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LA RECONQUISTA DE CUENCA Y LA HEREJÍA DE ALBI (AÑO 1177) Francisco Suárez Salguero

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LA RECONQUISTA DE CUENCA

Y LA HEREJÍA DE ALBI

(AÑO 1177)

Francisco Suárez Salguero

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Francisco Suárez Salguero ha compuesto estos escritos esmerándose en ofrecer

la crónica cronológica que el lector podrá aprovechar y disfrutar. Lo ha hecho

valiéndose de cuantas fuentes que ha tenido a mano o por medio de la red in-

formática. Agradece las aportaciones a cuantas personas le documentaron a tra-

vés de cualquier medio, teniendo en cuenta que actúa como editor en el caso de

algún texto conseguido por las vías mencionadas. Y para no causar ningún per-

juicio, ni propio ni ajeno, queda prohibida la reproducción total o parcial de este

libro, así como su tratamiento o transmisión informática, no debiendo utilizarse

ni manipularse su contenido por ningún registro o medio que no sea legal, ni se

reproduzcan indebidamente dichos contenidos, ni por fotografía ni por fotocopia,

etc.

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A MODO DE PRÓLOGO

ALFONSO VIII Y LA CONQUISTA DE CUENCA

El 1 de enero de 1177 fue sábado, el 9 de febrero miércoles de ceniza, el Triduo Pas-

cual correspondió a los días 24-26 de marzo, siendo el día 27 domingo de Pascua. Fue

éste el año de la conquista cristiana de Cuenca, el 21 de septiembre, fiesta de San Ma-

teo.

Aquello tuvo que ver con una historia de pastores,1 más en concreto de uno que se lla-

maba Martín Alhaja. Éste era un cristiano en privado, o aparente muladí, entre los mu-

sulmanes. Cierto día, al volver, ya de noche, con sus rebaños por las riberas del Júcar,

vio una luz que se movía a lo largo de la orilla; se acercó y contempló a una señora de

hermoso aspecto que llevaba un candil en la mano. Su admiración se trocó en venera-

ción al saber que era la Santísima Virgen María y que le traía un mensaje celestial: “El

Señor me envía apara decirte que estés preparado, pues tú has de ayudar a los cristia-

nos en la conquista de la ciudad”. Poco después las tropas de Alfonso VIII, con las de

sus aliados, acampando militarmente, pusieron cerco a la ciudad. El 20 de septiembre de

1117, un grupo de caballeros cristianos había salido del campamento para vigilar los ca-

minos que conducen a la ciudad.

Al remontar el curso del Júcar, ven cómo unas acémilas están entrando en la fortale-

cida ciudad procedentes de la sierra. Se apresuran para cortarles el paso, mas llegan tar-

de. Decepcionados por su fracaso, se vuelven al campamento cuando, oculto tras unos

matorrales y en el entrante de unas rocas, divisan un rebaño de ovejas; se lanzan sobre

los pastores, matan a dos de ellos, y cuando llegan al tercero, éste se ha puesto ya de ro-

dillas y con los brazos en cruz, confiesa que es cristiano y que ha recibido un mensaje

de la Virgen para ayudarles a entrar en la ciudad. Una vez cerciorados de la veracidad

de sus afirmaciones, planean el modo de sorprender y tomar por asalto la inexpugnable

1 Teniendo en cuenta que el ganado y los rebaños de Cuenca se llevaban en régimen comunal.

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ciudad. Martín Alhaja dice que suele entrar al anochecer por la puerta del Aljaraz (ac-

tualmente Puerta de San Juan), en la que el guardián de las llaves es un ciego, un mu-

sulmán fidelísimo que tiene el encargo y la prudente costumbre de entreabrir la puerta,

procediendo a contar las ovejas palpándolas para cerciorarse de que los pastores no han

vendido alguna res a los cristianos y vuelven todas.

El pastor Martín Alhaja

Se da el aviso a los cristianos que desean realizar la conquista. Éstos despellejan algu-

nas ovejas, con cuyas pieles se cubrirán los más esforzados. Caída la noche, se dirige el

rebaño guiado por Martín Alhaja hacia la puerta de la ciudad; dada la consigna, el guar-

dián de las llaves abre con la precauciones de siempre. Los centinelas nada han notado

desde las almenas. Entre las ovejas se cuelan algunos cristianos con las pieles puestas

sobre la espalda, y el ciego, al palpar, no encuentra nada anormal. Apenas pasado el

control del portero, se lanzan sobre los soldados desprevenidos en el cuerpo de guardia,

matan a los centinelas de las almenas y al portero, y lanzan el grito de victoria, para que

los cristianos apostados en la otra orilla del río acudan al asalto. Toda la noche se suce-

den los combates por las calles, rindiéndose el arráez moro a las cinco de la mañana. El

arráez, con los principales de la ciudad, sale a las afueras (al actual campo de San Fran-

cisco) y entregan las llaves de Cuenca al rey cristiano de Castilla. Cuenca es su primera

ciudad importante reconquistada a los moros. Era el 21 de septiembre, miércoles, fiesta

de San Mateo.

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Sello del Rey Alfonso VIII con el primer emblema de Castilla

No tardó el rey Alfonso VIII en dar fuero a Cuenca, una recopilación de leyes medie-

vales reguladoras de la convivencia, de estructura semejante a la de otros fueros caste-

llanos o de los demás reinos peninsulares, de gran importancia en la historia jurídica o

del derecho.

En el caso del fuero conquense, no sabemos con certeza la fecha de su redacción y

promulgación, pero pudo ser hacia 1189. No es un código legal más, sino una suma pre-

ceptiva de textos legales. Está compuesto por 48 capítulos que recogen 950 leyes de

carácter civil, mercantil, penal y procesal.

Fuero de Cuenca

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Finalmente, queremos aludir a la Virgen de la Luz como Patrona de Cuenca, cuya

fiesta se celebra con ferviente esplendor a primeros de junio.

La devoción a la Virgen de la Luz en Cuenca es antiquísima, fruto de una tradición

que se pierde entre la leyenda y la historia, todo entrelazado con los hechos que llevaron

a la reconquista cristiana, llevada a cabo por el rey Alfonso VIII de Castilla, con el apo-

yo de Alfonso II de Aragón y con el de las órdenes de caballería, destacadamente de

Santiago y también seguramente del Temple.

Se cuenta que el rey Alfonso VIII vio en sueños a la Virgen, teniendo ese sueño mu-

cho que ver con la decisión de reconquistar Cuenca por parte del monarca.

Supo el rey disponer estratégicamente del asalto a la ciudad. Empezó a sitiarla el 6 de

enero de 1177, solemnidad de la Epifanía, siendo significativa la luz estelar que guió a

los Magos. Cuenca fue rodeada por las tropas cristianas de modo que nadie podía entrar

o salir de la ciudad fuera de control.

El campamento principal de los cristianos se instaló en el llamado Campo de San

Francisco, donde hoy se encuentra emplazada la Parroquia de San Esteban y la Diputa-

ción Provincial. Situado así el ejército cristiano, nadie de la ciudad podía recibir del

exterior ayuda alguna, de modo que el hambre pudiera aliarse con los cristianos en tan

ardua empresa de reconquista.

Se montó guardia a corta distancia para no ser sorprendidos. Sólo se permitió la salida

de rebaños a sus pastos, lo cual produjo la historia ya contada al respecto de la entrada

cristiana en la ciudad, por la puerta de Aljaraz (actual Recreo Peral y Puerta de San

Juan).

Todo se hizo siguiendo las indicaciones del pastor cristiano Martín Alhaja. Una vez

dentro de la ciudad, los guerreros cristianos combatieron durante la noche del 20 al 21

de septiembre. Cuenca amaneció ya cristiana. El rey Alfonso VIII recibía de los ren-

didos moros las llaves de la ciudad, la que antes se había considerado inexpugnable.

Como había prometido el joven rey, se construyó la ermita de la Virgen de la Luz, que

se había aparecido a Martín Aljama portando un candil en sus manos. También se cono-

ce esa ermita como Santuario del Puente, por lo que contamos a continuación.

Según otra historia, durante la primera noche que el rey Alfonso VIII durmió en

Cuenca, tuvo en sueños una revelación por la que se le indicaba que, en una oquedad

que había un poco más abajo del puente musulmán, los primitivos cristianos del lugar

habían escondido una imagen de la Virgen María. Sólo sería preciso efectuar unas exca-

vaciones no muy profundas y rápidamente hallarían aquella imagen. El rey ordenó a un

grupo de soldados que buscasen en el lugar soñado, los cuales encontraron una preciosa

talla de la que sería después denominada Virgen de la Luz. Luego mandó el rey cons-

truir una ermita para recordar el suceso muy cerca de donde fue encontrada. Aquella

ermita fue el origen de la actual y cercana parroquia, ya de estilo barroco, con portada

plateresca.

Es esa una historia larga y rica en detalles, en nombres, en fechas y en documentos.

Los favores recibidos en la ciudad por mediación de la Virgen a lo largo del tiempo

fueron muchos, como constan en documentos de diversas épocas.

La venerada imagen de la Virgen de la Luz, que aglutina al pueblo cristiano en la

verdad que ilumina, fue coronada canónicamente el día 1 de junio de 1950, por el nun-

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cio Mons. Cocognani, siendo obispo de la diócesis Don Inocencio Rodríguez Díez. Fue

todo un acontecimiento.

La imagen de la Virgen está tallada en piedra negra, llevando en brazos al Niño Jesús

y portando un candil en la otra mano.

En las siguientes páginas, en las que también se trata de herejías y desviaciones, será

digna de tenerse en cuenta la luz divina.

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AÑO 1177

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CUENCA

La ciudad de Cuenca, en posesión de los almohades, fue conquistada por el rey Al-

fonso VIII de Castilla, si bien no él solo, el 21 de septiembre (día de San Mateo),2 tras

un asedio que duró desde el 6 de enero.3 Ahora lo contamos.

4

El rey castellano contó con la ayuda de Alfonso II de Aragón, que no tiene aspira-

ciones territoriales en la Península, pero sí desea proteger sus fronteras. Con el rey ara-

gonés acudieron también el arzobispo tarraconense, Berenguer de Vilademuls, al frente

de su propia hueste,5 y el noble Pedro Ruiz de Azagra, señor de Albarracín.

6

2 Patrono de Cuenca desde entonces.

3 Por eso en el escudo de Cuenca hay una estrella, por esta fecha del comienzo de su asedio por los cris-

tianos en la Solemnidad de la Epifanía.

4 Sabiendo que en Cuenca, antes de 1177, ya hubo varios intentos de reconquista por parte de los reinos

cristianos, siendo el primero de esos intentos el del año 1076 por parte del rey aragonés Sancho Ramírez,

el cual no pudo alcanzar su objetivo de entrar en la misma. Posteriormente la ciudad pasó a manos cris-

tianas en tiempos de Alfonso VI (año 1080) tras una alianza con la taifa de Toledo, situación que se

mantendría hasta la derrota cristiana de Sagrajas (año 1086), en la que el rey de taifa de Sevilla volvió a

adueñarse de la ciudad conquense. Pero la cosa no acabó ahí, pues cinco años después, el reino de Sevilla

fue atacado por los almorávides y los sevillanos pidieron ayuda al rey Alfonso VI, de modo que Cuenca

volvió a ser villa de pago, permaneciendo así hasta que el lugar fue tomado por Ibn Aisa, general al-

morávide, en 1098. Así pues, no tuvo Cuenca un siglo XI tranquilo. Ya un siglo después, a las alturas de

finales del siglo XII como quien dice, Cuenca volvió a estar en el punto de mira cristiano, concretamente

castellano, siendo cercada la ciudad en 1172, por un muy joven Alfonso VIII. No fue entonces posible la

conquista cristiana de la ciudad, porque la mantuvo bien en sus dominios el califa almohade Abu Yaqub

Yusuf, firmándose entonces una tregua de paz para siete años.

La tregua fue rota cuatro años después de lo pactado por parte musulmana, siendo esto lo que produjo

que el rey Alfonso VIII emprendiera la acometida o campaña que terminó con la reconquista de la ciudad,

acudiendo a la convocatoria las fuerzas militares (y regias) de Navarra, León y Aragón, además de, por

supuesto, las órdenes militares (Santiago, Calatrava y también el Temple probablemente). En esta ocasión

los sitiados volvieron a solicitar la ayuda de Abu Yaqub Yusuf, pero esta vez sus asuntos en África

impidieron la llegada de las tropas almohades. La situación no fue fácil para los sitiados, los cuales

hicieron el mayor intento de ruptura del cerco, el 27 de Julio, intento que le costó la vida al conde Nuño

Pérez de Lara. Finalmente, presionada la ciudad por el hambre, las enfermedades y los continuos ataques

capituló el 21 de Septiembre de este año 1177.

5 Otro prelado participante en la conquista de Cuenca fue el obispo Joscelmo de Sigüenza, muerto en este

año 1177, si bien no en batalla sino cuando se dirigía a Roma (tal vez en visita ad limina), en Lombardía,

siendo el noveno año de su pontificado episcopal, sucediéndole Arderico.

6 En este año 1177, el rey Alfonso II de Aragón concedió el señorío de Daroca (Zaragoza) a Pedro Ruiz

de Azagra, seguramente a cambio de haberse desnaturalizado de su señor, el rey navarro, pero en 1179 ya

será aliado del rey de Castilla.

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Al verse sitiado, el alcaide Abu Beka de Cuenca, pidió ayuda al califa, Abu Yaqub

Yusuf, pero éste se hallaba en África y rehusó la ayuda. Los almohades hicieron una

salida de la ciudad, el 27 de julio, y mataron al conde Nuño Pérez de Lara, siendo muy

llorado por los cristianos.7

Como compensación a su ayuda en la conquista de Cuenca, el rey de Castilla liberó al

de Aragón del vasallaje a que estaba obligado según el tratado de 1158. El rey Enrique

7 Recordemos que era hijo del conde Pedro González de Lara (muerto en 1130) y de la condesa Ava, la

cual había enviudado del conde García Ordóñez. Sus abuelos paternos fueron Gonzalo Núñez (fundador

del linaje, tenente de Lara y de Osma) y Goto Núñez.

En marzo de 1145 fue nombrado alférez de la corte de Alfonso VII, cargo que ocupó hasta febrero de

1155, un plazo inusualmente largo para este cargo. En julio de 1152, el rey entregó Castro de Benavente

(Zamora) a Nuño y a su esposa Teresa.

En 1159, la Casa de Lara se había apoderado de la regencia castellana que ejercía Gutierre de Castro, tío

de Fernando Rodríguez de Castro el Castellano, en una época que, como aludíamos bien y podemos re-

cordar, se caracterizó por la lucha entre los Lara y los Castro, a raíz de la muerte del rey Sancho III de

Castilla (año 1158), sucediéndole en minoría de edad Alfonso VIII.

Podemos recordar también cómo Nuño Pérez de Lara, en 1160, en posesión de varias tenencias, co-

mandó las tropas en la batalla de Lobregal (cerca de Villabrágina, en la provincia de Valladolid), en-

frentado a los Castro, cuyas tropas estuvieron al mando de Fernando Rodríguez de Castro. En la batalla

murió el conde Osorio Martínez (del linaje de los Flaínez) y Nuño fue hecho prisionero, aunque no por

mucho tiempo.

En marzo de 1162, siendo menor Alfonso VIII, se le otorgó a Nuño el título de conde, probablemente

por parte de su hermano Manrique, entonces regente. Cuando murió Manrique, en la batalla de Huete

(julio de 1164), fue Nuño quien asumió la regencia castellana, cargo en el que se ocupó hasta 1170,

cuando se le reconoció la mayoría de edad al rey Alfonso VIII, de quien Nuño fue buen tutor.

El rey Alfonso VIII recompensó a Nuño y a su esposa Teresa con varias mercedes y privilegios (pro

multis et magnis obsequiis que uos, comos Nunio, michi actenus deuotissime ac fidelissime exibuistis).

Aunque las fuentes cristianas no recogen la siguiente noticia, según el cronista árabe Ibn Idari (siglo

XIII), en 1169 el conde Nuño realizó una incursión en tierras musulmanas desde Toledo, llegando hasta

Algeciras (lo que concuerda con un tiempo en el que Nuño no aparece por la curia regia). Esto escribió

Ibn Idari: “Este año [1169] salió el enemigo cristiano, el conde Nuño, de Toledo con su ejército mi-

serable y atacó hacia Ronda y sus montañas y hacia el llano de Algeciras y sus montañas, hasta que llegó

al mar y mató a musulmanes en aquella región, los cautivó y arrasó sus residencias”.

Además de infatigable guerrero a favor de la corona castellana, Nuño destacó también por sus funda-

ciones y protecciones monásticas. Fundó el monasterio de Santa María de la Consolación, en Perales

(Palencia), en 1160, y el hospital de Puente Fitero, en Itero de la Vega (también provincia de Palencia).

Entre Itero de la Vega e Itero del Castillo se encuentra uno de los puentes más largos del Camino de

Santiago, con once arcadas de sillería, construido por orden de Alfonso VI.

Después de su muerte en la conquista de Cuenca, durante el asedio, su sobrino Pedro Manrique le

sucede al frente de la Casa de Lara (su muerte será en 1202).

De su matrimonio con Teresa Fernández de Traba, hija del conde Fernando Pérez de Traba (muerto en

1155) y de Teresa de León (hija ilegítima de Alfonso VI y de su amante Jimena Muñoz), que al enviudar

se convirtió en amante y luego segunda esposa de Fernando II de León, obligado a separarse de Urraca de

Portugal, hay documentada la siguiente descendencia: Fernando, Álvaro, Gonzalo, Sancha, María y

Elvira.

Para abundar más al respecto de este personaje y de su linaje, puede leerse, por ejemplo, a Sánchez de

Mora, A. (2003): La nobleza castellana en la plena Edad Media: el linaje de Lara, Tesis Doctoral,

Universidad de Sevilla; Torres Sevilla-Quiñones de León, M. C. (1999): Linajes nobiliarios de León y

Castilla: Siglos IX-XIII, Salamanca, Junta de Castilla y León, Consejería de Educación y Cultura.

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II de Inglaterra, suegro de Alfonso VIII, arbitró el asunto dictando en Westminster un

laudo (en fecha 16 de marzo) por el cual debe volverse a la frontera castellano-navarra

de aquel año 1158 (fecha en que ambos litigantes fueron reyes), lo cual significa que La

Rioja, tomada en 1162-1163, debe volver a Castilla y Castilla debe devolver lo tomado

en 1173-1176, pagando una indemnización a Navarra, cuyo rey Sancho VI, acepta, te-

niendo el rey navarro muy claro que él no tiene que rendir vasallaje ni a Castilla ni a

ningún otro reino. Así pues, las fronteras entre los reinos cristianos se quedan como es-

tán, según lo dicho.8

Tras lo dicho, Alfonso VIII se ocupó de sus quehaceres de rey: Concedió el mismo

fuero de Logroño a Miranda de Ebro,9 incorporó a la orden cisterciense el monasterio de

Santa María la Real de Valdeiglesias10

(haciéndolo depender de la Santa Espina, en Va-

lladolid), donó Maqueda y su tierra,11

como encomienda, a la Orden de Calatrava, etc. Y

disfrutó con su mujer, la inglesa Leonor.

8 La Rioja, de la que ya hemos tratado anteriormente, se vinculará a Castilla y no a Navarra ni al País

Vasco. Pero Alfonso VIII seguirá apeteciendo La Rioja no como vinculada sino como anexionada en los

años sucesivos, como podremos ver.

9 En la provincia de Burgos, con un alfoz de 37 aldeas.

10

En Pelayos de la Presa (Madrid).

11

Provincia de Toledo.

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REINO DE LEÓN

Desde la Santa Sede, el Papa Alejandro III, mediante bula, reconoció a la Orden de

Caballería de San Julián del Pereiro, fundada, como podemos recordar, en 1156,12

que

se desenvuelve, bajo regla cisterciense, en el reino de León, con libertades y privilegios,

para defender la fe y luchar contra los musulmanes, siendo ahora su maestre Gómez

Fernández Barrientos.13

Noticiable del reino leonés es también que Fernando II otorgó y confirmó fuero a la

ciudad de Lugo, una ciudad en la que hubo de intervenir regiamente en más de una oca-

sión, mediando entre obispado y pueblo.

También, mediante el fuero de que goza Palencia, los judíos quedan eximidos de la ju-

risdicción regia, pasando a depender directamente del obispo y del cabildo de la ciudad.

Blasón de la Orden de San Julián del Pereiro:

Un peral silvestre con las raíces descubiertas sobre campo de oro

12

Durante el reinado de Fernando II (1137-1188).

13

Esta Orden habrá de convertirse en la de Caballeros de Alcántara, que nos dará para sus historias en lo

sucesivo. Gómez Fernández Barrientos, maestre entre los años 1174-1200, sucedió al primer maestre,

Suero Fernández Barrientos (1156-1174). Ambos eran hermanos, salmantinos.

De entre todas las Órdenes Militares de origen hispano, es sin duda la de Alcántara (localidad cacereña)

la que alcanzó un mayor protagonismo en el ámbito territorial de la actual Extremadura. Su nacimiento, a

mediados del siglo XII, está relacionado con los intereses militares y colonizadores de la monarquía leo-

nesa que, en esos momentos, intentaba por todos los medios consolidar su frontera meridional.

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Blasón de la Orden de San Julián del Pereiro, con el peral sin hojas, apareciendo

también la que sería cruz flordelisada como Orden de Alcántara

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REINO DE ARAGÓN

El obispo Pedro Torroja de Zaragoza, autorizó a los templarios a ocupar el castillo de

Cella14

para que se produzca repoblación en el lugar. También se destaca la presencia

cristiana fronteriza en el castillo de Talamantes.15

El noble aragonés Pedro López de Luna se convierte en el primer castellán de Am-

posta16

con jurisdicción sobre todas las posesiones de la Orden de San Juan no sólo en

Catalunya, sino también en Aragón.

14

Provincia de Teruel. Sólo queda un paño de muro de piedras irregulares y se distingue la base de un to-

rreón rectangular, situado en la pequeña meseta donde se enclavó, siendo moriscos los restos que se con-

servan. A la historia ha pasado este lugar gracias también al Cantar de Mío Cid, ya que en esta villa se

reunieron las tropas de Don Rodrigo para conquistar Valencia. Más tarde, el rey aragonés Alfonso I el

Batallador intentó poblar aquí, en 1127. Ya en el siglo XIV, este castillo desempeñó un importante papel

en la guerra aragonesa con Castilla, de lo cual hay constancia de varias reparaciones.

15

El castillo de Talamantes (Zaragoza) aparece citado en documentos históricos desde el siglo XII. A

partir del siglo XIV perteneció a la Orden del Temple y un siglo después a la Hospitalaria de San Juan.

Es un edificio no muy grande, pero sólido, construido en mampostería. Formaba parte de un conjunto

defensivo de planta alargada y estrecha, adaptada al terreno de la roca en la que se asienta, lo que difi-

cultaba su aspecto. Se conserva en buen estado el muro del lado norte que está recorrido por un camino de

ronda y coronado de almenas perforadas por una saetera.

En su centro se refuerza con un torreón rectangular sobresaliente a extramuros sin cierre en su parte

interior y que ha perdido el remate. En el lado oeste se encuentran las ruinas de la torre principal, reba-

jada en altura, de planta cuadrada de unos 6 metros de lado. La puerta de acceso a esta torre se abría al

patio de armas pero ha desaparecido. También ha desaparecido el muro del lado sur al fallar la base.

16

La Castellanía de Amposta (Tarragona) fue un priorato de la Orden Hospitalaria de San Juan (Orden

de Malta) en la Corona de Aragón desde el siglo XII hasta mediados del siglo XIX.

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~ 16 ~

CATALUÑA

Las noticias de Cataluña en este año 1177, bastante relacionadas con el auge o rele-

vancia de los herejes cátaros o albigenses,17

entre otras, son las siguientes:

La muerte del conde Ramón V de Pallars Jussà, dejando como heredera a su hija Va-

lença, tutelada por el rey Alfonso II de Aragón.

El conde Ramón V de Toulouse, ante Capítulo General Cisterciense, denuncia a los

cátaros o albigenses como herejes y no es capaz de controlarlos.

Guillem Berenguer, hermano bastardo de Alfonso II y abad de Montearagón,18

es

designado obispo de Lérida,19

teniendo sus miras también en combatir a los cátaros o al-

bigenses.

Los templarios se hacen (comercialmente) con la Torre Grallera.20

Alfonso II funda Puigcerdà21

y la hace capital del condado de Cerdaña, eximiendo de

impuestos a todos los que se trasladen al nuevo lugar desde El Vilar d’Hix,22

para le-

vantar, mantener y defender las murallas de protección frente al condado de Toulouse.

17

Ver Epílogo.

18

Provincia de Huesca.

19

Era hijo bastardo del conde Ramón Berenguer IV de Barcelona, uno de los conquistadores oficiales

de Lérida en 1149.

En 1186, delante del capítulo de la catedral juró mantener y conservar íntegramente los privilegios y

concesiones que le había hecho su predecesor el obispo Guillem Pere de Ravidats. Eran tiempos de

inseguridad jurisdiccional y la organización de la nueva diócesis leridana no estaba muy madura.

Berenguer fue abad de Montearagón, obispo de Tarazona (Zaragoza), antes que de Lérida, y posterior-

mente, en 1191, arzobispo de Narbona.

Se sospecha que, dada su ascendencia principesca, hizo esfuerzos para recortar la dependencia que la

sede leridana tenía entonces respecto la metropolitana tarraconense.

Hubo de afrontar el peligro de la herejía cátara sobre su diócesis. Combatió cuanto pudo a los herejes,

siéndoles muy molestos. Su muerte será en 1192.

20

En Torrefarrera (Lérida).

21

Provincia de Gerona.

22

Actual Bourg-Madame (Francia).

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~ 17 ~

VENECIA

En el marco político del Imperio Germano por controlar Italia protagonizado por Fe-

derico I Barbarroja, completamente derrotado en mayo del año pasado (1176), como

podemos recordar, en la batalla de Legnano, donde venció la Liga Lombarda (con el Pa-

pa), el emperador se vio forzado a las correspondientes negociaciones diplomáticas, las

que dieron como resultado, en este año 1177 (mes de julio), la firma de paz en Venecia,

firmando también la ciudad de Trento y habiendo participado en el proceso negociador

y de paz el reino de Sicilia.23

El derrotado Federico, tras su derrota, no tardó en enviar emisarios al Papa Alejandro

III, que se encontraba en Anagni, exponiéndole su voluntad de poner fin al cisma cau-

sado por haber promovido y elegido al antipapa Calixto III.

Tras llegar a un acuerdo en aquellas negociaciones, se dispuso celebrar un encuentro o

conferencia, lo que tuvo lugar en Venecia durante el mes de julio, tras haber hecho Fe-

derico cuanto pudo por atemperar rivalidades en el norte italiano. Efectivamente, el do-

mingo 24 de julio, el Papa Alejandro III, desde la basílica-catedral de San Marcos en

Venecia, envió una delegación de cardenales al emperador, que se encontraba en la isla

de Lido.24

Allí, y ante dicha delegación pontificia, el emperador reconoció formalmente

la legitimidad de Alejandro III como Papa y se comprometió a deshacerse de sus com-

promisos con el antipapa Calixto. Como consecuencia de este paso del emperador, los

cardenales levantaron formalmente la excomunión que pesaba sobre el soberano desde

1160. Entonces, escoltado por el mismo dogo o dux de Venecia (Sebastiano Ziani) y por

el patriarca de Aquilea25

(Ulrico II de Treven), el emperador se dirigió a Venecia.26

23

Este tratado determinó la evolución política italiana en los años que siguen.

Los delegados del rey Guillermo II de Sicilia fueron Romualdo II Guarna (arzobispo de Salerno y reco-

nocido cronista, que dejó buen relato de los hechos que vivió) y el conde Roger de Andria (chambelán

real), en Apulia.

24

En la laguna de Venecia.

25

El patriarcado de Aquilea fue un estado y una entidad político-religiosa que existió entre los años 568

y 1751, desde donde, sobre todo bajo perfil eclesiástico, se gobernó un vasto territorio con centro en la

actual provincia italiana de Friuli.

Es fundamental distinguir entre la realidad eclesiástica y la político-territorial. Como realidad eclesiás-

tica, el patriarcado de Aquilea fue la diócesis (arzobispal y metropolitana) más grande de toda la Edad

Media después de Roma. Su jurisdicción eclesiástica llegó desde el río Danubio (al norte), el lago Balatón

(al este), el lago de Como (al oeste) y la jurisdicción eclesiástica de la península adriática de Istria (al sur).

El patriarca de Aquilea, verdadero obispo y poderoso señor feudal, estaba capacitado o autorizado para

nombrar obispos en las distintas diócesis episcopales incluidas en su jurisdicción metropolitana. Su corte

era internacional, comprendiendo personalidades de varias procedencias, lenguas y etnias. Desde Aquilea,

con muchos obispos, vicarios y mandatarios, se vinculaban y establecían relaciones entre latinos, germa-

nos y eslavos.

Aquilea era, desde antiguo, una próspera e influyente ciudad portuaria romana, con gran fuerza militar y

comercial. Fue sede o asentamiento de la Legio X Venetia et Histria. En los primeros siglos de la era cris-

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~ 18 ~

REINO DE JERUSALÉN

Contamos ahora lo acontecido en el reino de Jerusalén, reinando Balduino IV, hijo de

Amalarico, de quienes fuimos contando la trayectoria hasta el momento.

tiana, la ciudad contó aproximadamente con 200.000 habitantes y era la cuarta urbe de la Península Itá-

lica, tras las ciudades de Roma, Milán y Capua. Su importante puerto fluvial en el río Natissa era el punto

de la salida del tráfico hacia el área del Danubio, y desde aquí hacia el Nórico (territorio celta centro-

europeo) y las provincias de Iliria (la que fue Yugoslavia) y Panonia (territorio austro-húngaro).

Parece ser que, ya antes del siglo III, existió en Aquilea una comunidad cristiana muy vinculada en

origen al patriarcado eclesiástico de Alejandría. Y durante el siglo IV se convirtió Aquilea en importante

foco de cristianización en las tierras nororientales de Italia y regiones adyacentes. Sabemos que, a finales

del siglo IV (en el año 381) se celebró en Aquilea un importante concilio que promovió el obispo San

Ambrosio de Milán y presidió el obispo o patriarca del lugar, Valeriano. Fue un concilio aclaratorio de

muchas cosas y condenatorio del arrianismo. Fue a partir de entonces cuando se crearon diócesis sufra-

gáneas como la de Trento.

En el año 554, los arzobispos metropolitanos de Milán y de Aquilea rechazaron adherirse a la sentencia

pronunciada por el emperador bizantino Justiniano contra los escritos de tres obispos nestorianos (cisma

de los tres capítulos, del que tratábamos en su momento): Teodoro de Mopsuestia, Teodoreto de Ciro e

Ibas de Edesa. En 557, durante el sínodo provincial convocado en Aquilea para la elección de Paulino

como nuevo metropolitano, en sustitución de Macedonio, con la participación de las diócesis sufragáneas,

se decidió no reconocer las conclusiones del Concilio II de Constantinopla (el de los tres capítulos, en el

año 553), convirtiéndose Aquilea en iglesia o diócesis autónoma, occidental.

En el año 568, bajo presión de las invasiones lombardas, Paulino trasladó la sede metropolitana a

Grado, bajo protección bizantina, siendo proclamado patriarca. Paulino acentuó su gran autonomía res-

pecto a Roma y a Constantinopla, participando, sin embargo, dada su situación geográfica, de una pareja

vinculación con ambas. Tras el cisma de los tres capítulos, en el concilio de Pavía (año 699), Aquilea se

vinculó al ámbito católico, como Milán. Todo esto, con los hechos político-religiosos en los que ahora no

entramos, se encuentra también en los orígenes del patriarcado de Venecia.

El 3 de abril de 1077, el patriarca Sigeardo de Beilstein, en Aquilea, obtuvo del emperador germano En-

rique IV la investidura feudal, con título de príncipe, como duque de Friuli y marqués de Istria. De ese

modo, el patriarcado de Aquilea se convirtió también en principado, feudo directo del Sacro Imperio Ro-

mano Germánico.

26

Por el pacto y tratado de Venecia, el emperador, como queda dicho, reconoció al Papa Alejandro III

como legítimo; además devolvió a la Santa Sede los territorios de la misma que había ocupado, reco-

nociendo los derechos y prerrogativas, espirituales y temporales, del Papa sobre Roma y sus dominios.

Todo esto permitió que Alejandro III pudiera regresar y establecerse en Roma con gran tranquilidad (lo

hará el 12 de marzo de 1178), poniéndose fin así a los aproximadamente 12 años prácticamente como

exiliado. De todos modos, la nobleza romana le obligará a ausentarse otra vez de Roma en 1179.

Mediante la Paz de Venecia se acordó también una tregua germana de hostilidades con las ciudades de

la Liga Lombarda, a perpetuarse durante 6 años (1177-1183), lo que favorecerá que se llegue a la paz más

definitiva (la Paz de Constanza), en ese año 1183. Será cuando el emperador Federico I reconocerá de

hecho y sin ambages las libertades y privilegios de las comunas italianas.

Del mismo modo, en la Paz de Venecia se acordó tregua de 15 años entre Federico I y Guillermo II de

Sicilia, lo que favoreció el progreso y la prosperidad del reino italiano meridional.

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~ 19 ~

El 25 de noviembre, cerca de Ramla, el joven rey Balduino IV de Jerusalén (leproso)

venció a Saladino (invadiendo Siria y ambicionando conquistas) en la batalla de Mont-

gisard.27

Relatamos ahora este hecho.

El reino de Jerusalén se encontraba apurado ante la amenaza de invasión mameluca y

musulmana del ejército de Saladino, un ejército compuesto por 27.000 soldados.28

El

rey Balduino reunió a los caballeros que pudo, disponiéndose al ataque, llevando con-

sigo la reliquia de la Santa Vera Cruz. Primero fue a establecerse en Ascalón como re-

fugio y en preparación de la estrategia a seguir. El ejército de Balduino lo formaron 375

caballeros, 80 de los cuales eran templarios a las órdenes del maestre Eudes de Saint

Amand. Los más destacados caballeros que podemos mencionar fueron Reinaldo de

Châtillon,29

Jocelín III de Courtenay,30

tío materno de Balduino, y los hermanos de

Ibelín, Reinaldo de Sidón y Aubert (obispo de Belén, que era quien portaba la Vera

Cruz). La infantería fue reclutada a toda prisa, incluyendo a los burgueses, y era más

numerosa que la caballería, pero no superaban los 4.000 hombres.

27

Nombre de aquel paraje.

28

La cifra la da el cronista y arzobispo Guillermo de Tiro, contemporáneo de los hechos.

Los mamelucos eran esclavos guerreros de origen eslavo, turco o circasiano (del Cáucaso). La práctica

esclavista de los mamelucos comenzó en Irán oriental durante la dinastía samánida, la cual estaba en

constante conflicto fronterizo con los entonces turcos paganos de Asia Central y empezó a utilizar a sus

enemigos turcos (prisioneros o comprados a otros turcos) en sus fuerzas. Estos primeros mamelucos tur-

cos resultaron ser de vital importancia por sus aptitudes militares y llegaron a ocupar importantes puestos

políticos de confianza en el régimen samánida. De aquí saldría la dinastía imperial gaznávida (en el

entorno pakistaní).

Un hecho similar sucedió en el centro del califato abasida o abasí de Bagdad, donde, en el siglo IX, la

guardia califal comenzó a ser nutrida, gracias a la lealtad samánida, de mamelucos turcos. Aquí, a medida

que los califas se debilitaban, los esclavos empezaron a ganar poder, dando lugar a un caso similar a lo

que sucedió en el Imperio Romano con la célebre Guardia Pretoriana. Uno de los mamelucos de Bagdad,

Ahmad ibn Tulun, independizándose en Egipto, fundaría la dinastía hereditaria de los Tuluníes. Pero no

será hasta el siglo XIII cuando los mamelucos egipcios alcancen no mayor notoriedad y fuerza.

Dichos mamelucos de Egipto, provenientes de Ucrania y Rusia meridional, destacarán como guerreros

muy bien adiestrados y comerciantes eficaces, organizados como sultanato. Tuvieron mucho que ver,

además de en Egipto, en Siria y Palestina respecto a los cruzados. Instalándose en El Cairo, mantuvieron

la custodia de La Meca y Medina. No se dieron de por sí a perseguir a las comunidades cristianas

(coptas), ni a las judías, si bien se constituyeron en fieles guardianes y protectores sociales del Islam. Nos

iremos ocupando de los mamelucos según vayamos viendo su presencia y sus actuaciones en adelante a lo

largo de la historia.

Lo cierto fue siempre que el régimen mameluco alimentó intrigas y complots, ya que cada sultán lle-

gaba al poder con la ayuda de su clan. Cuando asumían el poder, apartaban de todos los cargos im-

portantes a los hombres de confianza de su predecesor, los cuales por su parte no pensaban en otra cosa

que en vengarse. De los cuarenta y cinco sultanes del período mameluco, veintidós accedieron al poder

por métodos violentos.

29

Príncipe de Antioquía entre los años 1153-1160, por su matrimonio con Constanza de Antioquía

(1127-1163).

30

Mayordoma real de Jerusalén.

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~ 20 ~

El ejército cristiano atacó por retaguardia al musulmán y de forma sorpresiva, lo que

produjo una gran confusión en las filas del ejército de Saladino, quien se salvó de mi-

lagro gracias a la abnegación de los mamelucos que conformaban su guardia personal,

que murieron casi todos alrededor de él.31

El ejército de Saladino, muy disminuido, huyó en desbandada hacia Egipto, mientras

las tropas cristianas eran recibidas triunfalmente en Jerusalén.32

Balduino IV ocultaba su rostro, afectado de lepra, con una máscara

Siguen a continuación otras imágenes de la batalla de Montgisard

31

Señalan las crónicas que “el joven rey, atacado por la lepra, superó todos los obstáculos y luchó con

un gran valor, lo que dio también valor a sus hombres”.

32

La victoria de Montgisard supuso la supervivencia del reino de Jerusalén hasta la muerte del rey Bal-

duino IV, que supondrá, como veremos, el declive y ocaso de dicho reino.

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~ 23 ~

PARÍS

Murió el célebre cantor y compositor de la escuela de Notre Dame de París Albertus

Parisiensis, de 32 años de edad,33

dejándonos buenos ejemplares de libros litúrgicos.34

33

Probablemente.

34

No siendo mucho lo que se conserva de él.

Los músicos de Notre Dame escribieron páginas decisivas para la historia de la música occidental al

utilizar un sistema de notación rítmica tan abstracto como coherente, la musica mensurabilis, capaz de

controlar las voces con más precisión que antes y que contribuye a que se incremente sustancialmente el

número de composiciones.

La notación musical de finales del siglo XII se realiza sobre cuatro o cinco líneas. Las claves son de Do

o de Fa (muy rara vez de Sol o Do a la octava). Las notas se reducen a cuadrados. Las notas largas se

representan por un rectángulo, más o menos alargado. Los grupos de neumas (gráficos) están separados

por líneas verticales y una doble barra indica el final de la canción. Como alteraciones nos encontramos

con la indicación de bemol, becuadro y durante el siglo XIII aparece el sostenido.

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~ 24 ~

EPÍLOGO

LOS CÁTAROS O ALBIGENSES

A los cátaros o albigenses35

los conocemos como pertenecientes a la secta surgida en

Albi (Francia) y en amplias llanuras de este nuestro país vecino, en torno a Toulouse. La

corriente, peligrosamente herética, se extendió con rapidez por muchos lugares a la re-

donda, desde el siglo XII (ya se celebró al respecto el concilio de Tours, en 1163). Y en

1167, los albigenses convocaron su propio concilio en Toulouse, constituyéndose aquí

en una Iglesia-Contra-Iglesia.

Para estos herejes, el bien es sinónimo del mundo espiritual e invisible; en cambio el

mal –criatura de Dios, representado por Satanás– es quien había creado, a modo de De-

miurgo, el mundo material y visible. Negadores de la Encarnación de Dios en Cristo Je-

sús, los albigenses creían en la condición angélica de Jesucristo y por ende, era un ser

creado, cuya misión consistió en salvar los espíritus puros encerrados o encarcelados en

los cuerpos materiales. Al considerar la materia un producto del mal, el cuerpo de Cristo

no era real sino aparente, como aparente habría sido su vida y pasión. Practicantes de un

riguroso ascetismo, prohibieron el matrimonio entre sus fieles por considerar un pecado

grave la reproducción del género humano, al constituir una inadmisible colaboración

con el señor del mundo, el mal. También rechazaron la existencia del infierno bajo el ar-

gumento de que todos los espíritus, al final de los tiempos, gozarían irremediablemente

de la vida eterna.

Por ello, creían en la necesidad de la purificación de los espíritus, lo que se llevaría a

cabo a través de sucesivas reencarnaciones. Fomentaron la pobreza como estilo de vida

y también, la caridad y las buenas costumbres. De neto corte antijerárquico y antisa-

cramental, la doctrina albigense censuró la riqueza del clero y negaron estos herejes los

principales misterios cristianos. Conservaron cuatro sacramentos, a los que no conside-

raban de institución divina sino de invención humana. Así, tenían la Eucaristía o cena

del Señor, la confesión pública de los pecados, el bautismo para el que no se usaba el

agua (por ser materia) sino la imposición de las manos, por lo que solían denominarlo,

bautismo espiritual, y por último el (peculiar) orden sacerdotal. Estaba constituido este

sacramento por obispos, que eran quienes tenían la facultad de imponer las manos, la

partición del pan, etc., siendo los coadjutores del obispo quienes actuaban como confe-

sores; finalmente existían los diáconos. Tuvieron un particular rito de iniciación en la

que debían participar los conversos.

Sus fieles eran divididos en puros y en creyentes, según el grado de compromiso que

asumieran. Así, los primeros lo constituían aquellos fieles que se obligaban a la obser-

35

Si bien hay que aclarar que no es lo mismo cátaros que albigenses, aunque doctrinalmente son lo mis-

mo. Ha de tenerse en cuenta una diferenciación tanto temporal como espacial o de lugar. Pero en ambos

casos se trata de maniqueos dualistas en lo doctrinal, creyendo en la existencia de dos voluntades supre-

mas: el bien y el mal, encontrándose en una lucha perpetua, aunque la herejía concibió sólo el principio

del bien como eterno.

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~ 25 ~

vancia de todas las reglas de la secta; en cambio, los creyentes, tenían por misión fun-

damental servir a los puros, no viéndose compelidos a la estricta observancia de las nor-

mas, por lo que se les permitía el acceso carnal siempre y cuando lo hicieran en el mar-

co del concubinato atento a no tener por finalidad la procreación. Tuvieron diversos ri-

tos, caracterizándose uno de ellos como regenerativo, denominado Consolamentum (pa-

ra la purificación del alma), que para el caso de los creyentes sólo era recibido en su

lecho de muerte. En general, el culto de los cátaros o albigenses consistió en una comida

ritual (o fracción del pan), el Melioramentum (o confesión general y ayuno) y el beso de

paz entre los participantes, con lo que el rito concluía. Entre los principales hombres de

la Iglesia opuestos y combativos a la herejía cátara-albigense tenemos a San Bernardo

de Claraval, Santo Domingo de Guzmán y el Papa Inocencio III (1198-1216).

El golpe decisivo contra los albigenses le tendremos en batalla (cruzada), con protago-

nismo de Simón de Montfort, quien los derrotará en 1213 (batalla de Muret). Durante el

pontificado de Alejandro III (1159-1181) se tuvo el III Concilio Ecuménico de Letrán

(año 1179), en el que se condenó explícita y solemnemente la herejía albigense. Y todo

ocurrirá como en los comienzos, con suma rapidez, súbitamente.

De las múltiples herejías que brotan y rebrotan en aquellos siglos de fe y de religio-

sidad, la más temible es la de los cátaros o albigenses. ¿Cómo se explica este fenómeno,

que una herejía de raíces próxima o remotamente orientales prosperase tanto en tierras

de Occidente y en países profundamente católicos?

Empecemos por confesar que no conocemos bien sus orígenes y, por tanto, se nos es-

capan algunos elementos para dar con su perfecta explicación histórica. Podemos, sin

embargo, adelantar varias razones. El catarismo arraigó tan hondamente en la Francia

meridional, primero, porque no se trataba de una herejía puramente gnóstica, al modo

alejandrino o persa, de altas especulaciones filosóficas y de complicadas fantasías reli-

giosas, sino de un movimiento herético de consecuencias prácticas y morales, que ase-

guraba a los fieles la remisión total de los pecados y la salvación eterna; segundo, por-

que adquirió un carácter popular y fanático, que ayudó mucho a su difusión; tercero, por

su aspecto reformista y acusador de los abusos de la nobleza eclesiástica, cuyas riquezas

y costumbres mundanas escandalizaban al pueblo y daban en rostro a la burguesía laica,

cuarto, por los restos de viejas herejías que no habían sido del todo exterminadas;

quinto, porque justificaba la codicia de bienes eclesiásticos y favorecía las ambiciones

políticas de ciertos señores feudales.

El apelativo de cátaros (puros, en terminología griega) se les dio a estos herejes, ge-

neralmente en Alemania, durante el siglo XII, según lo refiere por primera vez el abad

Egberto de Schönau (al que ya nos referíamos en su momento, anteriormente). Razón de

tal denominación fue sin duda las semejanzas que se les encontraban con los nova-

cianos, designados como cátaros por el Concilio de Nicea del año 325.

El pueblo los llamaba en algunas partes gazzari (de donde se deriva en alemán ketzer,

hereje) y también catharini o patarini, quizá por confusión con los fervientes católicos

de la Pataria milanesa, que combatían el matrimonio de los clérigos (también hicimos

ya las correspondientes alusiones a ellos en su momento); pero el nombre que prevale-

ció fue el de albigenses, porque de la ciudad de Albi (la antigua Albiga, albigeois en

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~ 26 ~

francés y albigensis en latín) procedían los que se apoderaron de Toulouse, baluarte

principal de la secta.

Si hemos de creer a los primeros polemistas católicos que escribieron contra los albi-

genses, la doctrina de estos herejes tiene origen maniqueo. Esto es lo que hasta nuestros

días se ha venido afirmando casi unánimemente, sosteniéndose que los maniqueos, tan

perseguidos en el Imperio Romano, perduraron ocultos en Oriente, reaparecieron en los

paulicianos de Siria y de Frigia, perpetuándose en los herejes gnósticos del siglo VII y

siguientes y en los bogomilos de Bulgaria, fundados en el siglo X por un tal Basilio, a

quien por sus errores gnósticos mandó quemar el emperador. De Bulgaria se habrían

extendido por Dalmacia, a Italia y Francia, y por Hungría a Bohemia y Alemania.

Bien dice el dominico Antoine Dondaine que si los polemistas católicos de la Edad

Media hubiesen estado bien informados sobre las otras gnosis dualistas de origen cris-

tiano, como lo estaban sobre el maniqueísmo, no hubieran afirmado tan tajantemente el

carácter maniqueo del catarismo. En fin, hay muchas opiniones, dudas e incertidumbres

históricas sobre cátaros y albigenses.

Lo cierto es que si en el siglo XI se dan casos esporádicos de herejía, en el siglo XII

pululan en todas partes, especialmente en Francia y en el norte de Italia, de tal manera

que las autoridades civiles se alarman y apelan a procedimientos severísimos de repre-

sión.

San Bernardo recorrió Aquitania y el Languedoc, y dijo no ver más que templos sin

fieles, fieles sin sacerdotes, sacerdotes sin honor, cristianos sin Cristo. Se dirá que eso

es oratoria, pero escúchese algo más tarde, en 1177, la voz de un laico, el conde

Raimundo V de Toulouse, en su súplica al abad del Cister: “La herejía ha penetrado en

todas partes. Ha sembrado la discordia en todas las familias, dividiendo al marido de

la mujer, al hijo del padre, a la nuera de la suegra. Las iglesias están desiertas y se

convierten en ruinas. Yo por mi parte he hecho lo posible por atajar tan grave daño,

pero siento que mis fuerzas no alcanzan a tanto. Los personajes más importantes de mi

tierra se han dejado corromper. La multitud sigue su ejemplo, por lo que yo no me

atrevo a reprimir el mal, ni tengo fuerzas para ello”.

La mayoría de la secta profesaba un dualismo absoluto, con todas sus consecuencias.

Así, por ejemplo, el Liber de duobus principiis, dado a conocer en 1939 por el P. Don-

daine, libro de origen cátaro que ha venido a corroborar lo que ya sabíamos por otras

fuentes, enseña que hay dos principios supremos, increados, eternos, entre los cuales

existe una oposición radical e irreductible: el principio del bien, del cual procede el rei-

no del espíritu, y el principio del mal, del cual procede el reino de la materia. Estas pro-

cedencias, ya tengan carácter de emanación, ya de creación, ambas son eternas. No exis-

te la Trinidad en sentido cristiano, porque el Hijo y el Espíritu Santo son emanaciones,

quizá criaturas superiores, subordinadas al Padre. Dios no es omnipotente, porque su

acción está limitada por el principio del mal, que se introduce en todas sus criaturas. Del

espíritu bueno proceden todos los seres espirituales y el alma humana, mientras el cuer-

po del hombre y los seres materiales proceden del principio malo. Por un pecado, que se

explicaba de manera muy variada, buen número de los espíritus cayeron del mundo su-

prasensible, al mundo de la materia y fueron encarcelados en cuerpos sometidos al

“principio de este mundo”.

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Compadecido de los espíritus cautivos, Dios misericordioso envió a Cristo para redi-

mirlos. Cristo, emanación suprema de Dios, tomó un cuerpo meramente aparencial en

María, la cual no era mujer, sino puro ángel. Entró en ella por un oído y salió por el otro

en forma humana, sin contacto alguno con la materia, que es esencialmente mala.

No podía por lo tanto sufrir o morir, sino en apariencia. La redención consistió en

manifestar Cristo a los hombres la grandeza originaria del elemento espiritual que en

ellos se encierra, y en enseñarlos a liberarse del elemento material.

Por supuesto, negaban la resurrección de la carne; admitían en cambio la metempsí-

cosis o transmigración de los espíritus de un cuerpo a otro, hasta cumplir el ciclo de sus

expiaciones y remontarse al cielo. No hay otro infierno que el reino de la materia. Todo

sucede fatal y necesariamente en ambos mundos, y ni en Dios ni en las criaturas se da el

libre albedrío.

Algunos aceptaban toda la Biblia; otros el Nuevo Testamento en su integridad y del

Antiguo sólo los libros proféticos. Generalmente abominaban de la Sinagoga y la Ley

Mosaica, identificando al Dios de los judíos con Satanás.

Los albigenses sostenían la moral de los perfectos, la “endura” (la muerte lenta por

inanición). Como para salvarse era preciso liberar el alma del cuerpo, el espíritu de la

materia, se comprende que la moral y la ascesis derivadas lógicamente de aquella teo-

logía fuesen inhumanamente duras. En efecto, a fin de incorporar lo menos posible de

materia y disminuir progresivamente la acción del cuerpo sobre el alma, practicaban

ayunos prolongados de cuarenta días tres veces al año, y en las comidas se abstenían

completamente de carnes, huevos y lacticinios. Unos guardaban este régimen casi

exclusivamente vegetariano por horror a la materia, otros por la creencia en la metem-

psícosis, pues pensaban que en los animales residían las almas de hombres que no per-

tenecieron a la secta.

Tenían por el acto más material de todos, y por tanto el más aborrecible, el de la ge-

neración, aun entre esposos legítimos; de ahí su horror al matrimonio, que al propagar la

vida multiplica los cuerpos en servicio de los intereses satánicos. El uso del matrimonio

era para ellos más gravemente pecaminoso que el adulterio, el incesto o cualquier otro

acto de lujuria, porque se ordena directamente la procreación de los hijos, lo cual es

esencialmente demoniaco.

Lejos de haber sido instituido por Dios, el matrimonio fue prohibido en el paraíso,

cuando el Señor vedó a Adán y Eva comer la fruta del árbol central. El catarismo, pues,

imponía una castidad perfecta y perpetua. No contento con destruir de este modo la fa-

milia, combatía no pocas instituciones sociales, como el juramento de oficio, la partici-

pación en cualquier proceso criminal, la pena de muerte y todas las guerras, aun las de-

fensivas. Esta condenación del ejército y de la justicia, ¿no era abrir la puerta al anar-

quismo y a la ruina de la sociedad?

Su pesimismo radical ante la vida los conduciría, con perfecta lógica, hasta el suicidio.

Había quienes se hacían abrir las venas en un baño y morían suavemente; otros tomaban

bebidas emponzoñadas o se daban la muerte en diversas maneras. La más usada era la

endura, lento suicidio, que consistía en dejarse morir de hambre. De los casos que co-

nocemos, algunos acabaron su vida al cabo de sólo seis días de ayuno absoluto; otros

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~ 28 ~

duraron siete semanas e inmediatamente eran venerados como santos y propuestos al

pueblo como modelos.

Esa moral y esa ascesis que hemos descritos obligaban solamente a los perfectos, no a

los simples creyentes, que eran la mayoría.

Todos los perfectos tenían obligación de hacer lo posible por ganar adeptos, y pecaba

gravemente el que, tratando con un individuo extraño a la secta, no tratara de conver-

tirlo. Así se explica su enorme proselitismo. De mil maneras hacían la propaganda: fre-

cuentemente ejercían la profesión de médicos para introducirse más fácilmente en las

familias e imponer al enfermo el rito del consolamentum, especie de bautismo cátaro;

también mantenían talleres y oficinas, especialmente de tejidos, para influir como patro-

nos en los aprendices. De ahí que el nombre de tisserand (tejedor) en Francia, fuera si-

nónimo de hereje.

No poseemos datos concretos y seguros para trazar una estadística de su difusión en

los diversos países, pero eran bastantes miles, en épocas más despobladas que la

nuestra, aunque el siglo XII fue de aumento demográfico. La región más poblada de

cátaros era sin duda la del mediodía de Francia. De su fuerte densidad herética se puede

juzgar por los contingentes de tropas que levantaron contra los cruzados de Simón de

Monfort. Guillermo de Tudela (1199-1214), el autor de la Chanson de la Croissade,

asegura que los alzados en armas contra los católicos pasaban de 200.000, cifra indu-

dablemente exagerada. Reducida a la cuarta parte, todavía nos da fundamento para su-

poner que la herejía había echado largas y profundas raíces en una región que espontá-

neamente lanzaba al combate 50.000 hombres.

Probablemente sea la herejía albigense, a pesar de todo, una de las más conocidas de

la Edad Media. Estuvo activa desde mediados del siglo XII hasta mediados del siglo

XIII.

La Corona de Aragón, incluida Cataluña, se verá envuelta en el fenómeno albigense.

Ya veremos cómo un hecho importante al respecto será el de la muerte de Pedro I en

Muret (año 1213), frente a las fuerzas cruzadas comandadas por Simón de Montfort. Es

irónico constatar que Pedro I, que había participado en la cruzada de las Navas de To-

losa, moriría a manos de otros cruzados defendiendo a sus vasallos albigenses (también

se daba cuenta de la dimensión política de la cruzada). Luego, Jaime I no los defendería,

pero tampoco los perseguiría duramente en sus territorios peninsulares, pasándole el

asunto a la Inquisición.

Pero de la predicación y realización de la cruzada contra los albigenses ya trataremos

en su momento. A partir de entonces, el catarismo albigense languidecerá hasta su com-

pleta extinción a principios del siglo XIV.

Podemos recordar también que, entre la gente común, los cátaros o albigenses fueron

llamados normalmente los Hombres Buenos, en reconocimiento a su carácter santo y

espiritual, que contrastaba notablemente con el clero normalmente institucionalizado de

la cristiandad de entonces.

“El movimiento de los cátaros o albigenses volvió a proponer antiguas herejías, co-

mo la devaluación y el desprecio del mundo material –la oposición contra la riqueza se

convierte rápidamente en oposición contra la realidad material en cuanto tal–, la nega-

ción de la voluntad libre y después el dualismo, la existencia de un segundo principio

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del mal equiparado a Dios. Estos movimientos tuvieron éxito, especialmente en Francia

y en Italia, no sólo por su sólida organización, sino también porque denunciaban un

desorden real en la Iglesia, causado por el comportamiento poco ejemplar de varios

representantes del clero”.36

Cruz cátara, conocida también como Cruz de Occitania

36

Benedicto XVI: Audiencia General del miércoles 13 de enero de 2010.

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