la religión y el mundo actual de federico salvador ramón - 1
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2016 Antonio García Megía y María Dolores Mira y Gómez de Mercado (Edición).
Congregación de Esclavas de la Inmaculada Niña
La Religión y el Mundo Actual. 1. Federico Salvador Ramón
Angarmegia: Ciencia, Cultura y Educación. Portal de Investigación y Docencia
Edición preparada con ocasión del proceso de beatificación del Padre Fundador de las Esclavas de La
Inmaculada Niña.
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La religión
y el
mundo actual - 1 -
Federico Salvador Ramón
Publicado en la revista mariana Esclava y Reina Congregación de Esclavas de la Inmaculada Niña
Febrero – Marzo – Abril – Mayo Instinción – Almería – España
1917 zzz
Edición actualizada por
María Dolores Mira Gómez de Mercado
Antonio García Megía
Esta serie de documentos recopila los artículos que Federico Salvado Ramón, bajo
el seudónimo de «Mirasol», publica en la sección “Apuntes Sociales”, con subtítulo
genérico La Religión y el Mundo Actual, de forma casi ininterrumpida en la revista
Esclava y Reina de la Congregación de Esclavas de la Inmaculada Niña, desde su segundo
número aparecido en febrero de 1917.
Con la intención pedagógica que caracteriza toda su producción escrita, el padre
Federico observa, analiza y comenta desde un punto de vista católico, apostólico, romano
y de esclavo militante, los matices y perspectivas que se suceden en los ámbitos
filosófico, social, cultural, histórico, político, y por supuesto, religioso, durante la
turbulenta transición que supone el cambio de centuria, cuyo impacto se extiende hasta el
segundo cuarto del siglo XX.
Se trata de una época de mentalidades en conflicto que concluyen con el trágico
estallido de la Primera Guerra Mundial y sus consecuencias posteriores.
Los ejes nucleares del cambio de mentalidad afectan a campos tan diversos como
la relatividad y la operatividad de los conocimientos, el problema de los valores, las
relaciones entre ciencia, filosofía —desde el entendimiento de que la opción que cada
intelectual escoge —ya sea desde el pensamiento conceptualista, ya desde el
irracionalismo y desde la reivindicación de la «experiencia y la intuición de la
inmediatez», que siempre implica elecciones éticas y políticas a veces abiertamente
contrapuestas.
El mundo en los albores del siglo XX se enfrenta a la remoción de los fundamentos
del saber en las ciencias y en la cultura filosófica. En las décadas finales del siglo XIX y
en los inicios del siglo XX, entra en crisis el modelo positivista de cientificidad y la
prevalencia de la razón y la ciencia que habían constituido la base de los grandes sistemas
del siglo XIX. El racionalismo tradicional se ve amenazado por la irrupción imparable de
los sistemas irracionalistas de Nietzsche, Bergson o Freud.
Desde las últimas décadas del mil ochocientos y hasta la Primera Guerra Mundial,
sobre todo en Francia y en Alemania, la certeza positivista comienza a sufrir un intenso
proceso de erosión por las expansión de las posiciones irracionalista ya citadas y por la
transformación interna del propio positivismo, en el sentido de una mayor conciencia
crítica sobre las posibilidades, los límites y los métodos del saber científico, tal como se
manifiesta en la postulación sobre la fenomenología de Edmund Husserl.
Este decurso acelera el proceso de modernización emprendida por la burguesía
liberal hacia el capitalismo financiero que se aleja del capitalismo industrial alumbrado
en el siglo XVIII.
A ello se suman las transformaciones culturales sobrevenidas por las políticas de
expansión imperialista y colonial de las grandes potencias, exclusivamente europeas hasta
los inicios del siglo XX, a las que habrán de sumarse desde inicios de la centuria, los
Estados Unidos norteamericanos y el Imperio de Japón que sale fortalecido tras derrotar
al coloso Ruso en la guerra por el dominio de los territorios de Manchuria.
Este es el contexto en que se desarrolla la vida del padre Federico Salvador
Ramón, y, como queda dicho, esta su postura al respecto.
María Dolores Mira y Gómez de Mercado Antonio García Megía
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FEDERICO SALVADOR RAMÓN
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La religión y el mundo actual
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Apuntes Sociales
No sería posible permanecer callado en presencia de la actual conflagración
europea, tantas veces presentida y anunciada, y, por desgracia, hoy tristísimo hecho,
que dejará grabada, sobre la haz de la tierra, la más negra página de fuego y sangre,
para eterno deshonor de las naciones, que tanto se han gloriado en su nunca superada
civilización, al decir de ellas mismas.
Es verdad que se necesitan alas de gigante, mirada de águila y luz de genio para
remontarse sobre las vehementes pasiones que luchan en el seno de las sociedades
beligerantes y neutrales. Es bien cierto, que, sin gran presencia de ánimo, difícilmente
se podrá conservar la serenidad indispensable para formar juicio exacto a cerca de las
causas que motivaron esas grandes ruinas materiales, artísticas, intelectuales, morales,
sociales y religiosas, que siembran los fértiles campos y las populosas ciudades de fría
desolación y muerte aterradora, o levantan, ebrias de odio, gran des pirámides de
escombros, últimos testigos de una falsa civilización que, a sí misma, se cava su propia
fosa con satánica locura en las horrendas cavernas de esta hecatombe engendrada por
la soberbia de las naciones falsamente cristianas, o renegadoras de Cristo.
Difícilmente, se llegará a pensar con juicio recto el estado de cada una de las
naciones que toman parte principal en tan extraordinaria contienda, y mucho menos
el de todas ellas en conjunto.
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Y, ¿quién será capaz de predecir hasta donde llegarán los desastrosos efectos de
la encendida hoguera? ¿Quién valuará los provechosos resultados que traerá al mundo
el violento choque de tantos hombres y pasiones?
Escena inmensa, actores gigantescos, acción intensísima, donde se disputan las
naciones los magnos derechos de vida o muerte, de honor o deshonor, de prosperidad
o pobreza, de libertad o dependencia, de hegemonía mundial, al decir de muchos. Lucha
grandiosa en la que se contraponen todos los intereses: el oro, el valor, la cultura,
la ciencia, la actividad, la previsión, el patriotismo, la administración, la organización,
el arrojo del soldado, el talento del táctico, la osadía de la marina, los cañones, los
proyectiles, los explosivos, la Física, la Química, la navegación aérea, la Filosofía, la
Sociología, la Moral, en una palabra, todo cuanto tiene razón de fuerza, sea del orden
que fuere.
Y por eso, sobre todas esas luchas, y cuantas se puedan enumerar más, está
la lucha de la fuerza de las fuerzas, la que es por antonomasia la savia vivificante de
los hombres héroes, la fuerza motriz y reguladora de todas las demás, que flota
sobre todos los apasionamientos, sobre todas las bajas miras, sobre todos los intereses
creados, bien sean seculares, bien nacidos al calor de efímeras revoluciones sociales.
La fuerza, diremos, en fin, que informa el modo de pensar y las costumbres de los
hombres, que determina la orientación de los pueblos en la vida internacional y que
presta los fundamentos para las supremas resoluciones sociales.
Esa fuerza es el origen y el fin de todo desarrollo de la Humanidad, ora sea
ésta consciente del supremo papel que representa sobre la tierra, como criatura
dependiente de Dios, ora trate, en su loca soberbia, de sacudir el yugo de la divina
ley, tornándose arreligiosa, pues, para conocer los destinos de la humanidad sobre la
tierra, siempre será verdadera aquella sentencia de Bossuet en la que se afirma que «el
hombre se mueve y Dios lo dirige».
Y para decirlo de una vez, creernos como verdad incontrovertible que las
creencias religiosas son las que impulsan, dirigen y conducen a los pueblos a la
prosperidad o a la ruina, a la grandeza o a la ignominia, a la civilización o a la barbarie,
al odio o al amor, al bien o al mal. La religión, diremos para concluir, que si es
verdadera engrandece las naciones y si falsa las conduce a los más crasos errores y
a los más nefandos vicios.
De aquí se desprende el punto de vista bajo el cual nosotros queremos hacer
incesantes consideraciones acerca del estado social de los pueblos, de sus causas y de
sus efectos universales y aun particulares, cuando nos refiramos a los individuos, a las
familias o a nuestros pueblos especialmente, o a la suma de todos ellos que constituyen
nuestra patria española,
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No hemos de tratar la guerra sino como un efecto de la religiosidad o falta de
religión de las naciones. No hemos de averiguar la causa o causas inmediatas de esta
inmensa catástrofe, ni sus efectos políticos, económicos, militares, etc., la estudiaremos
como una de tantas derivaciones del estado de conciencia de los pueblos, antes de la
guerra. Como no sea por incidencia, no nos hemos de preocupar de los cambios que
puede sufrir el mapa, ni de quien gana ni pierde…
No queremos decir con esto que, cuando sea preciso o conveniente, no
manifestaremos nuestra opinión respecto a cada uno de los asuntos anteriormente
denominados o declarados como accesorios, pues, si no tratamos estas cuestiones, no
es porque nos espanten las bajas amenazas ni las listas negras de éste o de aquel
bando, es porque todo esto lo consideramos mezquino en comparación de los intereses
de Dios y de su Cristo, fundador divino de la única verdadera Iglesia que tiene por
Cabeza visible al Romano Pontífice, piloto soberano de las naciones grandes y
pequeñas, a las que desea conducir por el camino de la verdadera felicidad y grandeza.
Queremos, en cuanto lo permita nuestra pequeñez, estar sobre tantas y tan
grandes pasiones como agitan los humanos corazones en nuestros días. Deseamos
estudiar a las sociedades en la cuna donde nuestra Soberana Reina acaricia por primera
vez, con sonrisas de ángel y miradas de cielo, al hombre extraviado. Suspiramos con
todas las veras de nuestras almas, porque llegue pronto el feliz día en que brille sobre
el mundo el Iris de paz y en que todas las naciones sean encerradas en el arca de la
alianza del Corazón inmaculado de María Niña, en donde se abracen con verdadera
fraternidad al contemplarse hijas de una misma Madre, y ésta toda amor y dulzura,
y así depongan su fiereza, y canten el himno nuevo del triunfo de los corazones niños
forjados en el pecho de María recién nacida.
Convencidos de que encendió la inmensa hoguera que amenaza reducir las
naciones a pavesas la irreligión de Francia, el protestantismo de Alemania y de
Inglaterra, el cisma de Rusia, el Mahometismo de Turquía y, por decirlo de una vez,
la falta de catolicidad práctica de las naciones de esta vieja Europa, quisiéramos emplear
todos los momentos de nuestra vida en clamar a las naciones para que se hagan más
fervorosas católicas, o para que vuelvan de nuevo al seno amoroso de la Iglesia Santa
de la que se apartaron en nefasto día, que por siglos de siglos llorará la Humanidad.
Más bien sabemos que este paso es propiamente divino y que sólo por héroes
puede ser dado.
¿Dispondrán acaso a los hombres los férreos embates de la guerra, dados sobre
el corazón de los pueblos, para que, depuestas todas las ambiciones y despreciadas todas
las avaricias y purificadas todas las carnalidades, el hombre, grande por la caridad
verdadera a Dios y niño humilde por la consideración de su propia flaqueza, se torne
feliz al regazo del Catolicismo?
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¡Plegue a Dios que así sea!
Muy lejos estamos de tratar la cuestión guerrera que se ventila entre casi todas
las naciones europeas, en sí misma, buscamos la causa de ella, y, si hemos de decir
sinceramente cuanto sentimos, los deseos de paz no urgen vehementemente nuestro
corazón.
No creemos que haya quien entienda que, el no sentirnos acuciados por tales
anhelos, sea porque en nuestra alma no lloremos amargamente los estragos causados
por una guerra en la que apenas se vislumbra una mira que no tenga por blanco el
egoísmo propio de las malas pasiones, pues, ¿a quién no causará pesar muy hondo esa
horrible mortandad de millones de hombres ya hecha, y la que se hará, si la guerra no
llega pronto a su fin? ¿Cómo es posible no sentir estupor en el alma ante las ingentes
matanzas que, se presiente, acaecerán en la próxima primavera y convertirán en inmensa
charca de sangre humana las fértiles campiñas de todos los frentes de batallar.
Y si, por fin, el coloso de América se decide a disputar con las armas la presa
de los magnos negocios que la guerra le proporcionaba y que se le escapan de las manos
con el terrible bloqueo submarino que Alemania realiza, ¿quién será capaz de llorar las
ruinas, las hambres, los trabajos, las penas, las muertes que aún hemos de presenciar?
¿Quién no sentirá indignado el corazón, airada el alma y ansiosa la mano de armarse
para vengar el crimen de lesa Humanidad que las naciones beligerantes cometen en
presencia de la Humanidad misma, que se avergonzará, sin duda, cuando cansada de
tanto demoler, y harta de odio, de ambición y de avaricia, se mire absorta y
contemple segada por la guadaña de la muerte la flor de su juventud, y paralizadas
sus fábricas, y abandonadas sus minas, y desiertos sus campos, y sin transeúntes sus
caminos y sus academias sin sabios?
Y si Europa se desangra y la gran República de la América se debilita, ¿quién
no ve surgir otros imperios centrales, no ya de Europa, sí que del mundo todo
capitaneados por los intrépidos japoneses, y levantarse como verdaderos Atilas del orbe,
azotando simultánea o sucesivamente a sus émulos los yanquis y a sus codiciadas
naciones asiáticas y europeas?
Indudablemente que son mundiales las cuestiones que se han de ventilar como
efecto de esta gran prueba en que están puestas las naciones, y, por eso, unas por un
motivo, otras por otro, todas han de venir, por lo que se ve, a prestar su contribución
de sacrificios forzosos, ya que no los quisieron hacer por amor, para que sirvan de
acicate y fundamento a todo intento de regeneración social que pretendan las naciones.
Esta inveterada resistencia nos induce a creer la imposibilidad moral en que se
hallan las viejas sociedades para llevar a cabo los sacrificios que se les imponen para
entrar en los nuevos derroteros que la caridad de Cristo exige entre los hombres, si no
sienten una fuerza, de tal modo imperiosa, que las obligue a hacer de la necesidad
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virtud. Por este motivo, creemos que el azote de la guerra está en las mano de Dios,
llamando a las naciones con vara de hierro, ya que no quisieron oír los silbos
amorosos, que, en nombre de Dios, desde la cátedra de Pedro la dirigieron los
sucesores de éste y muy principalmente el inmortal León XIII.
Y si fueron desoídos los requerimientos de la razón, de la conciencia, del
sentimiento y de la caridad, también fueron apagados con ríos de egoísmo los
chispazos, más o menos justos, extemporáneos o ilegales, lanzados por millares de
hombres que, en imponentes huelgas y con rugidos de fiera, demandaban justicia
humana y bienes de la tierra, pues tales son los fundamentos y alicientes que han
dejado a los pueblos sus pervertidores. Y cuando el mundo obrero, a pesar de sus luchas,
sentíase cada vez más aherrojado y empobrecido, y trataba de sacudir la pesada
coyunda que el capital le imponía, y de conquistar algo terreno que le diera la felicidad
soñada, entonces, también fueron vanos sus esfuerzos que se estrellaron contra el
fuego mortal de los ejércitos.
Pero, si no fueron oídas las palabras de amor del Padre común de la cristiandad
ni atendidos los gritos de la miseria lanzados ante los poderosos, si los potentados no
se movieron a dar a los menestrales lo que estos pedían, basados en los principios de
justicia que lejos de la fe verdadera habían aprendido, hoy se hará imposible a los
favorecidos de la fortuna encogerse de hombros o disimular sus avaricias, echando, con
ademán despreciativo, alguna piltrafa de bienestar a las masas, pues ante la resonante
quiebra de tantas promesas de felicidad hechas a los pueblos, éstos sabrán imponerse,
a su debido tiempo, para exigir garantías de su futura bienandanza, y esta guerra, el
azote más duro que ha pesado sobre la Humanidad, será, sin duda, noche precursora
de un día de verdadero reinado del amor cristiano en el mundo.
Por esto dijimos al principio de este segundo artículo que no sentimos, como
urgentes, las ansias de la paz. ¡Es mucha la sangre derramada y los sacrificios
soportados para que antes que la paz, no deseemos las garantías de la misma!
Venga la paz, sonrisa de los cielos, en medio de las tenebrosas borrascas de la
tierra, pero sea paz verdadera, paz generosa, la paz de la concordia, pues, ¿de qué
servirá la paz fraguada por el miedo a perder los mismos intereses que encendieron
la guerra?
Esta paz no tendría más duración, ni fuerza, que la rociada de agua en la
lumbre del fragüero, que apaga de momento para encender más fuerte. Es preciso llegar
a una paz que, si no desarrolla por entero, y de momento, un sistema práctico de vida
basado en la más alta caridad cristiana, lo empiece a bosquejar. Se impone, son tales
los perjuicios habidos por unos y por otros, que sea, a todas luces, preferible verse
libres de tales ruinas, a proseguir en el deseo de conservar los intereses particulares
creados, aunque éstos sean los intereses de la nación más poderosa.
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La catolicidad de la verdadera doctrina de Cristo, penetrando más
íntimamente en el seno de la sociedad, de tal modo ha desarrollado en las almas el
sincero espíritu de libertad, igualdad y fraternidad, que se impone llevar estos tres
fundamentos de la humana sociedad a la práctica sin mixtificaciones ni regateos, y
con todas sus consecuencias.
Ya no debe ser posible predicar a todas horas libertad fingida, arrastrando las
naciones al libertinaje enervador que las conduce inevitablemente a las más vergonzosas
servidumbres. Lejos de nosotros ese espíritu que predica igualdad en el mitin por boca
del ambicioso que medra a costa de los obreros seducidos, y se eleva sobre ellos cuando
no los necesita, o se hace pasar por en medio de las muchedumbres en el automóvil
veloz y desdeñoso.
Caigan de una vez para siempre los apóstoles de la falsa fraternidad que han
venido a dar en el abismo del más enconado odio.
La libertad en el bien, la igualdad en la humana naturaleza que a todos los
hombres señala un mismo origen y un mismo destino, y la fraternidad en el amor
sublime a un solo Padre y en el sacratísimo Corazón de Jesucristo, nuestro hermano,
nacido en el seno virginal de nuestra Madre Inmaculada. Esa es la fraternidad que se
sacrifica por todos los hombres en la cumbre del Calvario, que sufre por la civilización
del universal Imperio Romano en las catacumbas, que resiste por la perfección de
todos los pueblos, los rigores de los desiertos del Egipto y de la Tebaida, y que se
esconde en todos los lugares apartados del mundo con los solitarios y anacoretas
apetecedores de la propia perfección. Esa es la caridad que engrandece las naciones
y que da a todo los hombres la libertad de los hijos de Dios. Esa es la libertad, la
igualdad y la fraternidad que se engendra hoy en los campos de batalla, y allí se
infunde en el corazón de los hombres, ante la contemplación de las ruinas amontonadas
por la pseudo libertad, igualdad y fraternidad predicadas durante un siglo por la
revolución francesa.
En los campos de batalla debe quedar sepultado el imperialismo británico con
su execrable aspiración, expresada en esta ambiciosa frase: «el mundo para los hombres,
los hombres para Inglaterra».
Rómpase en mil pedazos, al violento choque de las naciones en pugna, el
pangermanismo, con su soberbio lema: «el mundo para Europa, Europa para
Alemania».
Desaparezcan para siempre las dominadoras tendencias de Rusia sobre el Asia
y la doctrina de Monroe sea arrancada de las inteligencias norteamericanas, pues no
será jamás un hecho lo de «América para los americanos».
¿Por qué títulos se llevarían a efecto tales imposiciones?
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Sólo por la fuerza, madre de la detestable tiranía, enemiga irreconciliable de la
soberana libertad de las naciones, grandes o pequeñas; sólo por la fuerza, engendradora
del derecho del más fuerte que determina las diferencias de clases habidas entre los
hombres privilegiados, nacidos de la boca del dios, y los despreciables parias; sólo por
la fuerza, dura y cruel antítesis de todo amor.
Que la verdadera fraternidad, informe las sociedades, ella que es luz de las
inteligencias, perfume de los corazones, dulce reposo de las almas santas y divino
estímulo de los propios sacrificios, hechos siempre, no para la utilidad personal, sino
para bien de todos los necesitados; ella sea la corona del mundo, cuando éste se
postre de nuevo humilde ante Jesucristo.
A cada nuevo progreso de la sociedad, impulsada por la Iglesia, ha surgido
un nuevo elemento de bárbaro retroceso, ora sangrienta y decididamente enemigo de
la cristiandad, como la época de las persecuciones iniciada por San Pablo y la barbarie
agarena conquistadora, ora so pretexto de infundir espíritu de más probada virtud, ora
por hipócritas ficciones de falso saber, ora por menguadas transigencias con los sistemas
defensores del vicio y del error, y, siempre y en último término, con capa de humano
engrandecimiento fundado en la soberbia de los hombres que, en su modestia, vinieron
a calificarse de «superhombres» y han conducido a las naciones a la bajeza de miras en
que hoy las contemplamos.
Sin haber surgido de los desiertos de la Arabia y del África el bélico
mahometismo, propulsor del imperio de la fuerza en medio del mundo, ¿cuáles
hubiesen sido los progresos del derecho cristiano en la Europa que, desde el siglo
VIII, viose siempre obligada a vivir arma al brazo para resistir el fiero empuje de turcos
y africanos?
La barbarie agarena mantuvo en pie de guerra a las naciones europeas más de
ocho siglos. ¡Qué diferente hubiera sido el progreso social de Europa si hubiera seguido
su marcha, desde el siglo VII, en brazos de los concilios de Toledo, glorias
inmarcesibles de la Humanidad!
Y, ¿cuál sería hoy el estado social de las naciones si no hubiera aparecido en
medio de Europa el funesto Lutero que ha detenido al mundo cuatro siglos, aherrojado
hipócritamente por la ambición, la avaricia y la tiranía?
«Sin la fatal Reforma, el mundo, que, en otros tiempos, había sido arrancado
de una corrupción profunda por la energía de un Gregorio VII, o por las
excitaciones y ejemplos de un S. Francisco de Asís y de un Sto. Domingo de
Guzmán, hubiera salido también de los vicios adquirido en los siglos de guerra,
y en brazos del Vicario de Cristo en la tierra, hubiérase realizado, hace ya
muchos siglos, aquella concepción sublime que colocaba al mundo, no ya bajo
la arbitrariedad de la fuerza, sino bajo la tutela de las ideas; que no establecía
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a los reyes por derecho de conquista o de nacimiento, sino en consideración a
su fe y opinión; que previniendo a menudo la guerras, las hacía siempre menos
homicidas; que ponía a cubierto a los reyes y a los pueblos de mutuos
atentados, llamando a unos y a otros a dar cuenta de su conducta ante un
tribunal inerme, si bien enteramente poderoso, porque estaba cimentado sobre la
conciencia de los pueblos»1.
Pero surgió el Protestantismo ingenuo, al principio, y por eso enemigo, como
todo error, del progreso de la libertad y de la caridad, y ha encendido entre las
naciones europeas el incendio de odios en que hoy se despedaza, y la ha iluminado
con los execrables principios filosóficos morales y religiosos que la han conducido a
la horrenda hecatombe que presenciamos, que no podía ser otro el fin de la perniciosa
Reforma, ya que tales fueron sus principios, pues, como decía el caballero rey de
Francia, Francisco I, «el Protestantismo menos se dirigía a edificar las almas que a
destruir los reinos».
Con cuánta razón dijo nuestro clásico literato D. Juan Valera que el
Protestantismo trajo a Europa, «más retrocesos que progresos, porque rompió la unidad
primordial de la civilización europea, sembró el odio entre las naciones y exasperó la
intolerancia y el fanatismo».
Erasmo, padre del Luteranismo ya que de él se dice que había puesto el
huevo que empolló Lutero, escribía estas palabras: «Donde quiera que reina el
Luteranismo, perece la literatura».
¿Qué progreso intelectual podía imprimir a Europa una doctrina que sembraba
la confusión en las inteligencias?
El retrato de esta perturbación lo hizo el mismo Lutero cuando escribió:
«El diablo está entre nosotros, y envía todos los días visitas a llamar a mi puerta.
El uno no quiere el bautismo, el otro desecha la Eucaristía, un tercero enseña
que Dios creará un nuevo mundo antes del juicio final. Este pretende que Cristo
no es Dios, otro una cosa, aquel otra. En una palabra, tantas creencias como
cabezas, y no hay imbécil que no se crea visitado por Dios y que es profeta».
¿Será posible que de esta confusión, en el orden más elevado de la vida, pudiera
surgir la verdadera civilización?
No ciertamente, por eso no fue efecto de una evolución progresiva social lo
que puso la victoria en las manos de la Reforma: «Triunfó, pues, Lutero dice Cesar
Cantú, menos por el entusiasmo de los pueblos, que por el egoísmo de los grandes».
1 César Cantú, Historia Universal, tomo VIII, capítulo 1º.
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¡El egoísmo!
He aquí el progenitor social de la Reforma protestante, que por tantos medios y
maneras ha procurado convencer al mundo, que la fraternidad era el acicate que la
impulsaba a dominar en el mundo, una vez que perdió su prístina ingenuidad y se
revistió de máscara hipócrita de libertad, igualdad y fraternidad.
¡La libertad!
Delante de la academia de Ginebra, decía Ernesto Leville el año 1839: «Los
protestantes serán abatidos en lo concerniente a los principios, siempre que no admitan
sin reservas la libertad con todas sus consecuencias». Palabras que estaban en perfecta
armonía con el lugar en que se pronunciaron, pues «conservó Ginebra mucho tiempo
las huellas del intolerante rigor de Calvino, y rechazó las artes, la poesía y los
espectáculos».
La tiranía es el arma secular del Protestantismo, más o menos paliada, según
los tiempos y los lugares.
La diferencia de clases quedaba tan profundamente determinada entre los
protestantes, cuanto suponen estas desconsoladoras palabras de Lutero:
«Creo dice Lutero, que todos los campesinos deben perecer en atención a
que atacan a los príncipes y a los magistrados y que empuñan el acero sin la
autoridad divina. Ninguna misericordia ni tolerancia se debe a los campesinos,
y sí la indignación de los hombres y de Dios […]. Las gentes de los campos están
fuera de la ley de Dios; se les puede tratar como a perros rabiosos».
Y, como si esto no fuese bastante, añadía luego, con inaudita crueldad y saña:
«Castigad, castigad, príncipes; ¡a las armas! herid, matad ¡ha llegado el
maravilloso tiempo en que un príncipe puede, dando muerte a los villanos,
merecer el paraíso con más facilidad que orando!»
Bajo tales influencias nacía esa civilización que por un espejismo intelectual
y moral arrastró a las dos naciones más prósperas de Europa y sedujo a la nación
Primogénita de la Iglesia Católica, arrastrándola a los abismos de las falsas libertades
y de las erróneas y heréticas doctrinas filosóficas y religiosas, que inflamaron las
ansias napoleónicas de hegemonía, produjeron el sedimento de odios y venganzas
preconizados con la palabra REVANCHA, reverso, el más opuesto a la fraternidad, y que
alentó en el pecho protestante de los ingleses, primero, de los alemanes, después, y de
la colosal República de los Estados Unidos más tarde, y que palpitan hoy en los
corazones de Jorge V, de Guillermo II y de Wilson.
El libre examen, después del periodo de tiranía, no pudo dar otro fruto que el
racionalismo, en el orden intelectual, el egoísmo más desenfrenado en el orden moral
y la avaricia en la vida de los individuos y de las sociedades. «Calvino determina un
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movimiento hacia el racionalismo», dice Cesar Cantú, y de Lutero afirma que había
sostenido la libertad del pensamiento humano haciendo que todo dependiese de Dios.
Pero la Reforma que empezaba protestando, con insólita soberbia, de la más
divina autoridad que hay sobre la tierra, no podía llevar en su seno el fruto santo de la
paz y de la concordia.
Desobediencia y rebeldía fueron los fundamentos de la Reforma, y eso ha
sembrado en las naciones y esos son los frutos que ellas recogen.
La autoridad Pontificia fue la conculcada inmediata y directamente por los
protestantes de todas las sectas, mientras proclamaban un espíritu individual falsamente
perfecto de sujeción a Dios, pero esto sólo sirvió de paliativo ante las muchedumbres
cristianas para desligarlas arteramente de Roma, y así con más facilidad excitar al
robo de las iglesias y al odio de los obispos y cardenales.
Decía Lutero:
«Todo el que ayude con su brazo y sus bienes a arruinar a los obispos y a la
categoría episcopal, es buen hijo de Dios, verdadero cristiano y observa los
mandamientos del Señor».
Después, con fiereza inaudita, añadía:
«Cuando empleamos la horca contra los ladrones, la cuchilla contra los asesinos,
el fuego contra los herejes, habíamos de lavar nuestras manos en la sangre de
esos seres de perdición, de esos cardenales, de esas serpientes de Roma y
Sodoma que mancha la Iglesia de Dios.»
¿Qué principios de civilización podían sentarse con tales enseñanzas? De Lutero
se ha dicho:
«Su palabra era animada por el orgullo de la infalibilidad personal que se resigna
a aceptar la palabra de Dios, pero reservándose el derecho de interpretarla como
le agrade».
Destruyó, más bien que Lutero, el egoísmo de los grandes el poder de los Papas,
y, enfrente de éste, puso la autoridad religiosa en las manos de los reyes y emperadores:
«Emperador, decía, tú eres el dueño, el poder de Roma te ha sido arrebatado; no somos
ya los esclavos de los tiranos sagrados».
Egoísmo, orgullo, desobediencia, tiranía, crueldad, amor a lo terreno y olvido
de Dios, eso había de engendrar el Protestantismo y eso engendró. El racionalismo, el
positivismo, el socialismo heterodoxo, el anarquismo, las locas libertades causas de
la corrupción de las costumbres como el divorcio, el amor libre, y la conciencia y el
pensamiento libres, el naturalismo…, en una palabra, con su inevitable y última
consecuencia, el modernismo, supremo esfuerzo de la soberbia humana del que no
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hará otro juicio la historia que el ya expresado con ingeniosa y galana frase por el
cultísimo señor Ferrari cuando, en su discurso de ingreso en la Real Academia
Española decía: «El modernismo es la resurrección de todas la vejeces en el Josafat de la
extravagancia».
El apartamiento de Dios y el endiosamiento propio, estas son las tempestades
que ha cosechado Europa después de los vientos sembrados por las naciones
protestantes, sacudió el hombre el suave yugo divino y quedó supeditado al férreo de
la humana flaqueza.
Y los pueblos de la Reforma, arrastrados por la soberbia misma que impulsaba
a Lutero, han dado siempre, con formas más o menos cultas, esta misma soez
respuesta que daba Lutero a los que en nombre de Cristo le llamaban la atención
sobre sus contradicciones: «Burros les decía, ¿acaso les pertenece a ellos juzgar
las antilogías de nuestra doctrinas?».
Y no se crea que este grosero espíritu de soberbia era exclusivo de Lutero. De
Calvino dice el historiador ya citado:
«La misma intolerancia que hacía creer a Cal vino que no debía haber más que
una Iglesia y que ésta se encontraba entre los suyos, le hizo proferir con cólera
fría y prosaica injurias dignas de los mercados».
He aquí las palabras que el fiero Calvino dirigía a Westfalio: «Tu escuela es
un repugnante establo de puercos. ¿Me entiendes, perro? ¿Me entiendes, frenético?
¿Me entiendes, feo animal?»
En tan disformes hormas se conformaron el sueco y el coturno que habían de
calzar las sociedades modernas para llegar a lo sublime de la inteligencia y del
heroísmo, y para soportar las vulgares realidades de la vida. En tales principios y
modelos aprendieron los falsos redentores de la sociedad, de los cuales puede muy
bien decirse lo que de Carlos Fourier dice un biógrafo:
«Se creyó en posesión del precioso secreto de la panacea social, y lanzó el anatema
sobre todo lo que contradecía su sistema, contra la Moral, contra la Filosofía,
contra la Economía, contra la historia, contra las ciencias todas. Pensó
demolerlo todo y fundar un mundo sobre el cuadriculado de un tablero de
ajedrez. Fue una terrible explosión de soberbia que afea toda una vida de
anhelos generosos.»
¿Podían acaso hombres tales y doctrinas tan perniciosas llevar a los hombres
a la verdadera civilización? De todo punto imposible.
Cuanto por tal era tenido y se ofrecía a la admiración de las naciones cristianas
era falso oro, puro doublé.
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El Protestantismo y el Socialismo revolucionario se dan la mano; el libre
examen y el modernismo se estrechan amigablemente, son extremos que se tocan,
que se entrelazan para destruir.
¡Haga el Señor de las misericordias que las naciones retornen de nuevo a los
brazos de Cristo, reconociendo la autoridad pontificia, base de toda verdadera
civilización!
¿Que se podía esperar de las naciones inspiradas por el falso protestantismo?
¿Hubo acaso quien creyera jamás que las sociedades reformadas por revolucionarios
y nacidas al calor de las más bajas pasiones, podían gozar de la verdadera civilización?
Para quien tenga el más ligero concepto del paso de la Humanidad sobre la
tierra, estos fatales resultados que hoy recogen las naciones, eran evidentes desde el
instante en que los pueblos iban a ser dirigidos por hombres que empezaban por
pisotear, soberbios, las dos supremas condiciones que ya señalaba Platón para hacer
felices los estados sobre la base de la virtud, cuales son: la sincera piedad y la
perfecta obediencia.
¿Cómo podía ser sincera una piedad que se fundaba en el propio parecer por
lo que hace al culto interno y externo? ¡Qué mal parada quedaba la obediencia de
los súbditos a los reyes, después de haber sacudido éstos, so pretexto de las
predicaciones de Lutero, de Calvino y de Zuinglio, o de los apasionamientos heréticos
de Enrique VIII, la obediencia al Papa!
Y en vista de tales fundamentos, qué bien podemos aplicar a la civilización del
Protestantismo aquellas sabias y sencillas palabras de nuestro inmortal Ercilla: «La
máquina que en falso asiento estriba, su misma pesadumbre la derriban».
Tan falso era el cimiento protestante que a él muy bien podía aplicarse el
principio moral, corrumptio optimi pessima, y sobre esta base, ¿qué podía sustentarse
que no se destruyera?
Hoy, puede decirse, estamos en lo último de la cosecha, los más sazonados
frutos tuvimos nosotros la desgracia de verlos recoger al siniestro fulgor del cañón
que explota. Y contemplamos las trojes europeas, antes repletas de paz, de libertad y
de gloria, cargadas ahora de inmensa desolación en la tierra, de innúmeros naufragios
en los abismos de los mares y sangrientas luchas de águilas y de cóndores en los
espacios.
Las mismas causas producen siempre los mismos efectos. El non serviam de
Satanás arrastró a la eterna desgracia a él y a la tercera parte de las criaturas angélicas.
Una desobediencia acarreó sobre la Humanidad el llanto, el dolor y la muerte.
La desobediencia de Lutero atrajo sobre las naciones el cúmulo de pesares que las
agobian, y la universal desobediencia en que los hombres se precipitan los conduce
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a los horrendos estragos de la anarquía que todo amenaza invadirlo, como si fuera el
último azote de Dios que ha de purificar a las naciones desobedientes, lavándolas en su
propia sangre.
Evidente es ante la Historia que las sociedades fundadas sin tener por
cimiento el verdadero sostén de Dios, son efímeras y sus civilizaciones falsas y
engañosas como su piedad. Pasaron, para no volver a ser, las cuatro monarquías
llamadas universales. El imperio Asirio o Caldeo, la Persia y la Media unidas, Atenas
y Esparta, y la gigante Roma, todos pasaron cual meteoros ígneos, que deslumbran
por un momento, pero que luego pasan presurosos, como si quisieran decir a la
Humanidad que se precipitan para dejar libre el paso al eterno imperio de Cristo, que
es el único verdadero imperio de ayer, de hoy y de todos los siglos.
De la llamada cuna del arte, y con sobrada razón, ¿qué podemos admirar que
no esté sembrado por nefandos crímenes? Las más admirables obras del arte griego
son testigos de las inmundicias que albergó Atenas en sus más esclarecidos ingenios.
Y olvidando lo nefando de las personas, ¿cómo no traer a la memoria los
arietes, formidables destructores de aquella falaz civilización que cayó para no
levantarse jamás, aunque trataran de resucitarla las fuerzas unidas de todos los
Napoleones con el retrógrado neoclasicismo?
¿Quién dará vida, aunque lo intente loco, a la comunidad de mujeres y a la
esclavitud, como organismos sociales? Y para contener el exceso de población, ¿quién
volverá a defender el infanticidio?
Sócrates y Platón fueron como relámpagos en medio de las tinieblas de noche
tormentosa que apenas iluminan para dejar ver las muertes que causan con el rayo
que llevan entre sus fulgores. ¡Ficticia civilización!
Y el imperio Romano también pasó, y con él marcháronse avergonzados los
dioses y los vicios heredados de la culta Grecia, pasaron sus oradores y poetas cantores
de la pederastia, sus Nerones y Heliogábalos. Pasaron sus Augustos y, con ellos, la
ficticia civilización del siglo de oro de la Roma pagana y, como toda ella era teatral
y falsa, bien puede decirse que sucumbió repitiendo las palabras de Augusto al morir:
«Si he representado bien la comedia, aplaudid».
Era falsa la civilización pagana y debía sucumbir, y sucumbió, recibiendo el
último golpe social cuando, al expirar, Juliano el Apóstata entonaba el más sublime
canto fúnebre que ha salido de labios humanos para sepultar al mundo politeísta con
estas dos palabras: «Venciste, Galileo».
Y, desde entonces, acabó para siempre aquel pueblo dominador del mundo
conocido que si bien es verdad que tiene la gloria de haber preparado el escenario a
la Obra de Jesucristo, Rey Universal, también lo es que pasaba «el carácter artificioso
de todo cuanto producía Roma», según dice un historiador moderno, y que se retrataba
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en su lengua culta, ininteligible para el pueblo, y en su numeración, imposible de ser
utilizada en la práctica, para dar paso al reino de la Verdad que había venido al Mundo
para señorearse sobre toda la redondez de la tierra y vivir siempre alerta sobre los
célicos minaretes de la Cruz divina y, desde allí, ofrecer cuantos sacrificios fueran
menester para triunfar de todos sus enemigos y verlos retroceder, espantados, sobre
sus propios pasos, y recibirlos luego con los brazos abiertos, lleno de misericordia el
corazón, para volverlo al camino del verdadero progreso.
He aquí porqué la Verdad siéntese hoy sólidamente asentada sobre la firme roca
del Vaticano, mientras el mundo protestante, conturbado en sí mismo, en fuerza de
sus propios errores y vicios se destruye a sí mismo y con él, decrépita y jadeante, se
precipita a su ruina la civilización mahometana.
Grandes pueden ser en la apariencia los humanos imperios, como la misteriosa
estatua de los Sagrados Libros, mas, como ésta, a pesar de todas sus apariencias de
riquezas y solidez, ruedan deshechas en mil pedazos al golpe certero de la piedra que
rueda desde lo alto del monte. Esta piedra era Cristo.
Todas las humanas grandezas son transitorias y perecederas, y si en ellas se
fundan las esperanzas de regeneración social sin relación con la gloria divina, entonces
son también falaces y crean, como hemos visto en los imperios antiguos, un estado de
ficción que todo lo corrompe hasta llevarlo a la destrucción, si es que antes no se les
proporciona el remedio conveniente.
¡Para cuántos imperios suena la voz de los profetas y enviados del Señor
llamándolos a penitencia, y ellos se hacen sordos, o se mofan de los que les muestran
el arca salvadora, o persiguen y matan a los que les ofrecen el remedio, y por eso
sucumben y perecen arrastrados por las locas tempestades que ellos mismos desatan
en sus corazones!
Una sola institución hay sobre la tierra, indefectible, porque es divina: LA
IGLESIA CATÓLICA. Y aunque en sí mismas no lo sean, por muy singular gracia de
Dios, aparecen también imperecederas las grandes obras, que, como instrumentos
salvadores de las sociedades, surgen del seno fecundísimo de la misma y son como
los portaestandartes y defensores de la doctrina y costumbres enseñadas y practicadas
por Cristo.
Testimonio el más fehaciente y glorioso de esta verdad es la existencia de la
Compañía de Jesús en medio del mundo, pero la verdadera apoteosis de esta católica
institución, gloria de la Iglesia y de España, acaba de recibirla la Compañía de Jesús
cuando Alemania, abriendo sus brazos a fuer de agradecida, ha estrechado en su seno
a los jesuitas tanto tiempo despreciados y perseguidos.
San Ignacio de Loyola fue el caballero del siglo de oro de nuestra historia que
lanzose a luchar intrépido en contra de Lutero. San Ignacio ha vencido a Lutero en
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el propio campo de batalla del impetuoso Reformador. La fe católica ha triunfado de
la fe protestante. La Compañía de Jesús aceptada en Alemania supone la derrota del
Protestantismo. San Ignacio fue el debelador de Lutero. Al cabo de cuatro siglos,
Alemania abre sus brazos para recibir a los hijos del súbdito de Carlos I de España y
V de Alemania y abre, por consiguiente, sus puertas para que el protestantismo corra
a precipitarse a los abismos de los mares septentrionales.
El gran monstruo agoniza, sus convulsiones serán tan espantables como la
guerra que embarga al mundo en este momento histórico. Él sucumbirá y con él
todas las ficciones de las sociedades que informó.
Atenas, Esparta y Roma fueron sepultadas con sus ficciones nefandas. Berlín,
París y Londres pasaron con sus ficciones para trocarse en emporios de la verdadera
justicia y de la paz.
Desde el piadoso Protestantismo, hasta el impío socialismo, todo es hipocresía,
odio e injusticia de los grandes para con los pequeños. A todas horas leemos que el
arma que mejor se maneja es el enredo y el embuste y que los encargados de dirigir a
los pueblos imponen siempre su sistema de mañerías, engaños y zancadillas. De
todas las naciones se repite sin cesar, que quebrantan el derecho de gentes, las leyes
más rudimentarias y fundamentales de la Humanidad. De éstos, se dice que tratan de
aniquilar a aquellos y, de los otros, que se proponen seguir igual camino.
Y ahora, para ignominia de la civilización tan decantada de las naciones
protestantes, lo decimos cuando, hartos los alemanes de contemplar a los yanquis
desembarcar millones de toneladas de metralla en las naciones de la Entente, han
declarado ese terrible bloqueo, en la intención a lo menos, heraldo de mil ruinas, sin
tener en cuenta que ese abastecimiento de municiones era legítimo y con arreglo a la
ley de avaricia sancionada por la misma Alemania, ¿es que laboran por la civilización?
Y lo más ignominioso es, que estas leyes fueron creadas nada menos que en las
conferencias de La Haya sobre la paz, conferencias de origen y efectos puramente
protestantes pues en tales deliberaciones no fue admitido el Papa.
He aquí las palabras de un ilustre publicista escritas en la Prensa a este
propósito:
«Modernamente, las naciones convinieron en La Haya, en la hipocresía de
seguir siendo amigos del neutral, que surte de millares de cañones y millones
de municiones al enemigo, con tal de que no aparezca la entidad Gobierno,
sino sólo el súbdito. Y esto no solamente es injusto, […] sino inhumano. Es dar
armas los neutrales para que sigan matándose. Todo por ganar unos dineros.
Pero Alemania parece ser que también firmó ese convenio, sin duda pensando
en su gran factoría Krupp, y ahora se ve cogida en su propia red. Por algo a
esas conferencias de La Paz no fue admitido el Príncipe de la Paz, o sea el
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Romano Pontífice. Eran conferencias de la paz de fieras, y así resultó una
ferocidad que traerá reñidas a las naciones mientras no sea abolida».
¿No es éste, por ventura, fruto digno de las naciones proclamadoras de la
libertad de conciencia?
Cuando la conciencia no mira a la justicia sino a la avaricia, el hombre se
trueca, por ley natural, en lobo del hombre. Por esta ley vemos a Europa convertida en
campo de fieras, que, a viva fuerza, se disputan la presa por cada una deseada, con lo
que aparece muy en lo justo esta consideración hecha por un distinguido miembro de
nuestro Estado Mayor y que resume cuanto deseábamos dejar sentado en este artículo,
y es que la causa principal de esta europea contienda es la falta de los principios
católicos que dejaron de informar las naciones, físicamente prósperas, pero moralmente
caídas en la más honda de todas las corrupciones. Las palabras a que aludimos son
estas:
«Y digo que la guerra comercial es la causa aparente de la guerra actual, porque
por encima de ella está la corrupción de las costumbres, la mala fe y todas
las secuelas que traen a las naciones el apartamiento de los preceptos
evangélicos».
Acaben de una vez las ficciones sociales engendradas por el Protestantismo y
triunfe en todas partes la sinceridad cristiana y, con ella, el verdadero progreso y la paz
de los hermanos de Cristo.
Derechos de autor registrados
2016 Antonio García Megía y María Dolores Mira y Gómez de Mercado (Edición).
Congregación de Esclavas de la Inmaculada Niña
La Religión y el Mundo Actual. 1. Federico Salvador Ramón
Angarmegia: Ciencia, Cultura y Educación. Portal de Investigación y Docencia
Edición preparada con ocasión del proceso de beatificación del Padre Fundador de las Esclavas de La
Inmaculada Niña.
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