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LA NOVIA DE FRANKENSTEIN I. EL DESCUBRIMIENTO DEL MONSTRUO Descubrí el monstruo cuando tenía diez años, en 1958, en Buenos Aires. Ese año tuve el privilegio de ponerme pantalón largo y, sobre todo, de que me permitieran asistir a la programación dominical de tarde del cine del barrio, el Cabildo, junto con un par de amigos y sin que nos acompañara un adulto. Aquellas sesiones dominicales estaban pensadas a lo grande. El teatro nos parecía la máxima expresión del lujo. Su interior imitaba a un palacio italiano de inspiración rococó en versión años treinta, con molduras doradas, viejas butacas de felpa roja en platea que olían a orina y, en el anfiteatro, asientos nuevos tapizados de vinilo que olían a lejía, un pesado telón de terciopelo color vino que enmarcaba el escenario y seis cariátides de un orientalismo sospechoso que nos arrancaban risitas lascivas porque, sobre sus corpiños verdes y dorados, aquellas bellezas de piel olivácea enseñaban las tetas. Por unos pesos de los prehistóricos se podía comprar una entrada que daba derecho a presenciar el espectáculo en directo que abría la sesión, varios cortos y tres largometrajes, e incluso te sobraba algo de calderilla para comprar una barrita Aero, que estaba hecha de chocolate y aire a partes iguales, como un queso de Gruyère en miniatura, o un paquete de Sugus, que eran unos caramelos blandos de frutas. Los mejores eran los rojos (los de fresa) y los peores, los verdes (de una menta que sabía a dentífrico). Pateábamos el suelo para exigir que levantaran el telón antiincendios, cubierto de anuncios de las tiendas locales; abucheábamos y silbábamos al desgraciado pianista que había venido a tocar para nosotros la Barcarola de Offenbach; reíamos a mandíbula batiente durante los dibujos animados o las historietas de Chaplin; y luego nos metíamos ya en situación y nos poníamos serios. Vale la pena remarcar que la primera tarde pusieron una trilogía de Frankenstein: Frankenstein, La novia de Frankenstein y Abbot y Costello contra los fantasmas. Nunca habíamos visto una película de Frankenstein, pero, como si fuera un arquetipo platónico, el conocimiento de lo que representaba (en la definitiva personificación de Boris Karloff) parecía haber arraigado en nosotros. Estábamos predispuestos a pasar miedo. ¿Qué preparación teníamos para enfrentarnos al miedo? Ninguna. Los lúgubres paisajes de la pantalla nos resultaban tan remotos como la visión que la lejana Centroeuropa y Hollywood nos daban de ellos, tan

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LA NOVIA DE FRANKENSTEIN

I. EL DESCUBRIMIENTO DEL MONSTRUO

Descubrí el monstruo cuando tenía diez años, en 1958, en Buenos Aires.

Ese año tuve el privilegio de ponerme pantalón largo y, sobre todo, de

que me permitieran asistir a la programación dominical de tarde del cine

del barrio, el Cabildo, junto con un par de amigos y sin que nos

acompañara un adulto. Aquellas sesiones dominicales estaban pensadas

a lo grande. El teatro nos parecía la máxima expresión del lujo. Su

interior imitaba a un palacio italiano de inspiración rococó en versión

años treinta, con molduras doradas, viejas butacas de felpa roja en

platea que olían a orina y, en el anfiteatro, asientos nuevos tapizados de

vinilo que olían a lejía, un pesado telón de terciopelo color vino que

enmarcaba el escenario y seis cariátides de un orientalismo sospechoso

que nos arrancaban risitas lascivas porque, sobre sus corpiños verdes y

dorados, aquellas bellezas de piel olivácea enseñaban las tetas. Por unos

pesos de los prehistóricos se podía comprar una entrada que daba

derecho a presenciar el espectáculo en directo que abría la sesión, varios

cortos y tres largometrajes, e incluso te sobraba algo de calderilla para

comprar una barrita Aero, que estaba hecha de chocolate y aire a partes

iguales, como un queso de Gruyère en miniatura, o un paquete de

Sugus, que eran unos caramelos blandos de frutas. Los mejores eran los

rojos (los de fresa) y los peores, los verdes (de una menta que sabía a

dentífrico). Pateábamos el suelo para exigir que levantaran el telón

antiincendios, cubierto de anuncios de las tiendas locales;

abucheábamos y silbábamos al desgraciado pianista que había venido a

tocar para nosotros la Barcarola de Offenbach; reíamos a mandíbula

batiente durante los dibujos animados o las historietas de Chaplin; y

luego nos metíamos ya en situación y nos poníamos serios. Vale la pena

remarcar que la primera tarde pusieron una trilogía de

Frankenstein: Frankenstein, La novia de Frankenstein y Abbot y

Costello contra los fantasmas. Nunca habíamos visto una película de

Frankenstein, pero, como si fuera un arquetipo platónico, el

conocimiento de lo que representaba (en la definitiva personificación

de Boris Karloff) parecía haber arraigado en nosotros. Estábamos

predispuestos a pasar miedo.

¿Qué preparación teníamos para enfrentarnos al miedo? Ninguna.

Los lúgubres paisajes de la pantalla nos resultaban tan remotos como la

visión que la lejana Centroeuropa y Hollywood nos daban de ellos, tan

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distintos eran de nuestra ciudad seudoparisina. Esas noches, el

momento en que acecha el monstruo, de ululantes tormentas y postigos

que golpean las ventanas, no nos decían nada (al menos si la memoria

no me engaña), como si los vientos huracanados no formaran parte de

las condiciones climatológicas de nuestra infancia. El terror que

sentíamos al ver esas películas nos resultaba ajeno, como debería ser

todo terror constructivo, y se nos aceleraba el pulso ante esa presencia

que inspiraba temor y, en el sentido romántico del término, era sublime.

Fue una pena que en inglés se eligiera la palabra «horror» en lugar de

«terror» para definir el género que pretendía explorar la cara oculta de

la imaginación. Existe una distinción clásica entre el terror y el horror

que postula Ann Radcliffe, autora de Los misterios de Udolpho (1794).

Radcliffe sostenía que el terror y el horror son de naturaleza distinta,

porque el primero engrandece el alma y agudiza nuestras facultades,

mientras que por el contrario el segundo las limita, las paraliza y, en

cierto modo, las anula. «Ni en la poesía de Shakespeare o Milton, ni en

las disquisiciones del señor Burke, se recurre al horror en estado puro

como origen de lo sublime, sino que se admite que el terror es una de

las causas primordiales de lo sublime. ¿Dónde podríamos establecer la

diferencia fundamental entre el terror y el horror si no es en que este

último se presenta acompañado de una sensación de oscura

incertidumbre respecto al mal que se teme?»[1] Boris Karloff, el

monstruo por antonomasia, decía: «El horror posee una connotación de

aborrecimiento y repugnancia. Yo prefiero emplear el término

“terror”»[2].

La palabra «monstruo» (que procede de moneo, «aconsejar,

advertir» o de monstro, «mostrar») parece implicar que los monstruos

llevan un letrero escrito con grandes letras que dice: «Guárdate de

adentrarte en estas tierras». Puesto que la sociedad puede definirse a

partir de lo que excluye, su definición debería incluir de manera

implícita (o explícita) lo que es su reverso. La normalidad precisa de la

anormalidad, los lazos comunes delimitan la noción de lo desconocido

y la conducta correcta refleja como una imagen invertida lo que no es

aceptable. La imagen tradicional de nuestro ser social queda cercada

por los parias, los extraños y las criaturas esperpénticas. No es de

extrañar que los monstruos hayan estado acechando tras las puertas de

la ciudad desde los primeros vestigios que se tienen de la literatura. Un

texto babilónico de 2800 a.C. divide a los monstruos en tres clases: los

monstruos que lo son por exceso (los gigantes), los que lo son por

defecto (como, por ejemplo, los enanos o las criaturas deformes) y los

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que lo son por partida doble (los gemelos siameses). Si bien la

existencia de un monstruo de estas dos últimas categorías podía

interpretarse como una buena o una mala señal en función de diversas

circunstancias, un monstruo de la primera categoría siempre llevaba

consigo la desgracia[3]. En el folclore europeo, desde el Polifemo de

Ulises hasta el gigante de Grimm, el monstruo es una criatura que actúa

por instinto y no reflexiona, un bruto al que fácilmente se engaña y

cuyas proporciones no le otorgan las cualidades exquisitas de otras

bestias de gran tamaño. El monstruo de Frankenstein es el paradigma

de este exceso: no solo sus miembros son enormes y su cuerpo es el de

un gigante, sino que él mismo es el resultado de haber magnificado los

poderes creativos del ser humano, el producto de una imaginación que

se expande más allá de sus fronteras y de los límites sociales y se

adentra en los confines de lo que siempre ha estado y estará prohibido.

En un artículo titulado «The Body of Frankenstein’s Monster», Cecil

Helman, basándose en el testimonio de diversos antropólogos e

historiadores, hizo hincapié en la curiosa reciprocidad que existe entre

las diversas imágenes de nuestro cuerpo personal y del cuerpo político.

Para Helman, la sociedad que inventó a Frankenstein (tanto la Inglaterra

de Shelley de principios del siglo XIX como la América o la Europa de

Whale de los años treinta) «es una sociedad masculina en estado puro,

violenta e inarticulada, que surge en un contexto dominado por el

feudalismo y la vida agraria. En ella se entretejen diversos elementos

antiguos, recogidos de distintas épocas pasadas, que se hilvanan en el

mismo cuerpo político. La ciencia y la electricidad mueven sus resortes,

pero su cerebro es el de un criminal»[4]. Es cierto, pero la riqueza

metafórica de la imagen del monstruo es mucho mayor. Abarca una

sociedad tecnócrata de implantes corporales y milagros genéticos, así

como a sus precursores, las industrias satánicas y las leyes de Malthus,

pero también refleja esa tierra de nadie que existe más allá de los límites

de la sociedad, una tierra para la que carecemos de vocabulario y cuya

geografía apenas reconocemos vagamente en sueños.

Quizá esto fue lo que de un modo somero sentimos a los diez años

cuando íbamos al teatro a ver cine de adultos: que, más allá de los

límites que nos imponían los padres y los profesores, al margen de

transgredir las conductas aceptables y las normas de la vida diaria, había

algo más, tácitamente prohibido y por lo tanto tentador, innombrable y,

precisamente por eso, terrorífico, más natural y real que la vida misma.

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II. LA CREACIÓN DE LA NOVIA

En 1912 Carl Laemmle senior, un alemán de origen judío que había

emigrado a Estados Unidos en 1884, fundó Universal Film

Manufacturing Company. Dos años después construyó la Universal

City en un rancho de 230 acres situado en el valle de San Fernando. La

Universal no tardó en ganarse la reputación de ser la mejor productora

de películas de terror, género que inventó casi en solitario. En tan solo

una década, la Universal produjo El jorobado de Notre Dame (1923)

y El fantasma de la ópera (1925), ambas con el extraordinario Lon

Chaney; El gato y el canario (1927), una inquietante y estremecedora

película de miedo con Laura La Plante; Drácula (1931), con el

tristemente famoso Bela Lugosi; La momia (1932), protagonizada por

Karloff; El hombre invisible (1933), con Claude Rains; El gato

negro (1934), también con Karloff y, cómo no, la saga de Frankenstein.

Gran parte de estos clásicos se filmaron bajo la supervisión del sobrino

de Laemmle, Carl Laemmle junior, que fue nombrado jefe de

producción en 1929.

En 1935, a pesar de los éxitos de la década anterior, la Universal se

vio en graves apuros económicos y Laemmlejunior anunció que solo

iba a producir siete películas ese año, y que empezaría por la que creía

que iba a convertirse en un éxito seguro y apoteósico: El retorno de

Frankenstein. Al principio, Laemmle junior quería que el alemán Kurt

Neumann dirigiera la película, pero James Whale, quien por aquel

entonces estaba dirigiendo El hombre invisible y había hecho ganar

cuantiosas sumas a la Universal con Frankenstein, pidió que se le

ofreciera a él el proyecto, y Laemmle accedió.

Whale había alcanzado gran notoriedad como director escénico en

el West End de Londres, y posteriormente en Broadway, con una obra

muy cruenta sobre la guerra de R. C. Sheriff, Journey’s End. Howard

Hughes le trajo a Hollywood para trabajar en las secuencias dialogadas

de una película épica sobre la aviación en tiempos de guerra, Los

ángeles del infierno (1930), que acababa de rodar para el cine mudo y

deseaba convertir en una película sonora. Aunque aquella colaboración

dejó mucho que desear (las escenas aéreas eran espectaculares, pero los

diálogos resultaron atroces), Whale pasó a dirigir para la Universal una

versión cinematográfica muy rebuscada de la obra de Sheriff y, a

continuación, el gran éxito de Frankenstein de 1931.

A finales de 1935 los Laemmle se vieron obligados a vender su

estudio y Whale, a las órdenes del nuevo equipo directivo,

filmó Magnolia (1936), una película brillante y de elegante factura con

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Paul Robeson, Irene Dunne y Helen Morgan. Esta obra iba a ser el

último éxito de Whale. La siguiente película, De regreso (1937),

pensada como una secuela de Sin novedad en el frente, trataba de unos

soldados alemanes que regresaban a su país desesperados y habiendo

perdido ya toda ilusión. Los censores se ensañaron con ella, deseosos

de no ofender al gobierno de Hitler, y Whale se marchó a MGM y luego

a Columbia, donde tuvo que aceptar guiones toscos y aburridos. En

1956 empezó a tener problemas de salud y, por culpa de un diagnóstico

equivocado, se sometió a un innecesario tratamiento de electroshocks

que le dejó incapacitado. A partir de entonces fue incapaz de leer o

pintar (el director de cine también había sido un artista plástico

consumado). Ni siquiera podía conducir. El miércoles 29 de mayo de

1957 Whale escribió una nota dirigida «A todos mis seres queridos»,

caminó hasta el extremo menos profundo de su piscina y se tiró de

cabeza al agua. A pesar de los rumores que apuntaban a un posible

asesinato, la autopsia confirmó que Whale había muerto ahogado a

causa de un accidente[5].

Whale era un hombre que defendía su intimidad. En Hollywood, a

pesar de llevar una vida abiertamente gay con su amante, el actor David

Lewis, solo concedía entrevistas en muy raras ocasiones y nunca

aparecía ante las cámaras. En público se comportaba con afectación y

esnobismo. Elsa Lanchester lo encontraba «cáustico» y

«desagradable». Por otro lado, Whale siempre se mostraba despectivo

con Karloff y declinaba hablar de él diciendo: «¡Bah, tan solo era un

camionero…!»[6]. Es probable que esta actitud desdeñosa surgiera de su

peculiar sentido del humor. Whale sirvió en su juventud en el ejército

británico en Somme, Arras e Yprès, y cuando se reincorporó a la vida

civil sentía un fuerte rechazo por cualquier clase de autoridad y había

adquirido una aguda noción de lo absurdo, lo extravagante y lo camp.

En 1954 Christopher Isherwood fue el primero en destacar la

sensibilidad camp que posteriormente Susan Sontag definiría como

«amor por lo antinatural: el artificio y la exageración»[7], frase que

describe a la perfección las mejores obras de Whale. Según su biógrafo,

James Curtis, la producción de Whale puede dividirse entre «trabajos»

y «proyectos». Los trabajos eran las películas alimenticias, que

aceptaba para cumplir con sus obligaciones contractuales. Sus

proyectos, en cambio, eran las películas que él elegía hacer; fueron

principalmente las obras que dirigió durante sus años en la Universal y

por las cuales sería recordado.

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A pesar de que se daba por sentado que Frankensteincontaría con

una segunda parte, La novia de Frankensteinnunca fue una secuela para

Whale en el sentido genuino de la palabra. Es cierto que retoma la

historia en el punto en queFrankenstein la dejó, pero es una obra

completamente distinta, tanto en intención como en estilo. La primera

es trágica; La novia de Frankenstein es de una comicidad patética y

grotesca. La historia de Frankenstein se sitúa en una geografía real (o

pretendidamente real). La historia de la novia, en cambio, relata de un

modo explícito la historia de Mary Shelley. Es una fantasía o una

pesadilla, una versión prohibida de la personalidad de la autora, que se

casa con la criatura que ha creado.

Whale escogió a los actores de la segunda película mucho antes de

que el guión estuviera terminado. Los personajes principales eran

británicos (hecho que el departamento de publicidad explotó con

abundantes fotografías del elenco tomando el té). La presencia de

Karloff en el papel de monstruo fue indiscutible. Colin Clive (a quien

Whale había contratado en 1929 para que encarnara el papel principal

en la producción teatral de Journey’s End, cuando Clive era

prácticamente un desconocido, y que había personificado al primer

doctor Frankenstein) volvería a ser en el cine el creador del monstruo.

Valerie Hobson, bajo contrato de la filial de la Universal en Inglaterra,

haría el papel de la otra novia, la del doctor Frankenstein. La novia

protagonista sería llevada a la pantalla por Elsa Lanchester, que también

encarnaría a Mary Shelley. No obstante, para resaltar el trasfondo de

humor negro que se buscaba, Whale recurrió a dos actores en especial:

Una O’Connor y Ernest Thesiger.

Una O’Connor (cuyo verdadero nombre era Agnes Teresa McGlade)

era una actriz irlandesa que se había abierto camino en Hollywood a

finales de los años veinte. Había interpretado a una inolvidable señora

Gummidge en la película de CukorDavid Copperfield, y también a la

irritante señora Hall en El hombre invisible, de Whale, donde su figura

inquietante y pajaril oscilaba entre el horror y el slapstick.

Whale había conocido a Ernest Thesiger en Inglaterra con motivo de

una producción navideña que se hizo en Manchester de Las alegres

casadas de Windsor. El novelista canadiense Timothy Findley, que

conoció a Thesiger en la época en que él mismo se dedicaba al teatro,

escribió: «Su aspecto causaba el mismo efecto que un pie musical. A

menudo, lo que ocurría era algo funesto. Por ejemplo, cuando se trataba

de una “película de época”, en el momento en que Ernest aparecía

sabías que el héroe caería en una trampa diabólica. En cambio, si la

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escena estaba ambientada en la actualidad, la presencia de Ernest

Thesiger implicaba una serie de enredos cómicos. Cuando vestía ropa

moderna, perdía su apariencia siniestra… y no sé realmente por qué,

solo sé que era algo que tenía que ver con su aspecto físico. Los ropajes

y los volantes le permitían ocultarse tras la indumentaria; un traje sastre

ni siquiera le bastaba para empezar a esconderse. Oculto lograba

parecer inquietante, pero cuando se mostraba provocaba estruendosas

carcajadas. Ernest Thesiger fue un provocador, tanto en su vida privada

como en la profesional»[8]. Cuando le preguntaban qué era lo que le

había impresionado más de la Primera Guerra Mundial (donde fue

herido de gravedad), su respuesta era la siguiente: «El ruido, querida.

¡Y la gente…!».

El guión era lo que entrañaba más problemas. Con anterioridad a

Whale, el monstruo de Mary Shelley había aparecido tres veces en la

gran pantalla. La primera había sido en 1910, en Frankenstein, una

producción de Edison dirigida por J. Searle Dowley y protagonizada

por Charles Ogle; cinco años después resurgiría en Life Without Soul,

producida por Ocean Studios y dirigida por Joseph W. Smiley, con

Percy Darrell Standing en el papel del monstruo. La tercera encarnación

se llevó a cabo en Italia y fue interpretada por Umberto Guarracino en Il

Mostro di Frankenstein, producción de Albertini dirigida por Eugenio

Testa. Ninguna de esas películas era notable, y Whale creyó, con gran

acierto, que con su versión había logrado algo excepcional: plasmar un

momento genuino de terror. Sabía también que no sería capaz de volver

a crear aquello que un público entusiasta había tardado tres años en

transformar en una previsible película de suspense.

Los primeros enfoques eran infumables. El guionista L. G.

Blechman había cambiado el nombre del doctor Frankenstein y de

Elizabeth por el de Heinrich, y los había convertido en unos titiriteros

que escapaban con un circo ambulante. El monstruo, que no muere en

el incendio final de Frankenstein, les da alcance y les exige que creen

una novia para él. El doctor se apresura a dar forma a la compañera del

monstruo dentro de una caravana conectada a un cable de alta tensión.

La nueva criatura no sobrevive y el monstruo muere atacado por un león

del circo. El tratamiento que le dio el novelista Philip MacDonald es

incluso más ridículo: propuso una historia, ambientada en la actualidad,

en la que el doctor Frankenstein intenta vender una máquina de rayos

mortales a la Liga de Naciones, aparato que hace revivir al monstruo y

al final lo destruye.

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William Hurlbut, dramaturgo de Broadway, y John L. Balderston

(que había adaptado Frankenstein para el teatro en 1931) colaboraron

en el primer guión completo de La novia de Frankenstein. La

adaptación teatral de Balderston, basada en la novela original, incluía

el intento de creación de una compañera para el monstruo. Su guión

(parece ser que Hurlbut apenas participó en su elaboración) exigía la

presencia de un monstruo femenino creado a partir de miembros

humanos recogidos tras un accidente ferroviario, a los que el ingenioso

Frankenstein ensamblaba la cabeza de «una giganta de circo hidrocéfala

que se había suicidado en un arrebato, víctima de un desengaño

amoroso»[9].

Al final, lo único que quedó del guión de Balderston fue el prólogo

en el que aparecían Byron, Shelley y Mary Shelley. El mismo Hurlbut,

que había sido apartado del guión, fue quien reescribió toda la historia

consultando cada uno de los detalles con Whale (incluyendo unas

escenas que estaban basadas en un anterior tratamiento del guionista

Tom Reed). El rodaje de la película duró cuarenta y seis días y se

excedió en más de cien mil dólares del presupuesto, cuyo coste final

aproximado fue de cuatrocientos mil dólares.

Según Ted Kent, editor de la película (a quien Whale había

contratado para trabajar en la comedia A la luz del candelabrounos

meses antes de realizar La novia de Frankenstein), Whale «nunca

entraba en la sala de montaje sino que solíamos hacer un pase nocturno

una vez a la semana y lo comentábamos. Las escenas empezaban con

una gran simplicidad (no le gustaban las cosas embrolladas) y luego las

íbamos construyendo a medida que avanzábamos. Decía cosas como:

“Esas dos tomas duran demasiado. Creo que será mejor que

intercalemos unos primeros planos”, y la cosa se iba complicando.

Cuando terminábamos una escena, quedaban muy pocos metros de

película en la lata. Whale solía utilizar cada ángulo que había filmado.

Presumía de que empleaba todo el metraje; no desperdiciaba nada»[10].

A Whale le gustaba que su guión fuera sencillo y la mayor parte de la

edición la realizaba sobre el papel, indicando claramente dónde iban los

primeros planos en el mismo diálogo.

Fueran cuales fuesen las intenciones de Whale, el guión tenía que

pasar por las amenazadoras manos de los censores.Frankenstein no

había sufrido el tijeretazo de la censura cuando se editó en 1931.

Aunque fueron varios los estados que sí cortaron escenas sin consultar

con la Universal, los censores federales no exigieron recorte alguno, ni

siquiera la famosa escena en que la niña perece ahogada, hasta el

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reestreno de la película en 1937. La novia de Frankenstein no

compartiría el mismo destino. En 1934, el poder que ostentaban varias

organizaciones de base doctrinal eclesiástica, encabezadas por la Liga

Católica para la Decencia, obligó a la MPPDA (Asociación de

Distribuidores y Productores de Cine) a instaurar una Administración

del Código de Producción dirigida por el periodista católico militante

Joseph Breen. Este puso objeciones de inmediato a la blasfemia que vio

implícita en el humor negro que destilaba la película: «En el guión se

hacen varias referencias a Frankenstein […] en las que se le compara

con Dios, y se compara asimismo la creación del monstruo con la

creación divina del hombre. Cualquier alusión al tema deberá

eliminarse»[11].

Entre el material censurado había una escena en la que el monstruo

observaba a una pareja hablando de amor, que había sido cortada «para

evitar la deducción lógica de que el monstruo está contemplando una

escena de amor entre dos personas», y aparecía varias veces la palabra

«hembra», que Breen encontró ofensiva. Unos meses después, Whale

envió a Breen un guión con los cambios solicitados, pero este no quedó

satisfecho y le envió una nueva lista de «sugerencias» que debían ser

eliminadas. Whale se avino. No solo siguió las nuevas recomendaciones

de Breen, sino que incluso declaró que el periodista había olvidado

algunas de sus primeras objeciones. El 10 de diciembre de 1934, Whale

escribió la siguiente carta a la administración:

Distinguido señor Breen:

A continuación le expongo los cambios propuestos según su carta

del 5 de diciembre y también del 7 del mismo mes. Dado que mi carta

anterior es más extensa, creo que será preferible enviarle la que escribí

después de nuestra reunión, puesto que en su carta del 5 de diciembre

hay varios puntos sobre Dios, las entrañas, la inmortalidad y las sirenas

que usted no ha vuelto a mencionar, y deseo que este guión cuente con

su aprobación total antes de empezar a rodar.

Reciba mis más atentos saludos,

James Whale[12]

Con independencia de cualesquiera cambios que se hubieran hecho,

Dios, las entrañas, la inmortalidad y las sirenas pervivieron en la versión

censurada y definitiva de La novia de Frankenstein, que, hemos de

suponer, contó con la aprobación del señor Breen.

En realidad, Estados Unidos no fue el único país que había planteado

objeciones a la película. Trinidad se negó a proyectarla sencillamente

«porque es una película de terror», actitud que también adoptaron

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Palestina y Hungría. China, Singapur y Japón efectuaron recortes

considerables, y Suecia suprimió tantas escenas que al final la película

parecía un corto.

Después de sortear todo tipo de obstáculos, es extraordinario

comprobar hasta qué punto Whale pudo ser fiel a su idea original. En

lo fundamental, a pesar de los injertos y los recortes, La novia de

Frankenstein es lo más parecido que cabría esperar de la idea original

de Whale: una película terrorífica, subversiva, cómica en su

irreverencia y, sin embargo, dotada de una dignidad y un pathos poco

frecuentes.

III. MARY CUENTA UNA HISTORIA

A pesar de que el departamento de publicidad de la Universal la

promocionó como La novia de Frankenstein en carteles, notas de

prensa y anuncios luminosos en los cines, el artículo del título no

aparece al principio de la película. A continuación, destacando sobre la

siniestra música de Franz Waxman[13] y de unas vaporosas volutas de

humo, leemos lo siguiente: «Inspirada en la historia original que

escribió Mary Wollstoncraft Shelley en 1816». Una vez que Hollywood

ha depositado su confianza en el referente clásico para cubrirse

decorosamente las espaldas, aparece el año de la acción que nos

introduce en la época.

Una furiosa tormenta («extraños aullidos, retumbar de truenos y

sonido de violines», dice el guión) se cierne sobre el lago Ginebra. En

lo alto de un acantilado, una casa y, en la ventana, un joven con atuendo

romántico que contempla la oscuridad. Es un ambiente aristocrático,

descrito en un estilo que resume de manera ecléctica los clichés de los

ricos (lo que el guión califica de «lujo con sensibilidad»): grandes

espejos dorados, un ostentoso mobiliario y una chimenea enorme. Una

doncella de uniforme atraviesa la estancia precedida por tres perros

afganos atados de una correa.

En la habitación hay tres personas: dos hombres (el de la ventana y

otro escribiendo) y una joven que está bordando. Graham Greene dijo

en una ocasión que detestaba esas películas históricas en que uno de los

personajes, hablando para el público, conversa con otro y señala a un

tercero: «¿Ve a ese de allí? El mundo oirá hablar de él en el futuro.

¡Haga caso de mis palabras! ¡Se llama Wolfgang Amadeus Mozart!».

Whale evita estas torpes introducciones y da a conocer los nombres de

los tres personajes en los dos primeros minutos de diálogo,

intervenciones que fueron censuradas en ciertas frases. (Breen había

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exigido que se anulara la mayor parte del diálogo «en que los tres

personajes presumen de ser infieles, inmorales y adúlteros»). Fumando

un puro recortado y marcando las erres, el hombre de la ventana se

pregunta si «un airado Jehová» apunta con sus flechas directamente a

la erguida cabeza del mayor pecador de Inglaterra, «George Gordon,

lord Byron», o bien están destinadas al más insigne poeta inglés,

«nuestro querido Shelley». «¿Y qué me dices de mi Mary?», pregunta

el visionario Shelley. «Es un ángel», responde Byron. Mary, con un

vestido bordado con lentejuelas iridiscentes y una cola de más de dos

metros de largo (un vestido que confeccionaron diecisiete mexicanas

durante doce semanas de trabajo), levanta los ojos y abandona su

femenina tarea. Siguiendo las exigencias del censor, se cortó una toma

«en la que los pechos del personaje de la señora Shelley» se «muestran

y acentúan»[14] en virtud del fabuloso traje. Es cierto que Mary Shelley

tiene un aspecto angelical.

Este ángel, sin embargo, ha ideado a Frankenstein, «un monstruo

creado con cadáveres de tumbas saqueadas», explica Byron, haciendo

suya la metonimia habitual que confunde al creador con su creación y

dando al monstruo el nombre de su padre. (Más adelante, en el clímax

de la película, el doctor Pretorius cometerá el mismo error y llamará a

la criatura femenina «la novia de Frankenstein», cuando de hecho es la

novia del monstruo. A menos, claro está, que Pretorius hubiera querido

decir «la novia creada por Frankenstein»…)

Byron se encarga de recapitular. Quien más, quien menos, los que

formamos parte del público que fue a ver La novia de Frankenstein ya

habíamos visto Frankenstein. Conocíamos la historia y reconocimos al

monstruo. Acudimos al cine como el público de la antigua Grecia, a

presenciar un nuevo episodio de una trama que conocíamos muy bien.

Asistimos a una parte del ritual en que solo el tono y los pormenores de

ese capítulo en concreto, el sesgo de lo que se contaba, iban a ser una

novedad para nosotros. La rememoración de Byron nos sirve para

comprender que estamos en terreno conocido, viviendo una pesadilla

común que creíamos que ya había terminado. «Pero así no termina la

historia», dice Mary. Y entonces empieza la película propiamente

dicha.

Cuando Frankenstein se estrenó en 1931, la junta de censores de

Quebec (una de las más influyentes de Norteamérica) puso objeciones

al matiz faustiano de la película. T. B. Fithian, de la Universal, hizo un

pase previo de la cinta para un par de sacerdotes católicos de Los

Ángeles y, a fin de calmar sus temores, sugirió que la acción podría

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desarrollarse en un marco narrativo que atajara cualquier indicio de

blasfemia «por la intermediación de un prólogo adecuado o de una

introducción que indicara que la película era un sueño. Quizá podríamos

iniciarla basándonos en el libro y hacer que se oyeran las voces en off

de Shelley, Byron y la señora Shelley hablando sobre un cuento

fantástico para pasar luego a la película». La junta finalmente transigió,

yFrankenstein se proyectó como Whale la había concebido. Ahora

bien, este no olvidó la sugerencia de Fithian y, unos años después,

recurrió a ella para contar la historia de la novia del

monstruo. Frankenstein no contaba con un contexto narrativo que

situara la historia: los créditos iniciales aparecen sobre un rostro

desdibujado y maligno cuyos ojos no paran de moverse y, a partir de

ahí, se desencadena la secuencia de sucesos de pesadilla. La segunda

película, en cambio, se presenta de un modo explícito como una ficción,

como una historia que se cuenta en la voz de Mary Shelley.

Los recuerdos de Byron nos hacen retroceder hasta el final de la

primera película de Frankenstein y ante nosotros aparecen las ruinas de

un molino incendiado. La cámara se recrea haciendo un travelling de

los curiosos que allí se han congregado mientras la sirvienta Minnie

(Una O’Connor), con un traje de inspiración centroeuropea, lanza su

primer grito desgarrado. El burgomaestre (E. E. Clive) ordena con gran

pompa a la gente que se vaya a casa. El monstruo ha desaparecido en el

incendio; Henry Frankenstein yace aparentemente sin vida entre los

escombros, y los lugareños se dirigen a entregar su cuerpo a la que fue

su prometida.

Los padres de Maria (la niña a quien el monstruo ahogó sin ser

consciente de lo que hacía) se quedan entre las ruinas que todavía se

consumen esperando hallar alguna prueba que les demuestre que el

asesino de su hija está muerto. «Si veo sus huesos ennegrecidos, podré

conciliar el sueño esta noche», dice el hombre a su esposa. En ese

momento, el suelo se hunde bajo sus pies y cae en la represa del molino.

Su esposa se desmaya.

La música de Waxman aumenta de intensidad y anuncia la aparición

del monstruo. La cámara, que realiza un meticulosotravelling sobre las

aguas tempestuosas, enfoca la cara del monstruo, que aparece tras unos

maderos que han caído al agua. Su rostro, como el de Garbo, es uno de

los iconos de nuestro tiempo. El semblante de Garbo, con sus

perturbadores rasgos clásicos, es el rostro de la Beatriz de Dante, el

«radiante semblante depositario de nuestros más enternecedores

anhelos», el reflejo de esa parte de nosotros mismos que asociamos a la

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belleza espiritual y a la sabiduría trascendental. («No pienses en nada»,

dicen que fueron las palabras que Rouben Mamoulian dirigió a Garbo

cuando ella le pidió consejo para que la orientara en la inolvidable toma

final de La reina Cristina de Suecia. Esa vacuidad fue ideada para que

nos perdiéramos en ella.) La cara del monstruo es su opuesto, su

sombra, la cara de nuestro yo infrahumano que adopta los rasgos que

tememos que un día emerjan en la distraída contemplación de un espejo:

el rostro del retrato de Dorian Gray, el rostro del malvado Mr. Hyde. Si

el semblante de Garbo es divinamente vacuo, el rostro del monstruo es

demoníacamente pleno y pugna por extraer de sus visibles costurones

todo aquello que deseamos ocultar. No es «malvado» (del mismo modo

que la cara de Garbo no es «bondadosa»), sino execrable (así como la

de Garbo es inmaculada). Es un rostro que, más que el de cualquier otro

monstruo humanoide, fue soñado por alguien que sabía los rasgos que

debería tener pero que no consiguió recrearlo, una cara equívoca, un

rostro tan colosal que hace que nos asalte el temor de que si nos

cruzáramos en su camino «ese rostro —en palabras de Chesterton—

sería demasiado imponente para ser verdad». Es una cara fallida, una

mala versión de la descripción del rostro creado «a Su propia imagen»

que da la Biblia.

Según la versión más célebre, Whale eligió a Karloff, a quien había

visto en la película de gángsters Graft (1941), un día en que el actor

estaba almorzando en la cafetería de la Universal[15]. (Otra versión de

los hechos sostiene que David Lewis propuso a Karloff para el papel.

Según Lewis, la respuesta de Whale fue: «¿Boris qué?».) Karloff,

nacido en Inglaterra, llegó a Hollywood vía Canadá, y obtuvo el

reconocimiento como actor gracias al papel de asesino convicto que

había interpretado en The Criminal Code (1931), producida por los

estudios Columbia. Al verlo allí, Whale pensó que el rostro de Karloff

al natural presentaba unos rasgos faciales de una terrorífica perfección

que servirían para recrear al monstruo. Gracias a sus dotes de artista,

Whale hizo unos esbozos de la cabeza de Karloff y le añadió «unos

perfiles afilados y huesudos donde imaginé que le debían de haber

colocado el cráneo»[16]. Según Karloff, «nos imaginamos que, dentro de

ese pobre cráneo, se había probado a introducir un cerebro tras otro,

metiendo uno y sacándolo de nuevo. Por eso levantamos tanto la frente,

para dar la sensación de que aquello era el producto de una cirugía

demoníaca. Luego vimos que los ojos eran demasiado expresivos,

demasiado inteligentes, cuando lo esencial era lograr unos ojos que

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reflejaran una perplejidad estúpida. Por eso decidí ponerme cera en los

párpados, para conseguir una mirada más pesada y como entornada.»

Siguiendo la pauta de los dibujos de Whale (aunque él nunca se

atribuyó la inspiración), el artista del maquillaje Jack P. Pierce fue el

último responsable del aspecto final del monstruo. Pierce se había

ganado la reputación de genio lleno de inventiva tras haber creado la

horrible máscara de Conrad Veidt en El hombre que ríe (1929). Otros

maquilladores de la Universal habían realizado diversos dibujos

preliminares de monstruos que parecían alienígenas, dementes o robots.

Whale y Pierce coincidieron en que el monstruo debía ofrecer un

aspecto de humanidad lastimera. «Lo creé siguiendo las indicaciones de

los tratados médicos de cómo debía ser —dijo Pierce en 1939—.[17] No

recurrí a la imaginación. En 1931, antes de dedicarme en concreto a su

diseño, pasé tres meses estudiando anatomía, cirugía, medicina, historia

criminal, criminología, costumbres funerarias antiguas y modernas y

electrodinámica. Mis estudios anatómicos me enseñaron que hay seis

maneras en que un cirujano puede trepanar un cráneo para extraer o

colocar un cerebro. Deduje que Frankenstein, que era un científico pero

no un cirujano con experiencia, adoptaría la técnica quirúrgica más

sencilla. Habría cortado la cabeza por la parte de la coronilla como si

fuera la tapa de una lata, la habría abierto, habría introducido en ella el

cerebro y, finalmente, la habría cerrado con fuertes sujeciones. Esa fue

la razón de que decidiera hacer la cabeza del monstruo plana y cuadrada

como una caja de zapatos y marcarle una enorme cicatriz a lo largo de

la frente con esas sujeciones metálicas que la mantenían cerrada.» La

idea de una coronilla en forma de tapa no debe atribuirse a Pierce. En

el guión ya aparece escrita la expresión «como la tapa de una caja». En

cuanto a los dos sorprendentes bornes de metal que le sobresalían del

cuello tampoco fueron idea de Pierce: los diseñó el ilustrador de carteles

de la Universal Karoly Grosz en el esbozo que hizo en 1931 de un

monstruo de aspecto robótico. Pierce se atribuyó el invento; luego contó

que su intención había sido crear esos bornes para que actuaran de

«tomas de entrada para la electricidad, unos enchufes como los que

usamos en las lámparas o las planchas de hierro. No debemos olvidar

que el monstruo es un instrumento eléctrico. La fuerza del relámpago

es la energía que le da la vida». Para terminar, Pierce recubrió el rostro

de Karloff con un maquillaje teatral verdiazul que se veía gris ante las

cámaras. La sesión de maquillaje duraba seis horas diarias[18].

El monstruo ahoga al viejo. No es una muerte accidental: es un

asesinato deliberado que se alimenta de ansias vengativas. Al principio

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el monstruo no es una víctima, sino una criatura con sed de venganza

que arremete contra todo aquel que lo acosa, instigado por la violencia

y devolviendo con creces el horror que sufre. Encarna el sino del ser

marginado y refleja la imagen que la sociedad proyecta en él.

A continuación, el monstruo ahoga a la mujer tirándola al pozo. El

búho, criatura de las brujas y de la noche, lo mira todo. (El búho

reemplazó a la rata cuando los censores exigieron el cambio «porque

hace tiempo ya que se demostró que su imagen es ofensiva»; la

sustitución proporcionaba a la escena un toque menos repulsivo, más

sutil y tenebroso.)

Whale dijo que deseaba que su película fuera «desternillante».

Cuando el monstruo ha perpetrado su primer doble crimen, se encuentra

con Minnie. La pareja de ancianos había proferido unos gritos terribles,

de una gran intensidad dramática; los de Minnie, en cambio, son

demasiado agudos para causar pavor; son un artificio, una exageración.

Una O’Connor hizo de este chillido estridente y penetrante su rasgo más

característico, un toque camp avant la lettre. El grito cómico de Minnie

tiene un efecto similar al que resulta enMacbeth cuando llaman a las

puertas. Según Thomas de Quincey, que comentó la escena del portero

en un ensayo muy conocido, la nota grotesca que lo trastoca todo y

exagera la nota dramática hasta convertirla en algo gracioso que nos

retrotrae «al ámbito de lo que es humano», provoca que durante unos

instantes nos apiademos del asesino y sintamos «una compasión que

nace del entendimiento, una clemencia que nos permite adentrarnos

tanto en sus sentimientos que nos vemos obligados a comprenderlos»[19].

El grito de Minnie nos permite desplazarnos, abandonar el punto de

vista de las víctimas y adoptar la perspectiva del monstruo.

El cuerpo de Henry Frankenstein es llevado en una gris y

melancólica procesión hasta las puertas del castillo para ser entregado

a su novia. Elizabeth (Valerie Hobson) sale corriendo a su encuentro y

quiere saber qué le ha sucedido a su prometido. «¿Cómo podríamos

explicárselo, señora?», dice uno de los lugareños mientras un primer

plano nos muestra a una aldeana (interpretada por la hermana de David

Lewis, a quien Whale intentó ayudar en los difíciles tiempos de la

Depresión) que intenta contener las lágrimas. Una vez más, la comedia

grotesca viene a trastocar el sesgo dramático: Minnie llega corriendo y

anuncia a gritos la terrible noticia de que el monstruo sigue vivo. Pero

nadie presta atención a lo que parece ser un nuevo ataque de histeria de

la muchacha. «Nadie me cree —dice ella indignada—. Muy bien, yo

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me lavo las manos. ¡Que mueran asesinados en sus camas!» Minnie es

una Casandra cómica.

En el interior del inmenso vestíbulo del castillo, el cuerpo de Henry

yace sin vida sobre una mesa. La escena nos recuerda el momento en

que nace el monstruo en Frankenstein, solo que en esta ocasión el

creador usurpa el lugar a su criatura. Este tema fundamental (la

identificación del creador con su creación) es recurrente en toda la

película por expreso deseo de Whale: Mary Shelley y la novia son

interpretadas por la misma actriz; el monstruo exige una compañera

cuando el doctor Frankenstein se casa con Elizabeth; y, por último, el

monstruo ocupa el lugar de Frankenstein cuando secuestra a la mujer

de su creador.

El paralelismo se acentúa cuando Minnie vuelve a gritar al ver que

la mano del doctor se mueve. «¡Está vivo!», chilla. La frase había sido

el eslogan publicitario de la película anterior,Frankenstein. El doctor la

pronunciaba exultante de júbilo ante la creación de su monstruo, y

apareció pegada en las vallas publicitarias de todos los países

interesados por el cine. La misma frase volverá a salir en el segundo

acto de creación, cuando la novia cobra vida, pero si aquí resalta el tono

artificioso de Minnie, en boca del doctor se convertirá en algo morboso

e incluso lascivo. Las tres veces que un muerto recobra la vida (el

monstruo en Frankenstein, el doctor en esta escena y la novia en el

clímax de la película), la mano derecha, que desde siempre se ha

vinculado con el corazón, es la que se estremece primero al acusar la

fuerza vital.

Elizabeth cuida de Henry en una habitación iluminada por la luz que

se filtra a través de unas ventanas de celosía, luces entrecruzadas que,

en la teatral fotografía de John Mescall, destruyen la ilusión de

serenidad que requiere toda convalecencia. Henry delira e intenta

apartar de su mente los espantosos sucesos del pasado, pero no tarda en

olvidar su arrepentimiento y recobrar su ambición: «¡El poder de crear

a un hombre!», exclama con los ojos desorbitados y presa de una

enfebrecida agitación. Elizabeth, aterrorizada, le responde con cautela:

«Eso no está en nuestro poder. Es el diablo quien te empuja a decir eso».

Henry se niega a reconocer la maldad de sus actos y su pesadilla pasa a

convertirse en la de Elizabeth. De repente, en esa misma habitación, la

muchacha ve la presencia amenazadora de «una figura como la

muerte». A pesar de que Henry le dice que allí no hay nadie, ella se

desmaya.

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De todos los personajes que aparecen en La novia de Frankenstein,

Colin Clive, en su papel de doctor Frankenstein, es el más envarado

porque en toda la película emplea un solo registro expresivo, creyendo

por lo visto que le serviría para representar todas las emociones, desde

el entusiasmo hasta el terror extremo (con el agravante de que durante

el rodaje sufrió una caída que le causó una rotura de los ligamentos de

la rodilla y le obligó a interpretar varias escenas sentado o apoyado en

muletas para rodar los primeros planos). Por suerte, en la saga de Whale

el doctor Frankenstein es meramente un personaje secundario que

desencadena la acción; y lo curiosamente paradójico es que, mientras la

actuación de Clive resulta acartonada, Karloff, rígido por el vestuario y

el maquillaje, consigue la que podría decirse que es la mejor y más

compleja interpretación de su carrera. La historia trasciende al

personaje que aparece en el título: pertenece al monstruo resucitado, a

su breve pero inolvidable novia y al malvado doctor Pretorius.

IV. EL DOCTOR Y EL DIABLO

La puerta principal se abre de golpe. Thesiger, encarnando al doctor

Pretorius, hace una entrada formidable que refleja esa «figura como la

muerte» que aparece en la alucinación de Elizabeth. En la siguiente

toma, su rostro angular domina la pantalla con maligna y amenazante

expresión. Minnie repite sin cesar su nombre, como si no lo hubiera

oído bien o como si no fuera capaz de retenerlo en la memoria. «Ese

nombre no existe», se dice a sí misma. El nombre de Pretorius se

pronuncia siete veces en cuestión de segundos. Existe una tradición que

procede de la Baja Edad Media según la cual, para lograr que el diablo

perviva entre los humanos, debe repetirse su nombre al menos tres

veces (como en el Fausto de Goethe); esta triple llamada se convierte

en una invocación («Hablando del diablo, seguro que aparece»)[20]. El

nombre de Dios no puede o no debe ser pronunciado; el nombre del

diablo, en cambio, ha de pronunciarse en voz alta tanto si se desea

atraerlo como para ordenarle que se vaya. El malvado Pretorius se

introduce en el mundo de los pecadores cuando se cita su nombre, y es

en este mundo donde decidirá quedarse.

Para Mary Shelley, el subtexto de su Frankenstein era Milton. El

epígrafe de la novela procede de El paraíso perdido («¿Acaso te pedí,

hacedor mío, que de mi barro / moldearas a un hombre? ¿Solicité de ti

/ que de la oscuridad me ascendieras?»). El relato que da el monstruo

de su propia creación es una paráfrasis de la descripción que Milton

hace de Adán cuando este se despierta en el Edén. El monstruo sigue el

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ejemplo de Satán en el poema («El diablo se convirtió así en mi bien»).

Entre los libros que el monstruo lee en la casita situada en las

inmediaciones de Ginebra se encuentra una traducción de El paraíso

perdido (los habitantes, por supuesto, son francosuizos). Para Whale, la

historia de la película se sustenta sobre la leyenda de Fausto del

siglo XVIque Marlowe y Goethe contribuyeron a divulgar. La ambición

de Henry Frankenstein y su búsqueda del conocimiento prohibido nos

recuerdan al doctor Fausto; Pretorius, en la inquietante personificación

que hace Thesiger, es un Mefistófeles decimonónico.

Pretorius chantajea a Henry diciéndole que es responsable de los

crímenes que ha perpetrado el monstruo, e insiste en que deben trabajar

juntos, «no como un maestro y su discípulo, sino como dos científicos

que colaboran en el mismo proyecto» (en el Fausto de Goethe,

Mefistófeles también accede a colaborar con el doctor: «Aquí quiero

ligarme a tu servicio, no descansar a tu orden y señal; y cuando allí

volvamos a encontrarnos, lo mismo deberás hacer conmigo»[21], Goethe

brinda a su Mefistófeles la misma causticidad irónica que Thesiger

otorga a Pretorius). En ese momento, Pretorius revela que él también ha

creado la vida y quiere que Henry vaya a ver sus experimentos «a su

humilde morada». Henry se siente tentado. «¿Está muy lejos?»,

pregunta. «No, pero necesitaréis un abrigo», añade Pretorius con

dudosa solicitud.

En su laboratorio (cuyos peldaños se inspiran en los que aparecen

en El gabinete del doctor Caligari, por aquel entonces película

emblemática que trataba de la fina línea que separa la ciencia de la

locura), Pretorius propone brindar con ginebra, «mi única debilidad»,

dice, como después afirmará también de los cigarros que ofrecerá el

monstruo. «Brindemos por un mundo nuevo de dioses y monstruos.»

Henry, azorado, rechaza la copa.

Pretorius saca una caja en forma de ataúd. En su interior hay seis

frascos de cristal y cada uno de ellos contiene una figura diminuta que

Pretorius lleva cuidando «desde que era una simiente». Las figuras son:

una reina; un rey con aspecto de Enrique VIII[22] (que está locamente

enamorado de la reina); un arzobispo ceñudo; un diablo que se parece

a Pretorius («¿Estaré adulándome a mí mismo?», se pregunta); una

bailarina que solo baila la «Canción de primavera» de Mendelssohn; y

una lánguida sirena. (En el montaje definitivo se eliminó una séptima

figura, un bebé encarnado por Billy Barty, un actor enano, que, según

el guión, pretendía recordar a un Boris Karloff en miniatura). Pretorius

asignó a cada figura un papel determinado en función de sus

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características congénitas. Por ejemplo, a causa de su belleza, la primera

figura fue una reina; y la mirada desaprobatoria de la tercera la convirtió

en un arzobispo[23].

Resulta extraordinario que, aun aceptando los cortes de los censores,

Whale fuera capaz de conservar intacto el personaje del mefistofélico

Pretorius. Parece ser que en la MPPDA se les escapó el double

entendre de la palabra «simiente» y la naturaleza demoníaca de

Pretorius. El personaje observa el demonio del frasco que ha adoptado

su forma y comenta lo divertido que sería si todos fuéramos diablos, «y

nos dejáramos de absurdos como los ángeles y la bondad». Tal y como

correspondería a Mefistófeles, Pretorius tienta a Henry con las

Escrituras. «Dios creó al hombre y a la mujer», recuerda a su discípulo,

y le propone poblar la Tierra con una raza creada por el hombre. Henry

está horrorizado, pero Pretorius se muestra implacable. Le recuerda que

él solo ya ha creado a un hombre y que, juntos, ahora podrán crear a su

compañera. «¿Quiere decir que…?», Henry exclama con un grito

ahogado. «Sí. Una mujer —concluye Pretorius—. Eso sería muy

interesante.»

En la novela de Mary Shelley, en cambio, es el propio monstruo

quien realiza esta petición a su creador.

«Estoy solo y me siento desgraciado. Los hombres no quieren saber

nada de mí. Sin embargo, alguien tan deforme y horrible como yo no

me negaría. Esa criatura debe ser de mi misma especie y tener los

mismos defectos que yo. Ese es el ser que debes crear.»

En la versión de Whale es la ambición de Pretorius, en lugar de las

exigencias del monstruo, lo que alienta la creación de la novia. El nuevo

mundo no surgirá de la necesidad de amor sino del ansia de poder.

Pretorius terminará por convencer al monstruo de esa «necesidad»,

aunque la auténtica razón es que Pretorius, como un dios en la sombra,

quiere poblar la Tierra con una especie de su propia factura.

V. ¡EL MONSTRUO HABLA!

En franco contraste con la horripilante morada de Pretorius, seguimos

al monstruo hacia un paraje bucólico. Whale es soberbio en esta clase

de contraposiciones. Los humanos «normales» situados en aquel

laboratorio antinatural son la antítesis del monstruo «anormal» ubicado

en la pródiga naturaleza. Sin forzar el tema, Whale nos señala una

contradicción que de nuevo nos permite apiadarnos del «desviado», del

monstruo. Igual que un pobre animal, el monstruo se pone a comer algo

que parece una zanahoria (es vegetariano, ¡gracias al cielo!) y luego se

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inclina para calmar su sed en un idílico estanque. De repente, mientras

bebe, ve su propia imagen en el agua y, como Calibán, queda

aterrorizado ante la contemplación de su propio rostro e intenta

destruirlo agitando el agua con las manos. En la novela de Mary

Shelley, la escena parodia el momento en que Eva, en El paraíso

perdido, se ve por primera vez reflejada en el agua de un estanque (solo

que en el caso de Eva, aquella imagen asombrosa la complace y la mujer

se recrea mirándola)[24]. Existe una paradoja muy conmovedora en el

hecho de que el monstruo reaccione ante su propia cara como los

demás: sufre el destino de los marginados y se ve con los mismos ojos

de aquellos que le odian; pero también comprende, tras los bestiales

rasgos, la posibilidad que tiene de ejercer una violencia atroz.

De repente, en ese marco idealizado —pinos, cielo pintado,

montañas, ovejas— el monstruo ve a una hermosa criatura humana, una

pastorcilla. La «inocencia expiatoria» de esta escena se acentúa

mediante una imagen de un corderito que está balando (¿quién es la

víctima inocente, la pastora o el monstruo?). Atraído una vez más por

la belleza, el monstruo intenta tocarla y ella, al verlo, grita y cae al agua.

(Morir en el agua, o estar a punto de perecer en ella, es un tema

recurrente tanto en Whale como en Mary Shelley, lo cual para nosotros

es un reflejo, si consideramos los hechos, de la muerte de Shelley en el

golfo de Spezia cuatro años después de la publicación deFrankenstein y

la de Whale en su piscina en 1957.) El monstruo, que, tras haber tirado

al lago a la pequeña Maria en la primera película, aprendió la lección

de que los cuerpos humanos se ahogan, rescata con gran nobleza a la

pastora antes de que esta se hunda. No obstante, la chica no deja de

gritar. Dos cazadores la oyen y disparan contra el monstruo, que, como

un animal herido, escapa a través del bosque.

Los indignados habitantes del pueblo corren a decir al burgomaestre

que el monstruo está vivo. El burgomaestre decide de modo perentorio

poner a hombres y perros tras la pista del monstruo y ordena que

encierren a las mujeres por su propia seguridad. «¡Conque un

monstruo!, ¿eh? —refunfuña altanero—. ¡Ya le enseñaré yo a ese

monstruo!» Las escenas del burgomaestre, como las apariciones de

Minnie, sirven para que el público se distancie del terror en estado puro

y contemple la escena con incómoda ironía (sabemos que ese tonto es

incapaz de enseñarle nada al monstruo) sin llegar a permitirle por lo

demás que se relaje y piense que está contemplando una comedia. Las

risas del público no duran mucho en La novia de Frankenstein. Una vez

que Whale estaba viendo su película en un cine de barrio, sin parar de

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reírse a carcajadas, la mujer que estaba sentada delante de él se volvió

y le espetó: «¡Si no le gusta la película, ya se puede estar marchando,

desgraciado!»[25].

La persecución da comienzo en el bosque, bajo un cielo amenazador.

El idílico paisaje se ha transformado en un calvario, en el escenario de

la injusticia (porque sabemos que el monstruo no pretendía hacer daño

alguno). Los hombres y los perros andan en su busca. En un hermoso

primer plano, iluminado desde la izquierda, la cara del monstruo

aparece más joven, asustada, casi angelical: es una de las imágenes más

conmovedoras de Karloff. El rostro de la maldad en potencia es un

rostro que está abierto a la posibilidad de la bondad.

Los habitantes del pueblo lo cercan en lo alto de una roca (Whale

pudo haberse inspirado en alguna de esas pinturas de venados

acorralados por los cazadores tan apreciadas en los salones victorianos:

Karloff levanta las manos como si fueran su cornamenta mientras los

sabuesos aúllan a sus pies.) El monstruo alza una roca y la arroja sobre

sus perseguidores, pero estos logran reducirlo. Lo encadenan, lo atan a

un palo y lo levantan como a un Cristo herido en la cruz (una toma muy

atrevida que también escapó a la supervisión de los censores). La

imaginería de Cristo se refuerza cuando los habitantes del pueblo se ríen

y burlan del cautivo.

El monstruo es llevado a prisión y es atado con unas enormes

cadenas clavadas al suelo. Dos policías quedan a su cuidado, pero las

cadenas no lo retienen durante mucho tiempo. El monstruo las arranca,

se dirige hacia la puerta y, pese a que uno de los policías le dispara,

huye y desaparece en las calles. Con un gran sentido de la ironía, la

siguiente escena muestra al burgomaestre, que está diciendo a la gente:

«Vayan a sus casas, el peligro ya ha pasado».

La huida del monstruo crea el caos entre la población. «¿Dónde está

Frieda?», pregunta una madre desesperada mientras un grupo de niñas

virginales tocadas con blancos velos se dirigen lentamente hacia ella.

(¿Quiénes son estas vestales adolescentes? ¿Vienen de la escuela, de la

iglesia o de celebrar algún rito cristiano de expiación?) Sabemos que

Frieda ya no vive. La angustiada madre descubre a la niña (o más bien

los pies de la niña) junto a una cruz del camino. Una pareja de

campesinos, Herr y Frau Neumann, son las siguientes víctimas. El

monstruo está poseído por un frenesí asesino.

En este punto se cortó una escena en la que el pedante burgomaestre,

tras desdeñar a sus conciudadanos y tildarlos de «infieles

supersticiosos», es arrojado por la ventana y lapidado hasta morir. El

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tijeretazo pudo deberse a los censores, que encontraron que la escena

debilitaba el triunfo de la autoridad legítima, o al propio Whale, quien

pensó que interrumpía el crescendo de esos violentos asesinatos. Fuera

cual fuese el caso, la muerte del burgomaestre fue sustituida por otra

escena que carece de la música de fondo de Waxman porque se rodó

cuando la película ya estaba terminada. Es de noche y estamos en un

campamento de gitanos. Vemos a otra madre preocupada, y a otro

hombre despreciativo, su marido. Sentada junto al fuego, una abuela

muy desagradable se queja de que falta pimienta y sal para el asado

(¡qué menudencias se nos ocurren en momentos de peligro mortal!).

Llega el monstruo, atraído sin duda por el olor de la comida, y las

mujeres huyen despavoridas. El marido intenta defender el

campamento, pero el monstruo lo arroja a un lado y luego mete la mano

en el fuego para coger la comida. Así aprende otra lección: el fuego

quema. Agarrándose el miembro quemado (también tiene una bala en

el brazo), el monstruo vuelve a escapar y se interna en el bosque.

Mary Shelley subtituló su novela El moderno Prometeo, un mito

que, junto con Satán de Milton, resultaba muy atrayente para el espíritu

romántico como icono de la rebelión contra las tiranías humana y

divina. Según la teogonía, Prometeo fue el titán que creó al primer

hombre y a la primera mujer con arcilla, y robó el fuego de los cielos

para entregárselo a su creación. Para Mary Shelley, Prometeo es el

doctor Frankenstein; en la mitología de Whale, es también el monstruo

que roba el fuego. El empleo del fuego, que el monstruo necesita para

calentarse y preparar su comida, es un arte que se aprende y que, como

todo lo que pertenece al ámbito de lo humano, el monstruo adquiere con

sufrimiento.

Su aprendizaje se inicia con el agua y el fuego, y continúa con el aire

y la música. El monstruo llega a la casa de un ermitaño perdida en el

bosque, donde oye un violín que interpreta el «Ave Maria» de Schubert.

(El anacronismo no es un error en la película de Whale. Peter

Conrad[26] ha señalado que una historia que se narró en 1816 puede

incluir una melodía que se compuso en 1825 y, más tarde el cadáver de

una mujer fallecida en 1899, como afirmación de su universalidad. La

historia de Frankenstein, como la de Prometeo o la de Fausto, es

patrimonio de todos los países y de todas las épocas.) «La música

amansa a las fieras»: el cliché se convierte en una escena de gran

intensidad que nos permite unos instantes de descanso y pone punto

final, aunque sea momentáneamente, a la persecución del monstruo,

mientras la casa se nos presenta como si fuera la imagen contrapuesta

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del lujoso castillo de Frankenstein y el maligno laboratorio de Pretorius.

Es un momento de un gran dramatismo: el monstruo es como un niño

que hubiera escapado de unos padres maltratadores.

El ermitaño, que también es un marginado (es pobre y ciego), es la

primera persona que se muestra amable con el monstruo —porque no

puede verlo— y lo invita a entrar en su casa. En la novela de Shelley,

el monstruo (quien por entonces ya ha aprendido a hablar) hace su

entrada con las palabras: «Perdone la intromisión». «Esta frase —

comenta Leonard Wolf— es el logro literario más soberbio de toda la

novela deFrankenstein. Para paladear el tacto con que Mary Shelley

eligió la frase, debemos detenernos un instante y recordar hasta qué

punto la autobiografía de la criatura se ha convertido en una elaborada

estructura narrativa en la que prevalecen el sufrimiento y el odio hacia

sí misma. El encuentro entre la ceguera y lo que aterroriza a la vista se

realiza de un modo portentoso y el lenguaje de desconfianza y cortesía

en que se vehicula lo dota de gracia. Como epígrafe (o epitafio) para la

humanidad, “Perdone la intromisión” es una expresión

inigualable.»[27] Whale, sin duda consciente de que estas palabras

sonarían cómicas hasta el absurdo en boca del monstruo (a menos que

el guión le hubiera brindado la oportunidad de aprender a hablar),

cambió la presentación por una serie de gruñidos que Karloff emitió

con gran convicción.

«Si me entiendes, pon tu mano en mi hombro», le dice el ermitaño.

El monstruo obedece; no sabe hablar, pero puede entender sus palabras.

Y el espectador incisivo no puede evitar formularse una pregunta muy

antigua: ¿cómo adquirimos el lenguaje? Durante siglos, en Europa se

debatió la posibilidad de que existiera un lenguaje universal y

primigenio que no hubiera sido adquirido, sino que hubiera surgido de

nuestro interior: el lenguaje que Adán hablaba en el Paraíso. Para

descubrir de qué idioma se trataba, el rey Federico II entregó un par de

bebés recién nacidos al cuidado de unos pastores que vivían en un lugar

remoto, y les dio la orden de que no hablaran con los niños bajo ningún

concepto y concentraran su atención en las primeras palabras que los

pequeños pronunciaran. El experimento fue un fracaso porque los bebés

no tardaron en morir[28], pero la convicción de que el lenguaje era un don

con el que nacíamos permaneció inalterable. Es obvio que el monstruo

conoce el significado de las palabras, así como Federico imaginó que

también lo conocerían los recién nacidos; lo sabe del mismo modo que

posee una comprensión natural de la moralidad y el comportamiento

moral, y un sentido de la belleza y la justicia: lo que debe adquirir (y

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que con frecuencia va en contra de su sabiduría innata) son las

convenciones de su sociedad, los usos y las costumbres del

comportamiento social, el vocabulario del lenguaje social. La noción

implícita en la novela de Mary Shelley y en los dos episodios de la saga

de Frankenstein que realizó Whale es que el lenguaje es inherente a

nosotros, que forma parte de nuestra constitución humana; no es un

talento adquirido, sino una función cerebral. Lo que aprendemos son

los sonidos que representan un determinado significado, pero las formas

platónicas de nuestra memoria primigenia imprimen en nosotros el

lenguaje y su uso antes de nacer. El monstruo conserva en su cerebro

remendado la posibilidad de mantener un diálogo moral y elevado y una

afinidad por Schubert.

El ermitaño y el monstruo son tal para cual. Es un intercambio justo:

«Yo cuidaré de ti y tú me consolarás», le dice haciéndose eco de Lear

y su recobrada Cordelia. «Quizá tú también te sientes triste.» Y termina

diciendo: «Seremos amigos». Es indudable que Whale, en su calidad de

homosexual, debió de complacerse en el double entendre de esta

escena. («No sé si quiere decir “amigo, amigo”», comenta Vanessa

Redgrave en Ábrete de orejas.) Esta escena desprende un tácito pero

fuerte contenido erótico: el encuentro de dos hombres, marginados,

rechazados, que descubren que pueden compartir la casa a partir del

vínculo que los une; idea que subraya el gesto del monstruo cuando con

su magnífica manaza da unos golpecitos de aprobación en el hombro

del ermitaño mientras una lágrima le surca las cicatrices de la mejilla

izquierda. Un crucifijo (recordatorio de que Cristo nos dijo que

amáramos a nuestros semejantes y sufrió por ese amor) resplandece al

fondo, y su luz perdura mientras la escena se va oscureciendo.

Las lecciones que el ermitaño da al monstruo se suceden

tranquilamente en torno a la mesa del comedor. Al igual que los carteles

anunciaban «¡Garbo habla!» para difundir la primera incursión de la

diva en el cine hablado en Anna Christie (1930), la precampaña

publicitaria de La novia de Frankenstein incluía el cartel «¡El monstruo

habla!» y un concurso en que el público tenía que adivinar cuáles iban

a ser las primeras palabras que diría Boris Karloff. Pocos debieron de

acertar la respuesta correcta. Respondiendo a la invitación del ermitaño,

la primera palabra que oímos pronunciar al monstruo es «pan».

Después de «pan», el monstruo aprende la palabra «vino» (seguimos

sin abandonar el vocabulario cristiano) y luego «amigos», esa palabra

ambigua que el monstruo ya ha oído pero que todavía le resulta difícil

de creer. «El vino es bueno, los amigos es bueno», aprende a decir. A

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continuación, un cigarro. El monstruo se aparta de la cerilla encendida,

asustado por la llama (se había quemado la mano en la hoguera donde

se asaba la cena de los gitanos, y en el primerFrankenstein se había

recurrido al fuego para destruirlo), pero tiene que aprender que el fuego

también aporta cosas buenas. En una escena bastante divertida, el

ermitaño enseña a fumar a su nuevo compañero. El monstruo va dando

caladas al cigarro mientras el ermitaño toca el violín. Reina la paz y la

armonía doméstica. «Solo, malo. Amigo, bueno», dice el monstruo. Ha

aprendido la base del comportamiento social.

El habla del monstruo sigue resultando problemática. En la novela

de Mary Shelley, el monstruo puede escribir con elocuencia y en una

florida prosa decimonónica el calvario de su autobiografía. En el cine,

esa elocuencia habría parecido grotesca.

«El hombre sabe que en el alma existen matices más asombrosos,

más innumerables e indecibles que los colores de un bosque en otoño

—escribió G. K. Chesterton—. No obstante, también cree sinceramente

que cada uno de ellos, con sus tonos y semitonos, con sus mezclas y

fusiones, pueden representarse con toda precisión gracias a un sistema

arbitrario de gruñidos y quejidos. Cree que el más común y civilizado

corredor de bolsa en realidad es capaz de extraer de su propio interior

unos sonidos que denotan los misterios de la memoria y las angustias

del deseo.»[29]

Al margen de los gruñidos y los quejidos, un monstruo que hablara

representaba un buen quebradero de cabeza y un enorme desafío para

Karloff. En Frankenstein había conseguido con gran maestría crear un

personaje que conmovía de manera convincente a partir de miradas

dulces o airadas y una serie de sonidos guturales. «Tenía que

representar a un ser infrahumano de escasa inteligencia y carente de

habla, e intentar transmitir a pesar de todo los rasgos del personaje que

movían a la compasión. Cuando el monstruo empezó a hablar, supe que

eso iba a terminar destruyendo el personaje.» No fue así. En La novia

de Frankenstein Karloff consiguió trasladar, mediante su discurso

sincopado y las frases truncadas con que hablaba el monstruo, una

sensación aún mayor de inocencia maltratada que en Frankenstein, y

logró elevar al público la súplica pidiendo su compasión y comprensión.

Cuarenta años después, la escena de la casa permitió a Mel Brooks

rodar uno de los momentos estelares más divertidos de El jovencito

Frankenstein (1974), la brillante parodia que el actor y director realizó

de la saga de Frankenstein. En la versión de Brooks, el ermitaño ciego

(Gene Hackman) escalda al monstruo (que encarna Peter Boyle con un

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regusto karloffiano) con sopa hirviendo y, en lugar de llenar de vino la

jarra de su invitado, vierte el líquido sobre la mesa. El monstruo no

logra saciar el hambre ni la sed pese a las buenas intenciones del

ermitaño… que es lo que al final sucede, a mayor escala, en la versión

de Whale. A pesar de la bondad del ermitaño, la sociedad no permitirá

que un monstruo sea feliz (reflejo de una experiencia que a Whale, que

vivió su homosexualidad en los años treinta, no debió de resultarle muy

ajena).

Una vez más, aparece la ubicua pareja de cazadores. Al ver al

monstruo, revelan sin ambages la verdad acerca del desconocido al

asombrado ermitaño. «No es humano. Frankenstein empleó cadáveres

para crearlo.» El monstruo intenta ponerse a salvo y, en la lucha que

sigue, la casa se incendia. Los cazadores se llevan al ermitaño. El

monstruo, solo como un chiquillo asustado, sale de la casa en llamas

gritando: «¡Amigo!». A la sombra de un crucifijo junto a un pequeño

camino secundario (una nueva comparación con la divinidad

perseguida), el monstruo se aleja con paso cansino y espanta a un grupo

de niños que se cruza en su camino. El momento de respiro ya ha

terminado. El drama da paso al terror.

Es de noche y estamos en el cementerio. Hay niebla. El monstruo se

acerca a una estatua de un obispo o un santo. Whale quiso que el

monstruo se encontrara con una imagen de Cristo en la cruz para

recordarnos que la criatura (como Cristo) también había conocido la

otra cara, la cara horrenda de la caridad «cristiana». El director artístico,

Charles D. Halls, diseñó una escena de gran fuerza en la que se ve al

monstruo tirando del paño que cubre al Cristo crucificado mientras una

estatua de la muerte con las cuencas de los ojos vacías se yergue al

fondo… pero los censores intervinieron.

El grupo de búsqueda se acerca y el monstruo se oculta en una tumba

abierta. Al fondo se distingue otra cruz. Los hombres pasan de largo.

En el interior del panteón, el monstruo descubre un sarcófago con un

bello rostro de mujer tallado en la tapa. «Amiga», dice mientras pasa

una de sus manos gigantescas sobre esos rasgos pétreos (los censores

británicos cortaron la escena por las implicaciones necrofílicas que

sugería). La piedra permanece en silencio.

Pretorius llega con dos ayudantes. Frente a una tumba cercana da la

siguiente orden: «Leed la inscripción. ¿Qué dice en ella?» «Fallecida

en 1899, Madeleine Ernestine, amada hija de…», murmura uno de los

colaboradores. «¡Bah, déjalo! ¡Qué más da! —dice el cruel Pretorius—

. ¿Cuántos años tenía?» «Diecinueve años y tres meses.» La juventud

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de la mujer convence al doctor y sus ayudantes se ponen a trabajar.

Pretorius se quita el abrigo y se convierte en el arquetipo de científico

loco y se frota las manos mientras espera de pie con su blanco uniforme.

«Es bonita, la chica; a su manera, claro», dice uno de los tres (instante

que está mal sincronizado porque ninguno de ellos mueve los labios).

Pretorius añade en tono morboso: «Espero que tenga los huesos

fuertes».

Los ayudantes se marchan y Pretorius se queda en el cementerio.

«Me gusta mucho este lugar», dice riendo mientras dispone su cena,

que consiste en vino y pollo asado, encima del sarcófago decorado (al

estilo memento mori) con una calavera. «Te ofrezco al monstruo», dice,

y estalla en carcajadas. Vemos aquí a Thesiger en uno de sus mejores

momentos: sin apenas moverse, transmite un distanciamiento malévolo,

un egotismo enloquecido.

El monstruo aparece por una esquina en sombras. Pretorius

reacciona sin sorprenderse e incluso le ofrece un cigarro. Así como la

casita del ermitaño actuaba de espejo invertido de los dominios de

Pretorius, la invitación a fumar refleja malévolamente el amable gesto

del anciano (era una época anterior a las advertencias sobre el cáncer).

Pretorius y el ermitaño son como el ángel bueno y el ángel malo de este

monstruo adánico: el ermitaño es ciego a las apariencias superficiales;

Pretorius es incapaz de percibir la esencia humana.

Pretorius cuenta al monstruo su plan de crear una mujer para él, una

«amiga», y le explica que tendrá que recurrir a él para presionar al

doctor Frankenstein. «Lo conozco —dice el monstruo reconociendo a

su creador—. Me creó de los muertos. Quiero a los muertos. Odio a los

vivos.» El monstruo mira la calavera y reflexiona, al más puro estilo

hamletiano, sobre este recordatorio de la mortalidad. Su meditación, sin

embargo, no considera la muerte como un fin, sino como un principio,

como el origen[30]. De los muertos fue creado, entre los muertos

encontrará a su compañera y a los muertos regresará. A la vieja pregunta

de si estos huesos pueden vivir, el monstruo responderá

afirmativamente con tres palabras: «Mujer. Amiga. Esposa». El

monstruo ha aprendido mucho desde que el ermitaño le enseñó su

primer vocabulario.

VI. DOS NOVIAS PARA DOS HERMANOS

La trama vuelve a desarrollarse en el castillo. Henry y Elizabeth están

haciendo las maletas para marcharse cuando Minnie anuncia que el

doctor Pretorius ha regresado. De nuevo Pretorius se interpone entre el

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novio y la novia, situándose físicamente en medio del matrimonio

«santificado» y excluyendo a la mujer de la compañía de los hombres.

Henry ordena a Minnie que lo eche, pero misteriosamente Pretorius

aparece por una entrada trasera (el público a estas alturas ya no

cuestiona sus diabólicas capacidades) y felicita con lisonjera ironía a

Henry y Elizabeth por su boda. Elizabeth le responde que «no es

bienvenido» y le hace saber que no le tienen miedo. No obstante, la

mujer se marcha y deja a Henry con Pretorius, a su marido en manos de

Mefistófeles, como si fuera consciente de que es imposible luchar

contra el conjuro del doctor. Pretorius explica con calma a Henry que

todo está dispuesto y que ha conseguido «un cerebro humano perfecto,

ya vivo, pero dormido». Cuando Henry vuelve a negarse, Pretorius

llama al monstruo. «Es inofensivo —le dice en tono de mofa mientras

Karloff entra tambaleante en escena y Henry retrocede presa del

pánico—. Salvo cuando se enfada.»

El monstruo pronuncia por primera vez el nombre de su creador:

«Frankenstein». Es importante el momento en que la criatura dice el

nombre del dios que lo creó porque con ello reconoce la existencia de

la fuerza que le dio la vida. En la religión judeocristiana, el tercer

mandamiento prohíbe tomar el nombre de Dios en vano. Por esa razón,

el impronunciable nombre de Dios (el tetragrámaton) se escribe solo

con consonantes y, por lo general, se emplea la palabra «Adonai» para

referirse al Señor. Llamar a un dios por su nombre es desafiar sus

poderes ya que, si el dios es un dios verdadero, el sonido de la palabra

destruirá a quien la pronuncie. Al decir el nombre de Frankenstein, el

monstruo se coloca a sí mismo, y también a su creador, en el mismo

reino de lo humano y lo absurdo.

Henry continúa sin acceder a colaborar con Pretorius, y el monstruo,

siguiendo las órdenes de este, se marcha para acechar a Elizabeth por la

ventana. Vemos aquí la clásica escena del monstruo como voyeur, una

escena que se ha repetido hasta la saciedad en todas las películas de

terror: King Kong observando a Fay Wray, Drácula atisbando en el

interior del dormitorio de una mujer, el golem acechando a la jovencita,

el sonámbulo del doctor Caligari siguiendo a su víctima, incluso el

monstruo observando por la ventana a Mae Clarke en el

primer Frankenstein de Karloff… Los espectadores nos vemos

obligados a ser cómplices de la intrusión, y nuestros ojos ocupan el

lugar del monstruo fuera de la estancia prohibida y nos convierte

en voyeurs del voyeur. Como el monstruo que observa su reflejo en el

estanque, nos vemos a nosotros mismos como somos en realidad.

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Minnie se muestra reticente a dejar sola a su señora, pero como esta

insiste en que no va a pasarle nada, la sirvienta obedece a su pesar. El

monstruo entra en el dormitorio y el público penetra una vez más en el

reino del terror. Durante un momento, Elizabeth cree que el intruso es

Henry; entonces ve al monstruo y grita. Mientras él la arrastra por la

habitación hasta llevarla a la cama (los censores dejaron pasar la

escena), Elizabeth grita el nombre de su marido, no solo pidiendo

ayuda, sino también formulando una acusación implícita porque Henry

ha sido quien ha creado al monstruo. Es como si al gritar «¡Henry!»

diera el nombre de su marido al monstruo que él había imaginado. Con

ese grito el monstruo se convierte en la persona de su marido, cuya

naturaleza bestial (por un lapsus línguae) Elizabeth ha reconocido.

El terror adquiere de nuevo un tono camp cuando Minnie dice que

el monstruo ha raptado a Elizabeth. Pretorius impide que Henry

organice un grupo de búsqueda y le promete que le devolverá a su

esposa sana y salva.

El monstruo se lleva a Elizabeth a una montaña escarpada, mientras

unas nubes malignas van oscureciendo el fondo. La naturaleza ya no es

el marco idílico donde el monstruo se internó al huir por primera vez.

La naturaleza, al igual que el monstruo, ha aprendido a ser malvada y

se dota a sí misma de afilados riscos y fantasmagóricas sombras. El

monstruo suelta a Elizabeth en una cueva lúgubre, en violento contraste

con su elegante dormitorio. En el castillo de Frankenstein la promesa

del sexo era refinada, reconocida socialmente, aceptable; aquí el

espectador sabe que tiene que ser brutal, al margen de las convenciones,

ilimitada. La monstruosidad y lo erótico a menudo comparten los

mismos ámbitos de exclusión: los enanos y los gigantes se convierten

en símbolos pornográficos, la superioridad sexual de los negros es una

cita habitual en los comentarios racistas y en los panfletos antisemitas

se ataca la sensualidad de los judíos. (En El jovencito Frankenstein, Mel

Brooks hizo explícita la sexualidad del monstruo cuando Madeleine

Kahn, que interpretaba a Elizabeth, se da cuenta de repente de que ser

un monstruo por exceso significa que todas las partes de su cuerpo son

gigantescas, y cae rendida mientras dice: «¡Oh, misterio de la vida, por

fin te encuentro!».)

Henry regresa derrotado al laboratorio, el lugar donde creó al

monstruo y donde ha ido renovando su equipamiento científico desde

los tiempos de sus primeros experimentos. Mientras Pretorius se ríe

satisfecho y dice que en el pasado «nos habrían quemado en la hoguera

como brujos por culpa de este experimento», Henry empieza a trabajar

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en un corazón. «El polvo morderá, para mi gozo», dice el Mefistófeles

de Goethe[31]; el Mefistófeles de Whale ofrece a su Fausto la misma

tentación, y murmura para calmarlo: «El corazón humano es la parte

del cuerpo más compleja». Pero la magia de la ciencia se interrumpe y

el corazón cesa de latir. «Este corazón no me sirve —exclama airado

Henry—. Tengo que conseguir otro. Y debe ser sano y joven.»

Uno de los terroríficos ayudantes, interpretado por Dwight Frye

(cuyo nombre fue cambiado durante el rodaje de Fritz a Karl) es

enviado al hospital en busca de «una mujer que haya fallecido de muerte

súbita». Karl accede a realizar su encargo por mil coronas, pero en lugar

de ir al depósito de cadáveres, acecha en un callejón oscuro y espera.

La escena se corta justo cuando una joven se aproxima.

De vuelta al laboratorio, Henry sospecha que el corazón proviene de

otro lugar que no es precisamente el hospital, pero Pretorius disipa sus

dudas y le apremia para que continúe. Se ha cruzado sin remedio la línea

que separa el delito de profanar tumbas del pecado mortal del asesinato.

Henry ya no trabaja solo para que resurja la vida del polvo; ahora es

cómplice de los que se dedican a devolver al polvo lo que tenía vida.

En la versión que Kenneth Branagh filmó en 1994

(llamada Frankenstein de Mary Shelley para darle un sello de

autenticidad), el monstruo arranca el corazón a Elizabeth con el fin de

que su cuerpo sirva para crear a la monstruosa novia; la idea es eficaz,

pero la sangrienta descripción del hecho es un buen ejemplo de cómo

el horror acaba sustituyendo al terror y, más que contemplar la

carnicería quirúrgica con miedo (como el que nos provoca Karl cuando

está al acecho), lo hacemos con repugnancia.

Henry se duerme, exhausto, y el monstruo lo despierta y le ordena

que siga trabajando. A fin de quitarse de en medio al sobreexcitado

monstruo, Pretorius le da un somnífero. No obstante, antes de continuar,

Henry quiere tener pruebas de que Elizabeth sigue viva, y Pretorius le

ofrece un primitivo teléfono («esta máquina eléctrica») para que hable

con ella, mientras el malvado Karl le sostiene el auricular a la

muchacha. Cuando Elizabeth está a punto de decirle dónde se

encuentra, Karl le tapa la boca y se la lleva a rastras.

La creación de la novia es una secuencia extraordinaria que el

director de fotografía John J. Mescall rodó con mayor maestría de la

que se empleó en la creación del monstruo enFrankenstein. El

departamento de efectos especiales de la Universal había inventado, por

sugerencia de Whale, un sinfín de instrumentos inútiles que

chasqueaban, giraban y restallaban para completar el equipamiento de

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la primera película. Mescall, que trabajaba mejor cuando estaba

totalmente borracho, fotografió el laboratorio lleno de instrumentos y

la fantástica operación desde toda una serie de ángulos asimétricos que,

en el montaje de Ted Kent, se convirtió en un rompecabezas cada vez

más enrevesado de imágenes atormentadas que culminaba en el

nacimiento de la novia.

Finalmente, el corazón y el cerebro están preparados. La mesa de

operaciones domina un ángulo de la imagen; la mesa del instrumental,

el otro. Henry coge el corazón palpitante con un par de pinzas en el

preciso instante en que Karl entra para anunciar que la tormenta arrecia.

Lo único que podemos ver del cuerpo que yace sobre la mesa es una

cabeza vendada. Pretorius, para quien la ciencia es meramente un

instrumento con el que demostrar su propia grandeza creativa, defiende

con ardor la maravilla que representa el hecho de que «aquí mismo, en

este cráneo, hay un cerebro humano creado artificialmente».

«¿Están listas las cometas?», pregunta Henry. (El público

norteamericano comprendería la inferencia, porque conocía el

experimento de Benjamin Franklin: la electricidad que procede del

cielo, «las flechas del airado Jehová», daría la vida al nuevo ser.) Ponen

unos electrodos en la cabeza de la criatura mientras en lo alto se

desencadena un salvaje aparato eléctrico, tiran de las cometas y bajan

el «difusor cósmico» (sea lo que sea este instrumento). La escena es

magnífica: pasa de la actividad enfebrecida de los científicos a los arcos

voltaicos que se reflejan en los círculos metálicos de la maquinaria.

Una toma en contrapicado nos revela el interior de la torre, copiada

de las Prisiones, los famosos grabados de Piranesi del siglo XVIII. Tiran

de unos cables y Henry sube al tejado para soltar las cometas (unos

fantásticos artilugios de origami que capturarán «la chispa de la vida»).

Se sube la mesa de operaciones hacia las centelleantes y gaseosas

alturas y se coloca en el terrado bajo la lluvia. Mientras los cables vibran

y chasquean en la noche, los rostros de Henry y su maestro aparecen

diabólicamente iluminados.

El monstruo se ha despertado y se encarama hacia lo alto de la torre.

Karl, asustado, intenta alejarlo con una antorcha encendida, pero el

monstruo, que ya no teme al fuego, lo agarra y lo lanza al vacío.

Mientras tanto, un rayo impacta en una de las cometas y Henry, con una

sonrisa satisfecha y engreída, hace descender el cuerpo. La música de

Waxman se eleva en un crescendo sinfónico.

El «difusor cósmico» es levantado, se sueltan los aros que sujetan el

cuerpo a la mesa y Pretorius y Henry inspeccionan su obra de artesanía.

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La cámara muestra un primer plano de una mano vendada y, muy

despacio, como una larva que se agitara en su capullo, los dedos de la

mano derecha de la nueva criatura empiezan a moverse. De la

enmudecida boca surge un sonido ahogado. Con cuidado, con angustia,

mientras nosotros los espectadores aguantamos la respiración, los dos

científicos retiran las vendas de los ojos, que se destacan en un primer

plano. Las pupilas se dilatan, la criatura puede ver. «¡Está viva! —

exclama Henry—. ¡Viva!», repite el grito de su creación. Los dos

científicos se apresuran a quitarle las vendas y ponen la mesa en

posición vertical obligando a la criatura a mantenerse en pie. Como un

paciente de catalepsia (o, más bien, como Karloff en su interpretación

más hierática, en la superproducción de terror de Karl Freund,

ambientada en Egipto y realizada en 1932, La momia), la criatura

levanta ambos brazos como si fuera a caminar sonámbula. A

continuación, los baja de nuevo y su cabeza cae a un lado, víctima de

un desmayo.

La siguiente escena es la más famosa de la película y, sin duda

alguna, uno de los momentos más excelsos del cine de terror de todos

los tiempos. Whale consigue apelar al terror y al dramatismo gracias a

una reinterpretación camp de las ceremonias del nacimiento y el

matrimonio. De pie, entre Pretorius y Henry, la nueva criatura viste una

indumentaria que realza su magnificencia, mitad Nefertiti[32], mitad

fantasma. Con el largo y blanco vestido de novia —o sudario, o

túnica—, los brazos todavía vendados (por la enfermera del estudio), la

cara de Elsa Lanchester con su hermoso mohín, los ojos abiertos de par

en par y sin pestañear, las mejillas surcadas por las cicatrices y el pelo

inolvidablemente marcado por unos mechones de un blanco

resplandeciente, nos muestra a la novia del monstruo como un cruce

entre una zombi y una futura punk extravagantemente sexy. («¿Verdad

que Elsa tiene la estructura acaracolada de las orejas más bonita que

existe?», le dijo Charles Laughton a Whale en el pase previo al estreno.)

El cabello de la novia fue una compleja obra de ingeniería. Se colocaron

cuatro diminutas trenzas en la coronilla de Elsa Lanchester, sobre estas

se dispuso una estructura de rejilla metálica de trece centímetros de

altura y, recubriéndolo todo, el pelo de la actriz. Los dos mechones

blancos se aplicaron sobre el conjunto.

En una rápida sucesión de primeros planos, vemos su cabeza cortada

desde diversos ángulos, luminosa contra un fondo negro: el izquierdo,

el derecho y el superior. «¡La novia de Frankenstein!», anuncia

Pretorius satisfecho. Como en una grotesca marcha nupcial, la novia

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camina ufana y envarada. Apenas logra coordinar unos vacilantes pasos

(se tambalea, casi cae hacia atrás), y cuando vuelve a moverse sus dos

creadores deben sostenerla. Luego se suelta de ellos y se mantiene en

pie sola: extraña, grotesca, monstruosa, inverosímil y exagerada,

terrorífica, independiente.

El monstruo la ve. Su rostro recobra la expresión juvenil que tenía

cuando era un animal acosado que inspiraba compasión, como el de

Adán al ver a Eva por primera vez. «Amiga», le dice con ternura.

Lentamente, la novia vuelve la cabeza, emite un espantoso chillido y,

cuando él le toca el brazo, grita. Este grito es de hecho la conclusión de

la historia, el último acto que impedirá cualquier otro desenlace posible

para la tragedia. Si ella, el único semejante del monstruo, la sola criatura

que podría entender que bajo su aspecto remendado se oculta un alma

sensible y casi humana, retrocede presa del horror, ¿qué puede esperar

él del resto de la humanidad?

Según Lanchester, los gritos de la novia están inspirados en los

cisnes de Regent’s Park que a ella y Charles Laughton les gustaba

contemplar en Londres. «La verdad es que son unas criaturas muy

desagradables, con esos graznidos que sueltan cuando ven a la gente…

—relató la actriz—. Decidí que utilizaría el recuerdo de ese graznido

para inspirarme. En un par de ocasiones el equipo de sonido alargó esa

especie de resoplidos y de gritos para que el resultado fuera más

extraño. Pasé tanto tiempo gritando que perdí la voz y no pude hablar

durante días.»[33] (En El jovencito Frankenstein, Madeleine Kahn

convirtió el graznido de la novia en una llamada de apareamiento).

Henry aleja a su nueva criatura del monstruo. Este intenta volver a

aproximarse a su novia, y cuando Pretorius interviene lo aparta de un

empujón. Sin concederse la mínima tregua, avanza hacia el destino que

sabe que le aguarda y se acerca de nuevo a ella. Con la inquietante

música de fondo de Waxman, el monstruo coge a su futura amada de la

mano y sonriendo le acaricia los dedos vendados. Se inclina hacia

delante, como si quisiera besarla, pero ella vuelve a gritar y se refugia

en los brazos de Henry. El monstruo está destrozado, es un amante

rechazado. «Me odia. Como los demás», dice y, encolerizado por el

despecho, empieza a destrozar el laboratorio que creó a ambos, el lugar

que fue el origen de sus sufrimientos.

«¡La palanca!», grita Henry para advertirlos. «¡Explotaremos por los

aires! ¡Nos convertiremos en átomos!», explica Pretorius. El monstruo

repara en la palanca destructora mientras Elizabeth, que ha conseguido

escapar de su cautiverio, llega a la torre del laboratorio. «¡Henry!», grita

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desde fuera mientras intenta abrir la puerta, lo cual atrae la atención del

monstruo. Henry corre hacia su encuentro, pero se niega a escapar. «No

puedo abandonarlos, no puedo…», dice Henry asaltado de repente por

la culpa y consciente de que es responsable de aquellos desgraciados

hijos. «Sí —le ordena el monstruo con mayor generosidad y

comprensión de la que Henry es capaz de albergar—. Marchaos. Vivid

los dos. —Y, volviéndose hacia el malvado Pretorius, pronuncia su

frase final—: Tú, quédate. Nosotros pertenecemos a la muerte.» Con

estas palabras acciona la palanca fatal. La novia emite un graznido

terrible, como un cisne surgido del infierno. La palanca desciende, el

laboratorio explosiona, la torre tiembla, caen las vigas y los muros se

derrumban. La destrucción es absoluta.

El poeta Edward Field concluyó su propia versión de la historia con

estas palabras: Quizá el barón consiguiera salir del naufragio de sus sueños

con la maldad intacta, si bien perdida su prestancia,

e inspirado por su creciente malignidad prosiguiera su inquietante carrera.

Y quizá incluso el monstruo viviera

para vagar por la Tierra, insatisfecho su deseo,

y los amantes que se adentraran en parajes sombríos y desiertos

vieran su figura cerniéndose sobre ellos, su destino fatal…

Y los niños dormidos en sus camas

despertaran gritando en la oscuridad,

aferrados a su terrible cuerpo.[34]

Este es el verdadero final. La apostilla que nos brinda la película es

intrascendente. Como si nada hubiera pasado, vemos a Henry y a

Elizabeth que han huido hacia una colina cercana y, contra un cielo de

fondo que empieza a despejarse, se besan. «Cariño, cariño…», dice

Henry acariciándole el cabello. Sobre sus rostros aparece la innecesaria

palabra «FIN».

VII. LOS DISTINTOS ENFOQUES DE LA NOVIA

En el número de mayo de 1935 de Fantasy Magazine, Forrest

Ackerman, quien por aquel entonces tenía dieciocho años, escribió un

encendido elogio de La novia de Frankenstein tras haber sido invitado

a un pase previo por un generoso publicista. En el artículo se menciona

a un tal Ed Thomas como coautor, pero, según Ackerman, él estuvo solo

viendo la película, que poseía «más de un cuarto de hora de metraje del

que se proyectó en el estreno»[35]. A pesar de que la mayor parte del

artículo consiste en poco más que un resumen del argumento,

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Ackerman reconoció que La novia de Frankenstein era incluso mejor

que Frankenstein. «La historia, en lugar de inspirar horror como la

primera, nos hace sentir una profunda compasión por el monstruo.

Karloff consigue interpretar a un personaje entrañable y atractivo, hasta

el punto de hacerse perdonar los asesinatos que ha cometido por su

propia indefensión.» En la misma época, elHollywood Reporter, que

hacía reseñas de los pases previos de las películas que iban a salir al

mercado, declaró que la obra era «una de las producciones más

elaboradas que han surgido de la Universal desde hace tiempo. El

montaje es extravagante, la fotografía, excelsa, y el reparto, excelente

[…] Las salas de proyección pueden garantizar que ofrecen una

sofisticada producción en torno a una historia de miedo interpretada y

dirigida con maestría». La poderosa revista del gremio Variety la

calificó de «película imaginativa y sobresaliente»[36]. Entre la prensa

generalista de Estados Unidos, la reacción fue unánimemente favorable.

El duro y destructivo crítico del New York Times Frank S. Nugent dijo

que La novia de Frankenstein era «una película de terror de primer

orden» y afirmó que «el señor Karloff está tan espléndido en su papel

que lo único que se nos ocurre decir es que nadie más que él podría

haber interpretado al monstruo»[37]. La novia de Frankenstein, tanto en

Nueva York como en Los Ángeles, fue un gran éxito de taquilla. En

The Pantages Theatre de Hollywood Boulevard, con aforo para casi tres

mil personas, se proyectaban once pases diarios.

En Inglaterra, a pesar del éxito que había cosechado entre el gran

público, se pusieron en entredicho los méritos artísticos de la película.

A pesar de que Kinematograph Weekly la etiquetó de «espectacular

película de suspense, una macabra obra moral»[38], no todos estuvieron

de acuerdo. «Cuando la pobre e inofensiva Mary Shelley —decía un

artículo de la revista londinense Spectator— soñó que unos ojos

pálidos, amarillentos y escrutadores la observaban tras los doseles de su

cama, puso en marcha una inmensa maquinaria de actores, técnicos de

sonido, escenas trucadas y aduladores. La maquinaria avanza sin cesar,

y ese primer sueño, y su primera elaboración en su novela Frankenstein,

va dotándose con los años de estupidez y solemnidad. No me cabe duda

de que no tardarán en rodar la historia en color para emitirla en

televisión; y que, en el Mundo Feliz terminará convirtiéndose en una

película olfativa[39]. No obstante, el único momento de genuino terror,

cuando la señora Shelley vio esos ojos amarillentos, se había esfumado

hacía ya mucho tiempo; y en La (sic) novia de Frankenstein que ponen

en el Tivoli ya no queda nada digno de asustar a un niño. Este no es el

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sueño de Mary Shelley, sino el de un comité de ejecutivos del mundo

del cine que quisieron superar a la señora Shelley y dejar que

Frankenstein creara un segundo monstruo a partir de desechos de

cementerio, una mujer en esta ocasión, olvidando que el horror de la

primera creación se olvida al repetirla, y que la cría de monstruos puede

llegar a ser tan aburrida como la cría de aves de corral. Es una película

pomposa y mal interpretada, llena de anacronismos y de inconsistencias

absurdas. El único momento de interés no lo procura tanto su director

como la extraña y eléctrica belleza de la señorita Elsa Lanchester en su

papel de segundo monstruo de Frankenstein. Su rostro vivaz y asustado,

como la salamandra del poema del señor De la Mare[40], la espesura de

su cabello apenas humano, podrían haber sido creados realmente por

cometas agitadas por la tempestad y los destellos de los relámpagos.»

El artículo llevaba la firma de «Graham Greene»[41].

VIII. LOS MITOS DE LA CREACIÓN: LUZ Y POLVO

El mito de Frankenstein proyecta su espectacular sombra sobre las

inmensas bibliotecas de la literatura y el cine occidentales, y junto con

el doctor Moreau, de H. G. Wells, y el desafortunado científico de La

mosca, el Hombre de Hojalata del reino de Oz y los humanos artificiales

de Blade Runner, el hombre soñado en «Las ruinas circulares» de

Borges y el mal llamado y pesadillesco Terminator, comparte el mismo

ámbito mítico. En sus distintas transformaciones, Frankenstein se

asemeja a un mito mucho más antiguo: Adán, el que anhela el

conocimiento y que, como Prometeo, se atreve a realizar lo que Dios ha

prohibido. La siseante promesa que la serpiente hace a Eva («Seréis

como dioses») tiene un doble sentido: promete la luz del conocimiento,

el fuego divino del Olimpo; pero también el don supremo de insuflar la

vida al polvo, de crear como solo el mismo Dios es capaz de crear. Dios,

ante la puerta que preserva su poder, coloca a un ángel con una espada

flamígera porque, como todo artista sabe, Él, con su sublime egotismo,

quiere ser el único Creador.

Entre los más famosos antepasados del doctor Frankenstein se

encuentran los Reyes Magos del folclore judío. Según la tradición

cabalística, el golem (palabra que significa «sustancia incompleta») es

una criatura hecha de arcilla a la cual se dota de vida a partir de ciertas

letras que, pronunciadas, significan el nombre secreto de Dios o la

palabra hebrea que equivale a «verdad». El Salmo 139, con unas

palabras que hubiera podido pronunciar el monstruo de Mary Shelley,

dice lo siguiente: «Mi alma conocías cabalmente, y mis huesos no se te

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ocultaban, cuando era yo formado en lo secreto, tejido en las honduras

de la tierra. Mi embrión tus ojos los veían, en tu libro están inscritos

todos los días que han sido señalados, sin que aún exista uno solo de

ellos». Existen varias leyendas medievales que narran la historia de esta

creación. La más antigua, recogida en elSanedrín, dice que el erudito

Rava creó a un hombre y lo envió al rabino Zera. Este le dirigió unas

palabras, pero la criatura no respondió. «¿Te ha creado uno de mis

compañeros? —le preguntó el rabino finalmente—. Vuelve entonces al

polvo de donde provienes.» La criatura obedeció a sus ruegos. La

leyenda más célebre, que sirvió de inspiración a Gustav Meyrink para

escribir su novela El golem (1915) y a la película que se realizó cinco

años después, cuenta la historia del rabino del siglo XVI, Löw ben

Bezulel de Praga, que creó a un criado de arcilla para que lo ayudara en

la sinagoga. Iniciando la tradición que seguirían posteriormente otros

monstruos creados por el hombre, la creación enloquece y amenaza con

destruir a su creador. El rabino deshace el hechizo quitando la primera

letra de la palabra emet(«verdad»), que así se convierte

en met («muerte»)[42].

El método del alquimista, el sueño patriarcal, el objetivo del

científico loco es crear seres a su propia imagen y semejanza a partir de

«simientes» masculinas (como hace Pretorius en sus frascos de cristal)

sin que sea necesario recurrir a una mujer (tal y como advierte el doctor

Frankenstein). Desde los golems judíos hasta las esculturas animadas

que se citan en las fábulas y en la ciencia (Eva creada a partir de una

costilla de Adán, la mujer de marfil de Pigmalión, el Pinocho de

Collodi, los autómatas del siglo XVIIIy principios del XIX que

deleitaron al círculo de Mary Shelley, o los homúnculos del doctor

Pretorius), los hombres siempre han creído que pueden ser capaces de

crear la vida sin la intervención de las mujeres; es decir, arrebatando a

las mujeres la exclusividad de su poder para concebir. Ninguna mujer

toma parte en la creación del monstruo de Henry Frankenstein, ni

posteriormente en la de la novia: es un asunto en el que solo intervienen

hombres. Para los cabalistas medievales, el intento de concebir sin que

medie un apareamiento masculino-femenino era un pecado supremo.

Según el erudito español del siglo XVI, el rabino Moisés Cordovero, «la

unión y el apareamiento entre un hombre y una mujer es un signo del

apareamiento que se desarrolla en las alturas»[43], y cualquier

divergencia de este método consagrado es negar la voluntad de Dios.

Al atreverse a crear la vida a partir de simientes o de miembros de

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cadáveres, el doctor Frankenstein y sus hermanos pecan contra la

omnipotencia de Dios.

Podríamos hablar, sin embargo, de otra faceta del mito: la renuencia

del monstruo, que, como el sufriente Adán, es un trozo de arcilla viva

que nunca pidió que lo trajeran al mundo. En su aspecto más primitivo

y primordial, la criatura es el golem, la marioneta a quien se le ha

concedido la vida, el experimento quirúrgico de Frankenstein; en su

vertiente más exaltada es Hamlet, es también Segismundo

preguntándose si no será una mota de polvo encerrada en una cáscara

de nuez o tan solo un personaje en un sueño.

Los problemas de la creación (los avatares del creador y la criatura)

pueden considerarse problemas cinemáticos. La frase de Lumière

«Quiero que las imágenes se muevan» es el eco del comentario del

doctor Frankenstein cuando dice: «Quiero que estos huesos que ya han

fallecido vuelvan a cobrar aliento». Intentar aportar luz a la oscuridad

(como hizo Prometeo al robar el fuego) es sin duda una de las

definiciones de la palabra «película». (¿Acaso el mito de Frankenstein

no es un mito cinematográfico, una metáfora del cine en sí mismo? En

ambos casos se crea la vida uniendo distintas piezas, «en continuidad»,

que se editan juntas con la esperanza de que el resultado se mueva en

cierto modo… a pesar del obstáculo que representa contar repetidas

veces con un cerebro inadecuado. La gente del pueblo se queja de la

influencia maligna del monstruo cuando, de hecho, la criatura es

incapaz de hacer el bien o el mal. A pesar de que se anuncia su muerte

en diversas ocasiones, cada vez regresa con renovado vigor. Los

productores poseen la ambición de un Pretorius y los directores sufren

la angustia de un Henry Frankenstein cuando le gritan a su criatura:

«¡Acción!»…).

Es posible que uno de los momentos clave de la historia del cine

transcurriera al margen de la cronología convencional, en una mansión

a orillas del lago Ginebra, una famosa noche tormentosa de junio de

1816, varias décadas antes del invento de monsieur Lumière. Lord

Byron había leído una traducción francesa de unos relatos de fantasmas

alemanes y propuso a sus amigos (John Polidori, Claire Clairmont,

Shelley y Mary Shelley) que cada uno escribiera un cuento emulando

esas historias terroríficas. Esa noche, echada en su cama con dosel,

Mary Shelley tuvo una visión. Vio «al pálido estudiante de artes no

consagradas arrodillado junto al ser que había conformado». Vio «el

fantasma horrible de un hombre erguido […] esa cosa horrenda […]

mirándolo con unos ojos amarillentos, turbios aunque escrutadores»[44].

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Mary Shelley presenció, de hecho, el nacimiento de la primera película

de monstruos.

Hasta la llegada de Mary Shelley, los monstruos que aparecen en la

literatura iniciaban su horripilante trayectoria completamente formados

o sufrían una maligna metamorfosis y abandonaban su naturaleza dócil

para convertirse en mortíferos. Medusas, mantícoras, ogros, espíritus

necrófagos, fantasmas sedientos de sangre y demonios mostraban en

raras ocasiones su certificado de nacimiento; a veces los cadáveres

volvían a la vida, pero la resurrección no generaba nuevos seres. El

monstruo de Mary Shelley no es un engendro ready-made ni tampoco

un Lázaro decimonónico; es una Gestaltimposible cuyo alumbramiento

estamos obligados a presenciar; una mezcla de piezas sueltas y

desechadas que, de algún modo y contra todo pronóstico, se mueve y

respira, como las imágenes que aparecen en la pantalla.

El cine consiste sobre todo en dotar de movimiento a las cosas. En

los primeros experimentos de Lumière no sorprendieron tanto las

imágenes que habían quedado atrapadas como el hecho de que esas

mismas imágenes habían sido capturadas vivas: el público de las

primeras películas estaba tan aterrado al ver cómo una locomotora

entraba en una estación en la pared de enfrente, como lo estuvo el

público posterior cuando vio que el monstruo salía de las aguas

contaminadas del molino. En la visión nocturna de Mary Shelley, y

luego en la página impresa, los primeros movimientos del monstruo son

de una naturaleza que es esencialmente la misma de la película: no se

detienen en la descripción técnica, sino que se despliegan en tiempo

cinemático. Tal característica fue perfeccionándose en su propio medio

a medida que las películas se hicieran más complejas y elaboradas. El

monstruo apayasado de J. Searle Dowley en 1910, o el golem autoritario

de Paul Wegener en 1920, que pasaban fotograma a fotograma con

absoluta rigidez, se convierten en 1979 en los sangrantes personajes

deCromosoma 3 de David Cronenberg, y en el carnívoro Alien de

Ridley Scott, que surgen y cobran vida ante el público. La criatura ya

no se levanta cubierta por una sábana, ni surge del polvo, sino que ahora

irrumpe a través de la misma piel de sus creadores involuntarios.

Al mismo tiempo, los científicos locos también han cambiado de

pauta. En la actualidad ya no permanecen junto a su creación frotándose

las manos de alegría o presa de la ansiedad. Ya no son genios

prometeicos de ambigua ambición, sino que los nuevos diseñadores de

monstruos se han convertido en sujetos sin recursos en una sociedad

que ha transgredido ya unos límites inefables (en el campo de la

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genética sexual o la exploración espacial). En el mundo actual, el

remozado doctor Frankenstein (como vemos, por ejemplo, en la versión

de Kenneth Branagh) ya no es tanto un rebelde como una víctima.

Quizá podríamos citar un tercer aspecto del mito. El doctor

Frankenstein ha desafiado la divina prohibición de atreverse a realizar

lo que solo está en manos de Dios; pero a finales del siglo XX la historia

podría contarse al revés, y mostrar a Dios en el papel del doctor

Frankenstein, dándonos la vida a nosotros, criaturas humanas, y

volviéndonos la espalda, horrorizado por su propia creación. Si es un

dios, es un dios derrotado, incapaz incluso de juzgar a sus corruptas

criaturas. Parece el Dios post-Holocausto de esta leyenda judía:

En una remota aldea del interior de Polonia hay una pequeña

sinagoga. Una noche, tras haber hecho sus visitas, el rabino entra y ve

a Dios sentado en un rincón oscuro. Se echa de bruces al suelo y grita:

«Señor, ¿qué estáis haciendo en este lugar?». Dios no le responde con

un trueno o un viento huracanado, sino con una vocecilla que le dice:

«Estoy cansado, rabino, cansado hasta la muerte»[45].

IX. OTRA NOVIA DESNUDADA POR SUS SOLTEROS, INCLUSO

En 1951 Jorge Luis Borges comentó que «cada escritor crea a sus

propios precursores»[46]. Lo mismo podría decirse de los que inventan

imágenes. Después de la película de Whale, de la aparición de la

eléctrica Elsa Lanchester con su ondeante y escandaloso pelo casándose

(o, más bien, negándose a casarse) con el heredero de Adán, el

personaje entra a formar parte del grupo de las novias (de películas,

pinturas, fotografías e instalaciones artísticas) que, sorprendidas en su

propia luz, proyectan el reflejo de sus facetas más terribles.

La novia es una mujer fatal. Ha entrado en el reino de unos patriarcas

ansiosos de poder que anhelan poblar el mundo con sus propias

creaciones. Ella no existe por sí misma: es tan solo la pareja del

monstruo; tal vez la futura madre de una camada de monstruos creada

por métodos más tradicionales, pero, sobre todo, una muñeca viviente

concebida para el placer del monstruo. La novia, en este mundo de

hombres, será maldecida tanto si accede como si se niega a satisfacer

sus propósitos. Si consiente en aparearse, se convertirá en una puta

complaciente; si no acepta someterse al deber que le han impuesto, se

convertirá en una puta desdeñosa y en el instrumento de la perdición

del hombre. A causa de su negativa, el rechazado monstruo conduce el

drama a su final apocalíptico eligiendo regresar al polvo que le ha sido

asignado y arrastrando en su caída a la novia, a Pretorius y el

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abominable laboratorio. El monstruo elige su final y demuestra que no

es culpable. Quizá pecara en algún momento de su miserable vida, pero

ahora quiere reparar sus errores con la condición de que esta mujer

permanezca junto a él. Y, a eso, ella no está dispuesta.

La robot que aparece en Metrópolis, de Fritz Lang, es el ejemplo de

la mujer que ha sido creada con el objeto de procurar placer a los

hombres y cuya sola existencia determina ya su caída: la Eva

arquetípica. Brigitte Helm, que encarna a Maria, yace sujeta por unas

bandas metálicas bajo una vitrina de cristal mientras Rotwang, el

malvado inventor, transfiere su cuerpo y su alma a una autómata.

Cuando la transformación ya se ha completado, Rotwang presenta a

Maria, el monstruo, en una fiesta aristocrática y la hace surgir de una

urna en forma de pastel nupcial ataviada con un luminoso y vaporoso

vestido. La novia que encarnó Lanchester levanta los brazos hacia

delante para entrar en el mundo; Maria los eleva lateralmente y empieza

a girar las caderas despacio en una danza hipnótica y seductora mientras

la luz revela su cuerpo casi desnudo bajo el vestido. En La novia de

Frankenstein se nos sugiere la sexualidad mortal de la nueva criatura;

en Metrópolis, en cambio, esa sexualidad es explícita. Los hombres que

asisten a la fiesta fijan sus lascivos ojos en la aparición, mientras que el

público sabe que su lascivia les conducirá a un destino fatal.

Los lazos de sangre de la novia también se extienden hacia el futuro.

En La Toilette de la mariée, obra de Max Ernst de 1940[47], la novia luce

los pechos censurados de Mary Shelley. Aparece desnuda, salvo por

una capa de plumas rojas echada sobre los hombros, y un enorme tocado

en forma de búho le confiere la asombrosa y monstruosa apariencia de

la novia que encarnaba Lanchester. En un mundo dominado por los

hombres, el rasgo más bello será su cuerpo, el atributo de Afrodita; en

cambio, su cabeza, su inteligencia, simbolizada por el búho de Atenea,

es monstruosa porque en este caso los conocimientos no encajan con la

mujer. Sus acompañantes (los científicos locos) también han sufrido

una transformación: uno de ellos es una grulla verde con piernas de

hombre que lleva una lanza siniestra y pretende simbolizar que la novia

(como ocurre en muchos rituales nupciales) debe ser castigada para

demostrar el dominio que su futuro esposo tiene sobre ella; el otro es

un personaje femenino con el pelo abierto en abanico como el manto

púrpura de un obispo, porque los hombres pueden usurpar las

características de la identidad femenina si les apetece (la creación de la

vida considerada una ciencia, la cocina y la costura elevadas a la

categoría de arte, la educación infantil interpretada como pedagogía, las

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relaciones lésbicas adaptadas como pornografía masculina, las mejores

galas empleadas como accesorios ceremoniales). Karl, el ayudante de

bestiales instintos, representa de un modo explícito esa situación

ambigua y se convierte en un enano verde y hermafrodita que tiene un

pene y cuatro pechos. Desmarcado del grupo, capta que algo terrible va

a suceder y está llorando.

En su papel de compañera sexual del monstruo, la novia debe

someter su persona y exagerar sus características monstruosamente

sexuales. La censura no habría permitido que adoptara el estilo de una

Dietrich o una Mae West, y Whale, Lanchester y Pierce (porque parece

ser que los tres compartieron la responsabilidad de la elección) se

concentraron en el cabello de la novia. El pelo se asocia a la naturaleza

animal y también a la indisciplina de la sexualidad femenina[48]. Para

que una mujer oculte sus rasgos eróticos (en los rituales norteafricanos

del duelo, en la constante presencia del Dios del judaísmo ortodoxo,

como un castigo por haber mantenido relaciones sexuales con el

enemigo en la Francia posterior al gobierno de Vichy, o para adoptar

un papel beligerante entre los hombres, como Juana de Arco), tiene que

raparse el pelo; para potenciar su erotismo, en cambio, se lo deja crecer.

Además, el pelo largo disimula tras la piel la existencia de un cerebro:

todo queda reducido a su superficie, sin profundizar, y la cascada de

pelo brinda el femenino cráneo a la contemplación del hombre como un

dócil objeto de placer sensual en lugar de aparecer como el amenazador

origen de la razón y la inteligencia. En la cabeza de la novia, por

consiguiente, lo que domina es el cabello.

En las fotografías solarizadas que Man Ray realizó en los años

treinta, el cabello de las mujeres se extiende hasta ocupar casi la

totalidad del espacio del encuadre, de tal manera que el rostro parece

fijado al pelo en lugar de lo contrario. Estas cabezas de cabello

femenino son texturas, dibujos, ondas en la arena o en el agua. Man Ray

buscaba rostros de mujeres que le permitieran «dibujar con la luz» y,

según uno de sus amigos, «le importaban muy poco los pensamientos,

la fama o la fortuna de sus sujetos». Estas «deformaciones», como

parece ser que las llamaba, «se filtran como el cabello a través de un

peine de luz […] soñando con objetos que hablan en sueños»[49]. Hablan

pero en sueños, viven y aun así están muertas: la descripción encaja a

la perfección con la novia. Las somnolientas cabezas de Man Ray son

también hermanas de la novia, recreadas para el disfrute de la mirada

del hombre.

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Ocho años antes de que Whale empezara a filmar La novia de

Frankenstein, otra novia había hecho su aparición en Estados Unidos.

El artista francés Marcel Duchamp finalizó en 1923 una construcción

que había iniciado en 1915 y que titulóLa novia desnudada por sus

solteros, incluso. Consistía en dos paneles de cristal (que se quebraron

durante el viaje y Duchamp tuvo que reparar) en los que había pintada

una extraña pieza de maquinaria azul, marrón y gris. Un folleto que

acompaña el conjunto «explica» la obra y su funcionamiento. El folleto

no contiene ningún elemento fácil de identificar (y, en lo que respecta

a la obra, tampoco). No hay nada en el conjunto, ni siquiera sus

elementos, la máquina misma o su perturbador nombre, que posea un

significado socialmente aceptable. El vocabulario pseudotécnico de

Duchamp nos trae a la memoria los eufemismos pseudocientíficos de

Pretorius («hable […] a través de esta máquina eléctrica»); según

Duchamp, sin embargo, «no concebí esta obra por amor a la ciencia; al

contrario, lo hice más bien para desacreditarla»[50]. Del mismo modo, los

experimentos del doctor Frankenstein «desacreditan» el punto de vista

humanista de la investigación científica apropiada. Duchamp escribió

en el folleto lo siguiente: «La novia acepta que los solteros la desnuden,

puesto que alimenta las chispas de este striptease eléctrico con

gasolina; es más, colabora en su desnudez total añadiendo al primer

foco de chispas (el striptease eléctrico) un segundo foco de chispas que

surge del magneto-deseo»[51]. El lector-espectador apenas es consciente

de que la novia parece consentir a todo lo que se le hace: consiente a

este acto «científico» tan bárbaro, a este «striptease total» creativo.

¿Acaso no es ella una mujer fatal que está recibiendo su merecido? ¿O

es quizá un objeto erótico reducido a un cuerpo carente de cerebro? (Los

franceses llaman allumeuse a la mujer provocativa, «la que enciende las

llamas», y en la versión de Branagh, cuando la novia adquiere

conciencia de su identidad, literalmente incendia la casa y a sí misma.)

En cualquier caso, y en términos amatorios, la novia es culpable y

los actos de sus solteros parecen necesarios y justificados. Esta es la

clave para interpretar el uso que Rotwang hace de Maria; esta es la

lógica que gobierna los experimentos del doctor Frankenstein. En

ambos casos, la mujer creada es el mecanismo culpable, el instrumento

del sacrificio gracias al cual un hombre ambicioso (el adjetivo, en el

vocabulario patriarcal, lejos de ser condenatorio es elogioso) planea

transformar o dominar la sociedad.

La novia desnudada por sus solteros, incluso incita al espectador

para que se atreva a interpretarla. La necesidad que sentimos de dar

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sentido a lo que vemos confiere un propósito cinético a los elementos

de la construcción, y la costumbre de procurar que el lenguaje sea

descifrable nos hace interpretar que el título tiene un mensaje. Octavio

Paz opina que la realidad en la psicología y en el arte existe en diferentes

niveles de sentido[52] y propone que contemplemos a la novia de

Duchamp como una versión del mito de la Gran Diosa, la Virgen, la

Madre, la que quita y da la vida: «No es un mito moderno. Es la versión

(y la visión) moderna del mito».

La novia de Whale parece mucho más fácil de descifrar. Al menos

contamos con un argumento, un contexto, unos personajes que

transmiten emociones, causas y efectos. Con todo, ¿cuál es exactamente

el significado de la extraña novia creada por el hombre, esa Eva

moderna, más allá de su sexualidad? ¿Quién es esa versión monstruosa

de la angelical Mary Shelley, que, a su vez, es una transformación de la

delicada Elsa Lanchester? En los últimos tiempos de su carrera,

Lanchester se lamentaba de que el fantasma de la novia la perseguía por

todas partes y que los niños, cuando la veían en el colmado, no la

reconocían como a la actriz, sino como a la encarnación de la

monstruosa criatura nacida en el laboratorio del doctor Frankenstein.

¿Qué poder simbólico tiene esa novia de pelo erizado y mechones

blancos, construida (desnudada y ensamblada) por sus solteros, los

científicos locos y sus ayudantes de instinto bestial? Ella, al igual que

la creación de Duchamp, también es una versión (y visión) moderna del

mito, anclada en el tiempo e ilimitadamente preñada con los

significados que vamos creando las sucesivas generaciones de

espectadores. La novia de Whale (como Paz dijo de la de Duchamp) es

una obra «en busca de un significado» y, por lo tanto, inagotable.

Existen criaturas imaginarias que en cierto modo no lo parecen,

porque no podríamos concebir el mundo sin ellas. Son invenciones

necesarias, como por ejemplo los unicornios y los dragones, y

pertenecen a un paisaje interior tan arraigado en nuestra realidad como

nuestras vidas cotidianas. El monstruo y su novia forman parte de esta

fauna común e imperecedera.

ALBERTO MANGUEL