la muñeca de pasta

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La Muñeca de Pasta

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L A MUÑECADE PASTA

Mercedes Miracles

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rase una vez un panadero, que vivía en una plaza de una ciudad muy bonita. En medio de la plaza había una fuente y, más allá, se alzaba majestuoso el palacio del rey. Éste estaba muy satisfecho de tener por vecino a un panadero, que siempre le tenía a punto los panecillos más tiernos para el almuerzo, la torta más dulce para la merienda, y una gran rosca de nata cada

domingo. Ya os podéis imaginar lo contento que estaba el panadero de tener un cliente tan importante. El rey no tenía más que un hijo, que era el príncipe heredero. Su vecino no tenía ninguno. Acaso por tal motivo, el príncipe solía ir a casa del panadero, quien le enseñaba a amasar el pan y adornar las tortas con piñones. A todo esto, hay que añadir que el panadero era muy bromista. Un día, mientras su mujer había ido al mercado a comprar huevos para hacer las tortas de Pascua, se le ocurrió modelar una muñeca grande con pasta de pan. Una vez terminada, la puso a cocer en el horno, del que salió poco después toda rubia y dorada. Entre él y los aprendices, la vis-tieron con lo que buenamente encontraron. Por último, el panadero tras

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ponerle una escoba en las manos, la sacó al balcón y dijo: —Ya veréis cómo nos reiremos cuando venga mi mujer. Los aprendices, admirados del ingenio de su amo el panadero, reían imaginando la cara que pondría la panadera. Mientras, la muñeca en el balcón parecía una niña de carne y hueso que mirase a la gente que pasaba. El príncipe, desde su terraza, llamó a aquella niña con toda su fuer-za y repetidas veces, pensando que si se hacía amigo suyo, el panadero y su padre el rey permitirían que fuese a palacio a la hora de la merienda, a jugar con él. —¡Niña! ¡Niña! —Gritaba el príncipe sin saber que, por no ser más que un trozo de pan, no podía contestarle. Al ver que no obtenía ninguna respuesta, se enfadó y dijo: —¡Ah, qué tonta eres! ¿Es que acaso no sabes que soy el príncipe? ¡Qué poco amable! Ahora verás… Al tiempo que se expresaba en este tono, surgieron de la esquina tres mujeres que volvían del mercado. Las tres iban cargadas. La una con una cesta llena de frutas, la otra con dos ocas atadas con una cuerda, y la tercera con una cántara de aceite sobre la cabeza. El príncipe no sabía que eran brujas, pues en tal caso se hubiera calla-do. Por lo que continuaba gritando y burlándose de la muñeca, a la que decía:

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—¡Booooba! ¡Eh, tú, mosca muerta! ¡Distraída! Las brujas, al oír tales gritos alzaron la vista y vieron a la muñeca en la balcón del panadero, quedando las tres prendadas de ella. Y quisieron seguir la broma: —Que esta muñeca se convierta en una niña de carne y hueso.—Dijo la primera. La segunda añadió: —Que para ayudar a sus padres que ya son mayores, sepa y pueda hacerlo todo. Y la tercera, pensando que ya poco quedaba para desearle, empezó: —Que cuando llegue el momento se case con el príncipe, y que… ¡Oh! ¡Dios mío, qué desgracia! En aquel preciso momento, el príncipe, que arrojaba piedras a aquella descarada que de improviso se había pues-to a barrer el balcón, le lanzó una con tan mala puntería que rompió el cántaro de la bruja, cuando justamente iba a completar el encantamiento con otro don maravilloso. Enfurecida, pataleando de rabia, la tercera bru-ja terminó diciendo: —Pero que nunca, nunca le responda para que de este modo su enfado no tenga límites. Habrase visto, el muy bobo. La primera bruja consideró que la maldición era excesiva, no obs-

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tante no se atrevió a contrariar a su compañera: —Bueno, de acuerdo. Pero si él sabe adivinar lo de “Habla, bonita. por el sol y las estrellas”, tal vez ella podría contestarle. ¿No te parece? La bruja del aceite se dejó convencer, y refunfuñando se marcha-ron. Cuando regresó del mercado la panadera, su marido le dijo: —¡Sube, mujer! ¡Sube al piso, que en el balcón hay alguien que te espera! Una niña muy bonita y risueña fue hacia ella con los brazos abier-tos, al tiempo que le decía: —¡Madre! ¡Madre! ¡Qué contenta se puso la panadera! Las dos, muy alegres, se fueron en busca del panadero quien, al ver el prodigio, hubo de sentarse en una silla. Los demás se quedaron también maravillados.

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la niña la bautizaron con el nombre de Angelina, como su madre la panadera, pero todos la llamaban Nina. El príncipe la invitaba a jugar cada día. Los dos se hi-cieron muy amigos, pero la maldición de la bruja se cumplía: la chiquilla nunca res-pondía al príncipe. Nunca. —Niña, ¿quieres que vayamos al jar-dín a cazar ranas? —Ella no le hacía caso.

Al principio, el príncipe se enfadaba mucho pero, una vez acostum-brado, buscaba a algún criado y le decía: —Pregúntale a Nina si quiere merendar. El criado, muy solemne se lo preguntaba, y ella aplaudiendo muy contenta decía: —¡Oh, sí, sí! ¡Qué bien! —Y merendaban juntos tranquilos y felices. —Pregúntale a la niña si quiere jugar a correr por el jardín. —¡Oh, sí, sí! ¡Y al escondite! —Y jugando y estudiando les pasó el tiempo. Cuando llegó el momento de elegir esposa, el príncipe preguntó a su padre:

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—¿Os placería que me casase con la niña de pasta? —El rey saltó de alegría. —No deseo otra cosa sino que te cases con nuestra querida Nina. El príncipe se vistió con sus mejores galas. Emocionado, se dirigió a casa de Nina, a la que encontró en el jardín regando las flores más bo-nitas que podáis imaginar. Preocupado, le dijo: —Nina, esta vez la pregunta que te haré será muy seria, por lo que te ruego que no te hagas la distraída como siempre. Mira que me enfada-ré… Nina, ¿quieres casarte conmigo? La pobre Nina, muda, volvió la cabeza. ¡Huy, cuánto se enfadó el príncipe! Cerró la puerta de golpe, y se marchó. Al cabo de un mes, se casaba con una princesa, hija del rey vecino. ¡Qué festejos! ¡Cuántos cohetes y música! Todos se divirtieron. Es decir, todos menos la pobre Nina, que triste y llorosa permanecía en su casa. Al día siguiente, el príncipe le envió todas las flores que habían servido para adornar el palacio, y ella, al recibirlas, se puso muy contenta porque comprendió que el príncipe ya no estaba enfadado. —¿Cómo puedo corresponder a la amabilidad del príncipe? ¿Qué podría ofrecerle yo? ¡Ah, ya lo sé! —Y en un abrir y cerrar de ojos, delante del criado que esperaba, hizo un pastel riquísimo. Sin perder un momen-

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to, abrió el horno y se metió dentro. —Quedan mejor si los pongo en aquel rinconcito, ¿sabe, señor criado? El criado, con los ojos abiertos como dos soles, se maravilló de que no saliese asada. Al cabo de un rato, se oyó una voz débil procedente del horno: —Señorita, ya estoy listo. —Nina, sonriendo se metió de nuevo dentro y cogió el pastel, que puso en manos del criado diciéndole: —Dáselo al príncipe de mi parte, y que tenga un buen desayuno. El criado apenas podía caminar a causa de la impresión. Al presen-tarse ante el príncipe, le ofreció el pastel casi sin decir nada, por lo que aquel, extrañado, le preguntó: —¿Qué te ocurre hoy, muchacho, es que no sabes hablar? —¡Ay, ay mi señora princesa! ¡Ay, mi señor príncipe! ¡Si supieseis lo que he visto! —Y, punto por punto, les explicó lo sucedido en casa de Nina. Todos quedaron admirados, menos la princesa, que era tonta y or-gullosa. —Bah, en mi casa, en el palacio de cristal… —No era cierto, pues su palacio de piedra, como todos.

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—… nos metíamos cada día en el horno. —No digas tonterías. —respondió el príncipe. —¿Ah, sí? ¿De manera que son tonterías? —En un periquete se levantó de la mesa, y corriendo se dirigió a la cocina donde, antes de que ninguno se lo impidiese, se metió en el horno. Y ya os podéis figurar cómo la sacaron: asada como un pollo. En el palacio, todo era tristeza. Una princesa tan guapa, no había hecho más que casarse… y el príncipe era ya viudo.

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l cabo de un tiempo, el príncipe, muy serio y preocupado, fue a ver a la niña de pasta. —He de conseguir que me dé el sí. La muchacha que despachaba el pan le hizo pasar a la salita. —Pasad, pasad señor príncipe. Los amos no están y Nina tampoco, pero es-perad un momento. Vendrán enseguida. —Y le dejó solo.

El sol empezó a ocultarse. La calma del atardecer serenó su ánimo. De pronto, oyó unos murmullos en la cocina. —¿Cómo es posible que hable alguien, si estoy solo en la casa? —Prestó atención, pero no pudo comprender nada de lo que ocurría en la cocina. —¡Cállate, que estás siempre de mal humor! —¿Y tú, que siempre lo ensucias todo? —¡Tonto, cascarrabias! ¡Con cuatro gotas, todo el mundo se harta de tí! En cambio, de mí… —¡Callaos, callaos! ¡Que sois un par de pillos! —Que os voy a dar una buena paliza, ¿eh? A ver si así os calláis de

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una vez… El príncipe, intrigado, se levantó de la silla. Se acercó poco a poco y miró por la rendija de la puerta. ¡Cuán no sería su asombro! ¡Menos mal que se apoyó en la pared, de lo contrario se hubiese desmayado de la impresión! La escoba, la aceitera y la vinagrera, la garrafa de vino… ¡Todo hablaba! De lo alto de un estante salió una voz profunda, muuuy profunda, perteneciente a una olla muy grande. —Seguid discutiendo, seguid. El príncipe, que está en la salita, os oirá y adivinará que, si Nina no le contesta, es porque está encantada al igual que nosotros. Y comprenderá que, con sólo decir “Habla bonita, por el sol y las estrellas” se convertirá en una muchacha igual que las de-más y le podrá contestar. ¡En cuanto lo haga, veremos si podremos hablar en la cocina de palacio! El príncipe se sentó de nuevo. Cuando llegó Nina, lo primero que le soltó fue la frase que había oído decir a la olla: —Habla, bonita. Por el sol y las estrellas. Ella se abrazó a su cuello loca de alegría, y hablaba, hablaba… —La pelota azul, amado príncipe, no la escondí para hacerte rabiar, sino que cayó al agua, ¿sabes? La espada de cartón la rompió el perro, de un mordisco. ¡Sí, sí, aunque parezca mentira! Y la puesta de sol de aque-

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lla tarde cuando te enfadaste tanto… fue preciosa. Ay, cómo te eché de menos cuando estudiabas… Ahora me siento muy contenta de poder hablarte, que es lo que siempre he soñado. Y no contestó sólo a la pregunta que habría de unirlos para siempre en una felicidad eterna, sino también a las miles y miles que habían que-dado sin respuesta. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

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