la política. javier franzé

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1 La política: ¿administración o creación? Javier Franzé (Universidad Complutense de Madrid) INTRODUCCIÓN Y PROBLEMA El objetivo de estas notas es ensayar una respuesta al problema de qué es la política. Se partirá de la exposición de lo que entiendo son los dos modos fundamentales de comprender la política en la tradición occidental, el concepto de política como creación radical y el concepto de política como administración, con el objeto de construir un concepto no normativo —que no describa el Deber Ser sino el Ser, sin que éste entrañe Deber Ser alguno—, anti-esencialista —entendido como el dominio de la contingencia y la eliminación de los elementos necesarios— y afincado en una concepción simbólica o discursiva de la política —según la cual no son los sujetos ni los objetos los que poseen un sentido en sí, sino que éste debe ser construido y atribuido—. En las notas conclusivas se argumentará sintéticamente y a modo de recapitulación en dirección de sostener un concepto de política relacionado con la noción de “primacía de lo político”. LAS DOS PERSPECTIVAS: POLÍTICA COMO ADMINISTRACIÓN, Y POLÍTICA COMO CREACIÓN En la tradición occidental la discusión central a la hora de definir la política radica en la contraposición entre dos interpretaciones: la que entiende la política como administración de elementos externos a ella y ya dados en la comunidad, y aquella que interpreta la política como creación radical de la comunidad y, por tanto, como acto en el que creación y ordenación (lo que habitualmente se entiende como “gobierno”) son momentos simultáneos y mutuamente afectados (Franzé, 2004, cap. 4). Esta contraposición ha tomado muchas veces la forma de una discusión entre aquellas reflexiones que entienden la política como algo que se caracteriza por los fines que busca y otras que entienden que se distingue por los medios con que opera, cualesquiera sean sus fines. En la concepción administrativa de la política, ésta aparece siempre sujeta a elementos externos. Esto se da de dos maneras tradicionales: pensando la política como un ámbito junto a otros de la vida social (Estado o sistema político) y/o como subordinada a fuentes externas inmodificables para la acción humana (la historia, la biología, el sentido del mundo, la naturaleza humana). En ambos casos, la política puede presentarse incluso ejerciendo un aparente rol director o de arquitecta, que en verdad se reduce a ser administrador de las leyes de los otros ámbitos sociales (típicamente, la economía) o las de esas instancias que imponen unas reglas irresistibles (la Historia entendida al modo teleológico, por ejemplo). Su rol entonces será básicamente el de buena administradora de lo que está producido en otro lado, de lo que ya viene dado y la trasciende. En ese sentido, una buena política

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El autor plantea dos modos fundamentales de comprender la política en la traducción occidental, el concepto de política como creación radical y como administración con el objetivo de construir un concepto no normativo (...).

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La política: ¿administración o creación?

Javier Franzé (Universidad Complutense de Madrid)

INTRODUCCIÓN Y PROBLEMA El objetivo de estas notas es ensayar una respuesta al problema de qué es la política. Se partirá de la exposición de lo que entiendo son los dos modos fundamentales de comprender la política en la tradición occidental, el concepto de política como creación radical y el concepto de política como administración, con el objeto de construir un concepto no normativo —que no describa el Deber Ser sino el Ser, sin que éste entrañe Deber Ser alguno—, anti-esencialista —entendido como el dominio de la contingencia y la eliminación de los elementos necesarios— y afincado en una concepción simbólica o discursiva de la política —según la cual no son los sujetos ni los objetos los que poseen un sentido en sí, sino que éste debe ser construido y atribuido—. En las notas conclusivas se argumentará sintéticamente y a modo de recapitulación en dirección de sostener un concepto de política relacionado con la noción de “primacía de lo político”. LAS DOS PERSPECTIVAS: POLÍTICA COMO ADMINISTRACIÓN, Y POLÍTICA COMO CREACIÓN En la tradición occidental la discusión central a la hora de definir la política radica en la contraposición entre dos interpretaciones: la que entiende la política como administración de elementos externos a ella y ya dados en la comunidad, y aquella que interpreta la política como creación radical de la comunidad y, por tanto, como acto en el que creación y ordenación (lo que habitualmente se entiende como “gobierno”) son momentos simultáneos y mutuamente afectados (Franzé, 2004, cap. 4). Esta contraposición ha tomado muchas veces la forma de una discusión entre aquellas reflexiones que entienden la política como algo que se caracteriza por los fines que busca y otras que entienden que se distingue por los medios con que opera, cualesquiera sean sus fines. En la concepción administrativa de la política, ésta aparece siempre sujeta a elementos externos. Esto se da de dos maneras tradicionales: pensando la política como un ámbito junto a otros de la vida social (Estado o sistema político) y/o como subordinada a fuentes externas inmodificables para la acción humana (la historia, la biología, el sentido del mundo, la naturaleza humana). En ambos casos, la política puede presentarse incluso ejerciendo un aparente rol director o de arquitecta, que en verdad se reduce a ser administrador de las leyes de los otros ámbitos sociales (típicamente, la economía) o las de esas instancias que imponen unas reglas irresistibles (la Historia entendida al modo teleológico, por ejemplo). Su rol entonces será básicamente el de buena administradora de lo que está producido en otro lado, de lo que ya viene dado y la trasciende. En ese sentido, una buena política

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sólo puede aspirar a ordenar bien, a reconstruir el orden de esas piezas, el cual viene inscrito en ellas, le es inherente. La política entonces no es creativa, sino reconstructora de un orden que le trasciende: para decirlo con el lema académico “fija, limpia y —en el mejor de los casos— da esplendor”; esto es, construye el buen orden, entendido como vida buena, seguridad individual o realización de la humanidad del hombre en una sociedad sin clases. La concepción de la política como creación contingente radical supone abandonar la noción de lugar presente en la visión administrativa de la política como ámbito y de subordinación a otras instancias, para entrar en la de intensidad y cristalización del sentido que permite la configuración misma de la comunidad y su orden. En este sentido, entiendo que lo que se pone en juego entre ambas concepciones no es tanto la autonomía, como la primacía de la política, pues la cuestión no es si la política puede darse sus propias normas, pues éstas bien pueden significar un situarse junto a las de las otras esferas y, por lo tanto, redundar en la autolimitación de ordenar/administrar el rompecabezas de los distintos ámbitos sociales y sus leyes, sino si la política es la creadora de la comunidad y de los sujetos e, incluso, de esos otros “ámbitos” (ahora entrecomillados). En la tradición occidental ha dominado la visión de la política como administración, mientras que la de creación ha sido subalterna y especialmente combatida y relegada. La distinción entre la política y lo político Para marcar distancias respecto de la concepción tradicional, varios autores —Lefort (1981; 1990; 2004), Rancière (1996; 2001; 2006a; 2006b; 2007), Bourdieu (2000a; 2000b; 2001); Mouffe (1999), Laclau (1985; 1990; 2005), Castoriadis (1975; 1998)— que participan de esta perspectiva de la política como creación contingente recurren —empleando en cada caso distintos términos— a la distinción entre la política y lo político para indicar la diferencia entre los distintos órdenes históricamente cristalizados y ciertas formas o lógicas (no contenidos fijos) que los producen, y que por tanto están presentes en todos esos órdenes políticos, más allá de sus contenidos particulares: un principio configurador del orden (Lefort: 1990), la lucha entre profanos y profesionales por la constitución misma del campo político (Bourdieu: 2000b), el antagonismo y la hegemonía (Mouffe: 1999; Laclau y Mouffe: 1985), la explicitación del carácter auto-creado del orden cristalizado (Castoriadis: 1975) y la emancipación del orden dado, entendido como el desacuerdo en nombre de la igualdad con su forma de distribuir y atribuir lugares y funciones a las partes de la comunidad (Rancière: 1996). En todos los casos, esta forma (lo político) es fundacional de la comunidad y el orden históricamente dado (la política), para legitimarse, tiende a velarla, a negar que sea una forma y que sea fundacional. El orden dado se presenta, al contrario, como un contenido fijo, esencial, a priori, derivado de instancias externas a la voluntad y creación humanas. El encuentro entre la política y lo político —para estos autores— es siempre conflictivo, por lo que la vida política está hecha de una doble lógica: la de desvelamiento del carácter del sentido establecido (lo político), que puede provenir de cualquier espacio comunitario, y la de reproducción y naturalización del sentido establecido, centrada en el Estado o sistema político (la política).

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Esta distinción debe mucho al concepto de lo político de Carl Schmitt (1991), si bien él mismo no la formula. Por otra parte, la reflexión de Schmitt sobre la relación entre lo político y la cuestión de las esferas o ámbitos sociales tiene su originalidad, porque permite hablar de “ámbitos” y a la vez de lo político como creación de la sociedad (y, por tanto, también de esos ámbitos). La diferencia es que para Schmitt esos ámbitos forman parte de lo político y luego cobran cierta autonomía, aunque nunca puede llamárseles autónomos con total propiedad, pues responden a lo político y pueden modificarlo, según la intensidad del problema que en ellos surja. Los ámbitos nunca son equiparables entre sí; lo político no es un ámbito más entre otros, sino el que determina la existencia de los mismos, lo cual se da sólo en un tipo de sociedad histórica, la liberal, que por otra parte no se libra de lo político, aunque así lo crea y propague. La distinción entre la política y lo político plantea ventajas y problemas para una concepción no esencialista y no normativa de la política. Estos autores señalan, con razón según mi criterio, que la interpretación tradicional —que identifican generalmente con el término “la política”— resulta un obstáculo para la comprensión de los fenómenos políticos por al menos los siguientes motivos: a) porque al enfocarlos como consecuencia cuasi-necesaria de la existencia de otros factores determinantes a priori (naturaleza humana, leyes económicas o históricas, sentido del mundo), no capta su contingencia radical ni el carácter creativo de la decisión humana que la hace posible; b) porque al circunscribir la política a un ámbito entiende que político es aquello que ocurre en un lugar ya demarcado y todo lo que queda fuera de ese ámbito no es político, con lo cual no capta el carácter político de la demarcación misma (Rancière; Bourdieu), ni el principio configurador (Lefort) de la comunidad, ni el rasgo político de aquello que no está inserto en la institucionalidad y en el poder político, pero que puede reproducirlo y/o corroerlo; c) porque entiende la política a partir de la relación entre actores, demandas y sistema político, sin preguntarse por la constitución misma de los actores, las demandas y el sistema político. Otra de sus ventajas —en este caso, del concepto de lo político— es que al quebrar la identificación entre política y Estado resulta iluminador del carácter simbólico de la violencia1 y por lo tanto de todas las violencias presentes en la vida política. En la 1 Cuando hablamos de carácter simbólico (o concepción simbólica) de la violencia, no estamos haciendo referencia a lo que habitualmente se entiende por “violencia simbólica”, que no da suficiente cuenta teórica de lo que se busca explicar y, más aún, posee una imprecisión que tiende a reducir el concepto de lo simbólico. En efecto, la expresión “violencia simbólica” no impide el mantenimiento de la separación conceptual entre lo físico y lo simbólico y, por tanto, sugiere la asociación de lo simbólico con un tipo de violencia, la no física. La “violencia simbólica” sería aquella abstracta, indirecta, vagamente metafórica y latente, por contraste con la violencia física, que sería la única realmente concreta, directa y manifiesta. Lo simbólico sería así lo perteneciente a las palabras, gestos, amenazas, en definitiva, a lo figurado e indirecto, a lo que está en lugar de, como símbolos o síntomas de un deseo de la auténtica violencia de los golpes, las heridas y el dolor medibles y mensurables. Lo simbólico y la simbolización quedan entonces asimilados a la función de etiquetar de modo sintético lo que se busca expresar para su mejor identificación y comprensión. Como comportamiento que representa indirectamente dos significaciones, la manifiesta y la latente. Esta última sería la central y determinaría a aquélla. Éste es un concepto reduccionista de lo simbólico, pues no hace referencia a la capacidad de dar sentido a las cosas y al mundo constituyéndolos al nombrarlos, sino a la de nombrar lo que ya tiene sentido (en este caso: la violencia real, que sería la física), como si los símbolos fueran instrumentos externos a las cosas construidos sólo para designarlas. Presupone, en definitiva, la exterioridad entre palabras y cosas, lenguaje y “realidad”, abstracto y concreto, representación y contenido. La expresión “concepción simbólica de la violencia”, en cambio, refiere mejor a que la violencia no es un

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tradición occidental, predomina una concepción física de la violencia, entendida como daño material y mensurable, y por lo tanto la violencia es exclusivamente asimilada al Estado, y sólo porque posee el monopolio de la violencia legítima, entendido como la existencia de los cuerpos y fuerzas de seguridad. La violencia en política se representa como física y en un eje arriba abajo (Franzé: 2012). El concepto de lo político, al abarcar aquello que está por fuera del Estado, permite entender la violencia como algo que ocurre no sólo en el eje arriba-abajo (Estado-sociedad), sino también en un eje que podríamos denominar abajo-abajo, interno a la sociedad. Y no porque haya violencia física en la sociedad, sino porque si la política es lucha por el sentido, y ésta daña la subjetividad de los actores, en especial en una sociedad democrática debido a la pluralidad de perspectivas y valores, entonces la lucha política que tiene lugar “abajo” implica una violencia para los miembros de la comunidad, sin necesidad de intervención del Estado, en tanto también puede llevarlos a hacer aquello que no es lo que prefieren2 . Resulta paradójico, no obstante, que estos autores (Lefort, Rancière), a pesar de entender la política como lucha por el sentido no reducida al ámbito estatal, no siempre extraigan esta conclusión sobre el ámbito y el carácter de la violencia política, y parezcan oscilar entre una visión en la que la violencia es sólo estatal y física, y otra en la que la violencia no es tematizada3 . Entiendo que esta paradoja revela los rasgos normativos que muchas veces adquiere la distinción entre lo político y la política cuando se la asimila a la diferencia entre una política rupturista, creativa y no violenta por ser no estatal, y otra administrativa, reproductora del orden y por tanto violenta por ser estatal4 . Otro rasgo positivo de la distinción entre lo político y la política es que permite distinguir entre el orden dado como cristalización histórica, contingente, y lo que podríamos denominar —no sin problemas para un concepto no esencialista de la política, como veremos más adelante— una “lógica” de la política, identificada en términos generales con la lucha por el sentido (Lefort, Bourdieu, Mouffe, Laclau, Rancière). Entre sus inconvenientes —además de los ya mencionados—, caben mencionar los siguientes: problema que se juega en la dicotomía físico-no físico (“simbólico”), abstracto o concreto, material-inmaterial, sino del orden de lo simbólico en tanto depende del sentido que se le otorgue a la acción para saber si es violenta o no, sea física o no. 2 Aquí sigo la reflexión de Foucault acerca de la relación entre poder, saber y violencia: “Un principio de especificidad: no resolver el discurso en un juego de significaciones previas, no imaginarse que el mundo vuelve hacia nosotros una cara legible que no tendríamos más que descifrar; él no es cómplice de nuestro conocimiento; no hay providencia prediscursiva que le disponga a nuestro favor. Es necesario concebir el discurso como una violencia que hacemos a las cosas, en todo caso como una práctica que les imponemos; es en esta práctica donde los acontecimientos del discurso encuentran el principio de su regularidad” (1983: 53). 3 Aquí la excepción es Bourdieu, que concibe la violencia como “física y simbólica”, si bien afincada en el Estado (Franzé: 2012). Sobre la relación entre violencia y política, y sus consecuencias normativas para el concepto de política en Rancière, véase Franzé: 2011. 4 Es probable que este rasgo normativo que asimila violencia y Estado provenga de la noción de revolución como aquello no estatal que acaba con todos los males de la política, entendidos como exclusivo resultado de la existencia de un tipo histórico de Estado.

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a) En algunos casos, como en Rancière, parece plantearse como la existencia de dos

lógicas más o menos permanentes y separadas, incomunicadas salvo por su choque mutuo, y definidas menos como formas que como contenidos, pues para Rancière la política se hace en nombre de la igualdad, si bien ésta es considerada un valor infundamentado, no objetivo. En última instancia, esto llevaría a identificar la política5 —como ocurría en el pensamiento clásico— con un ámbito (ahora lo no estatal) y con el Bien, aunque ya no por su capacidad de crear un orden bueno, sino por la de subvertir un orden considerado pernicioso. Otra derivación de esta identificación es que presupone que podría haber administración (entendida como neutral), cuando en verdad siempre hay política (entendida como toma de posición, “parcialidad”) si se asume que los valores son inextirpables de toda decisión. Como se verá más adelante, no existe lo apolítico, sino la despolitización, como podemos pensar con Lefort y Mouffe.

b) Al enfatizar el carácter creativo y rupturista de lo político, tiende a identificar la

política —el orden cristalizado— como algo compacto y homogéneo y así su reproducción como reiteración de lo siempre igual a sí mismo (Lefort, Rancière, Bourdieu), oscureciendo el elemento creativo inherente también a ella.

Entiendo que es necesario criticar la asociación entre lo político-movimiento-creación-ruptura, como opuesta a la de la política-congelamiento-repetición-reproducción, pues genera un deslizamiento de creación a ruptura que acaba oponiendo creación y reproducción y, por tanto, proponiendo una imagen de la política como repetición de lo mismo y de lo político como derrocamiento del orden dado, crisis orgánica; como, en definitiva, verdadera política, convirtiéndose en el opuesto simétrico de la noción clásica normativa que identificaba la política con un orden capaz de garantizar el desarrollo de la vida buena6 . La política es el resultado de lo político y por tanto la diferencia entre ambas no es la de creación y repetición, porque aunque la política sea orden cristalizado, participa del rasgo contingente y creativo de lo político, si bien habitualmente se presenta como administración despolitizada. La política no es el fin de la producción de sentido, y toda producción es en algún grado innovación.

Si estos autores toman la política por como se presenta (necesidad), sin embargo toman lo político por lo que ellos entienden que es (contingencia). Sin embargo, es discutible que lo político, por ser interrupción de la reproducción, signifique siempre y en todos los niveles analíticos el desvelamiento del carácter contingente de la política. Tiene ese efecto en el nivel analítico del “ser” de la política, pues la mera interrupción muestra que hay otra forma posible de organizar lo político. Pero en el nivel de su representación, si el orden trastocado es presentado no como uno entre otros, sino como error, y el nuevo no como uno posible sino como verdad, el carácter contingente de su existencia queda —en ese nivel— borrado.

5 Lo que habitualmente es nombrado como lo político, en Rancière es denominado “la política”, mientras que lo que se suele denominar “la política”, en Rancière recibe el nombre de “la policía”. 6 “[E]l que hace política no es el que juega dentro de las reglas de un sistema, sino más bien el que patea el tablero”, sostiene Laclau, identificando normativamente política con un fin específico, la ruptura del orden dado; en definitiva, con la emergencia de lo político (Piscitelli y Palladino: 2005).

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En efecto, transformaciones políticas radicales desde el punto de vista de los valores —como 1789— han afectado menos el carácter fundamentado de los valores. En este sentido, la reflexión de Rancière sobre la política —lo político, en este autor— entendida exclusivamente como momento de desidentificación con el orden cristalizado, que no obstante siempre está a punto de caer en un nuevo orden policial —la política, en Rancière— pone de manifiesto el carácter inusual de la autocomprensión de la política como creación contingente.

c) En Rancière y en Castoriadis, la política es esporádica, excepcional, intermitente,

con lo cual la reproducción del orden no sería política propiamente dicha, cuando en verdad hay lucha de valores también en ella, como puede pensarse con Bourdieu y con Weber (1992b). De los autores aquí nombrados, Rancière y Castoriadis son los que más se acercan a un concepto normativo de política.

Para la construcción de un concepto clínico, no normativo y no esencialista de la política, entiendo que la distinción entre la política y lo político es productiva si se la utiliza para pensar que los fenómenos políticos no se circunscriben al Estado y para distinguir entre una “lógica de la política” (lucha por el sentido, contingente, histórica, siempre violenta y específica por obligatoria para toda la sociedad) y los órdenes históricos que el desenvolvimiento de esa lógica permite construir como sentido sedimentado7 , sin abrir juicios de valor sobre éstos ni sobre su eventual trastocamiento. UNA CONCEPCIÓN SIMBÓLICO-DISCURSIVA DE LA POLÍTICA: LA POLÍTICA COMO LUCHA POR EL SENTIDO Discurso Esta perspectiva parte de comprender “el mundo” y al sujeto como elementos desprovistos de un orden y un sentido inherentes. Son por ello objetos de discurso o de simbolización. Por discurso no debe entenderse —como habitualmente lo hacen algunas posiciones críticas— aquello vinculado a lo dicho o a lo escrito, sino que abarca lo lingüístico y extralingüístico, pues su característica es la capacidad de producir y asignar sentido. No cabe hablar, desde esta perspectiva, de elementos (actores, circunstancias, datos, ámbitos sociales) a priori, pre-discursivos, sino que éstos existen y cobran sentido en tanto adquieren significado. Una discurso no es la expresión discursiva de un movimiento real que se encuentra constituido al margen del discurso, sino que, por el contrario, ese discurso es y actúa como una fuerza real, que contribuye a moldear y constituir las relaciones sociales. El discurso así entendido, en sentido amplio y no estrecho, es donde se constituye la “realidad social” como tal. Dicho de otro modo, el discurso no es una dimensión o un nivel de una realidad ya constituida, como cuando se lo asimila a “ideología” o a las intenciones del emisor (justificación; engaño; demagogia), porque atañe no al enunciado (la opinión del que habla) sino a la enunciación (la relación entre enunciador, enunciado e interpelado). El discurso es coextensivo a la comunidad política; su requisito. De este modo, rompe las 7 Siguiendo el concepto schmittiano según el cual “El Estado supone el concepto de lo político” (Schmitt: 1991).

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dicotomías tradicionales entre teoría y práctica, dichos y hechos, palabras y cosas, objetividad y subjetividad, idealidad y materialidad, pensamiento y realidad, para constituirse como una práctica (social) productora de sentido y así de la comunidad política, de sus instituciones y relaciones, en las que encarna, cobrando objetividad y materialidad (Laclau: 2005; Aboy: 2005). Esto no equivale a anular la distinción entre objeto de discurso y “hechos” externos a la voluntad —otra crítica habitual de la interpretación reduccionista de discurso—. Que todo objeto se constituya como objeto de discurso no tiene nada que ver con que haya un mundo exterior al pensamiento. No se niega la existencia de fenómenos externos a la voluntad, sino que se puedan constituir plenamente como tales en términos de significado fuera de una atribución de sentido (Laclau y Mouffe: 1985). El concepto de mito político, de Sorel (1976), es un buen ejemplo del carácter performativo de lo discursivo en la política. El mito es un conjunto de imágenes que no son ciertas ni falsas, cuya pretensión no es describir ninguna realidad exterior, sino construir la parte fundamental de la realidad política, la voluntad de acción, el actor político en definitiva. De ahí que para él lo central del marxismo no era su pretendido cientificismo, que para Sorel es positivismo puro, sino su capacidad de construir la voluntad colectiva de un actor capaz de modificar la sociedad de raíz en sentido igualitario. Para Sorel, más importante que la existencia material de la clase trabajadora, presuntamente descubierta por el marxismo gracias al estudio científico de la historia y del capital, era la capacidad del marxismo de constituir a los trabajadores como clase al nombrarlos, básicamente a través del llamado mítico a la huelga general y a la lucha de clases. Sorel permite pensar —también Rancière— en la posibilidad de que la política se exprese, en definitiva, en la constitución de actores, más incluso que en la realización de determinadas políticas públicas. Porque si la política es lucha de valores, los actores son sus único portadores y, como tales, tienen una perdurabilidad como voluntad mayor que la de las políticas públicas, siempre sometidas a los avatares de la lucha. Si la vigencia de un valor depende antes de su encarnación en un actor que en la de una política pública, quizá la acción política en general y la evaluación de los gobiernos en particular deba reparar, al menos también, en su capacidad constructora de voluntades públicas, desplazando así parcialmente el foco de lo estatal a lo comunitario. Particularidad y universalidad Si el mundo y el sujeto deben ser construidos otorgándoles un significado que no puede sino ser infundamentado, no objetivo, entonces inevitablemente cabe la posibilidad de una lucha con otros significados. De este modo, al menos potencialmente, el pluralismo es el terreno de la política y la lucha, su lógica. Las posiciones en pugna son irremediablemente particulares; al no haber valores ni hechos objetivos, no hay universal posible. Esto plantea un primer problema a la política: la tensión entre enunciados particulares y la construcción de la comunidad. El modo de “resolver” esta tensión es que la lucha es lucha por la hegemonía, entendida como la capacidad de volver general un punto de vista particular, en hacer ver a los otros como ve uno (Bourdieu: 2001). La particularidad irremediable de todo punto vista o, para decirlo de otro modo, la

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imposibilidad de una posición universal, trae a primer plano a la subjetividad, a los marcos perceptivo-cognitivos. En esta perspectiva de la política, no sólo no hay modo de definir un universal verdadero objetivo, sino que incluso sería irrelevante su existencia en la medida en que, aun si existiera, debería ser aceptado como tal por los miembros de la comunidad política para poder existir políticamente. El terreno de la política no es el de la Verdad, sino el de lo verosímil, el de la creencia. De ahí que la capacidad de producir sentido (la simbolización), las creencias (el imaginario) y la resignificación (lucha por la significación) constituyen el centro vital de la política. Esto determina, a su vez, que la política sea fundamentalmente un problema de legitmidad, de reconocimiento de la autoridad de la voz y de la palabra enunciadas. La política no es un asunto de fuerza desnuda, de conquista de la conducta meramente físico-corporal, sino de la subjetividad. Y, por otra parte, determina también que la lucha por la legitmidad de la propia voz sea la “primera” lucha política. Si esto es así, el pluralismo no es simplemente un dato derivado de la mera existencia de los sujetos y actores políticos, sino que depende de la existencia política de éstos. No hay pluralismo porque haya voces y así discursos, sino que hay un orden del discurso, un régimen de verdad (Foucault: 1983), unas palabras autorizadas y otras desautorizadas (Bourdieu: 2001), un orden de lo decible y lo escuchable, cuya contracara es el ruido, el absurdo, lo inverosímil enunciado por sujetos privados o, al menos, no políticos ni públicos, invisibilizados para la política (Rancière: 1996). Determinación y objetividad Que la política sea una lucha por el sentido y que tal pugna esté hecha de construcciones y decisiones creativas, no significa que no haya determinación ni límite a esa creación. No hay determinación entendida al modo clásico esencialista (sea materialista, historicista, religioso o biológico), como un sentido externo a priori que se impone a los sujetos traspasando su subjetividad, conformándola de modo irresistible. Sí hay algo que condiciona la producción de representaciones: lo que Laclau (1993) llama el sentido sedimentado, entendido como una acumulación histórica de sentido, resultado de las luchas por la hegemonía y, por tanto, desprovisto de todo rasgo teleológico. Este sentido acumulado determina porque condiciona los marcos perceptivos-cognitivos, la socialización política de los sujetos, pero no cancela los procesos de resignificación. Implica, en definitiva, un orden (una estética, diría Rancière [2006a]; un habitus, diría Bourdieu [2005]; un imaginario, diría Castoriadis [1975]; un orden del discurso, diría Foucault [1983]), una materialidad encarnada en instituciones, reglas y actores, pero sometida a la precariedad y contingencia de todo orden. El lenguaje es un buen ejemplo de cómo piensa esta corriente el condicionamiento de la acción. El lenguaje, escrito y no escrito, es un sentido acumulado y sedimentado, que condiciona la representación del mundo por parte de los actores, pero a la vez permite la resignificación. Expresa la imposibilidad de percibir y conocer fuera de un sentido ya dado, esto es, con neutralidad, pero a la vez resulta una herramienta no determinista sino apropiable por la subjetividad, reformable y por ello performativa. De ahí que esta corriente preste especial atención a la retórica, no entendida como adorno, ornamento o manipulación del sentido, pues estos tres casos presuponen la existencia de una realidad antes de la enunciación y que, gracias a la eficacia de una técnica discursiva, aquella puede ser distorsionada para presentarla mejor de lo que en

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verdad es y obtener así el favor del auditorio. Por el contrario, se entiende como un instrumento que posibilita el significado y a la vez lo condiciona, que no es nunca completamente controlable por el enunciador, pues ni éste es el dueño del significado final del mensaje, siempre sujeto a la reinterpretación del receptor que, por otra parte, no es un sujeto homogéneo, ahistórico, cuyas reacciones y conductas sean previsibles. La retórica concebida como ornamentación y adorno del lenguaje entiende que la relación de sustitución es de uno a uno entre lo literal y lo figurado, mientras que la concepción discursiva de la retórica entiende que esa relación no es de uno a uno, de pura sustitución o representación, sino que en la llamada figura retórica hay una creación de sentido, un suplemento que agrega un signficado que pasa a ser constitutivo8. La retórica, como el lenguaje en definitiva, no se concibe como algo posterior y externo a lo que se significa, sino constitutivo de lo que nombra. Lo que está en juego aquí es el concepto de lenguaje, al que se puede considerar instrumento para nombrar lo ya dado o herramienta de construcción del mundo y de los actores. El análisis del discurso, y el del papel de las figuras retóricas, permite la reflexividad, al poder entender como construidos de un modo particular significados que podrían pasar, de otro modo, por naturales (Hammar, 2005). Si las teorías deliberativas o racionalistas creen en la posibilidad de un lenguaje común, preciso, una concepción simbólica o discursiva de la política entenderá que lo que hay es un cierto campo de “conceptos compartidos”, no porque se acuerde su significado, sino porque por una parte representan nociones valiosas y, por otra, porque los actores no buscan precisar el sentido de esas nociones, y por ello están disputadas (Franzé et al: 2014). Su sentido “consolidado” es siempre esquivo y se desplaza constantemente: la diferencia política no radica en que alguien diga “blanco” y otro diga “negro”, sino en que ambos al decir “blanco” dicen lo mismo y algo diferente a la vez (Rancière: 1996). De ahí que se trata de términos que son aceptados, existen en el campo de sentido que constituye a la sociedad, pero a la vez su manera de existir es la disputa, el intento de distintos discursos de atraerlos a su campo de significación, a fin de ganar el universal desde lo particular. En definitiva, cada formación política es tal porque algún punto de vista ha logrado consolidarse como común, como sentido común, lo cual ni evita la lucha ni significa un momento de racionalidad superior, en términos de transparencia y autoevidencia del significado. Hegemonía. Frontera. Significantes flotantes La hegemonía, como capacidad de volver universal el punto de vista particular, no se reduce a afirmación de sí misma, sino que requiere el enfrentamiento con otras producciones de sentido antagónicas, contrahegemónicas. Como las identidades no reposan en sí mismas sino que emergen por diferenciación, son relacionales, el discurso hegemónico necesita de la lucha con su otro para poder reproducirse y afirmarse (Laclau y Mouffe: 1985). Por lo tanto, parte de su lógica es la de la despolitización, pero el efecto de ésta no es la parálisis de la lucha, sino el demostrar que el discurso 8 Castoriadis dirá que no hay un límite preciso entre ambos elementos, lo figurado y la figura.

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contrahegemónico es inverosímil, carente de legitimidad, un puro ruido. De este modo, la hegemonía tiene como requisito la inestabilidad de la frontera que separa ambos discursos antagónicos. Esa frontera determina la diferenciación, pero no es una separación, sino que el antagonismo sólo puede construirse alrededor de una serie de elementos en disputa y por ello comunes, que oscilan y fluctúan a ambos lados de la frontera, en tanto son objeto de disputa entre ambos discursos, que buscan atraerlos al propio campo para atribuirles un sentido. Es lo que Laclau (1993; 2005) llama significantes flotantes. La frontera varía por los avatares de la lucha política, y con ella la identidad de los actores, que nunca tiene una característica definitiva, cerrada y conclusa. No hay una única demarcación, sino varias superpuestas, así como no hay un único centro de hegemonía ni de contrahegemonía. La idea de demarcación única es deudora del concepto clásico de hecho social y de sociedad como una realidad exterior con forma definida, lista para ser estudiada. En última instancia, lo que nunca tiene una forma definitiva es la comunidad misma, por lo que no se la puede relacionar con ningún contenido trascendental a ella. En este sentido, todos los elementos de la lucha política son, en definitiva, significantes flotantes, en tanto están sometidos a resignificación, que es el objeto de la lucha misma. Toda hegemonía abarca también lo que se le opone, en tanto la fuerza opositora acepta la importancia de los elementos en pugna y a la vez el significado hegemónico al menos para negarlo (Laclau y Mouffe: 1985). Aquí se ve con claridad que hegemonía no es afirmación de lo uno, sino que constituye una relación de oposición con predominio de una de las partes sobre la otra. De este modo, una hegemonía entra en crisis cuando se produce un debilitamiento generalizado del sistema relacional que define las identidades de un cierto espacio político, lo cual conduce a una proliferación de elementos vacantes, disponibles para su resignificación. Es una crisis orgánica (Laclau y Mouffe: 1985). Primacía de lo político La distinción conceptual entre la política y lo político, tal como la hemos rescatado más arriba para nuestra definición de la política, ha recibido críticas (Biset: 2010) porque estaría consolidando aquello que buscaba eliminar: una perspectiva esencialista de los fenómenos políticos. En efecto, esa diferenciación esencializaría el concepto de lo político al convertirlo en instancia externa, suprema y fundadora de la política (y de la comunidad en general). Invertiría así el dualismo clásico determinista entre lo social y la política, manteniendo los rasgos generales de la relación —una instancia fundadora como causa permanente externa de una instancia fundada—. La diferencia sería que en esta nueva definición, según la cual lo político sería decisión infundamentada, ahora lo contingente se vuelve necesario y nuevo fundamento. La instancia fundadora seguiría siendo única y externa a lo que funda, cuya diversidad se reduce a ser variaciones de lo uno. Para evitar esa re-esencialización, esta crítica reclama romper el dualismo cuasi-mecánico que se estaría dando entre lo político y la política, e introducir las mediaciones y relaciones complejas entre la política y lo político, restableciendo una

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mutua implicación entre ambos elementos (Biset: 2010). Entiendo que esta crítica de la re-esencialización de la relación entre lo político y la política se basa en distinguir dos características en ese vínculo: por una parte, entiende que lo político condensa toda la actividad (fundadora) y la política se limita a recibir esa actividad exterior a ella de un modo casi inerte; por otra parte, interpreta que se está reemplazando un fundamento con otro (la necesidad de la Historia o de la Razón con la paradójica necesidad de la Contingencia). Desde nuestra perspectiva, el modo de enfocar ambas objeciones requiere considerarlas desde el punto de vista de la producción de sentido. En cuanto a este último rasgo, habría que decir que el rasgo central de lo político es formal, no implica ningún contenido fijo; más aún, acepta todo contenido, siempre que se entienda que su carácter es contingente, no esencial. No obstante ello, la contingencia no puede operar como un fundamento de contenidos clásico, pues se limita a señalar una forma de aparición, existencia y desarrollo, no una receta exhaustiva para la construcción de la sociedad y el sujeto. En cuanto al primer rasgo enumerado, cabe afirmar que la distinción trazada entre lo político y la política no puede ser más que analítica, pues no hay vacío posible desde el que fundar, ya que sedimento e innovación se implican mutuamente. Más aún, como hemos afirmado más arriba, ambas instancias no se interrelacionan cumpliendo cada una un único rol (creación-ruptura para lo político, reproducción de lo mismo para la política) y por tanto chocando frontalmente entre sí como extrañas, sino que ambas participan de la novedad y a la vez de lo dado: la política porque busca reproducir un sentido cristalizado, pero para hacerlo necesita adaptarse a una realidad que, como la de la política en tanto que filosofía práctica, es siempre fluida y por tanto, incontrolable para el propio propósito de la reproducción; y lo político porque busca quebrar un sentido cristalizado hegemónico, pero sólo puede hacerlo en el contexto de ese mismo sentido sedimentado, pues incluso la ruptura implica relación y, así, continuidad con lo trastocado. En este sentido, lo político ya no sería una entidad externa y superior a la política, sino que la primacía de la novedad sobre la repetición permitiría pensar lo político como una configuración configurada, en la cual la política es interior y no exterior a ella. Al ser creación humana, lo político se encuentra a la vez mediado por ese mundo en el cual se crea. En definitiva, la primacía de lo político no es otra cosa que la de la frónesis, la de Aristóteles sobre Platón. De un Aristóteles, cabe decir, corregido y aumentado por Nietzsche y Weber, porque sí se delibera sobre los fines, no sólo sobre los medios para alcanzar y realizar en situaciones diversas fines objetivos y verdaderos, inherentes al hombre. La política es devenir y en ella no hay dos situaciones iguales. Politización y despolitización Lo político, entendido como criterio configurador de la comunidad y su orden, no puede ser esporádico o intermitente. Porque el orden necesita su reproducción, que no es mera repetición inercial de lo ya dicho, y porque el trastocamiento de lo cristalizado es

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siempre posible. Lo que sí hay es despolitización. Aquí los términos ayudan a graficar la idea: despolitización no es lo opuesto a lo político, sino a la politización. Si lo político es la lucha en torno a los principios configuradores de la comunidad, la despolitización consiste en presentar esos principios como algo no sujeto a disputa, y por lo tanto desprovisto de todo carácter violento: es la disolución de lo político en la administración, en la técnica, operación que suele dar por resultado la política. Pero la despolitización es sólo aparentemente la muerte del sentido, pues su consolidación exige crear y mantener la vida de un significado: la presentación de la política como administración. La despolitización es un gesto político por excelencia ya que implica el reconocimiento de que la política es lucha de valores infundamentados y hegemonía desde el momento en que aspira a cancelarla. La despolitización forma parte de la lucha por el sentido y como tal no puede sustraerse a la lógica de la frónesis. La conversión misma de lo político en la política requiere una operación de producción de sentido: la política, el orden y la necesidad de su reproducción son un discurso. Históricamente, las luchas y guerras por cuál debe ser el fundamento objetivo, verdadero y universal del orden son una muestra de la creatividad de la política. La política (y lo político) permanecen, pero desapercibidos, borrados, invisibilizados. La politización sería, entonces, la explicitación de la política como lucha de valores infundamentados y, por tanto, como algo radicalmente ajeno a la técnica y a la administración. En este sentido se puede aceptar la noción de que “la política es la lucha por la política” (Rancière: 1996) o mejor, por la politización. Esto incluye la ruptura con el uso habitual de la noción de politización como equivalente a partidización, ya que esta expresión es propia de una época de despolitización, de comprensión de la política como aquello reducido al Estado y al sistema de partidos. Especificidad de la política: generalidad y violencia La existencia de la política conlleva la de la violencia, pues el pluralismo, entendido en el sentido de Berlin (1992a; 1992b; 1998) y Weber, pero también en el de Foucault, parecen ser ineliminables. Existe violencia en el pluralismo de Berlin y Weber porque toda perspectiva supone el daño de otra. Pero también existe violencia en el pluralismo entendido a la manera de Foucault, como orden del discurso, pues siempre hay criterios y voces excluidas, violentadas. La política es una lucha por el sentido, pero no cualquier lucha por el sentido, pues al fin ésta es una característica de cualquier actividad humana, en tanto el mundo no tiene un sentido en sí y prima la interpretación, momento de construcción de ese mundo: se lucha por el sentido en el arte, en la economía, en las ciencias exactas y en la arquitectura; también en la vida cotidiana, en las relaciones interpersonales y profesionales. Entonces ¿cuál es la especificidad de la política? Que ese sentido establecido tiene que valer para todos los integrantes de la comunidad: no hay indiferencia o retiro posible respecto de él. Esto no significa que ese sentido se comparta, pero sí que se está

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inexorablemente bajo su validez/legitimidad, es decir, en el seno de la lucha, alcanzado por ella. El modo de crear, disputar y asegurar ese sentido entraña violencia. No porque la violencia per se asegure su vigencia y validez, sino porque la violencia es parte inherente de aquello que se legitima, sea cual fuere su contenido: el poder político reclama legitimidad para poder ejercer la violencia, llegado el caso extremo, sobre aquellos que rechacen el sentido vigente. No es que la política sea, digamos, lo que propone la escuela de la razón de Estado, una cuestión de fuerza/poder vertical que ejerce una presión directa sobre los gobernados y releva así al que tiene el poder de construir una hegemonía. Por el contrario, es una cuestión de acuerdo, de consentimiento, una creencia de legitimidad —aquí convergen Arendt, Gramsci, Weber e incluso Schmitt—, pero no como lo opuesto a la fuerza o al poder —como cree Arendt— (Franzé: 2011b), sino como aquello que está dentro de esa legitimidad: violencia legitimada o legitimidad de la violencia. En este sentido, política, violencia y legitimidad son inseparables, lo cual permite además evitar un concepto normativo de la política, según el cual la política sería el Bien, o mejor, aquello que acordamos nombrar como lo bueno: la no violencia, el diálogo, el consenso, el acuerdo, la no fuerza, la “coacción sin coacción del mejor argumento”, o “el actuar juntos”. Y se aleja la normatividad porque, siguiendo a Weber, la política no encuentra su especificidad en la realización de este o aquel fin, sino en ser una lucha respaldada por la violencia que cualquier fin necesita para realizarse. El énfasis en la violencia no implica necesariamente convertir el Estado en el centro de la política, por dos motivos: por un lado, porque —tal como ya se ha dicho— la violencia no proviene de un único lugar, el arriba, sino que vive también abajo, entre los distintos significados que pugnan por recoger la legitimidad o hacerse con la hegemonía, tanto si alcanzan el poder político como si no, pues aun en ese caso habrán disputado con otros —y lo seguirán haciendo— y, así, causado daño en ellos. Para que un relato expanda la violencia en la sociedad no necesita hacerse con el monopolio de la violencia legítima, basta con que luche por sus valores. En este sentido, la democracia —incluso la ideal— no sería, merced a su capacidad de igualar las voces, la anulación de la violencia, sino una sede destacada de la misma, precisamente por la expansión del pluralismo que representaría. NOTAS A MODO DE CONCLUSIÓN Hemos partido de la pregunta sobre qué es la política. Las notas que siguen buscan, sintetizando lo ya explicado, responder ese interrogante. 1. La política es una lucha por el sentido o lucha de valores contingente a través de la

cual se da la constitución misma de la comunidad, los actores y las políticas, cuya especificidad es su vínculo ineliminable con la violencia. Si bien todas las actividades humanas son una lucha por el sentido y como tales entrañan un grado de violencia, la política es la única que expande la violencia a toda la comunidad, pues ésta es el objeto de la política.

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La violencia está presente en la política no sólo porque haya un Estado con el monopolio de la violencia legítima que obliga al cumplimiento de la ley, sino porque política es construir y reconstruir la comunidad, lo cual se realiza desde diversos lugares comunitarios y entraña el daño de significados y valores: algunos porque son relegados al ruido, otros (¿todos?) porque no pueden realizarse en toda su plenitud, ya que deben negociar con los otros y con el sentido sedimentado.

2. La política no es un ámbito de la sociedad, ni dirige a otros ámbitos preconstituidos

a la política misma. La existencia de esos ámbitos es política, lo cual no impide que alcancen relativa autonomía. La política es coextensiva a la comunidad. No todo es inmediatamente político, sino que lo es potencialmente: para serlo, debe cobrar una determinada intensidad o, lo que es lo mismo, constituir el sentido de la comunidad. En este sentido, cabe hablar de primacía más que de autonomía de la política.

3. La política es permanente, no esporádica. La comunidad no se constituye de una vez

para siempre, sino que está reconfigurándose permanentemente, precisamente porque no está regida por una ley que, una vez encontrada y bien administrada, funciona sola, sino que depende de una producción de sentido. Por lo tanto, no hay administración posible, pues toda decisión implica un valor. No existe lo apolítico, sino la despolitización, que es la negación del carácter contingente e infundamentado de los valores.

De este modo, no hay una actividad de la vida política que no conlleve creación, pues si los valores son inextirpables de la decisión política y la vida comunitaria está inmersa en la frónesis, no hay repetición posible, ya que el problema acerca de cómo realizar determinados valores en tales circunstancia es permanente. La realización de valores no abarca sólo la puesta en marcha de ciertas políticas, sino también la de una política de la narración, que supone el explicar las cambiantes circunstancias presentes e históricas desde la perspectiva de unos determinados valores.

Por lo tanto, tanto la política (el orden cristalizado) como lo político (el cuestionamiento de ese orden) son creativas. No hay política sólo cuando hay ruptura del orden, sino también cuando éste se reproduce. Cabe sí hablar de primacía de lo político, en el sentido de que el orden dado (la política) es una forma entre otras posibles de lo político, afincada en el poder político, mientras que lo político no tiene lugar ni ámbito, sino una intensidad que puede provenir de cualquier espacio comunitario.

4. La política se define no por un contenido ni un fin, sino por la lógica que permite la

construcción de esos fines y contenidos, la cual entraña la hegemonía y así la violencia.

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