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116 PASAJES 51, 2016, pp. 116-141 La mirada de un vagabundo Simona krabec She dwells with Beauty – Beauty that must die. John Keats, Ode on Melancholy, 1884 Los estudios, ensayos, reseñas e incluso simples artículos informativos en la pren- sa eslovena, cuando hablan de la poesía de Tomaž Šalamun, repiten que Šalamun ha escrito tantos libros, que resulta imposible hacerse una idea general sobre el conjunto de su obra. Quienes reconocen haberse encontrado en este callejón sin salida no son sólo periodistas inexpertos, sino también profesores universitarios e incluso verdaderas eminencias de la historia literaria. El lector desarmado tiene que confrontar esta «pila de papel» con las manos desnudas. Y es cierto, la puerta que conduce al universo poético de Šalamun no es nada fácil de descubrir. Para mí la situación puede que sea aún más difícil. Su primer poemario, Pó- quer (1966), se publicó dos años antes de mi nacimiento, es decir, que su revolu- ción poética no me podía haber tocado directamente. Y cuando me fui de Eslo- venia el 1989, ya nadie comentaba ni aquella «úlcera de estómago» que Šalamun padeció a causa de la observación de los paisajes de casa (Duma 1964, 64) 1 ni la decisión de irse porque se había «cansado de la imagen de la tribu» (Eclipsi I, 12). 2 Entonces nadie comentaba sus provocaciones poéticas, porque el mundo antiguo, no sólo para mí, sino para toda mi generación, literalmente se hundió. Las costuras de Europa reventaron. En aquel paso decisivo hacia la edad adulta, los jóvenes mudaron de piel sabiendo que ya nada quedaría tal y como era. El actor Rade Šerbedžija, con su voz aterciopelada, había grabado un disco en el que recitaba los versos que supieron atrapar la sensación de impotencia y de rabia ante una Historia con la que nos había tomado el pelo: «La ropa recogida con prisas antes de la lluvia, /su blancura ya ha ahogado toda la luz,/un paseo breve junto al mar y todo se habrá acabado». 3 La canción «No te dejes vencer, Inés», con música y letra de Arsen Dedić, se convirtió en un extraño himno intergeneracional. Extraño porque la canción re- cogía la mirada de una generación nacida justo antes de la Segunda Guerra Mun- dial –«más o menos alrededor de 1938»–, pero quienes se la sabían de memoria y quienes la repetían como un conjuro eran los jóvenes nacidos treinta años más tarde y que éramos unos chiquillos cuando el disco se editó por primera vez en

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La mirada de un vagabundo

Simona Škrabec

She dwells with Beauty – Beauty that must die.John Keats, Ode on Melancholy, 1884

Los estudios, ensayos, reseñas e incluso simples artículos informativos en la pren-sa eslovena, cuando hablan de la poesía de Tomaž Šalamun, repiten que Šalamun ha escrito tantos libros, que resulta imposible hacerse una idea general sobre el conjunto de su obra. Quienes reconocen haberse encontrado en este callejón sin salida no son sólo periodistas inexpertos, sino también profesores universitarios e incluso verdaderas eminencias de la historia literaria. El lector desarmado tiene que confrontar esta «pila de papel» con las manos desnudas. Y es cierto, la puerta que conduce al universo poético de Šalamun no es nada fácil de descubrir.

Para mí la situación puede que sea aún más difícil. Su primer poemario, Pó-quer (1966), se publicó dos años antes de mi nacimiento, es decir, que su revolu-ción poética no me podía haber tocado directamente. Y cuando me fui de Eslo-venia el 1989, ya nadie comentaba ni aquella «úlcera de estómago» que Šalamun padeció a causa de la observación de los paisajes de casa (Duma 1964, 64)1 ni la decisión de irse porque se había «cansado de la imagen de la tribu» (Eclipsi I, 12).2 Entonces nadie comentaba sus provocaciones poéticas, porque el mundo antiguo, no sólo para mí, sino para toda mi generación, literalmente se hundió. Las costuras de Europa reventaron. En aquel paso decisivo hacia la edad adulta, los jóvenes mudaron de piel sabiendo que ya nada quedaría tal y como era. El actor Rade Šerbedžija, con su voz aterciopelada, había grabado un disco en el que recitaba los versos que supieron atrapar la sensación de impotencia y de rabia ante una Historia con la que nos había tomado el pelo: «La ropa recogida con prisas antes de la lluvia, /su blancura ya ha ahogado toda la luz,/un paseo breve junto al mar y todo se habrá acabado».3

La canción «No te dejes vencer, Inés», con música y letra de Arsen Dedić, se convirtió en un extraño himno intergeneracional. Extraño porque la canción re-cogía la mirada de una generación nacida justo antes de la Segunda Guerra Mun-dial –«más o menos alrededor de 1938»–, pero quienes se la sabían de memoria y quienes la repetían como un conjuro eran los jóvenes nacidos treinta años más tarde y que éramos unos chiquillos cuando el disco se editó por primera vez en

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1974. «Haz la invitación pedazos, cancela la cena, engaña a tu marido,/haciéndo-le ver que vas a peinarte en uno de aquellos hoteles buenos,/ tócame por debajo de la mesa con la rodilla» repetía la voz de un actor para quien la gloria también parecía haberse perdido para siempre. Con la guerra de los 90, Šerbedžija se fue al extranjero y llegó a ser un rostro de gángster en las producciones de bajo pre-supuesto de Hollywood, hasta que con Antes de la Lluvia (Before the rain, 1994) del director macedonio Milče Mančevski volvió a demostrar todo su potencial.

La película retrata Macedonia como un país castigado por un sol abrasador, donde el cielo de repente se llena de la electricidad de una tempestad que se acerca, que ya ha estallado detrás de las montañas. Šerbedžija aúna en este relato la imagen convincente de un exiliado que vuelve a la casa de donde se había marchado, que busca con mucha inseguridad algún camino viable entre monas-terios bizantinos y los odios enquistados que se cultivan en las apartadas aldeas. Mančevski ha utilizado, pues, la misma metáfora que ya había traído fortuna a la balada de Dedić: las nubes negras en el horizonte como la premonición de una grave amenaza. La lamentación para Inés se encierra en las nubes de una tormen-ta. El poema pretende preservar los espacios íntimos como unos espacios inviola-bles, por eso los versos de esta balada hablan de la pequeña felicidad conservada detrás de una puerta cerrada: «Los bellos momentos de nostalgia, de amor y de pobreza,/ el baño compartido en el pasillo, /y por favor, si alguien me busca…». Pero esta simple nostalgia de 1990 parecía imposible. Como si en aquella penín-sula maldecida, todo hubiera quedado congelado e inmóvil:

Siempre el mismo espacio abierto hacia la penumbra. Las moscas acechan des de las paredes. El olor del aire viciado recuerda el ácido del estómago y la orina. Un niño leyendo el libro con dibujos de plantas exóticas, congelado en el ins-tante que dura y dura.

Así describía Aleš Debeljak el poemario Minutos de miedo (1990)4 la angus-tia en la que quedamos atrapados. Mi generación fue, sin preparación previa ni aviso, condenada a convertirse en «carne de cañón» posmoderna. De modo que tardé mucho en percibir la voz de Tomaž Šalamun. Justo cuando la tormenta ya había pasado, me di cuenta de que él ya nos había avisado mucho antes de este peligro: «en el desván, se secan las ciruelas y caen gota a gota/los viejos poemas» («Jóvenes muertos», 134). Cuando finalmente oí el ritmo repetitivo de su refrán –«jóvenes muertos, jóvenes muertos»–, ya había aprendido lo suficiente como para saber que el poeta proclamaba una verdad escalofriante y eterna. En 1972, con Ítaca en blanco, Šalamun ya emitió un grito de alerta. En su refrán, el hierro golpea contra el hierro, sin melodía, con golpes secos, insistentes, destructivos. ¿Por qué?, ¿de qué habla?, ¿a quién se dirige la lamentación por unos jóvenes sacrificados por la patria en medio de una Europa feliz que ya había olvidado todas las guerras? En los años setenta este contenido puede que pasara desaper-

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cibido y era posible hablar de su poesía exclusivamente como de una técnica de disposición de palabras, de un «juego que es autosuficiente y que no requiere ninguna referencia externa». Šalamun fue entendido como «un camino hacia lo desconocido, una aventura sin ningún objetivo, un juego que no sabemos cómo termina».5 Pero, desgraciadamente, el poeta, la interpretación de su poesía, no podía permanecer encerrada dentro de esta burbuja demasiado tiempo. La segu-ridad se esfumó incluso para todos aquellos que no se cansaron de su imagen y que no se fueron, como hizo el poeta en «Eclipse».

Precisamente en el momento de máxima crisis, la voz de Šalamun se atenuó hasta desaparecer. Entre el poemario El niño y el ciervo (1990) y Ámbar (1995) hay una larga –y elocuente– pausa, la única interrupción visible en su frenéti-ca creatividad que nos ha dado, si redondeamos un poco, cuarenta poemarios en cuarenta años de un trabajo poético ininterrumpido. Šalamun enmudeció, Debeljak, en cambio, utilizó la nostalgia de una melodía de Arsen Dedić para cohesionar, en un pequeño apartamento de Nueva York, un grupo de huérfa-nos yugoslavos que de repente ya no tienen ningún futuro para compartir. En el ensayo El crepúsculo de los dioses (1994)6 Debeljak desenreda una serie de hilos enredados y los coloca en su lugar, tiene una respuesta para cada pregunta, es capaz de ordenar el mundo.

Šalamun, en cambio, es un «monstruo», en su poesía no hay nada que quede convenientemente cubierto con un velo. Este poeta hizo el diagnóstico mucho antes de que los hechos hubieran empezado a girar hacia el perverso remolino de la violencia. Para Šalamun, Eslovenia nunca fue un rinconcito al abrigo de los Alpes, allí donde reinan la paz y la razón, porque sabía de sobra cómo era de frágil el equilibrio, también en este pequeño país. Allí el enemigo también había arraigado, había echado raíces dentro de su propio corazón, dice. Porque a partir del momento en que un pueblo empieza a reconocer en «el odio hacia sí mismo/ el odio hacia la propia libertad» («A quién evocar», 365), el peligro ya ha empe-zado a resecarlo desde dentro. «Qué harás de una casa si está muerta y vacía» se pregunta en La analogía de la luz (1982).

Y se burla sin piedad también del eterno miedo ante las nubes negras que nos amenazan una y otra vez. Šalamun interpreta el peligro externo como un odio atávico del esclavo hacia el amo y lo describe como «aquella especie de prisas, tan típicas de los sirvientes en las escaleras/ antes de la tormenta.» («A quien evocar», 365).

El concepto de Šalamun no podría estar más lejos de la imagen bucólica que explotaban hábilmente poetas y músicos ya mencionados. Las prisas antes de la tormenta y el día que inevitablemente se termina aquí no son una imagen nostál-gica. Šalamun no permite ningún reposo, su voz hurga en las heridas y molesta, incluso podríamos decir que irrita.

Su propia lengua, la lengua eslovena, es descrita en este poema como una len-gua en la que se almacenan las imágenes de los «muertos miserables». El poeta,

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aunque él habla evidentemente la misma lengua, se niega a asumir esta tradición heredada: «Contigo yo, no tengo nada en común, ni la más pequeña/ semejanza. Tu idioma, lo puedes conservar solo para ti» («A quién evocar», 366). La nación no es el juramento a una fidelidad ciega. La identificación con el pasado compar-tido no es automática. El poeta escribió en 1982 que el pueblo esloveno es «inep-to, excepto para filmar/ las matanzas» para exigir una actitud extremadamente seria hacia la memoria colectiva.

Y precisamente por eso, permanece abierta la pregunta de por qué Šalamun no se convirtió en la difícil década de los noventa en un guía de los jóvenes poetas. La generación que entonces comenzó a aparecer en los escenarios literarios, había nacido en los sesenta. La poética vanguardista tenía que ser para ellos más bien una regla y no una excepción ni un terreno desconocido. Y sin embargo, en lugar de ser reconocido como un maestro, Šalamun a menudo provocaba entre los jóve-nes asombro, confusión, incluso unos sentimientos ridículos de ofensa personal. La revista eslovena Literatura, una verdadera plataforma generacional de los pos-modernistas, recogió para celebrar los treinta años de la publicación del poemario Póquer entre otras también esta opinión de un crítico que entonces tenía poco más de veinte años: «Nosotros [sic] creemos que estos poemas padecen una grave in-tromisión de la ideología en la literatura y representan, pues, una humillación de toda la poesía».7 ¿Nosotros? El joven crítico debió de sentir el apoyo de un núme-ro suficientemente grande de lectores para hablar en nombre de un grupo y acusar así a Šalamun de un «gran engaño» en el que la poesía hace el papel de un simple «caballo de carga» para propósitos ideológicos. Con una mezcla de «banalización, alegorías y naderías» el poeta nos estaría escamoteando, según esta opinión, «la posibilidad de poder percibir, gracias a una obra de arte, la vida como un punto de encuentro entre la historia y la transcendencia». En lugar de reconocer que la poesía de Šalamun era capaz de prever las consecuencias y el desarrollo a base de un cuidadoso análisis, el crítico tacha todas estas reflexiones de fórmulas chamá-nicas y ve en éstas los esfuerzos de adivinar el futuro con medios parapsicológicos.

Entre este crítico y el poeta apenas hay puntos de encuentro. Lo más sorpren-dente es que los argumentos de este joven eran prácticamente idénticos a los primeros rechazos frontales que Šalamun había recibido desde las posiciones más dogmáticas de los portavoces del régimen comunista. También al final de los sesenta, cuando salió su Póquer, los juegos lingüísticos de Šalamun provoca-ron «una sensación de decepción total y de una banalidad absoluta de la vida humana» y así era posible decir «que en esta poesía no se puede encontrar nada de poético ni por pura casualidad».8 La situación en Eslovenia, desgraciadamente, no había cambiado mucho. También en 2011, cuando Tomaž Šalamun celebró sus setenta años, su poesía todavía provocó rechazo en amplios sectores de la población, que la juzgan de acuerdo con su «sentido común» y la ven como una provocación sin ton ni son.

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Y así llegamos al punto de formular la primera hipótesis. «Estamos ante unas informaciones que nos conducen directamente al espacio de la intimidad» cons-tató ya a raíz de los primeros poemarios uno de sus compañeros de profesión poética. Šalamun, pues, «comunica unos hechos que tienen un sentido y un ca-rácter del todo reales». Y precisamente por eso este poeta provoca una decepción tan grande entre los lectores avezados de poesía. Detrás de una confesión lírica se supone que siempre ha de haber valores intocables y un sentido elevado. El problema que plantea la obra de Tomaž Šalamun no es su extraordinaria produc-tividad, sino el punto de vista. Si en vez de poemarios hubiera escrito una buena decena de novelas, ¿lo tendríamos todo resuelto? ¿Sería más fácil asumir su rebe-lión si hubiera sido escrita en prosa? La literatura eslovena habría adquirido así los espacios cosmopolitas que tanta falta le hacen y también habría conseguido una profundidad filosófica inusual y una enorme amplitud moral. Pero seguro que Šalamun como novelista despertaría una suspicacia aún más grande a causa de la moralidad poco convencional de sus héroes, porque la prosa es más acce-sible a las grandes masas. Su lírica, sin embargo, funciona como un bello arnés, lleno de ornamentos, que protegen al frágil trovador.

La recepción de Šalamun en los años noventa en Eslovenia permite constatar una realidad muy triste, la generación de los jóvenes críticos no se esforzó nada en comprender qué estaba pasando en aquellos años tras la mítica frontera con Croacia, marcada por el río Kolpa, es decir la frontera que separa a los eslovenos de pertenecer a los Balcanes. En los noventa, en Eslovenia no se percibía ninguna necesidad de conectar la poesía con la dura, durísima realidad de aquellos años. No, la poesía tenía que permanecer como un espacio capaz de provocar senti-mientos profundos y tocar la fibra sensible, pero que existe siempre fuera de la realidad, sin relación con un tiempo histórico concreto. Un texto poético es «una diseminación libre, abierta, plural, explosiva, lúdica e infinita, completamente a disposición para que el lector disfrute», escribía otro joven crítico de la revista Literatura.9 Gracias a esta actitud, el pasado reciente se convertía en una mancha gris, invisible, sin interés. Šalamun quedó, para muchos lectores en aquellos años, como el punto ciego: pertenecía al mundo de aquellos padres a quienes sus hijos nunca ven. Así que tengo que expresar, antes de empezar de verdad, una profunda gratitud a este poeta porque me ha abierto la puerta a un mundo que me era de-masiado cercano para ser visible. Me ha sucedido como en el cuento sobre la carta robada de Edgar Allan Poe. Se me han pasado por alto aquellas cosas que habían sido escritas con las letras más grandes y publicadas en los lugares más visibles.

Así pues, para vencer al guardia que vigila atentamente la puerta de entrada10

de este universo poético increíblemente vasto, utilizaré un lema de Aleš Debeljak con el que termina su comentario final en la segunda edición de Balada para Metka Krašovec (1981): «MADRE ̶ PATRIA̶ ŠALAMUN». Del mismo modo que un sastre tiene que dar la vuelta a la chaqueta de dentro hacia fuera para poderla co-ser, doy la vuelta la obra de Tomaž Šalamun boca abajo para hacérmela accesible.

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LOS MUROS DESINTEGRADOS

En Eslovenia, todos estamos convencidos de que el edificio de nuestra patria tie-ne sus fundamentos en la figura de la madre. Slavoj Žižek inicia uno de sus libros con una anécdota relacionada con un paciente del psicoanalista Edoardo Weiss, que fue uno de los pioneros de la disciplina en Trieste.11Weiss escribió en 1922 a Freud, quejándose de que no había modo de encontrar ninguna explicación acerca de la inmoralidad descarada de un joven esloveno que padecía de impo-tencia. Se ve que este chico malgastó incluso el dinero que su padre le había dado expresamente para pagarse la terapia. A Žižek, todo esto sólo le hace sonreír: Freud, en persona, declaró que los eslovenos somos incomprensibles, y, con esto, también, incurables. El desarrollo histórico de una nación que ha crecido a la sombra, necesariamente tenía que conducir hacia el desarrollo de unos vínculos emocionales específicos. En la Europa desarrollada e industrializada, la palabra del Padre simbólico condiciona cualquier gesto de una persona. En los márgenes las reglas son muy diferentes.

En el año 1991, Michael Biggings abrió una interesante perspectiva con la com-paración entre la utopía en la literatura de Peter Handke y la de Tomaž Ŝalamun. Se sabe que Handke condenó a Eslovenia a existir eternamente como un espacio mitológico, como el Noveno País, el paraíso que se halla tras nueve montañas y nueve ríos en los cuentos populares eslovenos. Esta mirada seguramente está presente todavía entre sus lectores en toda Europa. Cuando los eslovenos habían empezado su «completamente innecesaria tendencia de crear su propio Estado independiente»,12 abandonaron, según Handke, el cobijo de un país que había conseguido conservar su belleza intacta durante siglos, porque habían quedado al margen de la política y existían, literalmente, fuera de la Historia. Handke nun-ca se ha atrevido a mencionar las razones del odio hacia sus raíces. En lugar de eso, quería construir para sí mismo una identificación tramposa con los pueblos que eran víctimas. «A los eslovenos les envidia su inocencia porque los partisa-nos habían luchado por unos ideales justos», escribe Biggins. Conseguir un lugar en el bando de los vencidos era para Handke una necesidad vital, porque sim-plemente no era capaz de descodificar el tropo que repetía con insistencia: los alemanes como «pueblo de los culpables» es para Handke una frase vacía, un capítulo cerrado que no se puede abrir nunca más. Aquello que une a Handke con la épica de renacer de las cenizas que proclamaba Milošević es la idea de asumir voluntariamente el rol de la víctima, de obligar a todos los demás a verlos como víctimas inocentes. Ambos –el político sin escrúpulos y el poeta inspirado– son exactamente aquellas especies de personajes históricos de los que Ŝalamun toma distancia en su primer poemario, Póquer, de 1966: «Habrá guerra, pero yo no ten-go ningún problema. Me vacío los ojos y miro con el fondo dorado, con un mapa preciso elaborado por mi pueblo./ No hago nunca trampas porque eso lo hacen los pijos y ya sabemos de sobra quienes son. Y no hay ninguna solución. Los pijos

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y las trampas se unen de tal modo que no queda ningún remedio» («Mi carácter», 61). Milošević y Handke son tramposos que han unido política y poesía en un laberinto estrecho, tras las paredes del cual se puede ahogar cualquier reproche y esconder toda la vergüenza. Pero la ceguera que se ha producido con estos trucos de magia retórica no es negligente y también las consecuencias que han tenido que pagar los «Balcanes occidentales» son bastantes conocidas –aunque olvidadas con insistencia. La retórica de la inocencia no es, pues, inocente.

En una novela de 1972, Peter Handke13 escribe sobre el suicidio de su madre y consigue que a través de su palabra se puedan expresar todas las voces que en su día fueron calladas. La madre se convirtió en un símbolo de la maldición in-visible que la ha condenado nada más nacer. Las niñas en Carintia cantan una canción infantil terrible, hecha de un puñado de palabras encadenadas: «Cansa-da, agotada, enferma, gravemente enferma, muerta.». El rol de la mujer en esta comunidad rural queda atrapado en un rígido modelo de comportamiento. El estilo de vida agota a las niñas hasta la extenuación y condenándolas, a la vez, a una absoluta soledad, a sentarse en la cocina solas, después de haber acabado el trabajo. Para ellas, la sociedad no ha previsto ningún otro rol, el tiempo las ha abandonado a la cuneta. La novela acaba con una metáfora cautivadora: los dibujos animados, los protagonistas pueden seguir corriendo por el aire hasta que no se dan cuenta de que han perdido la tierra de bajo los pies. También las personas se estrellan cuando pierden la fe en su propia existencia.

Handke demostró así la herida más profunda de ser esloveno –la pérdida progresiva de la conciencia de pertenecer a una comunidad. Su diagnosis es que en Carintia ser esloveno no puede servirle a nadie como materia de sueños, este proyecto había agotado su dimensión utópica. Su madre es wunschlos unglücklich, como dice el título original de la novela, es decir, que es tan infeliz que ha per-dido la capacidad de sentir ningún deseo. El suicido es consecuencia del hecho de haberse quedado tan aislada, tan excluida del entorno, que ya no podía ni pensar sobre su propia situación. Su muerte es la consecuencia extrema del hecho de haberle robado la lengua –porque una lengua sólo puede existir si la com-partimos con los demás. Podemos hablar solamente si la comunidad admite la posibilidad de nuestra existencia. En este caso, la exclusión significa la absoluta necesidad de una lengua mediante la cual hablar de uno mismo. Y, sin la lengua toda persona pierde también la capacidad de soñar, pierde la utopía, pierde el de-seo. Las frías noticias en el diario sobre este trágico acontecimiento, que Handke utiliza para tejer su relato, muestran cómo no es posible penetrar en aquello que la madre había vivido. La lengua que resume su destino sólo es capaz de producir unas fórmulas vacías. Si no se puede convertir en palabras, el hombre perece. La mudez simbólica es una condena a muerte.

Y es por eso que, en esta estremecedora novela, podemos encontrar la explica-ción de los escritos de Handke que abundan a partir de 1991, especialmente de su ensayo El adiós de un soñador del Noveno País (1991) y de su terca identificación

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con la Serbia de Milošević, a pesar de todas las pruebas y evidencias. Sus argu-mentos complicados son una huida desesperada lejos de la marginalidad que para él significa una amenaza vital. ¿Por qué fue su madre en Carintia condenada a perder la lengua? ¿Por qué se le quitó el derecho de identificación con un grupo humano del cual sentía que formaba parte? ¿La ideología de la fuerza y la exter-minación sistemática de los débiles no tuvo nada que ver con su situación? No se trata sólo de la lengua eslovena como tal, sino también de la posibilidad de desarrollar un idioma simbólico gracias al cual la mujer pudiera estar integrada en la sociedad sin necesidad de jugar siempre el rol de una madre sacrificada que padece y lo aguanta todo.

Muy diferente de esta actitud es la actitud del protagonista de la novela más comentada de todas las letras eslovenas, Arriba del monte (1902) de Ivan Cankar. También, la protagonista de este relato, Francka, es la madre del escritor. En una ocasión, la joven quiere asistir a la misa de fiesta mayor en una iglesia en lo alto de la montaña. Consigue que los vecinos le prometan que podría asistir con su tartana para no ir andando. Pero cuando el carro llega al lugar acordado, no se para, sino que sigue su camino. La chica no se da por vencida y corre hasta que consigue que la dejen subir –y descubre que ni la fiesta ni la compañía, han valido la pena. «Corre como un perro detrás del carro», dice uno de los alegres participantes en la comitiva, ¡apuesto lo que queráis a que volvería aunque la expulsáramos con un látigo!» El anhelo como el deseo tempestuoso es la fuerza invisible que mueve el mundo: el sujeto autónomo tiende a realizarse incondi-cionalmente también en las situaciones en las que parece que no tenga ningún objetivo claro. La vida como tal, no puede tener ningún objetivo último porque el punto de la realización se nos escapa como se le escapaba el carro a la Francka. El deseo de alcanzar lo que es inalcanzable es lo que hace que las personas se muevan, incluso en los gestos más cotidianos.

Pero el anhelo como fuerza motriz cuestiona la lógica de la patria. Desde el punto de vista de la comunidad, el individuo tiene que imprimir a su existencia un sentido más firme y de este modo convertirse en un miembro útil. Para la pa-tria, un hombre como tal no tiene ningún peso; en la comunidad, la importancia de una persona depende exclusivamente del rol que está dispuesta a asumir. Si renuncia a los pequeños placeres íntimos, puede esperar una realización más elevada, más noble. En esta lógica, no hay vida que tenga más sentido que la de un soldado que ha caído por la patria. El universo patriótico se puede permitir incluso descuidar el eterno retorno de las estaciones del año y del cambio cons-tante de las generaciones, ya que es la patria la que dicta el ritmo de la vida. La nación es, pues, aquel espacio en el que «el sonido del clarín da la señal para la primavera» («Jóvenes muertos», 135).

Cuando las cuestiones nacionales tapan todos los horizontes, pueden pro-vocar la pérdida de la noción del tiempo. La historia nacional excluyente –tal y como muestra Šalamun en el poema «Los pueblos que dejan de narrar» vive en

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un presente eterno. Si la historia no se escribe para comprender las interacciones con los otros pueblos, sino como una crónica patriótica, ilumina sólo el Relato, escrito con mayúscula. El relato, pues, tiene la tendencia de promover el retorno a la Edad de Oro y pensar en las posibilidades de existencia de la nación fuera del tiempo, fuera de todos los peligros, fuera de todos los compromisos. Recordemos solamente la obsesión serbia con su propio pasado. En 1389, Serbia fue sometida al yugo otomano. Es mucho menos conocido que la memoria colectiva de esta derrota en Kosovo Polje se despertó justo al final del siglo xix, con la conmemo-ración del 500 aniversario de la batalla. El 1889 la derrota adquirió una connota-ción religiosa: igual que Cristo murió para volver a renacer, la nación serbia salió fortalecida de esta humillación. Sin la muerte no hay ningún nuevo nacimiento, sin la derrota, el espíritu no puede elevarse.14 Todo un siglo, entonces, los clarines militares intentaron dar la señal de la primavera, hasta que lo consiguieron gracias a Slobodan Milošević. Serbia escogió el rol de la víctima, la nación se convenció a si misma de que tenía derecho a luchar por una nueva primavera y que tenía que construir un mundo hermético, completamente cerrado a toda influencia foránea, que existiría inamovible para siempre. Šalamun cocinó para los eslovenos una receta muy diferente: «Los pueblos que dejan de narrar/ el Relato simplemente quedan borrados/ por placer.» No sé si los eslovenos son conscientes de qué esco-llos tan peligrosos han evitado gracias a la sangre fría de este poeta.

«Es así como lo sobreviviré» dice Šalamun al principio de Póquer. Gracias a un trabajo metódico que le permita conservar la agudeza de la mente podrá superar el miedo ante los incendios, podrá asumir los retos, y podrá, sobretodo, esquivar la desesperación. Con un grito heroico declara que está dispuesto a «tapizarse» cada día «unos diez centímetros cuadrados». Gracias a esta firme voluntad de superación sabe que se puede esmuñir de las trampas de la marginalidad. Con la voluntad de adquirir unos horizontes más amplios puede anular la posibilidad de que ninguna limitación impuesta lo condene a la pérdida de los sueños. No es a la patria a quien el poeta exige el sentido de la vida, la responsabilidad de sobrevivir la sume el solo. Y no sólo eso, es capaz incluso de una simpática befa de sí mismo y describe su obsesión por ir más lejos con un término gremial: «tapizar», evidentemente, no pertenece a ningún registro culto. La ironía mili-tante, pues, no nos tiene que confundir tanto como para pensar que Šalamun sólo busca una atmosfera desenvuelta y divertida. La tristeza se esconde detrás de cualquier sonrisa, explicó un día Walter Benjamin, la tragedia está cosida como el forro del abrigo del humor. Allá donde un niño ríe, la persona con más expe-riencia, lloraría.

«Cualquier peatón/se puede matar si no sabe que es/ un paso de cebra» dice el poema «Carecidos de destreza» (355), que cae en la cara como una bofetada. La comparación entre los instaladores de líneas eléctricas de alta tensión y los poetas que se pueden matar si no toman precauciones en el trabajo –si son «tor-pes»– tensa el arco hasta el punto de romper la cuerda. Si el poeta aquí realmente

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hiciera guasa de la inhabilidad de sus compañeros, seria increíblemente ofensi-vo. Y podría ir a hacerle compañía a Paulo Coelho y a su novela Verónika quiere morir (1998) con la que la tendencia eslovena a la desesperación volvió a dar la vuelta al mundo. El autor utilizó los paisajes de Liubliana como simple lección de su pensamiento positivo. Šalamun en cambio, no tiene ninguna pretensión de convertirse en un consolador de ánimas. El poeta se expone a sí mismo: «si no hubiera conservado/la calma, el espíritu calculador y/ la arrogancia» él también sería una víctima de la poesía que «mata de manera industrial». Abrir un taller de tapicería poética no es, pues, ninguna broma.

La responsabilidad de superar el miedo la pérdida del sentido, el poeta no transmite a los otros, no plantea las preguntas más difíciles ni intenta justificar sus debilidades con circunstancias históricas. No tiene ningún interés en el hecho de pertenecer a una nación pequeña ni le interesa si el pueblo es capaz de crear sueños colectivos. La madre como pilar de la familia está completamente ausente en su poesía, hay decenas de otros personajes que han asumido esta función: he aquí la nonna, su mujer Metka y también los nombres de todos los otros amantes, y de los poetas que lo han guiado, todos tienen derecho de enseñarle el camino, todos son un modelo de comportamiento. Está dispuesto a jurarles fidelidad, pero no en el sentido convencional. «Ha montado en la espalda del padre» dice a menudo. Šalamun no quiere vivir de modo pasivo, no quiere asumir con pacien-cia los golpes que le sobrevienen, sino que apuesta por la superación activa de las dificultades. Los modelos de comportamiento se pueden cambiar, no es nece-sario heredar los viejos patrones, siempre se puede escoger otra opción. El poeta se esfuerza por articular un discurso y repartirlo «como el agua para aquellos que hace tiempo que no han bebido./Que se están consumiendo por culpa de la tectónica/ de una provincia imaginada donde el suicidio, este héroe del pueblo, /está puesto en el pedestal» («A los hermanos sordos», 507).

El rol de la madre había cambiado completamente, incluso en las circunstan-cias históricas más dramáticas, la madre emite una luz que supera con demasía las tareas rutinarias del hogar, tal como podemos ver en el poema «Zona B» (533):

No fui el último pilar de la familia.No pasa nada.Aún tengo la camisa planchada.María, tú lo hiciste por mí.Llevaros esta olla para vuestros cerdos y gallinas,todo está en orden y limpio,podéis marchar, ahora leeré un poco.

Y entonces la madre enciende la radio y escucha el concierto de cada anoche-cer. Para acabar de redondear está postal idílica, Šalamun concluye que la zona B de la región de Trieste fue anexionada a Yugoslavia sólo porque él «golpeaba con la cabeza contra la pared hasta que rompió el muro.» No exagera puesto que

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las fronteras han caído solamente allá donde ha habido alguien que buscaba con bastante terquedad la posibilidad de un cambio. La Carintia personal de Handke ha quedado aislada de cualquier continuación, en lugar de ayudar a romper el muro de los prejuicios, este escritor se ha esforzado para no verlos ni oírlos.

La Francka de Ivan Cankar quedó en la memoria eslovena como un testimo-nio de pobreza, de exclusión y de falta de cualquier salida. El autor simplemente no podía haber imaginado ninguna otra vía para ella. Pero no renunció a la esperanza. Puede que la escena más estremecedora de este relato es cuando los mozos de la finca confunden a la hija de la Francka con la madre. Como viven completamente excluidas, las mujeres son intercambiables, siempre iguales, sin ninguna identidad, para ellas el tiempo no corre, una generación sustituye a la otra como aquel gato que está siempre en casa o el pájaro que canta escondido entre los arbustos. A diferencia de los animales inmortales, el hombre es un suje-to, no sólo mortal, sino también marcado por las generaciones de sus antepasa-dos que han pasado hambre y pena y han marcado su rostro para siempre, como bien constató Keats en su obra «Oda al ruiseñor».

Los nombres de varias personas, que van apareciendo a lo largo de toda la producción poética de Šalamun con una insistencia inusual, son su lucha para evitar convertir a nadie en un objeto intercambiable. Quiere conservar la identi-dad de cada persona, mostrarla como un agente irrepetible, único. Cada nombre guarda el lugar para un único destino. Šalamun no introduce en la poesía a los personajes que tienen que asumir los roles arquetípicos. Cankar al final de su novela deja encendida la luz en la habitación del hijo de la Francka que llegó a ser maestro de escuela, la madre de Šalamun se pone a leer sin que ninguna otra obligación la pudiera perturbar. No tiene ninguna importancia que la madre del primero fuera desesperadamente pobre y la madre del último una burguesa con sólida formación. Lo que es importante es que los dos autores integran su expe-riencia personal en el tejido de la literatura de tal manera que surjan imágenes gracias a las cuales nos podemos imaginar –sin ninguna trampa, sin tener que ocultarnos de nada– que las circunstancias adversas se pueden superar.

Aburrimiento, desconsuelo, problemas, pesimismo. Todos han sido desafia-dos en un duelo. Šalamun ha envestido estas lacras con el lema «cambiad de vestido y dejad atrás las costumbres rurales».15 Pero el proceso de culturalización no es tan simple como comprar un billete de avión e ir a estudiar a alguna univer-sidad bien lejos de casa. Eso no sería suficiente para demostrar las posibilidades de apertura. Šalamun pasa el arado con más profundidad y no busca únicamente cambiar de aspecto y de vestidos.

Con su voz juguetona, Šalamun denuncia una lengua osificada que en la Yu-goslavia de Tito había quedado reducida en todos los ámbitos, también en la literatura, a un lenguaje ideológicamente correcto. Cometeríamos un error de apreciación muy grave si este idiolecto socialista no lo relacionáramos con el en-trenamiento para la conciencia indolente al cual fueron sometidos los ciudada-

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nos de todos los regímenes fascistas de Europa. La diagnosis de Viktor Klemperer sobre la lengua del Tercer Reich, lingua tertii imperii, es una prueba escalofriante de que cualquier lengua se puede coagular hasta tal punto que sea prácticamente imposible formular ninguna especie de tono crítico. La anestesia de una lengua muerta es tan potente que puede producir una ceguera absoluta. Danilo Kiš de-mostró en Una tumba para Boris Davidović, con una serie de historias encadenadas que giran en torno a la idea de la patria –de «la trucha que come sus crías»–, el es-trecho vínculo entre la lengua y las matanzas. Si una patria consigue que su pue-blo lea un solo libro, el camino hacia las matanzas es casi inevitable. Kiš habla de la persecución de los judíos en Occitania y de las purgas estalinistas –pero no pronuncia ni una palabra, prácticamente, sobre el nazismo. No podemos olvidar, pues, que su padre murió en Auschwitz y que su escritura es un acercamiento doloroso a este centro vacío, un intento de encontrar el error que va a permitirle esta pérdida de sentido común. El error lo encuentra en la obsesiva búsqueda de la pureza que anula la capacidad de sentir el dolor de los que son diferentes. Conservar la lengua en estado líquido, para que «chorree entre los dedos como la miel» («Cristo ante la puerta de Hermes», 382) es la condición para que el hombre conserve su humanidad.

Los comunistas encerraron a sus seguidores «en los pasadizos de los palacios nombrados/ Centrales» («Emparedados vivos», 593). Contra el libro de Danilo Kiš se levantó una oleada de protestas que llevaron a un absurdo proceso judicial, que acabó en una condena por un plagio porque en algunos de los cuentos cita, sin indicarlo, algunos pasajes de una guía turística de Kíiv y algunas frases de Joyce… La nomenklatura comunista, que vivía de las citas de sus gurús y de las repeticiones litúrgicas de frases testadas contra todo poder de cambio, forzó al es-critor el 1979 a abandonar el país. En París, Kiš llegó a ser un portavoz por la nece-sidad de derribar no sólo el sistema, sino sobre todo de hacer reventar los límites de un lenguaje que había quedado atrapado en un callejón sin salida. El mismo trabajo asumió Šalamun en el caso de la lengua eslovena y literalmente forzó a sus hablantes a despertar de una cabezada a la que finalmente se habían acostum-brado. La retórica de la República Socialista y Federativa de Yugoslavia tenía el objetivo claro de «sustituir los hechos por construcciones moralistas.» Incluso los términos más usuales perdieron su anclaje con la realidad: «Ya no tenían una rela-ción con los hechos, sino que se convirtieron en un juego dentro del discurso, las palabras desarrollaron sus propios rituales»16 (Kos, 1996). La tautología, cuando anida en una lengua, es la raíz peligrosa de la indiferencia. La poesía de Šalamun destaca por su uso de palabras inutilizables, tomadas de los contextos inapropia-dos. Utiliza todas aquellas expresiones y barbarismos que habían sido eliminados del argot literario esloveno, tan tocado y puesto, para forzarnos siempre de nuevo, también hoy, a pensar qué herramienta es la que utilizamos para comunicarnos.

Abandonar la tribu dio a su poesía tonos más oscuros. A causa de la distancia, podía preguntarse aún con más insistencia cuándo acabaría hundiéndose defini-

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tivamente este mundo. En el extranjero, el poeta encontró cobijo, pero el aleja-miento lo llevó a tomar nuevos compromisos. Nunca pensó en darle la espalda a su tierra definitivamente: «Como no me liquidaron/ cuando estuvieron en su zenit, el tiempo los habrá derrotado», escribía el 1990. Des del principio, sabía que escribía para ser leído en un tiempo que todavía tenía que llegar.

Su estrategia es una sistemática desilusión. Constantemente frustra el hori-zonte de las expectativas. La Poética de Aristóteles estableció las reglas con las que la literatura puede hacer que el público se estremezca. La tragedia es un comple-mento necesario de la historiografía. Las historias conmovedoras le recuerdan a la gente que ella misma también puede ser víctima de los azares incontrolables. La tragedia es una herramienta potente, pero si podemos creer en la leyenda –y también a Umberto Eco–, entonces en los siglos de la oscuridad los copistas destruyeron un tratado aún más importante, las instrucciones de Aristóteles de cómo escribir comedias: «Los monjes holgazanes/distraídos, copiaban con tan poca atención/ que los textos se cubrieron de herrumbre/ como un trasatlántico» («Nikola Tesla», 224). Pero no pasa nada, la risa bien que se conservó. Y la risa no tiene un enemigo más grande que el sentimiento. Para poder reír, hace falta conservar la distancia, hace falta establecer un estado de una indiferencia muy especial que permita llegar muy lejos y analizar también aquellos contenidos que la tragedia no puede tocar porque harían demasiado daño. A través de la risa se puede mostrar lo que más duele y resulta insoportable para la plena consciencia.

Lo que los eslovenos no pueden perdonar a Šalamunes es precisamente su sen-tido del humor, posiblemente porque es demasiado hábil para mostrar con esta herramienta todos los tabúes. El poeta se esfuerza en crear un mundo nuevo, des-embrujado. Su poesía, es sin duda, para los lectores que no tienen miedo a pensar.17

EN UNA HABITACIÓN DE HOTEL

Šalamun se identifica a menudo con la función de los héroes de la poesía popu-lar, que «encuentran la fuente de su propia fuerza en un país lejano y exótico.»18 Se va, pero entonces regresa con nuevos conocimientos para ilustrar a su gente. Šalamun sigue un plan preciso para socavar «las imágenes de su tribu» y cambiar la percepción que el pueblo tiene de sí mismo. Sus viajes a América sirvieron para crear una alegoría de apertura, de libertad, de horizontes sin límites. En este país imaginado, los peces están dispuestos dentro del espacio «como las gasolineras y los campos de cultivo» («Para Ana», 162), el paisaje es tan amplio que no hace falta conectar los puntos en un conjunto, todos los conceptos flotan en un espa-cio abierto, sin constreñimientos. Las imágenes en este nuevo país aún no han tomado ninguna forma obligatoria y así, «ningún líquido queda nunca atrapado en una botella». La lengua, en este paisaje, fluye, conserva en su estado líquido, se esparce y es capaz de encontrar asociaciones insospechadas y combinacio-

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nes nunca vistas. Poco a poco, América se convierte en una alegoría de un lugar mejor, se convierte en un locus amoemus «que no necesariamente tiene que estar en otro país», como apunta Biggins. América no es un término geográfico, sino más bien un estado de ánimo, una atmosfera, incluso una manera de percibir el mundo. Ser capaz de huir, confiar en las propias fuerzas y en el poder de un esfuerzo de «tapicería» sistemática, cambia la patria como tal. Estés donde estés, el entorno no tiene ningún poder sobre el hombre, sino que pasa precisamente al revés– es el hombre quien determina cómo será su mundo, es el hombre quien escoge los condicionantes de su vida.

«Poder tener este espacio de una habitación de hotel de cuatro paredes sólo para mí y cerrarlo ante los demás y saber que puedo colocar todas mis pertenen-cias, aquellas pequeñas piezas contadas, en su lugar, en los armarios, me produce siempre de nuevo, cuando menos, una intuición de una existencia nueva, fresca, que no puede ser destinada a nada mejor, lo cual podría ser una mera desespe-ración que me impulsa a superar los límites de mí mismo y que me hace ver que estoy aquí, en la tumba fría de una habitación de hotel, en el lugar adecuado para mí», escribía en 1912 Franz Kafka a su amiga Felice Bauer.

Medio siglo más tarde, Šalamun pregunta a sus lectores: «¿Creéis que los sus-piros de un tal K y/de Gregor Samsa os pueden asegurar pan y amor?» (Epílogo, 346). Los fantasmas, insectos y ángeles de Kafka han quedado atrás y también su viaje a América ya no parece tener nada que ver con el mundo actual, conectado en una densa red de relaciones. Los fogoneros, transatlánticos, ya nadie los alqui-la entre los europeos. Pero aun así, la conciencia de una desesperación que im-pulsa a superar los límites de uno mismo permanece aún muy presente. Šalamun la recogió en una oración condicional que cierra el poema:

…sólo si conservamosla humanidad que compartimos.

Si… Esta es, entonces la condición. Tenemos que quedar inscritos bajo el signo de la vida, «se trata de nosotros, nosotros/ somos la vida.» No sólo Eslo-venia y el yugo de socialismo yugoslavo tenían que cambiar, también el marco centroeuropeo necesitaba un buen golpe de viento. Šalamun no olvida que en este espacio pueblos enteros fueron «embutidos en vagones de ganado, condu-cidos de excursión/ a un campo de concentración». Y que durante décadas, la gente escondía los pasaportes bajo los colchones y los alimentaba con el «trauma o algún otro plato nacional típico». El telón de acero y las fronteras vigiladas conservaron todos las ventajas que Europa Central conocía de antes, la vigilancia extrema resultaba muy útil, sobre todo para los contrabandistas. En la costa –es decir, en Trieste– se iba «a comprar azúcar a buen precio debido a ahorrar tanto». La literatura eslovena conoce al héroe del pueblo, Martin Krpan, que en el siglo xix hacía contrabando de «sal inglesa» y hay quien bajo esta expresión curiosa lee otro nombre por la pólvora. Pero entre los «pueblos mal nutridos y apolillados

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en abrigos estrujados» de la posguerra, el azúcar tenía mayor aceptación. («Nues-tra fe», 270-272). La felicidad se ha convertido, mientras tanto, en una necesidad imperiosa, seguramente por eso Kafka hoy cuesta tanto de entender.

La épica moderna de Europa empieza con la escena más insólita del drama de Fausto de Goethe, con la subida del protagonista a la montaña de las brujas. En esta larga descripción de encuentros casuales y conversaciones intrascenden-tes Goethe encontró la forma para mostrar una salida nueva, inesperada, de los viejos dilemas. Este invento de Goethe nos llevó poco a poco hasta el monólogo interior de Joyce y definió al hombre moderno como alguien perdido en el mun-do porque ya no hay ningún Gran Relato en el que creer. Goethe fue el primero que se dio cuenta de que la modernidad significa un ruido constante de la mul-titud dentro del cual sólo de vez en cuando aparece alguna frase coherente. El gran poeta alemán no se dio ni cuenta de su descubrimiento porque dedicó el resto de su vida a escribir más y más anécdotas sobre su protagonista incansable y a descubrir nuevas formas de expresión.19 Pero las alegorías líricas que encon-tramos en la segunda parte del drama despiertan hoy poco interés y aún más difícil resulta aceptar la imagen del superhombre y el menosprecio fáustico hacia la insignificancia. Desde la modernidad miramos las cosas con mucha más pre-caución, también en sus planos gigantescos de secar los humedales o de producir seres humanos –homúnculos– en los laboratorios, como también la manía de imprimir el dinero de papel sin ningún control.

Tenemos que volver a recordar la primera parte del drama, la típica tragedia burguesa en la cual la chica seducida, Gretchen, da a luz a un bastardo al que acaba matando por la presión de la sociedad que se burla de ella y de su vergüen-za. Fausto en estos momentos decisivos huye a la fiesta de las brujas y se olvida completamente del destino de la joven. Goethe aquí define con precisión el com-portamiento del hombre moderno: siempre nos podemos escapar, el hombre ya no reconoce ningún vínculo, ninguna responsabilidad lo une a aquella multitud convertida en una marea constante de voces incomprensibles. La multitud permi-te olvidarlo todo, también los remordimientos de conciencia. Todo el drama de Goethe tiene, pues, la estructura de la «retórica de la inocencia». El sabio se mueve por todos partes acompañado siempre de un personaje vil, el responsable de todas las desgracias. Fausto no hace nada él solo, sino que es siempre conducido a la tenta-ción de una manera pasiva. Evidentemente sería capaz de conquistar a una chica a solas, pero entonces él mismo tendría que aceptar las consecuencias, en cambio tal y como Goethe plantea la trama, parece ser que todo pasó a causa de las joyas que le procuró el diablo y de aquellas palabras de seducción tan efectivas que el amigo le sabía sugerir. En el anonimato de la multitud, Fausto puede rápidamente cerrar el trato para conseguir su libertad. El pacto con el diablo no es muy diferente del pacto comercial: yo te doy el alma y tú me devuelves la inocencia.

La trampa es ejecutada de una manera brillante, millones de lectores han encontrado en el modelo de Fausto el incentivo de encaminarse en la dirección

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«correcta». Fausto mira el mundo con la cara vuelta hacia el sol y con la espalda que tapa la noche y la oscuridad. ¿Cuántas conquistas no han sido justificadas con la lógica fáustica de «víctimas colaterales» como eran los viejecitos Filemón y Baucis? Pero en la noche de las brujas, el poeta, aun así, avisa al lector atento de que la tragedia de la chica no ha pasado sin consecuencias. El collarcito rojo que en esta visión adorna el cuello de la joven, recuerda a Fausto la gesta de Perseo, que cortó la cabeza de Medusa. Estos son los versos más cautivadores de todo el drama. Goethe es plenamente consciente de que sacrifica en favor de su héroe épico a una víctima inocente. Y como el autor es incapaz de mirar el horror a la cara, evoca a un mediador –Perseo– para que lo ayude a construir un escudo para protegerse ante una verdad tan repulsiva como la de la cabeza llena de serpientes. La escritura en este punto se convierte en un espejo que atrapa la verdad y refleja sólo una versión atenuada de los hechos. La poesía no puede cambiar el mundo, las palabras no pueden evitar ningún pacto con el diablo: cada comprador puede encontrar lo que busca y cada vendedor lo que quiere. Todo depende únicamente del precio. Y eso lo sabe también Tomaž Šalamun:

No soy demasiado amigo de matar a los forasteros, A un desconocido se le matasimplemente por dinero, nopor amor al arte. Si un soldado mata a otro soldadoel resultado es mediocre. («Por qué soy un fascista», 83)

Este largo rodeo nos lleva directamente ante el verso en el cual Šalamun re-flexiona sobre el oficio poético: «Nadie escapa del mismo baile, / del baile de los espejos blancos» («El baile», 430). El poeta está siempre de servicio, el poeta es un profesional –«no soy un cínico, soy un poeta, un profeta» («A los hermanos sordos», 507)– y su tarea es jugar a hacer la ratita, atrapar el reflejo en el espejo y como un niño travieso molestar a los demás y deslumbrarlos con los reflejos de la luz. He aquí las imágenes que preferiríamos no ver, recuerdos que han sido ol-vidados con éxito. El poeta puede atrapar en el espejo –en su escudo brillante– el reflejo de aquellas verdades que serían demasiado duras si las tuviéramos que ob-servar directamente. El precio que cobra un poeta es «el folio en blanco», se vende, pues, entonces, por los billetes de papel como un joven prostituto en la calle: «Mi profesión es que no/ doy el alma, que sólo cojo el dinero y no/ doy el alma» («Por un joven, 370»). De entrada, puede que sirva de defensa quedarse con el dinero, pero preservando el alma, aunque pronto la situación pida dar más todavía:

Sólo el poeta vende el alma paraSepararla del cuerpo que tanto ama.

Bajo ninguna condición acepta las cadenas e insiste: «Sabes que incluso el padecimiento se desvanece y sólo/ queda polvo» («Frontera», 602). Detrás del hombre desaparece todo rastro, su presencia se evapora como el agua, pero la

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mirada, en cambio, permanece. El cuerpo vivo de un poeta, su presencia inso-bornable en la realidad, está destinada a coleccionar pacientemente todas estas miradas. Šalamun escribe para: «hacer saltar/el fondo del tiempo porque eso es bueno» («La culpa y el placer, 531»). No posee nada más que su saber retener las observaciones y los recuerdos: «Lo que tengo es mera/ técnica» («La palabra y la verdad», 142). Y si su voz se tiene que conservar, si al final el tiempo demuestra que es un cometa, entonces su destino será que lo guarden en un bote con formol para que los niños con su maestra lo visiten al museo y lo observen como «si fuera un feto, una sirena o / un proteo». («Historia», 198).

La épica y la lírica se entremezclan en su poesía de tal manera que no nos podemos tomar su declaración de tener un pie en cada continente casi al pie de la letra, como si se tratara simplemente de un viajero que en lugar de una silla prefiere utilizar los asientos cómodos de los aviones. Su literatura se sitúa en un intersticio, vive en la franja de la costa donde baten las mareas. Esta escritura no es un relato, pero tampoco es una esencia de verdades inefables. Como La divina comedia de Dante o Fausto de Goethe, el observador tiene anclado un pie firme-mente en el viejo mundo, pero con otro pie busca un punto de apoyo en una realidad que ya está aquí, pero que aún no ha sido descrita y por eso es descono-cida. El poeta avanza a tientas en la oscuridad para poder encontrar imágenes que correspondan a aquello que está viviendo. Tiene que encontrar las expresiones para todo aquello que lo rodea, que le pertenece ahora y aquí. El relato necesita abandonar las formas conocidas, necesita abandonar los patrones de conducta, de pensamiento, se tiene que separar de la lengua antigua. Como la serpiente cuando muda, el poeta tiene que abandonar la camiseta cuando se le ha vuelto demasiado estrecha y hacerse una nueva piel. A lo largo del camino, claro está, queda abandonada la piel vieja con la forma exacta del ser que se escondía den-tro: el poema es siempre el testimonio de un instante concreto. Pero aquello que podemos reconstruir a partir de los testimonios poéticos no es la fotografía arqueológica de una época, sino la relación del poeta con el mundo que lo rodea, su lucha por sobrevivir, por conseguir el derecho de opinar y de mirar, el derecho de tener voz propia.

Šalamun como un «monstruo» ocupa exactamente aquel espacio que la mi-tología atribuía al escudo de Perseo y es capaz de mostrar también las cosas que no son agradables a la vista y que pueden petrificar de horror. Por eso su poesía, incluso en las épocas en las que la fotografía está únicamente reservada para las plantas, puede producir imágenes que «crecen y al crecer destruyen el papel» («Jóvenes muertos», 136).

Una constante de su poesía es conseguir una relación más crítica y meditada hacia la lengua. Una palabra es un recipiente, una botella, un barco. El envoltorio exterior está hecho de unas cuantas sílabas, pero en el interior de cada palabra hay innombrables posibilidades de significación. Estamos tan acostumbrados a usar las palabras que no les prestamos ninguna atención especial. Por eso, puede

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pasar fácilmente que en nuestro puerto atraquen barcos llenos de contenidos que se hayan colado clandestinamente dentro de la lengua como si fueran pilluelos. Teniendo en cuenta que la forma es simple y que las palabras nos resultan fa-miliares, es fácil que los significados ocultos se nos puedan pasar en el habla de cada día. Hay que tener mucha precaución con las palabras mediante las cuales haremos los tratos:

¿Quién os ha enredado?¿Por qué no veis cosas tan evidentes?El fascismo significa la fuerza y el podery me gustaría ver quién estaría realmentedispuesto a ser estúpido, débil y perseguido. («Por qué soy», 84)

Šalamun no quiere convertirse en uno más del rebaño, no quiere repetir las sílabas irreflexivamente, sino que su palabra «no afloja hasta que no está bien afilada/ como la navaja» («Círculo», 412). Todas estas cuestiones no son única-mente una constante de su poesía, sino que son una constante de la humanidad. La mitología nos enseña que en Creta un rey sabio y justo ordenó encerrar en un laberinto un cuerpo de hombre con cabeza de toro porque así la bestia ya no era visible, los ciudadanos conservaban sólo el saber de su terrorífica presencia. Minos hizo emparedar al ser mal hecho para que no fuera necesario pensar siem-pre de nuevo en cuál es el precio de la civilización: las chicas más bellas están destinadas para el placer y los chicos más valientes tienen que apagar el hambre insaciable de la violencia y de las guerras: «¿Al Minotauro, verdad que los pies se le salían afuera?» («Para David», 504). ¿Por qué será?

Šalamun limpió la lengua eslovena de aquel «aparato malhumorado, enfer-mizo, ideológico, clerical, llorón y solemne».20 Aclaró montones de despojos acumulados. El poeta es hábil con las palabras y establece entre ellas asociaciones instantáneas que cambian constantemente. La lengua que usa es móvil, líquida, y se asemeja a su movilidad en la vida real, en la cual es capaz de cambiar avio-nes, taxis y lenguas con la misma naturalidad. Pero los límites de esta libertad no están de ninguna manera sumergidos en la niebla, el cuadro registra también nítidamente los resbalones.

La ideología debe su poder a la técnica de la ocultación: aceptamos el si-lencio porque suponemos de entrada que la verdad es tan terrible y amenaza nuestra existencia de tal manera que no podemos hablar nunca al respecto. Estos contenidos enterrados se van acumulando bajo la alfombra. El procedimiento de Šalamun es diametralmente opuesto: ¿de qué tienes vergüenza?, ¿porqué no querrías confiar en nadie?, ¿qué podría perjudicar mi honor ante los demás? Y entonces nos hace una lista detallada, mucho más detallada y honesta de lo que estamos acostumbrados, de todo lo que le pasó: he aquí las equivocaciones y los errores, las humillaciones y también la vileza, las traiciones y las complicidades indignas, los intentos de fuga y las debilidades de carácter. Tras estas confesiones

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se halla el principio de la catarsis: tan sólo aquello que es dicho, puede que un día sea controlable. El mal se esconde en la oscuridad que tenemos miedo de tocar.

El corazón de Europa, «elegante y muerto» (372), aún palpita porque e conti-nente conserva su memoria:

Pero nosotrossomos la memoria. Y como tales, somosobligatorios para el mundo, aunque nuestro mitoesté integrado en un mecanismo que ya no podemos controlar.

Šalamun es un poeta épico, es un cronista de su tiempo. Colecciona las me-tonimias porque la metáfora no es posible. El mundo se ha roto en fragmen-tos inconexos, la imagen que pudiera sustituir a la totalidad se escapa. Ningún poeta hoy puede pretender ser visto como un «héroe metafísico»21 (Matevž Kos, 1991). Por eso nos quedan sólo los detalles que Šalamun siempre de nuevo, con una enorme paciencia, enhila en un collarcito. El hombre posmoderno es como el protagonista del cuento de Borges, «Funes, el memorioso»: puede recordarlo todo, todos los detalles, puede saber cuántas hojas tiene un árbol, contar todas las ramas –pero no puede ver la totalidad. Vivimos en un dolor por esta ausen-cia. La lírica se nos escapa porque a los poetas les falta un fundamento sólido, la poesía es así cada vez más que la narrativa, los poemas dan la impresión de unos recuerdos acumulados por mera casualidad.

LAS BASURAS SON EL ORO

Esta actitud ante el mundo hace que el poeta pierda su pedestal. No puede que-darse encerrado en su torre de marfil, tiene que salir, tiene que hacer su camino, como Dante, que se puso en medio de la vida a investigar cómo eran el infierno, el purgatorio y el cielo. La vocación de llegar a ser poeta es el resultado del deseo de mostrar a los demás su interior, pero a la vez, también la necesidad de com-prender las vivencias de los compañeros de viaje. La identificación en la poesía de Šalamun no funciona sólo en una dirección, como ocurre en la cultura de las masas. El lector no tiene ninguna especie de paz para identificarse con toda tran-quilidad con las aventuras del poeta. Al poeta le molesta constantemente y hace imposible la identificación con sus gestas. Y no sólo eso, el poeta es a menudo un observador, un observador atento y preciso del destino de los demás –y muchos hechos que ve le afectan profundamente y no puede evitar, a pesar de toda la educación para poderlo soportar, sentirse implicado: «Tienes el mismo derecho que yo/ por ser tu ángel de la guardia, tu monstruo» («Monstrum», 384).

El poeta atrapa al lector como si este hiciera alguna cosa íntima, prohibida, como si mirara por el agujero de la cerradura. Le toma la intimidad. En la poesía

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de Šalamun no sólo el lector tiene derecho de examinar la soledad del poeta y su vida privada, el poeta también quiere su parte. Obliga al lector a ponerse en su lugar y lo fuerza a imaginar el mal que los clavos pueden hacerle al cuerpo del otro para despertarlo.

«¿Quién mata? ¿Quién queda? ¿Quiénlo/ mira?» («Monstrum», 384) De-trás de estas preguntas se encuentra la pregunta más importante de su poesía: ¿quién está hablando?, ¿quién tiene derecho de tener memoria?, ¿y a quién, le fue tomado este derecho, y por qué? Es decir, que el poeta no sólo examina con lupa las palabras, los fragmentos con los que está hecha la lengua, sino que hurga también en la estructura de la lengua, en su performatividad. El rol de la madre, si lo «traducimos» de la forma pasiva al modo activo cambia comple-tamente, no sólo la percepción del mundo, sino también las expectativas, los sueños, la capacidad de superación, tal y cómo lo ha mostrado la comparación con Handke. ¿Y qué pasaría entonces si pudiéramos poner el objeto en el lugar de un sujeto? ¿Y si empezáramos a investigar quién ha emitido un enunciado? ¿Y si la misma declaración se la hiciéramos pronunciar a otra persona, tendría el mismo valor? Estamos acostumbrados a que el lector aceche los pasos del poeta. Pero qué ocurre si de pronto el poeta se da cuenta de que es observado y se siente acorralado:

Vale más que mires el cielo, mujer, qué buscasaquí, te advertí, hace mucho tiempo que te heexplicado que aquí yano hay nada.

El poema titular de Balada para Metka Krašovec (436) es la mejor prueba de la capacidad excepcional del poeta para sentir la empatía. Este analista duro, este cal-culador insobornable, que era capaz de reírse de la muerte, se rompe. La carta de Metka le cae de las manos y ella se desmaya por un dolor repentino y cae al suelo. Exactamente eso es lo que le pasa a Dante en el 5º canto del Infierno: después de sentir el dolor de Francesca da Rímini y saber cómo fue seducida por la historia demasiado bonita de un libro, el poeta se desmaya. Precisamente al principio de su camino, cuando aun quedándole por visitar tantos círculos de esta geografía y conocer los pescadores y los penitentes, de repente duda de si podrá soportar la tarea que se había propuesto. Pero entonces se recupera y sigue el camino previsto hasta que finalmente llega a verla a ella por quien había empezado el viaje.

Šalamun ha asumido que siempre sería criticado a causa de su picaresca y de su valor lingüístico, pero nunca se queda en la superficie de las cosas. Su actitud es a menudo «conmovedoramente humana».22 Se ha desmayado a causa de una pequeña carta azul, dice. Pero más que la carta, más que el dolor concreto, lo que nos reseca es la melancolía. La belleza es huidiza, sólo nos quedan unos breves instantes y el cielo ya se llenará de colores pastel que anuncien la noche:

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Yo ahora me zampo una comilona, una comilona, devoro porque allá arriba aquellas nubes rosadas,azules y violetas y aquellas flores no se rasguencomo hicieron con Tiepolo, el aire tras él se vuelve limpio,hasta que la luz nos inunde a ambos y nos desintegre.

(«A Metka», 598)

En «El árbol de la vida» el poeta habla de los campos de trigo y de los prados bajo las estrellas que danzan y desea una libertad inesperada: «Bajo el puente hay grabada la frase: no sé leer» (479). ¿Es posible olvidarse de leer?, ¿es posible re-nunciar a tener esta habilidad? Recuerdo un paseo por Palo Alto. Divagando sin rumbo por este paraíso artificial al lado de la Universidad de Stanford leí –gracias a aquel impulso que nos fuerza una vez y otra a leer todo lo que se nos interpo-ne– el rótulo de un restaurante que me pareció una metáfora cautivadora: «Tres estaciones del año» decía el nombre si lo traduzco. Sonreí, puede que también porque hacía poco que había pasado unos días en Boston, en el majestuoso hotel con el nombre que tan bien le iba, Four Seasons. ¿El rinconcito que descubrí en la orilla del Pacífico era una copia deslucida de aquella gran cadena hotelera del Atlántico? ¿Ha perdido el gemelo del lejano oeste una estación del año, como los hoteles pierden las estrellas cuando pierden el prestigio? ¿Se puede perder así como así una cuarta parte del año? ¿Y qué estación faltaba? ¿El verano? ¿El invierno? ¿La primavera? No, seguramente se trataba del otoño.

Me he puesto de buen humor a causa de este incidente. La idea de que alguien había dividido el año en tres épocas tenía el gusto de las cosas no acabadas, como si un ciclo no llegara a completar la vuelta entera. El rótulo de neón incongruente me resultaba provocativo, las letras se convirtieron en una alarma y exigían una explicación. ¿Es correcto, es lógico comparar la vida humana con los periodos del calendario? ¿Es apropiado medir la vida con el arco de un solo día que se extien-de desde el alba hasta el atardecer? ¿Hablar de la primavera cuando hablamos de los jóvenes y si tenemos que mencionar los cabellos grises, pensar en la nieve que ha caído en las sienes? ¿Y quedarse cada día cautivados por las luces del atardecer como si fueran el anuncio dela noche eterna que nos espera?

Arsen Dedić cantó en los años setenta el paseo por la playa al atardecer y la ropa tendida que había que recoger con prisas antes de la tormenta y evidente-mente también hablaba de la vida que se nos escapa entre los dedos, día tras día. Y la voz aterciopelada de Rade Šerbedžija tiñó esta puesta de sol metafórica con una buena dosis de nostalgia. La oscuridad avanza, la última luz ha quedado atrapada en las piezas de ropa tendidas sobre el hilo hasta que «la luz se apagó a causa de tanta blancura», como dice la balada, cuando la vida se aleja, el sol se vuelve más blanco, de todo lo que habíamos vivido nos quedan sólo las viven-cias dispersas, repartidas por la memoria como las manchas de luz.

En «Mitad de la vida» de Hölderlin, la vegetación exuberante de la primera estrofa, dorada por el sol otoñal, se convierte en el viento gélido de un paisaje

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silenciado al final del poema. La imagen de la fugacidad no ha despertado pocos comentarios, pero entre todos ellos no es posible ignorar aquello que explica Jean Améry.23 Este judío culto se repetía durante su cautiverio en Auschwitz los versos aprendidos de memoria en la escuela, pero la poesía ya no le servía para nada, no conseguía trascender la terrible realidad. Ni a él ni a ningún otro que había quedado atrapado en este laberinto de crueldad, la poesía no les servía para olvidar. En un campo nazi, la humanidad se ha vuelto huérfana porque el legado acumulado en siglos ya no tenía la fuerza de evocar ningún pensamiento elevado ni ninguna mirada filosófica y madura porque los muros fríos de los paisajes invernales de Hölderlin se apartaran. Es más: para Améry, el jardín de in-vierno de Hölderlin, en el que ha desaparecido todo rastro humano, se convierte en la descripción del momento presente, el poema es la imagen congelada del único mundo que el deportado tenía ante sus ojos: las paredes estaban desnudas, la sopa era insípida y la poesía había perdido su función. Tan sólo la fe ciega en algún sentido superior podía aún asegurar el consuelo. Algunos repetían lemas revolucionarios, otros se saludaban con la vieja esperanza judía de «dentro de un año en Jerusalén». Améry, en cambio, no podía conservar ni la confianza en el poder de la revuelta ni en la realización religiosa, en sus oídos sólo resonaba el sonido monótono de los paneles que daban vueltas con el viento, como en el último verso de Hölderlin. El verbo «klirren», que describe como onomatopeya el sonido de estos pequeños aparatos mecánicos es el sonido del mundo vacío.

Acedía es una enfermedad de los poetas y es a la vez también un pecado capital. ¿Pero dónde se encuentra la causa de este desencanto que no permite dar ningún paso más hacia delante? ¿Dónde encontramos la explicación para sentirse siempre rumbo al abismo? La conciencia de la propia muerte es un acantilado peligro-so, pero pocas veces conduce realmente hasta perder las ganas de reaccionar, sino más bien provoca desesperación, por o incluso provocación extrema de peligro. La tentación que acecha a los ermitaños, y que es «la más fuerte al mediodía cuando la naturaleza está en calma bajo el sol abrumador»24 surge cuando el hombre se dispone a mirar en su interior y quiere confrontar su propia bondad –y con eso también la maldad. El hombre no está solo con sí mismo, sino que tiene que asu-mir también todos los errores de la humanidad que no pueden ser cambiados, ni corregidos, ni eliminados, ni olvidados: «Cuando me pongo bien el cuello de la ca-misa delante de él, delante del espejo,/ ya es demasiado tarde» («Sol negro», 484).

Tomaž Šalamun es un poeta de la Europa de la posguerra y este compromiso lo ha mostrado muchas veces de manera clara. En sus versos podemos encontrar el eco de la intuición de Srečko Kosovel que se convirtió en un profeta del ocaso, del final de la civilización, con su «Éxtasis de la muerte». Los versos de Šalamun son a la vez una continuación de la atadura que abrió para todos los poetas de la posguerra Paul Celan. La poesía nunca más podrá ser una confesión personal. Como el siglo que dejamos atrás enloqueció, tratemos de encontrar la manera de cambiar los fundamentos del mundo –necesitamos otra lengua, una lengua

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capaz de rebelarse, capaz de dar la vuelta a los procesos de exclusión tan arraiga-dos que ya ni percibimos y que nos llevan directos a los sentimientos xenófobos y menosprecio a toda diversidad. «Como traidor me alargas la vida» escribió Šalamun en la riba del Sena en la cual Paul Celan buscó la muerte el abril de 1970 («Pont-Neuf», 554)

Junto a este río que «transporta frutos lastimados» (554) prometió a su guía que él también iría recogiendo sistemáticamente en la palma de su mano abierta las migajas de olvidos y todos los matices de su habla. Esta paciente recolección vuelve a repetirse en Mesura del tiempo (1987) en el poema «Veinte de enero». Este día debería de estar marcado en los libros de texto de la historia de todas las escuelas europeas, pero me temo que este no es precisamente el caso y muy pocos jóvenes saben por qué hay que tenerlo presente. Si esta fecha oscura se ha conservado en la memoria no es por los esfuerzos de los historiadores, sino por la tozudez poética. El poema de Celan «Tubinga enero» de La rosa de nadie (1963) resuena también en este poema de Šalamun. «Me he quedado aquí. / Aquí es-toy», escribe el poeta esloveno: «Aquí me estoy vaciando» y también «Duele». En recuerdo de aquel día incluso el sol se vuelve áspero porque el enero de 1942 –puede que, aun así, sea necesario recordarlo– se reunieron en el lago de Wann-see cerca de Berlín los quince líderes nazis que decidieron bajo las órdenes de Reinhard Heydrich desarrollar un plan preciso de deportaciones al Estado, un plan detallado de cómo llevar a cabo las matanzas sistemáticas. Allí se tomó la «solución final» de la cuestión judía. Celan lo dice en un gesto cargado de una valentía increíble en el primer verso de su lamentación de enero: «Zur Blindheit über-/redete Augen». La gente estaba dispuesta a girar la cara, olvidar lo que muy bien sabían, pero para hacerlo alguien tenía que convencerlos de que este era el camino correcto, alguien los tenía que entusiasmar hasta a la ceguera. La res-ponsabilidad de la poesía en este proceso de la persuasión a favor del olvido, de incitación a la desmemoria, todos lo sabemos, no es pequeña. Es por eso que la poesía después del siglo XX tiene que cambiar de rumbo, ya no puede cantar la gloria a cualquier precio.

Por muy exactas que quieran ser en la descripción de vitia capialia, constata Czeslaw Milosz leyendo la Divina comedia, no se puede negar que por muy terri-bles que resulten los pasos en falso, la esperanza nunca se pierde. Porque todas las virtudes, y también las raíces de los pecados, radican en el amor. A Dante lo guía una vaga intuición, una convicción no del todo articulada, de que el alma puede encontrar consuelo sólo si se decanta hacia la bondad, si el amor no se cansa demasiado pronto (Purgatorio, XVII, v. 91-132). Beatriz se le mostró por primera vez –«Donna m’apparve, sotto verde manto/vestida di color di flama viva» (Purgatorio, XXX, 12-13)– como una alegoría del paisaje iluminado por el sol, una alegoría de la vida misma, inaccesible. Después de Dante todo poeta ha sido llamado a su manera para convertirse en un vagabundo que tiene que conocerlo todo para poder comprender el alcance de su amor. El poeta es aquel

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gusano que puede convertir cualquier material en oro, tal y como afirma el autor de la Balada para Metka Krašovec. Šalamun vuelve a citar en estos versos a Kosovel, cita la alquimia poética que profesaba este joven de Carst y que no se cansaba de repetir que todo el oro se convierte en basura y que las basuras se pueden convertir en oro puro.

Šalamun defiende firmemente la visión humanista –se arrastra por el suelo del bosque completamente desnudo para sentir el Mundo. El tiempo en que vivimos, ha convertido los espacios del hogar, antes un refugio seguro, en un rincón polvoriento. Necesitamos a alguien que sea capaz de entonar la adverten-cia de su abuela, que te hacía memoria de que en el tren de Trieste y Viena no te puedes dormir porque si no te pasa de largo todo un país, toda su gente y la lengua que hablan. Šalamun nos devuelve la capacidad de una mirada totaliza-dora donde nace el insecto más ínfimo –siempre consciente y siempre irónico de que esta visión divina des de las alturas que soñaba Fausto, hoy la puede adquirir cualquier pasajero de un avión. Es por eso que la poesía de Tomaž Šalamun no puede ser consumida, no se le puede comprar, no se le puede poseer.

El vagabundo de Šalamun se pone la mochila llena de recuerdos en la espalda y desde sus caminos por las cimas de las montañas se gira continuamente hacia abajo. El tren de Bohinj ya se ha ido («Las cuatro preguntas de la melancolía», 572), constata Šalamun. No es un tren cualquiera, atención, sino un tren que pasa por un túnel bajo una cadena montañosa intransitable de los Alpes: el valle del río Soča (Isonzo, en italiano) se conectó con el valle de Kranjska Gora con la ca-rretera que pasa por el puerto de Vršič, una carretera abierta a pico y pala durante la Primera Guerra Mundial por los prisioneros rusos en condiciones inhumanas. Y pocos años después, se perforó otra montaña para unir el último rincón inac-cesible, el lago de Bohinj, con el resto del territorio. El mundo se está abriendo, apenas queda alguna aldea perdida, pero la soledad continua siendo la compañía más segura del hombre. Šalamun nos devuelve la visión totalizadora donde tiene su lugar también incluso la última mosquita –con plena conciencia, eso sí, de que hoy esta mirada de ángel es una disposición de cualquier pasajero sentado en el asiento de un avión.

¿Hasta qué punto el hombre moderno es capaz de pensar en las sombras que reinan en el Hades? La Proserpina (1622) de Bernini se resiste con todas sus fuer-zas en los dedos del viejo que penetran en el mármol como si se tratara de la carne viva y que la arrastraran hacia la oscuridad, hacia el mundo del invierno eterno, donde el viento gélido –boreas en Tracia y burja en Carso– hace caer la última, la última hoja del árbol. Esta preciosa piedra blanca, que se ha convertido bajo las manos diestras del escultor en una sustancia dúctil como la mantequilla, revela que es falso considerar que el hombre esté destinado a la muerte, que el único ob-jetivo de la vida pueda estar fuera de la vida misma. El arte lucha, desde la tragedia ática hasta la amargura de las almendras de Celan, por preservar la esperanza de que incluso tras el invierno más duro volverá a brotar una nueva primavera.

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Si miramos el mundo con la indiferencia con la que los espectadores miran las noticias de la televisión, es muy probable que pocas cosas se harán un lugar en nuestra conciencia. Por muy horripilantes que sean las escenas, no permitire-mos que se depositen en nuestra memoria personal, no le querremos adscribir ninguna clase de significado propio. Pero en el momento en que un espectador «ve» una imagen, entonces todo cambia. Es en este instante cuando empezamos a pensar estéticamente, empezamos a percibir la realidad de una manera activa, nos sentimos parte de aquello que vemos y no queremos que nada nos pase por alto. De repente, dice Benjamin, la mirada se abre hacia la profundidad y gana en la distancia. Esta experiencia dura tan sólo un instante, no es posible reproducir-la, no es posible trasladarla a ningún otro lugar ni a ninguna otra persona. La be-lleza es un instante de elevación que pasa ahora y aquí para un solo observador: «¿Tu serpiente, muda aun/ de piel si la ilumina el rayo? ¿Si acechas la alameda?» («Cuatro preguntas», 572)

En el conocido ensayo de Benjamin25 podemos encontrar también una breve nota a pie de página sobre Leonardo da Vinci. Leonardo apunta que el cuadro se convierte en una obra de arte justo cuando la capa de barniz, con la que el artista cubre la pintura una vez finalizada, acaba secándose. Justo entonces, la imagen se congela en su forma definitiva, eterna. Al contrario de esta concepción tradi-cional de la obra de arte, Benjamin estaba interesado en el arte moderno, en la capacidad de reproducir y la copia que roba el aura al arte. Precisamente porque el mundo cambia tan drásticamente, el pensador propuso abandonar la vene-ración de un objeto y optar por la consideración hacia el hombre que observa aquel mismo objeto. Una película se desarrolla en la cabeza del espectador, un relato cuaja cuando ha sido leído.

La vida, esta imagen inacabada, se abre hacia el futuro. Leonardo cubrió sus lienzos con una fina capa de barniz para prepararlos para todos estos siglos que hace que los admiremos en los museos. Benjamin supo ampliar una breve ob-servación del pintor renacentista y dar pie a una reflexión sobre el arte moderno para subrayar que vivimos en un mundo diferente. Los objetos están perdiendo su firmeza, el valor ritual se está encostrando. Y sin embargo, el arte puede ignorar todo el progreso técnico, puede ignorar las máquinas que copian y las conexiones a Internet porque cada gesto continua siendo el testimonio de un momento y de un lugar concretos. El cuadro de la vida es transparente como una gota de ámbar dentro de la cual han quedado atrapadas unas cuantas hormigas. Todos sabemos, pues, que «Estamos/vivos por un instante. Mientras se seca el barniz».

Traducción del catalán de Isabel Garcia Canet

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NOTAS

1. «Duma 1964» es un comentario irónico y provocador de uno de los poemas más venerados de la tradición poética eslovena, «Duma» de Oton Župančič. En los versos más conocidos, este clásico describe que caminando por su país, bebía de su belleza. Šalamun cita el verso literalmente, pero entonces dice que mientras caminaba por el país le había salido una úlcera de estómago.

2. Cito los poemas de Šalamun de la última edición de su obra selecta en esloveno, Kdaj, Liubliana: Študenskazaložba, 2011. He traducido los títulos de los poemas al español para facilitar la com-prensión, pero la página corresponde a la edición original eslovena.

3. Rade Šerbedžija, Ne daj se Ines. Música y letra de Andersen Dedić. Belgrado, Radio i Televizija Beograd, 1974. Diez años después, el 1984, había alcanzado la categoría de disco de oro.

4 Aleš Debeljak, Minute strahu, Liubliana, Mladinska knjiga, 1990, p.85.5. Niko Grafenauer, «Neskončna patija pokra», en Odisej v labirintu, Liubliana, Nova revija, 2001,

pp. 2018-20326. Aleš Debeljak, La neu de l’any passat, Palma, Lleonard Muntaner, 2007.7. Matija Ogrin, «Doba in njeno lažno zlato». Literatura 65-66 (noviembre-diciembre de1996), pp.

121-130.8. Francè Vurnik, «Tomaž Šalamun, Poker», Sodobnost, 8-9 (1966), p. 915.9. Marko Juvan, «Prokletstvo igre in gobice ̶ porajanje ludizma v Pokru», Literatura 65-66 (noviem-

bre- diciembre de 1996), pp. 52-76. 10. Miklavž Komelj, «O perniških postopkih v novejši poeziji Tomaža Šalamuna», en Šalamun,

Tomaž, Sinji stolp, Liubliana, Študenska založba, 2007.11. Slavoj Žižek, For they know not what they do, Londres, Nueva York, Verso, 1996.12. Michael Biggings, «Handkejeva Slovenija in Šalamunova Amerika: literarne utopije», Literatura,

22 (1993), pp. 52-60.13. Hay dos traducciones españolas de la novela: Desgracia indeseada. Traducción de Víctor Oller.

Barcelona, Barral, 1975. Y también: Desgracia imparable. Traducción de Estaquio Barjau, Madrid, Alianza, 1989.

14. Ivan Čolović, Politika simbola, Belgrado, Biblioteca XX veka, 2000.15. Tomaž Brejc, «Predgovor», en Tomaž Šalamun, Póquer, Liubliana, Cankarjeva založba, 1989. Re-

impresión: Tomaž Šalamun, Kdaj, Liubliana, Študesntskazaložba, 2011, pp. 940-954. 16. Janko Kos, «Pismourednikoma», Literatura, 65-66 (noviembre-diciembre 1996), pp. 83-85.17. Boris Paternu, «O Šalamunovi poeziji», en Tomaž Šalamun, Od tam, Liubliana, Mladinska knjiga,

2003.18. Michael Biggins, «Handkejeva Slovenija in Šalamunova Amerika: literarne utopije», Literatura, 22

(1993), p. 59. 19. Franco Moretti, Modern Epic. The World System from Goethe to García Marquez, London, Verso,

1996.20. Tomaž Brejc, «Predgovor», en Tomaž Šalamun, Poker, Liubliana, Cankarjeva založba, 1989.21. Matevž Kos, «Tomaž Šalamun, Otrok in jelen», Literatura, 12 (1991), pp. 117-119.22. Andrew Zawacki, «The four questions of melancholy», Aftul dodge, 32/33 (1998), p. 148.23. Jean Améry, Jenseits von Schuld und Sühne, Sttutgart, Klett-Cotta, 1977, pp. 26-27.24. Czeslaw Milozs, «Saligia» (1974), en To Begin Where I Am. Selected Essays, Nueva York, Ferrar,

Straus and Giroux, 2001, p. 291.25. Walter Benjamin, «Das Kunstwerk im Zeitalter seiner technischen Reproduzierbarkeit», en Gesam-

melte Schriften I-1, Frankfurt, Suhrkamp, 1991, pp. 471-508.

Simona Škrabec es ensayista y traductora eslovena afincada desde hace más de dos décadas

en Barcelona. Es autora de obras como L’atzar i la lluita (Afers) y Una pàtria prestada (de próxima

aparición en PUV). El presente ensayo es el resultado de la comunicación en el congreso inter-

nacional dedicado a Tomaž Šalamun en la Universidad de Koper en octubre de 2011 (Slovenska

medkulturna avantguarda. Poezija in svet Tomaža Šalamuna, Univerza na Primorskem). El texto

fue incluido, por invitación expresa del autor, en su poemario Molusk (Liubliana, DZS, 2013) y

también se ha publicado, en traducción croata, en las actas del congreso Obnebjajezika. Poezija

Tomaža Šalamuna, Zagreb, FFPress, 2014.