la mentira

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LA MENTIRA Traductor: Ramiro Flórez, OSA Revisión: Domingo Natal, OSA CAPÍTULO I INTRODUCCIÓN 1. La mentira es un gran problema que, con frecuencia, nos inquieta en nuestro quehacer cotidiano, porque tal vez denunciemos, temerariamente, como mentira lo que no es mentira, o pensemos que, a veces, se puede mentir con una mentira honesta, oficiosa o misericordiosa. Esta cuestión la trataremos con sumo cuidado, de modo que busquemos con los que buscan, por si encontramos algo, sin afirmar nada temerariamente, como al lector atento le indicará, claramente, la misma exposición del asunto. El tema es muy oscuro y, con frecuencia, elude la atención del investigador con sinuosos zigzagueos, de modo que parece que se escapa de las manos lo que ya se había encontrado y después aparece de nuevo para esconderse otra vez. Pero, sin embargo, al fin, la certera investigación podrá sustanciar nuestra opinión. Si en ella hay algún error, la verdad nos libra de todos los errores del mismo modo que la falsedad nos conduce a todos. Pero nunca pienso que se puede errar del todo cuando se yerra con un amor total a la verdad y un rechazo total de la falsedad. Los que juzgan con severidad dicen que esto es excesivo, pero la misma verdad tal vez nos diga que aún no es suficiente. De todos modos, tú, ¡o lector!, no corrijas nada hasta que lo hayas leído todo, y así corregirás menos. Ni quieras buscar la elegancia, pues he trabajado mucho las cuestiones, y, con las prisas de resolver pronto un tema tan necesario en la vida cotidiana, ha sido muy ligera o casi nula la lima de las palabras. PRIMERA PARTE Naturaleza y malicia de la mentira CAPÍTULO II LAS BROMAS NO SON MENTIRAS 2. Exceptuemos, desde luego, las bromas que nunca se han considerado mentiras, pues tienen un claro significado, por la manera de hablar y la actitud del que bromea, sin ánimo de engañar, aunque no diga cosas verdaderas. Otra cuestión, que ahora no vamos a resolver, es si las almas perfectas pueden usar estos donaires. Exceptuadas, pues, las chanzas, vamos a tratar, primero, de que no se debe pensar que miente el que no miente. CAPÍTULO III QES LA MENTIRA

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LA MENTIRA

Traductor: Ramiro Flórez, OSA

Revisión: Domingo Natal, OSA

CAPÍTULO I

INTRODUCCIÓN

1. La mentira es un gran problema que, con frecuencia, nos inquieta en nuestro quehacer cotidiano, porque tal vez denunciemos, temerariamente, como mentira lo que no es mentira, o pensemos que, a veces, se puede mentir con una mentira honesta, oficiosa o misericordiosa. Esta cuestión la trataremos con sumo cuidado, de modo que busquemos con los que buscan, por si encontramos algo, sin afirmar nada temerariamente, como al lector atento le indicará, claramente, la misma exposición del asunto. El tema es muy oscuro y, con frecuencia, elude la atención del investigador con sinuosos zigzagueos, de modo que parece que se escapa de las manos lo que ya se había encontrado y después aparece de nuevo para esconderse otra vez. Pero, sin embargo, al fin, la certera investigación podrá sustanciar nuestra opinión. Si en ella hay algún error, la verdad nos libra de todos los errores del mismo modo que la falsedad nos conduce a todos. Pero nunca pienso que se puede errar del todo cuando se yerra con un amor total a la verdad y un rechazo total de la falsedad. Los que juzgan con severidad dicen que esto es excesivo, pero la misma verdad tal vez nos diga que aún no es suficiente.

De todos modos, tú, ¡o lector!, no corrijas nada hasta que lo hayas leído todo, y así corregirás menos. Ni quieras buscar la elegancia, pues he trabajado mucho las cuestiones, y, con las prisas de resolver pronto un tema tan necesario en la vida cotidiana, ha sido muy ligera o casi nula la lima de las palabras.

PRIMERA PARTE

Naturaleza y malicia de la mentira

CAPÍTULO II

LAS BROMAS NO SON MENTIRAS

2. Exceptuemos, desde luego, las bromas que nunca se han considerado mentiras, pues tienen un claro significado, por la manera de hablar y la actitud del que bromea, sin ánimo de engañar, aunque no diga cosas verdaderas. Otra cuestión, que ahora no vamos a resolver, es si las almas perfectas pueden usar estos donaires. Exceptuadas, pues, las chanzas, vamos a tratar, primero, de que no se debe pensar que miente el que no miente.

CAPÍTULO III

QUÉ ES LA MENTIRA

3. Para eso tenemos que ver qué es la mentira. No todo el que dice algo falso miente, si cree u opina que lo que dice es verdad. Pero entre creer y opinar hay esta diferencia: el que cree, siente que, a veces, no sabe lo que cree, aunque no dude en absoluto de ello si lo cree con firmeza, mientras que el que opina cree saber lo que realmente ignora.

Quien expresa lo que cree o piensa interiormente, aunque eso sea un error, no miente. Cree que es así lo que dice, y, llevado por esa creencia, lo expresa como lo siente. Sin embargo, no

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quedará inmune de falta, aunque no mienta, si cree lo que no debiera creer o piensa que conoce lo que, en realidad, ignora, aunque fuese la verdad, pues cree conocer lo que desconoce.

Por tanto, miente el que tiene una cosa en la mente y expresa otra distinta con palabras u otros signos. Por eso, se dice que el mentiroso tiene un corazón doble, es decir, un doble pensamiento: uno el que sabe u opina que es verdad y se calla, y otro el que dice pensando o sabiendo que es falso. Por eso, se puede decir algo falso sin mentir, si se piensa que algo es como se dice aunque, en realidad, no sea así. Y se puede decir la verdad, mintiendo, si se piensa que algo es falso y se quiere hacer pasar por verdadero, aunque, de hecho, lo sea. Al veraz y al mentiroso no hay que juzgarles por la verdad o falsedad de las cosas en sí mismas, sino por la intención de su opinión. Se puede decir que yerra o que es temerario el que afirma algo falso, si piensa que es verdadero, pero no se le puede llamar mentiroso, porque no tiene un corazón doble en lo que dice, ni desea tampoco engañar, sino que se engaña él mismo. El pecado del mentiroso está en su deseo intencionado de engañar, bien sea que nos engañe porque le creemos, cuando dice una cosa falsa, o bien no nos engañe porque no le creemos, o porque resulta ser verdad lo que nos dice, pensando que no lo es, con intención de engañarnos. Y aunque, entonces, le creemos, tampoco nos engaña, aunque quisiera engañar, a no ser en la medida en que nos hace creer que sabe y piensa lo que dice.

4. Pero aún se puede preguntar, para mayor sutileza, si, cuando falta la voluntad de engañar, no hay mentira en absoluto.

CAPÍTULO IV

NUNCA ES LÍCITO NI PROVECHOSO MENTIR

¿Qué ocurre si alguien dice una cosa falsa, que él mismo piensa que es falsa, pero hace esto porque juzga que no se le creerá, y quiere, de esa manera, quitarse de en medio a su interlocutor, del que sabe que no le va a creer? Si mentir es decir una cosa distinta de lo que se sabe o piensa, este hombre, por el deseo de no engañar, miente, pero si mentir es decir algo con intención de engañar, este hombre no miente, pues dice una cosa falsa aunque sepa o piense que es falsa, para que aquel al que habla no creyéndole no se engañe, pues sabe u opina que el otro le creerá. Y como se ve que esto puede ocurrir, que alguien diga algo falso para no engañar al que le habla, aún cabe una postura inversa, que alguien diga la verdad para poder engañar.

El que dice la verdad, porque piensa que no le van a creer, dice la verdad, precisamente, para eso, para engañar. Pues sabe o piensa que, precisamente, porque él lo dice, se ha de juzgar como falso lo que dice. Por tanto, como dice la verdad para que se juzgue falsa, por eso dice la verdad para engañar.

Se puede, pues, preguntar quién es el que, realmente, miente: si aquel que dice algo falso para no engañar o el que dice la verdad para engañar, cuando uno sabe o piensa decir algo falso y el otro sabe o juzga que dice la verdad. Ya hemos dicho que el que no sabe que es falso lo que dice, no miente, si cree que dice la verdad; más bien miente el que dice algo verdadero cuando, incluso, piensa que es falso, pues a los dos los hemos de juzgar por sus intenciones.

Así pues, no es una cuestión fácil la que se plantea partir de esos dos casos de que hablamos: el del que sabe o piensa que dice una cosa falsa, y así pretende no engañar, por ejemplo, si uno sabe que un camino está asediado de ladrones y teme que vaya por allí una persona cuya salvación le preocupa, y aquel a quien se lo dice, sabe, por otra parte, que no le va a creer si le dice que en ese camino hay ladrones, y, para que no vaya por allí, se determina a decir que allí no hay ladrones, con el fin de apartarle de ese camino. El otro creerá que hay ladrones, puesto que ha decidido no creer al que dijo que no los había, pues le juzga mentiroso. Pero hay otro caso, que es el del que sabiendo o creyendo que es verdad lo que dice, lo dice para engañar. Por ejemplo, si un hombre, que sabe que no le creerán, dice que en ese camino los ladrones están en un lugar, donde efectivamente sabe que están, pero lo dice para que el otro vaya más confiado y caiga en manos de los ladrones mientras piensa que es falso lo que le han dicho. Ahora bien: ¿cuál de los dos ha mentido: el que decidió decir algo falso para no engañar, o el que eligió decir la verdad para engañar? ¿El que al decir algo falso hizo seguir al otro el camino

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verdadero, o este que dijo la verdad pero hizo que el otro siguiese un camino falso? ¿O acaso ambos mintieron, uno por decir algo falso, el otro porque quiso engañar? ¿O, más bien, no mintió ninguno, uno porque no deseaba engañar, y el otro porque deseaba decir la verdad?

Ahora, no se trata de saber quién de los dos pecó sino de quién ha mentido. En principio, parece que pecaría el que al decir la verdad hizo que el hombre cayese en manos de los ladrones, y que no pecaría el que hizo el bien, o sea, el que al decir algo falso hizo que el hombre evitase caer en la ruina. Pero estos ejemplos pueden trocarse, de suerte que aquel que no quiso engañar pretendiera, con eso, hacerle una desgracia más grave, pues, a muchos, conocer ciertas verdades les ha llevado a la ruina, ya que se trataba de cosas que se les debían haber ocultado. Y que aquel que quiso engañarle pretendiera, con eso, hacer algo útil, pues algunos se hubieran suicidado si hubiesen conocido ciertas desgracias que sufrieron sus seres queridos. No obstante, por no saber la verdad, se abstuvieron de hacer eso, y, así, les favoreció el error como a los otros les dañó el conocer la verdad. No se trata aquí, por tanto, de con qué ánimo, de cuidar o de dañar, dijo éste la falsedad para engañar o el otro la verdad para engañar, sino que nos interesa investigar lo que atañe a la verdad y a la falsedad, y se pregunta cuál de los dos, o los dos o ninguno de los dos ha mentido, independientemente de los beneficios o daños de los que hemos hablado.

Si la mentira consiste en la voluntad de afirmar una cosa falsa, más bien mintió el que quiso decir algo falso, y de hecho lo dijo, aunque fuera para no engañar, pero si la mentira consiste en afirmar algo con voluntad de engañar, no mintió éste, sino el que dijo la verdad con intención de engañar. Y si la mentira consiste en decir algo para inducir a error, ambos a dos han mentido. El primero porque quiso afirmar algo falso, y el segundo porque con su verdad quiso hacer creer algo falso. Y si, por fin, la mentira es decir una cosa falsa con deseo de engañar, entonces ninguno de los dos mintió. Porque el uno dijo una cosa falsa para persuadir la verdad, y el otro dijo algo verdadero para inducir al error.

Estaremos, pues, muy lejos de toda temeridad y de toda mentira si, cuando es necesario hablar, afirmamos sencillamente lo que sabemos es verdadero y digno de ser creído y deseamos persuadir de lo que hemos dicho. Mas, cuando decimos lo innecesario, o tomamos lo falso por verdadero, o damos por conocido lo que nos es desconocido, o creemos lo que no se debe creer, pero, sin embargo, no intentamos convencer sino de lo que hemos afirmado, no estaremos exentos de la temeridad del error, pero aquí no hay mentira alguna. Evitaremos todo riesgo de mentira si con entera conciencia decimos lo que sabemos u opinamos o creemos que es verdad y procuramos convencer solo de lo que hemos dicho.

5. Otra cuestión mucho más importante y necesaria es saber si, alguna vez, puede ser útil la mentira. Se puede dudar, pues, si miente el que no tiene voluntad de engañar, o el que hace eso para no engañar a aquel a quien dice algo, aunque quiera decir algo falso, porque eso lo quiso para persuadirle de algo verdadero, o si miente el que dice la verdad con el deseo de engañar. Pero nadie puede dudar de que miente el que libremente dice una cosa falsa con intención de engañar. Por tanto, decir una cosa falsa con intención de engañar es una mentira manifiesta. Pero otra cuestión es si solo esto es mentira.

CAPÍTULO V

VENTAJAS Y DESVENTAJAS DE LA MENTIRA.SIMULACIÓN DE PEDRO Y LIBERTAD DE PABLO

De momento, investiguemos esta clase de mentira en la que todos están de acuerdo. Veamos si alguna vez puede ser provechoso decir una cosa falsa con voluntad de engañar. Porque los que piensan esto, presentan testimonios para probar su teoría: recuerdan que Sara, después de reírse, negó a los ángeles que se hubiera reído 1; que Jacob, preguntado por su padre, respondió que era Esaú, su primogénito 2; que las comadronas egipcias mintieron, con la aprobación y con el favor de Dios, para salvar de la muerte a los hebreos recién nacidos 3. Y, eligiendo otros muchos ejemplos, citan los embustes de aquellos hombres cuya conducta nadie se atrevería a vituperar, y así se debería confesar que, en ocasiones, la mentira no solo no es digna de reprensión, sino que incluso podría ser digna de alabanza. Y añaden, para apremiar a asentir, no

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solo a los versados en los Libros divinos, sino también a todos los hombres de sentido común: Si alguien recurriese a ti para que con una mentira lo libraras de la muerte, ¿acaso no mentirías? Si un enfermo te preguntara algo que no le conviene saber, y que además se agravaría si tú no le respondes nada, ¿osarías decir la verdad para ocasionarle la ruina o callarías antes que socorrer su salud con una honesta y misericordiosa mentira?

Con esta y otras copiosísimas razones pretenden apremiarnos a que mintamos cuando lo exija el bien del prójimo.

6. Por el contrario, aquellos que están de acuerdo en que nunca se debe mentir argumentan con más fuerza, valiéndose, en primer lugar, de la autoridad divina, pues en el Decálogo está escrito: No dirás falso testimonio 4. De este modo se reprueba toda mentira, pues todo el que dice algo, da testimonio de su intención. Pero si alguno pretende que no se puede llamar falso testimonio a toda mentira, ¿qué podrá oponer a lo que está escrito: La boca que miente mata el alma? 5.Y para que nadie piense que se han de exceptuar algunos tipos de mentiras, leemos en otro lugar: Destruirás a todos los que dicen mentiras 6. Por eso, el mismo Señor, con sus propias palabras, dice: Sea en tu boca sí, sí, o no, no, que lo que exceda a esto, del malo proviene 7. Y también el Apóstol, cuando nos manda despojarnos del hombre viejo, por el que se significan todos los pecados, cita como consecuencia, en primer lugar: Por lo cual, renunciando a toda mentira, hablad la verdad 8.

7. Y dicen que no les asustan los ejemplos de mentiras sacados de los libros del Antiguo Testamento, donde todo lo que se nos narra como ocurrido se puede entender en sentido figurado, aunque aconteciera en realidad. Pero lo que es o se dice en sentido figurado no puede llamarse mentira, pues todo cuanto se dice se ha de referir a aquello que dice. Ahora bien, el sentido de lo que se hace o se dice figuradamente, hay que entenderlo según lo que significa para aquellos para los que se ha dicho. Por lo cual hay que creer que todo lo que está escrito que dijeron o hicieron aquellos hombres, que en los tiempos proféticos gozaron de gran autoridad, lo hicieron y dijeron en sentido profético. Como tampoco deja de tener sentido profético todo lo que les aconteció, de modo que el mismo Espíritu profético ordenó que se conservara en la tradición o se consignara en libros sagrados. En cuanto a las comadronas, que dijeron una cosa por otra al Faraón, no se puede decir que fueran guiadas por el Espíritu profético para significar una verdad futura, pero algo debió de significar, aun sin saberlo ellas, lo que hicieron, cuando se dice que Dios, en cierto modo, las aprobó y remuneró.

El que suele mentir para hacer daño ya ha progresado mucho si miente para hacer bien. Pero una cosa es lo que es de alabar en sí mismo y otra lo que se alaba en comparación con otra cosa peor. Pues nos felicitamos de un modo cuando una persona está sana y de otro cuando mejora una enferma. Porque también en las mismas Escrituras se dice que se justifica incluso a Sodoma en comparación con los crímenes del pueblo de Israel 9. Y, según esta norma, explican todas las mentiras que se citan del Antiguo Testamento. No encuentran que sean reprensibles o que se puedan censurar, dado que no son, en modo alguno, mentiras, ya sea por el contenido simbólico de su significación o por su sentido profético o por la esperanza de su corrección futura.

8. Por esta razón, en los libros del Nuevo Testamento, si exceptuamos las expresiones alegóricas del Señor, no se puede presentar nada, tanto en lo que toca a los dichos y hechos como a la vida y costumbres de los santos, que provoque a la simulación de la mentira. Porque la simulación de Pedro y Bernabé no solamente se cita, sino que se reprende y corrige 10. Tampoco el apóstol Pablo usó de esta simulación, como piensan algunos, ni cuando circuncidó a Timoteo 11 ni cuando celebró algunos misterios, según el rito judío, sino que usó de la libertad de opinión que él había predicado: que ni la circuncisión era útil a los gentiles ni nociva para los judíos. Por lo que pensó que ni se debía ligar a aquéllos a la costumbre judía ni apartar a éstos de las tradiciones de sus antepasados. De ahí estas palabras suyas: ¿Ha sido llamado alguno circunciso? Que no aduzca el prepucio. ¿Uno ha sido llamado con prepucio? Que no se circuncide. La circuncisión no es nada ni el prepucio es nada, sino la observancia de los mandamientos de Dios. Que cada uno se mantenga en el estado en que fue llamado por Dios 12. ¿Cómo se puede aducir el prepucio que ha sido cortado? Pero el Apóstol dice: que no lo aduzca, que no viva como si no estuviera circuncidado, es decir, que no tape de nuevo aquella parte que ha circuncidado como si hubiera dejado de ser judío. Pues como dijo en otro lugar: tu

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circuncisión se hizo prepucio 13. Y esto no lo dijo el Apóstol para obligar a los gentiles a que no se circuncidaran ni para que los judíos se mantuvieran en la costumbre de sus padres, sino para que nadie se viera obligado a pasar a la otra parte y cada uno tuviera posibilidad de seguir su propia costumbre de grado y no a la fuerza. No prohibiría el Apóstol a un judío apartarse de sus observancias si él lo deseaba y no había lugar a escándalo. Si alguna vez dio el consejo de permanecer en ellas fue para que los judíos no se turbaran con problemas secundarios y se olvidaran de lo necesario para la salvación. Tampoco hubiese prohibido a ningún gentil circuncidarse si él hubiese querido hacerlo, para mostrar que no rechazaba como nociva la circuncisión, sino que la consideraba indiferente, como un sello cuya utilidad ya se había desvanecido con el tiempo, pues aunque no se podía ya esperar de ella salvación alguna, tampoco se debía temer pérdida alguna. Y, por eso, Timoteo, que fue llamado a la fe desde la gentilidad, sin embargo fue circuncidado por el Apóstol, porque había nacido de madre judía y debía mostrar a sus familiares, para ganarlos a la fe, que no había aprendido en la doctrina cristiana a despreciar los ritos de la antigua ley 14. De este modo se demostraba a los judíos que si los gentiles no los practicaban no era porque fueran malos o hubieran sido observados funestamente por sus padres, sino porque ya no eran necesarios para la salvación, después de la venida del gran misterio, del que toda la Vieja Escritura, a lo largo de los siglos, había estado grávida con proféticas significaciones.

También hubiera circuncidado a Tito, como le urgían los judíos, si no se hubieran entrometido falsos hermanos, que lo querían hacer para confirmar lo que habían propalado del mismo Pablo como si hubiera cedido a su verdad y hubiera predicado que la esperanza de salvación evangélica estaba en la circuncisión de la carne y otras observancias de ese tenor, e incluso sostenían enérgicamente que, sin ellas, Cristo no servía para nada 15. Muy al contrario, la verdad era que Cristo no serviría para nada a quienes se circuncidaran pensando que en eso estaba la salvación. De ahí aquellas palabras: He aquí que yo, Pablo, os digo que, si os circuncidáis, Cristo no os servirá de nada 16.

Guiado por esta libertad, Pablo conservó las observancias paternas, únicamente cuidando de predicar esto: que no se pensara que en ellas estaba la salvación cristiana. Pero Pedro apremiaba a los gentiles a judaizar, con su simulación, como si la salvación viniese del judaísmo, que es lo que muestran las palabras de Pablo, cuando dice: ¿Cómo apremias a los gentiles a judaizar? 17 Pues no habrían sido apremiados si no hubieran visto que él las observaba como si fuera de ellas no pudiera haber salvación. Por tanto, no se puede comparar la simulación de Pedro con la libertad de Pablo.

Por eso, debemos amar a Pedro, que recibe de grado la corrección pero sin edificar la mentira, sobre la autoridad de Pablo, que condujo a Pedro, delante de todos, al recto camino, para que los gentiles no se vieran forzados a judaizar. Y él mismo en su predicación atestigua que como fuera juzgado enemigo de las tradiciones patrias, porque no quería imponerlas a los gentiles, no desdeñó practicarlas al estilo de sus padres. De este modo nos demuestra que permaneció en ellas, tras la venida de Cristo, para que nadie pensase que eran perniciosas para los judíos, o necesarias para los gentiles o saludables para todo hombre.

9. Por todo lo cual, la mentira no puede autorizarse ni con citas del Antiguo Testamento, ya sea porque no es mentira lo que se hace o dice alegóricamente, o porque no se propone a la imitación de los buenos, lo que es de alabar en los malos cuando comienzan a mejorar en comparación con su anterior vida; ni tampoco con los escritos del Nuevo Testamento, que nos propone imitar más la corrección de Pedro que su simulación, como nos propone imitar sus lágrimas en vez de su negación.

CAPÍTULO VI

LA MENTIRA MATA AL ALMA

Con mucha mayor seguridad afirman que no se debe dar fe a los ejemplos que se aducen de la vida común. En primer lugar enseñan que la mentira es una iniquidad, y lo hacen con muchos documentos de las Sagradas Escrituras, y sobre todo con lo que está escrito: Aborreces, Señor, a

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todos los que obran la iniquidad y perderás a todos los que dicen mentira 18. Porque, o bien el segundo verso es exposición del primero, como suele hacerse en la Escritura, y entonces la iniquidad abarca más y la mentira debe entenderse citada como una especie de iniquidad, o bien se citan como diferentes, y entonces es peor la mentira cuanto más grave es la expresión "perderás" que la palabra "aborreces". Pues puede Dios aborrecer a uno algo menos, de modo que no lo pierda, pero a quien pierde, lo odia con tanta mayor vehemencia cuanta con mayor severidad lo castiga. Pues odia a todos los que obran la iniquidad, pero pierde a todos los que dicen mentira.

Dicho lo cual, ¿quién de los que esto dicen se va a dejar impresionar con aquellos ejemplos, como cuando se dice: Qué ocurre si recurre a ti un hombre que, por tu mentira, puede liberarse de la muerte? Pues la muerte que, insensatamente, temen los hombres que no temen pecar, no mata al alma, sino el cuerpo, como dice el Señor en el Evangelio 19, por lo que ordena que no se le tema, pero la boca que miente no mata al cuerpo, sino al alma, como con toda claridad está escrito en estas palabras: La boca que miente mata al alma 20. ¿Por qué no se va a decir que es una gran perversidad que uno debe dar muerte al alma para salvar a otro la vida del cuerpo? Porque incluso el amor del prójimo ha de entenderse, en sus justos límites, en razón del amor propio, pues se nos dice: Amarás al prójimo como a ti mismo 21. ¿Cómo podrá amar al prójimo como a sí mismo el que para conservar su vida temporal pierde la propia vida eterna? Ya el perder la vida temporal propia para salvar la ajena excede la sana doctrina del mandato, pues no es ya amar al prójimo como a sí mismo, sino más que a sí mismo. Pues mucho menos se debe perder la propia vida eterna, mintiendo, para salvar la vida temporal del otro. Ciertamente, el cristiano no dudará en perder su vida temporal para salvar la vida eterna del prójimo, pues, en esto, nos precedió el ejemplo del Señor mismo que murió por nosotros. Y, por eso, se nos dijo: Este es mi mandamiento: que os améis mutuamente como yo os he amado. No hay amor más grande que el que da su vida por sus amigos 22. No habrá nadie tan insensato que diga que el Señor se preocupó de otra cosa que de la salvación eterna de los hombres cuando hizo lo que mandó y mandó lo que Él hizo. Por tanto, como mintiendo se pierde la vida eterna, nunca se ha de mentir para salvar la vida temporal de nadie. Así pues, estos que se estomagan y se indignan si alguien se niega a perder su alma, por la mentira, para salvar el cuerpo decrépito de otro, ¿qué dirían si alguien pudiera ser librado de la muerte por nuestro hurto, o por un adulterio? ¿Acaso, entonces, tendríamos que robar o cometer adulterio?

Ciertamente, no se dan cuenta que se comprometen de tal manera que si un hombre viene con un lazo y pide que cometamos una gran deshonestidad, pues afirma que si no accedemos a lo que pide, se echará el lazo al cuello, ¿acaso, como ellos dicen, debemos aceptar esto para salvarle la vida? Pero si esto es absurdo y abominable, ¿por qué se va a permitir que nuestra alma se corrompa por la mentira para que otro viva en su cuerpo? ¿No condenaría todo el mundo, como abominable torpeza, que alguien entregara su cuerpo a la corrupción para obtener ese fin? Por tanto, en esta cuestión, lo único a plantear es si la mentira es una iniquidad o no. Y como esto queda bien demostrado con las pruebas aportadas, solo queda preguntarse si uno debe mentir por la salvación de otro, que es como preguntarse si uno debe hacerse inicuo para salvar a otro. Y esto también lo rechaza la salud de nuestra alma, que no puede conservarse más que por la justicia, y que nos manda anteponerla no solo a la vida del prójimo, sino también a nuestra propia vida temporal.

¿Qué queda, pues, para que nunca podamos dudar de que jamás se puede mentir? Pues no se puede decir que haya algo más grande ni más amado, entre los bienes temporales, que la vida y la salud corporal. Y, si ni siquiera ésta se ha de anteponer a la verdad, ¿qué podrán oponer, para convencernos, los que juzgan que, algunas veces, es conveniente mentir?

CAPÍTULO VII

NO SE PUEDE MENTIR PARA SALVAR LA PUREZA CORPORAL

10. Por lo que toca a la pureza del cuerpo, puede suceder que una persona muy honorable venga a pedirnos que mintamos para evitar, con nuestra mentira, que sea violada, en cuyo caso, sin duda alguna, habría que mentir. Pero es muy fácil responder que de nada sirve la pureza del cuerpo si falta la integridad del alma. Pues si ésta cae, se arruina, inevitablemente, la primera,

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aunque parezca que está intacta. La pureza no se puede contar entre las cosas temporales como si se nos pudiera quitar a la fuerza. Pues si el alma no se corrompe, con la mentira, para salvar la pureza del cuerpo, éste seguirá inviolado si el alma se conserva incorruptible. Pues si se le hace violencia al cuerpo, sin que preceda un apetito lascivo, no debe llamarse violación, sino vejación. Y aunque toda vejación es una violación, no toda violación es deshonesta, sino la que ha sido procurada o consentida por apetito lascivo. Pues cuanto es más excelente el alma que el cuerpo, tanto es más criminal su corrupción. Y, por tanto, siempre se puede guardar la pureza donde no puede haber ninguna corrupción que no sea voluntaria. Ciertamente, si el seductor os invade el cuerpo, de modo que con ninguna fuerza contraria ni con ninguna razón ni mentira se pudiese evitar, es necesario confesar que ninguna libidinosidad ajena puede violar la pureza. Por lo cual, como nadie duda que el alma es mejor que el cuerpo, siempre se ha de preferir la integridad del alma, que puede conservarse eternamente, a la integridad del cuerpo. ¿Y quién osaría decir que es íntegra el alma del mentiroso? Pues, con razón, se define la libido como el apetito del alma por el que preferimos los bienes temporales a los eternos. Así pues, nadie puede convencer que se puede mentir alguna vez, a no ser que pueda mostrar que, con la mentira, se puede conseguir algún bien eterno. Pero como uno tanto se aleja de la eternidad cuanto se aleja de la verdad, es un absurdo decir que, alejándose de allí, puede llegar a algún bien. Y, si hay algún bien eterno que no abrace la verdad, no será ya verdadero, y tampoco será bueno, pues será falsificado. Pues como se ha de anteponer el alma al cuerpo, así también hay que poner delante la verdad al alma, de modo que ésta no solo prefiera la verdad al cuerpo, sino también más que a sí misma. Y así se hará más íntegra y casta cuanto más se goce en la inmutabilidad de la verdad que en su mutabilidad. Si, pues, Lot, siendo tan justo, que incluso mereció tener por huéspedes a los ángeles, ofreció sus hijas a la violación de los sodomitas, prefiriendo que se violaran los cuerpos de las mujeres antes que los de los hombres 23, ¿con cuánta mayor diligencia y constancia se ha de guardar la pureza del alma en la verdad, pues con mayor razón se ha de preferir el alma al cuerpo, que el cuerpo del varón al cuerpo de la mujer?

CAPÍTULO VIII

NO SE PUEDE MENTIR PARA SALVAR A OTROS

11. Tal vez alguien piense que se puede mentir, en favor de otro, para conservarle la vida o para que no tropiece en aquellas cosas que ama demasiado de manera que pueda llegar a comprender la verdad eterna. En primer lugar, no se entiende que no habría infamia que no tuviéramos que aceptar, en las mismas condiciones, como ya hemos demostrado anteriormente, pero, además, la autoridad de la misma doctrina se bloquearía y quedaría prácticamente muerta si, con nuestra mentira, persuadimos a aquellos que intentamos atraer hacia ella, que, a veces, se puede mentir. Pues, como la doctrina de la salvación consta de verdades que en parte se deben creer y en parte comprender, pero no se puede llegar a las segundas si no se creen las primeras. ¿Cómo se puede creer al que piensa que, a veces, se puede mentir, no vaya a suceder que mienta, precisamente, cuando nos manda creer? ¿Cómo se puede saber si entonces tendrá también alguna razón, como él piensa, para una mentira complaciente, pues juzga que, aterrorizado con una falsa narración, se puede apartar a un hombre de una acción libidinosa, y de este modo atraerle, mintiendo, a las cosas espirituales? Admitido y aprobado ese género de mentiras, toda la doctrina de la fe cae por tierra, y, una vez arruinada, ni siquiera se puede alcanzar la inteligencia con la cual se nutren los niños en la fe. Así, se destruye toda la doctrina de la verdad si se cede desenfrenadamente a la falsedad, cuando se abre un boquete para que entre la mentira, aunque sea la de oficio. Todo el que miente antepone los intereses temporales, propios o ajenos, a la verdad. ¿Qué se puede hacer más perverso? Pues, si con la ayuda de la mentira quiere hacer a alguien apto para entender la verdad, le cierra su única entrada, pues queriendo convertirse en seguro, cuando miente, se hace inseguro hasta cuando dice la verdad. Por consiguiente, o no podemos creer a los buenos, o se debe creer a aquellos que dicen que, a veces, se debe mentir, o no debemos creer que los buenos mientan nunca. De estas tres cosas, lo primero es pernicioso, lo segundo sería necio, y, por tanto, solo queda que los buenos nunca mientan.

CAPÍTULO IX

PERMITIR UN MAL NO ES CONSENTIRLO NI APROBARLO

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12. Aunque este problema ya está considerado y tratado, desde estos dos puntos de vista, no es fácil dejarlo sentenciado. Todavía debemos escuchar a los que dicen que no hay ninguna acción tan mala que no se deba cometer para evitar otra peor. Y a estas acciones humanas pertenecen no solo las que se hacen, sino también las que se padecen con propio consentimiento. Por tanto, si existe un motivo por el que el cristiano optase por ofrecer incienso a los ídolos para evitar la violación con la que el tirano le amenaza si no lo ofrece, parece que también es muy justo preguntar por qué no se puede mentir para evitar tan gran vileza. Pues el mismo consentimiento, por el que se prefiere sufrir una vileza a ofrecer incienso a los ídolos, no se puede entender como fruto de una pasión, sino como un mero hecho que para que no ocurriera opta por ofrecer incienso a los ídolos. ¡Con cuánta mayor facilidad elegiría la mentira si con ella pudiera alejar de su santo cuerpo infamia tan inhumana!

13. En esas afirmaciones, con razón, se pueden preguntar estas cuestiones: ¿este consentimiento ha de tomarse como un hecho, o se trata de un consentimiento sin aprobación alguna? O estamos ante una aprobación al decir: Conviene padecer esto antes que hacer aquello, y si es más correcto ofrecer incienso que padecer una violación, y si sería mejor mentir que ofrecer incienso a los ídolos si esa fuera la situación.

Si ese consentimiento se hubiera de dar por hecho, entonces también serían homicidas los que prefirieron morir antes que dar falso testimonio, y con el homicidio más grave que es el suicidio. Pues ¿por qué no se dice que se suicidaron cuando optaron por sufrir la muerte para no hacer aquello a lo que se les apremiaba? Pero, si se piensa que es más grave matar a otro que suicidarse, ¿qué decir del mártir al que se propone, ante sus propios ojos, si no quiere renegar de Cristo ni sacrificar a los demonios, no a cualquier hombre, sino a su propio padre rogándole al hijo que no permita, con su perseverancia, que le maten?¿Acaso no es manifiesto que si él permanece fidelísimo en el testimonio de su fe, los únicos homicidas serían los que matasen a su padre, pues nadie podría llamarle parricida? Así pues, como éste no sería partícipe de este crimen tan enorme, al preferir la muerte y aun la impiedad de su padre, cuya alma padecería las penas eternas, que violar su fe con un falso testimonio, del mismo, este su consentimiento no le haría partícipe de tan gran crimen si él no quería hacer nada malo, aunque lo hicieron los otros, precisamente, porque él no lo había hecho.

Pues ¿qué es lo que dicen esos perseguidores sino esto: Haz el mal para que no lo hagamos nosotros? Pero aunque fuere verdad que si lo hiciéramos nosotros, no lo harían ellos entonces, ni siquiera así deberíamos apoyarles con nuestro crimen. Pero, cuando ya hacen, lo que tampoco nos dicen, ¿por qué vamos a ser cómplices y no dejarlos solos con sus torpezas y crímenes? No se ha de llamar a eso consentimiento porque no aprobamos lo que hacen, pues siempre deseamos, y, en cuanto nos es posible, les prohibimos que lo hagan, y cuando lo han hecho no solo no lo aprobamos, sino que lo condenamos con la más fuerte repulsa de que somos capaces.

14. Pero ¿cómo no va a llamarse cómplice, dices, cuando ellos no harían esa acción si él mismo la hubiese hecho? Por esta regla de tres, también rompemos la puerta con los salteadores, ya que, si no la cerráramos, ellos no la partirían. Y, así, también matamos a los hombres, con los ladrones, cuando ocurre que sabemos lo que ellos van a hacer, porque si nos adelantásemos y los matásemos, no matarían ellos a otros. Y también cometemos parricidio cuando alguien nos confiesa que va a cometerlo, si, aunque podamos, no los matamos, antes de que él lo haga, cuando no podemos contenerle e impedir el crimen de otro modo. Siempre se puede argumentar con las mismas palabras: con él lo realizaste, porque él no hubiera hecho esto si tú hubieras hecho lo otro. Yo no quise hacer ningún mal, pero solo pude evitar lo que estaba en mi poder. Pero el otro mal ajeno que yo no pude evitar con mi demanda no debí impedirlo con mi mala acción. No aprueba, pues, al que peca quien no peca en su lugar, ni aprueba una cosa u otra quien no desea aceptar ninguna, pues en lo que a él se refiere, lo que está en su poder no lo realiza, y lo que se refiere al otro lo condena con toda su voluntad. Y por eso, a los que proponían aquella disyuntiva y decían: Si no ofrecéis incienso sufriréis esto, si se les respondiese: Yo no acepto ni una cosa ni otra, puesto que detesto las dos y ninguna os consiento. En estas palabras y otras semejantes, que, ciertamente, si son sinceras, no habrá consentimiento ni aprobación alguna, y por tanto a todo lo que uno sufriera de ellos se le consideraría como padecer afrentas, y a ellos comisión de crímenes.

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Y dirá alguno: ¿estará obligado alguno a exponerse a la violación antes que ofrecer incienso? Si preguntas por lo que debe, no debe una cosa ni otra. Pues, si digo que debe hacer una de estas cosas, aprobaría una de ellas cuando repruebo las dos.

Pero si me preguntas cuál de las dos debería evitar, pues no es posible evitar ambas, sino una de la dos, te respondería: debe evitar su pecado siempre antes que el ajeno, e incluso su pecado leve antes que el ajeno grave. Así pues, mientras no lo estudie con más detalle, te concedo que es más grave la violación que el ofrecer incienso, pero esta es una acción propia, mientras la otra es ajena, aunque él mismo la padezca, y del que es la acción, de ése es también el pecado. Pues, aunque sea más grave el homicidio que el hurto, es peor hacer un robo que padecer un homicidio. Así, si se le propone a uno que si no quiere hacer un robo se le matará, esto es, se cometerá con él un homicidio, dado que no puede evitar las dos cosas, ha de evitar, más bien, su pecado antes que el pecado ajeno. Y no por eso se le va a imputar lo que en él se ha cometido porque lo pudiese evitar si quisiera cometer el suyo.

15. Todo el enredo de esta cuestión lleva a esto: se pregunta si el pecado ajeno, aunque sea cometido en ti, se te puede imputar a ti, que lo pudiste evitar con un pecado tuyo más leve y no lo hiciste; y si se puede exceptuar la inmundicia corporal. Pues nadie dice que un hombre se hace inmundo si le matan o le meten en la cárcel o le encadenan, o le flagelan, le maltratan con diversos tormentos y torturas o le proscriben o le colman de gravísimos daños hasta la suma pobreza, o le despojan de todos los honores o sufre toda clase de ultrajes con todo tipo de afrentas. Pues no hay nadie tan loco que se atreva a llamarle inmundo a alguien cuando ha sufrido injustamente todas estas cosas. Pero, si se le baña en estiércol, o si se le vierten o introducen cosas sucias por la boca o consiente acciones afeminadas, todos le aborrecerán, y le llamarán corrompido e inmundo. Así pues, debemos concluir que nadie debe evitar los pecados ajenos, cualesquiera que éstos sean, por medio de pecados propios, exceptuados aquellos que hacen inmundo a aquel en quien se cometen, y, ya se trate de sí mismo o más bien de otro cualquiera, ha de sufrirlos y soportarlos con fortaleza. Y si no los debe evitar con ningún pecado suyo, tampoco deberá hacerlo por medio de la mentira. Pero aquellas cosas que cuando se hacen en el hombre, le hacen a él inmundo, deberíamos evitarlas aun con nuestros pecados, que por eso mismo no pueden llamase pecados, pues se hacen precisamente para evitar la inmundicia. Pues lo que así se hace de modo que, si no se hiciese, se le reprocharía justamente, no es ningún acto culpable. Por lo que hemos de concluir que tampoco se puede llamar inmundicia a una acción que de ninguna manera la podemos evitar. Entonces el que la sufre tiene también un modo de obrar rectamente: que soporte pacientemente lo que no puede evitar. Pues nadie que actúe rectamente se puede hacer inmundo por contagio corporal. Porque ante Dios es inmundo todo aquel que es inicuo, y todo limpio el que es justo, y aunque no lo sea ante los hombres, lo es, ciertamente, ante Dios, que le juzga con verdad. Por tanto, ni al sufrir esas cosas, cuando tiene la posibilidad de evitarlas, se hace inmundo por contagio, sino por el pecado cometido porque no quiso evitarlas cuando pudo. Pues nada de cuanto hiciera para evitarlas sería pecado. Por tanto, el que hubiere mentido para evitar esas cosas, no peca.

16. ¿Habrá que exceptuar todavía alguna otra clase de mentiras por las que sea preferible padecer esas cosas inmundas que cometer aquéllas? Si esto es así, ¿acaso lo que se haga para evitar esa inmundicia no es pecado? A veces hay ciertas mentiras que es más grave el admitirlas que sufrir esa opresión. Pues si alguien fuese buscado para cometer un estupro, y se pudiere ocultar con una mentira, ¿quién se atrevería a decir que ni entonces se ha de mentir? Pero si con tal mentira pudiera ocultarse pero de modo que dañase la fama de otro, por el mismo falso crimen de inmundicia por el que se busca al primero, por ejemplo, si al que busca a tal sujeto le nombramos a otro hombre casto y ajeno a toda especie de torpezas, como si le dijéramos: Vete a éste, y él te procurará todo de modo que puedas gozar más licenciosamente, pues ese conoce muy bien esas cosas y las ama. Así, éste puede ser alejado de aquel que buscaba. Pero no se puede violar la fama del otro con una mentira, para que no sea violado el cuerpo del otro por la libídine ajena. Y en absoluto se puede mentir a favor de uno, con una mentira que dañe a otro, y esto aunque el daño fuera más leve que el que había de padecer aquel a quien podíamos salvar con nuestra mentira. Porque no se ha de quitar el pan a uno, aunque esté más sano, para alimentar al más débil, sin su consentimiento, ni se puede castigar con varas al inocente para que otro no sea asesinado. Perfectamente puede hacerse si así lo desean porque no se les ofende cuando ellos lo quieren.

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CAPÍTULO X

NO SE PUEDE ADMITIR LA MENTIRA EN MATERIA RELIGIOSA

Todavía hay una gran cuestión, que es: si, con su consentimiento, se puede manchar la fama del prójimo, con un falso crimen de estupro, para evitar el estupro en el cuerpo ajeno. Y no veo que se encuentren fácilmente razones de que sea más justo permitir que se manche la fama de otro con un falso crimen de estupro, cuando el interesado lo consiente, que permitir que sea violado el cuerpo de quien es forzado contra su consentimiento.

17. Pero si al que prefirió ofrecer incienso a los ídolos a padecer prácticas afeminadas se le propusiese violar la fama de Cristo con una mentira, para evitar esas cosas, sería muy poco cuerdo si optara por hacer esto. Pero aún digo más: que sería un loco si para evitar sufrir la libido ajena, para que no se hiciese en él lo que en nada consiente su propia concupiscencia, falsificara el Evangelio de Cristo con alabanzas falsas, prefiriendo evitar la corrupción ajena en su cuerpo que la corrupción doctrinal de la santificación de las almas y los cuerpos. Por tanto, se han de dejar por completo toda clase de mentiras cuando se trata de la doctrina de la religión y de todos sus enunciados, ya se enseñe, ya se aprenda. Y no se puede creer que se pueda encontrar causa alguna para que en tales materias se pueda mentir, cuando ni siquiera para conseguir más fácilmente la verdad es lícita la mentira. Pues, rota o disminuida la autoridad de la verdad, todo será un mar de dudas, pues si no se tiene fe en la verdad no puede haber certeza alguna. Y, aunque le sea lícito al que disputa o expone o predica las cosas eternas, o al que narra o pregona las cosas temporales que pertenecen a la edificación de la religión o atañen a la piedad, ocultar por un tiempo lo que juzga que debe ocultar, nunca le es lícito mentir ni ocultar algo mintiendo.

SEGUNDA PARTE

Clasificación de las mentiras

CAPÍTULO XI

MENTIRA DAÑOSA Y JOCOSA

18. Fijado sólidamente, en primer lugar, el estado de la cuestión, se puede preguntar, con más seguridad, sobre las otras mentiras. Pero, como consecuencia, se debe advertir que se deben rechazar todas la mentiras que dañan injustamente a alguien. Porque a nadie se debe inferir injuria alguna, por leve que sea, para evitar otra aunque sea más grave. Ni se deben admitir mentiras que, aunque no dañen a nadie, tampoco aprovechan a nadie y perjudican al que miente por mentir. A éstos se les debe llamar, con toda propiedad, mentirosos. Pues hay que distinguir entre el que miente y el mendaz. Pues el que miente es el que miente incluso sin querer, pero el mendaz ama la mentira y se goza interiormente con el placer de mentir. Junto a éstos hay que poner a los que con su mentira quieren complacer a los hombres, haciendo más agradable su conversación, pues no tratan de injuriar ni calumniar a nadie. Esta clase de mentiras ya las rechazamos antes. Y éstos se diferencian de los que antes llamamos mentirosos en que a aquéllos les encanta mentir y se gozan en sus falacias, pero a éstos les gusta agradar con su dulce conversación, aunque preferirían hacerlo con cosas verdaderas. Pero como no encuentran verdades que sean gratas a sus oyentes, prefieren mentir antes que callarse. Es difícil, sin embargo, que, en alguna ocasión, emprendan una conversación totalmente falsa, sino que la mayoría de las veces, cuando ven que les abandona su atractivo, entretejen lo falso y lo verdadero. Esas dos clases de mentiras no atañen para nada a los creyentes, pues no afectan en nada a la doctrina y verdad de la religión ni impiden su provecho y utilidad. Pues les basta a los creyentes que piensen que pudo ocurrir lo que se dice y tengan fe en el hombre del que no tienen motivos para pensar que les miente. Y nada les va a perjudicar si creen que el padre o el abuelo de alguno fue un buen hombre, aunque no lo fuese, o que había llegado hasta los persas, aunque nunca saliera de Roma. Pero los que mienten se perjudican profundamente a sí mismos, unos porque abandonan la verdad para gozarse en los embustes, y otros porque prefieren agradarse a sí mismos que hacer agradable la verdad.

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CAPÍTULO XII

MENTIRAS HONESTAS QUE NO DAÑAN A NADIE Y APROVECHAN A ALGUIEN

19. Rechazadas, sin ningún género de duda, todas estas clases de mentiras, vamos a considerar ahora otra nueva especie como elevándonos, poco a poco, a un grado superior de bondad. Se trata de la mentira que el vulgo suele atribuir a personas buenas y benévolas que, al mentir, no solo no dañan a nadie, sino que, incluso, favorecen a alguno. En este género, toda la cuestión está en si el que favorece a otro, y lo hace contra la verdad, no se perjudica a sí mismo. Pues si solo se puede llamar verdad auténtica a la que ilumina nuestras mentes, con su luz íntima e inmutable, ciertamente obra contra la verdad el que dice que algo es de esta manera o de la otra, cuando a él ni su mente ni sus sentidos ni su fe ni su creencia se lo proclaman como tal. Por eso, es un gran problema saber si no se perjudica a sí mismo quien de este modo favorece a otro o si, dada esa compensación, no se daña a sí mismo por lo que aprovecha a otro. Si esto es así, se seguiría también que se puede aprovechar él mismo de la mentira cuando a nadie perjudica. Pero las cosas están todas unidas, y una vez concedidas éstas, necesariamente nos arrastrarán a otras muy preocupantes. Pues se podía preguntar en qué se podría dañar a un hombre, que abunda en riquezas superfluas, si se le quita un celemín de sus miles y miles granos de trigo, pues esa medida se podría aprovechar para dar el alimento necesario al que roba. Así se podría robar sin barrera alguna y dar falso testimonio sin pecar. Pero ¿qué se puede decir más perverso? Pues, si alguno hubiese robado ese celemín, y tú le hubieras visto y fueras interrogado, ¿acaso podrías mentir, honradamente, en favor del pobre, mientras serías culpable si lo hicieras para socorrer tu indigencia? ¡Como si debieras amar más al prójimo que a ti mismo! Por tanto, las dos cosas son execrables y vitandas.

20. Pero tal vez piense alguno que, dejando a un lado las mentiras que ocultan o defienden algún crimen, se podría introducir alguna excepción, de manera que hubiera algunas mentiras honestas que no solo no perjudican a nadie, sino que favorecen a algunos. Es cierto que la mentira arriba citada es odiosa porque, aunque no perjudique a nadie y favorezca al pobre, oculta, sin embargo, el pecado de hurto. Pero si no dañase a nadie y aprovechase a alguno, y no ocultase ni defendiese pecado alguno, no sería reprensible. Como si uno escondiese su dinero en tu presencia para no perderlo por el robo o por la fuerza, y luego, interrogado, mintieses y no perjudicases a nadie y aprovechases al que necesita mantenerlo oculto, ningún pecado harías mintiendo. Pues nadie peca escondiendo una cosa suya que teme perder. Pero si, así, no pecamos mintiendo, pues ningún pecado hacemos, ni perjudicamos a nadie y aprovechamos a alguno, ¿qué hacemos con el pecado de la mentira? Pues, como está escrito: No hurtarás, también está escrito: No dirás falso testimonio 24. Si se prohíbe cada una de las dos cosas, ¿por qué va a ser culpable el falso testimonio, cuando oculta el hurto u otro pecado, y no lo va a ser cuando se hace por sí mismo, sin ocultar otros pecados, dado que el hurto es condenable en sí mismo, como los demás pecados? ¿O es que no es lícito ocultar un pecado, pero es lícito cometerlo?

21. Pero si esto es absurdo, ¿qué diremos? ¿Acaso solo hay falso testimonio cuando uno miente de tal manera que inventa un crimen contra alguien u oculta el crimen de otro o lleva a juicio a otro sin razón? Pues parece que testigo solo es el que es necesario al juez para conocer la causa. Pero si solo, en este sentido, la Escritura designase al testigo, no habría dicho el Apóstol: Seremos hallados falsos testigos de Dios, si decimos falso testimonio contra Dios, afirmando que resucitó a Cristo, si no lo resucitó 25. De este modo se demuestra que el falso testimonio es mentira aunque se diga como falsa alabanza de alguno.

CAPÍTULO XIII

OTROS MOTIVOS DE MENTIRA: EJEMPLOS Y SOLUCIONES

¿Acaso, el que miente, solo da falso testimonio cuando inventa un pecado falso de otro u oculta uno verdadero, o perjudica, de cualquier modo, a un tercero? Pues, si es detestable toda mentira que perjudica la vida temporal del prójimo, ¿cuánto más lo será la que se daña su vida eterna? Pues bien, toda mentira que se dice, en materia religiosa, es de esta especie. Y por eso, el Apóstol llama falso testimonio el del que miente, al hablar de Cristo, aunque pudiera decir una

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alabanza. Y ¿cómo no va a ser falso testimonio y una mentira muy reprensible, cuando ésta se comete, aunque no se haya inventado ni ocultado un pecado ajeno ni haya sido requerido por un juez ni perjudique a nadie e incluso aproveche a alguno?

22. ¿Entonces qué? Si un homicida se refugia en casa de un cristiano o éste ve dónde se oculta, y le interroga acerca de esto, el que busca al homicida para ajusticiarle, ¿se deberá mentir entonces?, ¿cómo es que no oculta el pecado mintiendo, cuando aquel por el que miente ha cometido un pecado tan horrendo? ¿Acaso podrá excusarse porque no se le ha interrogado sobre el pecado sino acerca del lugar en que se esconde? ¿Luego, no es malo mentir para ocultar el pecado del prójimo? y ¿mentir para ocultar al pecador tampoco es malo? Así es, ciertamente, dirá alguno, pues uno no peca cuando evita el castigo sino cuando hace algo digno de castigo, pues es propio de la disciplina cristiana no desesperar jamás de la corrección de nadie ni cerrar a nadie el camino a la penitencia. Pero, y si fueras llevado ante el juez y fueras interrogado acerca del lugar en que se esconde, ¿dirás que no está allí, cuando sabes que allí está, o dirás: no lo sé ni lo he visto, cuando lo has visto y lo sabes? ¿Darás, pues, falso testimonio y matarás tú propia alma para salvar al homicida? ¿O tal vez mentirás, hasta que seas llevado ante el juez y, al interrogarte éste, dirás la verdad para no ser un testigo falso? Pero, con tu delación, matarás al hombre mismo. Y la Sagrada Escritura también detesta a los traidores. ¿O acaso no es un traidor el que dice la verdad ante el juez que le interroga, pero sí es traidor si entrega, espontáneamente, a la muerte a otro?

¿Y qué harías, tratándose de un hombre inocente si sabes dónde se esconde y te lo pregunta el juez, que es enviado por otra autoridad superior, para prender a ese hombre y conducirlo a la muerte? El que te pregunta no ha dado la ley, sino que es su ejecutor. ¿Acaso no darías falso testimonio si mintieras, en favor del inocente, porque el que te pregunta no es propiamente el juez sino el ejecutor de la ley? ¿Qué harías si te interrogara el creador de la ley o lo hiciera un juez inicuo que busca al inocente para el suplicio? ¿Qué harías? ¿Optarías por ser un delator o ser un falso testigo? ¿Acaso será un traidor quien entrega libremente a un juez justo a un homicida escondido, y no lo será el que indica a un juez injusto dónde se oculta un inocente, al que busca para matarle, y que se había confiado lealmente a su custodia? ¿O quedarás dubitante e incierto entre optar por el delito de falso testimonio o por el de delación? ¿O estás cierto que evitarás ambas cosas callando o declarando que no dirás nada? ¿Por qué, pues, no has de hacer esto antes de ir ante el juez para evitar también toda mentira? Porque, evitada la mentira, escaparás de todo falso testimonio, bien sea que toda mentira sea falso testimonio o bien sea que no lo sea. Pero, evitado todo falso testimonio, tal como tú lo entiendes, no evitarás toda mentira. Por tanto, ¡con cuánta mayor fortaleza y dignidad te comportarás si declaras: no delataré ni tampoco mentiré!

23. Esto fue lo que hizo, en cierta ocasión, un obispo de la iglesia de Tagaste, de nombre Firmo (Firmus), y más firme de voluntad. Pues, como le preguntasen los alguaciles, enviados por mandato del emperador, por un hombre que se había escondido en su casa y al que ocultaba con toda su diligencia, respondió que no podía mentir ni entregarles a este hombre, y por mantenerse en su decisión sufrió muchísimos tormentos corporales (pues todavía no había emperadores cristianos). Después, llevado ante el emperador, tan admirable apareció ante éste su fortaleza, que obtuvo sin dificultad el perdón que solicitaba a favor del refugiado. ¿Qué ejemplo puede encontrarse de más valentía y constancia? Pero dirá alguien más tímido: puedo estar preparado para soportar cualquier tormento e incluso la muerte para evitar pecar. Pero como no es pecado mentir cuando a nadie perjudicas ni das falso testimonio y aprovechas a alguno, es necio y grave pecado sufrir inútil y voluntariamente tormentos, y arrojar en manos de los asesinos una vida y una salud quizá útil para otros fines. A éste le pregunto yo: ¿por qué ha de temer a lo que está escrito: No dirás falso testimonio, y no temerá a lo que se dice de Dios: Perderás a todos los que dicen mentira? 26 No está escrito, respondes, "toda mentira", pero así lo entiendo como si estuviera escrito: Perderás a todos los que dicen falso testimonio, aunque tampoco allí está escrito: Todo falso testimonio. Pero allí está establecido, dice, pues se trata de cosas que son malas en sí mismas. ¿Y acaso también aquello que allí está: No matarás? 27 Pues si eso es malo en sí mismo, ¿cómo podrán excusarse de ese crimen los justos que, una vez dada la ley, mataron a muchos? Pero se responderá que no mata el que es ejecutor de una sentencia justa. En fin, yo acepto los temores de éstos, y estimo que aquel varón, que no quiso mentir ni delatar a su hombre, fue muy digno de alabanza y estimo que entendió mejor lo que está escrito, y que cumplió el precepto con valentía.

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24. Pero, a veces, puede llegarse a una encrucijada, en la que no se nos pregunte sobre dónde está aquel que se busca ni seamos apremiados a delatarle, si de tal modo se ha ocultado que no se le puede encontrar, fácilmente, si no se le quiere delatar. Se nos pregunta, únicamente, si está o no está en ese lugar. Si sabemos que está allí y nos callamos, lo descubrimos. Ocurre lo mismo si contestamos que no queremos decir si está o no está en ese lugar, pues de esa respuesta deduce, el que le busca, que efectivamente está allí, pues si no estuviese habríamos respondido sencillamente, al no querer mentir ni delatarlo, que allí no estaba. Y, de este modo, bien por nuestro silencio o por nuestras palabras, se delata a un hombre, de modo que el que busca, entrará, si tiene potestad para ello, y lo encontrará, lo que podíamos haber evitado con una mentira. En conclusión: si no sabes dónde está, no hay ningún motivo para ocultar la verdad y deberás confesar que no lo sabes. Pero si sabes dónde está, ya sea allí donde se le busca, ya sea en otro lugar, al preguntarte si está no o no está allí, no debes contestar: "No responderé a lo que me preguntas", sino que debes decir: "Sé muy bien dónde está, pero no lo mostraré". Porque, si no respondes al preguntarte por un lugar, y confiesas que no le descubrirás, es como si señalaras ese lugar con el dedo y confirmaras la sospecha como cierta. Pero, si primero confiesas que sabes dónde está pero que no lo dirás, quizá puedes apartar al inquisidor de aquel lugar y a ti te presionará para que declares dónde se encuentra. Todo lo que padezcas por esta fidelidad y sentido de humanidad no solamente no es algo culpable, sino que, incluso, será juzgado como digno de alabanza. Exceptúo, únicamente, esas cosas que, si las sufre el hombre, no se dice que las padece por fortaleza, sino por impudicicia y vileza. Esa es la última clase de mentira que hemos de estudiar después con singular diligencia.

CAPÍTULO XIV

OCHO TIPOS DE MENTIRA

25. La mentira capital, y primera que hay que evitar, decididamente, es la mentira en materia religiosa. A esta mentira no se debe arrastrar a nadie bajo ningún concepto. La segunda es la que daña injustamente a alguno, de modo que daña a uno y a nadie aprovecha. La tercera es la que favorece a alguno pero perjudica a otro, cuando no se trata de inmundicia corporal. La cuarta es la que se comete por el simple placer de mentir y engañar, que es la mentira pura y simple. La quinta es la que pretende agradar con la conversación dulce. Evitadas y rechazadas todas estas mentiras totalmente, se sigue un sexto género, que es el que a nadie perjudica y a alguno le aprovecha como si uno, sabiendo dónde está el dinero que otro quiere robar injustamente, le dice al ladrón, mintiendo, que no lo sabe. La séptima es aquella que a nadie perjudica y aprovecha a alguno, excepto en el caso de que el juez le pregunte. Y es el caso del que miente para no entregar a un hombre al que se busca para matarlo. No se trata solo del justo e inocente, sino también del culpable, pues la disciplina cristiana es que no se desespere nunca de la corrección de nadie ni se le cierre nunca la puerta de la penitencia a nadie.

Hemos hablado ampliamente de estas dos clases de mentiras, que concitan gran controversia, y ya manifestamos nuestro parecer: Que los auténticos fieles y las personas virtuosas, varones y mujeres, las deben también evitar, de modo que soporten todas las incomodidades que con honradez y fortaleza es posible tolerar. La octava clase de mentira es la que a nadie perjudica y sirve para evitar que alguien sea mancillado en su cuerpo, al menos si se trata de la inmundicia que antes hemos recordado.

Pues, aunque los judíos pensaban que era una inmundicia comer sin lavar las manos 28, o si alguien llama a esto inmundicia, no se trata, sin embargo, de aquella que para evitarla se deba mentir. Otro tema es si se ha de mentir cuando se daña injustamente a alguien, aunque la mentira preserve al hombre de esa inmundicia, que todos detestan y aborrecen; es decir, si se puede mentir cuando se trata de una injuria efectiva aunque no pertenezca a esa clase de inmundicia de que ahora tratamos. Pues no se trata ya de la mentira, sino de si se puede injuriar a uno, aunque no sea mintiendo, con el fin de evitar a otro la consabida inmundicia. Eso no creo que pueda hacerse de ningún modo, aunque se trate de una injuria levísima, como la del robo del celemín de trigo del que antes hemos hablado, y aunque nos pregunten, con angustia, si no debemos hacerle a uno esa injuria si ésta puede defender y proteger a otro para que no sufra una violación. Pero, como he dicho, esta es otra cuestión.

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CAPÍTULO XV

SAGRADA ESCRITURA: PUNTO DE PARTIDA Y REGLAS DE INTERPRETACIÓN

Ahora, concluyamos la cuestión anterior: si se puede mentir cuando se nos pone como condición inevitable hacerlo, o padecer la violación o la inmundicia execrable, aunque al mentir no hagamos injuria a nadie.

26. De esta cuestión tendremos un punto claro de referencia si primero analizamos con diligencia los preceptos divinos que prohíben la mentira. Si éstos no dan alguna luz, en vano buscaremos solución alguna. Debemos, ante todo, acatar la voluntad de Dios y sus mandamientos con ánimo tranquilo, por cuanto hemos de padecer para seguir sus preceptos, pues si a alguien se le ofrece una salida fácil no se ha de protestar, por esa razón, contra la mentira. Por eso, las divinas Escrituras no solamente contienen los preceptos de Dios, sino también la vida y costumbres de los justos, de modo que, si es oscuro cómo se debe entender lo que se nos manda, nos sea revelado en el modo de actuar de los justos. Debemos exceptuar los hechos que se pueden referir a una significación alegórica, como son casi todos los que se narran en el Antiguo Testamento, aunque nadie dude de que efectivamente ocurrieron, pues ¿quién se atrevería a firmar que allí hay algún hecho que no contiene ninguna profecía alegórica? Sobre todo cuando el Apóstol nos dice que los hijos de Abrahán, que nacieron y vivieron, según el orden natural, para propagar su pueblo (pues no nacieron de ningún prodigio ni de ningún portento que pudiera inducir en el ánimo a alguna significación extraña), significaban los dos Testamentos 29. Y cuando nos dice que aquel beneficio admirable que hizo Dios al pueblo de Israel, para librarlo de la esclavitud, que les oprimía en Egipto, y aquel pecado y castigo, cuando pecaron en el camino, les ocurría en figura 30, ¿qué hecho se podrá encontrar para derogar esta ley, y que se permita afirmar que no se ha de referir a figura alguna? Exceptuados, pues, esos hechos, sírvanos de ejemplo, para comprender los preceptos que en las Sagradas Escrituras se nos intiman, las acciones de los santos que nos narra el Nuevo Testamento, y donde tan claramente se nos recomienda su imitación.

27. Así, cuando leemos en el Evangelio: Si recibiste una bofetada, prepara la otra mejilla 31, no encontramos ejemplo de paciencia más perfecto ni excelente que el del mismo Señor. Pero él, cuando le dieron una bofetada, no dijo: he aquí la otra mejilla, sino que dijo: Si he hablado mal, pruébamelo, pero si he hablado bien, ¿por qué me hieres? 32 Por lo que demuestra que el ofrecimiento de la otra mejilla había que hacerlo en el corazón. Eso también lo sabía el apóstol Pablo por experiencia, pues cuando le dieron una bofetada delante del Pontífice, no dijo: hiéreme la otra mejilla, sino que dijo: El Señor te herirá, pared blanqueada. Pues tú te sientas a juzgarme según la ley y mandas que me hieran contra la ley 33. Intuía, con una gran profundidad, que el sacerdocio judío brillaba con un brillo externo, oficial, pero por dentro hervía en sórdidas concupiscencias. Y cuando decía esto, preveía ya que estaba a punto de acabar por justo castigo de Dios. Sin embargo, tenía el corazón preparado no solo a recibir otras bofetadas, sino también para sufrir por la verdad toda clase de tormentos, incluso, con amor hacia los que le maltrataban.

28. Está escrito también: Yo os digo que no juréis en modo alguno. Pero el Apóstol juró en sus cartas 34, y así mostró cómo se ha de entender lo que se dijo: Yo os digo que no juréis en modo alguno 35, no sea que al jurar sin motivo vengáis a jurar con facilidad, de la facilidad paséis a la costumbre y de la costumbre lleguéis a caer en el pecado de perjurio. Por eso, vemos que en el Apóstol no se encuentra que jurase si no era por escrito, donde la consideración de una mayor cautela no permite a la lengua precipitarse. Y aun esto procedía del mal, según lo que está escrito: Lo que sobrepasa a esto, proviene del mal 36. No, ciertamente, del mal del Apóstol, sino de la flaqueza de aquellos que le forzaban a obrar de este modo para confirmar su fe. En cuanto a si juró de palabra, alguna vez, pero no cuando escribía, ignoro si, acerca de esto, nos dice algo la Escritura. Y, sin embargo, el Señor dijo: No juréis en modo alguno, sin conceder que fuera lícito el jurar a los que escriben. Pero como sería nefasto acusar al apóstol Pablo de haber violado un precepto especialmente en sus Cartas, escritas y publicadas para la vida espiritual y la salvación de los pueblos, forzoso será concluir que la expresión en modo alguno ha de entenderse como si dijera: En cuanto de ti dependa, no ames ni desees jurar, ni lo apetezcas con placer, como si fuera cosa buena.

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29. Es como aquello: No penséis en el mañana, y: No os inquietéis pensando qué comeréis o que beberéis o cómo os vestiréis 37, cuando sabemos que el mismo Señor tenía su bolsa, donde se guardaban las donaciones necesarias para el sustento temporal 38. Y los mismos Apóstoles se preocupaban de recoger muchas cosas para socorrer la indigencia de los hermanos, como leemos en los Hechos de los Apóstoles, no solo con vistas al mañana, sino también a un tiempo más lejano amenazado por el hambre. Así queda claro que esos preceptos deben entenderse de tal manera que no hagamos ninguna de nuestras obras por deseo de alcanzar bienes temporales ni por temor a la indigencia como si las hiciéramos forzados.

30. Del mismo modo, se dijo a los Apóstoles que vivieran del Evangelio y no llevaran nada para el camino. Y, en otro lugar, el Señor declaró qué quería decir con esto cuando añadió: Pues el obrero merece su salario 39. Así mostró con claridad que esto estaba permitido, pero no mandado, para que si alguno recibía algo de sus fieles, para las necesidades de la vida, en la obra de la predicación, nadie juzgase que hacía algo ilícito. Pero que podía no hacerse, más laudablemente, está bien demostrado en el apóstol Pablo, que dijo: El que es adoctrinado en las cosas de la fe, haga participe de todos sus bienes al que le catequiza 40. Y después de haber mostrado que esto se hacía saludablemente, en muchos lugares, por parte de aquellos a los que se predicaba la palabra, dijo: Pero yo nunca he usado de esta facultad 41. Porque el Señor dio esa facultad, al decir esto, pero no obligó con un precepto. Así, cuando no podemos entender bien muchas cosas, tal como están escritas, por la vida de los santos podemos colegir cómo conviene entenderlas, pues si no se nos corrigiese con el ejemplo nos inclinaríamos fácilmente en otra dirección.

CAPÍTULO XVI

ANÁLISIS DE ALGUNOS TEXTOS

31. De igual modo, en aquella frase: La boca que miente mata al alma 42, se pregunta de qué boca se trata. Muchas veces la Escritura, cuando habla de "boca", significa la fragua del corazón, donde se forja y resuelve todo lo que se expresa de viva voz cuando se dice la verdad, como aquel al que le agrada la mentira, miente ya en el corazón. Puede no mentir de corazón el que dice con su voz algo distinto de lo que tiene en su interior, sabiendo que hace mal, pero con el fin de evitar un mal mayor, aunque ambas cosas le desagradan. Los que aseguran esto, dicen que así hay que entender lo que está escrito: El que dice la verdad en su corazón 43. Porque siempre hay que decir la verdad de corazón, pero no siempre con la boca, como cuando para evitar un mal mayor estamos obligados a decir de palabra otra cosa distinta de la que tenemos dentro. Y que se trata de la boca del corazón, se puede entender porque donde hay locución tiene que haber boca, si no resultaría absurdo e irracional decir: El que habla en su corazón, si no se entendiese, justamente, la boca del corazón. Además de que en el mismo lugar donde está escrito: La boca que miente mata al alma, si se tiene en cuenta el contexto de la frase, tal vez no pueda entenderse más que de la boca del corazón. Pero a los hombres no podemos ofrecerles sino una respuesta oscura, ya que no pueden oír la palabra del corazón si no les resuena la del cuerpo. Mas la palabra de la boca que se cita en ese lugar de la Escritura es la que llega al oído del Espíritu del Señor, que llena toda la tierra, de modo que cita, en el mismo lugar, los labios, la voz y la lengua. Todo eso no puede entenderse sino del corazón, porque se añade que nada de lo que se dice se oculta al Señor. Pues si se tratase del sonido exterior, que llega a nuestros oídos, tampoco se ocultaría a los hombres. Así, ciertamente, está escrito: El Espíritu de la Sabiduría es humano, y no dejará sin castigo la boca del que maldice, porque Dios es testigo de sus intimidades, escrutador auténtico de su corazón y auditor de su lengua. Porque el Espíritu del Señor llena toda la tierra, y porque contiene todo, tiene la ciencia de la voz. Por eso, el que habla iniquidad no podrá escondérsele ni escapará a su juicio vengador. Pues al impío se le interrogará sobre sus pensamientos, y llegarán al Señor sus palabras para castigo de sus maldades. Porque el oído celoso oye todo y no se le escapará el alboroto de la murmuración. Guardaos, pues, de la murmuración, que en nada aprovecha, y refrenad la lengua de la detracción, porque la respuesta oscura no se quedará en el aire. Pues la boca que miente mata al alma 44.

Vemos, pues, cómo se amenaza a los que piensan que está oculto y secreto lo que proyectan y maquinan en su corazón. Y quiso demostrar que todo estaba tan claro a los oídos de Dios que hasta le dio el nombre de alboroto.

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32. También en el Evangelio tenemos claramente citada la boca del corazón, e incluso en el mismo lugar habla el Señor de la boca del corazón y de la del cuerpo cuando dice: ¿Todavía estáis también vosotros sin entender? Pues ¿no veis que todo lo que entra por la boca pasa al vientre y se echa en el retrete, pero lo que procede de la boca y viene del corazón, eso es lo que mancha al hombre? Pues del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias, y estas cosas son las que manchan al hombre 45. Pero si en este lugar se hablase solo de la boca del cuerpo, ¿cómo podríamos entender: Pero lo que procede de la boca, del corazón sale, como la saliva y los vómitos también salen de la boca? Pues entonces uno no se mancharía cuando come algo inmundo, pero sí se mancharía cuando eso mismo lo arroja. Y si esto es muy absurdo, no nos queda más que aceptar que el Señor habla de la boca del corazón: Mas las cosas que salen de la boca vienen del corazón. Porque el hurto, cuando se puede, y así ocurre muchas veces, se realiza en el silencio de la voz y de la boca corporal. Y sería cosa de locos pensar que el ladrón se mancha con el pecado de hurto cuando lo confiesa o publica, y en cambio se conserva limpio cuando lo comete en secreto. Pero si referimos lo dicho a la boca del corazón, ningún pecado se puede cometer en secreto, pues no se puede cometer pecado si no proviene de esa boca interior.

33. Así como hemos investigado de qué boca se dijo: La boca que miente mata al alma, podemos investigar ahora de qué mentira se trata. Parece que se trata, propiamente, de la mentira por la que se denigra a alguno. Pues dice: Guardaos de la murmuración, que nada aprovecha, y refrenad la lengua de la detracción 46. La detracción tiene su origen en la malevolencia, cuando alguno no solamente expresa con la boca y la voz corporal lo que ha inventado de alguno, sino que además, en secreto, quiere que se le crea tal cual, lo que, ciertamente, es calumniar con la boca del corazón. Y esto no puede permanecer oscuro ni oculto ante Dios.

34. Por lo que se refiere a lo que está escrito en otro lugar: No quieras mentir con toda especie de mentira 47, algunos no quieren hacerlo valer para afirmar que toda mentira está prohibida. Pero, así, cuando otro dice: Por el mismo testimonio de la Escritura, de tal manera se debe detestar toda mentira que, incluso, si alguno quiere mentir, aunque no mienta, ya esa misma voluntad debe ser condenada. Y en este sentido se debe interpretar la Escritura, pues no se dijo: No mintáis con ninguna clase de mentira, sino: No quieras mentir con toda especie de mentira, para que nadie se atreva, de ningún modo, a mentir, sino ni siquiera a querer mentir con mentira alguna.

CAPÍTULO XVII

CONTINÚA EL MISMO TEMA

Otro comenta, incluso cuando se dice: no quieras mentir con ninguna clase de mentira, quiso indicarnos que hay que exterminar y alejar toda mentira de la boca del corazón, de modo que nos hemos de abstener de ciertas mentiras con la boca corporal, sobre todo las que se refieren a la doctrina de la religión, pero de otras no nos hemos de abstener cuando lo exija la necesidad de evitar un mal mayor, pero, con la boca del corazón, nos hemos de abstener de toda mentira por completo. Así, conviene entenderlo que se dijo: No quieras, porque el querer se toma siempre como la boca del corazón, y, así, no pertenece a la boca del corazón cuando, para evitar un mal mayor, mentimos muy a pesar nuestro. Hay una tercera manera de entender el No quieras mentir... con toda clase, como si se permitiera mentir, excepto con cierta clase de mentiras. Como si se nos dijera: No quieras creer a todo hombre, y se nos invitase no a no creer a nadie sino a que no creamos a todos o solamente a algunos. Eso es lo que viene al expresar lo que sigue: La costumbre de mentir no conduce a nada bueno 48, pues suena de tal manera que parece que no prohíbe la mentir, sino la mentira asidua, es decir: la costumbre de mentir y el amor a la mentira. En esa costumbre caerá, ciertamente, el que piense se puede abusar de toda mentira. De este modo, ni siquiera evitaría las que se refieren a la piedad y la religión, y ¿qué puede haber más criminal, no solo entre las mentiras, sino en cualquier clase de pecados, que éste? Y así, ante cualquier mentira, aunque fuera sobre algo sin importancia y completamente inofensivo, acomodaría la voluntad de tal modo que terminaría por mentir no para evitar un mal mayor ni contra su voluntad, sino de grado y a gusto.

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Así, esta sentencia puede entenderse de tres modos: uno, que no solamente no se ha de mentir, sino que tampoco se debe querer mentir; otro, que no se desee mentir, pero que se puede mentir, contra la propia voluntad, cuando se trata de evitar un mal mayor, y, finalmente, que no se quiera toda clase de mentiras, pues, excepto algunas mentiras, las otras están permitidas. El primer modo es para los que estiman que nunca se debe mentir, los otros dos son para los que piensan que se puede mentir alguna vez. En cuanto a lo que sigue: Acostumbrarse a mentir no aprovecha para el bien, no sé si lo admitirían los de la interpretación primera, a no ser que el no mentir y la voluntad de no mentir se prohíba solamente a los perfectos y la costumbre de mentir incluso a los que caminan hacia la perfección. Como si el precepto de no mentir nunca ni tener voluntad de mentir se contradijeran con ciertos ejemplos de mentiras que están aprobadas, con gran autoridad, como si se intentase responder: en los ejemplos aducidos se trata de personas que caminan hacia la perfección y que tienen que cumplir, por necesidades de la vida, un oficio de misericordia; pero, como toda mentira es mala, las almas perfectas y espirituales deben huir de ella por todos los medios, de modo que incluso a los que buscan la perfección se les prohíbe la costumbre de mentir. Ya dijimos de las comadronas egipcias que, aunque mintieron, habían sido aprobadas, en razón de su progreso hacia la perfección, porque es un peldaño en el camino, para amar la auténtica y eterna salud, cuando alguien al mentir lo hace por misericordia aunque sea para salvar la vida mortal del prójimo.

35. Otro tanto ocurre con lo escrito: Perderás a todos los que hablan mentira. Uno dice que aquí se condena toda mentira sin excepción alguna, y otro dice que se trata de los que mienten de corazón, como se ha discutido anteriormente, porque el que odia la necesidad de mentir y la considera un castigo de esta vida mortal, dice la verdad en su corazón. Otro dice: Dios, ciertamente, pierde a todos los que dicen mentira, pero no toda mentira, porque hay una mentira, a la que se refería el profeta, que no se perdonará a nadie: es cuando alguien miente y rehúsa confesar sus pecados, pues más bien los defiende y no quiere hacer penitencia. Poco sería que haya obrado la iniquidad si no quisiera aparecer como justo al negarse a aceptar la medicina de la confesión. Es lo que viene a intimar, aunque con otras palabras, el texto: Aborreces a todos los que obran la iniquidad 49. Pero no los perderás si hacen penitencia confesando la verdad, para que haciendo esta verdad vengan a la luz, como está escrito en el Evangelio de San Juan: El que obra la verdad viene a la luz 50. Pero perderás a todos los que no solo obraron lo que odiaste, sino que hablan la mentira, pretendiendo una falsa santidad y no confesando sus pecados en la penitencia.

36. Por lo que toca al falso testimonio, que está puesto en el decálogo de la ley, de ningún modo se puede pretender que se trata solamente de guardar el amor a la verdad en el corazón y se pueda proferir falso testimonio ante aquel a quien hablamos. Cuando hablamos a Dios, basta con abrazar la verdad de corazón; pero cuando hablamos a los hombres hay que decir la verdad también con la boca corporal porque el hombre no escudriña el corazón. A propósito de este testimonio, ciertamente, se puede preguntar ante quién es testigo cada uno. Pues no siempre que hablamos ante cualquiera somos testigos, sino cuando hablamos ante quienes conviene y deben conocer o creer la verdad por lo que nosotros decimos, como puede ser el juez, para que no yerre al juzgar, o al que se le enseña la doctrina de la religión para que no yerre en la fe o fluctúe dudando de la autoridad del maestro. Pero cuando te interroga uno o quiere saber algo de ti, quien busca lo que no le interesa o no le conviene saber, entonces no busca en ti un testigo, sino un traidor. Entonces, si le mintieses quedarás inmune de falso testimonio, pero, ciertamente, no de la mentira.

CAPÍTULO XVIII

NO SE PUEDE HACER UN MAL, SÍ PERMITIRLO, PARA EVITAR OTRO MAYOR

Así pues, establecido que nunca es lícito proferir un falso testimonio, se pregunta si es lícito mentir alguna vez. O, si toda mentira es un falso testimonio, vamos a ver si admite alguna compensación de modo que se pueda decir para evitar un pecado mayor. Así sucede con lo que está escrito: Honra a tu padre y a tu madre 51, que puede ser suplantado por una obligación superior, por ejemplo, cuando el mismo Señor impide al hijo, que ha sido llamado a anunciar el reino de Dios, ir a rendir el último honor de la sepultura a su padre 52.

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37. Igualmente, en lo que está escrito: El hijo que recibe la palabra estará lejos de la perdición; recibiéndola, la recibe para sí y nada falso sale de su boca 53, dicen algunos que hay que entenderlo así: "El hijo que recibe la palabra" quiere decir la palabra de Dios, que es la verdad. Por tanto: Recibiendo la verdad, estará muy lejos de la perdición, se refiere a lo dicho antes: Perderás a todos los que dicen mentira. Y lo que sigue: Recibiéndola, la recibe para sí, no insinúa otra cosa más que lo que dice el Apóstol: Que cada uno examine su obra y entonces se gloriará en sí mismo y no en otro 54. Pues quien recibe la palabra, o sea la verdad, no para sí, sino para agradar los hombres, no la conservará viendo que a éstos les agrada la mentira. Pero quien recibe la verdad para sí, no dejará salir nada falso de su boca, porque aunque agrada a los hombres la mentira, el que la guarda, para agradar a Dios y no a los hombres, no mentirá.

Por tanto no hay razón para decir que: Perderá, ciertamente, a todos los que dicen mentira, pero no toda mentira. Pues se ha anatematizado toda clase de mentira, sin excepción, cuando se dijo: Y nada falso sale de su boca. Aunque alguno dirá que eso hay que entenderlo como entendió el apóstol San Pablo lo que dijo el Señor: Mas yo os digo que no juréis en modo alguno 55.

Porque aquí se anatematiza todo juramento, pero el que sale del corazón, de modo que nunca se haga con aprobación de la propia voluntad, sino obligado por la debilidad de otro, esto es por la maldad del otro, al que no se puede persuadir de lo que se le dice, sino con el juramento. O por aquella maldad nuestra, porque, revestidos todavía con la piel de la mortalidad, no somos capaces de mostrar del todo nuestro corazón, pues si lo fuéramos no haría falta el juramento. Aunque también pensando toda la frase que se dijo: El hijo que recibe la palabra estará lejos de la perdición, se entiende como dicha de la Verdad, por la que todo fue hecho y que permanece siempre inmutable, y entonces la segunda parte: Y nada falso sale de su boca, puede referirse a la doctrina de la religión, que es la que se esfuerza en conducirnos a la contemplación de esa verdad, es decir, nada falso sale de su boca, en lo que toca a esa doctrina. Por eso, esa clase de mentira no puede admitir ninguna compensación y hay que evitarla totalmente y por encima de todo. Pero si, al decir: Nada falso, se entendiera absurdamente, como si no se refiriese a toda clase de mentira, entonces el de su boca se debe entender, según concluye el que piensa que se puede mentir alguna vez, de la boca del corazón, conforme a la discusión precedente.

38. Toda esta discusión, ciertamente, ha venido alternando entre los que afirman que nunca se debe mentir, citando para probarlo los testimonios de la Sagrada Escritura, y los que les contradicen y buscan un lugar para la mentira entre los testimonios de la mismas palabras divinas. Pero nadie ha podido mostrar que haya encontrado esto en un ejemplo o en una palabra de las Escrituras, donde se vea que se debe amar y no odiar toda mentira. Pero algunas veces habría que mentir, muy a nuestro pesar, para evitar lo que detestamos todavía más plenamente. Pero incluso en esto yerran los hombres que someten las cosas más excelentes a las más viles. Pues, cuando concedes que se debe admitir algún mal para no admitir otro mayor, no se mide ese mal con la regla de la verdad, sino con la de la costumbre y la concupiscencia propia, y, así, juzga más grave lo que él mismo aborrece más y no lo que realmente debe evitarse más. Todo este vicio se engendra por la perversión del amor. Pues, efectivamente, tenemos dos vidas: una eterna, divinamente prometida, y otra temporal, en la que ahora estamos. Cuando alguien comienza a amar esta vida temporal más que la eterna, piensa que lo debe hacer todo por esta que tanto ama. Y entonces cree que no hay pecados mayores que los que hacen daño a esta vida o los que le quitan alguna comodidad, inicua e ilícitamente, o los que, finalmente, la arrebatan la vida al inferirle la muerte. Y así se odiará más a los ladrones, saqueadores, malhechores, a los verdugos y a los asesinos que a los lascivos, borrachos e impúdicos cuando éstos no molestan a nadie. Pues no entienden o no les preocupa, en absoluto, que estos injurien a Dios, no porque le causen algún incomodo, sino porque se arruinan a sí mismos, pues destruyen sus dones en sí mismos, incluso los temporales, y, por su corrupción, se apartan de los eternos, sobre todo si ya habían comenzado a ser templo de Dios, lo que a todos los cristianos el Apóstol dice así: ¿No sabéis que sois templo de Dios y que el espíritu de Dios habita en vosotros? Quien profanare el templo de Dios, Dios lo perderá. Porque santo es el templo de Dios, que sois vosotros 56.

39. Ciertamente, todos estos pecados, ya sea los que dañan a los hombres en las comodidades de esta vida o bien los que les corrompen a ellos mismos sin dañar a ningún otro, aunque parecen proporcionar alguna utilidad o placer en esta vida temporal (pues si no fuera por eso nadie los cometería), enredan a los hombres de mil maneras y les impiden caminar hacia la vida

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eterna. Entre éstos hay unos que solo atan a los que los cometen y otros que también atan a aquellos sobre quienes se cometen. Porque en las cosas que se guardan para la utilidad de esta vida, cuando nos son hurtadas por los malhechores, solo los que esto hacen pecan y se privan de la vida eterna, no los que sufren el hurto. Y, así aunque alguien consienta que le quiten sus bienes, ya sea para no hacer otro mal o para no sufrir incomodidades mayores, no solamente no peca, sino que, en el primer caso, obra valiente y laudablemente, y en el otro, con vistas a su utilidad y sin culpa suya alguna. Sin embargo, en lo que toca a la guarda de la santidad y de la religión, cuando alguien intentara violarlas injuriosamente, deben ser defendidas, aun a costa de pecados menores, si hubiera necesidad y posibilidad de hacerlo sin perjudicar a nadie. Y entonces, incluso, esos pecados dejan de serlo, cuando se han aceptado por la necesidad de evitar males mayores. Igual que en las cosas provechosas de la vida, cuando se trata, por ejemplo, de dinero o de alguna comodidad corporal, no se dice que se pierde lo que se gasta para adquirir mayor ganancia. Del mismo modo, en las cosas santas, no se llama pecado lo que perdemos para evitar algo más grave. Y si también se llama daño a lo que alguno pierde para no perder más, llámese también pecado a esto, aunque nadie tenga dudas de que se debe consentir para evitar algo más grave, como nadie dudará que se debe consentir una pérdida menor para evitar un daño mayor.

CAPÍTULO XIX

LA SANTIDAD EXIGE PUDOR DE CUERPO, LIMPIEZA DE ALMA Y VERDAD DE DOCTRINA

40. Estas son las cosas que debemos guardar a causa de la santidad: el pudor del cuerpo, la limpieza del alma y la verdad de la doctrina. La pureza del cuerpo nadie la viola sin el consentimiento y el permiso del alma. Lo que por fuerza mayor nos ocurre en nuestro cuerpo, sin quererlo nosotros y sin nuestro consentimiento, no es ninguna impudicia. Pues puede haber alguna razón para permitirlo, para consentirlo ninguna. Y consentimos cuando aprobamos y queremos, pero permitimos cuando, incluso no queriéndolo, cedemos, para evitar una torpeza mayor. El consentimiento, aunque nada más sea en la impureza del cuerpo, mancilla también la pureza del alma. Pues la castidad del alma está en la buena voluntad y el amor sincero, que no se destruye sino cuando amamos y apetecemos lo que la verdad nos enseña que no se debe amar ni apetecer. Debemos guardar, por tanto, la sinceridad en el amor a Dios y al prójimo, pues en esto se santifica la castidad del alma. Y, si se ataca violentamente la pureza de nuestro cuerpo, debemos trabajar con todas nuestras fuerzas y elevar una oración suplicante para que el sentido inferior de nuestra alma que está latente en nuestra carne no se empañe con delectación alguna. Y si esto no es posible, que al menos la falta de consentimiento guarde la castidad de la mente. Pero se ha de guardar la castidad del alma, por lo que toca al amor del prójimo, por la inocencia y la benevolencia, y en lo que toca a Dios, por la piedad. La inocencia consiste en no hacer daño a nadie; la benevolencia, en ser de provecho al que podamos, y la piedad, en dar culto a Dios. La verdad de la doctrina, de la religión y la piedad no se viola sino con la mentira, pues la suma e íntima verdad, de la que nace esta doctrina, no puede ser violada en absoluto. Pero llegar a ella y mantenernos en ella, por encima de todo, y adherirnos totalmente a ella no nos será permitido sino cuando este cuerpo corruptible sea revestido de incorrupción y este cuerpo mortal sea revestido de inmortalidad 57. Pero, como en esta vida toda piedad es lucha, por la que tendemos a la otra, para cuya lucha nos ofrece su guía esa doctrina que, con palabra humanas y con signos sacramentales corporales, nos insinúa e intima la misma verdad, y como esta doctrina puede ser corrompida por la mentira, se ha de poner el máximo cuidado en mantenerla incorrupta para que si alguno fuera violado en la castidad del alma tenga donde poner remedio, pues una vez corrompida la autoridad de la doctrina, no puede haber ningún camino ni retorno para la castidad del alma.

CAPÍTULO XX

LA CASTIDAD DEL ALMA ES EL AMOR ORDENADO

41. De todo lo dicho se deduce esta conclusión: la mentira que no viola la doctrina de la piedad, ni la piedad en sí, ni la inocencia ni la benevolencia, debe admitirse para salvar la pureza del cuerpo. No obstante, si alguien se propusiera amar la verdad no solo para contemplarla sino también para decirla, llamando verdadero a lo verdadero, sin decir jamás con la boca corporal

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una cosa distinta de lo que ha visto e intuido en su alma, y se propusiera anteponer la hermosura de la fidelidad a la verdad, no solo al oro y la plata, las piedras preciosas y los campos amenos, sino también a todo bien corporal y a toda ventaja de esta vida temporal, no sé si alguien, prudentemente, se atrevería a decir que se equivocaba. Y, si anteponía y estimaba en más la verdad que todos estos bienes y cosas, con razón habría de anteponerla también a las cosas temporales de los prójimos que debiera conservar y favorecer con su integridad y benevolencia.

Amaría, pues, la fe perfecta, que no se limita a creer felizmente lo que una autoridad fidedigna y superior propone, sino que expresa también, fielmente, lo que él juzga que debe decir y lo dice. Pues fe (fides) se dice así en la lengua latina (de facere), porque hace lo que dice; lo que no ocurre, como es notorio, en el que miente. Y, aunque se viole menos gravemente la verdad cuando alguien miente para que se le crea sin incomodidad ni daño alguno, cuando tiene además la intención de defender su salud y conservar la pureza corporal, sin embargo se viola la verdad y, de hecho, se profana la castidad y la santidad que debe custodiar el alma. Por eso, estamos obligados a anteponer la fe perfecta a la pureza del cuerpo, guiados no por la opinión humana, que muchas veces es errónea, sino por la verdad misma que está sobre todo y es la única invencible. La castidad del alma es el amor ordenado que no somete lo superior a lo inferior. Lo que se puede profanar en el cuerpo es siempre inferior a lo que se puede ultrajar en el alma. Ciertamente, cuando alguien miente para defender la pureza del cuerpo, se da cuenta de que, al mancillar su cuerpo, no es dominado por su propia libido sino por la ajena, y de que lo que tiene que cuidar es de no consentir al permitirlo. Porque esa rendición, ¿de dónde viene sino del alma? Por tanto, incluso el pudor corporal no se puede corromper sino en el alma, y si ésta no lo consiente ni permite, de ningún modo se puede decir que se viola la pureza del cuerpo, haga lo que haga en él la libido ajena. De donde se deduce que debemos cuidar, sobre todo, la castidad de alma en el alma, que es donde está la defensa de la pureza del cuerpo. Por tanto, en lo que de nosotros depende, fortifiquemos y protejamos ambas con la santidad de nuestras costumbres y buena conducta para impedir que sean violadas. Pero cuando no es posible mantener las dos cosas, ¿quién no ve lo que debemos preferir? ¿Quién no ve lo que se ha de anteponer: el alma al cuerpo o el cuerpo al alma, la castidad del alma a la pureza del cuerpo, o la pureza del cuerpo a la castidad del alma? ¿Quién no verá lo que se debe elegir entre permitir el pecado ajeno o cometer el pecado propio?

CAPÍTULO XXI

RESUMEN Y CONCLUSIONES

42. Está claro, pues, dejes de discutirlos todos, que los textos de las Escrituras no nos amonestan otra cosa sino que nunca se debe mentir, en absoluto, puesto que ningún ejemplo de mentira, digno de imitación, encontramos ni en las costumbres ni en el modo de obrar de los santos, al menos por lo que toca a las Escrituras, que no apuntan a ninguna significación alegórica como ocurre en los acontecimientos que se narran en los Hechos de los Apóstoles. Pues todo lo que se dice del Señor en el Evangelio y que a los indoctos les parecen mentiras, tiene siempre una significación alegórica. En cuanto a lo que dice el Apóstol: Me he hecho todo para todos para ganar a todos 58, se debe entender, rectamente, que no obró él mintiendo sino por compasión, de modo que actuó con tanta caridad para salvarlos, como si él mismo tuviese el mal del que pretendía librarlos. Por tanto, nunca se debe mentir en la doctrina de la piedad. Es un gran pecado y la primera clase de mentira detestable. Tampoco se debe mentir con las mentiras de la segunda clase, porque nunca se debe perjudicar a nadie. No se debe mentir con las mentiras de tercera clase, porque no se debe favorecer a nadie con perjuicio de un tercero. Ni con las mentiras de cuarta clase, o sea, por el prurito de mentir porque es un vicio en sí mismo. No hay que mentir con el quinto género de mentira, porque si no se debe decir la verdad con el único fin de agradar a los hombres, ¿cuánto menos la mentira, que, por sí misma, en cuanto mentira, es siempre detestable? Ni se debe mentir con las mentiras de sexta clase, pues nunca se debe corromper el testimonio de la verdad por el bien temporal o la salud de nadie. Ni se debe conducir a nadie a la salvación eterna con la ayuda de la mentira, ni convertirle a la buenas costumbres por las malas obras de quien le convierte, porque después se creerá obligado el convertido a hace lo mismo con otros, y así no se convertirá a las buenas costumbres, sino a las malas, pues se le propone imitar, una vez convertido, el modelo que se le ofreció al convertirlo. Tampoco se debe mentir con el séptimo género de mentiras, pues la

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comodidad o la salud temporal de uno no se debe preferir a la perfección de la fe. Ni hemos de abandonar las buenas obras porque alguien interprete tan mal nuestra buena conducta que se haga interiormente peor y se aleje aún más de la piedad. Pues hemos de mantenernos, por encima de todo, allí adonde debemos llamar e invitar a los que amamos como a nosotros mismos e impregnar, con valor, nuestra alma de aquella sentencia apostólica: Para unos somos olor de vida para la vida, y, para otros, olor de muerte para la muerte. Y para esto, ¿quién será idóneo? 59

Tampoco se debe mentir con el octavo género de mentiras, porque cuando se trata del bien es preferible la castidad del alma a la pureza del cuerpo, y cuando se trata del mal es mayor el que nosotros hacemos que el que permitimos hacer. En estos ocho géneros de mentiras, tanto menos peca uno, al mentir, cuanto más se acerca al octavo, y tanto más aumenta el pecado cuanto más se acerca al primero. Y quien piense que hay alguna clase de mentira que no es pecado alguno, se engaña, torpemente, a sí mismo al creerse justo y engañar a los otros.

43. Tan grande es la ceguera que invade el alma de los hombres, que les parece poco si decimos que algunas mentiras no son pecado, y si rechazamos totalmente la mentira, entonces dicen que, en algunos casos, se peca necesariamente. Y, guiados de este modo por la defensa de la mentira, dicen que el apóstol Pablo había usado la de primera clase, que es la más execrable de todas. Porque en la carta a los Gálatas, que trata, como las otras, de la doctrina de la religión y de la piedad, dicen que mintió en aquel pasaje donde escribe de Pedro y Bernabé: Como viese que no caminaban según la verdad del Evangelio 60. Pues, al querer defender a Pedro del error y del camino de la maldad en el que había caído, se empeñan en destruir el mismo camino de la religión, único que puede salvarnos, al quebrar y menoscabar la autoridad de las Escrituras. No se dan cuenta que acusan al Apóstol no solo del delito de mentira, sino también de perjuro en la misma doctrina de la piedad, es decir, en una carta en la que predica el Evangelio, y donde poco antes había dicho: Pongo a Dios por testigo que no miento en las cosas que os escribo 61.

Pero demos ya remate a esta discusión. A través de toda ella y en cada una de las partes, de su estudio, nada mejor se puede pensar y orar que aquello que dice el mismo Apóstol: Fiel es Dios, que no permitirá seáis tentados por encima de vuestras fuerzas, sino que os sostendrá en la tentación para que podáis alcanzar el triunfo 62.