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LA MENTIRA SINCERA Vittorio Gassman, Un gran porvenir a espalda. Ed. Planeta, Barcelona, 1983. e uanto más v1eJo, más confuso», recitaba im- púdicamente ante la cá- mara Nicholas Ray en El amigo americano; y, con no menos impudicia, Vittorio Gass- · man advierte en las primeras líneas de ess memorias la creciente agi- lidad de sus ideas y de sus impulsos: un comienzo inusual para una obra que también lo es. Lejos de la complacencia narci- sista y de ese medio distanciamiento sólo aparentemente autodestructivo que componen los dos tonos más re- petidos en este género liteo, y lejos asimismo tanto de la gida or- denación cronología como de una deshilvada sucesión de recuerdos, Gassman ha conseguido unas pági- nas bien orinales que, con dominio de muy variados recursos literarios (desde la narración en tercera per- sona al poema intimista, desde el género epistolar al monólogo inte- rior), transmiten un admirable se - tido de vitid y de iroa creati- vas, combinando muy diferentes agmentos de una memoria que, tan delicada como artunadamente, elude los detalles caseros y la casuís- tica de alcoba, maldad propia de es- crupulosos e insatischos. El personaje que así se decanta es ciertamente atractivo, con el mismo aura de vitalismo y escor, de co- raje y lozanía que este comediante de raza (actor, autor y traductor de clásicos) ha sabido imprimir a mu- chas de sus interpretaciones escéni- cas y cinematográficas; con ese es- tilo inconndible que quiere retar el destino, más áspero que trágico, pensado por Albert Camus para el creador (el corazón que éste necesita es un corazón seco, escribió el an- gustiado autor de El mito de So). El estilo, en definitiva, de quien con ductilidad y talento -el ochenta por ciento del arte interpretativo es ta- lento, ha recordado el propio ass- man- ha representado con igual maestria a Shakespeare y a Pirande- llo, a Kaa y a Sartre, y h actuado ante la cámara con tanta bnlltez a las órdenes de Mario Moniccelli como de Alain Resnais, de Dino Risi como de Robert Altman, de Ettore Scola como de Paul Mazursky, en- camando con idéntico genio memo- rables caraduras de ondosa gesticu- Los Cuadernos de la Actualidad ttorio Gassman. !ación y nobles héroes de sobria ele- gancia. Y no son pocas las reflexiones que sobre el arte de la interetación se contienen en el libro comentado, lo que constituye otro de sus grandes atractivos. La «mentira sincera» como base del teatro o la «falsifica- ción proamática» como oficio del actor: he aquí el núcleo de la precep- tiva de un Gassman que, recelando del papel que las ideas desempeñan en el arte, es consciente con gozo de la levitación que proporcionan las tablas del escenario, expresando a la vez su admición por esa mímesis del espíritu y del cuerpo identca- dora de los mejores actores ameri- canos. (Entre estos últimos, por cieo, destaca a Robert De Ni, en unos términos que, permítaseme el atvimiento de señallo, son muy similares a los en su día empleados en estas mismas páginas al ponderar el estilo interetativo del protago- nista de Toro Salve: «en su manera de ocultarse y despersonalizarse en un papel scribe Gassman- hay algo de prondo, de turbiamente atractivo, como la búsqueda de una distanciación de las angustias del mundo»). El libro, en suma, puede conside- rarse como otro gran ejercicio inter- pretativo de un apasionado adicto al veneno del teatro. Y si el espectá- culo -como dice Hamlet- es la trampa donde atrap la conciencia, Vittorio Gassman, que en tantas ocasiones ha conquisdo la de mu- chos espeadores con la magia de sus gestos y de su distinguida figura, vuelve ahora a raptar el sentimiento y la imaginaón de quien se adent en este brillantísimo espectáculo ti- tulo: Un gran porvenir a la es- palda. José Luis García Delgado 105 ELHEROE COTIDIANO Juan Andrade, Recuerdos personales. Ediciones del Serbal, Barcelona, 1983. a Teresa Gcía Bus, M compera hasta después de su vida de Ju Andra- de, ha recopilado vaos de los cuadeos en que éste anotaba sus vivencias más íntimas, siempre dentro de la morigeración en lenguaje y hasta en actitudes con que se escribía en los tiempos ante- riores a la Guerra de España. Uno no se imagina con cilidad la inn- cia y juventud de un líder revolucio- nario; se nos aparecen siempre bien como popes barbudos, flameantes de pasión revolucionaria; o bien calvos, como Lenin -la barbilla aún más in- cisiva que su mirada-, siempre los primeros de la clase o agitadores so- ciales desde la inncia como Gavro- che. Nada de esto nos cuenta Juan An- drade en su pequeño esbozo auto- biográfico, recogido en cuadeos en diversas circunstancias, y agavilla- dos, hoy, gracias a los eserzos de Maria Teresa y del historiador Pelai Pages. Nos devuelve, como por un túnel trastemporal, su inncia desgra- ciada (tocada por una cierta ham- bruna bohemia); desgraciada y, por supuesto, liz. Aparecen muy bien retratadas las figuras de su madre, que debía ser algo frívola, y de su tía

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LA MENTIRA

SINCERA

Vittorio Gassman, Un gran porvenir ala espalda. Ed. Planeta, Barcelona, 1983. e uanto más v1eJo, más

confuso», recitaba im­púdicamente ante la cá­mara Nicholas Ray en Elamigo americano; y, con

no menos impudicia, Vittorio Gass- · man advierte en las primeras líneas de estas memorias la creciente fragi­lidad de sus ideas y de sus impulsos: un comienzo inusual para una obra que también lo es.

Lejos de la complacencia narci­sista y de ese medio distanciamiento sólo aparentemente autodestructivo que componen los dos tonos más re­petidos en este género literario, y lejos asimismo tanto de la rigida or­denación cronología como de una deshilvanada sucesión de recuerdos, Gassman ha conseguido unas pági­nas bien originales que, con dominio de muy variados recursos literarios ( desde la narración en tercera per­sona al poema intimista, desde el género epistolar al monólogo inte­rior), transmiten un admirable se�­tido de vitalidad y de ironía creati­vas, combinando muy diferentes fragmentos de una memoria que, tan delicada como afortunadamente, elude los detalles caseros y la casuís­tica de alcoba, maldad propia de es­crupulosos e insatisfechos.

El personaje que así se decanta es ciertamente atractivo, con el mismo aura de vitalismo y frescor, de co­raje y lozanía que este comediante de raza (actor, autor y traductor de clásicos) ha sabido imprimir a mu­chas de sus interpretaciones escéni­cas y cinematográficas; con ese es­tilo inconfundible que quiere refutar el destino, más áspero que trágico, pensado por Albert Camus para el creador (el corazón que éste necesita es un corazón seco, escribió el an­gustiado autor de El mito de Sísifo).El estilo, en definitiva, de quien con ductilidad y talento -el ochenta por ciento del arte interpretativo es ta­lento, ha recordado el propio �ass­man- ha representado con igual maestria a Shakespeare y a Pirande­llo, a Kafka y a Sartre, y h� actuado ante la cámara con tanta bnllantez a las órdenes de Mario Moniccelli como de Alain Resnais, de Dino Risi como de Robert Altman, de Ettore Scola como de Paul Mazursky, en­camando con idéntico genio memo­rables caraduras de frondosa gesticu-

Los Cuadernos de la Actualidad

Vittorio Gassman.

!ación y nobles héroes de sobria ele­gancia.

Y no son pocas las reflexiones que sobre el arte de la interpretación se contienen en el libro comentado, lo que constituye otro de sus grandes atractivos. La «mentira sincera» como base del teatro o la «falsifica­ción programática» como oficio del actor: he aquí el núcleo de la precep­tiva de un Gassman que, recelando del papel que las ideas desempeñan en el arte, es consciente con gozo de la levitación que proporcionan las tablas del escenario, expresando a la vez su admiración por esa mímesis del espíritu y del cuerpo identifica­dora de los mejores actores ameri­canos. (Entre estos últimos, por cierto, destaca a Robert De Niro, en unos términos que, permítaseme el atrevimiento de señalarlo, son muy similares a los en su día empleados en estas mismas páginas al ponderar el estilo interpretativo del protago­nista de Toro Salvaje: «en su manera de ocultarse y despersonalizarse en un papel -escribe Gassman- hay algo de profundo, de turbiamente atractivo, como la búsqueda de una distanciación de las angustias del mundo»).

El libro, en suma, puede conside­rarse como otro gran ejercicio inter­pretativo de un apasionado adicto al veneno del teatro. Y si el espectá­culo -como dice Hamlet- es la trampa donde atrapar la conciencia, Vittorio Gassman, que en tantas ocasiones ha conquistado la de mu­chos espectadores con la magia de sus gestos y de su distinguida figura, vuelve ahora a raptar el sentimiento y la imaginación de quien se adent� en este brillantísimo espectáculo ti­tulado: Un gran porvenir a la es­palda.

José Luis García Delgado

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ELHEROE

COTIDIANO

Juan Andrade, Recuerdos personales.Ediciones del Serbal, Barcelona, 1983.

aria Teresa García Banus,

M compañera hasta después de su vida de Juan Andra­de, ha recopilado varios de los cuadernos en que éste

anotaba sus vivencias más íntimas, siempre dentro de la morigeración en lenguaje y hasta en actitudes con que se escribía en los tiempos ante­riores a la Guerra de España. Uno no se imagina con facilidad la infan­cia y juventud de un líder revolucio­nario; se nos aparecen siempre bien como popes barbudos, flameantes de pasión revolucionaria; o bien calvos, como Lenin -la barbilla aún más in­cisiva que su mirada-, siempre los primeros de la clase o agitadores so­ciales desde la infancia como Gavro­che.

Nada de esto nos cuenta Juan An­drade en su pequeño esbozo auto­biográfico, recogido en cuadernos en diversas circunstancias, y agavilla­dos, hoy, gracias a los esfuerzos de Maria Teresa y del historiador Pelai Pages.

Nos devuelve, como por un túnel trastemporal, su infancia desgra­ciada (tocada por una cierta ham­bruna bohemia); desgraciada y, por supuesto, feliz. Aparecen muy bien retratadas las figuras de su madre, que debía ser algo frívola, y de su tía

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Joaquín Capa. Grabados sobre

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Pancha; la cual, a pesar de sus bea­terías, llegó incluso a servir de en­lace y protección, entre los camara­das comunistas de su sobrino Juan.

Quizás la parte más entrañable del libro sea la primera: en ella cuenta cómo consiguió hacer de un rígido internado como el del Colegio de San Ildefonso, un lugar paradisíaco, si se le compara con la sórdida exis­tencia que había de compartir con su madre y su tía: estos capítulos, aña­didos a los que narran su infancia de botones -pícaro en un Madrid de pí­caros- y su entrada como funciona­rio de ínfima clase en Hacienda, nos dan una estampa muy viva del Ma­drid de principios de siglo, y de qué modo el destino marca desde el pri­mer momento de su vida a quienes han de ser rebeldes; en el caso de Andrade, que llegó a ser el más im­portante teórico comunista de Es­paña y cuya obra, de ser reimpresa, dejaría pequeños a muchos marxólo­gos, no le llegó su vocación política tan sólo por la lectura de los clásicos revolucionarios, ni porque la injusti­cia social le conmoviese. Pertenecía a esa clase social, a caballo entre el Tiers Etat y el lumpen, típica en las grandes capitales españolas y, sobre todo, en Madrid. No olvidemos que la burguesía española media tiene su «revolución pendiente». Ni siquiera lo de Franco les sirvió.

En capítulos sucesivos, Andrade nos habla -cómo no- de su forma­ción política, de su paso de un repu­blicanismo simpatizante hasta ia fundación del POUM, pasando antes por el socialismo y el comunismo staliniano.

Acabo de hacer la reseña de un libro de 147 páginas que termina con un tierno capítulo/homenaje a su tía Pancha. Pero inmediatamente des­pués, comienza otro libro: un libro a la vez humano y político donde, a través de las cartas a su compañero holandés Geers (1920-1928), desata muchos nudos de la enmarañada his­toria del PCE, desenmascara a mu­chos de los que hoy se llaman fun­dadores de un partido al que más bien han contribuido a destrozar.

La última parte del libro narra su prisión en Francia y deja percibir, en unos cuadernos escritos para no volverse loco y también para la mu­jer a quien ama y de quien no sabe ni dónde está, el sufrimiento de un hombre encarcelado por comunista junto con otros novecientos comu­nistas/ estalinistas que le hacen el va­cío más mortal y que, incluso, ayu­dados por un grupo de resistentes marxistas, se evaden de la prisión, dejando encerrados en una celda a

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Andrade, un pacifista que le hablaba y tres delincuentes juveniles.

Si esta reseña sirviera, por lo me­nos, para interesar a alguien en la vida y obra de Juan Andrade, yo me daría por satisfecho.

Eduardo Baro Ibars

DAVID NIVEN, ESCRITOR

David Niven, Vete despacio, vuelve deprisa. Argos Vergara.

En el film «Nueve horas de Rama», de Mark Robson, se comete el incalificable delito de otorgarle el pa­pel de indio (o hindú, que

tanto monta) a Robert Morley. Ante una pregunta impertinente hecha a Orson Welles por periodista español (acerca de si era tan fascista como los personajes que interpretaba ante

David Niven.

las cámaras), ese viejo liberal ameri­cano contestó con seriedad que ya en el teatro medieval había actores a quienes, por sus características, les correspondía hacer de reyes y a otros de mendigos. A David Niven, nacido en Berkshire (Escocia) en 1909, le correspondió interpretar al inglés: al inglés fino, elegante, inteli­gente, distinguido, culto, y con un

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cinismo suave, algo amortiguado por el humor. En la pantalla ofreció siempre la imagen de un sutil cos­mopolitismo. Su obra maestra acaso haya sido su encarnación de Phileas Fogg en «La vuelta al mundo en ochenta días», donde un francés en­ciclopédico imagina a un inglés tí­pico y tópico, que no podía ser otro que el escocés Niven. Parecer tan inglés llevó a Niven a ser algo más que un actor entendido a la manera tradicional, pues no interpretaba personajes sino una forma de ser, un carácter, unos gestos. Con la única excepción de una mueca que elevaba el bigote de Charles Boyer, fue el mejor actor de toda la historia del cine que interpretara gestos. Gestos medidos, pausados, de caballero, y tan profundos como corresponden a quien no solo sabe servirse el cham­pán sino que además reconoce el sa­bor y la añada.

La alta comedia realizada en Ho­llywood exigía actores elegantes, co­rrectos, cínicos, europeos, como Clifton Webb, Melvyn Douglas, Wi­lliam Powell, Ronald Colman, Louis Calhern, Adolphe Menjou, Charles Boyer, Claude Rains, Gerge San­ders, James Mason, Vincent Price; personajes que eran los antagonistas del buen muchachote de Kentucky, cuyas virtudes rústicas rebatían con la forma impecable que usaban para llevar el frac, encender el veguero o utilizar la pala del pescado, sin con­tar, naturalmente, las muchas vile­zas y traiciones de las que podían ser capaces en hora y media de pro­yección. Sin ir más lejos, Melvyn Douglas refuta brillantemente el marxismo-leninismo de Greta Garbo, en «Ninotchka», de Lubit­sch, con champán, restaurantes y alta costura. Por el tipo de persona­jes que interpretaban se les veía gente cultivada; algunos fueron es­critores en su vida privada, como Vincent Price, que es un importante crítico de arte, o como George San­ders, autor de varias novelas poli­cíacas, como «El crimen en mis ma­nos», plena de humor, o de la nota despectiva y altiva con la que se despidió del mundo.

Hubo bastantes actores cinemato­gráficos que cultivaron la literatura sin causar los estragos de Sylvester Stallone, como Peter Ustinov (a quien Bernard Shaw llegó a conside­rar como su sucesor). Orson Welles (autor, entre otros textos, de la no­vela que sirvió de base a «Mr. Arka­din» y que fue totalmente anulada por aquel bello, misterioso y olvi­dado film) o Woody Allen, quien, lo mismo que como director o actor, no

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es escritor de gran aliento aunque posea encanto. En su memorable li­bro «Groucho y yo», Groucho Marx escribe: «De sobra sé que no soy Faulkner, Hemingway, Camus o Pe­relman ... Pero todas las palabras de este engendro tortuoso y mal escrito han sido sudadas por mí». Pues hay actores que contratan a un negro para que les escriba las memorias, mientras que Groucho estaba muy ufano de los libros que escribió, y uno de sus mayores orgullos era que un cuento suyo figurase en una anto­logía de la narración breve nortea­mericana preparada por Mencken.

David Niven nos ha legado varios libros, algunos autobiográficos y otros narrativos. «Traigan los caba­llos vacíos» (que es dicho de Mi­chael Curtiz, que nunca llegó a do­minar el inglés, pidiendo caballos sin jinete para una escena de «La carga de la brigada ligera») y «A ventura de mi vida» (amorfa traducción de «The Moon is a ballon») son narraciones muy entretenidas sobre la vida y mi­lagros en Hollywood, muy superio­res a las memorias de Raoul Walsh, pongamos por caso, el cual dedica su libro a hablar de la gente impor­tante que conoce, como si fuera un García Márquez cualquiera. Niven, acaso por ser inglés, capta con mu­cha precisión la corte de los milagros hollywoodense, la cual le fascina mucho menos que al ya mentado García Márquez el palacio de la Moncloa o las palmadas en la es­palda de Pide! Castro. Niven, perso­naje importante de Hollywood y parte fundamental de su historia, habla de sí mismo y de su entorno, considerando lo uno y lo otro en sus debidas proporciones. En sus nove­las, igualmente surge Hollywood, y este escenario constituye la zona más viva de una novela tan viva como «Vete despacio, vuelve de­prisa». Acaso por ello, yo, cuando menos, prefiero la segunda parte a la primera. Fundamentalmente es un irónico relato de acción, movido y con múltiples escenarios y persona­jes. A Niven se le nota el buen oficio de narrador, demostrado no sólo en sus dos libros autobiográficos sino también en su novela anterior, «Ro­cas Escarpadas», traducida al espa­ñol hará ya más de veinte años en los populares Libros Plaza, acaso para desmentir al autor de la contra­portada de «Vete despacio, vuelve deprisa», que asegura que ésta «es su primera novela».

José Ignacio Gracia Noriega

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UNA SOLEDAD

MORAL

Soledad Puértolas, El bandido doble­

mente armado. Segunda edición, Trieste, Madrid, 1984.

Q ue rabien cuanto gusten los enragés de la «obra en sí»: los datos externos, una cronología falsa, las minucias de la bibliogra­

fía y la catalogación pueden modifi­car la significación y la fisonomía li­terarias, cambian nuestros juicios. El bandido doblemente armado recibió el Premio Sésamo en 1979 y apareció (en Legasa) en 1980. El segundo li-

bro narrativo de Soledad Puértolas -Una enfermedad moral- abrióplaza, por su parte, en la Bibliotecade Autores Españoles (de Trieste)que dirigen Andrés Trapiello y Va­lentín Zapatero. Fue el primer nú­mero de una colección en la que-con el ordinal decimocuarto- apa­rece ahora la segunda edición de Elbandido que nos ocupa. La disposi­ción, pues, de ambos libros en lacolección puede llevar fácilmente alerror cronológico. Más aún cuandoUna enfermedad moral es un volu­men de cuentos de difícil clasifica­ción para el crítico. Tiene algo deintimista (otros preferirán hablar de«voz femenina», yo no) y parte deotra cosa, algo de magia desenga­ñada; parece narrar, más que tran­ches de vie, condensaciones de vida,esos momentos en los que una vidaentera se define o se decide, momen­tos en los que la autora logra quecristalice en texto la definición deChéjov: «el fin de la ficción es lapura y absoluta verdad». Desdeluego, los cuentos estaban bien es­critos, pero se intuía un estilo muydeliberadamente desapegado que nolo era, una forma de contar malévolaque hacía sospechar que también losdiversos narradores tenían algunaenfermedad moral, un impulso de es­tar en otra parte ... En todo caso, yvolvamos al relato que nos convoca,

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Ariza Viguera, Manuel.-lntento de bi­b/iografla de la onomástica hispá­nica.

Muñiz Muñiz, M.ª de las Nieves.--1..a no­vela histórica italiana.

Pérez Priego, Miguel Angel.--EI teatro de Diego Sánchez de Badajoz.

Rozas López, Juan Manuel.-Lope de Vega y Felipe IV en el «ciclo de senec­tute».

Uzquiza González, José lgnacio.-Co­media pastoril española (S. XVI).

Viudas Camarasa, Antonio.-Dicciona­rio Extremeño.

Romano García.--EI Estado y los Filóso­fos.

Pérez Romero, Carmen.✓uan Ramón Jiménez y la poesla anglosajona.

Departamento de Historia Moderna. Universidad de Extremadura.-1/ Jor­nadas de Metodologla y Didáctica de la Historia.

Merinero, María J.-Amor, rumor y vio­lencia en Extremadura.

Rodríguez Cancho, M., y Pereira, J. L.--1..a riqueza campesina en la Ex­tremadura del Antiguo régimen.

Salvador Plans, A.-Baroja y la novela de folletín.

Sánchez Salor, E.-Sintaxis Latina. La correlación.

De Soto Carniago, J. J.-Sociedades Cooperativas. Plan de cuentas.

Rodríguez Moñino, A. (traductor: D. Juan M. Rozas).--EI Criticón

Rozas López, J. M.-Tres secretos (a vo­ces) de la literatura del 27.

Rozas López, J. M.--1..os períodos de la bibliografla literaria española.

González Pérez, F.--EI Estatuto del Ar­tista de Espectáculos.

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el lector que fuese de la Enfermedad al Bandido, según la ordenación de Trieste, creería ver un paso del inti­mismo a lo objetivo, una superación del género menor por una novela bien estructurada y narrada con pulso admirable. El lector, obvia­mente, se equivocaría. El hecho de que el camino de perfección de la escritora sea justo al revés que el habitual pasar del cuento a la novela no hace más que refrendar de nuevo la diversidad de voces de Puértolas, su variedad de registros literarios. Es también una prueba de esa lucha por la concisión que caracteriza su obra y que parece a veces destruc­ción no sólo de lo superfluo, del or­nato, sino casi de lo literario.

A visado el lector de cuál es la cronología de los libros, vayamos a lo que más importa. El bandido do­blemente armado es, sobre todo, un modelo de «atmósfera». La trama, perfectamente construida, aparece como casual, en tanto está trenzada por sucesos de los que el narrador va enterándose a través de otros personajes. El narrador y protago­nista -que es consciente de que es­cribe un libro, y a quien el propio título le es sugerido por otro perso­naje- consigue visitar otro mundo sólo para ser su testigo y su cronista, erigiéndose en la conciencia de otros, siendo, también, juez y parte y tal vez verdugo. La cosa empieza, como es deseable, en la infancia. Nuestro narrador sueña con hacerse amigo de un compañero de clase, Terry, hijo de una familia notoria por su riqueza y por su extravagan­cia. La familia se articula en torno a la Viuda o la Dama, mujer de enorme peso social que lleva su atrevimiento a casarse en segundas nupcias con el Vaquero, Dicky, y a educar a sus hijos como extranjeros. La ciudad sigue nombrando a la Dama por el apellido de su difunto y considerando a Dicky una extrava­gancia más. En el juego de persona­jes del libro, tres habrían podido ser como el narrador, pero fallaron. Ya veremos que Terry se hará malvado por aburrimiento y por cálculo, mientras Luis y Dicky, tan próximos al narrador en muchas cosas, renun­ciarán a la vida y se aniquilarán en la boda, en la esposa. Pero retomemos el hilo de la infancia. Así, pues, Te­rry es para la voz que nos guía el prestigio, lo extranjero, la indiferen­cia, lo tentador. El título del primer capítulo (es un decir) ya es bien evi­dente: «Llamando a la puerta de El Cielo». Título de resonancias bobdy­lanianas bajo el que nuestro cicerone llega a los apartamentos El Cielo,

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sube a lo más alto, al ático de los Lennox -la familia- y es definitiva­mente adoptado como el amigo de la casa: un voyeur apasionado y dis­tanciado como nosotros mismos. De­jamos sin explicar juegos tan signifi­cativos como que el narrador no dé su nombre o no parezca tener otra vida que aquella en la que se rela­ciona con la familia o que los Len­nox, a su vez, no tengan otro punto de contacto con el exterior, la reali­dad, que el narrador mismo. Los Lennox son seis, a saber: la Dama, Dicky o el Vaquero (de gafas oscu­ras y flequillo rebelde, también poeta en su juventud) y los cuatro hijos de la Dama, de mayor a menor, James, Eileen, Terry y Linda. Todos ellos marcados por la aventura y por su ausencia. Todos ellos llegarán a rendirse, a desnudarse alguna vez ante ese narrador que parece no te­ner otra vida que la que ellos supo­nen, que permanece empeñado en contarnos a los Lennox y no entre­garse, él mismo, en absoluto. Terry y el narrador son los amigos de in­fancia; son los «buscadores de oro» e inventan personajes y fantasías y se enamorarán de las chicas mayores y crecerán. Pero Terry, de repente -y los años pasan en esta novelacomo en la vida, rápidos y silencio­sos, «tan callando»-, envolverá a suamigo de otras épocas en un lío conla policía. Terry acaba detenido y elnarrador acude a su amor de adoles­cencia, Eileen, la mayor, y, espe­rando la liberación de su amigo, pasauna noche acompañado de Luigi, elmarido de Eileen, borracho impeni­tente extasiado por estrellas y faro­las. Con Luigi, el narrador montaráun estudio publicitario. Pero Luigi,entrañable personaje, intentará elsuicidio, hasta que al fin se mate de­finitivamente en otro país, reco­brando con la muerte su nombre:Luis.

La historia de todos los demás Lennox irá desfilando con similares altibajos y cortes abruptos. Tal vez salvo la Dama, a la que no acabamos de conocer, y, desde luego, el Terry posterior a su detención, tal vez

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salvo ellos, decimos, todos los Len­nox se entregarán al testigo, a la voz que narra y los ama y acusa. James, el hermano mayor, se casará con Lilí, muchacha que en tiempos Terry había rondado y que terminará en brazos de éste para volver, al cabo, con su marido. James, a su vez, mantiene aventuras intermitentes. Una de estas amantes ocasionales dará información al narrador -y al lector- en un encuentro fortuito. Y ese será el mecanismo de avance de toda la novela; como si los espacios de vida durante los que nada nuevo se sabe de los Lennox no existieran. La novela es la crónica de una mi­rada, actores y cámaras confundi­dos, la familia y el testigo se necesi­tan mutuamente. Claro está que oca­sionalmente intentan rechazar esa mutua necesidad. Así, Eileen de­clara al narrador su amor oculto, pero éste la rechaza con una cruel­dad no exenta de ridículo. Linda, la hermana pequeña, hará una confe­sión pareja. Y por ella, pura y apa­sionada, nos enteraremos de que to­dos, todos han creído en el narrador, lo han amado. Todos se han entre­gado a él (sí, tal vez incluso la Dama); Terry lo hizo, eso sí, inter­mitentemente, en virtud de una ley matemática (la que, supuestamente, da nombre al libro). Terry, que vive en un extranjero delictivo y peli­groso y para el que es imposible el regreso. Terry, dado a solucionar problemas algebraicos y que no ha sabido solucionar el que dice es la vida: si se poseen dos monedas, ¿cuál es la mejor opción para conse­guir con ambas una serie igual o se­mejante de resultados? A cara o cruz, siempre cambiando o no de elección, cambiando o no de mo­neda ... Contra lo que la novela pre­tenda, el narrador jamás jugó sus monedas. Todos los Lennox sí, se destruyen y se equivocan: viven. Nuestro guía descubre en eso que es moneda falsa, que aun si su metal es de mejor aleación, no ha sido troque­lado en el molde de los Lennox. Al final, tras la muerte de la Dama, la ciudad reconocerá la valía de un viudo respetable que, hermanado con el narrador, confiesa que aún escribe versos. Y Dicky se queda solo en el dintel de la puerta, recor­tada su silueta por la luz. Un va­quero como Wayne en la escena fi­nal de The searchers (v. e.: Centau­ros del desierto, dirigida en el '56 por -¿cómo no?- Ford). Un vaquero viejo que se aguanta, impasible, sólo con sus propias fuerzas. Por eso él y el narrador tan distintos y t:;tn igua­les. Ambos enamorados de los Len-

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nox, uno de los dos no los necesi­taba, podía vivir sin ellos.

Hora es ya de negar lo que en otras páginas se ha dicho de esta novela. Por un juego quizás no afor­tunado, la autora dio a sus protago­nistas los nombres de los de El sueño eterno. Eso, unido a la vida de Terry, ha servido de base para intentar justificar que la novela es policíaca o que, si no lo es, retoma sus procedimientos. Se ha llegado a decir que la novela se basa en el modo narrativo de la llamada serie negra ... Me parece insostenible, sin más. Porque la novela es la crónica de las relaciones de un testigo con sus héroes, que serán luego sus víc­timas y que en todo caso son su vida. No olvidemos que el narrador tiene una clara tendencia a la so­breestimación y a la maldad, al po­der ejercido sobre otros. Pequeña gran novela, ella misma es también fruto de la soledad moral del narra­dor. Terry carece de moral, James de valor, y Linda y Eileen sólo sa­ben que están enamorados... La misma soledad moral de la autora. Tan poco adicta a cenáculos litera­rios, ella también parece que escriba contra la literatura, sin concesiones retóricas, sin otras correcciones que las que proporciona la frase justa. Un tono: el de un testigo, co_mo el Vaquero, solitario, impasible y apa­sionado.

P. S. En la edición de Trieste, por otro lado cuidadísima, aun se es­cribe sistemáticamente con tilde, aun en los casos en los que no se debiera. Es lástima, especialmente en una casa que con tanto primor pone el acento en los otros aspectos.

Daniel Fernández

LOS TRABAJOS Y LOS DIAS. LAS TENTACIONES DE JUAN USLE

Galería Ciento, Barcelona. Fundación Marcelino Botín, Santander. Galería Ni­canor Piñole, Gijón.

Un día y otro día, y el contino Trabajo hace prático y despierto.

Pablo de Céspedes

Poema de la pintura.

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La trayectoria artística de Juan Uslé (Santander, 1954) ha estado siempre bajo el signo de la ten­sión y el cambio, lo que

resulta ciertamente singular en un artista que se ha formado y trabaja en la periferia: Valencia, en cuya Escuela de Bellas Artes estudió, y, desde 1979, Cantabria. Lugares am­bos de muy distinta luz y geografía, bajo cuya difereñte advocación se han desarrollado las dos últimas eta­pas de la pintura de Uslé: sensorial y luminosa la primera, que pudo verse en la galería Ruiz Castillo de Madrid y en el Museo Municipal de Bellas Artes de Santander en 1981, y en la valenciana galería Lucas en 1982; te­rrible y expresiva la segunda, cuyo punto de arranque fue la exposición en la galería Montenegro de Madrid en 1983.

El Silbo. Las tentaciones del pintor. Téc­nica mixta. 250 x 200.

¿ Cómo llegó el artista a esta úl­tima pintura, que no se explica desde puntos de partida meramente neoexpresionistas? Muy diversas experiencias jalonan su quehacer a partir de 1976, año en que presentó en Granada su primera exposición importante bajo un título, Expresio­nismo lírico, que resultaba en cierto sentido anticipador (y no «antici­pado» como aparecía en un texto por mí firmado que publicaron, pla­gado de erratas, los Cuadernos de la galería Nicanor Piñole) de esa duali­dad que ofrece en su conjunto la obra de los últimos tres años. Des­pués, una actitud verdaderamente radical le llevó a enfrentarse, pri­mero, con las circunstancias de tra­bajo que regían en la Escuela de Be­llas Artes de San Carlos de Valen­cia; luego, con temas que todavía eran tabú, como el sexo o el milita-

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REVISTA DE HECHOS E IDEAS

Editada por la Fundación Pablo Iglesias.

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rismo, lo que no dejó de acarrearle graves problemas. El artista utili­zaba por entonces medios que des­bordaban, con mucho, la noción de pintura: happenings, acciones artís­ticas, o fotomontajes. La participa­ción, en 1979, en las Jornadas de Poesía Visual en el Museo de Bellas Artes de Santander, y la preparación de la muestra Contexto en el mismo lugar durante 1980, en compañía de Victoria Civera y Joaquín Martínez Cano, suponen la culminación de esta etapa. Contexto tuvo una signi­ficación especialísima, porque fue la primera muestra de arte ecológico que se realizó en CanJabria. En ella llegaba a su máximo desarrollo esa cierta tendencia de cariz conceptual que estaba presente por entonces en el arte de Uslé, pero la apoyatura plástica y pictórica de la muestra era también considerable. Ya en 1979, antes de Contexto, había presentado el pintor en la galería Joaquín Mir, de Palma de Mallorca, una abstrac­ción cromática muy sobria, que par­tía de la superposición en franjas tí­pica de Rothko. Este año y el si­guiente transcurren en ejercicios de pintura superficie, que valoraban siempre la pincelada, factor indivi­dual por excelencia, frente a la obje­tiva uniformidad del campo de color.

Es en 1980 cuando su pintura ad­quiere esa condición luminosa que va a exhibir en los dos años siguien­tes, acompañada de una preocupa­ción muy francesa por lo construc­tivo, con frecuentes recursos a los motivos del arco, la palmera o el emparrado, desprovistos de cual­quier sentido naturalista. Pues aun­que se denominasen al principio pai­sajes sensoriales, la referencia a ta­les motivos era sólo ocasión de de­sarrollar un brillante ejercicio de co­lor y composición que, sin embargo, acabó pareciendo excesivamente pe­ligroso al pintor. Ya en su envío a la muestra Veintiséis pintores, trece críticos, en 1982, podía verse la diso­lución del antiguo esquema rectangu­lar para dar paso a una nueva orga­nización que enfatizaba, progresi­vamente, un elemento central ro­deado de dos laterales. Aunque los colores seguían siendo luminosos aparecía el negro, y a los anteriores acrílicos había sustituido ahora una técnica mixta de mayor densidad.

En ese esquema tripartito los co­lores oscuros aparecen en el centro (Ergo o amor), lugar en el que, pre­cisamente, comienzan a esbozarse indicios de figuras, cada vez con mayor presencia. De esta manera, la posición central que ocupa la figura, típica en los neoexpresionismos, de-

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Rojo Marrok. Técnica mixta. 250 x 200.

riva aquí de una composición abs­tracta previa en la labor del artista, y no de un principio extemporáneo bruscamente impuesto. Es así cómo, de una manera gradual cuyos jalones han sido las exposiciones de Monte­negro, el III Salón de los 16 y éstas que ahora se comentan, la figura ha ido obteniendo una presencia emi­nente, agigantándose hasta compri­mirse contra los límites rectangula­res de la tela. Desaparecida la flui­dez liviana de la antigua pincelada, es ahora la brocha la que en movi­mientos de corto pero repetido reco­rrido, va estructurando en trazos pa­ralelos, anchos y apretados, los muy construidos cuerpos, cuya torva os­curidad vibra, tachonada por algu­nos toques oro y plata. Reserva para el fondo añiles y rojizos en una bri­llante trasposición de la suntuosidad de la pintura veneciana.

Acaso no sea éste un símil vano. Parecía que la luminosa sensoriali­dad característica de su anterior ma­nera había quedado desterrada de su pintura, y, en efecto, se hacía ésta cada vez más bronca y concentrada. Pero, por una parte, la atención al paisaje no distingue sólo a esa ver­tiente nórdico-expresionista en que parece estar esta pintura; también los paisajistas del norte de Italia, y entre ellos los venecianos, se sintie­ron fascinados por la naturaleza. Y por otra parte, recogían éstos, ade­más, las sugestiones de una atmós­fera oriental marcadamente colo­rista. Por eso cuando vemos obras de Uslé como Café moro o Rojo ma­rrok, cuyo sabor oriental ya ha des­tacado Aurora García, pensamos en las experiencias de Tintoretto y, a su través, de Delacroix.

Pero nada más lejos de la pintura de Uslé que las interpretaciones del pasado. La vida, su propia vida, le

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atrae mucho más como motivo, y es seguramente el desencadenante de una pintura indisolublemente ligada a ella. De ahí que Los trabajos y los días sean, más que una galeria de personajes en un paisaje, una espe­cie de gigantesco diario de un pintor. Las figuras representadas son, así, los seres del entorno próximo al pin­tor, pero, desprovistas de sus rasgos individuales, se convierten en una suerte de arquetipos. Su condición emblemática viene, en efecto, sub­rayada, por la aparición de una le­yenda-título en la parte superior de la composición. Y aunque los textos indican que se trata de simples títu­los en lugar de divisas, la actitud de las figuras representadas, tiene, a no dudar, algo de emblemático. La re­lación con el título, incorporado con un sentido muy pictórico como ya ocurria en algún cuadro de Victoria Civera en la exposición del Museo de Bellas Artes de Santander en 1983, otorga así a las figuras otro carácter: el de ser figuras verdade­ramente pintadas. Y al asumir ple­namente ese plano pictórico adquie­ren una fuerza que lo sobrepasa, lo que es sólo posible porque en Los trabajos y los días la pintura se ha convertido en laboriosa tentación; dura tarea que llena el tiempo del artista.

Javier Barón

LA NOVELA

NOTARIAL

Fernando Sánchez Dragó, E/dorado.

Barcelona, Planeta, 1984.

si fuera ésta una cultura presidida por el principio de pertinencia, podriamos pensar que la arbitrarie­dad, generada por la falta

de criterio, de que hace gala la cri­tica en este país, es simplemente fruto del apelmazamiento de para­digmas lingüístico-literarios que en pocos años fueron acumulándose, tanto en los cenáculos literarios como en las tarimas profesorales, como consecuencia de la masiva en­trada de corrientes extranjeras que caracterizó a la etapa de la «Pre­transición» .

Prueba inequívoca de que la perti­nencia (y su correlato, la tolerancia, en el más carnapiano de sus senti­dos) resulta del todo ajena a nues­tros modos mentales es que, después del amplio reinado de la critica mar-

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xista, del breve pero muy intenso imperio del estructuralismo, de la larvada pero fuerte influencia de la glosemática, y de algunos breves y bienintencionados intentos de critica psicoanalítica y «telqueliana», ni el más ecléctico rastro de todo esto queda en la crítica hoy presente en periódicos y revistas.

Y no se hable de «posmoderni­dad» como forma de nombrar tan asombroso caso de doncellez histó­rica (en este sentido hablaba Waldo Frank de la «virgen España»), por­que los mismos criticos que hoy jus­tifican al albur de las deudas amica­les, las vigilias nocturnas o las resa­cas mañaneras lo que su espacio pe­riodístico o literario les permite, son los mismos que anteayer se acogían a cualquiera de las sectas antes cita­das. Y, como no todo ha de ser mala voluntad, falsía y conchabamiento, ocurre en tal situación que, cuando el poder o las obligaciones no se im­ponen, lo que aparece es una especie de patética ingenuidad critica, que ensalza como nuevos los más cadu­cos recursos estilísticos, o como apasionantes los temas más obsole­tos, tratados del modo más lerdo: la estupidez juzgadora resulta ser así el complemento ideal del poder des­nudo, y la inercia crítica favorece a ambos, al descomponer por igual aquellos dos puntales del juicio lite­rario que, según el doctor Johnson, son el «ingenio» (wit) o la innova­ción.

A falta de ellos, se destacan la simpatía personal del autor, o viejos servicios prestados a la actual situa­ción cultural (no muy buenos, si en verdad fueron eficaces, para llegar a donde hemos llegado), o su conexión aparente (subrayada a veces ya en la solapa) con algún fugaz modismo ex­tranjero recién prendido aquí. Y, ante lo inclasificable o peligroso el critico se mantiene al pairo en es-

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pera de que la aruspicina de las en­trañas del público (cuya impolutez o negra bilis suelen inducirse de ma­nera artificial, mediante descarados remaches publicitarios) le diga si tiene que mostrarse a favor o en contra.

Víctima, y beneficiario a un tiempo, de semejante situación es Femando Sánchez Dragó, quien merced a una arrolladora campaña de simpatía personal, aliada con las múltiples deudas atesoradas desde su posición de crítico televisivo, con complicidades y ternezas de viejas épocas de lucha revividas al amor del retomo democrático, y suertu­damente confluyendo con el mo­mento privilegiado en que la recupe­ración del pasado debía de hacerse de manera mágica, ya que racional­mente no había manera, consiguió colar el más prolijo, desmadejado y confuso libro sobre la historia de España que probablemente se haya escrito nunca (hasta Olagüe resulta metódico a su lado): primero como un ensayo riguroso, luego como una historia esoterizante, más tarde como un ejercicio de estilo, aún des­pués como un libro de viajes ucró­nico, y finalmente (despojado ya el libro de citas y notas, para su edi­ción popular), como una novela.

Los criticos, con la fe del carbo­nero que los caracteriza, fueron si­guiendo al autor por cada una de estas estaciones, estrechamente re­troalimentados por el público, mien­tras el libro, a fuerza de metamorfo­searse interpretativamente, acabó adquiriendo una consistencia inma­terial y trascendente, formalmente consagrada ahora, con su reciente elevación al empíreo de la «intertex­tualidad» por el sumo sacerdote de la prepotencia crítica nacional, el ponderadísimo Rafael Conte.

En alas del favor del público y la

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crítica, Sánchez Dragó podía ha­berse echado a dormir sobre los lau­reles para el resto de sus días, como la Probst Salomon recordaba en Vuelos cortos que puede hacer cual­quier consagrado escritor hispánico, mientras los americanos tienen que partirse el pecho libro tras libro, para sólo lograr con cada uno aque­llos famosos cinco minutos de éxito de que Andy Warhol hablaba. Pero, en el caso de que tratamos, la meta­morfosis pública de la obra había disparado un paralelo proceso meta­nóico en el escritor, tan arquetípi­camente adaptado al modelo canó­nico de los «intelectuales bonitos» de Amando de Miguel, que pudiera considerarse una confirmación expe­rimental del mismo: las presentacio­nes del libro acabaron por sustituir al libro mismo, al tiempo que se convertían en una mezcla de exhibi­ción narcisista, sesión de divulga­ción esotérica sin celador y guía de «trekking» para mesa-camilla. El paso a la política no se hizo esperar, aunque fuera por el desvío de las ponencias culturales de partidos re­formistas y las fundaciones trasideo­lógicas. Y para que no faltara el to­que bananero y nerudiano, también una experiencia diplomática, nada menos que a los pies del Kiliman­jaro, desde donde nuestro autor, nuevo Hemingway, envió un artículo plagado de trémolos coloniales, al tiempo que iniciaba una experiencia novelística formal, sólo impedido por las manadas de monos que, ju­guetónamente, se dedicaban a ro­barle las cuartillas.

La novela, seña de identidad su­prema del papanatismo cultural de un país ayuno de pensamiento rigu­roso, cuando se la convierte en gé­nero supremo de la expresión litera­ria, era el natural puerto de arribada de Sánchez Dragó como escritor: en

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ella podía vertir directamente todo el narcisismo cotidiano que en Gárgo­ris sólo esquinada e interpretativa­mente (desde fuera y en las presen­taciones) había logrado introducir. Con ella, además, culminaba su ca­rrera de succesful writer hispano, que necesariamente pasa (esto no lo subrayó suficientemente Amando de Miguel) por acabar en novelista.

Pero la enemiga de los monos, verdadera moira africana para quie­nes se empeñan en remedar a Con­rad y a Hemingway, se mostró tan feroz con nuestro novelista en cier­nes que, a su vuelta de Nairobi, sólo pudo presentar a sus expectantes se­guidores, desde las acogedoras pági­nas de Disidencias, un avance auto­biográfico tan enmarañadamente mal escrito, que más parecía la trasposi­ción mimética de una jungla que apenas había hollado, que una pro­yección de las archisabidas y archi­repetidas hazañas erótico-culturales de nuestro héroe.

La simple y vulgar comparación de esta muestra de su actual hacer literario con la ingenua tersura es­cribana que evidencia E/dorado hu­biera bastado, en cualquier país im­buido de aquel «sentido común» de la crítica preconizado por N abokov, para ver, no sólo que allí había un hecho anómalo que el crítico debiera explicar, sino también que, esta vez, el señuelo con que «tricky» Dragó había querido despistar a la masa lectora y a sus guías sobre el carác­ter de carnaza dilatoria de la novela -a saber, que en verdad la había es­crito en el 56, y para ello había le­vantado la pertinente acta notarial­era esta vez cierto, y además cer­tero.

Los más feroces críticos (Alejan­dro Montero, p.e.) se arrojaron tras la zanahoria de la notaría, como si no estuviera suficientemente claro que quien no ha logrado economizar medios a lo largo de los años, no puede dar marcha atrás del fárrago a la simpleza. Otros, más cautos, pon­tificaron sobre el «reinado de lo ad­jetivo», como si no hubiera que ver más bien una sustancia primordial, maleada por ulteriores adherencias perniciosas, en las ingenuas aventu­ras y ramplonas reflexiones que pueblan E/dorado. Los más, añoran­tes y cómplices, sacaron de su pro­pio baúl de los recuerdos la crucial fecha del 56, y hablaron de un «ber­zorrealismo atípico», sin duda para demostrar -involuntaria pero feha­cientemente- la poca importancia que entre nosotros se otorga a la forma del contenido: que no es, ni la buena ortografía a lo «Miranda Po-

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<ladera», ni el suzhet desnudo que decían los formalistas rusos.

Yo, modestamente, querría cerrar estas reflexiones, prolijas tanto por elección propia como por homología con el objeto tratado, con una hipó­tesis ligeramente psicoanalítica des­plegada en tres puntos: 1) E/dorado es el paleograma de lo que cada uno de los berzorrealistas hubiera podido escribir, de tener un superyó político tan frágil como el de Sánchez Dragó; 2) es la radiografía, revelada graciasa la metástasis verborréica que haacabado por bloquear la escritura deSánchez Dragó, de lo que constituyesu verdadera competencia literaria,esto es: lo que Sánchez Dragó hu­biera podido escribir -y publicar-,de no haberse sentido acomplejadopor la prepotencia político-literariade los Ferlosio y los Tamames, y deno haberse sentido obligado a indi­gestarse de esoterismo para encon­trar su lugar tardíamente; y 3) es lademostración epigenética de la ro­tundidad inmutable de nuestra gene­ración, y del carácter reiterativo denuestra cultura: quienes la recono-

cen atípica con relación a lo que pudo ser, no son ya quienes se ima­ginaron que llegarían a ser; quienes la leen sin haber vivido las circuns­tancias que la engendraron, la acep­tan o rechazaq por quien Sánchez Dragó es hoy, y no por lo que la novela es en sí; y quien la escribió, y hoy la revive, lo hace con la inten­ción de- sobrevivirse, pretendiendo repetir en la estructura lo que la dia­crqnía de los hechos ya no le per­mite.

De ahí el carácter modélico de E/­dorado, que nadie le ha reconocido. De ahí el fulgor y miseria de Sán­chez Dragó.

Alberto Cardín