la montaña oculta

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Este texto forma parte de un conjunto de narraciones que con el título "Montaña íntima" el autor va compo-niendo como una manera de evocar la relación multi-forme que podemos establecer con la montaña.

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Page 1: La montaña oculta

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© Alvaro Salazar

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Este texto forma parte de un conjunto de narraciones

que con el título "Montaña íntima" el autor va compo-

niendo como una manera de evocar la relación multi-

forme que podemos establecer con la montaña.

La montaña oculta

Quedan muy abajo ya los dos lagos que se recuestan al abri-

go de los contrafuertes de la montaña.

Asciende con paso lento y cansado, apoyando las pal-

mas de ambas manos en las rodillas, con la espalda encorva-

da y la respiración entrecortada. Se dice que está bajo de

forma, que debería entrenar más, cuidar las comidas y, por

supuesto, dejar de fumar, pero, como es perro viejo, abando-

na éstos y todo pensamiento y levanta la mirada en busca de

Montaña en Sombra (Lois Patiño, 2012)

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algunas formas a las que poder convertir en objetivos inme-

diatos: una piedra con forma de ardilla, un nevero tan blanco

como una sábana recién almidonada; perfecto, se dice; y re-

anuda la marcha contando los pasos: uno, dos, tres...

Antes de alcanzar el inicio del nevero se ve envuelto por

una fina niebla que desciende del collado aún distante –ahora

que ha dejado de verlo seguro que le supondrá menos esfuer-

zo llegar hasta él–. La niebla, a medida que gana altura, se va

volviendo más y más abundante aunque nunca espesa, pues

el cielo rabiosamente azul continua allí, sobre su cabeza; ver-

daderamente es extraña esta niebla, piensa.

Poco después –en la niebla el tiempo parece volar– el

collado le recibe envuelto en un blanco y radiante sudario –le

ha venido esta palabra a la cabeza desprovista de cualquier

carga o intención perversa, ahí está el luminoso adjetivo que

le acompaña como muestra de su buena onda–. Y se detiene,

respira hondo y se demora en secar el sudor de su frente; se

siente tan ligero y descansado ahora que se cree capaz de

recorrer la cresta que conduce a la cumbre con la agilidad de

un corzo –además, sabe que le bastará con ganar veinte o

treinta metros de desnivel para que el sol le bañe con su

energía– y, sin embargo, sus pies se dirigen hacia una empi-

nada canal que desciende por la cara oculta de la montaña en

cuyo fondo la niebla parece borbotear y, como si fuera un pa-

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tinador, comienza a deslizarse sobre la inestable pendiente,

avanzando con el movimiento de la propia pedrera y tratando

luego de frenarla para contener la velocidad de su propio des-

censo y, antes de detenerse del todo, provoca de nuevo el

deslizamiento de la superficie para avanzar de nuevo. Y, de

este modo, sin darse cuenta siquiera, llega al pie de la pedre-

ra donde la niebla se rompe en jirones dejando entrever el

caos de la morrena que se precipita, roca sobre roca, hacia lo

profundo.

Va dejando atrás la niebla –que parece quedar colgando

de los farallones de la cara oculta de la montaña– y sigue aho-

ra el curso de un arrollo que corre bajo las rocas, y entonces

le parece percibir la silueta de una persona que rápidamente

queda oculta tras un declive del terreno. Se sorprende sobre-

saltado, pero no tarda en pensar que nada tiene de raro que

esa aparición le haya impresionado de la forma en que lo ha

hecho; al fin y al cabo, se dice, son ya muchas las horas en

las que no ha visto a nadie –desde las primeras de la tarde de

ayer para ser exactos– y tampoco esperaba encontrarse con

nadie tan arriba y con el día tan avanzado,. Así que sonríe, se

da una palmada en la cara y continúa descendiendo.

Ahora ya no hay duda posible: allí, bajo la exigua som-

bra de los primeros árboles, marcha un muchacho con una

mochila de grandes dimensiones; su complexión y su forma

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de caminar le recuerdan a las de un compañero de cordada

que encontró una muerte temprana en una de esas montañas

del sur que solían frecuentar cuando eran jóvenes. Le habría

gustado cruzar alguna palabra, pero al parecer él no le ha

visto y no tarda en desaparecer tras un recodo del camino.

Más abajo, el arroyo emerge poderoso de debajo de las pie-

dras para convertirse en la mejor de las compañías posibles:

su recio rumor acaricia sus oídos, los saltos de agua colman

sus ojos, el agua sacia su sed. Cuando la pradera gana la

batalla a la piedra –valle abajo la guerra continuará–, el arroyo

se apacigua y se muestra decidido a regar con sus meandros

la mayor parte posible del terreno, tan verde y hermoso que a

su vista duelen los ojos –no es extraño que a este explorador

de territorios ignotos las lagrimas le bañen el rostro–. Y, en

esto, bajo una piedra que se asoma a una de las curvas del

arroyo se topa con un hombre y una mujer de edad madura.

Se encamina hacia ellos y justo antes de cruzar un torrente

furioso se queda petrificado. Los dos ancianos que ahora re-

flejan en sus rostros su propio estupor son los padres de un

huérfano.

Y la montaña se ha ido poblando. Se cruzó con un pas-

tor que tenia por rostro el del guardián de aquella granja a la

que de niños acudían en busca de aventuras. Y ha creído

reconocer a muchos montañeros, veteranos ya cuando él co-

menzaba a salir a la montaña. Y ha visto incluso al vecino de

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su portal que murió de viejo hace dos o tres meses. Y enton-

ces se dice que solo caben dos posibilidades: o está soñando

o lo que está es tan muerto como todos los muertos que salen

al camino. Más adelante, con un poco más de calma, conclu-

ye que, en todo caso, esta parte de la montaña tampoco resul-

ta tan diferente que esa otra de la que viene: el mismo cielo

azul, el mismo aire límpido, la misma molestia en el tobillo –

que no deja de darle guerra desde que se lo fracturo en una

mala caída–.