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La noción de raza a través de la historia. Guillermo Mayr. Nota preliminar. Durante los siglos XIV y XV la arquitectura naval experimentó un notable avance al incorporarse los conocimientos heredados de los romanos, árabes y vikingos. Al perfeccionamiento en la construcción de las embarcaciones se sumaron los notables adelantos en los instrumentos náuticos y el desarrollo de la cartografía. Los viajes europeos de exploración comenzaron a principios del siglo XV cuando los navegantes portugueses avanzaron hacia el sur, bordeando la costa de África en busca de oro, esclavos y especias, hasta que, en 1487, llegaron hasta el océano Índico. De allí en adelante las expediciones se multiplicaron, especialmente después de que las victorias otomanas hicieron peligrosa la antigua ruta hacia el Este vía Alejandría y el mar Rojo. Mientras los portugueses exploraban la ruta oriental a Asia, los españoles zarpaban hacia el Oeste; los ingleses, franceses y holandeses hicieron lo propio en los últimos años del siglo XVI y la primera mitad del XVII. El descubrimiento de América por parte de los españoles en 1492 tuvo consecuencias insospechadas para sus protagonistas. Los europeos, especialmente España y Portugal -que llegó en 1500-, se enriquecieron a corto plazo debido al continuo flujo de metales preciosos que expoliaban de sus colonias de ultramar. España era la potencia más rica de Europa en el siglo XVI, lo que produjo un reacomodamiento de la economía continental; Inglaterra y Francia, atrasadas con respecto a los descubrimientos -se aposentaron en América en 1607 y 1608 respectivamente-, sortearon la dificultad integrando el flujo de estas nuevas riquezas en sus procesos productivos y capitalizaron los ingresos que se escurrían rápidamente de las arcas ibéricas. Estos viajes marcaron el inicio de la expansión europea a prácticamente todo el mundo. Europa tomó recién entonces conciencia de la gran diversidad de hombres y culturas que antes no conocía. Ese nuevo panorama estimuló en las mentes más ilustradas el estudio del fenómeno de la diversidad, sin escapar enteramente a la influencia que la empresa de la conquista y colonización suponían a la percepción de lo diferente, como algo ubicado en el plano inferior. Uno de los naturalistas más ilustres de la segunda mitad del siglo XVIII, el biólogo francés George Louis Leclerc (1707-1788) escribió en su "Histoire naturelle, générale et particulière" (Historia natural, general y particular) que los hombres "difieren desde lo blanco a lo negro, en cuanto a color, desde lo doble hasta lo sencillo, en cuanto a estatura, gordura, ligereza, fuerza, etcétera". Y apuntaba: "Son variaciones de la naturaleza que proceden de la influencia del clima y del alimento". Leclerc fue de los primeros en aplicar el término "raza" a las variaciones somáticas que observó entre las personas, algo que, hasta entonces, era empleado para referirse casi exclusivamente a los animales.

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Page 1: La noción de raza a través de la historia - Guillermo Mayr

La noción de raza a través de la historia. Guillermo Mayr.

Nota preliminar. Durante los siglos XIV y XV la arquitectura naval experimentó un notable avance al incorporarse los conocimientos heredados de los romanos, árabes y vikingos. Al perfeccionamiento en la construcción de las embarcaciones se sumaron los notables adelantos en los instrumentos náuticos y el desarrollo de la cartografía. Los viajes europeos de exploración comenzaron a principios del siglo XV cuando los navegantes portugueses avanzaron hacia el sur, bordeando la costa de África en busca de oro, esclavos y especias, hasta que, en 1487, llegaron hasta el océano Índico. De allí en adelante las expediciones se multiplicaron, especialmente después de que las victorias otomanas hicieron peligrosa la antigua ruta hacia el Este vía Alejandría y el mar Rojo. Mientras los portugueses exploraban la ruta oriental a Asia, los españoles zarpaban hacia el Oeste; los ingleses, franceses y holandeses hicieron lo propio en los últimos años del siglo XVI y la primera mitad del XVII. El descubrimiento de América por parte de los españoles en 1492 tuvo consecuencias insospechadas para sus protagonistas. Los europeos, especialmente España y Portugal -que llegó en 1500-, se enriquecieron a corto plazo debido al continuo flujo de metales preciosos que expoliaban de sus colonias de ultramar. España era la potencia más rica de Europa en el siglo XVI, lo que produjo un reacomodamiento de la economía continental; Inglaterra y Francia, atrasadas con respecto a los descubrimientos -se aposentaron en América en 1607 y 1608 respectivamente-, sortearon la dificultad integrando el flujo de estas nuevas riquezas en sus procesos productivos y capitalizaron los ingresos que se escurrían rápidamente de las arcas ibéricas. Estos viajes marcaron el inicio de la expansión europea a prácticamente todo el mundo. Europa tomó recién entonces conciencia de la gran diversidad de hombres y culturas que antes no conocía. Ese nuevo panorama estimuló en las mentes más ilustradas el estudio del fenómeno de la diversidad, sin escapar enteramente a la influencia que la empresa de la conquista y colonización suponían a la percepción de lo diferente, como algo ubicado en el plano inferior. Uno de los naturalistas más ilustres de la segunda mitad del siglo XVIII, el biólogo francés George Louis Leclerc (1707-1788) escribió en su "Histoire naturelle, générale et particulière" (Historia natural, general y particular) que los hombres "difieren desde lo blanco a lo negro, en cuanto a color, desde lo doble hasta lo sencillo, en cuanto a estatura, gordura, ligereza, fuerza, etcétera". Y apuntaba: "Son variaciones de la naturaleza que proceden de la influencia del clima y del alimento". Leclerc fue de los primeros en aplicar el término "raza" a las variaciones somáticas que observó entre las personas, algo que, hasta entonces, era empleado para referirse casi exclusivamente a los animales.

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La primera clasificación de los grupos humanos según sus caracteres físicos fue realizada por los antiguos egipcios. Sus pinturas y monumentos distinguían cuatro clases de hombres: los "rot" o egipcios, pintados de rojo; los "namu", amarillos con nariz aguileña; los "nashu", negros con cabello crespo; los "tamahu", rubios con ojos azules. Ahora bien, esta clasificación sólo se aplicaba a las poblaciones vecinas de Egipto. El Antiguo Testamento también se ocupó de dividir a los hombres en hijos de Cam, de Sem y de Jafet. También aquí sólo se trataba de pueblos que los judíos conocían y cuyas diferencias físicas eran, sin duda, mínimas. Sin embargo, durante la Edad Media se hizo el esfuerzo de agrupar a todos los hombres, de cuya existencia daban cuenta los viajeros, en esas tres categorías. La llegada de los europeos a América, en particular, levantó vivas polémicas: ¿dónde había que ubicar a los habitantes originarios del Nuevo Mundo? A pesar de la intervención pontificia, las discusiones se prolongaron durante mucho tiempo. Desde entonces comenzó a enraizarse la idea de la división de la humanidad en cierto número de razas, contribuyendo así a un esquema que sirvió, en gran medida, al fomento de los prejuicios raciales y el racismo. Muchos hombres de ciencia admitieron y fundamentaron la división de la humanidad en distintos tipos de razas, incrementándose profusamente los intentos por ubicar a cada ser humano en un grupo particular a partir de elementos tales como el color de la piel, la forma del cráneo, el tipo de cabello, el color de los ojos, la forma de los labios, las proporciones corporales, etcétera. Comenzó así la elaboración de un catálogo de las variaciones físicas humanas a lo largo y a lo ancho del planeta. Surgieron un sinnúmero de clasificaciones, eminentemente tipológicas, sustentadas en la opinión de que todos los miembros de una raza participan de su esencia y poseen sus características típicas. Estos procedimientos de clasificación racial del hombre no se detuvieron, incluso se extendieron también a las características bioquímicas, inmunológicas, fisiológicas y genéticas, llevando el número de razas hasta alrededor de doscientas. Carl von Linneo (1707-1778), el gran naturalista sueco, primer gran clasificador de animales y plantas, colocó en su obra "Systema naturae" (Sistema de la naturaleza) a todos los seres humanos en la especie Homo sapiens. Para Linneo la especie se subdividía en cuatro subespecies (a las que no llamó raza): Homo sapiens americanus (indígenas americanos): piel de color rojizo o cobrizo, cabello liso, negro y grueso; Homo sapiens europeus: blancos, sanguíneos y musculosos, pelo rubio y rizado, ojos azules; Homo sapiens asiaticus: de color amarillento, cabello negro, ojos oscuros. Homo sapiens afer (africano), negros y de piel aterciopelada, nariz aplastada y labios abultados. Por su parte, el anatomista alemán Johann Friedrich Blumenbach (1752-1840), considerado el fundador de la Antropología Física, propuso dividir la humanidad -según el color de la piel- en cinco variedades,

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a cada una de las cuales les dio el nombre de raza. Las cinco razas que Blumenbach describió en "De generis humani varietate nativa" (De las variedades naturales del género humano) eran: caucásica o blanca, mongólica o amarilla, etíope o negra, americana o roja y malaya o parda.

A éstos le siguieron Horace Desmoulins (1792-1825), que fraccionó la razas basándose en sus caracteres etnográficos hasta llegar a dieciséis; Thomas Huxley (1825-1895), que desarrolló la teoría vertebral del cráneo e hizo de los australianos una de las principales razas de la humanidad; Julien Joseph Virey (1775-1846), que utilizó el perfil de la cara, lo mismo que Etienne Geoffroy Saint-Hilaire (1772-1844), distinguiendo cuatro grandes razas fundamentales: ortognatos, eurignatos, prognatos, y simultáneamente eurignatos y prognatos. Otros autores preferían basarse en la forma del cabello, por ejemplo Ernst Haeckel (1834-1919), quien admitía cuatro grupos primitivos, subdivisibles en doce razas secundarias y definida por los caracteres: cabello lanoso en motas, cabello lanoso común, cabello liso, cabello ondulado. Paul Topinard (1830-1911), por el contrario, tenía en cuenta principalmente la forma de la nariz, y Joseph Deniker (1852-1918) se esforzó en formar grupos naturales combinando los diversos caracteres. De todas maneras, durante muchísimos años abundaron las teorías sobre la diferencia de las razas, particularmente sobre su división en superiores e inferiores, con ciertos grados intermedios. Todos los autores de esas teorías -en su mayoría pensadores distinguidos- pertenecían a la llamada raza blanca y, modestamente, colocaban a ésta en la cúspide de la superioridad. Si bien no puede negarse que existen hombres de distinto color y que eso establece una distinción entre unos y otros, afirmar que los de un color son superiores a los de otro es traspasar los límites de lo comprobable. El color de la piel, sobre el cual se establecieron las clasificaciones más antiguas y aparece tanto en los añosos libros sánscritos como en las antiguas representaciones egipcias, sólo depende de la presencia de un pigmento -la melanina- en las capas profundas del tegumento. Cuando se encuentran en gran cantidad, la piel es muy oscura; si hay menos, el rojo de la sangre que circula bajo la piel aparece por transparencia, y la mezcla de su color con el del pigmento da matices amarillentos; si el pigmento falta, la piel resulta blanco-rosada. Según la cantidad y densidad de ese pigmento puede haber toda una serie de matices. Estas variaciones de color se extienden al cabello y a los ojos, pero de manera más limitada. Una despigmentación pronunciada genera ojos azules con sus variedades gris o verde; si el fenómeno es poco marcado, se tienen ojos amarillos o pardos claros. En cuanto al cabello, una fuerte despigmentación produce cabello rubio, una despigmentación débil, castaño.

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Otra característica de los humanos que se utilizó para establecer la diferencia de razas es el tamaño de los cráneos, a los que el anatomista sueco Anders Adolf Retzius (1796-1860) clasificó en dolicocéfalos y braquicéfalos, es decir, hombres de cráneo alargado y hombres de cráneo achatado, atribuyéndoles a los primeros una superioridad sobre los segundos y olvidando que algunos grandes pensadores -como Immanuel Kant (1724-1804), por ejemplo-, eran braquicéfalos. O también por la forma de la cara, que puede ser estrecha o ancha, ovalada o cuadrangular, aplastada o abovedada. La variación más notable es el grado de desarrollo de las mandíbulas. En algunos, la mandíbula sale hacia adelante; es lo que se llama prognatismo. Si, por el contrario, el perfil es rectilíneo, se le denomina ortognatismo. También la nariz es susceptible de variaciones muy grandes en los seres humanos, y se los clasificó en leptorrinos, platirrinos y mesorrinos, según su nariz sea delgada y alta, ancha y aplastada o de forma intermedia, respectivamente. El antropólogo y paleontólogo francés Henri Vallois (1889-1981) publicó en 1944 "Les races humaines" (Las razas humanas), una obra que alcanzó el rango de clásico en los años '60. Allí decía que la humanidad se divide en cierto número de grupos que se distinguen por sus caracteres corporales y a estos grupos los llamó razas. "Corresponden -dice Vallois- aproximadamente a lo que los zoólogos denominan subespecies, mientras que los botánicos hablan más a menudo de variedades. Pueden definirse como agrupaciones naturales de hombres que presentan un conjunto de caracteres físicos hereditarios comunes, cualesquiera sean, además, sus lenguas, sus costumbres o sus nacionalidades". Y definía a las razas de acuerdo al conjunto constituido por cuatro órdenes de hechos: la estructura del cuerpo (caracteres anatómicos), el funcionamiento de sus órganos (caracteres fisiológicos), el mecanismo de su cerebro (caracteres psicológicos) y la manera como el hombre reacciona frente a las enfermedades (caracteres patológicos). Establecía además que las agrupaciones humanas pueden encararse desde puntos de vista muy diferentes. "El nombre de razas se reserva para las que se establecen según un conjunto de caracteres físicos; sólo éstas tienen valor antropológico. Las que constituyen una comunidad política se llaman, como es sabido, Nación o Estado. Finalmente, para las que se basan en caracteres de civilización -en particular una lengua o un grupo de lenguas idénticas- se ha creado un término que tiende a imponerse cada vez más: etnias. Razas, naciones y etnias forman tres entidades diferentes que no hay que confundir".

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En 1971, el antropólogo belga Claude Lévi-Strauss (1908-2009) decía en "Race et culture" (Raza y cultura) que los especialistas de la antropología física discuten desde hace dos siglos lo que es o no es una raza, que jamás se han puesto de acuerdo, y que nada indica que estén más cerca de hacerlo respecto a una respuesta sobre la cuestión. Según ciertos antropólogos, dice Lévi-Strauss, "la especie humana debió de dar nacimiento demasiado pronto a las subespecies diferenciadas entre las cuales se produjeron, en el curso de la prehistoria, intercambios y cruces de todas clases: la persistencia de algunos rasgos antiguos y la convergencia de otros recientes se habrían combinado para obtener la diversidad que se observa hoy entre los hombres. Otros estiman, por el contrario, que el aislamiento genético de grupos humanos apareció en una fecha mucho más reciente, que fijan hacia el fin del pleistoceno. En ese caso, las diferencias observables no podrían haber resultado de las separaciones accidentales entre los rasgos desprovistos de valor adaptativo, capaces de mantenerse indefinidamente en las poblaciones aisladas; más bien provendrían de diferencias locales entre los factores de selección. El término de raza, o cualquier otro término con el cual se quisiera sustituirlo, designaría por lo tanto una población o un conjunto de poblaciones diferentes de otras por la mayor o menor frecuencia de ciertos genes". "En la primera hipótesis -continúa Lévi-Strauss-, el carácter de raza se pierde en tiempos tan antiguos que es imposible conocer nada sobre ella. No se trata de una hipótesis científica, es decir, verificable aún indirectamente por sus consecuencias lejanas, sino de una afirmación categórica con valor de axioma que podría considerarse absoluto porque sin ella se estima imposible evaluar las diferencias actuales. En la segunda hipótesis se plantean otros problemas. Por lo pronto, todas las dosificaciones genéticas variables a las cuales se hace referencia comúnmente cuando se habla de razas corresponden a caracteres bien visibles: talla, color de la piel, forma del cráneo, tipo de cabellera, etc. Suponiendo que esas variaciones fueran concordantes entre sí -lo que está lejos de ser cierto-, nada prueba que concuerden también con otras variaciones, comprendiendo caracteres no inmediatamente perceptibles por medio de los sentidos. Sin embargo, unos no son menos reales que los otros, y es perfectamente concebible que los segundos tengan una o más distribuciones geográficas totalmente diferentes de los precedentes y diferentes entre sí o que recuperasen las fronteras ya inciertas que se les asigna. En segundo lugar, ya que en todos los casos se trata de dosificaciones, los límites que se les fijan son arbitrarios. En efecto, estas dosificaciones aumentan o disminuyen por gradaciones insensibles, y el umbral que se instituye aquí o allá depende de los tipos de fenómenos que el encuestador elige retener para clasificarlos. En un caso, en consecuencia, la noción de raza se torna tan abstracta que se aparta de la experiencia y deviene una forma de suposición lógica que permite seguir una línea

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segura de razonamiento. En el otro caso, se adhiere hasta tal punto a la experiencia que se disuelve, ya no se sabe de qué se habla. No es nada sorprendente que gran número de antropólogos renuncien pura y simplemente a utilizar esta noción". Si bien durante mucho tiempo el concepto de raza biológica fue el eje central de la antropología, en la actualidad ya no goza de tal aceptación. Hoy la terminología racial y los sistemas de clasificación raciales están desapareciendo gradualmente de la literatura científica y de los programas de investigación en antropología biológica. Existe una tendencia creciente a considerar las múltiples variaciones morfológicas presentes en la humanidad -evidentes al contrastar personas nativas de diferentes continentes- como el producto de un proceso de adaptación evolutiva de poblaciones geográficamente diversificadas y no como la prueba de la existencia de razas en la especie humana. La antropología ha conocido en los últimos años, un prodigioso desarrollo, gracias sobre todo a los avances en la genética. Todos los descubrimientos de esta disciplina muestran que la clasificación racial es definitivamente imposible.

Rita Levi Montalcini (1909), neurobióloga italiana y Premio Nobel de Medicina en 1986, es categórica al respecto: "Las razas humanas no existen. La existencia de las razas humanas es una abstracción que se deriva de una falsa interpretación de pequeñas diferencias físicas que nuestros sentidos perciben, erróneamente asociadas a diferencias psicológicas e interpretadas sobre la base de prejuicios seculares. Estas abstractas subdivisiones, fundadas en la idea de que los humanos constituyen grupos biológica y hereditariamente muy distintos son puras invenciones que siempre se han utilizado para clasificar arbitrariamente hombres y mujeres en 'mejores' y 'peores' y, de esta manera, discriminar a los últimos (siempre los más débiles), después de haberles achacado que son la clave de todos los males en todos los momentos de crisis. La humanidad no está formada por grandes y pequeñas razas. Es una red de personas vinculadas que se forman, se transforman, se mezclan, se fragmentan y se disuelven con una rapidez incompatible con los tiempos exigidos por los procesos de selección genética". El concepto de raza no tiene significado biológico en la especie humana. El análisis de los DNA humanos ha demostrado que la variabilidad genética en nuestra especie -menores que las de los chimpancés, gorilas y orangutanes- está representado sobre todo por diferencias entre personas de la misma población, mientras que son menores las diferencias entre poblaciones y continentes diversos. Los genes de dos individuos de la misma población son, como promedio, ligeramente más similares entre ellos que las de aquellas personas que viven en continentes diversos. El escritor andaluz Antonio García Birlán (1891-1984) lo expresó muy bien en el prólogo de "Pueblos y razas": "Todos los hombres tienen cualidades comparables

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con las más altas de otros hombres. Lo que a unos falta, brilla en otros. Nadie puede preciarse de ser superior, en todo, a nadie. Que un cualquiera se juzgue superior a no importa quién, hace sonreír. No son inferiores unos a otros: son diferentes. Cuando esto se vea, y está ahí para ser visto, no tendrá importancia alguna aquello en que son diferentes, en realidad sólo el color, que no dice nada. O, desde otro punto de vista, lo del cráneo alargado o achatado, que tampoco dice nada. Por otra parte, nunca pudo establecerse con rigor científico qué es una raza y, si algún día se lograse hacerlo, no se habrá establecido cosa que importe mucho".

1601: Pierre Charron.

Hacia fines del siglo XVI y comienzos del XVII, Francia es recorrida por una indignada voz de alarma. Autoridades civiles y eclesiásticas alertan sobre la presencia en la corte de París de librepensadores escépticos y libertinos que cuestionan el universo religioso, político y ético -sustancialmente cristiano- que determina el normal transcurrir de los acontecimientos. Es el surgimiento de un nuevo movimiento filosófico que somete a su imperio todos los dominios del pensamiento, especialmente la teología, la moral y la filosofía recibidas, y que rechaza toda regla exterior y todo principio de autoridad, propugnando una libertad filosófica sin trabas de ningún tipo, especialmente de tipo religioso. Es el nacimiento de la Era de la Razón, una razón crítica que se materializará en un tenaz esfuerzo por construir una ética autónoma, sin hipotecas teológicas o dogmáticas, y por analizar rigurosamente la esfera de lo sagrado, cuestionando su papel fundamentador en los campos de la filosofía, la política y los modos de vida de los hombres. Es, en definitiva, la semilla de la que brotará el pensamiento ilustrado francés del siglo XVIII. Suele considerarse a Pierre Charron (1541-1603) como uno de los más destacados escépticos de esa época. Sin embargo -dice José Ferrater Mora (1912-1991) en su "Diccionario de Filosofía"-, el citado adjetivo no es suficiente para caracterizar su pensamiento. Por un lado hay una evolución en el modo de pensar de Charron entre el tratado "Les trois vérités" (Las tres verdades), su obra de 1593 contra los ateos,

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los herejes y los no cristianos, y sus obras posteriores. Por otro lado, el escepticismo de Charron se halla muy matizado no solamente por consideraciones teóricas de índole consoladora, sino también por un temple de ánimo que considera el escepticismo o, mejor, la oposición al fanatismo y al dogmatismo como una defensa contra los sinsabores de la existencia y como un modo de conseguir la paz del ánimo. En la obra citada, Charron proponía cinco pruebas en favor de la existencia de Dios y de la religión verdadera. En las obras posteriores -"Discours chrétiens" (Discursos cristianos) de 1600 y, especialmente, en "De la sagesse" (De la sabiduría) de 1601- el abogado y clérigo francés desconfía, en cambio, de las afirmaciones dogmáticas, incluyendo las teológicas. Esto suscitó una violenta oposición a sus ideas, hasta el punto de que en un resumen posterior las expresó en forma más moderada. Para Charron la verdadera sabiduría se halla en el desapego de lo exterior, entendiendo por sabiduría la consecución de una uniformidad alegre y libre de la existencia que permita vivir sin sentirse aterrado ni por las desgracias del mundo exterior ni por las amenazas del infierno tras la muerte. En el tratado "De la sabiduría", mamotreto con el que obtuvo un gran éxito editorial y que durante años fue objeto de continuas reediciones y fue considerado el gran manifiesto del librepensamiento francés, Charron somete la fe a la razón y niega la espiritualidad del alma con el fin de lograr una moral humanista, terrenal y racional. Sostiene que ninguna de las formas de la religión es inherente al hombre por naturaleza, sino que es un fruto de la educación y del medio. "La ciencia verdadera y el estudio verdadero del hombre, es el hombre -dice-. Es decir, su origen, razón de ser y propósito final está en él y solamente en él; no hay un Dios que lo creó con un propósito específico. Los hombres se hacen por la aventura y el azar". Charron divide a los hombres en septentrionales, medios y meridionales, asignándoles a cada habitante de esos estratos sus respectivas propiedades según su cuerpo, su espíritu, su religión y sus costumbres.

Así como los frutos y animales nacen diversos según las diversas comarcas, así los hombres nacen más o menos belicosos, justos, temperantes, dóciles, religiosos, castos, ingeniosos, buenos, obedientes, hermosos, sanos y fuertes. Por eso, Ciro no quiso conceder a los persas que abandonasen su país, áspero y accidentado, para ir a otro dulce y llano, diciendo que las tierras arcillosas y blandas hacen a los hombres flojos, y las fértiles los espíritus estériles. Según este fundamento, podemos de modo sumario dividir el mundo en tres partes, y a todos los hombres

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en tres maneras de naturaleza; haremos, pues, tres asientos generales del mundo, que son los dos extremos de Mediodía y Norte, y la región intermedia entre ambos. Será cada parte y asiento de sesenta grados; la del Mediodía está sobre el Ecuador, treinta grados acá y treinta acullá, es decir, todo lo que está entre los dos trópicos o poco más, donde están las regiones ardientes y las meridionales, Africa y Etiopía entre oriente y occidente; Arabia, Calicut, las Molucas, las Javas, la Trapobana hacia el oriente; el Perú y grandes mares hacia el occidente. La intermedia es de treinta grados hacia fuera de los trópicos, por un lado y por otro hacia los polos, donde se hallan las regiones medias y temperadas; toda Europa con su mar Mediterráneo entre oriente y occidente; toda Asia, menor o mayor, que está hacia oriente, con China y Japón y América occidental. La tercera es la de los treinta grados más cercanos de los dos polos de cada lado, donde están las regiones frías y glaciales, los pueblos septentrionales, Tartaria, Moscovia, Estotilam y la Magallania, la cual aún no está bien descubierta. Según esta división general del mundo, también son diferentes los naturales de los hombres en todo cuerpo, espíritu, religión, costumbres, como se puede ver en lo que sigue porque los septentrionales son altos y corpulentos, pituitosos, sanguíneos, blancos y rubios, sociables, fuerte la voz, la piel blanda y vellosa, muy comedores y muy bebedores y fuertes. Toscos, pesados, estúpidos, necios, complacientes, ligeros e inconstantes. Poco religiosos y brutos. Guerreros, valientes, indóciles, castos, exentos de celos, crueles e inhumanos. Los medios son mediocres y temperados en todo como neutros, o bien participan un poco de los dos extremos, teniendo más de la región de la cual son más vecinos. Los meridionales son pequeños, melancólicos, fríos y secos, negros, solitarios, cascada la voz, duro el cuero con poco pelo y éste crespo, abstinentes y febles. Ingeniosos, juiciosos, prudentes, finos, obstinados. Supersticiosos, contemplativos. No guerreros, y cobardes, lujuriosos, celosos, crueles e inhumanos. Todas esas diferencias se demuestran fácilmente. En cuanto a las del cuerpo, se conocen al mirar; y si hay algunas excepciones, son raras y vienen de la mezcla de los pueblos, o bien de los vientos, de las aguas y de la situación particular de los lugares, en los cuales una montaña será notable diferencia en el mismo grado, hasta en la misma región o la misma ciudad: los habitantes de la ciudad alta de Atenas eran de otro humor que los del puerto del Pireo, dice Plutarco; una montaña en el lado del septentrión convertiría en meridional el valle que cae hacia el Mediodía, y lo contrario del mismo modo. En lo que toca a las diferencias del espíritu, sabemos que las artes mecánicas y obras de mano son del septentrión, donde son penosas; las ciencias especulativas han venido del sur. César y los antiguos llaman a los egipcios muy ingeniosos y sutiles. Moisés fue instruido en su saber; la filosofía pasó desde allí a Grecia; y la mayoridad comienza en ellos más pronto a causa del espíritu de fineza. Los guardas de los príncipes, incluso de los meridionales, son del septentrión, porque tienen más fuerza, y menos fineza y malicia. Así los meridionales están sujetos a grandes virtudes y grandes vicios, como se dice de Aníbal. Los septentrionales tienen bondad y simplicidad. Las ciencias medias y mixtas, políticas leyes y elocuencia, pertenecen a las naciones medias en las cuales florecieron los grandes imperios y gobiernos. En cuanto al tercer punto, las religiones han venido del mediodía, Egipto, Arabia, Caldea. Hay más superstición en África que en el resto del mundo, como atestiguan los juramentos tan frecuentes, los templos tan magníficos. Los septentrionales, dice César, poco cuidadosos de religión, se ocupan de la guerra y de la caza.

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1762: Jean Jacques Rousseau.

El pensamiento del siglo XVIII, el llamado Siglo de las Luces, estuvo orientado a profundizar el aspecto racional y científico del siglo precedente, aquel siglo XVII signado por el escepticismo que tuvo como objetivo la destrucción definitiva de toda noción metafísica enquistada en la doctrina del conocimiento. La naciente Ilustración -el movimiento cultural europeo que se desarrolló especialmente en Francia e Inglaterra desde principios del siglo XVIII hasta el inicio de la Revolución Francesa- se proponía disipar las tinieblas de la humanidad mediante las luces de la razón, e intentaba expresar acabadamente una época determinada por la Revolución Industrial y por la consolidación de la burguesía en los aparatos del Estado. Una de las personalidades más representativas de la Ilustración fue el filósofo franco-suizo Jean Jacques Rousseau (1712-1778) con sus apasionadas ideas sobre la defensa de la razón y los derechos individuales, aunque algunas de sus obras -"Julie ou la nouvelle Héloïse" (Julia o la nueva Eloísa) y "Les confessions"

(Confesiones), por ejemplo- prefiguraron al posterior Romanticismo de principios del siglo XIX y de alguna manera influyeron también en la evolución de la literatura psicológica, la teoría psicoanalítica y el existencialismo del siglo XX. Aunque esencialmente filósofo político y teórico social, durante muchos años Rousseau se ganó la vida trabajando como profesor y copista de música, y escribió artículos sobre esta materia para la prestigiosa Enciclopedia Francesa. Incluso alcanzó a presentar en la Academia de Ciencias de París un novedoso sistema de notación musical cifrada, compuso varias óperas y publicó en 1767 su "Dictionnaire de Musique" (Diccionario de Música). El ensayo "Du contrat social" (El contrato social), aparecido en 1762, cambió la mirada sobre la política tal y como se la conocía hasta entonces. Rousseau partió del convencimiento de la inadecuación de las relaciones sociales de hecho, y de su necesidad de transformación y cambio. El análisis mítico que hizo del hombre primitivo, permite comprender la estructura íntima y esencial de la especie humana: la libertad. A partir de este descubrimiento, toda sociedad que no tuviese como fundamento de las relaciones entre los individuos el derecho natural, no sólo será injustificable, sino también injusta. La libertad, que funciona como la clave niveladora de los hombres, a la vez que pone al descubierto la azarosa constitución de las sociedades, sienta las bases de las

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organizaciones políticas futuras. Las opiniones poco convencionales del filósofo acerca del poder corruptor de las instituciones sociales sobre la humanidad (fundamentalmente el absolutismo de la Iglesia y el Estado) le acarrearon problemas con las autoridades parisinas y le costaron que la obra fuese proscrita en Francia. Sin embargo, Rousseau tuvo un breve período de celebridad. Un día del verano de 1749 leyó en el periódico "Mercure" la convocatoria a un concurso organizado por la Academia de Dijon sobre el tema: "Si el progreso de las Ciencias y de las Artes ha contribuido a corromper o a depurar las costumbres". La paradoja desarrollada en el trabajo que presentó -"Discours sur les sciences et les arts" (Discurso sobre las ciencias y las artes)- le hizo saltar a la fama. La Academia de Dijon premió su trabajo, el que se publicaría a fines del año siguiente. En 1753 el "Mercure" publicó el nuevo tema del concurso propuesto por la Academia de Dijon: "Cuál es el origen de la desigualdad de los hombres y si se justifica por la ley natural". El resultado fue "Discours sur l'origine et les fondements de l'inégalité parmi les hommes" (Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres) que aparecería en 1755. Cinco años más tarde comenzó a escribir la que sería una de sus obras fundamentales: "Emile, ou De l'éducation" (Emilio, o De la educación), libro en el que plasmó sus ideas acerca de la educación que todo individuo necesitaba recibir para formar ciudadanos de provecho. Rousseau expuso una nueva teoría de la educación, subrayando la importancia de la expresión antes que la represión para que un niño sea equilibrado y librepensador. Con el tiempo, la teoría de la educación de Rousseau llevó a métodos de cuidado infantil más permisivos y de mayor orientación psicológica e influyó en varios pioneros de la educación moderna. Impreso en París en 1762, la condena del Arzobispo de París no tardó en llegar: "Jean Jacques Rousseau es un hombre versado en el lenguaje de la filosofía, sin ser verdaderamente un filósofo; espíritu dotado de una multitud de conocimientos que no lo han iluminado a él y que han entenebrecido a los demás; temperamento dado a las paradojas de opiniones y de conducta, que une la simplicidad de las costumbres con la fastuosidad de pensamiento, el celo por las antiguas máximas con el furor por las novedades, la oscuridad del retiro con el deseo de ser conocido por todos. Se le ha visto lanzar improperios contra las ciencias que él mismo cultivaba, preconizar la excelencia del Evangelio cuyos dogmas destruía, pintar la belleza de las virtudes que arrancaba del alma de sus lectores. Se ha hecho preceptor del género humano para engañarlo, monitor público para extraviar a todos, oráculo del siglo para acabar de perderlo". El tratado fue denunciado ante el Parlamento, el que mandó quemar la obra y dictó la orden de prisión en contra del autor. Rousseau debió marchar al destierro.

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Los antiguos viajaban poco, leían poco, escribían pocos libros; y sin embargo se ve, en los que nos quedan de ellos, que se observaban mejor unos a otros que como nosotros observamos a nuestros contemporáneos. Sin remontar a los escritos de Homero, el único poeta que nos transporta a los países que describe, no se puede negar a Herodoto el honor de haber pintado las costumbres en su 'Historia', aunque sea más en narraciones que en reflexiones, mejor que lo hacen todos nuestros historiadores cargando sus libros de retratos y de caracteres. Tácito ha descrito mejor a los germanos de su tiempo que ningún escritor ha descrito a los alemanes de hoy. Incontestablemente, los que son versados en historia antigua conocen mejor a los griegos, a los cartagineses, a los romanos, a los galos, a los persas, que ningún pueblo de nuestros días conoce a sus vecinos. Es preciso confesar también que los caracteres originales de los pueblos, borrándose de día en día, llegan a ser por la misma razón difíciles de interpretar. A medida que las razas se mezclan, y que los pueblos se confunden, se ve poco a poco desaparecer esas diferencias nacionales que antaño sorprendían a la primera ojeada. Antiguamente cada Nación permanecía más encerrada en sí misma; había menos comunicaciones, menos viajes, menos intereses comunes o contrarios, menos relaciones políticas y civiles de pueblo a pueblo, no tantos de esos enredos reales llamados negociaciones, nada de embajadores ordinarios o permanentes; las grandes navegaciones eran raras; había poco comercio alejado, y el poco que había era hecho por el príncipe mismo, que se servía para ello de extranjeros, o por gentes menospreciadas que no daban el tono a nadie y no aproximaban en modo alguno las naciones. Hay cien veces más relaciones ahora entre Europa y Asia que había antiguamente entre la Galia y España. Europa sola estaba más dispersa que la tierra entera lo está hoy. Añádase a esto que los antiguos pueblos, considerándose la mayor parte como autóctonos u originarios de su propio país, lo ocupaban desde bastante largo tiempo para haber perdido la memoria de los siglos remotos en que sus antepasados se habían establecido en él, y para haber dejado tiempo al clima de producir sobre ellos impresiones duraderas; mientras que, entre nosotros, después de las invasiones de los romanos, las recientes emigraciones de los bárbaros lo han mezclado todo, lo han confundido todo. Los franceses de hoy no son ya los altos cuerpos rubios y blancos de otro tiempo; los griegos no son ya los bellos hombres hechos para servir de modelos al arte; la figura de los romanos mismos ha cambiado de carácter, así como su natural; los persas, originarios de Tartaria,

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pierden diariamente su fealdad primitiva por la mezcla de la sangre circasiana; los europeos no son ya galos, germanos, íberos, allobroges; no son todos sino escitas diversamente degenerados en cuanto a la figura, aún más en cuanto a las costumbres.

1817: Georg W.F. Hegel.

Aunque situado en la confluencia de las corrientes del idealismo y del romanticismo, al filósofo alemán Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831) se le considera el máximo representante del idealismo y uno de los teóricos más influyentes en el pensamiento universal desde el siglo XIX. Para el autor de "Phänomenologie des geistes" (Fenomenología del espíritu) la historia es un camino hacia la libertad. La historia tiene un sentido y una finalidad inmanente al espíritu, su verdadero sujeto. Un orden social estará a la altura de su tiempo si es un paso hacia la libertad; si no es así, es un anacronismo, un obstáculo contingente. Por lo tanto -dice el catedrático de Filosofía Política en la Universidad de Barcelona José Manuel Bermudo (1943) en su "Hegel, una filosofía de la totalidad"-, el mundo es su historia y la historia del mundo es el movimiento del espíritu hacia la libertad, desde su unidad indiferenciada a su diferenciación en la unidad, de su ser "en sí" a su ser "en sí y para sí". En el mundo griego el espíritu logró su libertad respecto de la naturaleza y comenzó entonces su historia propiamente dicha. Muchos pueblos han hecho avanzar este concepto en algún aspecto: el mundo germánico, por ejemplo, a partir de la Reforma Protestante avanzó rápidamente al imponer la razón en las ciencias, el derecho y las costumbres por sobre la tiranía de la Iglesia Católica y sus ideas medievales. Animado por su padre para que se hiciera pastor protestante, en 1788 Hegel ingresó en el seminario de la Universidad de Tubinga, donde entabló amistad con poetas y filósofos de filiación romántica, compartiendo con ellos su entusiasmo por la Revolución Francesa y la antigüedad clásica. Pero, luego de completar un curso de Filosofía y Teología, decidió abandonar la carrera religiosa y, tras trabajar como preceptor en Berna y en Frankfurt, se trasladó a la Universidad de Jena, donde

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estudió, escribió y logró un puesto como profesor. Más adelante trabajó como redactor en el periódico "Bamberger Zeitung" de Baviera y, antes de acceder a la cátedra de Filosofía en la Universidad de Heidelberg, publicó en Nüremberg uno de sus más afamados escritos, "Wissenschaft der Logik" (Ciencia de la Lógica). Poco después, publicó de forma sistemática sus pensamientos filosóficos en su monumental obra "Enzyklopaedie der philosophischen wissenschaften" (Enciclopedia de las ciencias filosóficas), obra que recoge la síntesis ordenada, completa y sistemática de su filosofía, examinando desde la antropología, la mecánica y la física, hasta el derecho, la moral y la ética, pasando por el arte y la religión. Cuando Hegel murió era el filósofo alemán más importante. Sus ideas estaban muy difundidas y gozaban de gran prestigio intelectual, pero no por ello dejaron de suscitar grandes debates que tuvieron como consecuencia la formación de varias tendencias dentro del hegelianismo. A partir de su idea de que la historia se rige por un proceso dialéctico, algunos pensadores posteriores sustituyeron su idealismo por el materialismo; otros evolucionaron hacia el ateísmo y, en el plano político, adoptaron posturas revolucionarias. También hubo quienes adscritos en los primeros tiempos a la ortodoxia hegeliana, se fueron radicalizando paulatinamente inclinándose unos por el panteísmo naturalista y otros por la crítica de los dogmas religiosos. De todas maneras, la influencia de su pensamiento se extendió a otros países. En Francia, por ejemplo, desembocó en el eclecticismo; en Italia derivó hacia el positivismo, y en Inglaterra se asimiló al idealismo y al individualismo romántico. Durante el siglo XX el pensamiento de Hegel se reavivó en países como Estados Unidos, Rusia, Suecia y Holanda; no así en España, donde el hegelianismo ejerció menos influencia. En su "Enciclopedia de las ciencias filosóficas", Hegel escribe: "La Fisiología diferencia en primer término las razas caucásica, etiópica y mongólica, a las que se agregan aún las razas malaya y americana". Para su caracterización de las razas suscribe al sistema ideado por el antropólogo alemán Johann Friedrich Blumenbach (1752-1840) -la antropología física- el que recurre a métodos anatómicos de medición del cráneo para su clasificación. A pesar de que incluye razas diferentes como parte de la construcción de lo absoluto, puntualiza que "esta diferencia exterior, como identidad de lo referido, es igualdad; como no identidad es desigualdad". Para Hegel las esencias raciales residen en la mente o el espíritu, y son educables y no invariables. Su concepción es etnocéntrica como la de todos los pensadores europeos de su época, pero admite que no se trata de absorber otras culturas dentro de un universal abstracto, es decir, se compromete con la heterogeneidad y no se centra en la pureza racial. El espíritu del mundo no pertenece a ninguna nación individual.

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En lo relativo a las diferencias de las razas humanas, debería, ante todo, declararse que la cuestión puramente histórica de si todas las razas proceden de una sola pareja o de varias, no interesa de ninguna manera a la filosofía. Se ha concedido importancia a esta cuestión porque, haciendo derivar las razas humanas de muchas parejas, se puede explicar la superioridad de una especie sobre otra, y hasta se ha creído poder demostrar también que los hombres, en sus aptitudes espirituales, son desiguales por naturaleza, de tal forma que entre ellos hay, como entre los animales, quienes han nacido sólo para obedecer. Pero la descendencia no podría suministrar ningún argumento para demostrar que los hombres están hechos o no están hechos para la libertad o para el dominio. El hombre es, virtualmente, razonable; y aquí es donde reside la posibilidad de la igualdad de derechos de todos los hombres y donde se demuestra también el absurdo de una división absoluta de las especies humanas en especies que tienen derechos y especies que no los tienen. La diferencia de las razas es todavía una diferencia natural, una diferencia, queremos decir, que se relaciona al principio con el alma natural. Como tal, ésta está en relación con las diferencias geográficas de la comarca en donde los hombres se reúnen en grandes masas; esas diferencias de comarcas son lo que llamamos partes del mundo. En estas divisiones de la individualidad de la tierra domina una necesidad, cuya explicación más detallada pertenece a la geografía. Después de haber tratado de señalar que la diferencia de las diversas partes del globo no es accidental sino necesaria, vamos a determinar las diferencias físicas y espirituales de las diversas razas humanas, que se ligan con las primeras. En lo relativo a las diferencias físicas, la Fisiología distingue las razas caucásica, etiópica y mongólica, a las que se unen las razas malásica y americana, que forman más bien un agregado de elementos diversos que una raza. La diferencia física de todas estas razas aparece, sobre todo, en la conformación del cráneo y del rostro. Se determina la forma del cráneo por dos líneas, una horizontal y otra vertical: la primera va de la extremidad exterior de la oreja a la raíz de la nariz y la segunda del frontal a la mandíbula superior. La cabeza del animal se distingue de la del hombre en el ángulo formado por estas dos líneas, pues este ángulo es, en los animales, más agudo. Otra determinación importante para la distinción de las razas y que pertenece a Blumenbach, es la prominencia más o menos acentuada de los huesos maxilares. La curvatura y la amplitud de la frente también desempeñan aquí su papel. En la raza caucásica el ángulo facial es casi recto, especialmente entre los italianos,

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los georgianos y los circasianos. En esta raza, la parte superior del cráneo es redonda, la frente ligeramente convexa, los huesos maxilares están como replegados en la parte interior, los dientes incisivos caen como perpendicularmente de la mandíbula, el color principal es el blanco, con las mejillas rosadas, y el cabello es largo y flexible. Los rasgos característicos de la raza mogólica son: la prominencia del hueso maxilar, los ojos poco profundos y sin redondez, la nariz aplastada, la piel amarillenta y el cabello corto, áspero y negro. Las razas malásica y americana ofrecen caracteres físicos menos distintamente acentuados que las razas descritas anteriormente. Los malasios tienen la piel morena y los americanos la piel cobriza. En cuanto a la relación espiritual, estas razas se distinguen de la manera siguiente: se debe representar a los negros como una nación de niños que no sale de su estado de simplicidad. Por el contrario, los mongoles se destacan de ese estado de simplicidad infantil; su rasgo característico es una movilidad inquieta que no llega a ningún resultado definitivo, que les impulsa a esparcirse como bandadas de langostas en las otras comarcas, pero les obliga a recaer en seguida en ese estado de indiferencia, vacío de pensamiento y de reposo estúpido que había precedido a la explosión. Por esto nos presentan la oposición de lo sublime y lo gigantesco por una parte y del pedantismo más minucioso por otra. En la raza caucásica es en donde el espíritu se eleva a su unidad absoluta. Aquí es en donde entra en una oposición completa con la naturaleza, donde se toma en su absoluta independencia y se arranca de este estado de oscilación entre dos extremos. Se desenvuelve y se determina a sí mismo, engendrando así la historia del mundo.

1839: Samuel G. Morton.

El interés por la taxonomía (del griego "taxis", ordenamiento; "nomos", regla) -esto es, la ciencia de ordenar y clasificar sistemática y jerarquizadamente los organismos vivos según sus características físicas compartidas- se remonta en Europa al año 1583, cuando el botánico italiano Andrea Cesalpino (1519-1603) propuso una clasificación científica de los vegetales, basada esencialmente en las características

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de sus frutos y semillas. Pero fue en el siglo XVIII que la taxonomía cobró estatura científica gracias al botánico y zoólogo sueco Carl von Linneo (1707-1778), autor de "Systema naturae. Per regna tria naturae, secundum classes, ordines, genera, species, cum characteribus, differentiis, synonymis, locis" (Sistema natural. En tres reinos de la naturaleza, según clases, órdenes, géneros y especies, con características, diferencias, sinónimos, lugares), obra en la que creó un sistema de clasificación natural de los seres vivos ordenados en reino, clase, orden, familia, género y especie. A partir de allí, los afanes clasificatorios de los naturalistas del siglo XVIII aplicados al género humano tuvieron considerables consecuencias, ya que surgieron los primeros intentos de clasificar al ser humano según sus diferencias físicas siguiendo el principio linneano de especie. De esta manera, se utilizó el concepto de raza considerada como una subdivisión de la especie humana basada en criterios biológicos. Fue así que empezó a prestarse una atención cada vez mayor a la antropometría (del griego "anthropos", hombre; "metron", medida), especialmente a la craneometría (medición cefálica), mediante la cual los antropólogos pretendían estudiar los componentes innatos de la conducta. En ese contexto, el fisiólogo alemán Franz Joseph Gall (1758-1828) fundó en 1825 la craneología o frenología, doctrina según la cual la mente humana constaba de una serie de facultades diferentes, cuya fuerza o debilidad podía detectarse midiendo las distintas regiones del cráneo. La antropología encontró en ello, a principios del siglo XIX, un argumento biologista para las teorías racistas, que culminó en 1842 con el establecimiento del índice cefálico por el entomólogo sueco Anders Retzius (1796-1860), un índice que se podía obtener con considerable precisión y que se convirtió en el elemento clave de la antropometría durante el resto del siglo. Aunque Gall no aplicó la frenología para demostrar diferencias raciales, sus seguidores sí la utilizaron para este fin, entre ellos los médicos ingleses William Lawrence (1783-1867) y W.F. Edwards (1796-1851), y el abogado y ensayista escocés George Combe (1788-1858). Este último fue el autor de "The constitution of man" (La constitución del hombre), una obra que animó a Samuel Morton a empezar su impresionante colección de cráneos por la que se haría famoso. El médico norteamericano Samuel George Morton (1799-1851), profesor de Anatomía y creador de la American School -institución dedicada a la antropología- sostenía que cada raza tenía una filogenia (del griego "philon", tribu, raza; "gen", producir, generar; "ía", acción, cualidad) separada y específica que se remontaba a varios miles de años, intentando evadir, en un primer momento, la cuestión del origen bíbilico del hombre para evitar un conflicto con los dogmas teológicos. Basó su postura en mediciones hechas a su colección de cráneos humanos entre los cuales contaba con especímenes caucásicos, malayos, americanos y etíopes. Considerado el padre del racismo científico -una doctrina que encontró en Estados Unidos un caldo de cultivo más que apropiado-, Morton estimaba que se podía determinar la capacidad intelectual de una raza según el tamaño del cráneo: un cráneo grande implicaba un cerebro grande y destacadas capacidades intelectuales, todo lo contrario que uno pequeño. Sus observaciones fueron volcadas en "An illustrated system of human anatomy" (Sistema ilustrado de anatomía humana" y, sobre todo, en "Crania americana. A comparative view of the skulls of various aboriginal nations of North and South America" (Crania americana. Una visión comparada de los cráneos de varias naciones aborígenes de América del Norte y del Sur) y "Crania aegyptiaca. Observations on egyptian ethnography, derived from anatomy, history, and the monuments" (Crania egipcia. Observaciones sobre la etnografía de Egipto, derivadas de la anatomía, la historia y los monumentos), obras todas ellas que gozaron de gran prestigio al momento de su publicación. Morton dividió a la

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humanidad en cuatro razas principales: caucásica (europeos), mongólica (asiáticos), negra (africanos) e indígena (americanos), las que definió jerárquicamente a partir de su capacidad craneal, siendo la caucásica la que encabeza el orden y la negra la que está al final.

La raza caucásica se caracteriza por una piel naturalmente hermosa, susceptible de todos los matices. Cabello fino, largo y rizado, y de varios colores. Cráneo grande y ovalado, y su porción anterior completa y elevada. La cara es pequeña en proporción a la cabeza, de forma oval, con características bien proporcionadas. Esta raza se distingue por la facilidad con la que alcanza las más altas dotes intelectuales. La fertilidad espontánea del caucásico ha hecho multiplicar a muchas naciones, y la ampliación de sus migraciones en todas las direcciones han poblado las mejores partes de la Tierra, y dio a luz a sus más bellos habitantes. Los asiáticos, esta gran división de la especie humana, se caracterizan por una piel de color amarillento o verde oliva, que parece estar dibujado con fuerza sobre los huesos de la cara. De largo cabello lacio negro y barba rala, la nariz es ancha y corta, los ojos son pequeños, negros y en posición oblicua, y las cejas son arqueadas y lineales. Los labios se convierten, los pómulos son anchos y planos. En su carácter intelectual los mongoles son ingeniosos, imitativos, y muy susceptibles de aprendizaje. Pero los chinos, tan versátiles en sus sentimientos y acciones, por sus actos tan veleidosos han sido comparados con la raza de los monos, cuya atención salta permanentemente de un objeto a otro. La raza americana se caracteriza por una tez morena, pelo largo, negro, lacio, barba deficiente y escasa pilosidad corporal. Ojos negros y profundos, frente baja, pómulos altos, nariz grande y aguileña, boca grande, labios hinchados y comprimidos. En su carácter mental, los indígenas americanos se oponen al cultivo y su temperamento es adverso a la incorporación de conocimientos. Vengativos, inquietos y amantes de la guerra, desprecian las aventuras marítimas. Son astutos, sensuales, ingratos, obstinados e insensibles, y gran parte de su afecto por sus hijos puede deberse a motivos puramente egoístas. Devoran los más repugnantes alimentos, crudos y sin limpiar, y no parecen pensar en otra cosa que en la satisfacción de las necesidades del momento. Sus facultades mentales, desde la infancia hasta la vejez, no maduran. Los indios no sólo son contrarios a las restricciones de la educación, en su mayor parte son incapaces de desarrollar un proceso de razonamiento sobre temas abstractos. Quizá no exista ninguna nación

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que los iguale en voracidad, egoísmo e ingratitud. Son una simple horda de rapaces bandidos. Su estructura mental resulta ser diferente de la del hombre blanco, y sólo en la escala más limitada puede existir armonía en las relaciones, sociales entre uno y otro. Los espíritus benevolentes pueden lamentar la incapacidad del indio para la civilización, pero el sentimentalismo debe rendirse a la evidencia; aunque, sin duda, bajo la influencia de un gobierno justo, sus intuiciones morales adoptarían un aspecto mucho más estimable. Los africanos se caracterizan por su piel negra, pelo negro lanoso, ojos grandes y prominentes, nariz ancha y plana, anchos de espesor los labios y la boca ancha. Tienen la cabeza larga y estrecha, frente baja, pómulos prominentes, mandíbulas salientes. La disposición es que el negro es alegre, flexible e indolente; mientras que los de muchas naciones que componen esta raza presentan una diversidad singular de carácter intelectual, de los cuales la extrema medida es el grado más bajo de la humanidad. El carácter moral e intelectual de los africanos es muy diferente en las distintas naciones. Los hotentotes, por ejemplo, son la aproximación más cercana a los animales inferiores. Su tez es de un color pardo amarillento, y los viajeros la han comparado con el tono peculiar que adquiere la piel de los europeos en la última fase de la ictericia. Se dice que la apariencia de las mujeres es aún más repulsiva que la de los hombres. Los negros son proverbialmente cariñosos en sus diversiones, en las que participan con gran exuberancia del espíritu; un día de trabajo de ellos no es impedimento para una noche de diversión. Al igual que las naciones bárbaras, son con frecuencia caracterizados por la superstición y la crueldad, y parecen ser aficionados a las empresas bélicas ya que no son deficientes en valor personal. Pero, una vez superadas éstas, se dejan llevar por su destino y se acomodan con asombrosa facilidad a cualquier cambio de las circunstancias. Los negros tienen poca habilidad para inventar pero gran capacidad de imitación, de modo que adquieren fácilmente artes mecánicas. Tienen un gran talento para la música y todos sus sentidos externos son muy agudos.

1845: Alexander von Humboldt.

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El mismo año en que Charles Darwin (1809-1882) publicaba su innovador "On the origin of species by means of natural selection, or the preservation of favoured races in the struggle for life" (El origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida) fallecía en Berlín el naturalista y explorador alemán Alexander von Humboldt (1769-1859), un prominente intelectual apasionado por la botánica, la geología y la mineralogía que alcanzó gran reconocimiento en su época por sus notables aportes en la descripción de nuevas especies, por sus investigaciones geológicas y, sobre todo, por haber elevado al rango de ciencia a la Geografía. Interpretó a ésta como una ciencia sintética, que trabaja con relaciones entre los diversos fenómenos que se expresan en la superficie terrestre con el objeto de establecer leyes. Humboldt, exponente de una época de transición, conjugó en forma compleja y a veces contradictoria perspectivas científicas de corte positivista con filosofías de corte idealista y racionalista. Sensible a la libertad de pensamiento, la fe en la razón y la idea de progreso, en él subyace una concepción totalizadora y armónica de la naturaleza. Al igual que Darwin haría treinta años más tarde, Humboldt realizó viajes de exploración científica por buena parte del mundo. El resultado de ese periplo fue el acopio de ingentes cantidades de datos sobre el clima, la flora y la fauna de las regiones que recorrió -América, Europa, Asia-, así como la medición de longitudes y latitudes, medidas del campo magnético terrestre y unas completas estadísticas de las condiciones sociales y económicas de las distintas sociedades que visitó. De entre los hallazgos científicos derivados de sus expediciones, cabe citar el estudio de la corriente oceánica de la costa oeste de Sudamérica, un novedoso sistema de representación climatológica en forma de isobaras e isotermas, los estudios comparativos entre condiciones climáticas y ecológicas geográficamente distantes, la elaboración de la primera representación gráfica de la medición transversal de altitudes para grandes masas de tierra, el descubrimiento del ecuador magnético, y sus conclusiones sobre el vulcanismo y su relación con la evolución de la corteza terrestre. Como producto de su gran cosecha científica, la Alemania de mediados del siglo XIX se convirtió en el país donde más estudios biológicos se realizaban. Humboldt abrió también líneas culturales e históricas de investigación. Sacudió a Europa al asegurar que las civilizaciones precolombinas -los "pueblos primitivos", como se los llamaba allí- habían sido civilizaciones avanzadas, y teorizó sobre los contactos transoceánicos de diversos pueblos, en particular entre Asia y América, en épocas pretéritas. A partir de este tipo de "observaciones pensantes" -como él las llamaba- desarrolló uno de sus más grandes descubrimientos: el reconocimiento de que las características similares de los estratos geológicos, en cualquier parte del mundo que se les encuentre, provenían todas de un mismo proceso formativo y compartían rasgos comunes. La visión que tenía Humboldt de la naturaleza era la de un organismo vivo, en constante movimiento y en una interacción continua de fuerzas. "Kosmos. Entwurf einer physischen Weltbeschreibung" (Cosmos. Ensayo de una descripción física del Universo), su obra cumbre, representa una síntesis filosófica de todos los conocimientos de su tiempo. Programada en cinco volúmenes, alcanzó a publicar en vida cuatro de ellos, mientras que el último, inconcluso, se publicó póstumamente. Allí escribió: "La naturaleza considerada de manera racional, es decir, sometida al proceso del pensamiento, es una unidad en la diversidad de los fenómenos; una armonía que reúne a todas las cosas creadas, no importa que tan distintas en forma y atributos sean; un gran todo animado por el aliento de la vida. El resultado más importante de una investigación racional de la naturaleza es, por tanto, el establecer la unidad y armonía de esta estupenda masa de fuerza y materia". Y en otro párrafo: "Al sostener que la raza humana es una, nos

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oponemos al desagradable supuesto de que hay razas superiores e inferiores. Algunos pueblos tienen mayor acceso a la educación y al ennoblecimiento cultural que otros, pero no hay razas inferiores. Todas están predestinadas por igual a alcanzar la libertad".

En tanto que nos atuvimos a los extremos en las variaciones del color y del rostro, y que nos dejamos influir por la vivacidad de las primeras impresiones, fuimos llevados a considerar las razas no como simples variedades sino como troncos humanos, originariamente distintos. La permanencia de ciertos tipos, a pesar de las influencias más contrarias de las causas exteriores, sobre todo del clima, parecía favorecer esa manera de ver, por muy cortos que sean los períodos de tiempo cuyo conocimiento histórico nos ha llegado. Pero, en mi opinión, razones más poderosas militan en favor de la unidad de la especie humana, a saber, las numerosas gradaciones del color de la piel y de la estructura del cráneo, que los progresos rápidos de la ciencia geográfica han hecho conocer en los tiempos modernos; la analogía que siguen, alterándose, otras clases de animales, tanto salvajes como domésticos; las observaciones positivas que se han recogido sobre los límites prescritos a la fecundidad de los mestizos. La mayor parte de los contrastes que tanto sorprendían en otro tiempo se han desvanecido ante el trabajo penetrante de Dietrich Tiedemann sobre el cerebro de los negros y de los europeos, ante las investigaciones anatómicas de Willem Vrolik y de Martin Weber sobre la configuración de la pelvis. Si se observa en su generalidad a las naciones africanas de color obscuro, sobre las cuales la obra capital de James Prichard ha derramado tanta luz, y se comparan con las tribus del archipiélago de las Indias y de las islas de la Australia occidental, con los papúes y alfurúes (harafures, endomenes), se descubre claramente que el tinte negro de la piel, los cabellos ensortijados y los rasgos de la fisonomía negra están lejos de hallarse siempre asociados. En tanto que una escasa parte de la tierra estaba descubierta para los pueblos de Occidente, dominaron entre ellos puntos de vista exclusivos. El calor abrasador de los trópicos y el color negro de la tez parecían inseparables. "Los etíopes -cantaba el antiguo poeta trágico Teodectes de Faselis- deben al dios sol, que se acerca a ellos en su carrera, el sombrío brillo del hollín que colorea sus cuerpos". Fueron menester las conquistas de Alejandro, que despertaron tantas ideas de geografía física, para provocar el debate relativo a esa problemática influencia de los climas sobre las razas de hombres. "Las familias de los animales y de las plantas -dice uno de los

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más grandes anatomistas de nuestra edad, Johannes Müller, en su 'Fisiología del hombre'- se modifican durante su propagación sobre la superficie de la tierra, entre los límites que determinan las especies y los géneros. Esas familias se perpetúan orgánicamente como tipos de la variación de las especies. Del concurso de diferentes causas, de diferentes condiciones, tanto interiores como exteriores, se han originado las razas presentes de los animales; y sus variedades más sorprendentes se encuentran en los que comparten la facultad de aumento más considerable sobre la tierra. Las razas humanas son las formas de una especie única, que se acoplan permaneciendo fecundas, y se perpetúan por la generación. No son las especies de un género, porque si lo fueran, al cruzarse se volverían estériles. Saber si las razas de hombres existentes descienden de uno o de varios hombres primitivos, es cosa que no se podría descubrir por la experiencia".

1851: Arthur Schopenhauer.

A comienzos del siglo XIX el idealismo filosófico rebosaba un optimismo que lo esperaba todo de la ciencia, de la historia y del Estado. Mientras el socialismo perseguía una práctica científica y Occidente se arrojaba complacido en brazos del progreso y de la Revolución Industrial, Arthur Schopenhauer (1778-1860) elaboraba una filosofía que hablaba de la insignificancia del mundo, de la desgracia, la angustia, el pesimismo, el aburrimiento, la desesperación y, finalmente, de la nada. A los ojos de Schopenhauer, el curso de la historia no era sino una representación -siempre idéntica a sí misma y siempre dolorosa- de la voluntad de vivir, que hacía que "la vida oscile como un péndulo de derecha a izquierda, del sufrimiento al tedio". El carácter personal de la filosofía de Schopenhauer, y sobre todo su opo-sición al hegelianismo entonces triunfante, hizo que sus ideas no encontraran reso-nancia en la coyuntura histórica sino al cabo de una larga época de fracaso. Publicada en 1819, "Die welt als wille und vorstellung" (El mundo como voluntad y representación), una de sus obras capitales, cayó casi en el vacío: resultó un fracaso económico y no suscitó ningún eco. Pero con "Parerga und paralipomena. Kleine philosophische schriften" (Parerga y paralipómena. Escritos filosóficos

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menores) de 1851, halló el éxito y la fama, no sólo por el admirable estilo de sus fragmentos aforísticos sino también -y en especial- por sus aspectos éticos y estéticos. Schopenhauer rechazaba allí el método y el contenido de la filosofía romántica sin dejar de oponerse simultáneamente al racionalismo entendido en el sentido de la Ilustración. En 1848 una oleada revolucionaria convulsionaba a buena parte de Europa con la intención de acabar con el absolutismo y el autoritarismo de las monarquías. Du-rante las jornadas revolucionarias llevadas a cabo en Frankfurt, ciudad en la que se había radicado en 1831, Schopenhauer adoptó una actitud contrarrevolucionaria militante colaborando activamente con los gendarmes que reprimían a los rebeldes al invitarlos a subir a su piso para que pudieran disparar desde la ventana de su salón e incluso indicándoles dónde se escondían y contra qué blanco debían apuntar. Después de las refriegas, la burguesía, triunfante -pero consciente de la infinita complejidad de los conflictos que tenía por delante-, experimentó un notorio cambio de ánimo. Cundió el pesimismo y el escepticismo. En filosofía se puso de moda el irracionalismo, el voluntarismo y el pesimismo, doctrinas en las que las ideas de Schopenhauer se ensamblaron cabalmente. Tras el fracaso de la revolución, muchos prestaron atención a una filosofía que subrayaba el mal en el mundo y la vanidad de la vida, y que predicaba una actitud ascética y nihilista. De pronto, Schopenhauer obtuvo un extraño privilegio: el de encabezar el pensamiento reaccionario y el nacionalismo germánico. Schopenhauer representó entonces el irracionalismo, en el sentido de que el mundo no era para él sino la representación de una inmensa, feroz y ciega voluntad. La idea de la Historia como representación de la humanidad en un progreso permanente hacia su reconciliación en una sociedad racional, tuvo en el autor de "Eudämonologie" (Eudemonología) su primera negación de este esquema conceptual fundamental y, por lo tanto, un viraje decisivo en el pensamiento occidental. No hay progreso -afirma Schopenhauer-, es decir, no hay historia: por el contrario, la existencia humana en el mundo es siempre idéntica, una misma representación, aunque los personajes y sus vestimentas cambien, la misma miseria y dolor, la misma tragicomedia. De esta manera, Schopenhauer rompió con la tradición filosófica que había arrancado en el Renacimiento y que postulaba, sin discusión alguna, la armonía de la existencia. Al criticar este postulado intocable, Schopenhauer dio paso a una evolución filosófica totalmente opuesta, que ya no se reclamaba heredera ni del racionalismo del siglo XVII, ni de la Ilustración, ni de la filosofía hegeliana del Idealismo alemán. Schopenhauer conoció la fama en los últimos diez años de su vida. "Ha empezado a leérseme -escribió- y ya no se dejará de hacerlo... Se les ha agotado el recurso, habiéndoseles delatado el secreto; el público me ha descubierto. Grande es, pero impotente, el resquemor de los profesores de filosofía, pues una vez agotado aquel recurso, único, eficaz y con éxito aplicado por tanto tiempo, no hay ya ladridos que puedan impedir la eficacia de mi palabra, siendo en vano que digan esto el uno y el otro aquello. Harto han hecho con lograr que se haya ido a la tumba la generación contemporánea de mi filosofía, sin enterarse de ésta. No era, sin embargo, más que una dilación; el tiempo ha cumplido, como siempre, su palabra". Schopenhauer escribió sobre las razas humanas en uno de los capítulos de la segunda parte de "Parerga y paralipómena", el titulado "Philosophie und wissenschaft der natur" (Filosofía y ciencia de la naturaleza).

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La raza humana ha tomado origen muy verosímilmente sólo en tres lugares. No poseemos, en efecto, sino tres tipos claramente diferenciados que indiquen razas originales: los tipos caucásico, mongólico y etíope. Y ese origen no ha podido efectuarse sino en el mundo antiguo. Porque en Australia la naturaleza no ha podido producir ningún mono, y en América ha producido los monos de cola larga pero no las razas de monos de cola corta, con mayor razón las razas superiores sin cola que ocupan el primer puesto detrás del hombre. "Natura non facit saltus" (la naturaleza no actúa a los saltos). Luego, el origen del hombre no ha podido tener lugar sino en los trópicos, porque, en las otras zonas, habría perecido desde el primer invierno. Aunque no privado de cuidados maternales, hubiera crecido sin enseñanzas y no habría heredado conocimientos de ningún antepasado. El crío de la naturaleza debía pues, desde luego, reposar sobre su seno generoso antes de que ella pudiera lanzarle al áspero mundo. En las zonas cálidas, el hombre es negro o cuando menos moreno oscuro. Ahí está, pues, sin distinción de raza, el verdadero color natural y particular de la raza humana, y no ha habido jamás raza naturalmente blanca. Hablar de tal raza y dividir puerilmente a los hombres en raza blanca, amarilla y negra, como hacen aún todos los libros, es demostrar una gran pobreza de espíritu y falta de reflexión. Ya en los "Suplementos" a "El mundo como voluntad y representación" (cap. XLIV) he estudiado rápidamente el asunto y emitido la opinión de que jamás un hombre blanco ha salido originariamente del seno de la naturaleza. En los trópicos solamente el hombre está en su casa, y allí es en todas partes negro o moreno oscuro; no hay excepciones sino en América, porque esta parte del mundo ha sido poblada en su mayor parte por naciones ya descoloridas, principalmente por chinos. Entretanto, los salvajes de los bosques brasileños son, sin embargo, moreno oscuro. Sólo cuando el hombre se ha perpetuado largo tiempo fuera de su patria natural, situada en los trópicos, y cuando, a consecuencia de ese desarrollo, su raza se ha extendido hasta las zonas más frías, su piel llega a ser clara y finalmente blanca. Así pues, sólo la influencia climática de las zonas moderadas y frías ha dado poco a poco a la raza humana europea el color blanco. Con qué lentitud lo vemos por los gitanos, tribu indostánica que, desde el principio del siglo XV, lleva en Europa una vida nómada, y cuyo color conserva aún poco más o menos el término medio entre el de los indostánicos y el nuestro. Sucede lo mismo con las familias negras esclavas, que desde hace trescientos años se perpetúan en América, y cuya piel no ha llegado a ser sino un poco más clara; es cierto que eso proviene de que se

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mezclan de vez en cuando con recién llegados de un color negro de ébano, fenómeno que no acontece entre los gitanos. La causa física inmediata de esta decoloración del hombre desterrado de su patria natural la imputo al hecho de que, en el clima cálido, la luz y el calor producen sobre la capa de Malpighi de la piel una lenta pero constante desoxidación del ácido carbónico que, en nosotros, se derrama por los poros sin descomponerse; deja después bastante carbono para el tinte de la piel. El olor específico de los negros está verosímilmente en relación con este hecho. Si en las poblaciones blancas las clases inferiores sometidas a un penoso trabajo son de ordinario de un tinte más oscuro que las clases elevadas, ello proviene de que sudan más, lo cual obra, en un grado mucho más débil, de manera análoga al clima cálido. Que el color blanco del rostro indica una degeneración y no es natural lo prueban el disgusto y la repulsión sentidos por algunos pueblos del interior de Africa cuando lo ven por primera vez: les parece como una marchitez mórbida. Unas jóvenes negras africanas, que habían acogido muy amistosamente a un viajero, le ofrecían leche cantando esto: "¡Pobre extranjero, cuánto nos apena que seas blanco!". Se lee en una nota del "Don Juan" de lord Byron (canto XII, estrofa 7): "El doctor Denham dice que al regreso de sus viajes por África, cuando volvió a ver por primera vez las mujeres de Europa, le hicieron el efecto de tener rostros anormalmente enfermizos". Entretanto, los etnógrafos continúan hablando tranquilamente como su predecesor Buffon (véase P. Flourens, "Historia de los trabajos y las ideas de Buffon") de las razas blanca, amarilla, roja y negra, tomando ante todo el color por base de sus divisiones mientras que, en realidad, éste nada tiene de esencial y su diferencia no tiene otro origen que el alejamiento más o menos grande, más o menos reciente también, de una tribu de la zona tórrida, la única, en efecto, en que la raza humana sea indígena; mientras que, fuera de ella, esta raza no puede subsistir sino con ayuda de cuidados artificiales, pasando el invierno en invernaderos como las plantas exóticas, lo que acarrea poco a poco su degeneración, en primer lugar en cuanto al color.

1853: Joseph Arthur de Gobineau.

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La faena de la filosofía de la historia en el siglo XIX excedió la fijación material del proceso histórico basada en factores económicos para plantearse también el interrogante acerca de los portadores y sujetos peculiares de la historia: la vida del hombre individual en su honda raigambre natural fue examinada a la luz de su penetración mutua por fuerzas tanto espirituales como naturales. Partiendo de una concepción empírica de la historia, se desarrollaron nuevas caracterizaciones y nuevos estudios sobre cuestiones como pueblo y raza en relación a su significación ontológica para la historia, sea ésta política o cultural. Quien sentó el precedente de considerar el tema de la raza como factor y portadora de la vida histórica fue el diplomático y escritor francés Joseph Arthur de Gobineau (1816-1882), un aristócrata autor de novelas, obras teatrales, libros de viajes y de poesías, y ensayos sobre religión, filosofía e historia. Su obra más conocida es el "Essai sur l'inégalité des races humaines" (Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas) publicada en cuatro tomos entre 1853 y 1855, por la que se convirtió en el primer teórico de la tesis sobre la supremacía de las razas arias. En este voluminoso ensayo estudió el problema de la decadencia de las civilizaciones. Esta decadencia no era debida, a su entender, a las causas que usualmente se citan: la corrupción, la irreligión o la lujuria. Tampoco era debida a la acción de los gobernantes. Un pueblo degenerado o decadente, dice Gobineau, es aquel que ya no posee el mismo valor intrínseco que antes, es decir, "el que no posee ya la misma sangre en sus venas" a causa de haber sido afectada su sangre por "continuas adulteraciones". Esto supone que hay diferencias de valor entre razas humanas y que, por consiguiente, una raza puede "contaminar" a la otra. El biologismo que se desprende de esta noción de Gobineau no fue negado por su autor. Todo lo contrario; él mismo comparó un pueblo con un cuerpo humano e hizo consistir el valor primordial de éste en su "vitalidad". De ahí que Gobineau se ocupase especialmente de señalar cuáles eran las condiciones que debía cumplir un pueblo para mantenerse inmune a la degeneración. Pero como estas condiciones dependían esencialmente, a su entender, de la pureza de la raza, resultó que la raza primero y su pureza después, serían para él el fundamento de cualquier filosofía de la historia. Según razona el filósofo y ensayista catalán José Ferrater Mora (1912-1991) en su grandioso "Diccionario de Filosofía", la exaltación de la raza germánica debe ser comprendida a la luz de esta idea, pues la raza germánica es, afirma Gobineau, la más alta variedad del tipo blanco, superior a las demás variedades y, por supuesto, incomparable con los tipos amarillo y negroide (para Gobineau, el ínfimo tipo). En último término, decir "raza" es decir "raza germánica", en el mismo sentido en que se dice de alguien que es "un hombre de raza". "Pero el término 'raza' -dice Ferrater Mora- se puede aplicar también, a los efectos de la medición de valor, a los diversos tipos. En la raza radican, según Gobineau, todos los valores (o desvalores), no sólo físicos sino también espirituales. Reducir la multiplicidad racial a la idea de un humanismo es, a su entender, una degeneración de la historia y el principio de la decadencia para todas las razas superiores. La desigualdad de las razas es, por consiguiente, una desigualdad física y espiritual; su mutua relación no es una función de su diferencia sino de su necesaria subordinación. Por eso es preciso conservar pura la raza y en particular la raza germánica como natural dominadora de las restantes, pues su mezcla significaría necesariamente su desaparición". La filosofía de la historia de Gobineau se reduce de este modo a un naturalismo idealista, en el cual el primer término es representado por la interpretación de la historia a base de un factor real natural, y el segundo por la determinación de una finalidad.

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Encuentro solamente tres razas bien caracterizadas: la blanca, la negra y la amarilla. Si me sirvo de denominaciones tomadas del color de la piel, no es porque juzgue la expresión justa y acertada, pues las tres categorías de que hablo no tienen precisamente por rasgo distintivo el color de la carne, cada vez más múltiple en sus matices: se añaden a él hechos de conformación más importantes aún. Pero, a menos de inventar yo mismo nombres nuevos, a lo que no me creo con derecho, es preciso que me resuelva a elegir, en la terminología en uso, designaciones no absolutamente buenas, pero menos defectuosas que las demás, y prefiero decididamente las que empleo aquí, que después de advertencia previa son bastante inofensivas, a todos esos apelativos sacados de la geografía o de la historia que tanta confusión han arrojado sobre un terreno ya bastante embrollado por sí mismo. Así, advierto, de una vez para siempre, que entiendo por blancos a los hombres que se designan también con el nombre de raza caucásica, semítica, jafética. Llamo negros a las chamitas, y amarillos a la rama altaica, mongólica, finesa, tártara. Tales son los tres elementos puros y primitivos de la humanidad. No hay más razones para admitir las veintiocho variedades de Blumenbach que las siete de Prichard: uno y otro clasifican en sus series híbridos notorios. Cada uno de los tres tipos originales, en lo que les es particular, jamás presentó probablemente una unidad perfecta. Las grandes causas cosmogónicas no habían solamente creado en la especie variedades definidas; en los puntos en que su efecto se había producido, habían determinado también, en el seno de cada una de las tres variedades principales, la aparición de varios géneros que poseían, además de los caracteres generales de su rama, rasgos distintivos particulares. No hubo necesidad de cruzamientos étnicos para causar esas modificaciones especiales: preexistían a todas las mezclas. Vanamente se trataría hoy de comprobarlas en la aglomeración mestiza que constituye lo que se llama la raza blanca. Esa imposibilidad debe existir también en cuanto a la amarilla. Tal vez el tipo melanio se ha conservado puro en algún lugar; por lo menos, ha permanecido ciertamente más original, y demuestra así, por lo visto mismo, lo que podemos admitir para las otras dos categorías humanas, no según el testimonio de nuestros sentidos, sino según las inducciones suministradas por la historia. Los negros han seguido ofreciendo diferentes variedades originales, tales como el tipo prognato de cabellera lanosa, el del negro indio del Kauman y del Dekkan, el del pelagiano de la Polinesia. Muy ciertamente se han formado variedades entre esos géneros por medio de mezclas, y es de ahí que se derivan, tanto para los negros como para los blancos y los amarillos, los que se

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pueden llamar tipos terciarios. Los hombres de la raza amarilla son generalmente pequeños; en algunas de sus tribus, incluso, no rebasan las proporciones reducidas de los enanos. La estructura de sus miembros, la potencia de sus músculos, están lejos de igualar lo que se ve en los blancos. Las formas del cuerpo son rechonchas, achaparradas, sin belleza ni gracia, con algo de grotesco y muchas veces de horrible. En la fisonomía, la naturaleza ha economizado el dibujo y las líneas. Su liberalidad se ha limitado a lo esencial: una nariz, una boca, pequeños ojos son lanzados en caras anchas y aplastadas, y parecen trazados con una negligencia y un desdén completamente rudimentarios. Los cabellos son raros en la mayor parte de las tribus. Se ven, sin embargo, y como reacción, excesivamente abundantes en algunas y descendiendo hasta la espalda; en todas son negros, ásperos, tiesos y toscos como crines. He ahí el aspecto físico de los hombres de la raza amarilla. En cuanto a sus cualidades intelectuales, no son menos particulares, y están en oposición tan cierta con las aptitudes de la especie negra, que habiendo dado a ésta el título de femenina, aplico a la otra el de varonil, por excelencia. Una falta absoluta de imaginación, una tendencia única a la satisfacción de las necesidades naturales, mucha tenacidad y perseverancia aplicadas a ideas vulgares o ridículas, cierto instinto de la libertad individual manifestado, en el mayor número de las tribus, por el apego a la vida nómada y, en los pueblos más civilizados, por el respeto a la vida doméstica; poca o ninguna actividad, ninguna curiosidad de espíritu, ninguno de esos gustos apasionados por el adorno tan notables en los negros: he ahí los rasgos principales que todas las ramas de la familia. Se ha realzado un hecho muy digno de nota, del cual se aspira a servirse hoy como de un criterio seguro para reconocer el grado de pureza étnica de una población. Es el parecido de los rostros, de las formas, de la constitución y, por tanto, de los gestos y del aspecto. Cuanto más una nación estuviera exenta de mezcla, más todos sus miembros tendrían en común esas similitudes que enumero. Cuanto más, al contrario, se hubiera cruzado, más diferencias se encontrarían en la fisonomía, la talla, el porte, la apariencia, en fin, de los individuos. El hecho es indiscutible, y el partido que se puede sacar de él es precioso; pero no es enteramente como se imagina. Asisto con interés, aunque con mediana simpatía, lo confieso, al gran movimiento a que los instintos utilitarios se entregan en América. No desconozco el poder que despliegan; pero, bien contado todo, ¿qué resulta, de ellos, desconocido? Y aún, ¿qué ofrecen seriamente original? ¿Pasará allí algo que en el fondo sea extraño a las concepciones europeas? ¿Existe allá un motivo determinante al cual se puede ligar la esperanza de futuros triunfos para una humanidad joven que estaría aún por nacer? Pésese maduramente el pro y el contra, y no se dudará de la inanidad de semejantes esperanzas. Los Estados Unidos de América no son el primer Estado comercial que haya habido en el mundo. Los que le han precedido no han producido nada que se pareciera a una regeneración de la raza de que eran originarios. Cartago ha lanzado un resplandor que será difícilmente igualado por Nueva York. Cartago era rica, grande en todas especies. La costa septentrional de África en su completo desenvolvimiento, y una parte de la región interior, estaba en su mano. Había sido más favorecida a su nacimiento que la colonia de los puritanos de Inglaterra, porque los que la habían fundado eran los retoños de las familias más puras del Chancán. Todo lo que Tiro y Sidón perdieron, Cartago lo heredó. Y, sin embargo, Cartago no ha añadido el valor de un gramo a la civilización semítica, ni impedido su decadencia por un día. Constantinopla fue a su vez una creación que parecía deber eclipsar en esplendor el presente, el pasado, y transformar el porvenir. Gozando de la más bella situación que existe sobre la tierra, rodeada de las provincias más fértiles y más populosas del imperio de Constantinopla, parecía

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exenta, como se quiere imaginar en cuanto a los Estados Unidos, de todos los impedimentos que la edad madura de un país se lamenta de haber recibido de su infancia. Poblada de letrados, colmada de obras maestras de todos géneros, familiarizada con todos los procedimientos de la industria, poseedora de manufacturas inmensas y dueña de un comercio sin límites con Europa, con Asia, con África, ¿qué rival tuvo jamás Constantinopla? ¿Para cuál rincón del mundo el cielo y los hombres podrían jamás hacer lo que fue hecho para esa majestuosa metrópoli? ¿Y a qué precio pagó tantos cuidados? No hizo nada, no creó nada: ninguno de los males que los siglos habían acumulado sobre el universo romano supo curarlos; ni una idea reparadora salió de su población. Nada indica que los Estados Unidos de América, más vulgarmente poblados que esta noble ciudad, y sobre todo que Cartago, deban mostrarse más hábiles. Toda la experiencia del pasado se ha reunido para probar que la amalgama de principios étnicos agotados no podría suministrar una combinación remozada. Es ya mucho prever, mucho conceder, suponer en la República del Nuevo Mundo una cohesión bastante extensa para que la conquista de los países que la rodean le sea posible. Apenas ese gran éxito, que le daría un derecho cierto a compararse con la Roma semítica, es aún probable; pero basta que lo sea para que deba tenerse en cuenta. En cuanto a la renovación de la sociedad humana, en cuanto a la creación de una civilización superior o al menos diferente, lo cual, a juicio de las masas interesadas, viene a ser siempre lo mismo, son fenómenos que no son producidos sino por la presencia de una raza relativamente pura y joven. Esta condición no existe en América. Todo el trabajo de ese país se limita a exagerar ciertos aspectos de la cultura europea (y no siempre los más bellos), a copiar lo mejor que puede el resto, a ignorar más de una cosa. Ese pueblo, que se llama joven, es el viejo pueblo de Europa, menos contenido por leyes más complacientes, no más inspirado. En el largo y triste viaje que lanza a los emigrantes a su nueva patria, el aire del Océano no los transforma. Tales como habían partido, tales llegan. El simple traslado de un punto a otro no regenera a las razas sino a medias agotadas.

1864: Herbert Spencer

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En 1855, cuatro años antes de que Darwin formulase su teoría de la selección natural, el naturalista y filósofo británico Herbert Spencer (1820-1903) comenzó a publicar sus "Principles of Psychology" (Principios de Psicología), obra en la que concibió la idea de una interpretación general de la realidad en base al principio de la evolución. Esta idea tomó cuerpo en un programa que, a partir de 1860, realizó casi íntegramente en los siguientes treinta años de su vida con singular tenacidad. El conjunto de la doctrina fue llamado por su autor "A system of synthetic philosophy" (Sistema de filosofía sintética), que abarcó, además, otros cuatro volúmenes: "First principles" (Primeros principios), "Principles of Biology" (Principios de Biología), "Principles of Sociology" (Principios de Sociología) y "Principles of Ethics" (Principios de Ética). La filosofía debe tener por misión, según Spencer, el conocimiento de la evo-lución en todos los aspectos de la realidad dada, que de ninguna manera es igual a la realidad absoluta. Lo dado, explica José Ferrater Mora (1912-1991) en su "Diccionario de Filosofía", es la "sucesión de los fenómenos, la evolución universal como manifestación de un Ser inconcebible, de un absoluto último que Spencer designa alternativamente con los nombres de Incognoscible o Fuerza. En este reconocimiento de un Absoluto, pero a la vez en esta limitación de la ciencia a lo relativo, que es lo único positivo, radica la posibilidad de una conciliación entre la religión y la ciencia. La evolución es la ley universal que rige todos los fenómenos en tanto que manifestaciones de lo Incognoscible". No es sólo una ley de la Naturaleza, sino también una ley del espíritu, pues éste no es más que la parte interna de la misma realidad y justamente aquella parte cuya evolución consiste en adaptarse a lo externo, en ser formado por él. Para Spencer "lo Incognoscible no es -continúa Ferrater Mora-, por consiguiente, una realidad material o una realidad espiritual; es algo de lo cual no puede enunciarse nada más que su inconcebibilidad y el hecho de ser el fondo último de la realidad universal. Limitada a esta tarea, la ciencia -como conocimiento parcial de la evolución- y la filosofía -como conocimiento total y sintético de la misma- deben ser enteramente positivas; lo que la ciencia y la filosofía pretenden es sólo el examen de una realidad no trascendente, pero de una realidad sometida a una ley universal que proporciona los primeros principios del saber científico". Esta ley es la evolución, definida como "la integración de la materia y la disipación concomitante del movimiento por la cual la materia pasa de un estado de homogeneidad indeterminada e incoherente a un estado de heterogeneidad determinada y coherente". El supuesto implícito de la evolución es, por consiguiente, la conservación de la materia y la conservación de la energía. Sólo porque la fuerza y la energía se conservan puede el aspecto interno, esto es, el espíritu, entrar dentro de la órbita de la ciencia y ser regido por la evolución. En la biología, específicamente, la evolución se manifiesta en el proceso de adaptación de lo interno a lo externo, en la progresiva diferenciación de los seres vivos que conduce de la homogeneidad a la heterogeneidad. Para Ferrater Mora, con esta concepción "se enlaza la integración del darwinismo como doctrina biológica en el sistema spenceriano: la supervivencia del más apto es un ejemplo de la mencionada adaptación, en el curso de la cual aparecen formas vivas cada vez más complejas y perfectas. En la evolución no hay ningún punto final; todo equilibrio es sólo el punto de partida de una nueva desintegración y por eso el universo entero se halla sometido a un ritmo constante y eterno, a un perpetuo cambio, a la disolución de todo supuesto finalismo en un simple movimiento de compensación y equilibrio". Aunque considerada por sus defensores como el único método científico, la teoría de la evolución recibió múltiples críticas. El filósofo idealista alemán Wilhelm Windelband (1848-1915), por ejemplo, en su "Lehrbuch der geschichte der Philosophie" (Historia general de la Filosofía) juzgaba que el

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evolucionismo científico-natural de que echa mano la teoría de la evolución mediante la selección natural "puede, a decir verdad, explicar el fenómeno de la variación, pero no la idea de progreso: no puede justificarse que el resultado de la evolución sea un estadio siempre más elevado, es decir, más valioso". La obra de Spencer, no obstante, constituye el cuadro más complejo de la cultura positivista de tendencia evolucionista. Su obra filosófica fue, en efecto, una imponente enciclopedia de las ciencias biológicas y sociales, construida desde la óptica de la "ley universal de la evolución". Fue Spencer quien popularizó el término "evolución" e introdujo expresiones como "supervivencia del más apto", que después adoptaría Darwin, quien consideraba a Spencer "el más grande de los filósofos vivos en Inglaterra". Aunque suele llamarse incorrectamente "darvinismo social" a las teorías socio-culturales de Spencer, lo cierto es que, independientemente e incluso antes de conocer la obra de Darwin, Spencer ya concebía la sociedad como un organismo viviente que está sometido a los mismos mecanismos que cualquier ser vivo, así como al principio de la "supervivencia del más apto". Al igual que la naturaleza asegura la supervivencia de las razas más adaptadas sometiéndolas a una dura lucha por la existencia, así también la sociedad debía, según Spencer, constreñir a sus miembros a desarrollar la fe en sí mismos, la industriosidad, etc., sometiéndoles a la dura competición económica. De este modo se aceleraría la elevación del hombre de su originario estado salvaje a la sociedad perfecta, que, eliminadas las razas inferiores, estaría constituida por hombres superiores capaces de vivir sin gobierno. En cualquier caso, el progreso era, según Spencer, inevitable, y veía la sociedad británica de su tiempo como el grado más alto de desarrollo alcanzado hasta entonces. Sus tesis en este sentido son una explícita defensa del "liberalismo económico", así como un ataque al socialismo y al comunismo.

Las razas humanas tienden a diferenciarse y a integrarse lo mismo que se diferencian y se integran los demás seres vivientes. Entre las fuerzas que operan y conservan las segregaciones humanas, podemos nombrar en primer lugar las fuerzas exteriores llamadas físicas. El clima y el alimento que son más o menos favorables a un pueblo indígena, son más o menos perjudiciales a un pueblo de constitución diferente, llegado de una región remota del globo. Las razas del Norte no pueden perpetuarse en las regiones tropicales; si no perecen en la primera generación, sucumben a la segunda, y, como en la India, no pueden conservar sus

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establecimientos sino de una manera artificial por una inmigración y una emigración incesantes. Quiere decir esto que las fuerzas exteriores obran igualmente sobre los habitantes de determinada localidad, tienden a eliminar a todos los que no son de cierto tipo, y por ese medio a conservar la integración de los que son de ese tipo. Si, en otra parte, entre las naciones de Europa, vemos una especie de mezcla permanente debida a otras causas, notamos, sin embargo, que une razas que no pertenecen a tipos muy diferentes y que están acostumbradas a condiciones poco diferentes. Las otras fuerzas que concurren a producir las segregaciones étnicas son las fuerzas mentales reveladas en las afinidades que atraen a los hombres hacia los que se les asemejan. De ordinario, los emigrantes tienen el deseo de volver a su país; y si su deseo no se realiza, es únicamente porque son retenidos por lazos muy fuertes. Los individuos de una sociedad obligados a residir en otra, forman en ella por lo común colonias, pequeñas sociedades. Las razas que han sido divididas artificialmente tienen una fuerte tendencia a unirse de nuevo. Ahora bien, aunque las segregaciones que resultan de las afinidades naturales de los hombres de una misma familia no parezcan poder explicarse por el principio general antes expuesto, son, sin embargo, buenos ejemplos de él. Cuando hemos hablado de la dirección del movimiento, hemos visto que los actos que los hombres realizan para la satisfacción de sus necesidades eran siempre movimientos en el sentido de la menor resistencia. Los sentimientos que caracterizan a un miembro de una raza son tales que no pueden encontrar su satisfacción completa sino en otros miembros de la misma raza. Esa satisfacción proviene en parte de la simpatía que aproxima a los que tienen sentimientos semejantes, pero sobre todo de las condiciones sociales correlativas que se desarrollan en dondequiera reinan esos sentimientos. Así pues, cuando un ciudadano de una nación es, como vemos, atraído hacia otros de su nación, es porque ciertas fuerzas, que llamamos deseos, le empujan en la dirección de más débil resistencia. Como los movimientos humanos, lo mismo que todos los demás movimientos, están determinados por la distribución de las fuerzas, es indispensable que las segregaciones de razas, que no son el resultado de las fuerzas exteriores, sean producidas por las fuerzas que las unidades de esas razas ejercitan unas sobre otras. La naturaleza, en su infinita complejidad, está accediendo siempre a nuevos desarrollos. Cada resultado sucesivo se conviene en el progenitor de una influencia adicional, destinada en cierto grado a modificar rodos los resultados futuros. Cuando volvemos las hojas de la historia primitiva de la Tierra, encontramos el mismo cambio que no cesa, que perpetuamente recomienza. Lo vemos por igual en lo orgánico y en lo inorgánico, en las descomposiciones y recombinaciones de la materia y en las formas en constante variación de la vida animal y vegetal. Con una atmósfera cambiante y una temperatura decreciente, la tierra y el mar perpetuamente producen nuevas razas de insectos, plantas y animales. Todas las cosas cambian. Sería verdaderamente extraño que en medio de esta mutación universal sólo el hombre fuera constante, inmutable. Mas no lo es. También él obedece a la ley de la infinita variación. Sus circunstancias están cambiando constantemente y él está constantemente adaptándose a ellas.

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1867: Pierre Joseph Proudhon.

Algunos estudiosos lo sitúan entre los socialistas utópicos, aceptando la definición marxista-engelsiana de que socialista utópico es aquel que desea el socialismo, que sueña una sociedad socialista, pero que no conoce las leyes que rigen la marcha de la sociedad hacia el socialismo, los ritmos y los tiempos de la marcha, las transformaciones sociales previas necesarias. Otros, en cambio, acentúan su carácter anarquista, su radical oposición a cualquier gobierno, su rechazo de las instituciones políticas. En todo caso, el teórico político y filósofo francés Pierre Joseph Proudhon (1809-1865), es considerado por todos como una mente lúcida, capaz de las frases profundas que definen una situación y constituyen una sentencia. Su pensamiento ha sido objeto de las más variadas y más disparatadas interpretaciones. Vilipendiado por los marxistas como pequeño burgués, bien visto por la derecha francesa como teórico de la autoridad familiar, reconocido por los socialistas liberales como su precursor, considerado como padre tutelar e intelectual por el sindicalismo revolucionario, redescubierto por el socialismo consiliario como iniciador de la autogestión obrera, en fin, criticado, discutido y respetado como uno de los fundadores del pensamiento anarquista. Para el catedrático de Filosofía Política en la Universidad de Barcelona José Manuel Bermudo (1943), en "el origen de esta variedad interpretativa está el pensamiento del propio Proudhon, siempre contradictorio, disperso, llevado más por arranques e intuiciones que por esquemas". La matriz de esta característica contradictoria viene dada por el empleo absolutamente original del método dialéctico: contrariamente a Marx y Hegel, que definen la realidad mediante la tríada conformada por una tesis y una antítesis que se resuelven siempre en una síntesis superior, Proudhon afirmaba que las oposiciones y las antinomias son la estructura misma de lo "social" y que el problema no consistía en resolverlo en una síntesis para llegar a la "realidad", sino en encontrar o construir un equilibrio funcional capaz de hacer convivir aquellas tendencias de por sí contradictorias. Para Proudhon, las oposiciones entre orden establecido y progreso, entre propiedad privada y propiedad colectiva, entre socialización e individualismo, forman parte de la trama de la vida social. Los contenidos específicos de su doctrina, privilegiando a veces distintos aspectos de la multiplicidad socioeconómica, pueden definir a Proudhon

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como un teórico tanto de una como de otra tendencia, haciendo prácticamente imposible una lectura anarquista de su pensamiento, el que, además, ha sufrido una continua evolución que, en según qué épocas, se decantó más hacia un cierto reformismo que hacia el anarquismo. Lo concreto es que el autor de "Qu'est-ce que la propriété?" (¿Qué es la propiedad?) quiso hacer del pensamiento filosófico una norma para todos los actos humanos, dirigidos principalmente a una reorganización de la sociedad según principios de justicia. Igualmente alejado del individualismo atomista y del socialismo estatal, Proudhon concibió la justicia como una armonía universal, un principio general no sólo de los actos y pensamientos humanos, sino inclusive de las propias relaciones físicas. En nombre de la justicia es inadmisible todo dominio de un grupo humano sobre otro y por eso debían sustituirse las formas imperantes de la relación económica y moral, que tienden a la destrucción del equilibrio esencial de la sociedad humana, por nuevas formas apoyadas en el mutualismo entendido como una cooperación libre de las asociaciones y, por consiguiente, con la completa supresión del poder coercitivo del Estado. De esta manera quedaría abolida no solamente la coacción estatal sino el absolutismo del individuo, que conduce necesariamente a la arbitrariedad y a la injusticia. El anarquismo es, para Proudhon una doctrina social basada en la libertad del hombre, en el pacto o libre acuerdo de éste con sus semejantes y en la organización de una sociedad en la que no deben existir clases ni intereses privados ni leyes coercitivas de ninguna especie. "El hombre, movido por sus dos instintos paralelos, el egoísmo y el altruismo, que con él nacen y en él viven, sin imposiciones ni educaciones destinadas a dominarlo y a malearlo, sabrá, por egoísmo, ponerse de acuerdo con los demás hombres, para facilitar su trabajo, su defensa y el medio en que debe desenvolverse, y, por altruismo, sabrá aportar su apoyo solidario a los más débiles y desvalidos". A diferencia de otros autores del socialismo utópico, Proudhon era firme partidario del igualitarismo en la sociedad y proponía la asociación mutualista como la posible solución de los problemas sociales. Un mutualismo en el que los miembros asociados se garantizasen recíprocamente "servicio por servicio, crédito por crédito, retribución por retribución, seguridad por seguridad, valor por valor, información por información, buena fe por buena fe, verdad por verdad, propiedad por propiedad, libertad por libertad". La libertad para Proudhon se funde con la solidaridad, y ésta se traduce en la esfera política en forma de un Estado como federación de grupos a su vez confederados a escala internacional. Pensaba Proudhon que de esta forma se podrían socializar los medios de producción sin recurrir al Estado y no existiría beneficio de capitalistas ni banqueros, por lo que, de nuevo la autoridad estatal no tendría sentido. Mutualismo y federalismo entrañarían a la larga la caída del capital y del Estado. Proudhon, para quien la justicia era una facultad que podía desarrollarse y ese desarrollo era lo que constituía la educación de la raza humana, publicó en vida varias obras trascendentales, entre ellas "Philosophie de la misère" (Filosofía de la miseria), "De la création de l'ordre dans l'humanité" (De la creacion del orden en la humanidad) y "La justice poursuivie par l'Eglise" (De la justicia en la Revolución y en la Iglesia). Póstumamente aparecieron otras no menos importantes como "De la capacité politique des classes ouvrières" (De la capacidad política de la clase obrera), "Amour et mariage" (Amor y matrimonio) y "France et Rhin" (Francia y el Rin). En esta última realizó una curiosa clasificación de las razas según sus hábitos alimentarios.

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La especie humana, como todas las razas vivientes, se conserva por medio de la generación. La fisiología da una primera razón acerca de esta ley. El individuo, desde que ve la luz, comienza a gastarse y a envejecer; la nutrición y el reposo no lo renueva por completo; la misma vida lo echa a perder, y pronto ha de ser reemplazado. Ese reemplazo tiene lugar por medio de la generación; he aquí lo que cree descubrir la primera ojeada sobre el movimiento de las existencias. Ese motivo enteramente fisiológico no sólo es el único. Diré más, es el principal. Aparte de la evolución vital está la sociedad, fin supremo de la creación. Yo no pregunto, pues, si la renovación de los individuos por la generación es sencillamente una condición impuesta a la humanidad por la disolución inevitable del organismo, lo cual subordinaría el reino del espíritu al de la materia y repugnaría a nuestras ideas de libertad y progreso; o si lo que ocurre es más bien que la sociedad, necesitando para desenvolverse rejuvenecerse sin cesar en cada uno de sus miembros, como el animal se renueva por medio de la alimentación, la generación, más que una necesidad del organismo, resulta una necesidad de la constitución social. Entre los pueblos se pueden distinguir los voraces y los sobrios; las grandes mandíbulas y las pequeñas; los comedores de carne y los comedores de legumbres. Los pueblos meridionales son pueblos sobrios; el griego es muy sobrio, el árabe más aún; el italiano, el español, los galos del Mediodía son muy sobrios. El judío antiguo fue también sobrio: la ceremonia del cordero pascual lo indica suficientemente. El judío comía carne una vez al año, en las fiestas, después algunas veces, en las grandes ocasiones, cuando se ofrecía un sacrificio. La idea de ofrecer a Dios un buey asado, un carnero, un macho cabrío, supone que la carne era cosa preciosa, que el judío no podía permitirse todos los días. Los indios no comían carne; tampoco los pitagóricos. Los judíos se abstenían de la carne de puerco, de anguila y de multitud de otros animales. Los antiguos arios, sectarios de Zoroastro, eran muy sobrios. Se distinguían aún entre los antiguos los galoptófagos, los ictiófagos, los lotófagos, etc. El trigo es un descubrimiento de las razas sobrias: ni los caníbales, ni los ingleses, ni los flamencos, hubiesen instituido el culto de Ceres y Triptolemo. Estas razas prefieren consumir su grano en bebida mejor que en pan. Por eso es de notar que el griego, el italiano, el español, el francés del Mediodía, lo mismo que el indio, se distinguen por una fisonomía menos animal, la retracción de la mandíbula, la pequeñez de la boca, lo saliente de la frente y de la nariz, mientras que sucede lo contrario entre los alemanes, etc., como entre los caníbales. Sin embargo, hay que notar aquí que

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algunos pueblos que consumen poca carne, tales como los secuaneses, tienen la mandíbula fuerte; es que su régimen vegetal, tal como lo suministra su país, se componía de granos duros, cuyo aplastamiento exigía cierta potencia. Así sucede también con el árabe, que vive de un puñado de granos. Antes de juzgar a una nación en sus actos políticos, sociales, industriales, hay que reconocerla en sus disposiciones naturales. Porque todo tiene su principio en la naturaleza misma. Las razas voraces, bajo pena de permanecer bárbaras, o aún de perecer, han debido trabajar mucho más que las otras y, por consiguiente, organizar mejor que todas las otras la explotación humana. Los ingleses son grandes trabajadores, y grandes explotadores; son también los más grandes comedores del globo. Lo que devora un inglés bastaría a una familia griega de seis personas. De ahí necesariamente toda una serie de diferencias en el carácter, las costumbres, el talento, las manifestaciones. De ahí el maltusianismo. El comedor es más positivista, más sensualista, más materialista, más utilitario. En Inglaterra es donde han nacido las teorías de Malthus y de Bentham. El frugal será más idealista, más artista; tendrá más necesidad de vanidad, de espíritu, de alma; en Grecia, en Italia, es donde han nacido los grandes artistas; de allí es de donde vienen las teorías espiritualistas. El comedor es más feroz, el frugal más sociable. La libertad política será a veces más débil en el último, en razón misma de su tendencia a la unión; pero la libertad social estará siempre incomparablemente más desarrollada en él que en las razas comedoras. Hasta bajo los reyes absolutos y los emperadores ha habido en Francia un espíritu de tolerancia, de independencia de opinión y de acción, que no existe en Inglaterra. Son las razas del Mediodía las que han impuesto sus ideas (cristianismo, derecho romano, política italiana) a las del Norte, que, en recompensa, se preparan para explotarlas y devorarlas. Si la raza sobria se contenta con poco, vive en imaginación tanto como en carne y hueso, estará menos dispuesta a salir de su casa, será menos viajera, menos emigrante, menos colonizadora; a menos, sin embargo, como los antiguos griegos y romanos, de realizar sus empresas en gran asociación y por enjambres, lo que no es propio de los alemanes, de los normandos ni de los ingleses, aunque se puedan citar las grandes migraciones de los pueblos del Norte en los siglos XV y XVI. Las razas frugívoras serán las primeras civilizadas. Las carniceras no se civilizarán sino mucho tiempo después. Las primeras inventaron las ciencias, las artes, los oficios, la pequeña industria; las segundas, para las que la necesidad de comer constituye una ley de explotación humana, organizaron la gran industria. Estas son más burguesas, aquéllas más democráticas. En todos los países, ¿qué animal más comedor, más consumidor que el burgués?

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1887: Ernest Renan.

Huérfano de padre desde muy pequeño, su madre lo destinó al sacerdocio. Fue así que, hasta 1845, recibió una rígida educación católica en los seminarios de St. Nicholas du Chardonnet, Issy-les-Moulineaux y St. Sulpice. Sin embargo, Ernest Renan (1823-1892) perdió la fe en el transcurso de su exégesis de las Sagradas Escrituras, "esa metafísica abstracta que tiene la pretensión de ser una ciencia aparte de las otras ciencias y de resolver por sí misma los altos problemas de la humanidad". Dejó entonces el seminario y abandonó la religión católica para estudiar lenguas orientales en la Académie des Inscriptions et Belles Lettres de París. Entre 1861 y 1863 fue profesor de Lenguas Semíticas en el Collége de France, del que fue expulsado tras la publicación de "La vie de Jésus" (La vida de Jesús) -primer volumen de la "Histoire des origines du christianisme" (Historia de los orígenes del cristianismo)-, una obra en siete volúmenes en la que ofreció una lectura del Nuevo Testamento expurgada de toda referencia a lo sobrenatural y una visión de rechazo a la divinidad de Jesús y la singularidad de la religión cristiana. Ya en 1948, en su ensayo "L'avenir de la science" (El porvenir de la ciencia) -que recién se publicaría en 1890-, Renan exponía que la religión podía perfectamente ser reemplazada por la ciencia. Consideraba que sólo la ciencia podía resolver los problemas humanos en tanto mantuviese su escepticismo y la dialéctica comparativa, llegando a la conclusión de que "la ciencia positiva" era "la única fuente de verdad". Aunque este "espíritu positivo" lo aplicó luego a sus estudios históricos, tenía sus raíces en los estudios de ciencia natural a los que Renan se inclinó en algunos momentos de su vida por considerarlos fundamentales: "la química por un lado, la astronomía por el otro, y sobre todo la fisiología general, nos permiten poseer verdaderamente el secreto del ser, del mundo, de Dios, o como quiera llamársele". La inclinación de Renan hacia lo positivo lo alejó del espiritualismo y lo acercó al idealismo. "Romántico en protesta contra el romanticismo, atraído por la filosofía del devenir, Renan -dice José Ferrater Mora (1912-1991) en su 'Diccionario de Filosofía', unió a una convicción positivista en el método e inclusive en los fundamentos, cierto idealismo utópico que se manifestó, en primer lugar, en su fe en la ciencia como sustituto de la religión, y, en segundo término, en la idea de un progreso de la Humanidad por medio de la asimilación

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del contenido moral de la religión y particularmente de la religión cristiana, sin necesidad de admitir su estructura dogmática". La crítica de los orígenes del cristianismo -crítica que tendía en su aspecto meramente científico a considerar dicha religión como un elemento de la historia, sometido a las mismas leyes y condiciones de todo proceso histórico- condujo a Renan a una plena afirmación de su valor espiritual, con independencia de su verdad o falsedad. Pero, por otro lado, explica Ferrater Mora, "el positivismo en el método histórico no significaba para Renan un dogma; justamente la aplicación consecuente de un método positivista demuestra, a su entender, que la historia no es el producto de una serie de determinaciones constantes sino más bien el producto de la libre actuación de los individuos superiores en un medio dado y la consiguiente modificación de éste. Esta influencia es, por lo demás, indispensable si se pretende que el progreso de la humanidad sea incesante; los individuos superiores deben inclusive, cuando es necesario, dominar por la fuerza a las masas, imponerles las formas espirituales cuyo contenido es dado por el progreso de la ciencia y por las verdades morales de la religión". La noción de raza es oscura y resbaladiza, una abstracción difícil de concretar. Igual que la lengua, procede de troncos comunes y las combinaciones y mezclas son muchas. Darwin sostenía que cada clasificador tenía su propia clasificación de raza. En "Qu'est-ce qu'une Nation?" (¿Qué es una Nación?), una conferencia que dictó en la Sorbonne de París el 11 de Marzo de 1882, Renan manifestaba que "tanto la consideración exclusiva de la lengua como la atención excesiva concedida a la raza tiene sus peligros e inconvenientes. Cuando se cae en la exageración respecto de ellas, uno se encierra en una cultura determinada, reputada por nacional; uno se limita, se enclaustra. Se abandona el aire libre que se respira en el vasto campo de la humanidad para encerrarse en los conventículos de los compatriotas. Nada peor para el espíritu, nada más perjudicial para la civilización. No debe abandonarse el principio fundamental de que el hombre es un ser racional y moral antes de ser encerrado en tal o cual lengua, antes de ser un miembro de esta o aquella raza, un adherente de tal o cual cultura. Antes que la cultura francesa, la cultura alemana, la cultura italiana, está la cultura humana". Entre las principales obras de carácter filosófico escritas por Renan pueden mencionarse "Questions contemporaines" (Cuestiones contemporáneas), "Essais de morale et de critique" (Ensayos de moral y de crítica), "Examen de conscience philosophique" (Examen de conciencia filosófico), "Dialogues et fragments philosophiques" (Diálogos y fragmentos filosóficos), "Drames philosophiques" (Dramas filosóficos) y "Discours et conférences" (Discursos y conferencias), obra esta última publicada en 1887 en la que analizó detenidamente el tema de la raza.

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En la época de la Revolución Francesa se creía que las instituciones de pequeñas ciudades independientes, tales como Esparta y Roma, podían aplicarse a nuestras grandes naciones de treinta a cuarenta millones de almas. En nuestros días, se comete un error más grave: se confunde la raza con la nación, y se atribuye a grupos etnográficos, o más bien lingüísticos, una soberanía análoga a la de los pueblos realmente existentes. La consideración etnográfica no ha estado presente para nada en la constitución de las naciones modernas. Francia es céltica, ibérica, germánica. Alemania es germánica, céltica, eslava. Italia es el país más complicado en materia de etnografía: galos, etruscos, pelasgos, griegos, sin hablar de otros muchos elementos, se cruzan allí en una mezcla indescifrable. Las Islas Británicas, en su conjunto, ofrecen una mezcla de sangre céltica y germana cuyas proporciones son muy difíciles de establecer. La verdad es que no hay una raza pura, y que hacer reposar la política sobre el análisis etnográfico es asentarla sobre una quimera. Los más nobles países -Inglaterra, Francia, Italia- son aquellos donde la sangre está más mezclada. ¿Representa Alemania respecto de esto una excepción? ¿Es un país germánico puro? ¡Qué ilusión! Todo el sur ha sido galo. Todo el este, a partir del Elba, es eslavo. Y las partes que pretenden ser realmente puras, ¿lo son en efecto? Tocamos aquí uno de los problemas sobre los cuales importa más hacerse ideas claras y evitar equívocos. Las discusiones sobre las razas son interminables porque los historiadores filólogos y los antropólogos fisiólogos han tomado la palabra raza en dos sentidos enteramente diferentes. Para los antropólogos la raza tiene el mismo sentido que en zoología; indica una descendencia real, un parentesco por la sangre. Ahora bien, el estudio de las lenguas y de la historia no conduce a las mismas divisiones que la fisiología. Los términos braquicéfalo y dolicocéfalo no tienen cabida ni en historia ni en filología. En el grupo humano que creó las lenguas y la disciplina arias había ya braquicéfalos y dolicocéfalos. Lo mismo puede decirse del grupo primitivo que creó las lenguas y las instituciones llamadas semíticas. En otros términos: los orígenes zoológicos de la humanidad son enormemente anteriores a los orígenes de la cultura, de la civilización y del lenguaje. Los grupos ario primitivo, semita primitivo y turanio primitivo no tenían ninguna unidad fisiológica. Estas agrupaciones son hechos históricos que tuvieron lugar en cierta época, posiblemente hace quince o

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veinte mil años, mientras que el origen zoológico de la humanidad se pierde en tinieblas incalculables. La raza, tal como la entendemos los historiadores, es, por consiguiente, algo que se hace y se deshace. El estudio de la raza es capital para el sabio que se ocupa de la historia de la humanidad. No tiene aplicación en política. La conciencia instintiva que ha presidido la confección del mapa de Europa no ha tenido en cuenta para nada la raza, y las primeras naciones de Europa son de sangre esencialmente mezclada. El hecho de la raza, capital en su origen, va, por lo tanto, perdiendo cada día más su importancia. La historia humana difiere esencialmente de la zoología. La raza no lo es todo, como en los roedores o en los felinos, y no hay derecho a ir por el mundo manoseando el cráneo de las gentes y a tomarlas luego por el cuello diciendo: "¡Tú eres de mi sangre, tú eres de los nuestros!". Fuera de los caracteres antropológicos existen la razón, la justicia, lo verdadero y lo bello, que son lo mismo para todo el mundo.

1894: Gustave Le Bon.

Hacia fines del siglo XIX, en ciertos ámbitos de la medicina comienza a gestarse la "teoría de la degeneración", una teoría que presentaba una imagen pesimista de la civilización moderna y sacudía profundamente la confianza del liberalismo europeo. Varios biólogos y antropólogos consideraron que los avances económicos y sociales parecían conspirar contra el progreso humano en vez de favorecerlo. A esta degeneración se la definía como el desvío morboso respecto de un tipo original, sosteniéndose que -como había dicho Gobineau- "cuando un organismo se debilita bajo toda suerte de influencias nocivas, sus sucesores no semejan el tipo saludable y normal sino que forman una nueva subespecie", que con creciente frecuencia lega sus peculiaridades a su prole. Así, el pensamiento racista se fue estructurando poco a poco en doctrinas que preconizaban la eugenesia, es decir, la aplicación de las leyes biológicas de la herencia para el perfeccionamiento de la especie humana; esto es, intervenir en los rasgos hereditarios para lograr el nacimiento de personas más

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sanas y con mayor inteligencia. En otras palabras, sustituir la selección natural darwiniana por una selección artificial. Uno de sus promotores fue el médico francés Gustave Le Bon (1841-1931), quien estudió medicina en la Universidad de París pero no pudo superar la prueba de la lectura de la tesis doctoral. Se dedicó primero a la problemática de la higiene y ejerció como médico militar durante la guerra franco-prusiana. Luego emprendió numerosos viajes por Europa, África y Asia, experiencia que volcó en "L'homme et les sociétés. Leurs origines et leur histoire" (El hombre y las sociedades. Sus orígenes y su historia) antes de orientarse hacia el campo de la sociología y la antropología en general y al de la psicología en particular. Inicialmente realizó investigaciones fisiológicas sobre el tamaño del cráneo y del cerebro, estableciendo que en la sociedad de su época, el cerebro de los hombres tendía a ser más grande -indicio de una creciente capacidad intelectual- mientras que el de las mujeres se encogía. Consagró luego su atención a la conducta en la sociedad industrial, sobre todo la de las multitudes, el fenómeno de las masas y el comportamiento de los individuos cuando se mueven en fenómenos colectivos. El resultado fue "Psychologie des foules" (Psicología de las masas), un libro que de alguna manera encierra ciertos embriones ideológicos del fascismo y el nacionalsocialismo: "A su manera atávica, la multitud busca un líder, vale decir, una figura poderosa que encauce sus energías irracionales hacia fines constructivos". Según Le Bon, el líder natural de la multitud, irradiaba el mismo aura que distinguía al reyezuelo o médico brujo de una tribu primitiva. Para Le Bon, la interacción entre individuo y masa producía una conducta masiva retrógrada. Cuando los individuos se encontraban reunidos en la calle o en un mitin político, se activaba un retroceso masivo a un estado primitivo: "Por el mero hecho de formar parte de una multitud organizada, un hombre desciende varios peldaños en la escalera de la civilización. Si bien por sí mismo puede ser un individuo cultivado, en una multitud, es un bárbaro y se vuelve capaz de los actos brutales e irracionales que caracterizan un disturbio callejero. Los instintos de ferocidad destructora propios de las muchedumbres, y que se plasman en sus actos criminales, no son sino residuos de edades primitivas que duermen en el fondo de cada uno de nosotros". "Entre los caracteres especiales de las muchedumbres -escribió- hay muchos que se observan igualmente en los seres que pertenecen a formas inferiores de evolución, tales como la mujer, el salvaje y el niño. Las muchedumbres son femeninas, a veces; pero las más femeninas de todas, son las muchedumbres latinas". En un contexto histórico donde imperaba una masiva vida urbana moderna y dominaba la política democrática, se creaban muchas oportunidades para esta clase de conducta "retrógrada", razón por la que, para Le Bon, enormes peligros se cernían sobre la sociedad industrial europea: "El advenimiento de las masas al poder marca una de las últimas etapas de la civilización occidental. Ahora su civilización carece de estabilidad. El populacho es soberano y crece la marea de barbarie". Le Bon empleaba con frecuencia el término "raza": "raza anglosajona", "raza mongólica", "raza negra" y hasta "raza francesa". También "raza latina", lo que llevó al eminente neurólogo y antropólogo francés Paul Broca (1824-1880) a decir: "La raza latina no existe por la misma razón por la que tampoco existe un diccionario braquicéfalo". Desde una postura de simple observador cínico, concedía importancia a las religiones como los verdaderos ejes de las culturas. Opinaba que todo ser poseía un alma invisible -el alma de las razas- que se expresaba en su vida personal, en las artes y en las instituciones, y consideraba que el verdadero progreso era siempre y en última instancia fruto de la obra de las minorías operantes y las elites intelectuales. Por sus frecuentes alusiones al inconsciente, para algunos historiadores la obra de Le Bon fue precursora de "Studien über

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hysterie" (Estudios sobre la histeria) de Sigmund Freud (1856-1939), e inclusive le asignan ser el precedente de "Der untergang des Abendlandes" (La decadencia de Occidente) de Oswald Spengler (1880-1936) por la idea de que todas las civilizaciones tenían la propiedad de pasar por determinados estadios, cumpliendo ciclos sorprendentemente semejantes. Además de sus obras "Psychologie des foules" (Psicología de las masas), "L'evolution de la matière" (La evolución de la materia), "Psychologie politique" (Psicología política) y "Bases scientifiques d'une philosophie de l'histoire" Bases científicas de una filosofía de la historia", Le Bon publicó el ensayo "Lois psychologiques de l'évolution des peuples (Leyes psicológicas de la evolución de los pueblos). En esta obra desarrolló la tesis que la Historia es, en una medida sustancial, el producto del carácter racial o nacional de un pueblo, siendo la fuerza motriz de la evolución social más la emoción que la razón. En ella postuló también la evolución inalterable de los grupos raciales y la preeminencia de los rasgos físicos y psicológicos sobre las influencias sociales e institucionales, sosteniendo que los "extraños alteran el alma de los pueblos".

Cuando se examinan, en un libro de historia natural, las bases de la clasificación de las especies, se comprueba en seguida que los caracteres irreductibles y, por consiguiente fundamentales, que permiten determinar cada especie son muy poco numerosos. Su enumeración cabe siempre en algunas líneas. Es que el naturalista, en efecto, no se ocupa sino de los caracteres invariables, sin tener en cuenta los caracteres transitorios. Estos caracteres fundamentales arrastran fatalmente, por lo demás, toda una serie de otros caracteres. Lo mismo sucede con los caracteres psicológicos de las razas. Si observamos los detalles, comprobamos divergencias numerosísimas y sutiles de un pueblo a otro, de un individuo a otro; pero si sólo nos interesan los caracteres fundamentales, reconocemos que para cada pueblo esos caracteres son poco numerosos. Y no es sino con ejemplos -pronto suministraremos algunos- como se puede mostrar claramente la influencia de ese pequeño número de caracteres fundamentales en la vida de los pueblos. No pudiendo ser expuestas las bases de una clasificación psicológica de las razas sino estudiando en sus detalles la psicología de diversos pueblos, tarea que exigiría ella sola muchos volúmenes, nos limitaremos a indicarlas en sus líneas generales. Si sólo se consideran sus caracteres psicológicos generales, las razas humanas pueden

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dividirse en cuatro grupos: 1º, las razas primitivas; 2º, las razas inferiores; 3º, las razas medias; 4º, las razas superiores. Las razas primitivas son aquellas en las cuales no se halla ningún rastro de cultura, y que han permanecido en ese período vecino de la animalidad atravesado por nuestros antepasados de la edad de la piedra labrada; tales son hoy los fueguinos y los australianos. Por encima de las razas primitivas se encuentran las razas inferiores, representadas sobre todo por los negros. Estas son capaces de rudimentos de civilización, pero sólo de rudimentos. No han podido jamás rebasar formas de civilización completamente bárbaras, aun cuando el azar les ha hecho heredar, como en Santo Domingo, civilizaciones superiores. Clasificaremos en las razas medias a los chinos, los mongoles y los pueblos semitas. Con los asirios, los mongoles, los chinos y los árabes han creado tipos de civilizaciones elevadas que sólo los pueblos europeos han podido sobrepujar. Entre las razas superiores, hay que mencionar sobre todo a los pueblos indoeuropeos. Lo mismo en la antigüedad -en la época de los griegos y los romanos- que en los tiempos modernos, son los únicos que han sido capaces de grandes invenciones en las artes, las ciencias y la industria. Sólo a ellos es debido el nivel elevado que la civilización alcanza hoy. El vapor y la electricidad han salido de sus manos. Las menos desarrolladas de esas razas superiores, los indios especialmente, se han elevado en las artes, las letras y la filosofía a un nivel que los mongoles, los chinos y los semitas no han podido alcanzar jamás. Entre las cuatro grandes divisiones que acabamos de enumerar, ninguna confusión es posible: el abismo mental que las separa es evidente. Sólo cuando se quiere subdividir esos grupos comienzan las dificultades. Un inglés, un español, un ruso, forman parte de la división de los pueblos superiores, pero sabemos perfectamente, sin embargo, que las diferencias entre ellos son muy grandes.

1922: Pío Baroja.

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En los últimos años del siglo XIX, Pío Baroja (1872-1956) compaginaba su labor como médico rural en Cestona, Guipúzcoa, con los primeros pasos de su trayectoria literaria escribiendo artículos de prensa en "La Voz de Guipúzcoa" y en "El Imparcial". Se estaba forjando por entonces el futuro narrador realista, el literato más discutido, el más objetado de los escritores de su tiempo. Baroja había permanecido poco tiempo en su ciudad natal, San Sebastián, donde realizó sus primeros estudios. Luego asistió a diversas escuelas de Pamplona y Madrid para finalmente estudiar la carrera de Medicina en Valencia, doctorándose posteriormente en la capital de España. En su tesis doctoral fue notable el pesimismo que embargaba por entonces su visión de la vida y que constituía no sólo un estado psíquico subjetivo sino una interpretación del mundo y de la historia emparentada con la filosofía de Arthur Schopenhauer (1788-1860). El contenido fundamental de su tesis consistió en un estudio clínico que se extendía tanto en consideraciones teóricas como en investigaciones concretas sobre la naturaleza del dolor. La idea pesimista de que el conocimiento aumenta el dolor también la expresó en "Sufrir y pensar", un artículo publicado en 1899 en la "Revista Nueva": "La sombra del dolor sigue a la inteligencia como el cuerpo, y así como a raza superior y a superior tejido corresponden mayor capacidad para sentir dolores, así también a cerebro más perfeccionado corresponde más exquisita percepción del dolor". En 1900, habiendo abandonado ya -asqueado del oficio- su trabajo como médico, publicó su primera obra: una colección de cuentos titulada "Vidas sombrías", obra que contenía el germen de toda su producción literaria futura. Los protagonistas son víctimas de la angustia provocada por la crisis nihilista de la época, fracasan invariablemente en sus vidas, poseen un pesimismo implacable y una crueldad insaciable. Para Baroja, el mundo de su época se hallaba ante una profunda descomposición moral, por lo que buscó en la filosofía una explicación racional de la vida y un apoyo ético. Su preparación filosófica fue fragmentaria y limitada. Sus lecturas no respondían al deseo de adquirir un conocimiento general de la Filosofía sino que, por el contrario, arrastrado desde muy joven por un fuerte individualismo, y casi por intuición, se inclinó a las obras o sistemas que más concordaban con su personalidad. Al momento de volcarse por completo a la literatura ya había leído a Johann Gottlieb Fichte (1762-1814) y a Immanuel Kant (1724-1804): "Leí primero 'Fundamentos de la doctrina de la ciencia' de Fichte, y no pude enterarme de nada. Después intenté descifrar la 'Crítica de la razón pura' de Kant, pero me pareció demasiado esfuerzo. Comencé entonces la lectura de 'Parerga y paralipómena' de Schopenhauer y me pareció un libro ameno, en parte cándido, y me divirtió más de lo que me suponía. Así que seguí leyendo a Schopenhauer", recuerda en sus "Memorias". Como puede leerse en "Panorama de la Generación del 98" de Luis S. Granjel, las preferencias y las antipatías de Baroja en materia filosófica lo llevaron a establecer dos líneas en la evolución histórica de la especulación metafísica. "Una, la primera a la que él se siente ligado, naturalista, crítica, que se inicia en los presocráticos y llega a su más acabada expresión con Kant y Schopenhauer; y otra, que rechaza, exaltada y fantástica, que discurre desde Platón y Plotino para llegar a Nietzsche y las diversas manifestaciones de la filosofía en nuestro siglo, todas formalmente denostadas por Baroja". Hacia el final de su vida, Baroja se preguntaba: "¿Porqué yo, que soy hombre de poca tenacidad, he llegado a tener perseverancia bastante para leer libros difíciles para los cuales no tenía preparación? Intenté renovar un poco mi cultura filosófica sin conseguirlo. Si hubiera insistido más, habría sido kantiano, pero no me he atrevido con la 'Ciencia de la Lógica' de Hegel, ni pude soportar las utopías desde 'La República' de Platón a 'La conquista del pan' de Kropotkin. Pretendía ver claro en asuntos transcendentales, pero después lo dejé".

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A pesar de esto, no se puede negar la influencia de la filosofía en su vida y en su obra. Es indudable que ella desarrolló su espíritu crítico y le abrió horizontes que, tal vez, marcaron una dirección definitiva en su creación. Su ideología filosófica mereció de sus coterráneos muy diferentes comentarios. Para el escritor José Martínez Ruiz, Azorín (1873-1967), por ejemplo, Baroja era "el único novelista nuestro contemporáneo de quien se puede deducir una filosofía original y sistemática". El crítico literario César Barja (1890-1952), por su parte, opinaba que Baroja tenía "más de filósofo especulador que de un hombre de ciencia, y más de metafísico de la vida que de físico de las cosas". En cambio el filósofo Julián Marías (1914-2005) calificó las ideas de Baroja como "reacciones espontáneas y de primera vuelta ante las cosas, sin justificación intelectual ni responsabilidad. Son la expresión de su afán hacia la energía independiente; el valor máximo de esas 'ideas' no viene de lo que son ellas mismas, tan frecuentemente deleznables y erróneas, sino -una vez más- de su sinceridad". El profesor y literato Gonzalo Torrente Ballester (1910-1999), abundando en este criterio escribió: "La ideología de Baroja carece de valor objetivo. No es un ensayista, sino un hombre que busca en los libros la solución a su problema personal, que acepta ideas ajenas y que elabora, en consecuencia, otras. Su ideología, en cambio, tiene valor sintomático, documental, y aunque la mayor parte de las veces se expone a través de personajes novelescos, es indispensable para entender al escritor y para entender a sus criaturas". Baroja, agnóstico y anticlerical, liberal decimonónico e individualista acérrimo, anarquista en su juventud, germanófilo en su madurez, anticomunista y antisemita toda su vida, y para quien el hombre estaba "un milímetro por encima del mono cuando no un centímetro por debajo del cerdo", pensaba que la raza influye en la forma de ser y de actuar del individuo. Baroja consideraba que la auténtica Europa se hallaba concentrada entre las montañas de los vascos españoles y franceses, aunque alguna vez fue un poco más allá: "Yo a veces creo que los Alpes y los Pirineos son lo único europeo que hay en Europa. Por encima de ellos me parece ver el Asia; por abajo, el Africa. En el navarro ribereño, como en el catalán y como en el genovés, se empieza a notar el africano, en el galo del centro de Francia como en el austríaco, empieza a aparecer el chino". "Tengo dos pequeñas patrias regionales -añadió-: Vasconia y Castilla, considerando Castilla, Castilla la Vieja. Entre vascos y castellanos me gustaría tener mis lectores. Los demás españoles me interesan menos; los españoles de América y los americanos no me interesan nada".

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Por la zoología se sabe que las distintas razas animales se mezclan y son fecundas. Los que no se mezclan son los individuos de distintas especies y si se mezclan, producen el híbrido, en general infecundo. Al conde de Keyserling le he oído decir que las razas no tienen importancia porque se crean con facilidad. Que se han creado es indudable, pero ha sido en miles de años y en circunstancias por ahora desconocidas, o por lo menos muy mal conocidas. En principio, y considerando el punto de una manera puramente racional y zoológica, parece evidente que las razas humanas y hasta las sub-razas deben ser distintas y tener cada una aptitudes diferentes. Por otra parte, las razas deben de estar ya tan mezcladas desde tiempos prehistóricos que tiene que ser muy difícil o imposible asignar a cada una sus caracteres y su especialidad. La cultura llega a borrar unas diferencias étnicas y a acentuar otras. Es, por ejemplo, muy lógico que entre los judíos haya habido grandes banqueros, porque durante mucho tiempo no han podido ser militares, ni agricultores, ni industriales, sino sólo negociantes; también es lógico que entre ellos y los árabes no haya habido pintores célebres, porque para los semitas la reproducción de la figura humana estaba prohibida. En el principio del siglo XIX comenzó en Europa el estudio científico de la etnografía y de la antropología. El iniciador principal de ellas fue Blumenbach. Se creyó encontrar en el cráneo la clave del misterio de las razas. Se empezaron a formar colecciones de calaveras, se inventaron aparatos para hacer mediciones del ángulo facial y de la longitud de los cráneos, y Retzius dividió éstos en dolicocéfalos (largos) y braquicéfalos (anchos). Broca llamó a los tipos intermedios mesocéfalos. La relación entre la largura de la cabeza, considerándola como 100, y la anchura de la misma como X, se llamó índice cefálico. Este índice cefálico ha sido el caballo de batalla de los antropólogos durante mucho tiempo. En un período de poca claridad y anterior a la vulgarización de los conocimientos etnográficos publicó en 1853 un libro el conde de Gobineau, titulado "Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas". El libro, de gran originalidad, no hizo efecto al salir. Su influencia fue lenta. En tiempos del libro de Gobineau, la teoría de la evolución no estaba conocida y popularizada. El sistema del naturalista Lamarck, atacado por Cuvier, no gozaba de crédito. "El origen de las especies", de Darwin, no se había publicado aún. Este libro es de 1859. Gobineau acepta la génesis bíblica, a Sem, Cam y Jafet, hijos de Noé, como ascendientes de todos los hombres. Partir de esta unidad y llegar a la desigualdad es un poco extraño. Actualmente, entre los antropólogos, nadie acepta esto como científico. Como creía el autor del libro "Los preadamitas", La Peyrére, esa división es una división para los judíos. Además, en ella no caben ni los amarillos ni los negros; los amarillos porque sin duda no se conocían en Palestina ni en Egipto en tiempo en que se escribió el "Génesis"; los negros porque pasaba igual. Los camitas bíblicos no eran negros. Gobineau no mira la cuestión étnica de una manera científica sino de un modo inspirado y literario. Para él, la cuestión de las razas es el "Deus ex machina" de la civilización. Según él, en la historia aparece un pueblo animador y energético: el pueblo germano, que es el heredero de los arios. Ni el clima, ni el gobierno, ni las costumbres, ni la religión bastan para elevar una civilización, según el conde. Mientras no haya un elemento indogermánico, ario, no se elevará. La cosa es un poco absurda creyendo, como creía el conde bordelés, que todos los hombres tienen el mismo origen. La tendencia ariófila de Gobineau gustó, naturalmente, en Alemania y se fundó allí una sociedad gobinista. Muchos años después, algunos antropólogos quisieron afianzar las teorías del conde con la antropometría y encontrar el tipo físico del ario-indo-germano. Los alemanes Otto Ammon y Ludwig Woltmann y el francés Vacher de Lapouge trabajaron en esto. Para Vacher de Lapouge -en su libro agrio, apasionado y elocuente "El ario y su papel social" (1899)-, el ario actual tiene características claras, físicas y morales. El

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ario (Homo Europeous) es alto, rubio, dolicocéfalo, audaz individualista, atrevido, protestante en religión. El "Homo Alpinus" es braquicéfalo, moreno, vulgar, rutinario, burócrata, oficinista, de concepciones mezquinas, inclinado a formar parte del Estado y de religión católica. Con estas premisas se busca la cantidad de arianismo, de indo-germanismo que hay en los grandes hombres y que queda en los pueblos. Luego fue Houston S. Chamberlain, en sus "Fundamentos del siglo XIX", el que se encargó del panegírico del ario, que, según él, no era sólo el tipo escandinavo de Gobineau, sino que abarcaba los tres elementos que se pueden encontrar en Alemania: el céltico, el germano y el eslavo. Chamberlain no era un exaltado como Lapouge, sino un patriota alemán, a pesar de ser inglés de origen, y un hombre al servicio del imperio del Kaiser Guillermo II. Después vinieron las críticas de estas diversas teorías. Salomon Reinach aseguró que la hipótesis de un tipo físico especial de los propagadores de las lenguas arias era una pura novela. Isaac Taylor sostuvo la tesis de que los arios tenían caracteres parecidos a los fineses mogoloides y que su cuna era el sur y el este de Rusia. Sergi suponía que los arios formaban una raza braquicéfala (de cabeza ancha) llegada de Asia, que había influido en los nórdicos y mediterráneos de Europa, y otro profesor italiano, Michelli, pensaba que lo que se llama pueblos arios o indo-europeos eran producto de una combinación lenta en la Europa central y oriental, en la época neolítica, de diversas razas europeas primitivas. Es lo que parece más probable. Después ha seguido el debate, y al último la palabra "ario" se ha convertido en una palabra política de combate. En su aspecto científico, al querer asignar al tipo ario caracteres determinados, se han expuesto hipótesis y teorías muy curiosas. Para Ammon y Vacher de Lapouge, el ario era el germano del Norte, alto, dolicocéfalo (cráneo largo), rubio, de ojos azules; para otros, era el celta, el homo alpinus, más bajo, juanetudo y braquicéfalo (cráneo ancho), otros suponían que era el mediterráneo, pequeño, dolicocéfalo, moreno y quizá procedente del norte de África. En estas opiniones influía el que muchos etnógrafos e historiadores empezaban a creer que el llamado tipo indo-germánico no era de origen asiático, sino de origen europeo. Según unos, se había formado a orillas del Báltico, y según otros, del Danubio. Algunos, sobre todo los historiadores, pensaron que existió si no una raza, una nación aria, de la cual han hablado Herodoto y Ptolomeo. Este pueblo, originario de la Bactriana, habría ido a la India y suplantado a las razas de color. Una parte emigraría al occidente de Europa, que les debería la industria de la piedra pulimentada, después la del bronce, y el idioma. Desde el punto de vista anatómico y etnográfico, la raza del Norte, escandinava e inglesa, tiene rasgos comunes con la mediterránea, y las dos con la primitiva de Cro-Magnon; así que pudiera ser muy bien que el ario fuese exclusivamente lo que se llamó primero el celta y luego el hombre alpino, es decir, una raza de estatura relativamente baja, de cabeza redonda y de aire mogoloide, que ocupó el centro de Europa, que constituyó la civilización lacustre de los palafitos, que vino del Asia por las estepas de Rusia, y por el Danubio formó el fondo étnico de Francia, de Alemania, de Suiza, de Bélgica y de parte del norte de España y de Italia. Esta es una hipótesis como cualquier otra. De todas maneras, no se puede asegurar que el ario, si existe, o si ha existido, sea un tipo de esta clase o de la otra. Tampoco se puede decir que haya en Asia o en Europa un territorio en el que se noten indicios de haber estado poblado por una raza protoaria con un lenguaje también protoario.

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1938: Benedetto Croce.

Durante las primeras décadas del siglo XX la filosofía sobrepasó los marcos en que el siglo anterior la había querido mantener. Según el historiador alemán Heinz Heimsoeth (1886-1975), "los grandes problemas de la vida humana y de la concepción del mundo, que habían sido desplazados por una época rígida en su orientación intelectualista, comenzaron a reclamar su lugar en la historia. Desde este punto de vista, el concepto de metafísica adquirió, en los primeros decenios del siglo XX, una nueva y positiva significación. La filosofía idealista reverdeció cobrando una extraordinaria importancia el Hegel liquidado en las postrimerías del siglo XIX y significativas formas de un neohegelianismo se impusieron con vigor en Alemania, Holanda, Inglaterra y particularmente en Italia". Para el filósofo español José Ferrater Mora (1912-1991), "la diversificación de la escuela hegeliana y el progresivo escepticismo respecto a las pretensiones absolutistas de los sistemas del idealismo provocó una fuerte reacción antihegeliana. Esta reacción se manifestó en muy diversas maneras a lo largo del siglo XIX. Por un lado, expresaron su oposición decidida filósofos como Kierkegaard, Schopenhauer y Nietzsche; por otro lado, la irrupción del materialismo y del naturalismo a mediados del siglo hizo del hegelianismo objeto frecuente de demostraciones hostiles. En cambio, el hegelianismo penetró por diversos caminos en muchos países". En ese contexto sobresale la figura del filósofo, historiador y crítico literario italiano Benedetto Croce (1866-1952) cuya obra ejerció una considerable influencia, sobre todo en los campos de la Estética y de la Historia, y con quien el hegelianismo alcanzó máximo predicamento y máxima resonancia en la península itálica. El período en el cual Croce se hace prominente y su pensamiento se propaga en la mayor parte de la cultura y el pensamiento italianos -comienzos del siglo XX- es el que sigue al largo proceso de la unificación, un proceso durante el cual el Estado se centró en la construcción de una nacionalidad italiana. Dos sociedades surgieron de esa transformación: una oficial, la de los grupos en el poder, y otra real, la de los sectores populares. La ruptura entre ambos tenía sus raíces en los conflictos socioeconómicos y se reflejaba en los ámbitos moral, cultural e intelectual. Antonio Gramsci (1891-1937) veía en Croce a la figura más representativa de esa brecha y lo definió como "una especie de Papa laico", el soporte ideológico fundamental de la

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burguesía italiana. Para Gramsci, Croce ocupaba al mismo tiempo la cúspide del pensamiento italiano y el punto más bajo de la historia y la política italianas. En muchos aspectos la posición filosófica del autor de "Teoria e storia della storiografia" (Teoría e historia de la historiografía) fue mucho más allá de la neohegeliana hasta llegar a un idealismo absoluto y hacia fines del siglo XIX había criticado la doctrina filosófica y económica del marxismo luego de -con su "Materialismo storico ed economia marxistica" (Materialismo histórico y economía marxista)- haber contribuido a su introducción en Italia. A pesar de su profunda formación en teología católica, Croce llegó a ser ateo y anticlerical. En su sistema filosófico, a diferencia del de Hegel, no aparecen ni la naturaleza ni la religión, y la lógica es considerada dentro de la filosofía del Espíritu. Para Croce, la noción de naturaleza se remite a una ficción práctica, fruto de la actitud económica hacia el mundo. A la religión no le reconoce autonomía, la considera un conjunto de motivos poéticos, filosóficos y morales. Su sistema establece cuatro vertientes para la "ascensión del espíritu universal": la estética, la lógica, la económica y la ética. Para Croce, el Espíritu puede ser considerado en su aspecto teórico o en su aspecto práctico. Según Ferrater Mora, "en el primero cabe considerarlo como conciencia de lo individual, y este es el tema de la estética, o como conciencia de lo universal, y este es el tema de la lógica; en el segundo cabe considerarlo como querer de lo individual, y este es el tema de la economía, o como querer de lo universal, y este es el tema de la ética. Cada una de estas partes de la filosofía del Espíritu ha sido desarrollada por Croce con especial detalle, buscando en todo momento aquello que podía enlazarla con los grados restantes". De esta manera, los diferentes grados del Espíritu se hallan implicados entre sí, constituyendo una especie de círculo en el cual cada grado se apoya en los restantes y a la vez los completa. Croce desarrolló su filosofía del Espíritu en tres ensayos publicados entre 1902 y 1909: "Estetica come scienza dell'espresione e linguistica generale" (La estética como ciencia de la expresión y lingüística general), "Logica come scienza del concetto puro" (La lógica como ciencia del concepto puro) y "Filosofia della pratica económica ed ética" (Filosofía práctica en sus aspectos económico y ético). "La Historia -dice Croce- no es forma, sino contenido; como forma no puede ser más que intuición o hecho estático. La historia no investiga leyes ni forja conceptos; ni induce, ni deduce; no construye universales y abstracciones, aunque supone intuiciones. El mundo de lo sucedido, de lo concreto, de lo histórico, es lo que se llama el mundo de la realidad y de la naturaleza, y comprende lo mismo la realidad física que la espiritual o humana. Todo este mundo es intuición. La ciencia, la verdadera ciencia, que no es intuición sino concepto, no individualidad sino universalidad, no puede ser más que ciencia del espíritu, de lo que la realidad tiene de universal". En 1938, Croce publicó una de sus obras más reconocidas: "La Storia come pensiero e come azione" (La Historia como pensamiento y acción) también conocida como "La historia como hazaña de la libertad".

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Por vía del chiste podríamos decir que el concepto de "raza" no hace fortuna entre los historiadores "de pura raza". El motivo de su desdén y de su fría y callada repudiación se debe aquí también al carácter de individualidad que corresponde a la verdad histórica, y, como lo hemos hecho ver, a toda verdad genuina; hecho que nos place ofrecer aquí con palabras de Maquiavelo: "Si algo agrada o enseña en la historia, es lo que se describe con pormenores". El historiador conoce y señala bien la formación de modos comunes de sentir, pensar y hacer en las sociedades humanas y en sus varios momentos, tiempos, épocas o como quiera que los llamemos; modos que los diferencian de los otros momentos, tiempos y épocas. Los italianos de la edad de las comunidades, por ejemplo, son muy diferentes de los italianos de la Contrarreforma y de la dominación española, y todos ellos difieren de los italianos del Resurgimiento. El aspecto mismo, el aire, las fisonomías de estas tres comunidades sociales, los vemos en los retratos que han llegado a nosotros de los hombres que las representaron. Y, sin embargo, ni el historiador ni el conversador ordinario (salvo en algunas expresiones metafóricas y enfáticas, como cuando se dice que "parece haber surgido una nueva raza" o algo parecido) emplean en tales casos la palabra "raza". Porque aquellas comunidades son históricamente individuales y por eso surgen, se modifican, se disuelven o se resuelven por sí mismas, mientras que la raza parece distinguirse, destacándose del curso de la historia, estar por encima de ella, o intervenir en ella como fuerza y entidad natural. Esto es lo que parece, pero cuando intentamos descubrirla o determinarla como fuerza natural nunca acertamos a comprenderla en el mundo real. En verdad la "raza" no puede separarse del llamado "medio", es decir, de las condiciones históricas, ni puede fijársela ni describírsela como constante porque cambia con los cambios del mundo. Y tampoco pueden distinguirse de modo radical las razas que se suponen diferentes, porque siempre se mezclaron y siguen mezclándose, de forma que, miradas desde el punto de vista de la pureza, todas aparecen mixtas o impuras. El fundamento de ese concepto extra-histórico de raza no es "físico", según se cree, sino "metafísico"; más aún, "mitológico", refiriéndose a un Dios que creó razas humanas fijas como creó especies fijas de otros seres vivos; esas especies que aún la ciencia natural hecha historia en el siglo XIX consideraba variables. Por supuesto, esas razas fijas que la crítica niega y de las que la historia se muestra ignorante, son apasionadamente afirmadas, defendidas, atacadas y sostenidas en las luchas políticas, pero ello prueba no más que su realidad está constituida por la

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pasión y la imaginación, y no por la verdad; que consiste en un fantasma y no en un concepto. Siendo, como son, ídolos de la pasión, sólo pueden ser reducidos a verdad por un camino: haciendo ver qué proceso ideal los ha engendrado y tratándolos a la vez históricamente, es decir, desarrollando la historia de las obras y hechos individuales en que han desempeñado un papel. La integridad de la humanidad no está presente en sí misma, es decir, no existe sino en la acción, y la acción no es nunca una acción general, sino una misión determinada e histórica; de modo que, llevándola a cabo, la humanidad se expresa íntegramente, y cuando sobrevengan otras misiones se expresará en ellas sucesivamente, siempre en su integridad.

1941: Julian Huxley.

Hacia los años '30 del siglo XX, la combinación de la teoría de la evolución de Charles Darwin (1809-1882) con los principios de la herencia genética desarrollados por Gregor Mendel (1822-1884) dio como resultado la teoría sintética de la evolución, llamada oficialmente "síntesis evolutiva moderna". Según esta teoría, los fenómenos evolutivos se explican básicamente por medio de las variaciones accidentales o mutaciones sumadas a la acción de la selección natural, la recombinación de genes y el aislamiento geográfico. Los conceptos básicos de esta teoría fueron expuestos por varios científicos: John B.S. Haldane (1892-1964), Theodosius Dobzhansky (1900-1975), Bernhard Rensch (1900-1990), George G. Simpson (1902-1984), Ernst Mayr (1904-2005), George Ledyard Stebbins (1906-2000) y Julian Huxley (1887-1975) fueron los más importantes. Gracias a la síntesis moderna por ellos concebida se sabe hoy que la mayor parte de los rasgos como el color de la piel, el de los ojos y el grupo sanguíneo, son determinados por nuestros genes. Considerado como uno de los representantes más eminentes del materialismo evolucionista del siglo pasado, el biólogo inglés Julian Huxley se interesó especialmente por los conceptos de la evolución, los que estudió contemplando los problemas filosóficos generados por los avances científicos de su época. Estudiante

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en el Eton College y en la Oxford University, su interés por la observación de las aves durante su juventud le hizo interesarse por la ornitología, pero sus investigaciones abarcaron también los campos de la medicina y de la, por entonces, incipiente biología molecular. Huxley contribuyó con trabajos teóricos a la biología evolutiva, fundamentalmente con su obra "Evolution: the modern synthesis" (Evolución: la síntesis moderna), un libro que tuvo una gran difusión y que popularizó el nuevo marco hipotético de la teoría sintética de la evolución. Si bien Huxley no fue el padre de esta teoría, sí fue uno de sus mayores promotores y divulgadores, tarea que continuaría después con "Evolution in action" (La evolución en acción), "Evolutionary ethics" (Etica evolutiva) y "The humanist frame" (El manifiesto humanista). "La Historia -escribió Huxley- se funda en la prehistoria y, a su vez, ésta se funda en la evolución biológica. Nuestra escala del tiempo ha sido modificada profundamente. Si mil años son un período breve para la Prehistoria, para la evolución significan un período insignificante, pues ésta se cuenta por períodos de centenas de millones de años. Y el porvenir se extiende en la misma proporción que el pasado. El hombre es un fenómeno natural como un animal o una planta. Nació por el progreso de la vida y el progreso biológico no necesita un agente especial. En otros términos, no exige la intervención de un propósito divino ni está bajo el control o dirección de ningún ser sobrenatural". Y agregó: "Debemos estar listos a abandonar la hipótesis de Dios y sus corolarios como la revelación divina o las verdades inalterables, y a cambiar de una posición sobrenatural a una posición naturalista del destino humano. La generalización de Darwin sobre la selección natural hizo posible y necesario eliminar la idea de que Dios guía las fases de la vida evolutiva. Finalmente, las generalizaciones de la psicología moderna y de las religiones comparadas, hicieron posible, y necesario, eliminar la idea de que Dios guía la evolución de la especie humana mediante la inspiración o alguna otra forma de dirección sobrenatural". Huxley fue quien propuso en 1942 el término "síntesis". Durante los siguientes años, la teoría sintética dominó el pensamiento científico acerca del proceso de evolución y ha sido enormemente productora de nuevas ideas y nuevos experimentos, a medida que los biólogos trabajan para desentrañar los detalles del proceso evolutivo. Otras de sus obras trascendentes son "The science of life" (La ciencia de la vida), "Religion without revelation" (Religión sin revelación),"Essays of a biologist" (Ensayos de un biólogo), "Scientific research and social needs" (Investigación científica y necesidades sociales), "The living thoughts of Darwin" (El pensamiento vivo de Darwin), "The future of man. Evolutionary aspects" (El futuro de hombre. Aspectos evolutivos) y "The uniqueness of man" (La originalidad del hombre).

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Las nociones popular y científica de raza ya no coinciden. La palabra "raza", en tanto que aplicada científicamente a agrupamientos humanos, ha perdido toda claridad de sentido. Actualmente es apenas definible en términos científicos, excepto como un concepto abstracto que puede, bajo ciertas condiciones -muy diferentes de las que ahora prevalecen- haberse realizado aproximadamente en el pasado, y podría, bajo ciertas otras condiciones igualmente diferentes, verse realizado de nuevo en un futuro lejano. A pesar de la labor del genetista y el antropólogo, hay todavía una lamentable confusión entre las ideas de raza, cultura y nación. A este respecto los mismos antropólogos no están limpios de culpa, y de ahí que no sea sorprendente la formidable cantidad de ideas confusas existentes en escritores, políticos y el público en general. En tales circunstancias es muy de desear que el término raza, en tanto que aplicado al hombre, sea eliminado de nuestro vocabulario científico y general. Su empleo como término científico tuvo un origen doble. En parte, representa meramente el uso de un término popular; en parte, la tentativa de aplicar al hombre el concepto biológico de variedad o raza geográfica. Pero el término popular es tan impreciso que resulta inservible, y el análisis científico de las poblaciones humanas demuestra que la variación del hombre ha tenido lugar en otras direcciones que las características de otros animales. En otros animales el término raza ha sido sustituido por el de subespecie. En el hombre, la migración y el cruce han producido un estado de cosas tan fluido que no es permisible la aplicación de ningún término tan preciso a las condiciones existentes. Lo que observamos es el relativo aislamiento de grupos, su migración y su cruce. Científicamente, sólo hay dos métodos de tratamiento que puedan usarse para la definición genésica de los grupos humanos. El uno es el de definirlos por medio de los caracteres que manifiesten; el otro, el de definirlos por medio de los genes que contengan. En ambos casos el modo de proceder debe ser ante todo cuantitativo. En cualquier grupo ciertos caracteres o genes pueden faltar totalmente, y cuando ello ocurra podremos hacer una distinción cualitativa. Más, generalmente, la distinción será cuantitativa. Los caracteres o genes que estén presentes lo estarán en diferentes proporciones en grupos diferentes; sus combinaciones más frecuentes también diferirán de un grupo al siguiente. Sólo por medio de esta diferencia cuantitativa en la representación podemos tener, principalmente, la esperanza de definir la diferencia entre uno y otro grupo. El método por caracteres y el método por genes difieren en su valor científico y en

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su practicabilidad. Es mucho más fácil intentar una clasificación por caracteres y, en los hechos, éste es el único método inmediatamente practicable (además de ser el necesario primer paso hacia la clasificación por genes). Pero es menos satisfactorio desde el punto de vista científico. Esto es, en parte, porque caracteres aparentemente similares pueden estar determinados por genes diferentes; e, inversamente, por el mismo gen en combinación con diferentes constelaciones de otros genes puede producir caracteres muy diferentes. Es también menos satisfactorio porque un carácter es siempre el resultado de una acción recíproca entre la constitución y el medio ambiente. El deslindar los efectos genéticamente importantes del medio, de la acción genéticamente esencial de los genes, es difícil en todos los organismos y especialmente en el hombre, en el que el medio social y cultural -ese carácter singular de la especie humana- desempeña un papel importante. Hasta que hayamos inventado un método para distinguir los efectos del medio social de los de las constituciones genéticas, nos será imposible decir nada que tenga valor científico acerca de tópicos tan vitales como las posibles diferencias genéticas en inteligencia, iniciativa y aptitud que pueden distinguir a los diferentes grupos humanos. Sería de desear que pudiésemos desterrar el discutido término "raza" de todas las discusiones de cuestiones humanas y lo reemplazáramos por la expresión, no comprometedora, de "grupo étnico". Este sería el primer paso hacia una consideración racional del problema de que se trata. Ciertas falacias de las ideas "raciales" sin base científica -y especialmente el mito de la "raza aria"- exigen un examen por separado. En 1848, el joven universitario alemán Friedrich Max Müller se estableció en Oxford, donde permaneció el resto de su vida. El noble carácter y las grandes dotes literarias y filológicas de Max Müller son bien conocidos. Hacia 1853 introdujo en el idioma inglés el desdichado término ario, aplicado a un gran número de idiomas. El empleo que hizo de esta palabra sánscrita contiene dos presunciones: una lingüística, en el sentido de que el subgrupo indo-persa de idiomas es más antiguo y primitivo que cualquiera de sus afines; otra geográfica, en el sentido de que la cuna del común antecesor de estos idiomas fue la Ariana de los antiguos en el Asia central. La primera de estas presunciones, según se sabe ahora, es errónea con toda certidumbre, y la segunda es considerada también como probablemente equivocada. Sin embargo, en torno a cada una de estas presunciones se ha edificado toda una biblioteca de literatura. Además Max Müller dejó otra manzana de discordia. Introdujo una proposición cuya falsedad puede demostrarse. Habló no solamente de un idioma ario concreto y de sus derivados, sino también de una "raza aria" correspondiente. La idea tomó rápidamente cuerpo en Alemania y en Inglaterra. Afectó en mayor o menor medida a cierto número de escritores nacionalistas, historiadores o literatos románticos, ninguno de los cuales tenía una preparación etnológica. Por otro lado, la idea circuló ampliamente por medio del escritor francés Gobineau. Del grupo inglés, basta que recordemos algunas de las plumas más capaces: Thomas Carlyle, J.A. Froude, Charles Kingsley y J.R. Green. Lo que estos hombres han escrito acerca del tema ha sido arrinconado por los historiadores en el desván de las teorías desechadas y desacreditadas. En Inglaterra y Norteamérica, la expresión "raza aria" ha dejado de ser usada por los escritores con base científica, aunque aparezca ocasionalmente en la literatura política y de propaganda. En Alemania, la idea de una raza "aria" no halló más apoyo científico que en Inglaterra. No obstante ello, encontró abogados literarios capaces y tenaces que hicieron de ella algo muy halagador para la vanidad local. Como consecuencia, se extendió rápidamente, fomentada por condiciones especiales. Posteriormente, Max Müller fue convencido por amigos de su círculo científico de la enormidad del error e hizo todo lo posible para excusarse. Así, en 1888, escribió:

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"He declarado una y otra vez que, cuando hablo de arios, no me refiero a nada de carne y hueso, ni a cabellos o cráneos; me refiero simplemente a aquellos que hablan un idioma ario. Cuando hablo de esta gente, no me refiero a características anatómicas. Los escandinavos de ojos y de pelo rubio pueden haber sido conquistadores o conquistados. Pueden haber adoptado el idioma de sus más morenos dominadores o viceversa. Para mí, un etnólogo que hable de raza aria, de sangre aria o de ojos y cabellos arios, peca tanto como el lingüista que hable de un diccionario dolicocéfalo o de una gramática braquicéfala". Max Müller reiteró su protesta con frecuencia pero, por desdicha, "el mal que los hombres hacen queda tras ellos, mientras que el bien es enterrado a menudo con sus huesos". ¿Quién no desea tener nobles abuelos? La fe en una raza "aria" fue aceptada por los filólogos, quienes nada sabían de antropología, y la palabra fue usada sin trabas por escritores que trataban de ciencia, pero sin preparación técnica y sin una clara idea del significado biológico que hay que dar a la palabra "raza". La influencia de la insostenible idea de la "raza aria" vicia todos los escritos alemanes sobre antropología que actualmente están autorizados a aparecer. Si el término "ario" ha de tener un significado racial ha de ser aplicado a la unidad tribu, cualquiera que haya sido, que habló por primera vez un idioma susceptible de ser calificado de ario. Respecto a los caracteres físicos de esta unidad hipotética, sólo podemos decir que no sabemos nada de nada. En cuanto a la localidad donde este idioma se habló por primera vez, la única afirmación concreta tolerable que puede hacerse es que fue algún punto de Asia y no de Europa. Es, pues, absurdo hacer la distinción entre "no arios" y "europeos". No hay necesidad de reseñar con detalle la historia de la controversia aria. Bastará con decir que, mientras los alemanes afirmaban que estos míticos arios eran altos, rubios y de cabeza alargada -los antecesores hipotéticos de los hipotéticos teutones primitivos-, los franceses aseguraban que el idioma ario y la civilización aria vinieron a Europa con los alpinos o euroasiáticos, hombres de estatura media, más bien morenos y de cabeza ancha. El haberse descifrado el idioma de los hititas -que tienen apariencia de judíos y son indudablemente arios- y el descubrimiento de varios idiomas arios en el Noroeste de la India, crean una nueva complicación en el problema de los orígenes de las lenguas arias en general. Los criterios alemán y francés no pueden ser exactos por completo, pero cabe que ambos sean parcial o enteramente equivocados. En la medida en que los orígenes de nuestra civilización pueden ser asociados con un determinado tipo físico, el enlace no es con los nórdicos ni con los euroasiáticos, sino más bien con los mediterráneos. En cuanto a las medidas físicas generales de la población existente en la Europa central, el tipo que prevalece es euroasiático más que nórdico o mediterráneo.

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1944: Henri V. Vallois.

Durante las primeras décadas del siglo XX, mientras los notables avances de la genética, la sistemática y la paleontología conducían a la creación de la teoría sintética de la evolución, el médico, antropólogo y paleontólogo francés Henri V. Vallois (1889-1981) ejercía la docencia en la Facultad de Medicina de la Université de Toulouse y, encomendado por el Musée d'Ethnographie du Trocadéro, realizaba investigaciones con los restos fósiles encontrados en Neandertal en 1856 por Johann Fuhlrott (1803-1877) y en La Chapelle-aux-Saints en 1908 por Marcellin Boule (1861-1942). Vallois y Boule negaron por entonces que, tanto el Hombre de Neandertal como el de La Chapelle-aux-Saints, formasen parte de los ancestros del hombre moderno y, al apoyar la idea de que eran más simiescos que humanos, dieron argumento a quienes sostienen la doctrina creacionista en oposición a la tesis evolucionista. En 1944, siendo director del Institut de Paléontologie Humaine de París, Vallois publicó su ensayo "Les races humaines" (Las razas humanas). En esta obra, escrita en forma sencilla y accesible aún para lectores sin conocimientos sobre antropología física, el autor presentó una clasificación científica sobre los grupos humanos con caracteres físicos específicos a los que tradicionalmente se ha llamado razas. Situándose en una perspectiva evolucionista, utilizó un cuádruple criterio para su clasificación: los caracteres anatómicos, los fisiológicos, los psicológicos y los patológicos, que corresponden al conjunto de caracteres físicos de cada grupo. Advierte Vallois que "los tres grandes grupos fundamentales de la humanidad (blancos, amarillos y negros) conservarán por mucho tiempo aún su existencia propia, pero esto no debe ser motivo de conflictos; antes bien, debe llevar a una cooperación fructífera, como lo muestra el ejemplo de diferentes países". En la introducción, Vallois sostiene que "muchas razas tienen entre sí afinidades que permiten agruparlas en categorías más elevadas, los grupos raciales; por otra parte, muchas de ellas son susceptibles de divisiones secundarias llamadas subrazas o, eventualmente, tipos locales. Ahora bien, cuando se examinan las diversas clasificaciones se comprueba que, a menudo, un antropólogo describe como una raza dividida en dos subrazas lo que otro considera como dos razas independientes. Asimismo, cuando se trata de establecer los grupos raciales, se ve que existen razas

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cuyos caracteres son intermedios entre dos grupos cercanos y que, por lo tanto, serán ubicadas ora en uno, ora en otro. Evidentemente, las diferencias son, en gran parte, formales". "El estudio sistemático de esos grupos según el orden antropológico -aclara Vallois-, deberá hacer abstracción de su repartición geográfica. Establecerá la posición sistemática de las razas pero no podrá poner en evidencia la manera como éstas se superponen y se mezclan para componer los pueblos de una parte determinada del mundo. Inversamente, un estudio puramente geográfico separaría de manera artificial razas cercanamente emparentadas. La única manera de obviar estos inconvenientes es considerar, en lugar de los continentes propiamente dichos, grandes regiones que podemos llamar 'áreas antropológicas', cada una de las cuales presenta una composición racial particular". Vallois adoptó en su libro una clasificación que admite veintisiete razas que, según el conjunto de sus caracteres, se reúnen en cuatro grupos: las razas primitivas, cuyas disposiciones generales indican una evolución morfológica menos adelantada que en las otras; las razas negras o negroides, de piel oscura, cabello crespo o muy ondulado y nariz casi siempre ancha; las razas blancas, de piel clara o morena, cabello rizado u ondulado y nariz generalmente delgada; y las razas amarillas, con piel de fondo amarillento, cabello lacio o apenas rizado y nariz de ancho variable. Las veintisiete razas propuestas por Vallois son: vedda (en Asia) y australiana (en Oceanía) entre las primitivas; etíope, melano-africana, negrilla y khoi-san (en Africa), melano-índica (en Asia) y negrito y melanésica (en Oceanía) entre las negras; nórdica, este-europea, dinárica, alpina y mediterránea (en Europa), ainu, anatolia, turania, sudoriental e indo-afgana (en Asia) entre las blancas; siberiana, nordmongólica, centromongólica, sudmongólica e indonesia (en Asia), polinesia (en Oceanía) y esquimal y amerindia (en América) entre las amarillas. Vallois, quien durante casi cuarenta años fue jefe de redacción de la prestigiosa "Revue d'Anthropologie" y en 1950 fue director del Musée de l'Homme, publicó entre otros "Les hommes fossiles. Eléments de paléontologie humaine" (Los hombres fósiles. Elementos de paleontología humana), "L'épiphyse inférieure du fémur chez les primates" (Los primates) y "Anthropologie de la population française" (Antropología de la población francesa) además de numerosos artículos sobre antropología y paleontología.

El estudio de las grandes áreas antropológicas nos ha mostrado que las razas humanas distan de ser estables. Sus territorios se modifican sin cesar; algunas se

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desarrollan, otras desaparecen; como todos los organismos vivientes, están en perpetuo cambio. En la Tierra habría existido cierto número de centros de creación, los cuales habrían dado origen a cada una de las grandes razas que conocemos, cuya diversidad, de ese modo, se habría manifestado desde el principio. Aunque en la actualidad haya intentado reaparecer de manera modificada, podemos decir que esta tesis, que se había aplicado a la vez a los animales y a las plantas, ha sido prácticamente abandonada. Todo concuerda en mostrar que el conjunto de la humanidad deriva de un pequeño grupo primitivo que se diferenció en la época terciaria a expensas de los Primates ya muy especializados y de los cuales los Australopitecus, fósiles del sur de África, nos dan una idea aproximada. Al menos, provisionalmente, podemos discernir tres grandes etapas en esta evolución. La primera, muy próxima aún a los Antropoides, está representada por dos formas muy primitivas: el Pitecantropo de Java y el Sinantropo de China. Sus caracteres se alejan enormemente de los caracteres de los hombres propiamente dichos. Se los ubica en un grupo zoológico especial, el de los Prehomínidos. Su área de distribución parece haber sido muy restringida. Mucha más próximo a nosotros, el estadio siguiente es el del Hombre de Neandertal, que en Europa corresponde al final del Pleistoceno. Todavía se trata aquí de formas primitivas pero que entran verdaderamente en el género Homo; constituyen una especie particular cuyos caracteres más importantes son el aplastamiento de la bóveda craneana, la disposición huidiza de la frente, la salida de los arcos superciliares, la proyección hacia adelante de las mandíbulas a manera de un hocico rudimentario y el aspecto macizo del maxilar inferior y de los dientes. Durante mucho tiempo se conoció a este Hombre de Neandertal solamente en Europa occidental, pero ahora se sabe que su distribución ha sido más vasta. Se han encontrado sus restos en Marruecos, en Abisinia, en África del sur, en Palestina, en Siberia y en Malasia. Así pues, irradiándose desde su centro de formación, los hombres ya se habían dispersado por extensos territorios. Es interesante el hecho de que los neandertalenses no son todos idénticos; entre ellos existen diferencias lo suficientemente grandes como para justificar su división en razas distintas. El tercer estadio es el del hombre actual, el Homo Sapiens de los zoólogos. Comprende numerosas razas. Aún desconocemos los lugares en que éstas se formaron y diferenciaron; sin embargo, la paleontología nos permite eliminar América, así como Australia y las islas periféricas de Oceanía. Por otra parte, sabemos que los primeros grupos del Homo Sapiens que aparecen en Europa -los Hombres de Cro-Magnon y de Chancelade- no derivaban de los Hombres de Neandertal que los habían precedido allí; llegaron de otra parte y, según parece, de Asia. En cuanto a las razas africanas, lo poco que conocemos referente a sus migraciones indica que provienen del norte. De esta manera los datos concuerdan para hacernos considerar Asia, o el bloque Asia-Malasia, como el lugar de origen de la gran mayoría de las razas humanas. El examen de su distribución viene a apoyar esta manera de ver: en Europa, en América y en África sólo se encuentran uno o a lo sumo dos de los grandes grupos raciales; por el contrario, en Asia parecen haberse dado cita los cuatro. Así, pues, este continente está en la encrucijada de todas las grandes razas actuales. Razón de más para pensar que nacieron allí. En cuanto al porvenir de las razas humanas, ¿podemos suponer que la distribución racial ha llegado hoy a un estado de equilibrio y que ya no cambia sensiblemente, de tal modo que en la actualidad el mapa de las razas existentes continuaría siendo válido por un largo período? No pueden caber dudas sobre la respuesta. No solo no existe razón para que los procesos en curso se detengan, sino que todo hace pensar que, si ningún accidente viene a destruir o modificar la civilización europea, éstos se acrecentarán. La multiplicación extraordinaria de las facilidades de transporte, la fiebre de prospección y explotación de todas las riquezas del suelo terrestre, la

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paradójica necesidad de una mano de obra cada vez más numerosa a medida que se desarrolla el maquinismo, son otras tantas causas que tienden a suprimir las últimas barreras geográficas que aún protegen a algunas razas. El ejemplo del pasado no hace sino indicar en demasía que esta multiplicación de contactos entre todos los hombres no se realiza sin peligro para los grupos antropológica y culturalmente primitivos. Hay que esperar que haya terminado el período en que una raza destruía a otra por la violencia aún a pesar de que ejemplos recientes muestran que sería imprudente presumir demasiado en este punto; la enorme desproporción numérica entre las razas invasoras y las invadidas acarreará la absorción de lo que quede aún de estas últimas. Así, la composición antropológica de la humanidad se verá pronto muy simplificada, ya que cerca de la mitad de las razas existentes actualmente habrá desaparecido y las restantes tendrán contactos mucho más estrechos entre sí. ¿Iremos más lejos y supondremos, como lo hacen ciertos autores, que las mestizaciones resultado de esos contactos llevarán a la formación de tipos intermedios, algo así como compromisos entre las grandes razas subsistentes? Es difícil anticipar el porvenir, pero tal hipótesis no tiene en cuenta ni la Biología ni ciertas reacciones sociales. En efecto, a medida que se borran las barreras geográficas entre las razas, vemos que se levantan barreras morales. Todo ocurre como si la conciencia de la raza, que permanecía en estado latente cuando el grupo se encontraba aislado de sus vecinos, retomara sus derechos en el momento de acercarse. El ejemplo de numerosos países muestra plenamente que tal oposición no implica fatalmente conflictos, sino que, al contrario, puede establecerse una cooperación fructífera. La cuestión sale del dominio de la antropología para entrar en el de la etnología y la sociología. En cualquier caso, todo deja prever que los tres grandes grupos fundamentales de la humanidad conservarán por mucho tiempo aún su existencia propia.

1970: Ernst Mayr.

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El teórico naturalista e historiador de la ciencia Ernst Mayr (1904-2005) está considerado como uno de los más prominentes expertos en biología evolutiva. De nacionalidad alemana, Mayr desarrolló casi toda su carrera en Estados Unidos, donde sus trabajos durante las décadas de 1930 y 1940 en el American Museum of Natural History de Nueva York lo situaron de inmediato como una figura central en el estudio de la evolución de las especies y del origen de su diversidad. Este prolífico investigador, quien durante sus casi ochenta años de trabajo mantuvo una inquebrantable fidelidad hacia la teoría de la evolución de Darwin, rompió con una larga tradición familiar de dedicación a la Medicina y, después de graduarse como médico en 1925, se doctoró en Zoología en la Universidad de Berlín apenas un año después. Luego de realizar viajes de investigación por los Mares del Sur, Nueva Guinea y las Islas Salomón, en 1930 regresó a Berlín, y un año más tarde viajó a Estados Unidos, donde finalmente se radicó. Mayr fue un notable articulador de conceptos e informaciones que surgían desde otros campos de la biología. Integró una generación de genetistas, zoólogos, botánicos y paleontólogos de principios del siglo XX, cada uno de los cuales aportaba diferentes ideas y evidencias que Mayr logró articular unas con otras. De esta manera se configuró la "teoría sintética de la evolución", aludiendo a la síntesis que se logró entre varias disciplinas. Aunando la teoría darwiniana con los descubrimientos en materia de genética, el autor de "Ecological factors in speciation" (Factores ecológicos en la especiación) contribuyó de manera central en el desarrollo de la teoría de la evolución de las especies y de las variaciones genéticas. En su teoría, Mayr explicó cómo se produce la especiación, el equilibrio entre las especies, y aportó conceptos como "especiación alopátrica", un mecanismo para comprender el nacimiento de una nueva especie. Según Mayr, cuando una población queda aislada por cualquier barrera geográfica (y por ende pierde la posibilidad de intercambiar genes con el resto de la especie) va acumulando cambios de forma lenta pero inexorable. Esto conduce a que, aunque desaparezcan las barreras geográficas, la población es lo suficientemente distinta de sus antiguos congéneres como para no poder cruzarse con ellos. Su obra más importante se publicó en 1942: "Systematics and the origin of species" (La sistemática y el origen de las especies). A lo largo de ese trabajo avanzó en el plano teórico y logró formalizar un marco conceptual sobre la evolución, incluyendo sus mecanismos y el concepto biológico de especie. Para Mayr, dos individuos pertenecen a la misma especie si pueden producir descendencia fértil. También subrayó que las especies son entidades evolutivas reales, grupos o poblaciones naturales de individuos que pueden cruzarse entre sí, pero que están aislados reproductivamente de otras especies. Por lo tanto el "aislamiento reproductivo" es la barrera básica entre las especies. La evolución funciona entonces a partir de la selección que opera sobre grupos de individuos que quedan aislados de otros grupos y que, con el tiempo, generan una barrera reproductiva. Los mecanismos de aislamiento, por lo tanto, no siempre previenen el entrecruzamiento ocasional, pero sí la fusión completa entre las dos especies. No obstante, este concepto es inaplicable para, por ejemplo, organismos fósiles y para aquellos que se reproducen asexualmente. Mayr fue un ensayista sumamente prolífico. Su obra se compone de más de veinte libros y alrededor de seiscientos artículos científicos. Entre los primeros sobresalen "Populations, species and evolution" (Poblaciones, especies y evolución), "The growth of biological thought. Diversity, evolution and inheritance" (El desarrollo del pensamiento biológico: diversidad, evolución y herencia), "Animal species and evolution" (Especies animales y evolución), "Principles of systematic zoology" (Principios de zoología sistemática) y "What makes biology unique? Considerations on the autonomy of a scientific discipline" (¿Por qué es

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única la biología? Consideraciones sobre la autonomía de una disciplina científica), publicada esta última pocos meses antes de su fallecimiento y en la que, a modo de legado, propuso que la biología debía estudiarse sin compararla con el patrón de la física, modelo de ciencia durante la primera mitad del siglo XX. Entre los segundos se destacan "Darwin and the evolutionary theory in Biology" (Darwin y la teoría de la evolución en Biología), "Species concepts and definitions" (Conceptos y definiciones

de especie), "Changes in genetic environment and evolution" (Cambios en el medio

ambiente genético y evolución) y "The philosophical foundations of Darwinism" (Los fundamentos filosóficos del Darwinismo).

Desde el tiempo de los filósofos clásicos griegos, los pensadores europeos enfatizaron la invariabilidad y estabilidad del mundo. La sola variedad que se reconocía como real consistía en la que separaba entre sí las "clases naturales", cada una uniforme en virtud de su "esencia" aunque sus individuos difirieran entre sí por sus "accidentes". La naturaleza de los miembros de cada clase se consideraba fija y constante, claramente distinta de las otras. Esta dificultad del pensamiento esencialista de lidiar adecuadamente con las variaciones entre los seres biológicos está en el meollo del concepto desconcertante y equívoco de "razas humanas". Para un esencialista, los caucásicos, africanos, asiáticos o esquimales eran tipos esencial y notoriamente diferentes de otros grupos humanos étnicos. Este modo de pensar conduce al racismo. Una ignorante aplicación de la teoría evolutiva conocida como "darwinismo social" a menudo es culpada de justificar el racismo, cuando es la adhesión al esencialismo la que, de hecho, puede llevar a un punto de vista racista. Darwin lo rechazó totalmente y en su lugar inauguró el modo de pensar poblacional: todos los grupos de organismos vivientes, incluidos los humanos, constituyen poblaciones de individuos tan ampliamente diferentes entre sí que son de hecho inconfundibles. No hay dos seres humanos idénticos. Las poblaciones no varían por tener distintas "esencias" ni por sus "accidentes", conceptos filosóficos trasnochados y mitológicos, sino en virtud de diferencias puramente estadísticas. El pensamiento esencialista -o tipológico- es incapaz de adaptarse a la variación y establece las bases para una concepción errónea de las razas humanas. Al rechazar la constancia de las poblaciones y el concepto de clases naturales, Darwin introdujo de lleno la historia en el pensamiento científico. Sus ideas constituyeron una revolución conceptual, el advenimiento de un nuevo paradigma para las ciencias biológicas y una nueva filosofía de la naturaleza.

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De todas estas ideas, la de evolución por selección natural, descubrimiento concurrente de Darwin y Wallace, reviste por sí mismo singular importancia. Es una idea filosófica que permaneció impensada por más de dos mil años de historia de la filosofía, desde los pitagóricos y Platón hasta grandes pensadores como Descartes, Hume y Kant. La selección natural supone la existencia de una población diversificada, contrariamente a la idea esencialista que considera que los miembros de una clase son esencialmente idénticos. Hacia mediados del siglo XIX prácticamente todos los científicos y filósofos eran cristianos. El mundo en que vivían había sido creado por Dios y, como los teólogos naturales argumentaban, éste había instituido leyes sabias que aseguraban la adaptación perfecta de todos los organismos entre sí y con su entorno. Al mismo tiempo, los arquitectos de la revolución científica habían construido una visión del mundo basada en el fisicalismo (una reducción a eventos espacio-temporales y sus propiedades), la teleología, el determinismo y otros principios básicos. Tal era el pensamiento del hombre occidental antes de la publicación en 1859 de "El origen de las especies". Los principios básicos propuestos por Darwin entraron en conflicto total con estas ideas predominantes. Darwin rechazó todos los fenómenos sobrenaturales y causalidades. La teoría de la evolución por selección natural explica el ajuste y la diversidad del mundo con argumentos exclusivamente materialistas. Ya no se requiere a Dios como creador o diseñador (aunque uno sin duda sigue siendo libre de creer en Dios, incluso si se acepta la evolución). Darwin señaló que la creación como se describe en la Biblia y en las narraciones del origen del mundo de otras culturas, se contradice con casi todos los aspectos del mundo natural. Cada aspecto del "maravilloso diseño" tan admirado por los teólogos naturales podía ser explicado por la selección natural. La eliminación de Dios en la ciencia dio cabida a las explicaciones estrictamente científicas de todos los fenómenos naturales; dio lugar al surgimiento del positivismo; produjo una revolución intelectual y espiritual de gran alcance cuyos efectos han perdurado hasta nuestros días. Por otra parte, Darwin desarrolló también una nueva visión de la humanidad y, a su vez, un nuevo antropocentrismo. De todas sus propuestas, la que sus contemporáneos encontraron más difícil de aceptar fue la teoría de la descendencia común aplicada al hombre. Para los teólogos y filósofos, el hombre era un ser por encima y al margen de otros seres vivos. Aristóteles, Descartes y Kant, estuvieron de acuerdo en este sentimiento, sin importar de qué manera sus respectivas filosofías divergen a partir de este punto. Pero los biólogos Thomas Huxley y Ernst Haeckel revelaron, a través de un riguroso estudio de la anatomía comparada, que los humanos y los simios vivos claramente tienen un ancestro común, una evaluación que nunca ha sido seriamente cuestionada de nuevo en la ciencia. La aplicación de la teoría de la ascendencia común al hombre privó al mismo hombre de su anterior posición única. Irónicamente, sin embargo, estos acontecimientos no han conducido a ningún fin del antropocentrismo. El estudio del hombre puso de manifiesto que, a pesar de su ascendencia, ciertamente es único entre todos los organismos. La inteligencia humana no tiene parangón con la de cualquier otra criatura. Los seres humanos son los únicos animales con verdadero lenguaje, incluyendo la gramática y la sintaxis. Sólo la humanidad, como Darwin destacó, ha desarrollado verdaderos sistemas éticos. Además, a través de su gran inteligencia, el lenguaje y el prolongado cuidado de los padres, los seres humanos son las únicas criaturas que han creado una rica cultura. Y por estos medios, la humanidad ha alcanzado, para bien o para mal, un dominio sin precedentes sobre el mundo entero. Ahora se sabe que en una especie social no sólo el individuo debe ser considerado: todo un grupo social puede ser el objeto de la selección. Darwin aplicó este

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razonamiento a la especie humana en 1871 en "El origen del hombre". La supervivencia y la prosperidad de un grupo social depende en gran medida de la colaboración armónica de los miembros del grupo, y este comportamiento debe basarse en el altruismo. Tal altruismo, favoreciendo la supervivencia y la prosperidad del grupo, también beneficia indirectamente a la aptitud de los individuos del grupo. El resultado es que la selección favorece el comportamiento altruista. La selección familiar y la ayuda recíproca, en particular, se verán muy favorecidas en un grupo social. Esta selección a favor del altruismo se ha demostrado en los últimos años como muy frecuente entre muchos otros animales sociales. Uno puede entonces quizá encapsular la relación entre la ética y la evolución al decir que la propensión al altruismo y la cooperación armoniosa entre los grupos sociales se ve favorecida por la selección natural. La vieja tesis del darwinismo social, el egoísmo estricto se basa en una comprensión incompleta de los animales, en particular de las especies sociales. Una persona del siglo XXI ve el mundo de manera muy diferente de como lo hacía un ciudadano de la época victoriana. Este cambio se debe a múltiples causas, en particular los increíbles avances en la tecnología. En la actualidad, la biología es un campo de investigación en plena expansión. Hemos sido testigos de descubrimientos trascendentales sin precedentes en genética, biología celular y neurología, y de espectaculares avances en biología evolutiva, antropología física y ecología. El programa genético desempeña un papel decisivo en todos los aspectos de la vida de un organismo: estructura, desarrollo, funciones y actividades. Hoy en día, el concepto de raza es útil en tanto sea utilizado en forma estadística y dinámica, es decir como poblaciones variables que difieren de otras análogas de la misma especie por sus valores medios y por la frecuencia de ciertos caracteres y genes. Toda persona culta debería estar familiarizada con los conceptos biológicos básicos: evolución, biodiversidad, competencia, extinción, adaptación, selección natural, reproducción, desarrollo, etc. La superpoblación, la destrucción del ambiente y la mala calidad de vida en las ciudades no se pueden resolver con adelantos técnicos, ni por medio de la literatura o la historia, sino sólo con medidas basadas en el conocimiento de las raíces biológicas de estos problemas. "Conocernos a nosotros mismos", como recomendaban los antiguos griegos, implica en primer lugar y por encima de todo conocer nuestros orígenes biológicos. Tomando prestada una frase de Darwin, hay grandeza en esta concepción de la vida. Nuevos modos de pensar han evolucionado y están evolucionando. Casi todos los componentes del sistema de creencias del hombre moderno son de alguna manera afectados por los principios de Darwin.

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1976: Michel Foucault.

A mediados de la década del '70 del siglo pasado Michel Foucault (1926-1984) publicó dos de sus obras más sustanciales: "Surveiller et punir" (Vigilar y castigar) y "La volonté de savoir" (La voluntad de saber). Por entonces, el filósofo francés se hallaba abocado a la reflexión sobre los mecanismos y las formas históricas mediante las cuales una raza se impuso sobre otras conformando al Estado, el que sería por lo tanto, el resultado de una conquista originaria. Foucault retomó para su análisis la propuesta del historiador y politólogo francés Henri de Boulainvilliers (1658-1722) y sus ponderaciones sobre la conformación del Estado francés. "Desde esta perspectiva -dice David Herrera Santana, profesor de Geopolítica en la Universidad Nacional Autónoma de México-, la noción de una conquista originaria lleva a afirmar que la guerra es el punto de origen de la conformación de las sociedades europeas y que ésta no fue eliminada como eje articulador de las relaciones sociales en adelante, sino que se institucionalizó, se normalizó (en el doble sentido de que se hizo norma y también se volvió normal), se legitimó mediante mecanismos específicos, eminentemente políticos, que la transformaron en una situación regular, en la cotidianeidad en la cual se desenvuelven los interrelacionamientos sociales, siendo entonces imperceptible en esa misma vida social". No obstante ello, para el jurista y filósofo italiano Norberto Bobbio (1909-2004) "la guerra no ha sido siempre igual y, genealógicamente, deben ubicarse algunos elementos que se han añadido y la han transformado en su totalidad. El primero de ellos, el surgimiento de la modernidad y con él, la aparición del capitalismo como sistema de relaciones sociales que ha transformado profundamente la dinámica de la vida social". En este punto específico, la guerra se combina con el proceso de acumulación originaria analizado por Karl Marx (1818-1883), al que definió como "el proceso histórico de disociación entre el productor y los medios de producción dirigido a transformar los medios de vida en capital y a los productores independientes en asalariados". La guerra, entonces, sería el vehículo para propiciar esta transformación, es decir, para permitir las condiciones de posibilidad de la acumulación originaria la que, a su vez, seguiría dando sentido a la conquista originaria.

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Para Foucault, los mecanismos de normalización, disciplinamiento e institucionalización aplicados en el periodo posterior a la conformación del Estado absolutista, permitieron procrear una realidad y una cotidianeidad afín a los intereses, las jerarquizaciones y el ordenamiento de los conquistadores, pero transcurriendo en una normalidad que admitía el desdibujamiento de la conflictividad social y su suplantación por parte de una regularidad de la vida social. "Es ello -dice Bobbio- lo que permitió que la política se convirtiera en la continuación de la guerra por otros medios. Las formas de legitimación del poder responden a esta normalización de la guerra, que gracias a ello se transforma en una guerra permanente". A lo que agrega el filósofo húngaro Karl Polanyi (1886-1964): "De esta forma, la lógica de la guerra se transformó totalmente. Esta ya no se dirige a la dominación de un grupo sobre otros por motivos de derechos de conquista, linajes, tierra, jerarquías nobiliarias, etc. En la nueva dinámica, el lucro, la ganancia, la acumulación y reproducción ampliada del capital se transforman en los ejes que atraviesan y sostienen a la guerra que se vive, se intensifica y se magnifica en el cuerpo social". Entre fines de 1975 y mediados de 1976 Foucault dictó un curso en el Collége de France sobre la genealogía del racismo. Según cuenta el filósofo rumano-argentino Tomás Abraham (1946), Foucault inauguró en esas clases un nuevo recorrido haciendo hincapié en un problema particular: el tema de las poblaciones y el nacimiento de la biopolítica. "Primero plantea un problema teórico, el de la extensión y operatividad de la genealogía, palabra que designa su perspectiva de trabajo. Luego hace jugar esta perspectiva en un aspecto clave de la biopolítica, la que concierne al racismo. La genealogía se inscribe en la tradición nietzscheana que articula las luchas con la memoria, describe las fuerzas históricas que en su enfrentamiento hicieron posible las culturas y las formas de vida. Foucault, como continuador de esta tradición, busca un antecedente que lo llevará mucho más allá de Nietzsche". Esto es lo que denominó "contrahistoria", que fue la que introdujo el modelo de la guerra para pensar la historia. "Puede resultar curioso el interés de Foucault en un discurso que interpreta la historia como una guerra entre razas -prosigue Abraham-, pero es necesario leer con cuidado: se trata de etnias, pueblos que se definen por una lengua, por usos y costumbres comunes. Foucault mostrará cómo la noción de "raza" cambia de sentido en el siglo XIX, el modo en que la guerra de las razas, relatada por los historiadores de la contrahistoria, adquiere un sentido biológico, connotado por el evolucionismo y las teorías de la degeneración de los fisiólogos". "Il faut défendre la société" (Defender la sociedad) es el nombre que le dio Foucault a ese curso que giró sobre la guerra de razas y su conversión en racismo de Estado. En él, el autor de "Histoire de la folie à l'âge classique" (Historia de la locura en la época clásica), "Naissance de la clinique" (El nacimiento de la clínica) y "Les mots et les choses" (Las palabras y las cosas) no habló del "otro", de la alteridad, del diferente, ni empleó ninguna de las figuras de las morales de la tolerancia o de la hermenéutica de la comprensión. Consideró al racismo como la metafísica de la muerte del siglo XX: "El racismo es la condición de aceptabilidad de la matanza en una sociedad en que la norma, la regularidad, la homogeneidad, son las principales funciones sociales".

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El término raza se refiere, en un primer momento, no tanto a la derivación decimonónica que cuajó en el racismo que clasifica étnica y morfológicamente a las poblaciones y a partir de ello elabora conceptos, prejuicios, mitificaciones y teorizaciones justificativas de la dominación y la exclusión, sino a la noción de distintas razas que poblaron el territorio europeo y que, mediante la conquista de territorios, fueron imponiendo su dominación unas sobre otras. Así los sajones, normandos, bretones, galos y demás, son vistos como razas que se impusieron a otras. La imposición de las monarquías absolutas y de las formas estatales de organización socio-política, son interpretadas como la imposición y conquista de unas razas sobre otras y la subyugación de los vencidos. La guerra de razas, en este sentido, es precedente del racismo de Estado de finales del siglo XIX y principios del XX, y éste no es más que una derivación de aquél. A partir del siglo XVII, se exterioriza la idea según la cual la guerra constituye la trama ininterrumpida de la Historia. Esta idea aparece en forma precisa: la guerra que no para de desarrollarse detrás del orden y la paz, la guerra que trabaja nuestra sociedad y la divide de un modo binario es, en el fondo, la guerra de las razas. Los elementos fundamentales que hacen siempre posible la guerra y aseguran su mantenimiento, su prosecución y su desarrollo, son individualizados muy rápidamente. Más que de conquista y de esclavización de una raza por parte de otra, se habla de pronto de diferencias étnicas y de lengua; de diferencias de fuerza, vigor, energía y violencia; de diferencias de ferocidad y de barbarie. En el fondo, el cuerpo social está articulado en dos razas. Esta idea, según la cual la sociedad es recorrida de un extremo a otro por este enfrentamiento de razas, la encontramos formulada a partir del siglo XVII y actúa como matriz de todas las formas en las cuales, en adelante, serán investigados el aspecto y los mecanismos de la guerra social. La historia de esta teoría de la guerra de razas adquiere durante la Revolución Francesa, y sobre todo al comienzo del siglo XIX, dos transcripciones. Por un lado, una transcripción explícitamente biológica, operada por otra parte mucho antes de Darwin, y que tomará su discurso (todos sus elementos, sus conceptos, su vocabulario) de una anatomo-fisiología. Esto dará lugar al nacimiento de la teoría de las razas en el sentido histórico-biológico del término. Se trata de una teoría -tan ambigua como la del siglo anterior- que se articulará por un lado sobre movimientos de las nacionalidades en Europa y sobre sus luchas contra los grandes aparatos de Estado (especialmente austríacos y rusos); por el otro, sobre la política

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europea de colonización. Esta es la primera transcripción biológica de la teoría de la lucha permanente y de la guerra de razas. Hay además una segunda transcripción, la que tendrá lugar a partir de la teoría de la guerra social, que se desarrolla desde los primeros años del siglo XIX y que tenderá a cancelar todas las huellas del conflicto de razas para definirse como lucha de clases. Tenemos entonces aquí, una especie de bifurcación esencial que corresponde a una recuperación del análisis de las luchas en la forma de la dialéctica y a un retomar el tema de los enfrentamientos de razas en la teoría del evolucionismo y de la lucha por la vida. A partir de aquí, siguiendo preeminentemente esta segunda rama, se produjo el desarrollo de un racismo biológico-social. Este racismo se funda sobre la idea según la cual la otra raza no es la que llegó de afuera, no es la que por determinado tiempo ha triunfado y dominado, sino aquella que en forma permanente, incesante, se infiltra en el cuerpo social o, mejor dicho, se reproduce ininterrumpidamente dentro y a partir del tejido social. En otras palabras: lo que en la sociedad se nos aparece como polaridad, como fractura binaria, no sería tanto el enfrentamiento de dos razas extrañas una a la otra como el desdoblamiento de una sola y misma raza en una súper-raza y una sub-raza; o también, a partir de una raza, la reaparición de su propio pasado. Brevemente: el revés y la parte inferior de la raza que aparece en ella. El racismo nació cuando el tema de la pureza de la raza sustituyó al de la lucha de razas, o mejor aún, en el momento en que estaba por cumplirse la conversión de la contrahistoria en un racismo de tipo biológico. El racismo, entonces, no está ligado de modo accidental con el discurso y con la política contrarrevolucionaria de Occidente; no es simplemente una construcción ideológica adicional aparecida en cierta época dentro de un gran proyecto contrarrevolucionario. En el momento en que el discurso de la lucha de razas se transformó en un discurso revolucionario, el racismo fue el pensamiento, el proyecto y el profetismo invertido de los revolucionarios. Pero la raíz de la cual se parte es la misma: el discurso de la lucha de razas. El racismo representa, literalmente, el discurso revolucionario, pero lo representa invertido. Si el discurso de las razas, de la lucha de las razas, fue el arma utilizada contra el discurso histórico-político de la soberanía romana, el discurso de la raza (de la raza en singular) fue una forma de invertir esta arma para utilizar su incisividad en provecho de la soberanía del Estado, de una soberanía cuyo esplendor y cuyo vigor son ahora asegurados no por rituales mágico-jurídicos sino por técnicas médico-normalizadoras. La soberanía del Estado invistió, tomó a su cargo, reutilizó, dentro de su propia estrategia, el discurso de la lucha de razas, pero al precio de la transferencia de la ley a la norma, de lo jurídico a lo biológico; al precio del pasaje del plural de las razas al singular de la raza; al precio, por fin, de la transformación del proyecto de liberación en gestión de la pureza. La soberanía del Estado transformó ese discurso en el imperativo de la protección de la raza como una alternativa y un dique al llamado revolucionario que también, a su vez, derivaba del viejo discurso de las luchas, de los desciframientos, de las reivindicaciones y de las promesas. A partir de fines del siglo XIX aparece ya lo que se podría llamar un racismo de Estado: un racismo biológico y centralizado. Este tema fue, si no profundamente modificado, por lo menos transformado y utilizado en las estrategias específicas del siglo XX. ¿Qué es propiamente el racismo? En primer lugar, es el modo en que, en el ámbito de la vida que el poder tomó bajo su gestión, se introduce una separación, la que se da entre lo que debe vivir y lo que debe morir. A partir de la continuidad biológica de la especie humana, la aparición de las razas, la distinción entre razas, la jerarquía de las razas, la calificación de unas razas como buenas y otras como inferiores, será un modo de fragmentar el campo de lo biológico que el poder tomó a su cargo, será una manera de producir un desequilibrio entre los grupos que

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constituyen la población. En breve: el racismo es un modo de establecer una cesura en un ámbito que se presenta como un ámbito biológico. Es esto, a grandes rasgos, lo que permitirá al poder tratar a una población como una mezcla de razas o, más exactamente, subdividir la especie en subgrupos que, en rigor, forman las razas. Son éstas las primeras funciones del racismo: fragmentar, desequilibrar, introducir cesuras en esa continuidad biológica que el biopoder inviste. La segunda función del racismo es la de permitir establecer una relación positiva del tipo: "Cuanto más mate, hagas morir, dejes morir, tanto más, por eso mismo, vivirás". Diría que el que inventó esta relación ("si quieres vivir debes hacer morir, debes matar") no fue ni el racismo ni el Estado moderno. Es la misma relación guerrera que dice: "Para vivir debes masacrar a tus enemigos". Pero el racismo hará funcionar esta relación de tipo bélico: "Si quieres vivir, el otro debe morir" de un modo nuevo y compatible con el ejercicio del biopoder. El racismo, en efecto, permitirá establecer una relación entre mi vida y la muerte del otro que no es de tipo guerrero sino de tipo biológico. Esto permitirá decir: "Cuanto más las especies inferiores tiendan a desaparecer, cuantos más individuos anormales sean eliminados, menos degenerados habrá en la especie y más yo -como individuo, como especie- viviré, seré fuerte y vigoroso y podré proliferar". La muerte del otro -en la medida en que representa mi seguridad personal- no coincide simplemente con mi vida. La muerte del otro, la muerte de la mala raza, de la raza inferior (o del degenerado o del inferior) es lo que hará la vida más sana y más pura.

1981: Stephen Jay Gould.

Conocido sobre todo por sus ensayos de divulgación, el paleontólogo estadounidense Stephen Jay Gould (1941-2002) fue uno de los evolucionistas más destacados del siglo XX. Profesor de Zoología en la Universidad de Harvard y de Biología en la Universidad de Nueva York, Gould llegó a ser una figura central en el ámbito del darwinismo. Su obra científica partió de la teoría evolutiva de Charles Darwin (1809-1882) pero, a diferencia de lo que éste pensaba en cuanto a que el proceso evolutivo iba a ritmo lento, sin saltos súbitos, gradualmente, Gould

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propuso el modelo de equilibrios puntuados o de equilibrios discontinuos, un modelo que establece que las especies viven largos periodos de estabilidad (millones de años) que se ven cortados bruscamente por fases breves de cambios (miles de años) en las cuales aparecen nuevas especies. La teoría fue presentada en el artículo "Punctuated equilibria: an alternative to phyletic gradualism" (Equilibrios puntuados: una alternativa al gradualismo filogenético) escrito por Gould y su colega Niles Eldredge (1943), un texto que formó parte del libro "Models in paleobiology" (Modelos de paleobiología) que fue publicado en 1972. La teoría del equilibrio puntuado enunciada por Gould y Eldredge, plantea un modelo evolutivo que cuestiona el gradualismo de Darwin al postular que las especies permanecen durante largos espacios de tiempo apenas alteradas y que en breves períodos de crisis se producen gran número de novedades evolutivas. Las estirpes cambian poco durante la mayor parte de su historia, pero ocasionalmente esta tranquilidad se ve puntuada por rápidos procesos de especiación. La argumentación hace referencia a la variación morfológica que, para los autores, sufre una breve aceleración precisamente cuando una población de censo reducido se aparta de su especie original para formar otra nueva. Esta idea entra en colisión con la teoría sintética enunciada por Julian Huxley (1887-1975), que proponía que el cambio morfológico gradual lleva consigo su división en razas y subespecies mucho antes de que pueda afirmarse que han surgido especies nuevas. El debate sobre la naturaleza rápida o lenta de los cambios geológicos, cataclismos naturales o gradualismo, ya se daba en los tiempos de Darwin. Gould consideró que la opción de Darwin por el gradualismo no se explica en base a datos empíricos sino por las influencias culturales y metodológicas de la época, y optó por el cambio rápido: diferentes catástrofes habrían marcado profundamente el proceso evolutivo. Esta es, tal vez, su mayor contribución a la biología evolutiva. La propuesta de Gould -una idea polémica muy discutida por algunos científicos- puede resumirse en tres puntos. En primer lugar, la selección natural -el motor de la evolución (descubierto por Darwin a mediados del siglo XIX)- no consiste siempre en una competencia entre individuos. Quienes compiten son a veces genes, a veces individuos, a veces poblaciones y a veces especies enteras. Segundo, la selección natural no es el único motor de la evolución. El genoma tiene su dinámica interna y hace propuestas interesantes por su cuenta, sin que la adaptación al entorno local (uno de los fundamentos del darwinismo clásico) tenga un papel preponderante. Y, en tercer lugar, la evolución no es siempre una transición suave, continua y gradual. La excepción más conocida serían las extinciones masivas, que pueden ser causadas por un suceso imprevisible como el impacto de un gigantesco meteorito. Gould, autor entre otros de "The structure of evolutionary theory" (La estructura de la teoría de la evolución), "Ever since Darwin. Reflections in natural history" (Desde Darwin. Reflexiones sobre historia natural) y "Panda's thumb. More reflections in natural history" (El pulgar del panda. Ensayos sobre evolución), nunca dejó de hablar de "falsa ciencia", aquella ciencia incapaz de superar los prejuicios de la sociedad en la cual surgió. En "The mismeasure of man" (La falsa medida del hombre), por ejemplo, detalló y criticó los abusos de la ciencia por parte de una sociedad que la invoca para justificar sus prejuicios, entre ellos la creencia en que las diferencias sociales y económicas entre los grupos humanos, principalmente las razas, las clases sociales y los sexos, tienen un carácter hereditario y, por lo tanto, son un reflejo exacto de la biología.

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Una cuestión importante -que justifica la necesidad del conocimiento biológico- es la notable falta de diferenciación genética entre los grupos humanos. Esa falta de diferenciación es un resultado contingente de la evolución, no una verdad necesaria y a priori. El mundo podría estar ordenado de otra manera. Supongamos que hubiesen sobrevivido una o varias especies de nuestro género ancestral Australopithecus, situación, en teoría, perfectamente plausible porque las nuevas especies surgen por desprendimiento de las antiguas (los antepasados suelen sobrevivir durante algún tiempo) y no mediante la transformación global de toda la población. En tal caso, nosotros -es decir, los Homo Sapiens- habríamos tenido que afrontar todos los dilemas morales que entraña el trato con una especie humana de capacidad mental netamente inferior. ¿Qué habríamos hecho con ella? ¿Esclavizarla? ¿Eliminarla? ¿Coexistir con ella? ¿Emplearla para el trabajo doméstico? ¿Confinarla en reservas o en zoológicos? Del mismo modo, nuestra especie Homo Sapiens podría incluir un conjunto de subespecies (razas) dotadas de capacidades genéticas significativamente diferentes. Sí nuestra especie tuviera millones de años de antigüedad (como es el caso de muchas), y si sus razas hubieran estado geográficamente separadas durante la mayor parte de ese tiempo sin intercambio genético significativo, entonces quizá se habrían acumulado lentamente grandes diferencias genéticas entre los grupos. Pero el Homo Sapiens sólo tiene decenas de miles, o a lo sumo unos pocos centenares de miles de años de edad, y probablemente todas las razas modernas se desprendieron de un linaje ancestral común hace apenas unas decenas de millares de años. Unos pocos caracteres ostensibles de la apariencia externa nos conducen a considerar subjetivamente que se trata de diferencias importantes. Pero los biólogos han afirmado recientemente, aunque lo sospechaban hace tiempo, que las diferencias genéticas globales entre las razas humanas son asombrosamente pequeñas. Aunque la frecuencia de los distintos estados de un gen difieren entre las razas, no hemos encontrado "genes de la raza", es decir, estados establecidos en ciertas razas y ausentes en todas las demás razas. Si la gente es genéticamente tan similar, y si todas las anteriores tentativas de elaborar una explicación biológica de los hechos humanos no han reflejado la naturaleza sino los prejuicios culturales, entonces, ¿la biología no tiene nada que aportar al conocimiento de nosotros mismos? En el momento de nacer, ¿somos, después de todo, aquella tabla rasa que imaginaron los filósofos empiristas del siglo XVIII? El mensaje principal de la revolución darwiniana a la especie más arrogante

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de la naturaleza es la unidad entre la evolución humana y la de todos los demás organismos. Somos parte inextricable de la naturaleza, lo que no niega el carácter único del hombre. "Nada más que un animal" es una afirmación tan falaz como "creado a imagen y semejanza de Dios". ¿No es simplemente orgullo sostener que el Homo Sapiens es especial en cierto sentido puesto que, a su manera, cada especie es única? Las repercusiones del carácter único del hombre sobre el mundo han sido enormes porque han introducido una nueva clase de evolución que permite transmitir el conocimiento y la conducta aprendidos a través de las generaciones. El carácter único del hombre reside esencialmente en nuestro cerebro. Se expresa en la cultura construida sobre nuestra inteligencia y el poder que nos da para manipular el mundo. Las sociedades humanas cambian por evolución cultural y no como resultado de alteraciones biológicas. No tenemos pruebas de cambios biológicos en cuanto al tamaño o la estructura del cerebro desde que el Homo Sapiens apareció en los registros fósiles hace unos cincuenta mil años. Todo lo que hemos hecho desde entonces -la mayor transformación que ha experimentado nuestro planeta, y en el menor tiempo, desde que la corteza terrestre se solidificó hace aproximadamente cuatro mil millones de años- es el producto de la evolución cultural. La evolución biológica (darwiniana) continúa en nuestra especie; pero su ritmo, comparado con el de la evolución cultural, es tan desmesuradamente lento que su influencia sobre la historia del Homo Sapiens ha sido muy pequeña. La evolución cultural puede avanzar tan rápidamente porque opera -a diferencia de la evolución biológica- mediante la herencia de caracteres adquiridos. Lo que aprende una generación se transmite a la siguiente mediante la escritura, la instrucción, el ritual, la tradición y una cantidad de métodos que los seres humanos han desarrollado para asegurar la continuidad de la cultura. Por otra parte, la evolución darwiniana es un proceso indirecto: para construir un carácter ventajoso debe existir previamente una variación genética, y luego, para preservarlo, es necesaria la selección natural. Como la variación genética se produce al azar y no está dirigida preferencialmente hacia los caracteres ventajosos, el proceso darwiniano avanza con lentitud. La evolución cultural no sólo es rápida; también es fácilmente reversible porque sus productos no están codificados en nuestros genes. La flexibilidad es la marca de la evolución humana. Si los seres humanos han evolucionado por neotenia (proceso evolutivo por el cual una especie mantiene en su fase adulta caracteres propios de su estado juvenil), entonces somos, en un sentido algo más que metafórico, niños que no crecen. Muchos caracteres esenciales de nuestra anatomía nos vinculan con las etapas fetales y juveniles de los primates: la cara pequeña, el cráneo abovedado, el cerebro grande en relación con la talla corporal, el dedo grande del pie no rotado, el foramen magno en la base del cráneo para la correcta orientación de la cabeza en la postura erecta, la distribución del pelo en la cabeza, las axilas y la zona púbica. En otros mamíferos, la exploración, el juego y la conducta flexible son cualidades de los jóvenes y sólo raramente de los adultos. No sólo conservamos la marca anatómica de la infancia sino también su flexibilidad mental. La idea de que la selección natural se haya dirigido hacia la flexibilidad en la evolución humana no es una noción específica nacida de la esperanza, sino una consecuencia de la neotenia, proceso fundamental en nuestra evolución. Los humanos son animales que aprenden.

A modo de epílogo. Lejanos parecen haber quedado aquellos días de abril de 1684 cuando en la prestigiosa revista francesa "Journal des sçavans" -la primera revista científica publicada en Europa- apareció un artículo anónimo en el que se afirmaba que era

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posible dividir la Tierra (además de por regiones como lo hacían los geógrafos) de acuerdo a las diferentes características físicas de los hombres que la habitan. Tiempo después, cuando publicó el ensayo "Nouvelle division de la Terre par les différentes espèces ou races qui l'habitent" (Nueva división de la Tierra por las diferentes especies o las razas que la habitan), se supo que el autor de aquella nota era el médico francés Francois Bernier (1620-1688), quien distinguía cuatro razas o especies de hombres: la primera comprendía los europeos, los africanos del norte, los persas, los árabes y los habitantes de la India y la Insulindia; la segunda, los demás africanos; la tercera, los asiáticos amarillos, y la cuarta, los lapones. En cuanto a los americanos, pese a notar Bernier en ellos un color oliváceo y un rostro diferente del de los europeos, no los clasificó como una raza aparte, sino que los incluyó en la primera. Fue así que Bernier tuvo el opaco privilegio de ser el primero en utilizar el concepto de raza en el sentido antropológico. A lo largo de la Historia se ha invocado con frecuencia la naturaleza del universo para justificar las jerarquías sociales existentes, presentándolas como justas e inevitables. El repertorio de estas justificaciones es amplio: desde la escala natural de Aristóteles de Estagira (384-322 a.C.) hasta los principios de organización social de Max Weber (1864-1920), pasando por el determinismo biológico de Thomas Hobbes (1588-1679), el determinismo cultural de Herbert Spencer (1820-1903) y el determinismo geográfico de Friedrich Ratzel (1844-1904), el dogma de la supremacía cerebral de Paul Broca (1824-1880), los prejuicios culturales, el colonialismo, el derecho divino, etc., argumentos todos ellos que contribuyeron a presentar una supuesta serie jerárquica entre los seres humanos, fundamentalmente a partir de los descubrimientos geográficos de los siglos XV y XVI que implicaron, al mismo tiempo, un redescubrimiento de la humanidad. Tal como apunta Isaac Asimov (1920-1992), desde los mismísimos albores de la civilización "el hombre ha manifestado recelo ante las diferencias raciales y, usualmente, las restantes razas humanas le han hecho exteriorizar las emociones que despierta lo exótico, recorriendo toda la gama desde la curiosidad hasta el desprecio o el odio". Y afirma categórico: "La humanidad consta de una sola especie y las variaciones habidas en su seno como respuesta a la selección natural son absolutamente triviales. La piel oscura de quienes pueblan las regiones tropicales y subtropicales de la Tierra tiene innegable valor para evitar las quemaduras del sol. La piel clara de los europeos septentrionales es útil para absorber la mayor cantidad posible de radiación ultravioleta que produce la vitamina D, considerando la luz solar relativamente débil de aquella zona. Los ojos de estrecha abertura, comunes entre esquimales y mongoles, son muy valiosos para la supervivencia en países donde el reflejo de la nieve o de la arena del desierto es muy intenso. La nariz de puente alto y apretadas ventanillas nasales del europeo sirve para calentar el aire frío de los inviernos boreales. Y así sucesivamente". Ya en el Siglo XV comenzó a urdirse la oscura trama del racismo cuando, a raíz de las exploraciones portuguesas en la costa africana, el papa Tommaso Parentucelli (1397-1455) -que gobernó la Iglesia Católica como Nicolás V- expidió una bula que concedía el rey de Portugal el derecho de "someter y reducir a los sarracenos, los paganos, los incrédulos y cualquier otro enemigo de Cristo al sur del Cabo Bojador incluyendo toda la costa de Guinea a la esclavitud hereditaria y perpetua". Otro tanto haría durante el siguiente siglo el jurista español Juan Ginés de Sepúlveda (1490-1573) tras la conquista y colonización de la población autóctona de América: "Con perfecto derecho los españoles deben imperar sobre estos bárbaros del Nuevo Mundo e islas adyacentes, los cuales en prudencia, ingenio, virtud y humanidad son tan inferiores a los españoles como niños a los adultos y las mujeres a los varones, habiendo entre ellos tanta diferencia como la que va de gentes fieras y crueles a gentes clementísimas". Impuso a tal efecto el derecho de tutela que implicaba la

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servidumbre o esclavitud natural de aquellos que "siendo por naturaleza bárbaros, incultos e inhumanos, se niegan a admitir el imperio de los que son más prudentes, poderosos y perfectos que ellos". No obstante esto, el cartógrafo y explorador italiano Amerigo Vespucci (1454-1512) tras su paso por el continente recién descubierto por los españoles, quedó impresionado con los "salvajes", en especial con las mujeres: "Aunque andan desnudas y son libidinosas, no tienen nada defectuoso en sus cuerpos, hermosos y limpios, ni tampoco son tan groseras, porque aunque son carnosas, falta a la par en ellas la fealdad. Ninguna tiene los pechos caídos, y las que han parido, por la forma del vientre y la estrechura, no se diferencian en nada de las vírgenes, y en las otras partes del cuerpo parecen lo mismo, las cuales por honestidad no menciono. Si anduviesen vestidas, estas Venus serían tan blancas como las nuestras. Nadan mejor que las europeas, corren leguas sin cansarse. No hay arruga, no hay gordura que las deforme".

La utilización del concepto de raza fue el centro de la discusión antropológica en el siglo XVIII y condujo a una creciente diferenciación histórica entre dos tendencias antagónicas. Desde la época de la Ilustración predominaba la idea bíblica del monogenismo (del latín "mono", uno; "genus", descendencia), esto es, que la especie humana provenía de un antepasado común, de un tipo primitivo y único: "Todos los hombres, desde Adán hasta la consumación del tiempo, nacidos y muertos con el mismo Adán y su mujer, no nacieron de otros padres, sino que el uno fue creado de la tierra y la otra de la costilla del varón". La explicación del por qué las diferentes ramas de la humanidad habían avanzado de distinta manera se basaba también en una argumentación bíblica: a partir de los hijos de Noé, los descendientes de Sem eran los antecesores de la raza caucásica, los mongoles eran descendientes de Jafet y Cam era el antepasado de los negros. Por entonces, prácticamente todos los científicos aceptaban la desigualdad entre las razas humanas y una cierta relación jerárquica entre ellas. Los autores más representativos de las teorías monogenistas del siglo XVIII -Johann Blumenbach (1752-1840) y Georges Louis Leclerc (1707-1788)- sostenían que Adán y Eva habían sido blancos a imagen de Dios y que las diferentes pigmentaciones más oscuras de la piel se debían a un curso degenerativo producido por factores ambientales. Esto suponía la inferioridad de las razas no blancas, ya que la raza blanca se encontraría en un estadio superior. En contraposición al monogenismo aparecieron con fuerza doctrinas que rechazaban la autenticidad del relato del Génesis y consideraban que las diferencias raciales eran fruto de creaciones separadas. Así surgió el poligenismo, una teoría según la cual la especie humana procedía, no de una pareja única, sino de una población de parejas que, desde un estadio inferior al humano, habrían evolucionado lentamente hacia la situación actual; es decir, admitía la variedad de orígenes en la especie humana dándole a las diferentes razas diferentes génesis. Ya

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durante el siglo anterior, Isaac La Peyrère (1596-1676) había dado a los egipcios, los caldeos y los chinos un origen preadamita, e incluso algunos filósofos de la Ilustración como François M. Arouet, Voltaire (1694-1778) y David Hume (1711-1776) fueron poligenistas aunque consideraron que la crítica de la Biblia formaba parte de un ataque racionalista a la religión revelada. De todos modos, la historia literal de la Creación sucumbió más tarde ante el hallazgo de los primeros fósiles, cuyo parecido con organismos vivientes en otro tiempo era, para los defensores más ortodoxos de las palabras literales de la Biblia, sólo accidental o bien creaciones engañosas del Diablo. Más adelante, dada la inverosimilitud de estas teorías, sugirieron que los fósiles eran restos de seres ahogados en el Diluvio, algo que fue desmentido en 1770 cuando el naturalista suizo Charles Bonnet (1720-1793) introdujo la idea de que los fósiles eran restos de especies extinguidas que habían sido destruidas por catástrofes geológicas acaecidas mucho tiempo antes del Diluvio. A principios del siglo XIX, el zoólogo francés Georges Cuvier (1769-1832) descubrió que muchos fósiles representaban especies y géneros no hallados entre los seres vivientes pero, sin embargo, se acomodaban claramente a alguno de los tipos conocidos, entrando de ese modo a formar parte integral del esquema de la vida. Además, cuanto mayor era la profundidad del estrato en que se hallaba el fósil y mayor, por lo tanto, la antigüedad del mismo, más simple y menos desarrollado parecía éste. También descubrió que, en algunas ocasiones, algunos fósiles representaban formas intermedias que enlazaban dos grupos de seres, los cuales, tomando como referencia las formas vivientes, parecían completamente separados. Cuvier llegó entonces a la conclusión de que las catástrofes terrestres habían sido las responsables de la desaparición de las formas de vida extinguidas. Pero treinta años después, el geólogo escocés Charles Lyell (1797-1875) refutó la idea del "catastrofismo" al proponer el "gradualismo", una teoría según la cual los cambios producidos en la Tierra eran producto de la acción lenta, constante y acumulativa de fuerzas naturales tales como la erosión, los terremotos, los volcanes o las inundaciones. Por entonces, una teoría razonable sobre la evolución se convirtió en una necesidad y allí fue donde hicieron su aparición Alfred Russel Wallace (1823-1913) y Charles Darwin (1809-1882). A partir de ellos llegó finalmente a aceptarse que todos los grupos humanos contemporáneos pertenecían a la misma especie, que todos son descendientes modificados de especies más tempranas y que todos comparten un antepasado común en el pasado, una teoría que marcó un giro importante en el debate científico que se extendió hasta bien entrado el siglo XX. En la actualidad, la evolución es una fuerza unificadora en la biología moderna. Anuda distintos campos como la genética, la microbiología y la paleontología. "Es importante hacer constar -dice Asimov en su "Guide to science" (Introducción a la ciencia)- que el resultado claro de la evolución humana ha sido la producción de una sola especie tal como existe hoy día. Es decir, aunque haya habido un número considerable de homínidos, sólo una especie ha sobrevivido. Todos los hombres del presente son Homo Sapiens, cualesquiera sean sus diferentes apariencias, y la diferencia entre negros y blancos es aproximadamente la misma que entre caballos de diferente pelaje". En la misma dirección se pronunció el genetista estadounidense Richard Lewontin (1929) en "Human diversity" (La diversidad humana): "La clasificación racial del ser humano no tiene ningún valor social y destruye efectivamente las relaciones sociales y humanas. Teniendo en cuenta, además, que carece de toda relevancia tanto en sentido genético como taxonómico, no hay justificación posible para seguir empleándola". De todas maneras, los antropólogos contemporáneos han encontrado aún un indicador de la raza en los grupos sanguíneos. El bioquímico norteamericano William C. Boyd (1903-1983), por ejemplo, puntualizó que el grupo sanguíneo es una herencia simple y

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comprobable, a la que no altera el medio ambiente y se manifiesta claramente en las diferentes distribuciones entre los distintos grupos raciales.

Cuando en 2005 se publicó el primer estudio del genoma completo del chimpancé, se supo que los humanos comparten con él el 99.4% de la secuencia básica del ADN. Curiosamente -o no tanto, tal vez- hubo un rebrote de las ideas creacionistas tanto dentro del mundo cristiano como del musulmán. Este delirio furioso propone, según el caso, la interpretación literal del Génesis, primer libro de la Biblia, y del Corán como las obras científicas de referencia. Dueños de una arrogante pobreza intelectual, los defensores del creacionismo aseguran que la vida y el universo fueron creados por un agente sobrenatural. Para los creacionistas los seres vivos son demasiados complejos para que hayan evolucionado a través de alteraciones aleatorias de una selección natural de las especies. Aunque no suelen citar a Dios, probablemente para inferir mayor rigor científico a sus tesis, hablan de cierto "proyecto inteligente" como responsable de la creación -especialmente del hombre- y hasta llegan a decir que el Universo fue creado por Dios con una apariencia de vejez para engañar a los científicos. Una interpretación indulgente sobre estos dislates podría ser que el creacionismo no es una teoría, sino un punto de vista político con disfraz teológico y revestido de idea científica. En 1976 el etólogo británico Richard Dawkins (1941) lanzó la tesis de la evolución de las especies desde el punto de vista genético y no racial. En su obra "The selfish gene" (El gen egoísta) aseguraba que los seres humanos no son más que replicantes, máquinas ciegamente programadas para transportar y garantizar la supervivencia de la información molecular que contienen los genes. Estos vienen en una variedad de formas, una heredada de cada padre. "Estas variedades -explica Asimov en la obra citada- son conocidas como alelos, y codifican rasgos ligeramente diferentes. La incidencia de los diferentes rasgos o alelos en una población es manejada por la selección natural y la deriva genética, que puede reducir la variación genética al azar. Hoy, la evolución es definida como el cambio en la frecuencia de alelos en las poblaciones a lo largo del tiempo". "La evolución -dice el físico inglés John Gribbin (1946)- sigue adelante todo el tiempo, de la misma forma que nuevas permutaciones de alelos se mezclan con los genes disponibles y las combinaciones más eficientes sobreviven con una mayor efectividad". Lo concreto es que desde hace algunos años la lectura del código genético ha demostrado que la categoría de "raza" en la especie humana simplemente no existe. "Cuando se rastrean los antecedentes del hombre -agrega Gribbin-, desde las células primitivas hasta el momento actual, la historia, inevitablemente, se desdobla como si la evolución

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trabajara para lograr un producto específico acabado que fuera mejor que todos los anteriores". Para muchos, la humanidad todavía se muestra como el "punto final de la evolución", una "creación" superior comparada con otros productos evolutivos. La evolución, sin embargo, no ha terminado, y no hay modo de asegurar que el ser humano actual sea el punto final; tampoco que sea superior -ni biológica ni evolutivamente- a otras especies; tan sólo es diferente. La inteligencia, desde luego, es una significativa, interesante y capital diferencia. Pero, tal como van las cosas, parece bastante factible que la "inteligencia" contribuya al fin de la raza humana, ya sea mediante las guerras, las agresiones al medio ambiente o la codicia desenfrenada de quienes manejan el sistema económico mundial.