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“Lo que no está en internet no existe”, aseveran, no sin cierta razón, los entusiastas del instrumento que les ha facilitado sustituir la mayoría de actividades por un “clic”. No se trata, en puridad, de que la ontología de algo se resienta por no dejar su baba de caracol en la red. Hablamos más bien de accesibilidad y de puerta única. Si no estás en internet, no se te puede encontrar; si no se te puede encontrar, no puedes interactuar; si no puedes interactuar, permaneces aislado: tercer strike, descalificado. La mejor forma de evitar la insularidad pasa por las redes sociales: esos baúles que, a vista de pájaro, te dan a conocer la ideología, los gustos y poses menos favorecedoras de cualquier persona. ¿Quieres tener relevancia, influencia quizás? ¿Quieres que los demás te tengan en consideración? ¿Quieres que tus opiniones se escuchen? ¿Quieres, en definitiva, ser? ¡Hazte un perfil en una red social! Hecho que, por otra parte, no tiene que ser necesariamente negativo. El problema empieza con el consumo indiscriminado, cuando el poder-hacer y el deber-hacer se vuelven una misma cosa. Debido a la irresponsabilidad y falta de proyección de los insensatos, las redes sociales están aguando las relaciones, empolvando las palabras y estancando el tiempo. Lo están haciendo gracias a su ubicuidad. Ubicuidad que tienen porque nosotros se la otorgamos con cada concesión. Los descreídos o las despechadas suelen defender que “las palabras se las lleva el viento” y en muchas ocasiones esto es tan verificable como necesario. Las conversaciones

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Sobre las redes sociales y la palabra

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“Lo que no está en internet no existe”, aseveran, no sin cierta razón, los

entusiastas del instrumento que les ha facilitado sustituir la mayoría de actividades por

un “clic”. No se trata, en puridad, de que la ontología de algo se resienta por no dejar su

baba de caracol en la red. Hablamos más bien de accesibilidad y de puerta única. Si no

estás en internet, no se te puede encontrar; si no se te puede encontrar, no puedes

interactuar; si no puedes interactuar, permaneces aislado: tercer strike, descalificado. La

mejor forma de evitar la insularidad pasa por las redes sociales: esos baúles que, a vista

de pájaro, te dan a conocer la ideología, los gustos y poses menos favorecedoras de

cualquier persona. ¿Quieres tener relevancia, influencia quizás? ¿Quieres que los demás

te tengan en consideración? ¿Quieres que tus opiniones se escuchen? ¿Quieres, en

definitiva, ser? ¡Hazte un perfil en una red social! Hecho que, por otra parte, no tiene

que ser necesariamente negativo. El problema empieza con el consumo indiscriminado,

cuando el poder-hacer y el deber-hacer se vuelven una misma cosa. Debido a la

irresponsabilidad y falta de proyección de los insensatos, las redes sociales están

aguando las relaciones, empolvando las palabras y estancando el tiempo. Lo están

haciendo gracias a su ubicuidad. Ubicuidad que tienen porque nosotros se la otorgamos

con cada concesión.

Los descreídos o las despechadas suelen defender que “las palabras se las lleva

el viento” y en muchas ocasiones esto es tan verificable como necesario. Las

conversaciones tienen naturaleza coyuntural y efímera, de ahí que sus palabras suelan

perderse, y si vuelven, lo hacen parafraseadas con inexactitud. En el lenguaje diario es

la idea la que prevalece, mientras que el significante se desecha una vez cumplido su

cometido. El arrepentimiento, el olvido o la rectificación tienen en la conversación su

bálsamo, su posibilidad. Es ahí donde las redes sociales han trastocado el curso natural

del habla. Como en grabación continua, las palabras destinadas a la contingencia y a una

muerte rápida y noble, se quedan estancadas. Como la obra de un taxidermista, la

oración se convierte en un suicida frustrado que enmagrece y afea postrado en una cama

cibernética. Se torna sucedáneo por no haber desaparecido a tiempo.

El olvido es condición sine qua non del recuerdo. Si nada se pierde, decía J.L.

Chrétien, “la historia deviene imposible”. Puede suceder como al personaje de Borges,

Funes el memorioso, quien, incapaz de olvidar, recordaba con la misma vigencia lo

fundamental y lo accesorio, de tal forma que no tenía conceptos ni catalogaciones. Para

él no existía la esencia, pues era incapaz de olvidar lo accidental. Así, el

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almacenamiento que facilitan las redes sociales, pueden estar convirtiéndonos en el

personaje de Borges; puede que nos estén arrebatando la historia. Al no haber olvido, al

no haber discriminación, vivimos en un presente perpetuo, en un infinitud que nada

tiene que ver con el Paraíso, pues es inmovilista, pétrea, acusadora. Aquel lamento

manriqueño que rezaba: “¿Qué se hizieron las damas,/ sus tocados e vestidos,/ sus

olores?”; tiene hoy fácil respuesta: están en el muro de facebook, se hizo una foto en el

baño hace cuatro años y sigue ahí.

Un fenómeno similar sucede con el tiempo. En las redes sociales, el pasado se

congela de forma insustancial la mayoría de las veces. Los gestos -fotografiados hasta la

náusea- empiezan a perder frescura como un cadáver mal conservado, hasta que

desprenden un hedor entre rancio y patético. Sólo hay que observar una sonrisa el

suficiente tiempo para que devenga triste. Hay personas y personas como hay momentos

y momentos, y, tanto en un caso como en otro, unos caen y fermentan la tierra sobre la

que los nuevos se erigen. Es ley de vida. La conservación para ser significativa, ha de

ser extraordinaria. La fotografía que, si en origen se empleaba para que permaneciera un

instante digno de ello, ahora se multiplica hasta perder su valor, obligando a los

momentos a sucederse con torpeza, masificados, revisados una y otra vez. En la misma

línea van inventos como las gafas de Google, que significa instalarse una cámara de

vídeo en la retina –no me quiero ni imaginar la cantera de reproches que puede tener

una mujer ahí-.

Es conocido que duele el paso del tiempo y el fin que se acerca, pero la

conservación no es la vida, su valía se basa en la sucesión y la conclusión acechante.

Por lo tanto, les exhorto a vivir y dejar morir, porque quien se baja del tiempo no es

atemporal sino baldío. Así, podremos responder a Manrique que, si nuestras vidas van a

dar en el mar, bien está.