la muerte de kafka

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La muerte de Kafka Transcribo y comparto -profundamente conmovido- las últimas páginas de la obra: “Kafka” de Pietro Citati. Sin temor a exagerar, creo que en el mundo de las letras que se han dedicado a explicar la vida de Kafka, esta narración es la pieza más espléndida que se ha escrito para conocer su alma. “Nunca le había gustado recordar. Ahora recordaba la amistad juvenil con Brod, la infancia, unas pocas horas de alegría en el campo; y Karlsbad y Merano y Franzensbad; y a Felice Bauer, su primera prometida. Seguía muy lentamente una novela de Werfel. Más que leer, jugaba con los libros, abría y hojeaba, miraba y volvía a cerrar, con la vieja felicidad. Quiso leer el borrador de su último libro, Un artista del hambre, por más que supiera que le provocaría excitabilidad. Cuando terminó, las lágrimas le asomaron largo rato a los ojos, como no le sucedía casi nunca. ¿Por qué lloraba? ¿Por la muerte? ¿Por el escritor que había sido? ¿Por el escritor que habría podido ser y que quizá entrevió en la última hoguera? ¿Por el país de Canaán, donde no entraría nunca? Como un filósofo presocrático, escribía elogios del agua, ese elemento que no aparece nunca en su mundo petrificado: «Si queréis que os dé un buen consejo, bebed mucha agua…». Elogiaba el vino y la cerveza; y pedía a los demás que bebieran, a grandes sorbos, esos líquidos –cerveza, vino, agua, té, zumos de fruta- que él no conseguía tragar. [Antes de morir intentó una última conciliación] Reconciliarse con su padre, por amor al cual y contra el cual había escrito La carta al padre y construido su inmenso edificio teológico. Todo se produjo casi por casualidad. El padre y la madre le habían escrito conjuntamente una carta, contándole una excursión en compañía de su hija Elli y de la familia de Página 1 de 3

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La muerte de Kafka

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La muerte de Kafka

Transcribo y comparto -profundamente conmovido- las últimas páginas de la obra: “Kafka” de Pietro Citati. Sin temor a exagerar, creo que en el mundo de las letras que se han dedicado a explicar la vida de Kafka, esta narración es la pieza más espléndida que se ha escrito para conocer su alma.

“Nunca le había gustado recordar. Ahora recordaba la amistad juvenil con Brod, la infancia, unas pocas horas de alegría en el campo; y Karlsbad y Merano y Franzensbad; y a Felice Bauer, su primera prometida. Seguía muy lentamente una novela de Werfel. Más que leer, jugaba con los libros, abría y hojeaba, miraba y volvía a cerrar, con la vieja felicidad. Quiso leer el borrador de su último libro, Un artista del hambre, por más que supiera que le provocaría excitabilidad. Cuando terminó, las lágrimas le asomaron largo rato a los ojos, como no le sucedía casi nunca. ¿Por qué lloraba? ¿Por la muerte? ¿Por el escritor que había sido? ¿Por el escritor que habría podido ser y que quizá entrevió en la última hoguera? ¿Por el país de Canaán, donde no entraría nunca? Como un filósofo presocrático, escribía elogios del agua, ese elemento que no aparece nunca en su mundo petrificado: «Si queréis que os dé un buen consejo, bebed mucha agua…». Elogiaba el vino y la cerveza; y pedía a los demás que bebieran, a grandes sorbos, esos líquidos –cerveza, vino, agua, té, zumos de fruta- que él no conseguía tragar.

[Antes de morir intentó una última conciliación] Reconciliarse con su padre, por amor al cual y contra el cual había escrito La carta al padre y construido su inmenso edificio teológico. Todo se produjo casi por casualidad. El padre y la madre le habían escrito conjuntamente una carta, contándole una excursión en compañía de su hija Elli y de la familia de ésta, en la que habían bebido cerveza. Algunos días más tarde, su padre le mandó una tarjeta postal, en la que invitaba a su hijo a tomar con él «un buen vaso de cerveza». No era gran cosa. Y, sin embargo, esta pequeña muestra de atención hizo a Kafka feliz. Se aprendió la postal casi de memoria: «así que han tomado también cerveza», repetía con ojos relucientes, mientras Klopstock y Dora, oyéndolo, disfrutaban de esta cerveza bohemia más que aquellos que la habían bebido de verdad. Su carta de respuesta rebosa afecto: se identificaban con el padre, y este amor se centraba en el gusto que su padre siempre había manifestado por el vino y la cerveza. Él, que

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siempre había rechazado el alcohol, proponía pequeñas orgías de cerveza y de vino: Schwechat doble malta, Pschorr, Adriaperle, Tokay, vino con limón. ¿Y qué pensaba el padre de Heurige, el vino nuevo? «Tengo muchas ganas de beberlo alguna vez contigo, a grandes tragos». No poder beber era su tragedia; y, en estas últimas hojas, como un experto artista del hambre, transformó esta tragedia en el más aéreo, febril y sutil de los juegos.

¡Cuántas cosas contenía su «corazón de bebedor»! La cerveza lo retrotrajo a la infancia, cuando no había hecho aún irrupción el terrible complejo edípico que lo separó de su padre. Entonces iba a nadar con él a la escuela pública de natación: se desvestía junto con él en la caseta de baños –ese hombre enorme y ese manojo atemorizado y avergonzado de sus huesecillos-: el padre, que no sabía nadar, pero creía conocerlo todo, quería enseñarle a él arte de nadar; luego iban al jardín-cervecería de la escuela, a comer salchichas y a tomar cerveza, y todo se apaciguaba y aplacaba. Ahora conseguía beber muy poco: a lentos, penosos, sorbos, que no saciaban su sed; y entonces ¿cómo podía volver con su padre, al jardín de la cervecería, a beber con él como en otros tiempos? Les escribió a los padres el día antes de morir: recordó de nuevo el Heurige, la cerveza, la escuela de natación. A pesar de la conciliación en el recuerdo, no quería que sus padres vinieran a verlo. No tenía necesidad ni de uno ni de otro; el mero hecho de verlos le habría excitado; deseaba morir sin la sombra de Praga. Estaba tan débil, y la larga carta le había excitado de tal modo y fatigado, que no consiguió terminarla. Se interrumpió, luego prosiguió, y finalmente Dora le quitó la carta de las manos.

Muchos años antes había dicho que «se sentiría contento de morir» si no fuera a tener muchos dolores. Pero los dolores fueron terribles, y quizá quería seguir viviendo. La mañana del 3 de junio pidió morfina, y le dijo a Robert Klopstock: «Lleva usted prometiéndomela hará ahora cuatro años. Me tortura usted, siempre me ha torturado. No quiero hablar más. Es así como moriré». Le pusieron dos inyecciones. Tras la segunda, dijo: «No se burle de mí. Deme un antídoto. Máteme, o es usted un asesino». Cuando le dieron morfina, fue feliz. «Está bien, pero otra vez, otra, pues no hace efecto». Se adormeció lentamente, se despertó en un estado de confusión. Klopstock le sostenía la cabeza, él le tomó por su hermana Elli: «Apártate, Elli, no estés tan cerca, tan cerca no…» Luego, con un gesto brusco e inhabitual, ordenó a la enfermera salir: se arrancó violentamente la sonda, y la arrojó en medio de la estancia: «Basta ya de esta tortura. ¿Para qué prolongarla?» Cuando Klopstock se alejó de la cama para limpiar la jeringuilla, Kafka le dijo: «No se vaya». «No me voy» respondió Klopstock. Con voz profunda, Kafka prosiguió: «Soy yo quien se va»”. (1)

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(1) Pietro Citati, Kafka, Acantilado, Barcelona, 2012, p. 351-354.

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