la nueva cuestión social.- pierre rosanvallon
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La nueva cuestión social.-
Pierre Rosanvallon
Introducción.-
La “cuestión social”: esta expresión, lanzada a fines del siglo XIX, remitía a los
disfuncionamientos de la sociedad industrial naciente. Los dividendos del
crecimiento y las conquistas de las luchas sociales habían permitido
transformar en profundidad la condición del proletariado de la época. El
desarrollo del Estado providencia casi había llegado a vencer la antigua
inseguridad social y a eliminar el temor al mañana. A la salida de los “Treinta
Gloriosos”, hacia fines de la década de 1970; la utopía de una sociedad
liberada de la necesidad y de un individuo protegido de los principales riesgos
de la existencia parecía al alcance de la mano. Desde el principio de los años
ochenta, el crecimiento de la desocupación y la aparición de nuevas formas de
pobreza parecieron, al contrario, llevarnos a largo tiempo atrás. Pero a la vez
se ve con claridad que no se trata de un simple retorno a los problemas del
pasado. Los fenómenos actuales de exclusión no remiten a categorías antiguas
de la explotación. Así, ha hecho su aparición una nueva cuestión social. Este
libro se consagra a explorar sus formas y sus condiciones de resolución.
El advenimiento de una nueva cuestión social se traduce en una inadaptación
de los viejos métodos de gestión de lo social. Es testimonio de ello el hecho de
que la crisis del Estado providencia, diagnosticado desde fines de los años
setenta, haya cambiado de naturaleza. Ingresó en una nueva fase desde el
comienzo de la década de 1990. más allá de los acuciantes problemas de
financiamiento y de las disfunciones siempre penosas de los aparatos, lo que
se puso en tela de juicio fueron los principios organizadores de la solidaridad y
la concepción misma de los derechos sociales. El problema es ahora de orden
filosófico.
Distinguir tres dimensiones que constituyen también tres etapas en la quiebra
del Estado providencia. Las dos primeras son de orden financiero e ideológico.
La crisis financiera se desencadenó en los años setenta. En efecto, a partir de
ese período los gastos sociales y en especial los de salud, siguieron creciendo
a los ritmos anteriores, mientras que los ingresos solo aumentaban de 1 a 3 %,
ajustados como lo estaban a un crecimiento que se hizo más lento desde 1974.
Esta abertura de tijeras entre los ingresos y los gastos se financió en todas
partes mediante un alza rápida de los gravámenes obligatorios (impuestos +
aportes y contribuciones sociales). La crisis ideológica marca sobre todo los
años ochenta. Traduce la sospecha bajo la que se encontraba entonces el
Estado empresario en cuanto al manejo eficaz de los problemas sociales.
Corresponde a la puesta en tela de juicio de una maquinaria cada vez más
opaca y burocrática, que enturbia la percepción de las finalidades y entraña
una crisis de legitimidad.
Estas dos dimensiones subsisten hoy en día. El control de los gastos de salud
y de las diversas prestaciones sociales sigue siendo un tema fundamental de
preocupación. Por otra parte, el aumento de la desocupación no hizo sino
agravar las dificultades financieras. El hecho verdaderamente importante del
período actual es que está comenzando una tercera crisis del Estado
providencia, de orden filosófico. Aparecen dos problemas mayores: la
desintegración de los principios organizadores de la solidaridad y el fracaso de
la concepción tradicional de los derechos sociales para ofrecer un marco
satisfactorio en el cual pensar la situación de los excluidos. No se trata
únicamente, como hace diez años, de encontrar el camino de una
relegitimación del Estado. Frente a las fracturas sociales que se agravaron
durante los años 80, la intervención pública, en efecto, recuperó toda su
justificación. La ideología del Estado ultramínimo pasó de moda. A partir de
entonces, todo el mundo reconoció el papel insoslayable del Estado
providencia para mantener la cohesión social. Lo importante ahora es
repensarlo de modo que pueda seguir desempeñando positivamente su papel.
La refundación intelectual y moral del Estado providencia se ha convertido en la
condición de su supervivencia. El objetivo de este ensayo es contribuir a ello
proponiendo los primeros elementos de una reproblematización de conjunto de
la cuestión social.
Los antiguos mecanismos productores de solidaridad, en primer lugar, están
desintegrándose de manera probablemente irreversible. Se asentaban en el
sistema de los seguros sociales, la solidaridad se fundaba en la mutualización
creciente de los riesgos sociales, de modo que el Estado providencia se
identificaba con una especie de sociedad aseguradora. Ahora bien, hoy
asistimos a una separación progresiva de los dos universos del seguro social y
la solidaridad. Las evoluciones demográficas, la disociación creciente entre la
esfera de los aportantes y la de los derechohabientes, el aumento del
conocimiento sobre las diferencias entre los individuos y los grupos se
conjugan para quebrar la visión aseguradora de la solidaridad. Estas
evoluciones conducen, en cambio, a hacer necesario un enfoque más
directamente político de la solidaridad. Así, el cara a cara del contrato social
deberá sustituir a la mano invisible del seguro.
La concepción tradicional de los derechos sociales, or su lado, comprueba ser
inoperante para tratar el problema mayor de la exclusión. En efecto, el Estado
providencia tradicional funciona como una máquina de indemnizar. Es un
“Estado providencia compensador”, que descansa sobre el principio de la
disociación entre lo económico y lo social. Los derechos sociales son
simplemente unos derechos de giro. En un contexto de desocupación masiva y
crecimiento de la exclusión, esta vision de los derechos como compensadores
de un disfuncionamiento pasajero (enfermedad, desempleo de corta duración,
etc) deviene inadaptada. Concebida para tratar situaciones aprehendidas como
riesgos coyunturales, ya no conviene para manejar estados desgraciadamente
más estables. Lo que explica los efectos perversos de lo que propongo llamar
el Estado providencia pasivo. En primer lugar, éste da origen a una espiral de
autodestrucción de la solidaridad: para indemnizar la exclusión del mercado de
empleo de una gran parte de la población, incrementa cada vez más los
gravámenes al trabajo, lo que como consecuencia entraña una reducción del
volumen de este último. A continuación, se satisface socialmente con el corte
entre indemnización e inserción. La exploración de las formas que podría
asumir un “Estado providencia activo” va a la par con la búsqueda de un
enriquecimiento de la noción de derecho social, para encontrar el camino de los
que podría ser un nuevo derecho a la inserción. Por otra parte, más allá de los
procedimientos estandarizados tradicionales, es preciso igualmente que el
Estado providencia pueda personalizar sus medios, para adaptarse a la
especificidad de las situaciones: en materia de desocupación de larga duración
y de exclusión, no hay, en efecto, sino situaciones particulares. La crisis
filosófica del Estado providencia presenta en todos los casos rasgos comunes.
Indica en todas partes una inflexión decisiva en la percepción de lo social que
prevaleció durante cerca de un siglo. La crisis filosófica conduce a retomar en
su raíz la cuestión de los derechos tal como fue formulada desde el siglo XVII
por el individualismo liberal, invitando a una superación de las viejas
oposiciones entre derechos formales y derechos reales, derechos sociales y
derechos políticos; obliga a reconsiderar las expresiones usuales del contrato
social, a reformular la definición de lo justo y lo equitativo, a reinventar las
formas de la solidaridad.
Entramos en una nueva era de lo social. Pero al mismo tiempo entramos en
una nueva era de lo político. La refundación de la solidaridad y la redefinición
de los derechos implican, en efecto, una mejor articulación entre la práctica de
la democracia, es decir, la invención de las reglas del vivir juntos y la
deliberación sobre la justicia, y la gestion de lo social; invitan también a pensar
de otra manera la idea misma de reforma. En lo sucesivo, profundización de la
democracia y progreso social deberán ir necesariamente a la par.
Los límites del Estado providencia pasivo.-
El Estado providencia funciona como máquina de indemnizar: compensación
de las pérdidas de ingreso (desocupación, enfermedad, jubilación), asunción
directa de ciertos gastos, entrega de subsidios de diversos condicionados a los
recursos de los beneficiarios potenciales. En situación de desocupación, este
funcionamiento conduce a una primera paradoja: por un lado, las
indemnizaciones entregadas no dejan de crecer mientras que, por el otro, las
necesidades no satisfechas se multiplican. De allí surge la cuestión evidente:
¿no sería posible pagar a los trabajadores en vez de indemnizar a los
desempleados? En otros términos, ¿no es urgente transformar unos gastos
pasivos en gastos activos? Hoy en día, los gastos pasivos representan en los
diferentes países europeos alrededor de las tres cuartas partes de la totalidad
de las sumas dedicadas al empleo.
Segunda paradoja: a través de las transferencias sociales, una gran parte del
costo laboral sirve para compensar la exclusión parcial o total del acceso al
trabajo de una amplia franja de la población. Una cantidad creciente de
inactivos son tomados a cargo por un número decreciente de activos. Esto es
lo que se denominó la paradoja de la “autodestrucción de la solidaridad”.
La separación economía/sociedad.
¿Cómo se llegó a esto? Es lo que hay que tratar de comprender. A menudo se
invocaron los efectos perversos del Estado providencia para explicar el callejón
sin salida en el cual se encuentra éste actualmente. En el enfoque en términos
de efectos perversos deben distinguirse dos aspectos: el efecto perverso de
composición y el efecto perverso de disociación. En el primer caso el efecto
perverso es inducido por un enfoque demasiado estrecho de un fenómeno. Por
ejemplo, se decide un nivel de indemnización del desempleo sin compararlo
con las remuneraciones de las actividades disponibles: al mismo tiempo, no se
prevé que pueda producirse un fenómeno de desincitación al trabajo. El efecto
perverso traduce en este caso una revancha de los hechos sobre el análisis,
cuando éste no toma en cuenta más que una parte de la realidad y descuida la
complejidad de las interrelaciones y las causalidades.
Los efectos perversos de disociación son de otra naturaleza. Corresponden a
una segmentación de las esferas de actividad social. Resultan de una
disociación real y no sólo de una falta de inteligibilidad. En su forma principal,
corresponden hoy a las consecuencias de la disociación entre lo económico y
lo social, funcionando cada dominio según su propia lógica: la búsqueda de
eficacia económica de un lado, el funcionamiento de la máquina de indemnizar
del otro. Aunque se trataría de armonizar los imperativos sociales y las
exigencias económicas, éstos terminan por destruirse recíprocamente. En la
actualidad, este tipo de efecto perverso es en cierta manera aceptado e
institucionalizado. La separación entre lo económico y lo social se concibe a
menudo como una exigencia de progreso. Es justamente esto lo que en lo
sucesivo constituye un problema.
La disolución del contrato social.-
El movimiento de separación de lo económico y lo social asumió una forma del
crecimiento de una desocupación masiva y de una desocupación de larga
duración. Es importante destacar de qué manera las transformaciones osciales
de los años 80 y 90 han acelerado este fenómeno y conducido a exacerbar el
funcionamiento perverso del Estado providencia. Para decirlo en una palabra,
la desocupación masiva conduce a radicalizar el proceso de modernización
económica. El desempleo masivo lleva al colmo del corte entre la actividad
económica y el Estado providencia pasivo. En él se resumen las
contradicciones del capitalismo moderno y la sociedad individualista.
Para caracterizar el sistema de las décadas del sesenta y el setenta, también
pudo hablarse del “círculo virtuoso del crecimiento fordiano” que aseguraría
cierta sinergia entre eficacia dinámica y equidad. En ese contexto, el Estado
providencia se inscribía naturalmente en una perspectiva aseguradora y su
costo se emparentaba con el de un consumo de servicios colectivos. En los
años 80 se hundió progresivamente la totalidad de estas convenciones y
subvenciones, rompiendo el contrato social anterior.
El primer síntoma de este hundimiento se encuentra en el crecimiento de las
desigualdades. La jerarquía de los salarios se abrió netamente, por arriba o por
abajo según los países.
El segundo síntoma: el alza de las tasas de interés reales. La consecuencia
social de este alza fue mecánica: al aumentar la remuneración de la renta, la
parte de las otras categorías de ingresos, y en especial de los salarios, bajó
mucho para permitir a las empresas mantener su tasa de ganancia.
La eficacia se convirtió en única responsabilidad de la empresa, en tanto el
imperativo de solidaridad ya no compete más que al Estado providencia. La
separación entre lo económico y lo social corresponde también, en este
sentido, a una forma de desarticulación de los niveles micro y macro. Este fue
el gran leitmotiv de los años ochenta: “cada uno a su trabajo”, “la cuestión de
la desocupación concierne a la sociedad en su totalidad, no a las empresas
tomadas individualmente”. La diferenciación significa que el trabajo ya no se
maneja globalmente. Las cuestiones de productividad y organización se
encaran en lo sucesivo e el plano individual: las empresas procuran remunerar
a cada asalariado según su productividad real. De este doble movimiento
resulta un crecimiento simultáneo de las desigualdades y del desempleo. Con
mayor poder de negociación, los asalariados calificados pueden mantener sus
ventajas e incluso incrementarlas, mientras que los menos calificados y
quienes no disponen de ningún poder van a ser excluidos del mercado laboral
o a verse incapacitados de volver a él.
Se ve allí que las transformaciones del sistema productivo –el paso del
fordismo a un modo de producción más flexible- no sólo tienen una dimensión
organizacional y técnica: también traducen el advenimiento de nuevas
relaciones sociales. Los bloqueos actuales de la sociedad no tienen su origen
en el sistema de producción propiamente dicho, sino en las convenciones
sociales que le sirven de base.
La radicalización de la modernidad.-
Si la desocupación masiva es la forma que asumió en nuestras sociedades el
nuevo sistema de redistribución entre agentes económicos, el desarrollo del
Estado providencia es la consecuencia mecánica del ensanchamiento del corte
entre lo económico y lo social a la que acompaña. Este enfoque debe
conducirnos a comprender en términos más amplios que de costumbre las
contradicciones de este Estado providencia pasivo. Estas contradicciones no
remiten solamente a un disfuncionamiento económico: corresponden a una
cierta radicalización de la modernidad en cuanto proceso de individualización y
racionalización.
El contrato social de la década de 1960 estaba fundado en la toma en
consideración de una forma de “arcaísmo” en la modernidad. El equilibrio entre
lo económico y lo social se fundaba sobre la aceptación de una cierta
heterogeneidad: coexistencia en una misma función de trabajadores de
capacidades muy diferentes, presencia de múltiples pequeños nichos de
escasa productividad en las empresas. La cohesión social estaba vinculada
ampliamente a esta especie de encaje de lo social en lo económico. La
modernización acelerada de los años ochenta y noventa quebró este arreglo.
El estado providencia se desarrolló históricamente bajo la forma asistencial e
indemnizadota sólo porque la sociedad no había sabido mantener cierta
homogeneidad garantizando a cada uno un trabajo. Por eso el empleo está hoy
en el centro de los interrogantes sobre el Estado providencia: la desocupación
es la forma exacerbada que han asumido en nuestras sociedades las
contradicciones de la modernidad económica. Detrás de la discusión casi
técnica sobre la posibilidad de transformar el costo de la indemnización de un
desocupado en salario de un trabajador, lo que se interroga son, de hecho, los
fundamentos de esta modernidad.
Es preciso subrayar la dimensión propiamente antropológica de esta crisis del
Estado providencia. En efecto, ésta corresponde también al ingreso en una
nueva era de la sociedad individualista: la de una disociación siempre más
radical entre el ciudadano, miembro de la colectividad, y el trabajador, miembro
de la sociedad civil. Principio democrático de inclusión e igualdad, por un lado;
principio productivo de diferenciación y exclusión, por el otro: en lo sucesivo, el
corte es flagrante. De allí la polarización creciente de la función de solidaridad
sobre el Estado providencia, hasta la situación absurda de una lógica perversa
de la indemnización que crece de manera separada y autónoma, a distancia de
la esfera de las necesidades.
La tentación de asalariar la exclusión.
Un peligro mayor acecha hoy a nuestras sociedades: la tentación de asalariar
la exclusión. Ésta se encuentra en la intersección de dos análisis: la certeza de
que por un plazo muy largo nos mantendremos en una situación de desempleo,
por un lado, y el reconocimiento de la necesidad de introducir una red de
protección social mínima, por el otro. La tentación de asalariar la exclusión se
presenta bajo dos formas: el modelo de la discapacidad y el del ingreso por
subsistencia.
Durante los años sesenta y setenta, el Estado providencia tomó
progresivamente a su cargo a las personas a quienes una incapacidad física o
mental les impedía acceder al mercado laboral, o retornar a él en el caso de las
víctimas de un accidente. El aumento de los beneficiarios discapacitados
corresponde también a un fenómeno más perverso: la asimilación a la
categoría de discapacitado de individuos cuyos problemas de inserción social
no lograban arreglar los asistentes sociales. Aquí se introduce un sistema de
exclusión indemnizada. Al no poder reinsertar a cierto número de individuos, en
cierto modo se termina por asimilarlos a “inválidos sociales”. Semejante
movimiento traduce una grave deriva del Estado providencia hacia una
institucionalización perversa de la separación entre lo económico y lo social,
que hace que sociedad de indemnización y sociedad de exclusión vayan a la
par. En los años 80 se inventó la categoría de la discapacidad social, como a
fines del siglo XIX se había inventado la de la desocupación: para manejar a
poblaciones a las que ya no se podía insertar normalmente en la sociedad. El
ciudadano pierde en este caso moralmente lo que gana financieramente el
beneficiario del subsidio: es el precio de una separación de la sociedad. Como
se ejerce una forma de solidaridad.
El callejón sin salida del ingreso de subsistencia.
La idea de ingreso de subsistencia se presenta, en cambio, como una tentativa
de reconciliar la asistencia y la dignidad cívica. También conocida como
“asignación universal”, “ingreso por ciudadanía”, “basic income”. Consiste en
dar a cada individuo, desde su nacimiento hasta su muerte, sin condición de
empleo o ingreso ni contrapartida, un ingreso básico que permite cubrir las
necesidades esenciales y cuyas únicas variaciones dependen del número y la
edad de los hijos a cargo. Para los defensores de esta medida, se trata de
ocuparse de la cuestión de la exclusión y la pobreza sin la introducción de
dispositivos de orden estrechamente asegurador. Para Rosanvallon, la
asignación universal constituye el punto más extremo de la sociedad de
indemnización, mucho más que el anuncio de un nuevo enfoque de lo social.
Representa la figura perversa y paradójica de la clausura de la concepción
clásica del Estado providencia. La asignación universal constituye un síntoma
de la tendencia a la disociación creciente entre la esfera de la actividad
económica y la de la solidaridad. Ofrece, por este motivo, la oportunidad de una
sorprendente convergencia entre un punto de vista ultraliberal y un comunismo
utópico: tiene dos rostros, como Jano.
Al disociar de manera radical lo económico de lo social, el ingreso de
subsistencia permite relegar la cuestión del empleo a un segundo rango. Las
perspectivas, a priori generosas, abiertas por la idea de la asignación universal
conducen a una inversión paradójica: el avance del derecho social terminar por
avalar la exclusión.
El contrato social general no puede disociarse completamente de los contratos
particulares de trabajo. Por esta razón, hoy en día, para avanzar, es preciso
comprometerse mucho más en el sentido de una reinvención de la idea de
derecho al trabajo que en la formación de un derecho al ingreso.
De la indemnización a la inserción.
Ha llegado la hora de una gran ruptura. En efecto, económica e
intelectualmente estamos bloqueados. El bloqueo de nuestra imaginación no es
menos fuerte que las coacciones financieras.
¿Es posible soñar con una vuelta al tiempo de esas “políticas sociales
invisibles” que permitían integrar en el interior del sistema productivo la gestión
de una parte de lo social? ¿Se pueden recrear los bolsones de arcaísmo
protector que hemos evocado? La cuestión está hoy en el centro del debate
político.
El autor no discute el argumento propiamente económico de los beneficios que
pueden esperarse de un proteccionismo razonado. Pero no por ello deja de
plantearse la pregunta en términos sociológicos y organizacionales: ¿no se ha
ido demasiado lejos en la modernización, es decir, en la separación entre lo
económico y lo social? Si se responde afirmativamente y se rechaza la ilusión
proteccionista, ¿qué hacer? Es necesario buscar el medio de producir efectos
equivalentes a ese antiguo modo de encaje de lo social en lo económico.
El objetivo perseguido actualmente podría formularse en los siguientes
términos: encontrar la manera moderna de realizar cierta internalización de lo
social, a fin de lograr conjuntamente modernización económica y
reconstrucción del tejido social; en cierta forma, ser moderno y arcaico al
mismo tiempo. La necesidad de salir del Estado providencia pasivo y la
búsqueda de una nueva forma de inserción económica convergen aquí para
poner a la orden del día una reflexión de nuevo tipo sobre el empleo, reflexión
indisociable de una nueva comprensión ampliada de los derechos sociales.
Plantear la cuestión en estos términos: ¿cómo pasar de una sociedad de
indemnización a una sociedad de inserción? El círculo vicioso que hace que la
solución del problema (la indemnización del desocupado) contribuya
paradójicamente a agravar el mismo problema (la desocupación) sólo puede
quebrarse mediante la reintegración de los individuos a la esfera del trabajo. La
centralidad de la cuestión del empleo obedece también a otro factor: el empleo
representa el único vector de la exclusión al que puede aplicarse con verdadera
eficacia una acción pública. El Estado, en efecto, no puede hacer nada o casi
nada para estrechar los vínculos familiares y sociales que constituyen una
variable esencial de la exclusión: por no poder hacer lo “societal”, debe así
hacer doblemente lo “económico”.
Para el autor, hoy hace falta consagrarse a la clarificación filosófica de esta
trasmutación de la indemnización en inserción, y de lo que se trata es de
retornar, de una u otra manera, a la cuestión del derecho al trabajo.