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1 LA NARRATIVA HISPANOAMERICANA: EL REALISMO MÁGICO. 1. INTRODUCCIÓN. ANTECEDENTES. Una aclaración previa: el adjetivo “hispanoamericano” engloba una veintena de países unidos por la misma lengua y, en ciertos aspectos, una cultura muy semejante (catolicismo). Sería interminable analizar cada una de las literaturas de los países de América Central y del Sur, por lo que bajo el membrete “hispanoamericano” intentaremos aglutinar aquellos autores más relevantes y los rasgos estilísticos y temáticos más comunes a todos ellos. Como ya hemos dicho reiteradamente, ninguna corriente literaria surge de la nada, esporádicamente. La conjunción de narradores hispanoamericanos a comienzos de la década de 1960 es el resultado de una serie de innovaciones en el ámbito de la cultura. Por un lado, el profundo asentamiento en los países de América del Sur de ciertas corrientes vanguardistas, propiciado éste por los viajes de intelectuales sudamericanos a Nueva York, Madrid y París durante las primeras décadas del siglo XX. Por otro lado, la gran eclosión de la novela norteamericana en la década de 1920 (la Lost Generation) va a influir en algunos de sus postulados estilísticos en los narradores que le son, geográficamente, más próximos. Durante gran parte del siglo XIX, la novelística hispanoamericana era deudora de las tendencias europeas que, a través de la literatura escrita en España, llegaba a los respectivos países (muchos de ellos todavía colonias españolas). Como ya hemos dicho, tras el “descubrimiento” por parte de ciertas corrientes vanguardistas (el Surrealismo, sobre todo) de una realidad social y geográfica muy diferente de la europea (como modelo occidental), los propios autores americanos toman conciencia de su diferenciación e inician la creación de obras literarias que pretenden ser originales. 2. LA NOVELA REGIONALISTA E INDIGENISTA. JUAN RULFO. El primer intento —que tendrá un éxito considerable— de emancipación con respecto a la novelística de rasgos europeos será mediante la “novela regionalista” y su consecuencia: la “novela indigenista”. Un numeroso grupo de autores de los distintos países inician la creación de una serie de novelas —con descripciones realistas, con argumentos románticos— que pretenden mostrar la geografía y el folklore (las costumbres, la cultura del pueblo) de las diversas y variadas regiones americanas. Todas estas novelas se asientan en pocos pero clarificadores postulados: mostrar el exotismo del lugar, enfrentar la civilización (occidente) y la barbarie (el mundo primitivo), dar cuenta de un lenguaje que enriquezca el caudal del español. Los autores más destacados son Ricardo Güiraldes (Argentina, Don Segundo Sombra, 1926); Horacio Quiroga (Uruguay, Cuentos de la selva, 1918); Mariano Azuela (México, Los de abajo, 1916); José Eustasio Rivera (Colombia, La Vorágine, 1924); Rómulo Gallegos (Venezuela, Doña Bárbara, 1929). Esta primera novela regionalista pronto deviene en la llamada novela indigenista, en la que el exotismo cede paso a la denuncia y la protesta social. Ciro Alegría (Perú, El mundo es ancho y ajeno, 1941); Jorge Icaza (Ecuador, Huasipongo, 1934). Este tipo de literatura será luego cuestionado y superado por José María Arguedas (Perú, Los ríos profundos, 1958) y Miguel Otero Silva (Venezuela, Casas muertas, 1955) quienes al ambiente regional o indígena añaden las inquietudes estéticas que desde el mundo de los cuentos (Borges, Cortázar) habían comenzado a ser más evidentes.

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LA NARRATIVA HISPANOAMERICANA: EL REALISMO MÁGICO.

1. INTRODUCCIÓN. ANTECEDENTES.

Una aclaración previa: el adjetivo “hispanoamericano” engloba una veintena de países unidos por la misma

lengua y, en ciertos aspectos, una cultura muy semejante (catolicismo). Sería interminable analizar cada una de las

literaturas de los países de América Central y del Sur, por lo que bajo el membrete “hispanoamericano”

intentaremos aglutinar aquellos autores más relevantes y los rasgos estilísticos y temáticos más comunes a todos

ellos.

Como ya hemos dicho reiteradamente, ninguna corriente literaria surge de la nada, esporádicamente. La

conjunción de narradores hispanoamericanos a comienzos de la década de 1960 es el resultado de una serie de

innovaciones en el ámbito de la cultura. Por un lado, el profundo asentamiento en los países de América del Sur de

ciertas corrientes vanguardistas, propiciado éste por los viajes de intelectuales sudamericanos a Nueva York,

Madrid y París durante las primeras décadas del siglo XX. Por otro lado, la gran eclosión de la novela

norteamericana en la década de 1920 (la Lost Generation) va a influir en algunos de sus postulados estilísticos en

los narradores que le son, geográficamente, más próximos.

Durante gran parte del siglo XIX, la novelística hispanoamericana era deudora de las tendencias europeas

que, a través de la literatura escrita en España, llegaba a los respectivos países (muchos de ellos todavía colonias

españolas). Como ya hemos dicho, tras el “descubrimiento” por parte de ciertas corrientes vanguardistas (el

Surrealismo, sobre todo) de una realidad social y geográfica muy diferente de la europea (como modelo

occidental), los propios autores americanos toman conciencia de su diferenciación e inician la creación de obras

literarias que pretenden ser originales.

2. LA NOVELA REGIONALISTA E INDIGENISTA. JUAN RULFO.

El primer intento —que tendrá un éxito considerable— de emancipación con respecto a la novelística de

rasgos europeos será mediante la “novela regionalista” y su consecuencia: la “novela indigenista”. Un numeroso

grupo de autores de los distintos países inician la creación de una serie de novelas —con descripciones realistas,

con argumentos románticos— que pretenden mostrar la geografía y el folklore (las costumbres, la cultura del

pueblo) de las diversas y variadas regiones americanas. Todas estas novelas se asientan en pocos pero

clarificadores postulados: mostrar el exotismo del lugar, enfrentar la civilización (occidente) y la barbarie (el

mundo primitivo), dar cuenta de un lenguaje que enriquezca el caudal del español. Los autores más destacados son

Ricardo Güiraldes (Argentina, Don Segundo Sombra, 1926); Horacio Quiroga (Uruguay, Cuentos de la selva,

1918); Mariano Azuela (México, Los de abajo, 1916); José Eustasio Rivera (Colombia, La Vorágine, 1924);

Rómulo Gallegos (Venezuela, Doña Bárbara, 1929). Esta primera novela regionalista pronto deviene en la llamada

novela indigenista, en la que el exotismo cede paso a la denuncia y la protesta social. Ciro Alegría (Perú, El mundo

es ancho y ajeno, 1941); Jorge Icaza (Ecuador, Huasipongo, 1934). Este tipo de literatura será luego cuestionado y

superado por José María Arguedas (Perú, Los ríos profundos, 1958) y Miguel Otero Silva (Venezuela, Casas

muertas, 1955) quienes al ambiente regional o indígena añaden las inquietudes estéticas que desde el mundo de los

cuentos (Borges, Cortázar) habían comenzado a ser más evidentes.

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El caso de Juan Rulfo (México) es la constatación más evidente de que esta novela ha sufrido una auténtica

revolución estilística. Sólo publicó dos volúmenes: el libro de cuentos El llano en llamas (1953) y la novela Pedro

Páramo (1955). Ambas obras suponen una auténtica revolución dentro de la narrativa no sólo americana, sino

universal. Pedro Páramo se convertirá muy pronto en una novela imitada y alabada: Comala es un pueblo donde

vivos y muertos conviven sin que el lector pueda discernir claramente los límites entre ambos mundos. El uso

exacto de las palabras (nada sobra, nada falta) la convierten en una de las mejores novelas del siglo XX y en el

ejemplo más evidente de que no son necesarios fuegos de artificios y complicaciones para transmitir las verdades

más elementales de la vida. Todas las innovaciones narrativas de las primeras décadas del siglo XX están colocadas

en ella sin desafinar. Sin esta novela el Boom no hubiera llegado a ser lo que realmente fue.

3. EL REALISMO MÁGICO. ORIGEN Y RASGOS.

Y llegamos a la década de 1960. Vargas Llosa gana en 1963 —con 27 años— el recién instaurado Premio

Biblioteca Breve con su novela La ciudad y los perros. Es el inicio del Boom y del denominado Realismo mágico.

Este nombre fue creado en la década de 1920 para referirse una corriente pictórica alemana. Posteriormente el

novelista Uslar Pietri, en 1948, lo aplica a un grupo de novelas venezolanas que asignan una magnitud irreal a una

narración de sucesos cotidianos. Éste será su rasgo más destacado: la mezcla de lo natural —en un contexto

geográfico americano, nada parecido al occidental— con lo sobrenatural, presentando la realidad como si fuera

mágica. De ese modo, los personajes —y el lector, con ellos— perciben lo extraño con la misma normalidad que lo

común. A este rasgo habría que añadir otras características formales y estilísticas tomadas de las innovaciones

narrativas de comienzos del siglo XX:

a) Multiplicidad de narradores (polifonía textual, mezcla de estilos directos e indirectos, complejidad

textual).

b) Ruptura del tiempo narrativo (concepción cíclica, visión mítica, repetición de eventos).

c) Violencia (la cultura indígena sobre la cristiana, pesimismo vital, la muerte como un hecho cotidiano y

común).

d) Localización delimitada y definida: la concentración de hechos y personajes en un lugar muy específico,

lejos de crear un mensaje regionalista y único genera un significado universal y múltiple (Faulkner).

Una de las primeras manifestaciones de este Realismo mágico la encontramos en Miguel Ángel Asturias

(Guatemala). Su contacto con las vanguardias francesas dio origen a Leyendas de Guatemala (1930) y El hombre

que lo tenía todo todo todo, donde el mundo mitológico precolombino es tratado mediante los recursos estilísticos e

innovadores del Surrealismo. También hay que mencionar al cubano Alejo Carpentier quien a través de sus novelas

El reino de este mundo (1949), Los pasos perdidos y El Siglo de las Luces acuña el término Realismo imaginario y

”lo real maravilloso”, donde se nos expone un Universo mítico regido por unas leyes que no coinciden con las del

mundo occidental.

4. LA NUEVA NARRATIVA (“Post-boom”)

La llamada novela postboom se inicia con la publicación en 1975 de Soñé que la nieve ardía, de Antonio

Skármeta. Esta nueva propuesta en la que se inscribe, por ejemplo, La casa de los espíritus, añade al conjunto de la

narrativa hispanoamericana sus propias peculiaridades:

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a) Literatura de índole realista: los escritores se centran en lo cotidiano, sin el desmesurado afán

totalizador o trascendente de la generación anterior y sin renunciar a ciertos recursos sorprendentes, a veces

absurdos, que pueden llegar a provocar cierta hilaridad.

b) Personajes inspirados en seres humanos comunes, con especial protagonismo femenino, alejados de

comportamientos excepcionales y cuyos conflictos tienen que ver con su situación social.

c) Presencia de ciertos elementos de la cultura de masas, como el folletín, el cine, la radio… con

incorporación de algunos elementos de la cultura juvenil (drogas, sexo, marginalidad, la moda, el rock, el pop…) y

urbana, en claro distanciamiento con la tendencia minoritaria de alta literatura innovadora del boom.

d) Alto grado de compromiso con la realidad política y sociocultural1 como consecuencia del interés

por fomentar la identidad iberoamericana, a raíz del y traumático exilio y el desarraigo que conllevan las

dictaduras.

e) Estructuras textuales más sencillas, próximas a la novela realista tradicional, con predominio de la

trama y el orden cronológico, aunque sin renunciar a cierto juego temporal mediante breves regresiones y

anticipaciones (que de todos modos distan bastante de la distorsión del tiempo propia de la visión mítica del

realismo mágico).

f) Estilo sencillo y coloquial con escasa subordinación y modismos del habla latinoamericana.

g) Literatura predominantemente optimista y vitalista que confía en la lucha política y social como

forma de mejorar la vida en el futuro.

5. LOS AUTORES DEL “BOOM” (del pre-Boom y del post-Boom).

La escasez de espacio nos obliga a realizar un mero listado de autores más significativos, habida cuenta de

que ya hemos habla anteriormente de los orígenes y sus rasgos más destacados.

Argentina

—Jorge Luis Borges: la revolución del cuento. Historia Universal de la Infamia, Ficciones, El Aleph, El

libro de arena. Inmenso poeta.

—Adolfo Bioy Casares: La invención de Morel, El sueño de los héroes. Género fantástico y policiaco.

—Ernesto Sábato: El túnel, Sobre héroes y tumbas. Autor pesimista.

—Julio Cortázar: cuentos y novela. Rayuela, Las armas secretas, Final del juego. Junto con Borges, los

dos grandes innovadores de la narración corta del siglo XX.

Uruguay

—Juan Carlos Onetti. Novelas pesimistas y difíciles. La vida breve, El astillero, Juntacadáveres, Dejemos

hablar al viento.

—Mario Benedetti. Novelista, poeta, cuentista. La tregua, La muerte y otras sorpresas.

—Eduardo Galeano. Ensayista. Ruptura de fronteras entre géneros. Política Las venas abiertas de América

Latina.

—Augusto Roa Bastos: Yo, el Supremo. Novela de los dictadores (que muchos otros autores del Boom

seguirán, y cuyo origen habría que buscar en el Tirano Banderas, de Valle-Inclán). Paraguay

1 Algunos autores del boom, como Alejo Carpentier, acabarà evolucionando hacia una novela de realismo social.

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Chile

—Gabriela Mistral. Nobel en 1945. Transición entre el Modernismo y la nueva poesía.

—Pablo Neruda: el gran poeta hispanoamericano. Premio Nobel 1973. 50 poemarios. Canto general.

—José Donoso: El lugar sin límites y El obsceno pájaro de la noche.

—Isabel Allende: La casa de los espíritus.

—Mario Vargas Llosa. La ciudad y los perros, Conversación en La Catedral, La fiesta del Chivo. Perú.

Premio Nobel 2010.

—César Vallejo. Poeta. Los heraldos negros. Trilce. Poemas humanos.

—Gabriel García Márquez. La gran figura del Boom. Premio Nobel a los 55 años. Cien años de soledad

(1967) fue el gran éxito internacional que hizo que esta generación fuera conocida en todo el mundo. La mala hora,

El coronel no tiene quien le escriba. El otoño del patriarca, Crónica de una muerte anunciada, El coronel en su

laberinto, Historia de un secuestro, El amor en los tiempos del cólera. Colombia.

—Augusto Monterroso: cuentista, “creador” del microrrelato. Obras completas (y otros cuentos), La oveja

negra y demás fábulas, Lo demás es silencio. Guatemala.

—Carlos Fuentes. La región más transparente, La muerte de Artemio Cruz, Cambio de piel. México

—José Lezama Lima. Poeta y novelista. Influencias vanguardistas. Paradiso. Cuba.

—Guillermo Cabrera Infante. Crítico. Tres tristes tigres, La Habana para un infante difunto. Cuba.

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LITERATURA HISPANOAMERICANA. SIGLO XX. ALFONSINA STORNI (1892-1938). Argentina. Oh mar, enorme mar, corazón fiero de ritmo desigual, corazón malo, yo soy más blanda que ese pobre palo que se pudre en tus ondas prisionero. Oh mar, dame tu cólera tremenda, yo me pasé la vida perdonando, porque entendía, mar, yo me fui dando: «Piedad, piedad para el que más ofenda». Vulgaridad, vulgaridad me acosa. Ah, me han comprado la ciudad y el hombre. Hazme tener tu cólera sin nombre: ya me fatiga esta misión de rosa. ¿Ves al vulgar? Ese vulgar me apena, me falta el aire y donde falta quedo, quisiera no entender, pero no puedo: es la vulgaridad que me envenena. Me empobrecí porque entender abruma, me empobrecí porque entender sofoca, ¡bendecida la fuerza de la roca! Yo tengo el corazón como la espuma. Mar, yo soñaba ser como tú eres, allá en las tardes que la vida mía bajo las horas cálidas se abría... Ah, yo soñaba ser como tú eres. Mírame aquí, pequeña, miserable, todo dolor me vence, todo sueño; bar, dame, dame el inefable empeño de tornarme soberbia, inalcanzable. Dame tu sal, tu yodo, tu fiereza. ¡Aire de mar!... ¡Oh, tempestad! ¡Oh enojo! Desdichada de mí, soy un abrojo, y muero, mar, sucumbo en mi pobreza. Y el alma mía es como el mar, es eso, ah, la ciudad la pudre y la equivoca; pequeña vida que dolor provoca, ¡que pueda libertarme de su peso! Vuele mi empeño, mi esperanza vuele... La vida mía debió ser horrible, debió ser una arteria incontenible y apenas es cicatriz que siempre duele.

EL DIVINO AMOR Te ando buscando, amor que nunca llegas; te ando buscando, amor que te mezquinas. Me aguzo por saber si me adivinas; me doblo por saber si te me entregas. Las tempestades mías, andariegas, se han aquietado sobre un haz de espinas; sangran mis carnes gotas purpurinas porque a salvarte, oh niño, te me niegas. Mira que estoy de pie sobre los leños, que a veces bastan unos pocos sueños para encender la llama que me pierde. Sálvame, amor, y con tus manos puras trueca este fuego en límpidas dulzuras y haz de mis leños una rama verde.

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GABRIELA MISTRAL (1889-1957). Chile SONETOS DE LA MUERTE (1914) Del nicho helado en que los hombres te pusieron, te bajaré a la tierra humilde y soleada. Que he de dormirme en ella los hombres no supieron, y que hemos de soñar sobre la misma almohada. Te acostaré en la tierra soleada con una dulcedumbre de madre para el hijo dormido, y la tierra ha de hacerse suavidades de cuna al recibir tu cuerpo de niño dolorido, Luego iré espolvoreando tierra y polvo de rosas, y en la azulada y leve polvareda de luna, los despojos livianos irán quedando presos. Me alejaré cantando mis venganzas hermosas, ¡porque a ese hondor recóndito la mano de ninguna bajará a disputarme tu puñado de huesos!

LAGAR (1954) TIEMPO AMANECER

Hincho mi corazón para que entre como cascada ardiente el Universo. El nuevo día llega y su llegada me deja sin aliento. Canto como la gruta que es colmada canto mi día nuevo.

Por la gracia perdida y recobrada humilde soy sin dar y recibiendo hasta que la Gorgona de la noche va, derrotada, huyendo.

ATARDECER

Siento mi corazón en la dulzura fundirse como ceras: son un óleo tardo y no un vino mis venas, y siento que mi vida se va huyendo callada y dulce como la gacela.

NOCHE

Las montañas se deshacen el ganado se ha perdido; el sol regresa a su fragua: todo el mundo se va huido.

Se va borrando la huerta, la granja se ha sumergido y mi cordillera sume su cumbre y su grito vivo.

Las criaturas resbalan de soslayo hacia el olvido, y también los dos rodamos hacia la noche, mi niño.

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PABLO NERUDA (1904-1973) “Walking around”, Residencia en la Tierra (1935) Sucede que me canso de ser hombre. Sucede que entro en las sastrerías y en los cines marchito, impenetrable, como un cisne de fieltro navegando en un agua de origen y ceniza. El olor de las peluquerías me hace llorar a gritos. Sólo quiero un descanso de piedras o de lana, sólo quiero no ver establecimientos ni jardines, ni mercaderías, ni anteojos, ni ascensores. Sucede que me canso de mis pies y mis uñas y mi pelo y mi sombra. Sucede que me canso de ser hombre. Sin embargo sería delicioso asustar a un notario con un lirio cortado o dar muerte a una monja con un golpe de oreja. Sería bello ir por las calles con un cuchillo verde y dando gritos hasta morir de frío. No quiero seguir siendo raíz en las tinieblas, vacilante, extendido, tiritando de sueño, hacia abajo, en las tripas moradas de la tierra, absorbiendo y pensando, comiendo cada día. No quiero para mí tantas desgracias. no quiero continuar de raíz y de tumba, de subterráneo solo, de bodega con muertos, aterido, muriéndome de pena. Por eso el día lunes arde como el petróleo cuando me ve llegar con mi cara de cárcel, y aúlla en su transcurso como una rueda herida, y da pasos de sangre caliente hacia la noche. Y me empuja a ciertos rincones, a ciertas casas húmedas, a hospitales donde los huesos salen por la ventana, a ciertas zapaterías con olor a vinagre, a calles espantosas como grietas. Hay pájaros de color de azufre y horribles intestinos colgando de las puertas de las casas que odio, hay dentaduras olvidadas en una cafetera, hay espejos que debieran haber llorado de vergüenza y espanto, hay paraguas en todas partes, y venenos, y ombligos. Yo paseo con calma, con ojos, con zapatos, con furia, con olvido, paso, cruzo oficinas y tiendas de ortopedia, y patios donde hay ropas colgadas de un alambre: calzoncillos, toallas y camisas que lloran lentas lágrimas sucias.

Canto General (1950) I. “La lámpara en la tierra”. AMOR AMÉRICA (1400) Antes de la peluca y la casaca fueron los ríos, ríos arteriales: fueron las cordilleras, en cuya onda raída el cóndor o la nieve parecían inmóviles: fue la humedad y la espesura, el trueno sin nombre todavía, las pampas planetarias. El hombre tierra fue, vasija, párpado del barro trémulo, forma de la arcilla, fue cántaro caribe, piedra chibcha, copa imperial o sílice araucana. Tierno y sangriento fue, pero en la empuñadura de su arma de cristal humedecido, las iniciales de la tierra estaban escritas. Nadie pudo recordarlas después: el viento las olvidó, el idioma del agua fue enterrado, las claves se perdieron o se inundaron de silencio o sangre. No se perdió la vida, hermanos pastorales. Pero como una rosa salvaje cayó una gota roja en la espesura y se apagó una lámpara de tierra. Yo estoy aquí para contar la historia. Desde la paz del búfalo hasta las azotadas arenas de la tierra final, en las espumas acumuladas de la luz antártica, y por las madrigueras despeñadas de la sombría paz venezolana, te busqué, padre mío, joven guerrero de tiniebla y cobre oh tú, planta nupcial, cabellera indomable, madre caimán, metálica paloma. Yo, incásico del légamo, toqué la piedra y dije: ¿Quién me espera? Y apreté la mano sobre un puñado de cristal vacío. Pero anduve entre flores zapotecas y dulce era la luz como un venado, y era la sombra como un párpado verde. Tierra mía sin nombre, sin América, estambre equinoccial, lanza de púrpura, tu aroma me trepó por las raíces hasta la copa que bebía, hasta la más delgada palabra aún no nacida de mi boca.

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II. “Alturas de Macchu Picchu” Sube a nacer conmigo, hermano. Dame la mano desde la profunda zona de tu dolor diseminado. No volverás del fondo de las rocas. No volverás del tiempo subterráneo. No volverá tu voz endurecida. No volverán tus ojos taladrados. Mírame desde el fondo de la tierra, labrador, tejedor, pastor callado: domador de guanacos tutelares: albañil del andamio desafiado: aguador de las lágrimas andinas: joyero de los dedos machacados: agricultor temblando en la semilla: alfarero en tu greda derramado: traed a la copa de esta nueva vida vuestros viejos dolores enterrados. Mostradme vuestra sangre y vuestro surco, decidme: aquí fui castigado, porque la joya no brilló o la tierra no entregó a tiempo la piedra o el grano: señaladme la piedra en que caísteis y la madera en que os crucificaron, encendedme los viejos pedernales, las viejas lámparas, los látigos pegados a través de los siglos en las llagas y las hachas de brillo ensangrentado. Yo vengo a hablar por vuestra boca muerta. A través de la tierra juntad todos los silenciosos labios derramados y desde el fondo habladme toda esta larga noche como si yo estuviera con vosotros anclado, contadme todo, cadena a cadena, eslabón a eslabón, y paso a paso, afilad los cuchillos que guardasteis, ponedlos en mi pecho y en mi mano, como un río de rayos amarillos, como un río de tigres enterrados, y dejadme llorar, horas, días, años, edades ciegas, siglos estelares. Dadme el silencio, el agua, la esperanza. Dadme la lucha, el hierro, los volcanes. Apegadme los cuerpos como imanes. Acudid a mis venas y a mi boca. Hablad por mis palabras y mi sangre.

III. “Los conquistadores” A PESAR DE LA IRA ¡Roídos yelmos, herraduras muertas! Pero a través del fuego y la herradura como de un manantial iluminado por la sangre sombría, con el metal hundido en el tormento se derramó una luz sobre la tierra: número, nombre, línea y estructura. Páginas de agua, claro poderío de idiomas rumorosos, dulces gotas elaboradas como los racimos, sílabas de platino en la ternura de unos aljofarados pechos puros, y una clásica boca de diamantes dio su fulgor nevado al territorio. Allá lejos la estatua deponía su mármol muerto, y en la primavera del mundo, amaneció la maquinaria. La técnica elevaba su dominio y el tiempo fue velocidad y ráfaga en la bandera de los mercaderes. Luna de geografía que descubrió la planta y el planeta extendiendo geométrica hermosura en su desarrollado movimiento. Asia entregó su virginal aroma. La inteligencia con un hilo helado fue detrás de la sangre hilando el día. El repartió la miel desnuda guardada en las tinieblas. Un vuelo de palomar salió de la pintura con arrebol y azul ultramarino. Y las lenguas del hombre se juntaron en la primera ira, antes del canto. Así, con el sangriento titán de piedra, halcón encarnizado, no sólo llegó sangre sino trigo. La luz vino a pesar de los puñales.

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CÉSAR VALLEJO (Perú, 1892 - París, 1938) Los Heraldos Negros (1919) Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé. Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma... Yo no sé. Son pocos; pero son... Abren zanjas oscuras en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte. Serán tal vez los potros de bárbaros atilas; o los heraldos negros que nos manda la Muerte. Son las caídas hondas de los Cristos del alma, de alguna fe adorable que el Destino blasfema. Esos golpes sangrientos son las crepitaciones de algún pan que en la puerta del horno se nos quema. Y el hombre... ¡Pobre... pobre! Vuelve los ojos, como cuando por sobre el hombro nos llama una palmada; vuelve los ojos locos, y todo lo vivido se empoza, como un charco de culpa, en la mirada. Hay golpes en la vida, tan fuertes ... ¡Yo no sé!

Poemas humanos (19339) PIEDRA NEGRA SOBRE UNA PIEDRA BLANCA Me moriré en París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo. Me moriré en París, y no me corro, tal vez un jueves, como es hoy, de otoño. Jueves será, porque hoy, jueves, que proso estos versos, los húmeros me he puesto a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto, con todo mi camino, a verme solo. César Vallejo ha muerto, le pegaban todos sin que él les haga nada; le daban duro con un palo y duro también con una soga; son testigos los días jueves y los huesos húmeros, la soledad, la lluvia, los caminos...

MARIO BENEDETTI (1920-2010) PASATIEMPO Cuando éramos niños los viejos tenían como treinta un charco era un océano la muerte lisa y llana no existía luego cuando muchachos los viejos eran gente de cuarenta un estanque era océano la muerte solamente una palabra ya cuando nos casamos los ancianos estaban en cincuenta un lago era un océano la muerte era la muerte de los otros ahora veteranos ya le dimos alcance a la verdad el océano es por fin el océano pero la muerte empieza a ser la nuestra.

Poemas de la oficina (1953-1956) DACTILÓGRAFO MONTEVIDEO QUINCE DE noviembre de mil novecientos cincuenta y cinco Montevideo era verde en mi infancia absolutamente verde y con tranvías muy señor nuestro por la presente yo tuve un libro del que podía leer veinticinco centímetros por noche y después del libro del que podía leer y yo quería pensar en cómo sería eso de no ser de caer como piedra en un pozo comunicamos a usted que en esta fecha hemos efectuado por su cuenta quién era ah sí mi madre se acercaba y prendía la luz y no te asustes y después la apagaba antes que no durmiera el pago de trescientos doce pesos a la firma Menéndez & Solari y sólo veía sombras como caballos y elefantes y monstruos casi hombres y sin embargo aquello era mejor que pensarme sin la savia del miedo desaparecido como se acostumbra en un todo de acuerdo con sus órdenes de fecha siete del corriente eran tan diferente era verde

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y qué optimismo tener la ventanilla sentirse dueño de la calle que baja lugar con los números de las puertas cerradas y apostar consigo mismo en términos severos rogámosle acusar recibo lo ante posible si terminaba en cuatro o trece o diecisiete era que iba a reír o a perder o a morirme de esta comunicación a fin de que podamos y hacerme tan sólo una trampa por cuadra registrarlo en su cuenta corriente absolutamente verde y con tranvías y el Prado con caminos de hojas secas y el olor a eucaliptus y a temprano saludamos a usted atentamente y desde allí los años y quién sabe.

absolutamente verde y con tranvías JORGE LUIS BORGES (1899 – 1986) Fervor de Buenos Aires (1923) BARRIO RECUPERADO/RECONQUISTADO Nadie vio la hermosura de las calles hasta que pavoroso en clamor se derrumbó el cielo verdoso en abatimiento de agua y de sombra. El temporal fue unánime y aborrecible a las miradas fue el mundo, pero cuando un arco bendijo con los colores del perdón la tarde, y un olor a tierra mojada alentó los jardines, nos echamos a caminar por las calles como por una recuperada heredad, y en los cristales hubo generosidades de sol y en las hojas lucientes dijo su trémula inmortalidad el estío.

“Una rosa amarilla”, en El Hacedor (1960)

Ni aquella tarde ni la otra murió el ilustre Giambattista Marino, que las bocas unánimes de la Fama (para usar una imagen que le fue cara) proclamaron el nuevo Homero y el nuevo Dante, pero el hecho inmóvil y silencioso que entonces ocurrió fue en verdad el último de su vida. Colmado de años y de gloria, el hombre se moría en un vasto lecho español de columnas labradas. Nada cuesta imaginar a unos pasos un sereno balcón que mira al poniente y, más abajo, mármoles y laureles y un jardín que duplica sus graderías en un agua rectangular. Una mujer ha puesto en una copa una rosa amarilla; el hombre murmura los versos inevitables que a él mismo, para hablar con sinceridad, ya lo hastían un poco:

Púrpura del jardín, pompa del prado. Gema de primavera, ojo de abril...

Entonces ocurrió la revelación. Marino vio la rosa como Adán pudo verla en el paraíso y sintió que ella

estaba en su eternidad y no en sus palabras, y que podemos mencionar o aludir, pero no expresar, y que los altos y soberbios volúmenes que formaban en un ángulo de la sala una penumbra de oro no eran (como su vanidad soñó) un espejo del mundo, sino una cosa más agregada al mundo.

Esta iluminación alcanzó Marino en la víspera de su muerte, y Homero y Los Dante la alcanzaron también.

“Los dos reyes y los dos laberintos”, en El Aleph (1949)

Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó a construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribo sus castillos,

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rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: "Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el paso."

Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en la mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con aquel que no muere. “El etnógrafo”, en Elogio de la sombra (1969)

El caso me lo refirieron en Texas, pero había acontecido en otro estado. Cuenta con un solo protagonista, salvo que en toda historia los protagonistas son miles, visibles e invisibles, vivos y muertos. Se llamaba, creo, Fred Murdock. Era alto a la manera americana, ni rubio ni moreno, de perfil de hacha, de muy pocas palabras. Nada singular había en él, ni siquiera esa fingida singularidad que es propia de los jóvenes. Naturalmente respetuoso, no descreía de los libros ni de quienes escriben los libros. Era suya esa edad en que el hombre no sabe aún quién es y está listo para entregarse a lo que le propone el azar: la mística del persa o el desconocido origen del húngaro, la aventuras de la guerra o del álgebra, el puritanismo o la orgía. En la universidad le aconsejaron el estudio de las lenguas indígenas. Hay ritos esotéricos que perduran en ciertas tribus del oeste; su profesor, un hombre entrado en años, le propuso que hiciera su habitación en una toldería, que observara los ritos y que descubriera el secreto que los brujos revelan al iniciado. A su vuelta, redactaría una tesis que las autoridades del instituto darían a la imprenta. Murdock aceptó con alacridad. Uno de sus mayores había muerto en las guerras de la frontera; esa antigua discordia de sus estirpes era un vínculo ahora. Previó, sin duda, las dificultades que lo aguardaban; tenía que lograr que los hombres rojos lo aceptaran como a uno de los suyos. Emprendió la larga aventura. Más de dos años habitó en la pradera, bajo toldos de cuero o a la intemperie. Se levantaba antes del alba, se acostaba al anochecer, llegó a soñar en un idioma que no era el de sus padres. Acostumbró su paladar a sabores ásperos, se cubrió con ropas extrañas, olvidó los amigos y la ciudad, llegó a pensar de una manera que su lógica rechazaba. Durante los primeros meses de aprendizaje tomaba notas sigilosas, que rompería después, acaso para no despertar la suspicacia de los otros, acaso porque ya no las precisaba. Al término de un plazo prefijado por ciertos ejercicios, de índole moral y de índole física, el sacerdote le ordenó que fuera recordando sus sueños y que se los confiara al clarear el día. Comprobó que en las noches de luna llena soñaba con bisontes. Confió estos sueños repetidos a su maestro; éste acabó por revelarle su doctrina secreta. Una mañana, sin haberse despedido de nadie, Murdock se fue. En la ciudad, sintió la nostalgia de aquellas tardes iniciales de la pradera en que había sentido, hace tiempo, la nostalgia de la ciudad. Se encaminó al despacho del profesor y le dijo que sabía el secreto y que había resuelto no publicarlo.

—¿Lo ata su juramento? —preguntó. —No es ésa mi razón —dijo Murdock—. En esas lejanías aprendí algo que no puedo decir. —¿Acaso el idioma inglés es insuficiente? —observaría el otro. —Nada de eso, señor. Ahora que poseo el secreto, podría enunciarlo de cien modos distintos y aun

contradictorios. No sé muy bien cómo decirle que el secreto es precioso y que ahora la ciencia, nuestra ciencia, me parece una mera frivolidad.

Agregó al cabo de una pausa: —El secreto, por lo demás, no vale lo que valen los caminos que me condujeron a él. Esos caminos hay que

andarlos. El profesor le dijo con frialdad: —Comunicaré su decisión al Concejo. ¿Usted piensa vivir entre los indios? Murdock le contestó: —No. Tal vez no vuelva a la pradera. Lo que me enseñaron sus hombres vale para cualquier lugar y para

cualquier circunstancia. Tal fue, en esencia, el diálogo. Fred se casó, se divorció y es ahora uno de los bibliotecarios de Yale. “El disco”, en El libro de arena (1975).

Soy leñador. El nombre no importa. La choza en que nací y en la que pronto habré de morir queda al borde del bosque. Del bosque dicen que se alarga hasta el mar que rodea toda la tierra y por el que andan casas de madera iguales a la mía. No sé; nunca lo he visto. Tampoco he visto el otro lado del bosque. Mi hermano mayor, cuando éramos chicos, me hizo jurar que entre los dos talaríamos todo el bosque hasta que no quedara un solo árbol. Mi hermano ha muerto y ahora es otra cosa la que busco y seguiré buscando. Hacia el poniente corre un riacho en el que sé pescar con la mano.

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En el bosque hay lobos, pero los lobos no me arredran y mi hacha nunca me fue infiel. No he llevado la cuenta de mis años. Sé que son muchos. Mis ojos ya no ven. En la aldea, a la que ya no voy porque me perdería, tengo fama de avaro pero ¿qué puede haber juntado un leñador del bosque? Cierro la puerta de mi casa con una piedra para que la nieve no entre. Una tarde oí pasos trabajosos y luego un golpe. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto y viejo, envuelto en una manta raída. Le cruzaba la cara una cicatriz. Los años parecían haberle dado más autoridad que flaqueza, pero noté que le costaba andar sin el apoyo del bastón. Cambiamos unas palabras que no recuerdo. Al fin dijo:

—No tengo hogar y duermo donde puedo. He recorrido toda Sajonia. Esas palabras convenían a su vejez. Mi padre siempre hablaba de Sajonia; ahora la gente dice Inglaterra. Yo tenía pan y pescado. No hablamos durante la comida. Empezó a llover. Con unos cueros le armé una yacija en el suelo de tierra, donde murió mi hermano. Al llegar la noche dormimos. Clareaba el día cuando salimos de la casa. La lluvia había cesado y la tierra estaba cubierta de nieve nueva. Se le cayó el bastón y me ordenó que lo levantara.

—¿Por qué he de obedecerte? —le dije. —Porque soy un rey —contestó.

Lo creí loco. Recogí el bastón y se lo di. Habló con una voz distinta.

—Soy rey de los Secgens. Muchas veces los llevé a la victoria en la dura batalla, pero en la hora del destino perdí mi reino. Mi nombre es Isern y soy de la estirpe de Odín.

—Yo no venero a Odín —le contesté—. Yo venero a Cristo. Como si no me oyera continuó:

—Ando por los caminos del destierro pero aún soy el rey porque tengo el disco. ¿Quieres verlo? Abrió la palma de la mano que era huesuda. No había nada en la mano. Estaba vacía. Fue sólo entonces que advertí que siempre la había tenido cerrada. Dijo, mirándome con fijeza:

—Puedes tocarlo. Ya con algún recelo puse la punta de los dedos sobre la palma. Sentí una cosa fría y vi un brillo. La mano se cerró bruscamente. No dije nada. El otro continuó con paciencia como si hablara con un niño:

—Es el disco de Odín. Tiene un solo lado. En la tierra no hay otra cosa que tenga un solo lado. Mientras esté en mi mano seré el rey.

—¿Es de oro? —le dije. —No sé. Es el disco de Odín y tiene un solo lado.

Entonces yo sentí la codicia de poseer el disco. Si fuera mío, lo podría vender por una barra de oro y sería un rey. Le dije al vagabundo que aún odio:

—En la choza tengo escondido un cofre de monedas. Son de oro y brillan como el hacha. Si me das el disco de Odín, yo te doy el cofre. Dijo tercamente:

—No quiero. —Entonces —dije— puedes proseguir tu camino.

Me dio la espalda. Un hachazo en la nuca bastó y sobró para que vacilara y cayera, pero al caer abrió la mano y en el aire vi el brillo. Marqué bien el lugar con el hacha y arrastré el muerto hasta el arroyo que estaba muy crecido. Ahí lo tiré. Al volver a mi casa busqué el disco. No lo encontré. Hace años que sigo buscando. JULIO CORTÁZAR (1914 – 1984) “Instrucciones para subir una escalera”, en Historias de cronopios y famas (1962)

Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se situó un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso.

Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente.

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Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie).

Llegando en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso.

“Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj” Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un

calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.

“Instrucciones para dar cuerda al reloj” Allá al fondo está la muerte, pero no tenga miedo. Sujete el reloj con una mano, tome con dos dedos la

llave de la cuerda, remóntela suavemente. Ahora se abre otro plazo, los árboles despliegan sus hojas, las barcas corren regatas, el tiempo como un abanico se va llenando de sí mismo y de él brotan el aire, las brisas de la tierra, la sombra de una mujer, el perfume del pan.

¿Qué más quiere, qué más quiere? Átelo pronto a su muñeca, déjelo latir en libertad, imítelo anhelante. El miedo herrumbra las áncoras, cada cosa que pudo alcanzarse y fue olvidada va corroyendo las venas del reloj, gangrenando la fría sangre de sus rubíes. Y allá en el fondo está la muerte si no corremos y llegamos antes y comprendemos que ya no importa.

“Historia verídica” A un señor se le caen al suelo los anteojos, que hacen un ruido terrible al chocar con las baldosas. El señor

se agacha afligidísimo porque los cristales de anteojos cuestan muy caros, pero descubre con asombro que por milagro no se le han roto.

Ahora este señor se siente profundamente agradecido, y comprende que lo ocurrido vale por una advertencia amistosa, de modo que se encamina a una casa de óptica y adquiere en seguida un estuche de cuero almohadillado doble protección, a fin de curarse en salud. Una hora más tarde se le cae el estuche, y al agacharse sin mayor inquietud descubre que los anteojos se han hecho polvo. A este señor le lleva un rato comprender que los designios de la Providencia son inescrutables, y que en realidad el milagro ha ocurrido ahora.

“Las líneas de la mano”

De una carta tirada sobre la mesa sale una línea que corre por la plancha de pino y baja por una pata. Basta

mirar bien para descubrir que la línea continúa por el piso de parqué, remonta el muro, entra en una lámina que

reproduce un cuadro de Boucher, dibuja la espalda de una mujer reclinada en un diván y por fin escapa de la

habitación por el techo y desciende en la cadena del pararrayos hasta la calle. Ahí es difícil seguirla a causa del

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tránsito, pero con atención se la verá subir por la rueda del autobús estacionado en la esquina y que lleva al puerto.

Allí baja por la media de nilón cristal de la pasajera más rubia, entra en el territorio hostil de las aduanas, rampa y

repta y zigzaguea hasta el muelle mayor y allí (pero es difícil verla, sólo las ratas la siguen para trepar a bordo)

sube al barco de turbinas sonoras, corre por las planchas de la cubierta de primera clase, salva con dificultad la

escotilla mayor y en una cabina, donde un hombre triste bebe coñac y escucha la sirena de partida, remonta por la

costura del pantalón, por el chaleco de punto, se desliza hacia el codo y con un último esfuerzo se guarece en la

palma de la mano derecha, que en ese instante empieza a cerrarse sobre la culata de una pistola.

“Continuidad de los parques”, en Final del juego (1956). Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla

cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa

tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió

al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de

espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano

izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin

esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del

placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba

cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de

los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva

de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del

último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la

cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las

caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas

y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo

anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo está decidido desde siempre.

Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban

abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares,

posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso

despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella

debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el

pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del

crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a

esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le

llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto,

dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la

mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón

leyendo una novela.

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Augusto Monterroso, fragmento de Lo demás es silencio (1978) Mi mente era en esos días como la de una mosca que unas veces se hallara inquieta en el techo frotándose

las manos, otras moviéndose ansiosa frente a la ventana sin decidirse a salir, otras pegada a la pared, inmóvil, como

muerta y aparentemente ajena a los males de este mundo, y otras en cualquier parte, donde no es muy raro, si se

fijan, que anden las moscas, excepto cuando están tristes o muy enamoradas y sin saber qué hacer, porque en esas

circunstancias no se encuentran con el menor ánimo de salir a la calle, ni de quedarse por mucho tiempo en la

pared, y mucho menos de ponerse a leer nada o a oír música, pues esta u otra frase, tal o cual canción, lo que sea,

les recuerda a la mosca que no vieron ayer y no pueden ver hoy, y en ese momento no están seguras de si esa

mosca las quiere o anda con otra en el cine o en alguna fiesta de amigos comunes, feliz, sin pensar en ellas, y así

cualquier cosa que lean o escuchen les recuerda a su mosca ausente y quién sabe si para siempre perdida, y por eso

no pueden estarse quietas en el techo, en la ventana o en la pared, con el pensamiento fijo tan sólo en su mosca, que

ahora se andará paseando agarrada de la mano con otra, mientras ellas, sumidas en el abandono total, no son

capaces de permanecer tranquilas ni un segundo ni en el suelo ni en la pared ni en la cama ni en cualquier lugar o

circunstancia de la vida, habiendo tantas moscas en la vida.

Eduardo Galeano. Espejos. Una historia casi universal (2008).

AMERICANOS

Cuenta la historia oficial que Vasco Núñez de Balboa fue el primer hombre que vio, desde una cumbre de

Panamá, los dos océanos. Los que allí vivían, ¿eran ciegos?

¿Quiénes pusieron sus primeros nombres al maíz y a la papa y al tomate y al chocolate y a las montañas y a

los ríos de América? ¿Hernán Cortés, Francisco Pizarro? Los que allí vivían, ¿eran mudos?

Lo escucharon los peregrinos del Mayflower: Dios decía que América era la Tierra Prometida. Los que allí

vivían, ¿eran sordos?

Después, los nietos de aquellos peregrinos del norte se apoderaron del nombre y de todo lo demás. Ahora,

americanos son ellos. Los que vivimos en las otras Américas, ¿qué somos?

A MÉXICO LE COMIERON EL MAPA

Entre 1833 y 1855, Antonio López de Santa Anna fue once veces presidente de México.

En ese periodo, México perdió Texas, California, Nuevo México, Arizona, Nevada, Utah y buena parte de

Colorado y de Wyoming.

México se redujo a la mitad al módico precio de quince millones de dólares y una cantidad de soldados

muertos, indios y mestizos, que nunca fueron contados.

La mutilación había empezado en Texas. Allí la esclavitud estaba prohibida. Sam Houston y Stephen

Austin, dueños de negros, encabezaron la invasión que restableció la esclavitud.

Esos ladrones de tierras ajenas son ahora héroes de la libertad y próceres de la patria.

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BREVE HISTORIA DE LA SIEMBRA DE LA DEMOCRACIA EN AMÉRICA

En 1915, los Estados Unidos de América invadieron Haití. En nombre del gobierno, Robert Lansing

explicó que la raza negra era incapaz de gobernarse a sí misma, por su tendencia inherente a la vida salvaje y su

incapacidad física de Civilización. Los invasores se quedaron diecinueve años. El jefe patriota Charlemagne

Péralte fue clavado en cruz contra una puerta.

Veintiún años duró la ocupación de Nicaragua, que desembocó en la dictadura de Somoza, y nueve años la

ocupación de la República Dominicana, que desembocó en la dictadura de Trujillo.

En 1954, los Estados Unidos inauguraron la democracia en Guatemala, mediante bombardeos que acabaron

con las elecciones libres y otras perversiones. En 1964, los generales que acabaron con las elecciones libres y otras

perversiones en Brasil recibieron dinero, armas, petróleo y felicitaciones de la Casa Blanca. Y algo parecido

ocurrió en Bolivia, donde algún estudioso llegó a la conclusión de que los Estados Unidos eran el único país donde

no había golpes de estado, porque allí no había embajada de los Estados Unidos.

Esa conclusión fue confirmada cuando el general Pinochet obedeció la voz de alarma de Henry Kissinger, y

evitó que Chile se volviera comunista por la irresponsabilidad de su propio pueblo.

Poco antes o poco después, los Estados Unidos bombardearon a tres mil panameños pobres para capturar a

un funcionario infiel, desembarcaron tropas en Santo Domingo para evitar el regreso de un presidente votado por el

pueblo, y no tuvieron más remedio que atacar Nicaragua par evitar que Nicaragua invadiera los Estados Unidos vía

Texas.

Por entonces, ya Cuba había recibido la cariñosa visita de aviones, buques, bombas, mercenarios y

millonarios enviados desde Washington en misión pedagógica. No pudieron pasar más allá de la Bahía de

Cochinos.

GUERRAS MENTIROSAS

La guerra de Irak nació de la necesidad de corregir el error que la Geografía cometió cuando puso el

petróleo de Occidente bajo las arenas de Oriente, pero ninguna guerra tiene la honestidad de confesar:

—Yo mato para robar.

Numerosas hazañas bélicas son fruto de y seguirán siéndolo de la mierda del Diablo, como las malas

lenguas llaman al oro negro.