multiplica casi exponencialmente. Poco a poco una fina lámina líquida va cubriendo sus ojos y delata un sentimiento de impotencia y nostalgia. Hace años que su barrio está en el punto de mira de la administración china y aunque ella afirma no querer oír hablar de ello, no necesita palabras para emitir un juicio. Su rostro también se transforma a medida que la conversación evoluciona hacia opiniones y se aleja de los hechos objetivos. Hechos objetivos como los que tuvieron lugar en su barrio hace algo más de dos años y que tenían por protagonistas a algunos vecinos suyos. Por aquel entonces el extremo sur de su barrio, Nan Luo Gu Xiang, estaba en la mirilla del gobierno pekinés y los vecinos salieron a menifestarse. Aquello sí fue una demostración de cohesión social. Con protestas o sin ellas, el plan no se llevó a cabo y todo quedó en un suspiro de alivio general.

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Investigación sobre la amenza de demolición de un barrio con construcciones históricas en Pekín. Trabajo final de Anna Veciana y Neus Girona para el Master en Periodismo BCNY, IL3 - Universitat de Barcelona - Columbia University. Mayo de 2011

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La sombra de la modernidad amenaza el antiguo Pekín Al escuchar la palabra demolición, Fenglang Zhao frunce el ceño y

el número de arrugas de su cara se multiplica casi

exponencialmente. Poco a poco una fina lámina líquida va

cubriendo sus ojos y delata un sentimiento de impotencia y

nostalgia.

Hace años que su barrio está en el punto de mira de la

administración china y aunque ella afirma no querer oír hablar de

ello, no necesita palabras para emitir un juicio. Su rostro también se

transforma a medida que la conversación evoluciona hacia

opiniones y se aleja de los hechos objetivos.

Hechos objetivos como los que tuvieron lugar en su barrio hace algo

más de dos años y que tenían por protagonistas a algunos vecinos

suyos. Por aquel entonces el extremo sur de su barrio, Nan Luo Gu

Xiang, estaba en la mirilla del gobierno pekinés y los vecinos

salieron a menifestarse. Aquello sí fue una demostración de

cohesión social. Con protestas o sin ellas, el plan no se llevó a cabo

y todo quedó en un suspiro de alivio general.

El batiburrillo de sensaciones que experimenta llega hasta la punta

de sus dedos como una especie de descargas eléctricas que le

hacen temblar. Aquello revela más que cualquier cosa que esa boca

pudiera decir.

* * *

Las transformaciones que ha sufrido China en los últimos años son

más que evidentes, pero las de Pekín son, incluso, palpables. Esa

metamorfosis más o menos forzosa de la ciudad se ha agudizado

desde la celebración de los Juegos Olímpicos de 2008. Se

construyeron nuevas infraestructuras que permitieron agilizar la

movilidad en una megalópolis de más de 20 millones de habitantes

(la mitad de la población de toda España) y se establecieron

protocolos de comportamiento para los ciudadanos. La sociedad

china se enorgullecía de la nueva proyección internacional que el

evento les daría y el gobierno sacaba pecho. Pero la fiebre olímpica

tiene un elevado coste ético.

Millones de casas han sido destruidas para convertirlas en nuevas

líneas de metro y sus propietarios (muchos de ellos jubilados y

familias de escasos recursos económicos) han sido desalojados de

sus residencias. Se trataría de un caso más de cuestionable

legalidad urbanística de no ser porque los barrios, llamados

hutongs, son construcciones de la dinastía Yuan (1271- 1368).

* * *

Gulou, así se llama el barrio de Fenglan Zhao, es una de las zonas

de mayor interés turístico de la ciudad principalmente porque

constituye una especie de oasis de la antigua arquitectura china al

ser uno de los pocos ejemplos tangibles de la filosofía Feng Shui:

Callejuelas laberínticas y, muchas veces, sin salida trazadas con

formas orgánicas que en época imperial les protegía de los malos

espíritus.

La vida profesional y personal de Fenglang Zhao converge en el

hutong en el que vive. Por un lado hace las funciones de abuela de

la familia y, por otro, ejerce de ama de llaves de su cortijo. En su

casa se encarga de la vida doméstica y de cuidar a su nieto y,

dentro del hutong, vigila quien entra y reparte la prensa y el correo a

las familias de su vecindario.

A sus 52 años es la matriarca de una casa en la que conviven tres

generaciones distintas: la suya, la de su hija y la de su nieto. En

total son seis personas compartiendo un mismo techo de uralita.

Los baños están ubicados en la calle y los comparten con las

noventa familias de su hutong. Aunque los wc están separados por

géneros, tampoco son un ejemplo de intimidad. Son una sucesión

de platos turcos metálicos que ni siquiera tienen puertas por lo que

las necesidades fisiológicas se hacen ante ojos ajenos.

Los residentes de los hutongs disfrutan de un estilo de vida más

propio de un pueblo que de una ciudad. Todos los vecinos se

conocen, las puertas de las casa, muchas veces, permanecen

abiertas e incluso se saludan unos a otros al cruzarse por las

estrechas calles. Y todo en una ciudad de las dimensiones de

Pekín.

A través del plástico que hace de cristal de las ventanas de su casa

la imagen es la siguiente: Un montón de muebles viejos apilados en

la pared de enfrente y antiguas bicicletas con las ruedas

deshinchadas que el polvo que las cubre delata años de abandono.

Por fortuna, hace tres años que una especie de hiedra de cobre y

plástico cubre la fachada de su casa. Aquellas telarañas que

adornan las paredes trajeron estufas eléctricas para soportar el frío

invierno de Pekín. “Hasta entonces nos servíamos de estufas de

carbón” recuerda la señora Zhao. Cuenta que en invierno

encendían el carbón durante el día y por la noche lo tenían que

apagar por el riesgo de intoxicación. Mientras nos muestra las

palmas de las manos, explica que hace unos años eran de color

negro azabache debido al hollín del carbón. Debido al frío y la falta

de comodidad, la higiene también se veía restringida y las duchas

quedaban relegadas a una vez por semana.

Mathew Hu Xinyu, director manager del Centro de Protección del

Patrimonio Cultural de Beijing, explica cómo la rentabilidad y el

futuro de Nang Luo Gu Xiang no ha pasado desapercibido para el

gobierno chino y “pese a que hay un plan de conservación hecho,

puede sacrificarse si es necesario. En China, esto es muy común”.

Las medidas de conservación del patrimonio son, cuanto menos,

confusas. La administración de Pekín define dos formas de

conservación: la construcción restringida y la protección prioritaria.

La que afecta a Gulou es la “construcción restringida” que impide

edificar más de dos o tres niveles. La otra medida es “protección

prioritaria” según la cual se preservan las viviendas a partir de

determinados parámetros históricos, culturales o religiosos. El

problema recae en la ambigüedad de los términos ya que ninguno

de ellos implica la prohibición expresa de demolición.

Como los proyectos tampoco se desarrollan de forma clara y

transparente, los chismes y especulaciones están asegurados. Uno

de los rumores más sonados prometía construir en la zona un

parque temático del tiempo tal y como publicaba la web de noticias

China Files. Otro de los argumentos esgrimidos por el gobierno

chino en el periódico Global Times para desalojar los residentes de

Gulou fue que no podía haber casas cerca de la torre del Tambor y

de la Campana por ser de interés cultural. Y, por lo visto, ese no era

lugar para unos vecinos cuyas casas son casi igual de antiguas que

las propias torres.

Estos ambiciosos proyectos implican lo que el gobierno chino llama

“reubicación masiva” de personas. El eufemismo supone el

desplazamiento forzoso de miles de familias que viven en estos

barrios centenarios llamados hutongs. El caso más reciente fue el

de Qianmen, otra de las zonas bajo el término “construcción

restringida”. El que fue uno de los barrios míticos del Pekín imperial

se convirtió en una calle comercial en la que los H&M y los Zara se

cuentan a pares. ¿Y qué pasó con los antiguos habitantes de

Qianmen? Fueron desplazados del segundo anillo al quinto de los

seis que tiene la ciudad. Pero el desplazamiento no sólo es un

cambio físico, sino también mental.

-¿Está de acuerdo con las políticas de reurbanización?

- Nadie puede estar en contra de ellas -dice mirando al suelo-.

A las dos del mediodía, en Qiangulou número 13, su nieto menor de

tres años le pide un orinal antes de la siesta. Fenglang Zhao sale de

casa y cruza la calle para dirigirse a una de las habitaciones de su

propiedad para atenderlo. En la habitación cabe una cama, una

mesa y un armario. Desde el otro lado de la habitación se ve llegar

el cartero.

* * *

A esa misma hora en un hutong colindante a Qiangulou sale a la

puerta de su casa un señor que apaciblemente enciende un

cigarrillo marca Chung Cheng. Fumar podría ser deporte nacional

en China ya que hay 360 millones de fumadores. O lo que es lo

mismo, una cuarta parte de los fumadores de todo el planeta.

Como buen chino, Jian Wang Long de 60 años, es un fumador

empedernido y como buen pensionista, lleva una vida sosegada.

Viste una americana de color marrón. Muy acorde con el

cromatismo frío que predomina dentro de los hutongs. Mientras que

la turística calle de Nan Luo Gu Xiang es una fiesta de colores y

luces fluorescentes procedentes de las tiendas de souvenirs, lo que

predomina en estas barriadas pekinesas es el gris. Ni farolillos rojos

ni colores estridentes. El gris es casi omnipresente: Gris en las

paredes de las casas y en los tortuosos adoquines. Pero también la

cara de los vecinos ha adquirido una tonalidad grisácea.

La vida de Wang también podría haber adquirido esa tonalidad gris.

De hecho, tenía todas las papeletas. Nació en la china imperial,

creció con el comunismo y sufrió a la Revolución Cultural en los

fríos campos de Manchuria. Por si fuera poco, hace unos años

murió su mujer. “Lo mismo hago de padre, de madre, que de hijo”,

dice mirando de reojo a su madre casi centenaria mientras amasa

una mole de harina para hacer empanadas chinas. Pese a las

desventuras, el señor Wang conserva cierto tono optimista. Parlotea

alegremente como pocos y gesticula como muchos paisanos

suyos.

La casa de Wang, como la de Fenglang Zhao, es también la de

abuelos, padres e hijos. Él, en cambio, vive en su parcela de quince

metros cuadrados con su madre e hija y una perra cansada de

amamantar a sus seis cachorros.

Desde su habitáculo se escucha el ruido metálico de las

escavadoras y tuneladoras que trabajan casi ininterrumpidamente.

Máquinas que han arrasado con viviendas de familias enteras,

edificios centenarios y templos budistas dejando tras de sí una

neblina de polvo y recuerdos. Tanto es así que de los 3.073 hutongs

que había en 1949, en 2010 sólo quedan en pie menos de la mitad.

“Lo que está en juego no es sólo su valor arquitectónico, sino que

un estilo de vida que corre el riesgo de extinguirse” afirma el director

manager, Hu Xinyu.

* * *

Todas las mañanas, incluidas los fines de semana, Wang se levanta

a las cinco con el fin de desayunar con sus amigos. Frente a una

mesa con platos de sopa de frijoles mezclados con polvo de

cacahuete y una especie de donuts de alubias, Wang dialoga

alegremente con sus colegas. Los hombres de su generación

acostumbran a reunirse con sus amigos mientras que sus mujeres

permanecen en las casas.

Mientras almuerzan en una mesa destartalada de la calle, algunos

tiran agua al suelo para evitar que el polvo se levante y otros se

dirigen cargados de incienso al templo budista. Por el camino de

callejuelas de adoquines hay gente vendiendo peces en una

especie de palanganas metálicas. Al parecer los budistas compran

uno de esos peces y luego en el lago Ho Hai los devuelven a su

hábitat natural.

Wang se declara abiertamente ateo pero después del paseo es de

los que se dirigen al templo budista. “No practico ninguna religión,

pero las respeto. Porque para todos los chinos los templos son

lugares sagrados y puros”.

Al salir del templo, Wang recorre las orillas del lago Ho Hai. Con la

llegada del mes de abril, algunos osados nadan en el lago pese a

su prohibición. Wang prefiere observar. A unos doscientos metros,

en un parque cercano, un par de ancianos vestidos con el uniforme

civil comunista juegan a Weiqi, una especie de ajedrez oriental,

rodeados de curiosos. Hay más expectativas por parte del público

que por los propios jugadores. Otra vez, todo hombres. Al otro lado

del río también son hombres los que, en un ejercicio de memoria,

practican la caligrafía china con unos pinceles del tamaño de

escobas.

* * *

Por su edad, Wang es uno de esos chinos que todavía conservan

algunas costumbres que, por suerte o desgracia, están

desapareciendo de la idiosincrasia china. Sorber mientras se come

una sopa o desahogarse de ventosidades sea por la vía que sea, ya

no forma parte del comportamiento de las nuevas generaciones

chinas. De hecho, escupir está oficialmente prohibido en China

desde los Juegos Olímpicos. Pero en la generación del señor Wang

sigue siendo algo muy común.

Después de un buen desayuno con frijoles pasea tranquilamente

por las estrechas calles de su hutong intercalando flatulencias y

saludos con sus vecinos. En sus conversaciones con los demás es

habitual verle asentir, gesticular, sonreir y fumar. Sobre todo, fumar.

El señor Wang es un hombre aparentemente despreocupado y

tranquilo. Sobre las posibles demoliciones afirma no saber nada y

se muestra apático.

-¿Qué le parecería si tuviera que marcharse a otro lugar?

- Si las condiciones son buenas, me marcharía.

La respuesta suena a discurso premeditado. Luego, con mayor

naturalidad y un tinte nostálgico confiesa “Antes aquí se vivía

mucho mejor”.

Y no es el único que lo piensa. Desde el Centro de Protección del

Patrimonio Cultural de Beijing ha elaborado diversos estudios sobre

la cuestión de los hutongs y cómo los planes de reurbanización

afectan a los residentes. En una de las encuestas realizadas en

barrios se desprendía que la mayor parte de los residentes

consideraban que cualquier tiempo pasado era mejor que el actual.

De hecho “las políticas de mantenimiento y restauración brillan por

su ausencia” afirma Matthew.

Aquejado de la afluencia de inmigrantes en su hutong, Wang

denuncia el robo continuo de bicicletas y piensa que la creciente

inseguridad se debe a los nuevos residentes. “Antes” explica “nos

conocíamos todos”. Justo delante de su puerta vive otro veterano

del hutong. El vecino comparte generación con Wang y, por tanto,

muchas costumbre y aficiones. Entre ellas, sacar a pasear a los

pájaros. Es frecuente ver por las calles del Pekín antiguo gente

caminando con pesadas jaulas de madera.

Como un niño con zapatos nuevos, Wang se despide y desaparece

tras una de las retorcidas y angostas calles de su hutong.

* * *

Ajenas a la desconfianza que genera su presencia en su

comunidad, las diseñadoras Yun Xi y Majie repuntan un patrón para

un vestido. Hace ocho años que Yun Xi, de treinta y dos años, y su

ayudante, Majie, llegaron de Mongolia a Pekín en busca de más

oportunidades. Pese a que vive en un apartamento en Sanlitun, una

de las zonas más modernas de la ciudad, tiene su taller de costura

en Gulou, a escasos metros de la casa de Wang.

Ella es de las personas que ha crecido en la era de Internet y en

China eso ofrece algunas ventajas. Gracias a la red, Yun Xi ha

sabido de los planes que se están trazando en el barrio en el que

trabaja. Pero confiesa no preocuparle demasiado. Su situación lo

hace comprensible. Tiene alquilado el estudio desde hace algo más

de un año y medio por lo que no se siente muy vinculada a la

vecindad. “Si me tengo que marchar, buscaré otro taller en el que

trabajar” afirma.

Mientras se prueba el patrón que acaban de confeccionar, Majie

plancha la futura tela del vestido. Acostumbrada a las comodidades

de su apartamento de Sanlitun, ella es partidaria de la reubicación

de los residentes ya que tendrán mejores condiciones de vida. No

obstante, admite que los planes de urbanismo despierten inquietud.

Acabada la jornada laboral, Majie y Yun Xi recogen los ovillos de

hilo y las tijeras y apagan la máquina de coser. Ya ha habido

suficiente por hoy. Yun Xi sale apresurada de su negocio tras una

jornada laboral de ocho horas de pie frente a una mesa. Ni siquiera

ha reparado en el señor que, cargado con una jaula, la veía venir

desde el otro extremo de la callejuela. Él, se hace a un lado y la

deja pasar.

* * *

Después del paseo, el señor Wang vuelve a casa más contento que

el propio pájaro y orgulloso de haber cumplido con su rutina. Al

girar la esquina ve en el reflejo de una ventana una figura que se

acerca a paso ligero. Wang intuye que ella no ha se ha percatado

de su presencia y, aunque avanza con lentitud, se retira y la deja

pasar. Su primera reacción es saludar, pero al ver que la cara no le

es familiar todo queda en un ademán. En ese momento se da

cuenta de que el hutong no es lo que era.

Una vez frente la casa de su vecino la situación es rutinaria: grita su

nombre varias veces para devolverle la jaula. Mientras, mira cómo

la pértiga acerca la jaula a su lugar original. A tres metros del suelo

el pájaro se asoma por una reja de la jaula y parece observarles.

Los dos hablan y cuchichean pero el señor Wang además fuma.

Fuma y asiente.

Ajeno a la vista privilegiada que hay ante sus ojos, el animal se

asoma por una reja de su jaula. Dos situaciones comparten un

mismo escenario: A tres metros del suelo los actores protagonizan

peleas, conversaciones comprometidas y preocupaciones

silenciadas. En el horizonte, las grúas siembran gigantescos

rascacielos y el océano de chabolas centenarias se diluye.