la navidad que detuvo la guerra

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Caso de Estudio SENTIMIENTO COMUNITARIO La Navidad que detuvo la guerra

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Page 1: La Navidad Que Detuvo La Guerra

Caso de EstudioSENTIMIENTO COMUNITARIO

La Navidad que detuvo la guerra

Jim Prince estaba impaciente por ingresar al Regimiento del Norte de Staffordshire. Muchacho alto y robusto, de 18 años, a quien encantaba jugar fútbol, consideraba la guerra como otro deporte. Pero el primer día que pasó en las trincheras de la primera línea del frente, en Ypres, Bélgica, el año de 1914, alargó el brazo para dar un trozo de pan a otro soldado que, al levantarse para tomarlo, alzó la cabeza por encima del parapeto. La bala de un tirador alemán mató al soldado inglés instantáneamente. Prince supo entonces que la guerra no era como el fútbol. Era una carnicería.

Unos 250,000 soldados aliados y alemanes resultaron muertos o heridos aquel otoño en la Batalla de Ypres, que duró un mes. “Nunca se había derramado tanta sangre en tan pequeña área”, escribió desde el frente un observador. Después de aquello la Primera Guerra Mundial se estancó. Los contrincantes se ocultaban en heladas trincheras anegadas, que se extendían desde el canal de la Mancha hasta la frontera suiza.

En Ypres, la Noche de Navidad, hubo luna llena. La tierra helada refulgía con blancuzco resplandor. Graham Williams, de 21 años, de la Brigada de fusileros de Londres, atisbó las líneas alemanas por encima del parapeto. Normalmente, a aquella hora, en aquel sector importante del frente, la Tierra de Nadie se llenaba de figuras sombrías que corrían, unos en labor de reconocimiento, otros tratando de recuperar a sus heridos y a sus muertos. Esporádicamente, los llanos y feos sembradíos de nabos de Flandes eran iluminados por luces de Bengala. Aquella noche, en cambio, una omninosa calma parecía flotar en el aire diáfano. Recuerda Williams: “fue como si un telón estuviera a punto de levantarse ante un milagro”.

Williams advirtió una luz en el este, encima de las trincheras alemanas, demasiado baja para ser una estrella. Le sorprendió que nadie disparara contra ella. Vio entonces otra luz. Y luego otra. De pronto, hubo luces a lo largo de las trincheras enemigas, hasta donde se alcanzaba a ver. “¡Dios mío! ¡Los alemanes tienen árboles de Navidad!”, gritó Williams al hombre que tenía más cerca. Entonces, de una trinchera alemana, a no más de 50 metros, el coro de voces de barítono más hermosas que Williams hubiera oído jamás empezó a entonar “Noche de Paz, Noche de Amor”. Al terminar el villancico, todo el regimiento de Williams vitoreó a los alemanes y cantó a coro “La Primera Navidad”. Aquella mutua serenata duró una hora, interrumpida a ratos por gritos de “¡Ven a vernos, Tommy!” y “¡No, Jerry, tú ven aquí!”. Pero ningún bando se movió.

En el sector del frente en el que estaba Jim Prince, luego de la serenata un alemán empezó a avanzar hacia las trincheras británicas, seguido por media docena de otros alemanes, todos desarmados, con las manos en los bolsillos.

Por un momento pareció que iban a rendirse; pero los ingleses también empezaron a salir de sus trincheras. Entre ellos Prince. A cinco metros de un alemán, se detuvo. El alemán le dijo con sencillez: “Yo soy sajón , y tú eres anglosajón. ¿Por qué peleamos?” Al recordar muchos años después aquel maravilloso momento, reconoció Prince: “Aún ignoro la respuesta.

Amaneció el día de Navidad, frío, claro, refrescante…y pacífico. La tierra de Nadie pronto se llenó con miles de soldados de ambos bandos, que caminaban unos junto a otros y se tomaban fotografías. Se improvisaron varios partidos de fútbol y se entabló un encuentro en toda forma, que los sajones ganaron por tres a dos.

Algunos se arrancaron botones de los uniformes, para ofrecerlos como presentes de Navidad. Los soldados que tenían habilidades especiales hicieron lo que pudieron. Un barbero inglés cortó el pelo a dóciles alemanes que se hincaban en tierra. Un alemán, malabarista profesional, cautivó tanto a su público que no había sido difícil imaginarlo, como el flautista de Hamelin, conduciendo al ejército británico más allá de las líneas hasta un campo de concentración.

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“Fue maravilloso poder caminar sin que le dispararan a uno”, dice Albert Moren sobreviviente de aquella guerra. También lo fue la oportunidad de celebrar una solemne ceremonia en la Tierra de Nadie. Soldados de los dos ejércitos cavaron tumbas, unas al lado de otras. Luego el capellán, con la ayuda de un estudiante de teología, alemán ofreció un servicio fúnebre conjunto.

Al no haber disparos, el joven Prince despertó más tarde de lo habitual la mañana de Navidad. Cuando por fin se unió a los demás, se encontró con un estudiante de Leipzig, de su misma edad. El alemán había recibido un paquete de Navidad, que ambos abrieron y compartieron: dulces, un pastel y un paquete de puros. “Su regalo fue el único que recibí aquella Navidad”, recuerda Prince.

Ambos bandos comprendían, por supuesto, que la tregua no sería bien recibida entre sus respectivos oficiales. Hubo un acuerdo tácito de guardar el secreto. Cuando, por la tarde, se supo que un brigadier británico estaba en camino para inspeccionar el batallón, alemanes e ingleses corrieron de regreso a sus trincheras, como niños traviesos. A la hora que llegó el brigadier, los ingleses pudieron presentar un cuadro convincente de un ejército en guerra. Los centinelas miraban por las troneras y había soldados tras las ametralladoras. Después de una breve inspección, el brigadier estaba a punto de partir cuando notó que la cabeza y los hombros de un alemán asomaban por encima del parapeto.

¡Cabo! -gritó el brigadier-, ¡allí hay un huno! ¡Dispárele!

Sí, señor –contestó el cabo, señalando el blanco al centinela más cercano y, al mismo tiempo, haciéndole un guiño. El centinela disparó, muy lejos de su blanco. El alemán fingió no enterarse.

¡Dispare otra vez! – ordenó el brigadier-.

En esta ocasión, el disparo del centinela pasó más cerca del alemán, pero el germano ni se movió. El tercer disparo pasó silbando a pocos centímetros del enemigo, quien captó el mensaje y desapareció; al hacerlo, levantó los brazos. El brigadier pareció satisfecho con esta “víctima”, y se fue. Los hombres no tardaron en volver a salir de sus trincheras.

Al ponerse el sol, casi no se habían oído disparos en todo el frente durante 24 horas y, por consiguiente, volvieron las aves. No se había visto ninguna en el campo de batalla durante meses, pero ahora había petirrojos por todas partes. Un oficial británico alimentó a 50 aves fuera de su casamata.

Cuando el alto mando se enteró por fin de lo ocurrido, montó en cólera. Los oficiales se alarmaron por el total desquiciamiento de la disciplina militar. También les preocupó que sus hombres descubrieran que sus enemigos no eran aquellos monstruos que, según la propaganda, habían matado con bayoneta a bebés belgas y cortado los senos a nodrizas inglesas, sino gente sencilla, común como ellos mismos. Un londinense que ayudó a un alemán a cavar una tumba para un compañero muerto escribió a su casa: “Parecen tipos decentes”. Otro describió a los alemanes como “buena gente”.

El alto mando inglés emitió órdenes severas de que no hubiese más fraternización. No hubo más treguas durante las tres Navidades que pasarían antes del fin de la guerra. La indignación que causó el empleo de lanzallamas y gas tóxico por los alemanes, en 1915, ayudó a combatir la idea de las treguas.

¿Pudo la tregua de 1914 haber puesto fin a la Primera Guerra Mundial?

Un sobreviviente, Albert Moren, cree que sí. “Si la tregua se hubiera prolongado otra semana”, asegura, “habría sido muy difícil reiniciar la guerra”. En este caso se habrían salvado los casi nueve millones de hombres que morirían antes del Armisticio.

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La tregua navideña de 1914 continuó en algunos sectores del frente hasta el Año Nuevo, y aún después. “tuvimos que dejar que durara todo ese tiempo”, explicó un alemán, en una carta enviada a su casa. “Queríamos ver cómo salían las fotos que ellos nos tomaron”.

Graham Williams recuerda que la víspera de Año Nuevo , mientras estaba bombeando agua de su trinchera, de pronto vio a un alemán, de pie frente a él. Estaba ebrio, y llevaba una botella en cada mano. Williams le ordenó que volviera a su trinchera. El alemán se negó.

–Entonces tendré que llevarlo prisionero- le advirtió Williams. El alemán le ofreció un trago: -No quiero caer prisionero, sólo quiero ser tu amigo-. Con ayuda de otro soldado, llevó a su enemigo ebrio de regreso a las líneas alemanas.

Acordaron que, cuando un bando tuviese que romper la tregua, dispararían una salva al aire para dar tiempo al enemigo de volver a sus trincheras. En el sector de Jim Prince, la salva sonó el 29 de diciembre, y los hombres retornaron a toda carrera a sus trincheras. Minutos después se reanudó el fuego, en serio. Prince desde su parapeto, pronto tuvo a un alemán frente a la mira de su fusil: era un blanco fácil, a 300 metros. No pudo distinguir quién era pero, en el momento de apretar el gatillo, se le ocurrió que bien podía ser aquel estudiante de Leipzig que había compartido con él sus regalos de Navidad.

Para Prince, el aficionado al fútbol que perdería una pierna varios meses después, había terminado la Navidad más maravillosa de su vida. Y hasta que murió en 1981, a la edad de 85 años, nunca oyó Noche de Paz , sin que se le rodaran las lágrimas.

Para analizar

1. Compre los momentos en que el sentimiento comunitario sube y baja se repercusión en la solidaridad.

2. ¿Cómo varió la lógica de convivencia?3. ¿Por qué cree que no hubo más treguas? ¿Qué influyó en ello?