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LAOFRENDA

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LA OFRENDA

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Los únicos que oyeron el ruido fueron elalcalde y el hotelero . Ambos estaban borrachos,sentados en la pequeña entrada que servía de sala,bar y mesa de recepción. Arriba, y por ser día desemana, los seis cuartos estaban desocupados . Alpueblo sólo llegaban visitantes los fines de semana,cuando venían a depositar ofrendas al Cristo .

:que un ruido corto y suave . La tierra mojadarecibió el impacto y abrazó el objeto, cubriéndoloenseguida de vegetación. Al principio el alcalde y elhotelero pensaron que se trataba de algún borrachoque había caído a la bahía, por lo que se levantaron ysalieron sin mucho entusiasmo . Tambaleándose, seapoyaron en un costado del hotel y orinaronlargamente; entonces se dirigieron al sitio del ruido,detrás de la iglesia .

Pero no se veía nada. Sólo la luna iluminandola espectacular bahía y los habitantes del pueblodurmiendo sensatamente . Estaban a punto deregresarse, creyendo que se trataba de alguna parejade enamorados furtivos cuando de repente el alcaldehundió el zapato en un hueco .

El alcalde sintió una resistencia contundente y,al sacar el pie, luego de mucho esfuerzo, lo volvió ahundir pero esta vez con rabia, como para

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desquitarse en el objeto la interrupción de sus tragos .Sólo que ahora la dureza del objeto le causó undolor desde el pie hasta la cabeza que lo obligó asentarse . Gritó el nombre del hotelero, y, cuandoapareció, se quedó mirando al alcalde, comodudando que fuera tan idiota .

El alcalde estaba furioso, no sólo porque elhotelero parecía divertirse con su situación sinoporque no le prestaba ayuda . El hotelero se acercó yobservó que el alcalde tenía el pie hundido hasta larodilla. Entonces le dijo que se acostara para jalarlopor los hombros. Pero el asunto no podía quedar enla mera liberación del alcalde porque allá adentro,todavía, quedaba el objeto misterioso .

Alcalde y hotelero se pararon entoncesalrededor del pequeño cráter, cimbreándose . Elhotelero le dijo al alcalde que no se moviera, que semantuviera vigilante mientras él iba a buscar unapala . El alcalde lo miró con soma, comotransmitiéndole que él era, borracho y todo, elalcalde, y no tenía que hacerle guardia a nadie .

Cuando el hotelero regresó con la pala, golpeóen el centro mismo del objeto y sintióreverberaciones por todo el cuerpo . Con cuidado,entonces, empezó a limpiar por los bordes, hastadejar al descubierto lo que parecía ser una piedraredonda, peluda. El hotelero dio entonces un palazoa la piedra y nuevamente volvió a vibrar de pies acabeza. Una vez más le dijo al alcalde que hiciera

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guardia mientras él buscaba un pico y una vez más elalcalde lo miró con furia. Pero calló y obedeció,bamboleándose sobre el hueco .

Al regresar, el hotelero abrió las piernas frenteal objeto y le dijo al alcalde que se quitara .Entonces, con un golpe sólido del pico, lo partió endos como un coco, dejando ver ahora una bolabrillante, pulida, del tamaño de una pelota debásquet .

El hotelero tiró el pico a un lado y, rascándosela cabeza, tocó el cilindro. Estaba frío, hecho de unmetal como el acero y la intención del hotelero fue delevantarlo. Pero, aunque era un hombre fornido, nopudo con la bola . Miró entonces al alcalde, que através de todo este tiempo lo había dejado actuar, ylo invitó a que entre los dos levantaran lacircunferencia .

Sólo que el peso era increíble, y allí estabanellos, dos hombres adultos, incapaces de levantar unasimple pelota, aunque tampoco ayudara el queestuvieran más borrachos que una cuba. Pero, luegode varios intentos, con un esfuerzo final, lograronlevantar la bola y, trastabillando, decidieron llevarla ala iglesia, porque esto era un asunto para el Cristo,quien habría visto cosas más raras .

Tal vez, le dijo el alcalde al hotelero, setrataba de algo que el mar sacaba del fondo y lotiraba a la orilla, sí, algo valioso y extraño,perteneciente a alguno de esos piratas, como Henry

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Morgan o Francis Drake ; en todo caso, lo que fuera,del diablo o de Dios, que decidiera el Cristo .

La iglesia estaba cerrada, de modo quedejaron la bola en la entrada y regresaron al hotel .Entonces, entre trago y trago, revisaron su aventura yla colorearon de heroísmo, matizándola hasta tomarlairreconocible .

Al llegar la mañana, se tomaron otro trago yse dirigieron a la iglesia .

Pero al llegar la bola no estaba. Habían abiertola iglesia ya y ambos pensaron que necesitaban otrotrago para recuperar la claridad mental . Lentamente,entonces, caminaron hacia el Cristo con su capa lilarepleta de ofrendas, de billetes y monedas y collaresy anillos y pulseras, de papelitos y letreros conmensajes que agradecían este o aquel milagro .

Pero los ojos negros del Cristo, de por síintensos, parecieron quemar al alcalde y al hotelero,conminándolos a que salieran de la iglesia, de suiglesia, porque ellos eran la escoria de la tierra, parde borrachos que contaminaban la casa de Dios .

Y cuando se disponían a salir, avergonzados,el alcalde y el hotelero vieron al cura enfrente,arrodillado, el cilindro en alto y bendiciéndolo, comosi fuera una pluma lo que tuviera en la mano y no labola monstruosa que casi les causa una hernia . Elcura, entonces, se levantó, fije al Cristo y colocó lapelota a sus pies . Luego, observando al alcalde y alhotelero, se les acercó y les dijo :

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--Ay, hijos míos, las ofrendas que se lesocurren a las gentes .

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CONTRA TODA APARIENCIA

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Esta vez lo sintió . Antes, había sonreído alrecibir a sus alumnos y verlos con la misma frescura,año tras año. Pero de repente le pareció que habíaalgo rancio en el aire y que, con toda seguridad,provenía de él . Estos planes, por ejemplo, tan bienpreparados, o estos cuestionarios, tan bienelaborados, todo demasiado dispuesto, nada dejadoal azar. Y entre el arreglo de sus papeles y elparloteo de sus estudiantes, empezó a cobrar vidaalgo que no entendía, que le molestaba y exigíaaclaración .

Esa noche, en casa, le pareció absurdo discutirsu experiencia con su esposa, metida, por otra parte,en la novela de las siete . No se veía abordándolapara empezar a balbucear sobre algo que no teníaclaro y que de seguro sólo sacaría un "ajá" de ella,sin que apartara la vista del televisor .

Pero, en su mesa de trabajo, mientras revisabalas listas de asistencia, se encontró con el lápizsuspendido, la vista perdida . Lo que fuera no lodejaba tranquilo, le reclamaba una confrontación a laque estaba más que dispuesto, si por lo menossupiera en qué consistía .

Más tarde, tampoco ayudaba que, desde lacama, su esposa roncara mientras él trataba de

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encontrar la clave de su problema mirando al cieloraso . Ella roncaba con un silbido que se iniciabadiscreto pero que, por lo mismo, le resultabaintolerable, porque aunque no quisiera él lo seguíadesde su nacimiento casi inaudible hasta suevolución a pito de policía . Aunque él sabíaque los ronquidos de su esposa no eran nadacomparados con los de él, que retumbaban por todala casa. Comparados con los suyos, los de su mujereran hasta corteses .

Pero esta noche el silbido le taladraba lospensamientos y contribuía a enmarañar supreocupación . Por ello, se paró de la cama y seacostó en el sofá, en donde pasó la noche en vela . Ala mañana siguiente, no dijo tuna palabra mientras ellale reclamaba su traición por dejarla sola .

Tenía veinte años como maestro, la mismacantidad de años de casado . Se había graduado a losveintitrés y, con su primer trabajo, vino elmatrimonio con su única novia de secundaria . Ellatambién había sido maestra pero se había acogido auna pensión anticipada y ya estaba en casa . Habíantenido tina hija que hacía rato se había ido del hogary que había contribuido a esa sensación de vejez quelos rondaba, a pesar de sus cuarenta y tres años .

El no recordaba la última vez que habíanhecho el amor, y había llegado a la conclusión de queeso era parte del proceso de envejecer, citando lacomunicación se toma cada vez más de silencios .

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Esto era el matrimonio, se había dicho, y lo habíaaceptado como el orden natural de la vida . Comocuando comían fuera y, luego de ordenar, cada unose recogía en sí mismo o pasaba la vista por las otraspersonas . De vuelta a casa, siempre había el refugiode la televisión o los libros .

Pero no siempre había sido así . Al principio,habían consumido noches enteras hablando de susclases, de los colegas, de las materias y de susdificultades y triunfos con los alumnos . Después,simplemente habían dejado de hablar . Porque losestudiantes frieron los mismos una y otra vez y dejóde ser estimulante hablar del rebelde tal o delperezoso tal, que se repetía con cada inicio de curso .

Su esposa estaba contenta con atender la casa,cocinar y ver televisión . A él le faltaban pocos añospara su pensión y fantaseaba con la posibilidad detener todo el tiempo libre, aunque, no lo podía negar,le asustaba la idea de estar solo con ella a cadainstante, mañana, tarde y noche .

Pero no era eso lo que lo preocupaba ahora :algo distinto le crecía por dentro y le exigíarespuesta. Si por lo menos supiera qué era .

Esa mañana, mientras exponía, suspendió sudiscurso y se quedó mirando la pared . Los alumnosdejaron de escribir y se extrañaron por esta pausa tanlarga de su profesor . En el silencio del salón, la paredempezó a hablarle y él la escuchó atentamente .

La pared le decía fracasado y farsante . Le7 5

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restregaba su vida desperdiciada en esta rutina de díacon día, semana con semana, mes con mes, año conaño. Él, le decía la pared, había transformado lanoble profesión de enseñar en una aberración, en undisco rayado en provecho de nadie . Él, le decía, noera más que un autómata con su índice en el aire . Él,le dijo por último, estaba desperdiciando el tiempo ymerecía morir .

Entonces, ante el asombro de los estudiantes,salió del salón .

Y caminó .Caminó por los pasillos y bajó las escaleras .Cruzó el estacionamiento, dejó atrás su coche

y siguió hacia la parada de buses .Caminó entre autos y atravesó la calle .Y todavía caminó más, hacia arriba, lejos del

colegio y los alumnos, lo más lejos posible, pasandola ciudad hasta llegar a las afueras, hasta donde nohabía ya casas sino chozas con chiquillos desnudos yhombres sin camisa que lo miraban pensando que eraun empleado de la compañía de luz que venía acortarles su tendido brujo .

Y caminó aun más, hasta los límites deldistrito, hasta cuando las suelas dedos zapatos se lereventaron y los pies le sangraron .

Entonces tomó un bus y regresó a casa.Había tomado una decisión .Al día siguiente estaba sentado en su

escritorio y los estudiantes entraron en puntillas,76

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temerosos de desatar una nueva excentricidad en suprofesor. Lo observaron doblado sobre un cuadernoamarillo, tratando de escribir . Pero sólo habíalogrado poner la fecha y el nombre del director .Sudaba y la mano le temblaba, no podía redondearlas palabras y daba la impresión de un retrasadomental en el límite de su empeño . A vecespresionaba demasiado y formaba un manchón . Enotras los trazos resultaban débiles y volvía a escribircreando un doble efecto asqueroso que lo obligaba abotar el papel .

Los estudiantes continuaron mirándolo, conganas de ofrecerle ayuda pero sin atreverse a hablar .Se dijeron que lo mejor era dejarlo hacer y sacaronsus notas pero sin poder concentrarse, observándolodisimuladamente, él sudando y mordiéndose lalengua, luchando con las palabras .

El último esfuerzo le salió aceptable . En supapel amarillo le informaba al director querenunciaba, que a partir de la fecha no enseñaba másy que podía ir buscando su reemplazo . El únicoproblema estaba en que su firma parecía la de unborracho, y por un instante tuvo miedo de haberperdido el juicio . Pero, observando orgulloso sunombre al pie de la página, se dijo que, si en algúnmomento había estado cuerdo, era éste . Con surenuncia, vendría la separación de su esposa .

Y se sintió satisfecho, de su renuncia y dehaber entendido, de haber captado el mensaje de la

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pared. Porque si era cierto que sus alumnos eran losmismos, año tras año, era sólo en juventud yoptimismo . En todo lo demás eran distintos, únicos,cosa que habían dejado de entender su esposa y élcuando optaron por el expediente del cinismo .

Y su conformismo actual no era más que sumanera de llevar la marca de Caín . Había queterminar con todo esto . Pero, al levantar la cabeza,cuando se sintió en paz consigo mismo, cuandoempezó a acomodar sus cosas para irse, la vio .

En realidad no la vio, más bien la sintió .Había colocado la página con su renuncia a la alturade sus ojos para darle un último vistazo cuandocaptó, por la esquina del ojo, la luminosidad que leenvolvía hasta penetrarlo, hasta hacerlo sentir unmalestar agradable, como el que produce la claridadal final del túnel o el rayo de linterna para el cautivo .

Entonces, giró la cabeza hacia donde proveníala luz . Los treinta estudiantes continuaban ensilencio, esperando, atentos y temerosos de lareacción con la que pudiera sorprenderlos . Y cuandola vio, cuando absorbió todo el impacto de sufosforescencia, levantó su renuncia y la dejó caer, lalevantó y la dejó caer, con un ritmo que a losestudiantes les pareció el preludio de su locura total .

Pero a diferencia de cuando escuchó a lapared, ahora no sentía ganas de abandonar el salón;todo lo contrario : ahora empezaba a sentirseeufórico, el corazón a punto de estallar y con deseos

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de dictar una clase como nunca en su vida. Perotenía que tener cuidado de no mirar hacia la chica dela luz, porque entonces sí no podría garantizar lo queharía, entonces sería capaz de desbordarse y tal vezhasta tendrían que llamar a seguridad.

De este modo, y para calmarse, optó por pasarla vista por el resto de los estudiantes, tratando deasimilar la claridad que emanaba de la muchacha .Entonces, mirando a todas partes menos a ella, ganóunos segundos de reposo y proyectó una aparienciade normalidad, la suficiente para que los estudiantesse relajaran y algunos hasta comenzaran a hablarentre sí .

Pero cuando se atrevió, cuando miródirectamente a la muchacha, no comprendió cómo nide qué forma estaba bañada de luz ni cómo ni de quéforma él era el único que se daba cuenta. Cierto, sedijo, era muy blanca, pero eso no explicaba laluminiscencia, porque a su lado estaba otra chica,nueva también e igual de blanca pero ni remotamenteluminosa .

Las dos muchachas habían entrado al salónmientras él escribía su nota de renuncia ycalladamente se habían sentado en la primera fila aesperar que terminara . Ahora, viéndolo pasar la vistapor el salón, se levantaron y fueron a él . Sin hablar,le entregaron unas boletas de inscripción yvagamente entendió que eran estudiantes dematricula tardía .

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Automáticamente agregó sus nombres a lalista y el salón tuvo un respiro colectivo al observarlo normal de su actuación . Pero él no tenía la menoridea de lo que había escrito . Sabía que habíacopiado los nombres de las muchachas, agregándolasa la lista, pero si alguien le hubiera preguntado cómose llamaban no lo podría decir .

Porque desde el momento en que la chica dela luz se levantó y empezó a caminar hacia él, podíajurar que no caminaba sino que flotaba, que, a travésde su vestido, el cuerpo irradiaba una estelacegadora, como un fantasma de luz exclusiva para él .Y cuando la chica llegó a su escritorio, cuando leentregó no sé qué papel de matricula, él observó lamano, la piel inmaculada, un sólo tono transparentedesde la perfección de sus dedos y brazos y hombroshasta donde la confusión le impidió ver más .

Y cuando ella regresó a su sitio, cuando éltuvo el valor de mirarla a los ojos, sintió elresplandor de mil ventanas abiertas a la penumbra delo que hasta hace un instante él había llamado vida .Tosiendo, entonces, se paró del escritorio y caminóal centro del salón . Y volvió a fijar la vista en lapared, en espera de otra revelación .

Pero ahora fue el quien habló, y se escuchóretomando la clase en el punto en que la había dejadoantes de salir a caminar, para exponer comoiluminado lo que venía repitiendo desde hacía veinteaños, pero ahora con gracia y brío, como la primera

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vez que se paró delante de un salón, cuando entendíala enseñanza como un arte y al maestro como unartista .

Aunque tenía que confesar que todo estedespliegue, toda esta energía, toda esta fuerza yautoridad eran sólo en beneficio de la muchacha dela luz, sí, esta clase que estaba resultando una tutoría,por más que tratara de disimular mirando a ladistancia, a todas partes menos a ella, a cada uno desus estudiantes oscuros que no se daban cuenta delhalo que se proyectaba desde la primera fila .

Al terminar la clase y cargado como unabatería, volvió a su escritorio y miró su renuncia . Lalevantó, la rompió y empezó a tararear . Y sólo lallegada de su próximo grupo evitó que se soltara abailar por el salón .

Esa noche no le importaron ni la televisión nilos ronquidos de su mujer . Esa noche ordenó susapuntes y preparó su clase con el entusiasmo de suprimer día de maestro, cuando nada en la enseñanzavaticinaba rutina, cuando, al contrario, todo eradescubrimiento, un universo abierto a la imaginacióny a la creatividad, cuando se veía como el maestroinspirador que soñó ser y que brevemente fue .

Y se visualizó al día siguiente, caminando porel salón, una mano en la cintura, soltando nombres yfechas y lugares, estimulando y estimulándose eneste viaje sublime que era la educación .

Sí, ya verían su renovada capacidad, su81

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vocación acerada en estos veinte años deexperiencia, el mundo en su cabeza con un sólopropósito, que ella lo admirara y apreciara, porque,después de todo, cuarenta y tres años no es nada, nocuando se tiene la barriga plana y todo su cabello,como era su caso .

La mañana lo encontró lleno de vitalidad .Saltó de la cama y cantó durante el baño . Se puso sucamisa más juvenil y esa corbata que le regaló sumujer y que había jurado nunca usar . Engulló undesayuno de cereales y tostadas y bajó las escalerasde tres en tres. Y al entrar al coche y encender laradio, escuchó los noticieros matutinos con su cargade tragedias, sólo que ahora sin preocuparse, viendoen cada desgracia un chiste .

Entró al salón y tiró su maletín al escritorio,sacó sus papeles y la lista de asistencia . Y casi, casi,lo sorprenden los estudiantes silbando, quienesentraban y se sentaban relajados, idos el temor dealguna nueva locura por parte del profesor .

Y cuando los estudiantes esperaban por él,empezó a sudar frío porque ya era hora de empezarla clase, ésa que había preparado desde la nocheanterior, es decir, desde hacía veinte años, esa claseperfecta de su primer día de enseñanza, era la horade empezar y el salón permanecía a oscuras porqueella no llegaba y seguramente algún percance, sí, oalgún maldito tranque la había atrasado . Élesperaría, le daría unos minutos porque sin ella no

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empezaba, no sin esa piel ni esa transparencia .Y cuando la angustia le resultó intolerable,

cuando se frotaba las manos y se preguntaba quédemonios iba a hacer, sintió el alma volverle alcuerpo porque al salón acababa de entrar lacompañera de la luz y seguramente detrás vendríaella, la que iluminaría este salón en tinieblas .

Pero la chica se acercó al escritorio y lemostró un documento . El no lo pudo leer . Laspalabras le saltaban ante los ojos y acercó y apartó eldocumento de la cara. Al fin, desde lejos, leyó elcontenido . Era una nota del director, en donde leinformaba que había habido un error y que lasalumnas tal y tal debían estar en realidad en el salóntal y tal con el profesor tal y tal y no con él .

Tragó fuerte . Aguantó el llanto y volvió asacar su cuaderno amarillo .

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¿POR QUE, VIVÍAN?

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¿Por qué Vivían?Yo estaba tranquilo cuando llegaste . Y

seguramente para ti era lo más natural del mundopresentarte en una oficina en pantaloncitos y unablusa que dejaba ver tu ombligo . Para ti y tugeneración, para quienes se inventaron reglas quenadie cumple ni hace cumplir . Por eso me mirastecomo un bicho, por mi saco y mi corbata, por micamisa blanca y mi maletín de ejecutivo .

Pero yo me estanqué en tus pantaloncitos y entu ombligo, con una fijación que te hizo olvidar labrecha generacional y tomarme en serio .

Y cuando hablaste, cuando con cada oraciónexclamabas un "alabado sea Dios" o "Gloria alSeñor", o "Vive Dios", caí en una especie de trance,en un túnel surrealista en que empezaron a volar laoficina y tus pantaloncitos y tu ombligo y mi traje ymi corbata-

Y cuando te ibas, con tu último "Gloria aDios", no sé si por mi mirada o porque te distecuenta de tu poder sobre mí, pero llegaste y tedespediste, de mí, un completo extraño,extendiéndome tu mano y ofreciéndome "un alabadosea Dios" personal, yo dudando si seguirte o cumplirmi cita de trabajo .

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Entonces fue mi turno con el jefe de personal .Y desde que lo vi, me di cuenta de que todo estabamal . Es decir, con él . Porque cuando estuve delantedel tipo, por la forma en que recogió los hombros yjuntó las manos, como un pollo con frío, me proyectósu tensión, esa aprehensión de quien tiene unaamenaza por delante . Al verlo, dándome elcontrato y detallándome mi horario, me llamó laatención su vestimenta y su esfuerzo por

faire,ese y su esfuerzo por proyectar savoir fairelo que-cuenta-es-mi-cerebro- que transmiten los

creativos de publicidad .Y esta era, después de todo, la mayor agencia

de publicidad del país, pero el jefe de personal, alquerer imitar a los creativos, no se daba cuenta deque toda esa "improvisación", todo ese -no-me-importa, es en realidad el resultado del talento, de unsí-me-importa de los creativos que da por resultadosu informalidad formal. Es decir, de algo pensado yrepensado, probado y reprobado y vuelto a probarhasta dar con la combinación exacta, ésa que dice :"Vieron, es así de fácil, ahora inténtenlo ustedes ."

En este jefe de personal, al contrario, me dolíasu corbata demasiado ancha, su camisa de flores y sucorte de cabello como pista de portaviones ; me dolíasu pantalón ancho y sus zapatos de dos tonos . Y meprometí hablarle a Morris al respecto .

Pero aquí estaba, haciendo su papel,pretendiendo que me examinaba, a mí, sobreviviente

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de los sesenta, conservador entre conservadorescuya única angustia existencial actual se reduce adecidir entre whisky o vodka . Y, por mi trajeoscuro y mi corbata azul, por mi camisa blanca y micabello largo, yo debía someterme a su escrutinio .

Era mi quinto trabajo en publicidad, y lo quehacía el jefe de personal me importaba un pito .Porque Morris, el dueño de la agencia, no sólo mehabía robado de mi último empleo sino que me habíadoblado el salario . Pero aquí estaba, cortésmenteescuchando al jefe de personal, hablándome dereglamentos y políticas mientras yo observaba sucamisa, su corbata y su cabello .

Además de colega en pasadas publicitarias,Morris había sido mi compañero de épicas batallasetílicas. Pero se vio obligado a decir basta cuando elhígado le estalló y se puso verde . Ahora Morris sólotoma agua mineral. Aunque se nota, en la formacomo alcanza la botella y mira hacia el espacio, lanostalgia por sus días de alcohólico .

Y en este mi primer día de trabajo, Morris merecibe con una montaña de papeles y su exigencia desoluciones a una campaña publicitaria para el díasiguiente, bien temprano .

Veo que se trata de campañas de cigarrillos ylicores, y mientras medito cómo el tercer mundosigue promocionando estos venenos que en elprimero están regulados, por encima de cualquierescrúpulo me sale la deformación profesional, y al

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instante el "creativo" en mí empieza a imaginarsituaciones en que el hombre Malboro le saca lamadre al hombre Viceroy mientras que a caballo selleva a la chica . Ese día trabajo hasta las once de lanoche y, satisfecho con mis proyectos, me voy acasa . A soñar contigo, Vivían, y con tu ombligo .

A la mañana siguiente te veo en la sala dereuniones. Con otro pantaloncito y otra blusa pero elmismo ombligo . Te presentan, me presentan y meinforman que eres escritora, que trabajarás en eldepartamento de textos, muy, muy cerca de mí .

--Dios primero --dices, y te acomodas, comoel resto de los creativos, a esperar mis brillantesideas para la campaña en que el hombre Marlborodestrampa al hombre Viceroy .

Me levanto, hago cuadros, comparo y criticolas estrategias previas y presento cuatro o cincopropuestas para impulsar las ventas de nuestroproducto entre la juventud . Morris, mientras tanto,me sonríe en aprobación, transmitiéndoles a lospresentes por qué había tenido razón en robarme dela agencia competidora .

Tú, Vivían, a todo esto, mirabas al cielo raso,a Morrís y al resto del personal menos a mí . Nomirabas mis gráficos ni leías mis recomendaciones,simplemente esperabas a que yo terminara . Y cuandolo hice, cuando Morris llamó al grupo a daropiniones sobre mi estrategia, levantaste la mano .

¡Vive Dios! --empezaste

por

decir.

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¡Cuánta inmoralidad! ¡Cuánta indecencia!¡Cuánta inteligencia perdida al servicio de lamasacre de la juventud! ¡Vive Dios que yo no vine atrabajar aquí para vender esta porquería!

Y mientras todos guardaron silencio,mirándose entre sí y pensando que se trataba dealgún chiste tuyo, todavía encontraste tiempo parameter aquello de :

¡Vive Dios que no he venido a hacerlepromoción a ningún veneno, y si no puedo trabajaren otra cosa pues entonces adiós y alabado sea elSeñor!

Morris, entonces, adelantó la mano a subotella de agua mineral . Y en el lento agarre de labotella, en el medido llenar del vaso, en el entornarde los ojos, me di cuenta de que lo que más quena enesos momentos, lo que necesitaba sobre todas lascosas del mundo, era un trago doble de Jack Daniels,aunque el hígado le estallara y se pusiera más verdeque una iguana .

Pero Morris bebió su agua mineral y me miró,dándome a entender que a mí me tocaba destruir aesta empleada nueva, a esta estúpida escritora quienpor lo visto se había equivocado de trabajo y quienharía bien en pedir colocación en la UNICEF, no enesta cueva de Alí Baba y sus cuarenta ladrones .

Pero, sí alguien debía sentirse herido era yo .Sólo que, a pesar de todo, no lo estaba . Porque en elfondo sabía que tenías razón, Vivían ; porque no hay

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mayor inmoralidad que promocionar un artículodemostradamente dañino, aunque por ello te paguen,como a mí, más que a cualquier presidentetercermundista .

Y esa callosidad, ese cinismo necesario paratrabajar en una agencia publicitaria, lo pagaba genteinteligente como Morris con alcoholismo y el hígadoen pedazos, con mal aliento y remordimiento deconciencia .

Porque el dinero resulta el gran nivelador, elgran aplacador de conciencias si de mantener unacuenta se trata, aunque lo que se promocione décáncer .

Yo mismo, en casa, vivía tan distorsionadocon la publicidad que no veía los programas detelevisión, esperando ansioso que vinieran las pausaspara regodearme con mi "cuña", mis treinta segundosde "creatividad", que no eran más que mentiras ydobles intenciones, todo con tal de que el cliente,gente como tú, Vivían, comprara mi producto y nootro, de modo que ese millón de dólares depublicidad fuera a mi agencia y yo continuararecibiendo mi salario superior a cualquier presidenteafricano .

Por eso, cuando Morris esperaba que tedesintegrara, que ,te aplastara con los argumentosconsabidos en estos casos, esto es, "que no existenpruebas científicas concluyentes de los supuestosmales supuestamente atribuibles al cigarrillo",

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cuando Morris esperaba que te arrancara las cejas ylas pestañas, a ti, chiquilla beata que estarías mejorpromocionando conventos, di un gran suspiro y ledije a Morris que lo sentía mucho pero que teníasrazón .

Entonces todos abrieron la boca y Morrisseguramente llegó a la conclusión de que me habíacontagiado de la locura de esta escritorzuela que éliba a reemplazar al instante por otra sin escrúpulos .

Porque yo, un veterano del engaño que mehabía pasado por los forros no sólo cigarrillos ylicores sino que había mentido sobre los poderesblanqueadores del detergente tal y que sabía que elcarro X se desbarataba al año y que lossupermercados tales vendían mercancía vencida; yo,que sabía muy bien que los baratillos no existenporque lo que te dan es mercancía del siglo pasado,lavada y vuelta a lavar porque ha sido meada ycagada por cuanta plaga les ha caído encima ; yo, quehabía hecho rimas y versos en plena borrachera paraoírlos al día siguiente en los "jingles" de televisión yradio sin el menor rubor; yo, que había adiestradocientos de señoras de modo que sonaranconvincentes y juraran que nunca habían vistoprecios como éstos ni artículos como aquéllos nigente más honrada que ésta para, al final, darlescinco dólares y despedirlas con un beso en la mejilla ;yo, me decía Morris con su mirada, al salirme ahoracon esta traición, le estaba quitando los pies a la

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única religión verdadera, la occidental, capitalista ydemocrática. Yo, me decía por último la mirada deMorris, estaba resultando un comunista infiltrado quese había aliado con una anarquista a quien él habíacontratado sólo por sus pantaloncitos y su ombligo .

Pero Morris bajó el resto de su agua mineral,ordenó un alto en la reunión y me pidió acompañarloa otra sala .

--Lo entiendo --empezó por decirme, en untono de aquí entre nosotros . --¿Tú también te quieresacostar con ella, ¿verdad? Yo lo entiendo, y estásdándole la razón sólo para meterte en esospantaloncitos, ¿no es así? Porque tú mejor que nadiesabes que si no vendemos esos cigarrillos y licoresnos vamos al carajo, y que a mí me importa unpepino a quién le vaya a dar cáncer o enfisema o loque sea les da a los pendejos que fuman . Yo nuncahe fumado en mi vida, pero si tengo que empezarahora mismo para mantener esa cuenta de un millónde dólares de donde sale el salario escandaloso quete estoy pagando, es decir, que te iba a pagar antesde que te salieras con estas pendejadas, digo, sitengo que empezar a fumar ahora mismo, te juro quelo hago .

--Pero . . . ya sé --me dijo entonces, un guiño enlos ojos, --ya sé, tú te quieres acostar con ella . Ypor eso dijiste esas pendejadas . . . ¿no es así?

Y por más que esperó la confirmación a lo queacababa de decirme, sólo lo miré y callé . Entonces,

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me dio la espalda y se fue .--Alabado sea Dios --me dijiste afuera, los dos

desempleados . --Lo felicito, señor, pero, ¿y ahoraqué hará usted, primero Dios?

¿Por qué, Vivían?¿Fueron acaso los pantaloncitos o el ombligo?

¿O fue acaso la incongruencia de tanta humanidadenvuelta en tanto misticismo, como si cada "alabado"o "Vive Dios" fueran los cancerberos a tusmerodeadores, tu escudo para proteger tu sacrosantoderecho a exhibir tu cuerpo?

Yo no sé por qué, Vivían. No sé por quérechacé el trabajo de Morris, con su salario superioral de un presidente asiático para venir a enseñar aeste colegio con su salario de saco con huecos .

Tal vez, Vivían, porque cada vez que me miroal espejo me siento en paz, luego de mucho, muchotiempo . O tal vez porque cada vez que abro la puertaespero encontrarte allí, con tus pantaloncítos y tublusa y tu ombligo .

Y tu "alabado sea Dios" .Invitándome a un café .A mí, al hombre que respetas .

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ÚLTIMA VOLUNTAD

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El hombre estaba sentado con las manos entrelas piernas. Vestía una camisa blanca, almidonada, ysu pantalón era oscuro . Y si no hubiera sido porqueestaba en la iglesia, hace rato se habría quitado loszapatos nuevos que le apretaban . Se sentíainfinitamente pequeño, un frijol abandonado en elcentro del banco, la imponente figura de la VirgenMaría allá arriba, lejos de él, rodeada de ángeles ycargando un hermoso niño que le jalaba el velomientras ella sonreía amorosa .

En la soledad de la iglesia, la mente delhombre empezó a divagar, y se le ocurrió que laVirgen era el retrato exacto de la muchacha que leíalas noticias a las seis por televisión. Inmediatamentese sintió culpable y apartó la vista de la Virgen y losángeles sólo para asombrarse ahora con la diversidadde Cristos en la iglesia : a la izquierda y derecha de lanave, en la cruz, bendiciendo, caminando, cayéndosey parándose .

El hombre apretó los ojos y luchó para no veren los distintos Cristos el rostro de ningún serhumano, lo que aumentó su culpa y lo llevó a rezarun Padre Nuestro apresurado .

Tampoco ayudaba que el cura se demoraba ensalir. Porque si seguía sentado allí, solo y dejando

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volar sus pensamientos, tendría que unir la misa contina confesión . Tal vez sería mejor concentrarse enAlicia, entonces, delante de él . Pero el hombre sedijo que de allí venían todos sus problemas, porquele era imposible pensar en su esposa dentro de esavasija . Eso no era Alicia : eso era un puñado decenizas que nada tenían que ver con la mujer quehabía sido la madre de sus hijos y su compañera pormás de cincuenta años .

Pero así lo había querido ella, con su benditamanera de ver el mundo con ojos modernos, mientrasél era anticuado hasta la médula . Porque había sidoAlicia quien había insistido en que la cremaran, ellaquien le había rogado no la dejara sola en elcementerio porque estaba convencida de que seguiríaviva allá abajo en la tumba, llorando y gritando sinque nadie la oyera. Era su última voluntad que laquemaran y a él tocaba asegurarse de ello .

Y lo hizo . Personalmente la peinó y la vistió yla trajo desde el pueblo hasta la casa de incineración,en la capital . Allí, fue él quien dio la orden deempezar y él quien certificó cuando de su adoradaAlicia sólo quedaron cenizas . Entonces se dijomisión cumplida y compró una tima y llegó a laiglesia para su segundo encargo : la misa.

Pero hasta ahora no había visto al cura . Hastaahora lo habían atendido unas señoras que le habíanpedido la urna para colocarla en el centro de unamesa pero él no había querido y había permanecido

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por horas aferrado a la urna hasta cuando le dijeronque faltaba poco para empezar y que debía entregarlade una buena vez . Entonces la dio y vio cómo lacolocaban sobre una mesa cubierta por un mantopúrpura, directamente enfrente de él .

Al rato salió el cura . Era un señor muy viejo,tan viejo como él, pero allí donde él se desplazabacon vigor, el sacerdote caminaba con dificultad,como contando sus pasos . Sin levantar la vista,caminó hasta el centro del altar y empezó a disponersus cosas . El hombre sintió entonces unagradecimiento infinito por este anciano que hacía elsacrificio de llegar a decir esta misa por su Alicia . Ycuando se felicitaba por no haberse quitado loszapatos, el cura pasó la vista por la iglesia hastaencontrarse con sus ojos .

La iglesia no era grande, con capacidad paraunas cien personas . Pero con sólo él sentado en esebanco de primera fila, la iglesia adquiría unamajestuosidad de catedral, dramatizando sudesamparo y su urna . El cura, entonces, suspiró,dejó el altar y empezó a caminar hacia el hombre quevio sentado en la primera fila .

Viendo al sacerdote venir hacia él, volvió asentirse culpable . Pero, ¿qué había hecho ahora?¿Qué pecado había cometido que el cura se sentíaobligado a llegar hasta donde él para reclamarle? Talvez lo iba a regañar por la comparación que habíahecho del rostro de la Virgen con la locutora de las

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seis . Pero, después de todo, ¿qué de malo había enello, si el rostro de la niña de la televisión eraigualmente angelical y por eso la comparación lehabía resultado inevitable?

¿O quizá era que el cura lo había pilladomirando a los Cristos, y en su incomodidad habíaadivinado el saco de culpas que llevaba por dentro,no sólo por estos pensamientos indignos sino porhaberse apartado de la iglesia, dejando que fueraAlicia quien se encargara de sus asuntos con Dios .

Pero cuando el cura se sentó a su lado en elbanco, respirando con dificultad, el hombre dejó depensar en sus pecados para concentrarse en la pieldel cura . Era una piel muy blanca, con su desplieguede venas, una piel delicada que jamás había conocidoel sol y que transitaba sin matices por todo el cuerpovisible del cura hasta redondear su calva perfecta .Entonces las manos del cura parecieron proyectarsehacia él como invitación de pajaritos y volvió asentirse culpable .

Pero ahora notó que lo que le estabaincomodando era la conciencia de su propia salud, alcompararla con la del cura . De repente sintió queestaban mal su piel curtida, su cabello entero y susmismas manos como garras que podían desnucar unnovillo . Cierto, ya la artritis había empezado aatacarle las articulaciones, pero él podía apretar losdientes y seguir . Y si su andar ya no era tan firme, anadie se le ocurriría ofrecerle un asiento ni apartarse

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para que él pasara .Del cura emanaba un olor que el hombre

imaginó de santidad, con su mezcla de incienso ycirios, cebolla y vino . Y, contento por habersebañado esta mañana, por haberse puesto su camisamás blanca y almidonada, por haberse engominado elcabello y por no haberse quitado los zapatos, esperó .

El cura le habló al oído y le dijo unas palabrasque al principio no entendió. Eran en un fuerteacento español que él había oído en otros sacerdotespero que aumentaba su confusión y lo distanciaba deeste santo a quien él quería complacer . Por eso,haciendo un esfuerzo y diciéndose que después detodo era el mismo idioma que sus antepasadoshabían traído de España, con hombres y mujeres conel temple de éste que no sólo evangelizaron sino queconquistaron y produjeron gente como él y comoAlicia, empezó a asimilar los "os" y los "eis" y los"ais" y comprendió .

Y captó que el cura le estaba proponiendoque, ya que él era el único en la iglesia, por quémejor no hacían una misa privada, es decir, él lerezaba aquí mismo, a él y a su esposa en la urna, conlo cual se dispensarían del esfuerzo físico, porquecomo él podía ver, cada misa le estaba costando . Élestaba solo, le decía el cura, nadie más había venidoa la iglesia y el resultado sería exactamente igual .

El hombre escuchó con movimientos decabeza, mientras miraba la urna, como para que de

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allí viniera la decisión a lo que le proponía . Él era unser ignorante, nunca lo había negado, pero tampocohabía tenido problemas con eso. Todas esas cosasde educación las había dejado en manos de Alicia,porque era ella la que comentaba los periódicos o losprogramas de televisión, ella la que analizaba a lospolíticos y demás sinvergüenzas mientras él secontentaba con aceptar y enorgullecerse de estamujer tan inteligente que por encima de las protestasde sus padres se había casado con él .

Alicia había sido el sol de su existencia y enlos más de cincuenta años de matrimonio él no podíarecordar una discusión que no hubieran arregladocon besos y abrazos . Y es que su Alicia era tancertera, llegaba al fondo de los problemas tanrápidamente que él se encontraba siempre asintiendo,agradecido por tenerla al lado .

Así había sido cuando los hijos se marcharonde la casa, cuando él protestó porque la "niña" se ibacon un bellaco y el "niño" con una cualquiera .Alicia, al contrario, les dio su bendición y los puso encamino . Y cuando ambos hijos murieron en menosde un año, sin tiempo siquiera para darles nietos,cuando él entró en un mutismo que ni el licor mitigó,fue Alicia quien se tiró la finca a las espaldas y loavergonzó con su esfuerzo .

Él era un hombre de campo, sí, pero habíatenido la suerte de vivir con una mujer inteligente, yalgo se pega. Pero ahora no sabía qué contestarle al

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cura, porque él había hecho el viaje con Alicia hastala capital porque en el pueblo no había incineradora .Él había mandado a construir un ataúd sencillo yhabía alquilado un camión. Había pasado la nocheen la casa de cremación y allí mismo se habíacambiado para la misa . Había cumplido al pie de laletra la voluntad de Alicia a pesar del propio deseode él de enterrarla en el pueblo, para llevarle flores yhablarle y llorar sobre sus huesos .

Sí, él había respetado la última voluntad deAlicia, toda esa vaina de cremación y ahora le tocabaregresar solo a casa, con esta vasija llena de cenizas,lo más lejano del cuerpo que el tanto amó y que sehinchó con sus hijos y que él nunca supo qué diablosvio en él .

El cura, mientras él pensaba, había cerrado losojos y parecía dormir . El hombre, entonces, la vistaen la urna, respiró hondo y tomó una decisión . Yempezó por decirle al cura que lo sentía mucho peroque, aunque se murieran los dos, el cura de pie yhablando y él levantándose y sentándose, su Aliciatendría su misa en regla, porque él ya había cumplidocon la primera parte de su voluntad y ahora faltaba lasegunda . Que aunque personalmente no entendía niaceptaba nada de eso de quemar a la gente yreconocía que no era un hombre religioso, porquetodo eso lo atendía Alicia, quien lo representaba enentierros y bautismos y demás, su esposa habíapedido su misa y usted, señor cura, mejor se va

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parando aunque sólo la escuchemos nosotros .El cura iba a decir algo pero, con un suspiro,

optó por levantarse. Y el hombre pudo oír entoncestodos los matices de crujidos de los huesos del cura,todos los surtidos de "cracks" de cada articulación,de cada dedo, cada mano y cada pie, brazo y pierna,del cuello y la espalda, rompiendo el silencio de laiglesia y despertándole -- ahora sí-- un Chimborazode culpa, al sentir que la Virgen y los ángeles y losCristos le reprochaban ésta la última de sus vilezas,la intolerable, porque podía pasar que él blasfemaracontra las criaturas celestiales pero eraabsolutamente insoportable que pusiera en peligro lavida de uno de sus representantes aquí en la tierra,como la de este santo que lo único que le habíapropuesto había sido un método práctico parafacilitar las cosas .

Porque el cura tenía razón : él estaba solo, laiglesia estaba vacía y nadie más oiría la misa .Ninguno de sus amigos se había tornado la molestiade acompañarlo en ésta su hora tan dura . Todoshabían argumentado trabajos y enfermedades y élestaba resentido, sí, eso era, resentido con susamigos y con el inundo pero, sobre todo, con Alicia,por dejarlo solo. Y ahora venía a desquitarse con estesanto varón que tal vez oficiaba la última misa de suvida .

Y el hombre dio una larga mirada al cura,caminando de vuelta al altar : iba encorvado,

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prácticamente doblado como animal herido . Pero,pasando su vista a la urna, se dijo que cumpliría conla última voluntad de Alicia .

Pero entonces, cuando cruzó una pierna yempezaba a felicitarse por su camisa almidonada y supantalón oscuro y sus zapatos nuevos, cuando abríalos brazos sobre el respaldar del banco y echaba lacabeza hacia atrás para disfrutar de la importanciadel momento, de su momento, de éste que lebrindaba Alicia, con toda una iglesia a sudisposición, cuando el cura luchaba con sus cosasallá adelante, el sentimiento de culpa lo desbordó .Porque entonces no fueron ni la Virgen ni los ángelesni los Cristos quienes lo acusaron : entonces fueAlicia, la propia Alicia quien desde su urna tembló yle echó en cara lo« grandísimo pendejo que estabasiendo, lo increíblemente bruto que volvía a ser, alponer en peligro la vida de este pobre cura, sóloporque él no entendía que, de cerca o de lejos, a sulado o enfrente, sentándose o levantándose, una misaera urna misa era una misa .

Entonces el hombre se paró y corrió hacia elaltar. Allí, el cura sorprendido vio cómo le pasaba unbrazo por el hombro y lo guiaba de vuelta al banco .

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HÉROES A MEDIO TIEMPO

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Después de lo que me había ocurrido, noestaba de humor para hablar con nadie . Lo únicoque deseaba era una larga sesión de tragos paraintentar olvidar . En el bar, me dirigí a la esquina másapartada y le pedí al cantinero el primero de los cienwhiskys que pensaba bajar esa noche . Y me lo trajotal cual yo quería, sin comentario alguno, dejándomesolo con mi dolor .

Al quinto trago, el dolor se hizo menos intensopero parecía haberse refugiado en algún lugar delpecho, como esos boxeadores que se amarran alcontrincante cuando los suenan de verdad y esperanque se les pase el aturdimiento para volver con másganas. Así sentía el dolor dentro de mí, mareadopero no noqueado, acumulando fuerzas pararegresar .

Al décimo whisky, el cantinero me dio suprimera mirada de extrañeza . Porque según todoslos cálculos, yo debería estar regado en el piso,durmiendo la borrachera. Pero el único embrutecidoera el dolor, que me permitía este respiro para fijar lamente en otras cosas, como la belleza de lasbotellas o la música de la rockola .

Lo

que

no soportaba era el calor .Sudaba a mares y no había forma de detener el

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grifo . Pero cuando me di cuenta de que yo era elúnico que sudaba, todos los demás parroquianosvisiblemente cómodos en el aire acondicionado, medije que el calor y el sudor eran las formas del dolorde recordarme que aquí estaba y que no se iría aninguna parte.

Cuando iba por el trago quince, el cantinerome sirvió, ahora sí, con manifiesta hostilidad. Perono había derecho . Porque aquí estaba yo, firme en labarra, sin meterme con nadie, mirando a todos ladosy a ninguno, lamiendo la música y contento conmantener el dolor anestesiado, aunque lo pagara encalor y sudor. Pero el cantinero me trajo el whiskycon una mirada de ajos apretados, como diciéndomeque a la menor metida de pata me largaba del bar .

Pero no tenía nada de qué preocuparse,porque aun en mis momentos de borrachera extrema,transmito una apariencia de absoluta sobriedad, conuna mirada limpia que enmascara la total ausencia demi cerebro. Y de la misma forma puedo caminar omanejar, sin la menor vacilación, seguro entrecualquier tránsito para, al despertar al día siguiente,no tener la más remota idea de cómo llegué a casa nipor qué calles conduje . Y ha debido ser esta miradaserena lo que lo convenció de que podía seguirsirviéndome .

Mi temor era estar solo. Encontrarme encama mirando el cielo raso y tener que afrontarel dolor .

Aunque tampoco era posible estar

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borracho todo el tiempo . Porque si existe algo queme ha salvado del alcoholismo es el alcohol mismo,que me repugna de día . De día, no soy capaz ni deuna cerveza, pero cuando llega la noche es otra cosa .De esta manera, he podido funcionar en mistrabajos, recibiendo, incluso, premios porpuntualidad y eficiencia .

Con el whisky número veinte entró .Era un hombre muy pequeño, parecido a un

gnomo, y cuando se sentó en un taburete, al ladomío, los dos pies le quedaron colgando, bien lejos delsuelo. Yo seguí mirando hacia adelante, como parano aceptar su presencia, pero por la esquina del ojopude ver su sonrisa, una sonrisa traviesa queacentuaba aun más su apariencia de duende.Entonces pidió un trago y empezó a jugar con eltaburete, meciéndose, hacia adelante y hacia atrás,hacia la izquierda y hacia la derecha, realizandoincluso circunferencias y en efecto divirtiéndose . . .como un enano .

Yo seguí con la vista adelante, toda miconcentración en mantener el dolor bajo control,entreteniéndome con la madera del bar o la variedadde licores o la barriga del cantinero o su deleite alconfeccionar tragos . Especialmente cuando lepedían cocteles. Entonces el rostro se leiluminaba y el cuerpo de elefante parecía bailar alpreparar las mezclas. Su satisfacción plena llegabaal concluir una obra maestra, llena de colores,

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frutas y paragüitas que colocaba con tina venia frenteal cliente. Todo lo contrario a cuando le pedían unasimple cerveza o tila soda, cuando atendía condisplicencia .

Lo mío era whisky con agua, uno de los tragosmás simples de hacer y más fáciles de dañar . Porquela combinación de hielo, whisky y agua debe serexacta, con las moléculas bien proporcionadas, ycualquier desliz en tino de los ingredientes, cualquiervariación en cantidad o secuencia, lleva a uno de losdesastres más comunes que el paladar expertodistingue .

El cantinero y yo estábamos sobre la mismaonda, porque cada trago era perfecto, sin variaciones,y quizá fue mi apreciación de su talento en estacombinación en apariencia sencilla lo que lo hizorelajarse, yo degustando su pericia en silencio, éldisfrutando mi aprobación en silencio .

Cuando el duende a mi lado hizo sucircunferencia número diez, me dije que tenía queconfrontarlo para que dejara de joder con el taburete ;aunque también pensé irme de mi esquina en labarra . Pero las dos alternativas me parecieronintolerables . No me veía cruzando palabras con elenano pero tampoco me veía abandonando mitrinchera, este nicho que tan bien me habíaresultado en mi comunicación con elcantinero y en aplacar el dolor .

Pero con su giro número quince me llené

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de fuerzas para hablarle . Y, con toda la serenidadque daban mis palabras medidas, con toda la tensiónde mi rostro bañado en sudor, con toda la convicciónde saber que si me iba a casa el dolor me acabaría, lepedí que por favor dejara de joder con el malditoasiento .

El hombrecito cesó en el acto . Pero entoncesme miró con su sonrisa traviesa y dijo algo . Y comolo más lejos de mi mente estaba el entablar diálogoscon nadie, mucho menos con gnomos en cantinas,pretendí que no me había hablado y seguí atento alcantinero en sus demostraciones artísticas .

Pero de su lado seguía la voz, una voz queparecía dirigida a algún interlocutor invisible delantede él, aunque yo sabía que me hablaba a mí, con lacurva exacta entre su sonido y mi oído . Y fue asícomo empecé a captar sílabas y palabras en unfrasco elegante, como un discurso aprendido yrepetido hasta el virtuosismo . Pero además, al noatreverme a mirarlo, en cl sólo hecho de dejarlohablar, me daba cuenta de que cedía terreno ante él,por más que mantuviera la vista adelante ypretendiera que no existía .

¿Dolor --me decía . --¿Quieres saber dedolor? Yo sí puedo hablar de dolor .

Por un momento pensé que estabaconjeturando sobre algún mal mío, algo corporalque se manifestaba en m¡ abundante sudor y m¡incapacidad

de emborracharme . Por - eso

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consideré seriamente irme al otro extremo de labarra, en donde había una pareja de enamoradosconcentrada en tocarse,

--Yo conozco el dolor desde que tengo uso derazón --continuó el enano, hablando con elinterlocutor invisible que era yo . --¿Crees que espoca cosa pasar la vida como enano? ¿Crees queesta sonrisa vino fácil? Es urna educación, miadaptación a la insensibilidad de ustedes, losnormales. mi maquillaje para demostrarles que tolerosu crueldad a cambio de que sean menos crueles . Unrecurso, en otras palabras, corno esos animales queesconden el rabo entre las piernas o se hacenpequeños ante los más poderosos .

El hombrecito casi no movía los labios, y yoestaba seguro de que ni el cantinero ni nadie se dabacuenta de que hablaba. Bebía ron con cola, y aquítambién el cantinero hacía gala de su pericia alcombinar la mezcla exacta de este otroaparentemente sencillo trago, para gozar con laslamidas de satisfacción del duende . Y esas pausasen su beber eran su única tregua conmigo .

En este punto tuve que aceptar que él habíaempezado ganando, porque era cierto, yo nunca mehe imaginado pequeño, ni siquiera de medianaestatura . Con mi metro noventa no hay quien nose entere de que he llegado a un sitio, yexisten cosas que siempre he tomado pordescontado, como el mirar a los demás desde

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arriba o el convivir con este cuerpo que algunoscalifican hasta de "imponente" . Pero en este puntome dije que el hombrecito sufría de miopía, porquemi dolor nada tenía que ver con algo físico. Ojalá lofuera .

Físico o mental, es lo mismo --dijo derepente, la vista adelante, con lo que logró que porpoco me ahogara con mi trago, al pensar que me leíael pensamiento .

--Todo está unido, y sólo Dios sabe cómo hetenido que luchar para que mi mente no se fueradetrás de mi figura . Todo el mundo piensa que losenanos somos los seres más divertidos de la tierra .Todos nos imaginan de un buen humor permanente,y por eso nos ofrecen trabajos en circos . Es unestereotipo, como el que le aplican a los gordos,como nuestro amigo allá enfrente, el cantinero, queen realidad es un malhumorado que esconde suverdadera naturaleza tras su fachada de bonhomía .Porque si la gente supiera cómo envidia a losdelgados y a través de ellos a la humanidad entera,nadie le daría trabajo y mucho menos en una cantina .Los gordos, como los enanos, derrochamos unaalegría que pagamos en privado, cuando nadie nos vey nos contemplamos en el espejo .

Yo no sólo no puedo imaginarme debaja estatura sino que jamás he tenidoproblemas de peso . Mi metabolismo esequilibrado y nunca he pensado en dietas . Pero,

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viendo al cantinero delante de mí, gordo entre losgordos, puedo captar algo de lo que dice el enano,cuando por encima de su rostro afable se le cuela ungesto que traiciona su violencia reprimida .

Fue en un circo donde conocí a mi esposa -decía ahora, la voz más grave pero audible. --Ysonreía como yo: a su tamaño, a las burlas pornuestro romance, incluso cuando todos se opusierona nuestro matrimonio los curas, los médicos y lostrabajadores sociales, quienes nos tildaban deegoístas, reclamándonos que íbamos a traer al mundomás gente deformada. Dolor, yo sí puedo hablar dedolor .

Prestarle atención me causaba una sensaciónextraña, algo que no podía explicar hasta cuando medi cuenta de que su discurso me estaba volviendo a lalucidez y, con ella, al dolor, que se estabacomportando como a quien le tiran un balde de aguafría encima y sacude la cabeza . Eso era: el enano meensombrecía, y rápidamente pedí y bajé los próximoswhiskys, volviendo a mi entumecimiento placentero .Sin embargo, a estas alturas de su conversación yotenía que conocer su dolor . Para ver si remotamentese comparaba con el mío .

--Al fin encontramos un cura a quienconvencimos de nuestra determinación y de quesería peor que tuviéramos hijos fuera delmatrimonio . Pero los únicos que nosacompañaron en nuestra boda fueron los otros

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enanos del circo . No asistió ninguno de losnormales, quienes de esta forma demostraban suhostilidad por lo que consideraban degeneraciónnuestra . Aunque para los normales cualquierexperiencia de los enanos es grotesca. Pero la vidaencuentra la forma de mantenerse, aun en lassituaciones más difíciles. Y si he estado con mujeresnormales, de piernas largas y brazos largos, decuellos largos y troncos largos, nunca tuvieronimportancia para mí . Porque amor, lo que se diceamor, sólo lo he sentido por mi esposa, mi igual, miespejo .

Y cuando quedó embarazada, fuimos los seresmás felices de la tierra . La preñez de mi esposa, porsupuesto, fue explotada por los dueños del circo paraaumentar la clientela, al exhibir su maternidad comootra curiosidad, su barriga un enigma que el públicopodía resolver con todo tipo de especulaciones .Nosotros, ella y yo, sólo sonreíamos . Dolor, yo sí séde dolor .

Cuando el cantinero le traía su ron con cola, elduende dejaba de hablar y miraba hacia adelante,como escuchando a su interlocutor . Entonces, elcantinero nos miraba, alternativamente, comodiciéndose que esta noche le había tocado la gentemás rara del mundo .

Porque era fácil comprender a los noviosen la otra esquina, tocándose y bebiendo .Asimismo,

a

los parroquianos

de

las

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mesas, algunos gritando, otros hablando en voz baja,otros metiendo monedas en la rockola pero todosdentro del esquema de un bar. En nuestra esquina,mientras tanto, y desafiando todas las leyes de laborrachera, un hombre corpulento y un enano bebíancomo peces, aparentemente mirando al vacío . Pero,y también con la paciencia de quien lo ha visto todoen la vida y tal vez reconociendo en nosotros a losclientes más tranquilos del lugar, el cantinero movíala cabeza, servía y se iba .

--Hasta cuando la barriga de mi mujer pasó dechiste a seriedad . Porque en los últimos mesesadquirió tal volumen que se podría jurar que era másancha que alta . Le era imposible todo : caminar,sentarse o acostarse . Y por primera vez hubo algoparecido a solidaridad entre los compañeros delcirco, normales o no, cuando vieron a mi mujersufrir, cuando dejó de sonreír. Porque lo que estabacreciendo en su barriga eran gemelos .

En este punto quedé sobrio como si alguienme hubiera sonado tina campana dentro del oído . Elbar, el cantinero, los novios y el resto de losparroquianos se me presentaron en toda su realidades decir, en toda su fealdad . Sentí la potencia deldolor subir desde el corazón hasta posesionarse delcerebro, donde barrió mi bien cultivada borracherahasta dejarme lúcido y con una jaquecaespantosa.

Fue como si me hubiera emborrachado,

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hubiera perdido el conocimiento y hubiera vuelto enmí, todo en fracción de segundos . Las manos metemblaban y, al llevármelas a la cabeza, sentí, másque vi, la presencia del cantinero, sus brazosenormes y peludos cruzados en el pecho, comopreguntándome si había llegado la hora de la cagada .

Pero todavía temblando le señalé mi vaso y,lentamente, más lento de lo que yo podía tolerar, metrajo otro whisky . Lo vacié de un tirón y sentí eldolor retroceder, como león ante el látigo .

--Las radiografías los mostraban claramente,un varón y una hembra --continuó el duende . --Perocon un tamaño descomunal, como si fueran gigantes .Entonces, temiendo por su vida, aceptamos una

cesárea .Dejó de hablar y vació el contenido de su

vaso. Yo me agarré de la barra ante el temor de otrosúbito ataque de sobriedad . Entonces, con su mayorsonrisa traviesa de la noche, me dijo :

Murieron los tres en el parto . Yo sí sé dedolor .

Y empezó a columpiarse en el taburete,frenéticamente, hacia adelante y hacia atrás, hacia laizquierda y hacia la derecha ; luego le dio por girar ygirar mientras sonreía su sonrisa maliciosa .

--¿Dolores a mí? -- repetía con cada vueltadel taburete, ¿Dolores a mí?

Hasta cuando el cantinero llegó y, con unemputamiento rotundo, nos gritó :

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--¡Ahora sí se largan, los dos!Pedí las cuentas y cancelé . Entonces,

completamente sobrio y sin el menor dolor, invité ami amigo a otro bar .

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ÍNDICE

La Pregunta 3

Los Sueños de Sepúlveda10

El Pacto 25

La Limosna 31

Adiós, Darío 37

El Reto 42

La Ofrenda 56

Contra Toda Apariencia62

¿Por qué, Vivían?74

Última Voluntad84

Héroes a Medio Tiempo94

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Este libro se terminó de imprimir en octubre de 1998en el Centro de Impresión Educativa del Ministerio de Educación .

Estuvo al cuidado de Enrique Jaramillo Levi .

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JUSTO ARROYO

Nació en Colón, Panamá, el 5de enero de 1936 . Ha realiza-do estudios de Maestría yDoctorado en Letras . Merece-dor en múltiples ocasionesdel máximo galardón que enNovela y Cuento concede elConcurso Literario RicardoMiró, en 1997 gana el PremioCentroamericano de Literatu-ra «Rogelio Sinán , con el librode cuentos que ahora publicala Universidad Tecnológica dePanamá: Héroes a mediotiempo .Ha publicado las siguientes no-velas: La gayola (1966) ; De-dos (Ed . Novaro, México,1970); Dejando atrás al hom-bre de celofán (INCUDE, Pa-namá, 1971); El pez y el segundo(EDUCA, Costa Rica, 1979); Geografíade mujer (Ed . Encuentro, Panamá,1982); Semana sin viernes (INAC, Pa-namá, 1995) ; Corazón de águila (bio-grafía novelada de Marcos AntonioGelabert; Ed. La boina roja, Panamá,

1996); Lucio Dante resucita (INAC,Panamá, 1998) . Como cuentista tienelos libros : Capricornio en gris (INAC,Panamá, 1972) ; Rostros como man-chas (INAC, Panamá, 1991) ; Para ter-minar diciembre (INAC, Panamá,1995) .

Entre otras cosas, el escritor argentino Mempo Giardinelli (jurado internacionaldel Premio «Sinán" 1997) ha comentado en su Prólogo : « . . .todo lo combina conun madurado espíritu crítico, agudo sentido de la observación y conocimientode los recovecos más profundos del alma humana . . .» «Cuentos llenos deimaginación y experimentalismo con personajes de contextura compacta . . .„«Un talentoso cuentista latinoamericano que yo celebro haber leído . ,,«Justo Arroyo cultiva un tipo de cuento en que lo fantástico y lo experimentalvan de la mano, como diluidos lo uno en lo otro . Una amalgama perfecta,producto de aquella rara virtud señalada por Julio Torri consistente en el"horror por las explicaciones y amplificaciones