la roca y el agua

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LA ROCA Y EL AGUA. Marina era feliz en el valle, con su pequeño riachuelo que, juguetón y cantarín, la despertaba cada mañana con una melodía distinta, aunque le asustara cuando tras un día lluvioso le gritaba y reñía; ella no sabía porqué lo hacía, por eso, cuando el río no la quería se iba a la otra ventana y contemplaba la montaña, mirando como se mecían sus árboles y escuchando sus murmullos que parecían sugerirle mil cuentos de hadas y brujas. Apenas una veintena de casas, como si de un broche se tratara, resaltaban en la parte baja de la ladera, separándolas del río pequeños huertos que lo acompañaban en su discurrir por el valle. A medio camino entre el pueblo y el paso montañoso por donde se dejaba caer el río, entre setos y pinos, se escondía una casa de techo bajo, negro de pizarra superpuesta y rojas paredes. En un amplio patio delantero, su verde color herboso sólo se veía interrumpido por un viejo cobertizo de madera, los juegos y cantos de una niña y el paso lento y cansado de una mujer vestida de negro: era Marina y su madre Francisca. Con el paso del tiempo el río había diseñado en la montaña una salida al valle, por donde se escapaba como vulgar picarón entre callejuelas, al final de la ladera de una redondeada loma y al inicio de un cortado labrado en piedra con multitud de salientes rocosos. Casi en la cima de la loma había una pequeña atalaya que servía como mirador del desfiladero y junto a él pasaba el camino, más que carretera, que comunicaba la aldea con el pueblo vecino del otro lado. A Marina, ya desde pequeña, le gustaba escabullirse por la montaña, entre los pinos, y desde una torrentera, a mitad de ladera, sobre una roca que llevaba años aguantando los embistes de las frías aguas que por allí discurrían, recogiendo sus piernas entre los brazos se sentaba y se quedaba como boba mirando el cortado sobre el río. ¿Qué le

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LA ROCA Y EL AGUA. Marina era feliz en el valle, con su pequeño riachuelo que, juguetón y cantarín, la despertaba cada mañana con una melodía distinta, aunque le asustara cuando tras un día lluvioso le gritaba y reñía; ella no sabía porqué lo hacía, por eso, cuando el río no la quería se iba a la otra ventana y contemplaba la montaña, mirando como se mecían sus árboles y escuchando sus murmullos que parecían sugerirle mil cuentos de hadas y brujas. Apenas una veintena de casas, como si de un broche se tratara, resaltaban en la parte baja de la ladera, separándolas del río pequeños huertos que lo acompañaban en su discurrir por el valle. A medio camino entre el pueblo y el paso montañoso por donde se dejaba caer el río, entre setos y pinos, se escondía una casa de techo bajo, negro de pizarra superpuesta y rojas paredes. En un amplio patio delantero, su verde color herboso sólo se veía interrumpido por un viejo cobertizo de madera, los juegos y cantos de una niña y el paso lento y cansado de una mujer vestida de negro: era Marina y su madre Francisca. Con el paso del tiempo el río había diseñado en la montaña una salida al valle, por donde se escapaba como vulgar picarón entre callejuelas, al final de la ladera de una redondeada loma y al inicio de un cortado labrado en piedra con multitud de salientes rocosos. Casi en la cima de la loma había una pequeña atalaya que servía como mirador del desfiladero y junto a él pasaba el camino, más que carretera, que comunicaba la aldea con el pueblo vecino del otro lado. A Marina, ya desde pequeña, le gustaba escabullirse por la montaña, entre los pinos, y desde una torrentera, a mitad de ladera, sobre una roca que llevaba años aguantando los embistes de las frías aguas que por allí discurrían, recogiendo sus piernas entre los brazos se sentaba y se quedaba como boba mirando el cortado sobre el río. ¿Qué le

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hacía pasarse tantas horas extasiada contemplando aquel puñado de piedras?, ¿qué imán ejercía sobre ella el murmullo del agua bajo aquella alta muralla?. Cuando a los doce años tuvo que ir a estudiar fuera y perdió contacto cotidiano con su valle, cayó en lo que era aquello y porque le atraía tanto. Tumbada en la cama, mirando el techo, con los ojos cerrados veía claramente como aquellas rocas colgadas en el cortado, antes inertes y mudas, iban cobrando vida y transformando sus perfiles o encajando sus quebradas líneas hasta formar…¡si! era una nariz, ahora… los ojos…la boca…Ya lo tenía claro: era la cara de un hombre maduro, de rasgos viriles, nariz pronunciada algo aguileña, boca grande donde apenas se dibujaba los labios, barbilla recta y redondeada, frente ancha con surcos y pelo corto y ensortijado. Se quedó quieta sin atreverse a mover un músculo, un escalofrío le recorrió toda la espina dorsal y un nudo comenzó a hacerse paso por su garganta, realmente la estaba ahogando de emoción. No se lo podía creer pero era cierto, aquella cara la había llevado siempre con ella pero nunca había salido de su subconsciente, la fascinación que siempre sintió por aquel lugar era en realidad porque contenía algo muy suyo, ¡ya lo sabía!, aquella cara era la de su padre, el que nunca conoció, del que nadie le había hablado, del que ni siquiera llegó a saber de su existencia. Como si de un pacto se tratara, el silencio y el olvido presidió cualquier relación con el tema paterno: por parte de la madre y por parte de ella nunca hubo la menor mención al tema ni nunca tuvieron necesidad, y por parte de los vecinos se respetó el pacto tácito, el silencio fue total, incluso en las fechas en las que podría haber habido alguna mención o insinuación casual inocente o perversa . Su fantástico descubrimiento, le acarreó un nuevo sufrimiento ya que si bien se sentía enormemente atraída a contemplar aquellas rocas de cerca, sintiendo nuevas sensaciones, algo en su interior le decía que no era el momento y mejor esperar a

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madurar su nueva situación, no precipitando acontecimientos que quizás le causaran más dolor que alegría. Pero todos los fines de semana, cuando volvía a la casa del valle, sentada en su peña, contemplaba ya claramente aquella cara que permanecía inmutable; tan sólo cuando se acercaba su cumpleaños aparecían como dos sombras junto a los ojos…como dos lágrimas. Marina se fue haciendo mayor guardando en su corazón su preciado secreto y fiel a su cita semanal. Cumplió sus dieciocho años viviendo en la ciudad ya que estaba en la universidad. No tenía demasiados amigos, dos o tres, y su vida transcurría junto a Francisca, sus recuerdos, los estudios y la vida social propia de una jovencita de su edad reservada y empollona aunque, eso sí, cada día más bella. Ese mismo verano su madre cayó enferma repentinamente, el médico llamó a la ambulancia y antes de partir su madre le dijo: - Hija, no puedes venir conmigo, pero en cuanto puedas, en el hospital, tengo que confesarte ciertas cosas. No te inquietes y quédate tranquila, pero es necesario que lo sepas porque sólo así partiré en paz. - ¡ No, mamá, no digas eso! – gimió Marina. - Tranquilízate y no temas nada que luego hablamos… La ambulancia partió y Marina con su coche la siguió con el corazón en un puño. A su llegada a urgencias las noticias fueron más bien escasas, y pese a su insistencia en ver a su madre todo el mundo la remitía al médico de guardia. Cuando al final la llamaron por los altavoces, la timidez de sus pasos reflejaban el temor a un fatal desenlace, era demasiado el tiempo transcurrido desde su ingreso. Se lo dijeron muy claro: su débil corazón no había podido con tanta tristeza acumulada y silenciada en tantos años. --------------------------- Se vio sola, mil preguntas le acechaban en su interior, ni se imaginaba las últimas

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palabras que su madre le podría haber dicho, sentía un profundo vértigo ante la nueva situación que se le presentaba como asomada al mas alto rascacielos, pero en su cabeza se estaba produciendo un extraño fenómeno: como si al cerrar el capítulo de su madre se estuviera haciendo un barrado que liberaba memoria produciendo un hueco, hueco que un nuevo vendaval intentaba rellenar. Pasaron varios días y en su interior un vacío le desgarraba las entrañas, su vida se le representaba como un absurdo silencio ahora que empezaba a entender, ¡a no entender nada!.Ningún sentimiento especial dirigía sus pasos, pero una intuición especial la llevo a coger el coche y dirigirse directamente al valle, bajo del mirador, junto al río, enfrente de aquella cara que le atormentaba y de aquellos ojos que ya no lloraban. Algo se movió en aquella mole de piedra cuando una paz la empezaba a inundar. De aquellos labios pétreos empezaron a surgir sonidos que extrañamente entendía: - Hija…hija mía… - Dime… ¿papá..?. - Perdóname hija… yo soy el culpable de todo, fue mi egoísmo, fueron los celos los que me cegaron. Yo maldije a la tierra, al aire y al agua; maldije a los dioses, a los hombres, a tu madre y el día en que tu naciste. Todo me hizo merecedor del castigo que arrastro tantos años: permanecer encerrado en la piedra hasta que en tu corazón haya un sitio libre que yo pueda ocupar. Hija… perdóname… - Pero… papá… Los sollozos ahogaron sus palabras y unas lagrimas resbalaron sobre sus mejillas, cada una que caía en el agua producía unos círculos de ondas más intensos, y del centro de ellas se oyó una voz femenina: - ¡Querida hija mía!, ¡por fin puedo hablarte!. A Marina todo le daba vueltas, ¿qué madre le hablaba?, ¿qué estaba pasando?, ¿ por

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qué quería salir corriendo y algo muy fuerte la aferraba de esa forma a las piedras de la orilla?. Poco a poco la roca y el agua, el agua y la roca le fueron desgranando la historia que ocurrió dieciocho años atrás, historia que comenzó entre sus sollozos y que a medida que avanzaba la iba tranquilizando y despertando su interés y admiración. Esto fue lo que le contaron: “ Cuando tu naciste nos sentimos los padres más felices del mundo, vivíamos juntos con tu tía Francisca. Con las tierras, el ganado y la madera del bosque gozábamos de buena posición y éramos respetados por la gente del pueblo. Pero el vivir absortos en nuestra felicidad provocó la envidia de algunos vecinos que empezaron primero a murmurar y, ante nuestro silencio, después a acusar y a calumniar. Tu padre, Pedro, y tu madre, María, en vez de hablar se encerraron cada vez más en si mismos y, lo que es peor, a hacer caso de las habladurías. La relación, por días, fue empeorando llegando a situaciones insostenibles, pero lo peor de todo fueron los conatos de violencia que se empezaban a dar por las dos partes. Descuidamos y maltratamos todo y a todos los que nos rodeaban y llegamos a maldecir tu llegada a este mundo”. “Entonces – prosiguió la madre- , cuando peor estaba la situación una fuerza desconocida nos arrancó del suelo, y mientras nos zarandeaba por el aire nos fue dictando su sentencia: “a partir de hoy viviréis en forma de roca y agua, uno a los pies de otro, condenados a rozaros día tras día y a contemplar como vuestra hija crece sin vuestro cariño al lado de su tía, que hará el papel que vosotros no supisteis desempeñar. Su corazón no tendrá sitio para vuestro recuerdo, y sólo cuando la necesidad de cariño le lleve a vosotros podréis ser rescatados. Solamente os dejo elegir la forma de castigar a aquellos que tanto mal os hicieron una vez seáis redimidos”. Luego todo ha sido silencio, tristeza y sufrimiento.” Un silencio abrumador corrió por las montañas, los boques y el valle. Marina no fue

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consciente de cuanto tiempo permaneció pegada a las piedras, pero al final lentamente escaló la ladera y se sentó en el mirador al lado del camino. La gente del pueblo empezó a desfilar delante de ella cargados con todas sus pertenencias y enseres. Cuando lo hacía el último, el más anciano se paró frente a ella y con voz queda y cabeza baja le dijo: - Este día tenía que llegar. Ya no podía resistir más. Tantos años de ignorancia, tantos años de falta de una familia completa le hicieron estallar, una vez la gente se perdió el camino, en un grito desgarrador: “¡Madre!,¡padre!”. Con un gran estruendo, la cara de rocas se precipitó contra el agua y en este gigantesco beso de amor de padres quedó sellada la salida del río. Las aguas ascendieron anegando el pueblo hasta el nivel de la casita, el camino y el mirador. Marina no sabía si echarse al agua o saltar sobre las rocas, algo le decía que estaba próximo el reencuentro, pero cuando volvió la cara hacia el valle su cara se iluminó y echo a correr como una loca buscando la definitiva felicidad: de su casa salía humo de la chimenea y en la puerta dos personas la estaban esperando. - - - - - - - - - - - - - F I N - - - - - - - - - -