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Tema 1. Aspecto sobresalientes de la lingüística histórica española La lingüística histórica española a partir del estudio 'Del lenguaje en general (ensayo de una presentación de la historia de la lengua' de R. Menéndez Pidal, 1939 1' , en el marco de la lingüística europea en torno al siglo XIX y principios del XX. Ígor Rodríguez Iglesias UNED 2 Resumen: La lingüística histórica española se enmarca en la hispanística, una de las ramas de la romanística que tomó el relevo a la lingüística indoeuropea germana que acaparó los estudios histórico-comparativos de los tres primeros cuartos del siglo XIX. Con el Centro de Estudios Históricos de Madrid y la figura de Menéndez Pidal, España (y la hispanofonía, en general) tendrá en la escuela madrileña a destacados filólogos y lingüistas que desarrollarán su labor, además de en ámbitos que le son ajenos a la lingüística como ciencia del lenguaje (y sus productos culturales, las lenguas), en el aspecto diacrónico (sobre todo), pero con interesantes apuntes sincrónicos, como la depuración del concepto de forma interior humboldtiano hasta hacer de él un instrumento estructuralista. Aún superando las viejas escuelas, la pidalina sabrá sumar la ponderación positiva del dato y la estilística idealista, en un siglo, el XX, donde la perspectiva diacrónica queda relegada a un segundo plano, por el masivo interés a partir de la publicación de la obra de Saussure por la descripción sincrónica y la continua depuración epistemológica de la ciencia lingüística. Comentario A partir de las indicaciones del profesor F. Marcos-Marín, he seleccionado un texto relacionado con la Historia de la Lingüística. Dado que la asignatura tiene por título 'Lingüística española' me ha parecido interesante seleccionar un fragmento de uno de los textos de R. Menéndez Pidal, en concreto 'Del lenguaje en general (ensayo de una presentación de la historia de la lengua) 1939 (con algunas actualizaciones posteriores)' (2005: 7-75). Reproduzco el fragmento elegido, correspondiente al apartado uno de tal ensayo, cuyo título es 'Creación y tradición en el lenguaje': “Los lingüistas románticos (Jacob Grimm, Bopp, Max Müller) concibieron el lenguaje como un don divino, una revelación, al par de la religión o de la poesía primitiva de los pueblos. Las lenguas nacieron perfectas y el progreso humano no se realiza sino en perjuicio de ellas, así que la época literaria de cada idioma es ordinariamente época de decadencia desde el punto de vista lingüístico. La lingüística positivista heredó de los románticos la idea de que la lengua, organismo natural, nació perfecta en época prehistórica y su evolución representa una continua decadencia (Schleicher); pero luego reacción contra los románticos: el lenguaje no es de origen sobrehumano; es un sistema de signos establecidos por un acuerdo tácito entre los hablantes; así la lengua se impone al individuo como un organismo preexistente, como un instrumento que se le pone en la mano (J. Vendryes). En fin, para la lingüística idealista, en reacción contra el positivismo, el lenguaje no es signo sino expresión; aquel sistema de signos no tiene realidad; no existe un «uso lingüístico» al que como un patrón fijo se pueda acudir para juzgar las variaciones de la lengua usada por los diferentes escritores o hablantes; tal uso lingüístico es un ser imaginario que, cuando pretendemos sorprenderlo en las manifestaciones del lenguaje, se nos desvanece en una serie de expresiones individuales, siempre diversas unas de otras. No aprendemos la lengua que hablamos, sino que 1 Menéndez Pidal, R. (2005): Historia de la lengua española, Vol. II, Madrid: Fundación Ramón Menéndez Pidal, 2007, pp. 7-75. 2 Estudiante de la asignatura Lingüística Española del Máster Oficial en Ciencia del Lenguaje y Lingüística Hispánica (UNED). Licenciado en Lingüística (Universidad de Cádiz) y licenciado en Humanidades (Universidad de Huelva).

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Tema 1. Aspecto sobresalientes de la lingüística histórica española

La lingüística histórica española a partir del estudio 'Del lenguaje en general (ensayo de una presentación de la historia de la lengua' de R. Menéndez Pidal, 19391', en el marco de la

lingüística europea en torno al siglo XIX y principios del XX.

Ígor Rodríguez IglesiasUNED2

Resumen: La lingüística histórica española se enmarca en la hispanística, una de las ramas de la romanística que tomó el relevo a la lingüística indoeuropea germana que acaparó los estudios histórico-comparativos de los tres primeros cuartos del siglo XIX. Con el Centro de Estudios Históricos de Madrid y la figura de Menéndez Pidal, España (y la hispanofonía, en general) tendrá en la escuela madrileña a destacados filólogos y lingüistas que desarrollarán su labor, además de en ámbitos que le son ajenos a la lingüística como ciencia del lenguaje (y sus productos culturales, las lenguas), en el aspecto diacrónico (sobre todo), pero con interesantes apuntes sincrónicos, como la depuración del concepto de forma interior humboldtiano hasta hacer de él un instrumento estructuralista. Aún superando las viejas escuelas, la pidalina sabrá sumar la ponderación positiva del dato y la estilística idealista, en un siglo, el XX, donde la perspectiva diacrónica queda relegada a un segundo plano, por el masivo interés a partir de la publicación de la obra de Saussure por la descripción sincrónica y la continua depuración epistemológica de la ciencia lingüística.

Comentario

A partir de las indicaciones del profesor F. Marcos-Marín, he seleccionado un texto relacionado con la Historia de la Lingüística. Dado que la asignatura tiene por título 'Lingüística española' me ha parecido interesante seleccionar un fragmento de uno de los textos de R. Menéndez Pidal, en concreto 'Del lenguaje en general (ensayo de una presentación de la historia de la lengua) 1939 (con algunas actualizaciones posteriores)' (2005: 7-75). Reproduzco el fragmento elegido, correspondiente al apartado uno de tal ensayo, cuyo título es 'Creación y tradición en el lenguaje':

“Los lingüistas románticos (Jacob Grimm, Bopp, Max Müller) concibieron el lenguaje como un don divino, una revelación, al par de la religión o de la poesía primitiva de los pueblos. Las lenguas nacieron perfectas y el progreso humano no se realiza sino en perjuicio de ellas, así que la época literaria de cada idioma es ordinariamente época de decadencia desde el punto de vista lingüístico.

La lingüística positivista heredó de los románticos la idea de que la lengua, organismo natural, nació perfecta en época prehistórica y su evolución representa una continua decadencia (Schleicher); pero luego reacción contra los románticos: el lenguaje no es de origen sobrehumano; es un sistema de signos establecidos por un acuerdo tácito entre los hablantes; así la lengua se impone al individuo como un organismo preexistente, como un instrumento que se le pone en la mano (J. Vendryes).En fin, para la lingüística idealista, en reacción contra el positivismo, el lenguaje no es signo sino expresión; aquel sistema de signos no tiene realidad; no existe un «uso lingüístico» al que como un patrón fijo se pueda acudir para juzgar las variaciones de la lengua usada por los diferentes escritores o hablantes; tal uso lingüístico es un ser imaginario que, cuando pretendemos sorprenderlo en las manifestaciones del lenguaje, se nos desvanece en una serie de expresiones individuales, siempre diversas unas de otras. No aprendemos la lengua que hablamos, sino que

1 Menéndez Pidal, R. (2005): Historia de la lengua española, Vol. II, Madrid: Fundación Ramón Menéndez Pidal, 2007, pp. 7-75.

2 Estudiante de la asignatura Lingüística Española del Máster Oficial en Ciencia del Lenguaje y Lingüística Hispánica (UNED). Licenciado en Lingüística (Universidad de Cádiz) y licenciado en Humanidades (Universidad de Huelva).

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aprendemos a crearla (Croce).Para el positivismo y sus derivaciones, el objeto de estudio es el habla de un pueblo en su tipo lingüístico ideal, del que todas las realizaciones de hecho no son sino aproximaciones y, como hechos particulares que son, carecen de interés (Meillet). Para el idealismo, por el contrario, el conocimiento del uso lingüístico, de las llamadas reglas lingüísticas, no es ciencia; todo lo que en el lenguaje merece ser estudiado es la libre creación del hablante, siempre nueva, como la obra artística, que no debe referirse a un ideal abstracto de belleza, pues los ideales son tantos cuantas son las obras de arte (Vossler).¿Qué camino vamos a tomar en esta difícil encrucijada? Desde luego, hoy no podemos pensar que el hombre de progresada cultura estropee una perfección lingüística infusa en sus antepasados primitivos, como pensaban los románticos, ni que las literaturas se produzcan después que aquella originaria perfección se ha perdido. Si, conforme progresa, el hombre deja perder delicadas complicaciones de declinación, conjugación o sintaxis propias de las lenguas más antiguas, es porque las lenguas progresan también. La primitiva abundancia de casos y números en la declinación, o de modos y aspectos verbales en la conjugación, respondía a la agudeza de observación causística y pormenorista del hombre primitivo, falto de fuerza generalizadora. La simplificación propia de las lenguas modernas no es, pues, una ruina, sino una reconstrucción intencionada, obra de hablantes dotados de un mayor poder de abstracción que les lleva a eliminar particularidades excesivas. Por otra parte, tampoco podemos hoy pensar, como el romanticismo, que la época literarias de un idioma sea inferior a la de sus orígenes, ni como el positivismo, que en el estudio de un idioma la literatura interese sólo como medio para conocer el uso lingüístico. El lenguaje se modela por sus artistas del hablar, escritores o ágrafos, y siempre los escritores realizarán la manifestación más alta del lenguaje, por lo cual no concebimos la historia lingüística sino en esencial unión con la historia literaria. ¿Venimos así a parar de lleno en el idealismo? No, pues debemos realzar ciertos aspectos del lenguaje que el idealismo suele o solía dejar a un lado, movido naturalmente por su impulso de reacción contra el positivismo”.

Ramón Menéndez Pidal 2005: 7-11.

Con Ramón Menéndez Pidal estamos ante un autor que puede ser adscrito a una la de las ramas de la gramática comparada, la romanística, donde se sitúa la hispanística (Marcos Marín 1990: 94). En el fragmento relacionado, Pidal expone brevemente las concepciones sobre el lenguaje y la lingüística de los románticos, positivistas e idealistas. Posteriormente, reniega de tales concepciones, de las que discrepa en diferentes aspectos.

Pidal nos dice que 1) los románticos, entre los que adscribe a J. Grimm, Bopp y Müller, conciben el lenguaje como un don divino. Para éstos, las lenguas nacieron perfectas y su cambio las perjudicas; 2) los positivistas (que heredaron de los románticos la idea de que la lengua es un organismo natural, nació perfecta en época prehistórica y que la evolución representa una continua decadencia) reaccionan contra los románticos (el lenguaje no es de origen sobrehumano y es una sistema de signos establecidos por acuerdo tácito entre los hablantes; la lengua se impone al individuo) y su objeto de estudio es el habla de un pueblo en su tipo lingüístico ideal (las realizaciones son aproximaciones y carecen de interés) (figura en éstos Schleicher); y 3) los idealistas, que, por contra, reaccionan contra el positivismo, conciben el lenguaje como expresión y no como signo, y su objeto de estudio es la libre creación del hablante, siempre nueva (figuran en estos Vossler y Croce).

El camino que toma Pidal es una reacción declarada contra los principios expuestos de tales tendencias: 1) contra los románticos, porque para Menéndez Pidal las lenguas progresan también y las épocas literarias no son inferiores a la de los orígenes; 2) contra los positivistas, porque para este autor el estudio del idioma la literatura no interesa sólo como medio para conocer el uso lingüístico (para Pidal el lenguaje se modela por los artistas del lenguaje y los escritores realizan la manifestación más alta del lenguaje); y 3) contra los idealistas, pues para Pidal se debe realzar ciertos aspectos del lenguaje obviados por éstos.

A partir del texto de Pidal vamos a construir un esbozo del panorama de la lingüística europea, en general, y española, en particular, del siglo XIX (y parte del XX). Como se ve, hay un deliberado y consciente uso del texto como pretexto para tratar aspectos que quedan configurados en el mismo título de este tema. Como bien ha señalado el profesor Marcos Marín (2010: 133-134), es un error en sí, desde el punto de vista del estudioso del texto, cuyos fines trasciendan lo gramatical y se ocupen de cuestiones relacionadas con la información que aporta el texto en cuestión (biografía de los autores, historia de la época o los textos, etc.), considerar un error el uso

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del texto como pretexto para tratar asuntos relacionados con tales informaciones. De este modo, puesto que nuestro objetivo aquí no es la realización de un comentario lingüístico ni filológico, sino la construcción de un tema sobra la lingüística hispánica del siglo XIX (y el panorama general de tal ciencia en tal siglo), creo que no puede estar más justificado partir del fragmento de Pidal expuesto más arriba para abordar la cuestión que nos atañe. Hecha esta precisión, entraremos en seguida a abordar el asunto que nos ocupa.

En el contexto general de la lingüística, el siglo XIX se caracteriza en la ciencia del lenguaje por la gramática comparada e histórica, con sus dos corrientes principales, los comparatistas y los neogramáticos (cf. Marcos Marín 1990: 91), y la reacción a estos últimos por parte de diferentes escuelas o disciplinas (Černý 1998: 115), ya en los albores del siglo XX (Coseriu 1981: 51). La caracterización de Pidal está hecha sobre presupuestos de carácter ideológicos del periodo histórico en cuestión, con alcance a diversos ámbitos (filosofía, literatura, política, historia...): romanticismo, positivismo e idealismo. Me ha parecido interesante considerar a este respecto las palabras de Coseriu 1981: 36:

«Por “ideología” entendemos la forma -reducida, esquemática y, por lo general, carente de fundamentación cabal- en la que una concepción filosófica se adopta en las disciplinas particulares y en la cultura corriente y, muy en especial, el modo como una filosofía determina los planteamientos y métodos de una disciplina particular».

La periodización de Pidal hay que entenderla en este sentido. El filólogo expone tres periodos que, en función de la ideología más o menos dominante en las ciencias o las artes, van a caracterizar tanto las etapas históricas que podemos establecer como a los autores, escuelas o disciplinas de esta ciencia en particular. Así, tenemos a románticos, a caballo entre el siglo XVIII y la primera mitad del XIX; positivistas, que colmarán el resto del siglo; e idealistas, que irán más allá, traspasando la imaginaria frontera del tiempo y ocupando parte de las primeras décadas del XX, en paralelismo con corrientes imperantes en este siglo.

La caracterización pidalina, pues, no es incierta, ya que es perfectamente visible el influjo del romanticismo en el danés Rask y los alemanes J. Grimm y Bopp (Černý 1998: 96-99) y, de hecho, la lingüística comparada e histórica «nació marcada más bien por una ideología romántica, sólo en parte conservada y continuada luego por el positivismo». Nos es útil si se quiere contextualizar los estudios lingüísticos con respecto a su tiempo, a las corrientes de pensamiento generales que, obviamente, influyen en estos. Pero la lingüística suele etiquetar y clasificar a estos autores, estudios y disciplinas en función de su quehacer, del método, el objeto o la finalidad, es decir, en lo estrictamente científico en cuanto a ciencia con plena autonomía. De ahí que Ras, Grimm y Bopp formen parte de lo que en 1808 F. Schlegel llamó comparatistas (Marcos Marín 1990: 91) y A. Schleicher y A. Leskien de los jóvenes gramáticos o neogramáticos3 (íbid). Y como reacción a éstos (Černý 1998: 115), los idealistas.

Es típico en la ciencia del lenguaje hablar de una lingüística precientífica y otra científica, desde el siglo XIX hasta hoy. Incluso se habla de la «lingüística moderna», esto es la estructural, la del siglo XX, a partir de F. de Saussure (1857-1913), del que se llega a decir que es su fundador (Lyons 1968: 37). Pero, cuidado, porque también hay quien habla de lingüística moderna para referirse a la del período científico y en este caso el «fundador» o «iniciador» del que se habla es W. von Humboldt (Reale y Antiseri 1988: 62 y 349, respectivamente) e, incluso, J. G. Herder (1744-1803) (íbid., p. 60), aunque es cierto que se hace en una obra de historia de la filosofía y de la ciencia, no de la lingüística. Creo que el debate en este sentido es estéril y no nos aporta nada; es más, nos resta, porque a veces la simplificación nos lleva a tratar la historia de la lingüística de una manera simplista, obviando las ideas precedentes y que explican perfectamente cómo tal o cual lingüística ha llegado hasta ahí, lo que permite valorar no sólo esas ideas en su contexto, sino también reconocer la innovación introducida por el lingüista que se toma como iniciador o

3 Neogramático es la adaptación española del italiano Neo-grammatici, acuñado por G. I. Ascoli (1829-1907). En realidad los llamados neogramáticos se denominaban así mismos Junggrammatiker (Černý 1998: 109) o junggrammatische Schule (Coseriu 1981: 35), esto es, jóvenes gramáticos.

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fundador. Si atendemos a lo que nos dice A. Martinet 1960: 11-12,

«la historia nos muestra que, hasta una fecha muy reciente, la mayor parte de los que se han ocupado del lenguaje o de las lenguas lo han hecho con intenciones prescriptivas proclamadas o evidentes. Todavía hoy, la mayor parte de la gente, incluso la culta, ignora casi la existencia de una ciencia del lenguaje distinta de la gramática escolar y de la actividad normativa de escritores y periodistas».

...podemos sacar en conclusión que antes de la irrupción de métodos como el comparatista, en el XIX, o estructuralista, en el XX, todo era prescriptivismo. Martinet opone científico a prescriptivo (1960: 11), lo cual asumimos, no sin discusión. Yo convengo con Martinet (1960:12) en que es labor del lingüista la descripción del lenguaje y las lenguas, no la prescripción. Pero no podemos perder de vista que toda labor de prescripción, de normativación, requiere «realizar un análisis suficiente de la lengua y determinar […] las unidades y elementos» (Marcos Marín 1990: 16), lo que supone un trabajo previo de descripción, por lo que habrá que tener en cuenta esto para no sintetizar extremamente, lo que puede comportar una cierta distorsión de cómo se ha ido construyendo el estudio del lenguaje y las lenguas a lo largo de la historia. Valga esto, más para aquellos que podemos llamar prescriptivistas (anclados anacrónicamente en concepciones que consideramos erróneas o alejadas de lo que la ciencia lingüística investiga y halla) que para los descriptivistas.

En línea con lo que decíamos, «la lingüística moderna» (así también la llama Coseriu 1981: 27) «no queda al margen de la tradición, como tan a menudo se cree», ya que, «en realidad, recoge planteamientos teóricos a veces muy antiguos e incluso constantes en la especulación acerca del lenguaje: el foso, la fractura, se dan, por consiguiente, tan sólo en relación a la lingüística inmediatamente anterior a la “moderna”, en particular, en relación con la lingüística de las últimas décadas del siglo XIX» (íbid.). Lo que es cierto es que a lo largo de la historia «ni los conocimientos científicos de la época ni el modelo de sociedad permitían el desarrollo de un pensamiento teórico en el sentido de una lingüística inmanente, que de hecho, será una de las grandes innovaciones de de Saussure en el segundo decenio del siglo XX» (Marcos Marín 1990: 29).

Volviendo a lo que decía de Martinet, la oposición científico/prescriptivo, los métodos de la lingüística comparada e histórica son científicos y, de hecho, la historiografía de la lingüística suele hablar de un periodo científico (desde Bopp y Grimm a nuestros días) y de una etapa precientífica. No obstante, insistimos, hay que tener en cuenta que la «lingüística científica no nació de un día a otro, sino que elaboró, sirviéndose de métodos científicos, las cuestiones que el hombre se había planteado desde antaño» (Černý 1998: 89). Este autor, J. Černý (íbid), apunta además que

«tampoco es correcto si designamos el período anterior al siglo XIX como precientífico, por una parte, porque las opiniones respectivas simplemente correspondían al estado de ciencia de aquel entonces, y por otra parte, porque algunos resultados parciales que se habían alcanzado durante los períodos anteriores siguen comprobándose hasta con los métodos científicos más sofisticados».

La cita del profesor Francisco Marcos (supra), en referencia a los primeros sistemas de escritura es reveladora en este sentido. Así, Marcos Marín dice que sus inventores «pueden ser considerados con justicia los auténticos iniciadores de la Lingüística» (Marcos Marín 1990: 26). Es cierto que «en lo que se refiere a su técnica, como tal, su modelo es prescriptivo, normativo, aunque, como hemos visto, no haya sido posible llegar a él sin una previa y detallada fase de descripción» y «este carácter normativo de la escritura, que pervive en la ortografía, no debe hacernos olvidar, sin embargo, la base de descripción y preocupación por las lenguas que, con toda seguridad, presidió su origen», tal y como señala el profesor (íbid.). Más adelante, en Grecia, «los filólogos [estoicos, neoplatónicos y helenísticos], en la crítica textual, se enfrentaban con una gran variedad de formas […]. Ante ellas no cabía propiamente el modelo normativo, sino que era

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necesario realizar previa labor de recogida y clasificación», dando lugar al «modelo descriptivo, que tan extraordinaria importancia tendrá en la evolución de la gramática y cuya validez todavía hoy es indiscutible». Sin embargo, «habrá que esperar al siglo XIX, con antecedentes en el XVIII, para la incorporación del modelo comparativo y el tipológico tras él, sin que ninguno de los que desarrollaron los griegos desaparezca» (Marcos Marín 1990: 34-35).

No nos podemos detener a discutir y valorar las diversas cuestiones lingüísticas abordadas desde la Antigüedad, pero valga decir que

«arranca de los griegos un modelo teórico, lógico-filosófico, especulativo, junto con un modelo normativo, escolar, vigente en lo fundamental hasta mediados del siglo XX y todavía no sustituido por completo. El primer modelo se preocupa por la conexión del lenguaje con el pensamiento, por las categorías universales, las partes de la gramática; mientras que el segundo se preocupa de la corrección, a partir del ejemplo que ofrecen las autoridades del idioma, los grandes autores, en un momento en el que todo lo que se escribe se considera en conjunto, sin establecer diferencias entre un texto científico y un texto literario». (Marcos Marín 1990: 29)

No sólo existe esa línea nunca rota de estudio del lenguaje, y que como vimos antes siempre correspondió al estado de ciencia de cada momento histórico, sino también sucesión y entrecruzamiento de orientaciones que (pre)ocupan a la lingüística, desde sus orígenes hasta hoy (Coseriu 1981: 20): «Los movimientos teóricos y descriptivos de la lingüística actual se remontan a la Antigüedad, a la Edad Media y, sobre todo, al siglo XVIII; los históricos y comparativos, a la lingüística del Renacimiento y del siglo XIX» (íbid., p. 30). Así,

«si en el siglo XIX la línea principal de desarrollo de la lingüística es la representada por la lingüística histórica (gramática comparada, historia de las lenguas, gramática histórica), al mismo tiempo se articula en el fondo la lingüística teórica y descriptiva, que continúa la tradición del siglo XVIII, tradición más antigua y nunca desaparecida, a la que pertenecen investigadores de la categoría de Humboldt, en la primera mitad del siglo, y de Steinthal y Gabelentz, en la segunda mitad» (íbid.)

Téngase en cuenta, no obstante, que a pesar del retorno a cuestiones que han interesado o centrado el punto de vista en otras épocas, a lo largo de la historia se ha producido «la acumulación de conocimiento, por lo que propósitos idénticos no significan alcances equivalentes: hay que contar con el crecimiento interno del campo» (Fernández Pérez 1999: 219).

Veíamos cómo Menéndez Pidal hablaba de románticos, positivistas e idealistas. Y, en efecto, la lingüística científica nació con el romanticismo alemán. Nuestros románticos protagonistas son, por un lado, W. von Humboldt (1767-1835)4; por otro, los comparatistas J. Grimm (1785-1863), R. Rask (1787-1832) y F. Bopp (1791-1867); y los “tipologistas”5 (y hermanos) A. W. von Schlegel (1767-1845) y F. von Schlegel (1772-1829).

W. von Humboltd, sobre el que veíamos antes que es tenido para algunos como el iniciador o fundador de la lingüística moderna, es tan complejo, por los distintos temas que abarca, que de él se desprenden, y por sus antecedentes y repercusiones, que lo tenemos en cuenta, como vemos, aparte de todos los demás lingüistas de la época. Con este lingüista se ve perfectamente aquello que expresábamos más arriba sobre lo difícil y peligroso que es hacer particiones artificiales en el conocimiento y, sobre todo, arrancar desde cierto periodo a describir la epistemología de una ciencia sin tener en cuenta todo lo que le precede y de donde bebe.

En Humboldt rastreamos las ideas del racionalista alemán G. W. Leibniz (1646-1704), en relación con la valoración de la experiencia, que en este representante del racionalismo se caracterizará por la posibilidad de que «utilicemos los datos de la experiencia gracias a que poseemos en nuestra mente las ideas innatas que nos permiten estructurar “racionalmente” ese

4 En rigor, «es una muestra interesantísima de la mezcla del racionalismo dieciochesco con el romanticismo germano» (F. Marcos 1975: 44).

5 Inclúyase aquí al propio Humboldt.

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mundo exterior6. […] La misma posibilidad de que se produzca la relación circular entre actividad y producto caracterizará a Guillermo de Humboldt» (Marcos Marín 1990: 83). Leibniz recoge el testigo de R. Descartes (1596-1650): «Las ideas innatas7 del pensador francés llegan a nosotros por la vía de las “verdades de razón” de Leibniz, empalman con los aprioris y están siempre presentes en discusiones filosóficas de singular interés para los lingüistas, como las de la forma interior y las formas simbólicas» (Marcos Marín 1990: 78).

Dentro del racionalismo hay otro antecedente, la obra Hermes or a philosophical enquiry concerning language and universal grammar (1751) de J. Harris (Lord Malmesbury), quien, como Leibniz, se opone al empirismo8 de J. Locke (1632-1704), esta vez en la propia Inglaterra. «Su creencia en las ideas innatas y su concepción de la existencia de ideas generales comunes a toda la humanidad lo sitúan entre los racionalistas, así como su uso de la distinción entre materia y forma, frente a los empiristas», de ahí que su obra «puede considerarse uno de los precedentes de las teorías lingüísticas de Guillermo de Humboldt y puente entre éste y Sánchez de las Brozas».

Y aquí un español: el autor de la gramática latina titulada Minerva, Francisco Sánchez de las Brozas, el Brocense o Sanctius (1523-1601), renovador de la lengua, como Nebrija (1444-1522), pero a diferencia de éste, con el criterio de la investigación y no de la autoridad. Es «el creador (no sin antecedentes) de una gramática racional, explicativa. También es un formalista constructivista» (Marcos Marín 1990: 69). También, «el esquema sanctiano anticipa los esquemas de la gramática de constituyentes» (íbid., p. 70). Además, «durante algunas etapas de la lingüística contemporánea, como la generativa de la década de 1965 a 1975, Sanctius ha sido citado y discutido y también aceptado como precursor, especialmente por su teoría central, la teoría de la elipsis […], revitalizada por el influjo de Port Royal9 […] se mantiene hasta principios del siglo XX […] y volver con pujanza en las versiones transformacionales de la gramática» (Marcos Marín 1990: 68 y 70). El olfato del Brocense es tal que 400 años antes de la aparición de la informática anticipa esta teoría necesaria para la lingüística computacional, la traducción por ordenador y la inteligencia artificial (íbid.).

A pesar de su importancia para la ciencia del lenguaje de los siglos venideros, Sánchez de las Brozas fue postergado «en su intención pedagógica» en España en detrimento de Elio Antonio de Nebrija o Lebrixa10; sin embargo, en el resto del continente ocupó el primer lugar entre los textos de gramática latina. Como gramático, sí influyó en los gramáticos del castellano y, en especial, en la gramática general europea: «se le considera antecedente de los italianos, hasta Vico, e incluso B. Croce, y [ya lo hemos indicado] de los franceses de Port Royal, especialmente de Lancelot. En Inglaterra, ya en el siglo XVIII, ejerció una apreciable influencia a través del Hermes de Harris» (Marcos Marín 1990: 71), y así grosso modo es como llega a Humboldt.

Esa herencia de Leibniz que señalábamos es la que matizará su neokantismo (Valverde 1955: 2611 apud Marcos Marín 1975: 44).

Según Černý (1998: 86), cierta influencia de G. B. Vico (1668-1744), que consideraba el alemán como la protolengua de la que evolucionó el resto, tal vez pudiera observarse en W. Humboldt, en relación con la concepción del italiano en que la diferenciación de las lenguas se debía a las condiciones climáticas, a las costumbres de las naciones particulares, etc. El propio

6 «Las ideas innatas, sin embargo, y aquí conviene precisar para no caer en un error comúnmente extendido, no son los conceptos mismos, sino una facultad activa de configuración mental de lo aprehendido» (F. Marcos 1990: 83).

7 «Se trata de una concepción fundamental de la lingüística de la segunda mitad del siglo XX […], que ha buscado sus orígenes en la filosofía del XVII» (íbid., p. 78).

8 «Aunque Harris puede quedar adscrito a la corriente racionalista, nos muestra con bastante claridad cómo se pueden establecer puntos de contacto entre esta corriente y la empirista» (íbid., p. 85).

9 Especialmente C. Lancelot.10 Recuérdese la diferencia entre ambos: «la anteposición de la razón al argumento de autoridad» (íbid., p. 69).11 Valverde, J. M. (1955): Guillermo de Humboldt y la filosofía del lenguaje, Madrid: Gredos. Como se verá, no en

pocas ocasiones usaremos un apud para señalar de donde está tomada tal obra y se prescindirá de usar tal obra en la sección correspondiente de la bibliografía, al no tratarse de una fuente directa. Si se señala en nota final la referencia bibliográfica exacta del autor usado como fuente por otro a través del cual lo tomamos es solamente como valor pedagógico para el propio alumno, es decir, para facilitar a éste, esto es, facilitarme, la ubicación exacta de tal o cual argumento y por quien fue promulgado (cuándo y en qué lugar).

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Černý indica que afortunadamente estas teorías no tuvieron mucha influencia sobre sus contemporáneos (íbid.).

Entre varias posibilidades de definir el lenguaje, W. von Humboldt (Marcos Marín 1990: 86)

«nos da una, expresada de diversos modos en su obra, según la cual sería la expresión de una forma interior12 que comporta una concepción peculiar del mundo. Forma interior implica un sistema constante e invariable de procesos y subyace a un acto mental en el que se relaciona el pensamiento con su expresión mediante señales articuladas organizadas estructuralmente (Chomsky: 1968/71, 11913). La forma interior es una forma formante de nuevas categorías, es un principio dinámico gracias al cual se configuran las palabras, que toman el lugar de los objetos. Para Humboldt el lenguaje realiza un esfuerzo formal, mediante el cual se vierte la materia del mundo fenoménico en la forma del pensamiento».

En efecto, «una de las definiciones que Guillermo de Humboldt (…) dio del lenguaje (Sprache) es la que dice que es “una emanación específica del espíritu14 de una nación concreta”, la expresión de una “forma interior” que comporta una concepción peculiar del mundo, una cosmovisión específica (Weltanschuung)» (Marcos Marín 1975: 17). Otra de las definiciones que caracteriza a la forma interior es ésta: «Aquel constante e invariable sistema de procesos que subyace al acto mental de llevar señales articuladas estructuralmente organizadas al nivel de la expresión del pensamiento» (íbid.).

Es interesante ahondar en esta cuestión. Según lo visto, F. Marcos Marín (1975: 38; 1990: 86) nos explica que en el estudio de la forma interior atenderemos a varios aspectos:

1. La simbolización. El símbolo une realidad y pensamiento15.2. La actividad lingüística (del individuo y de la nación).3. El carácter dinámico y evolutivo del lenguaje, al mismo tiempo realización, producto, y su

valor como lengua.E. Coseriu lo explica sucintamente de este modo: «La “forma interior” de Humboldt es

estrictamente la estructura semántica propia de cada lengua, es decir, todo lo contrario de una estructura profunda designativa y pre-idiomática», en discusión a la búsqueda de precursores por parte de Chomsky (Coseriu 1981: 158-159). Y, como expuso M. Ivić, «la estructura psicológica específica de los hablantes individuales, de la que depende la organización concreta de los aspectos sonoros y significativos de su lengua» (Ivić 1965: 4916 apud Marcos Marín 1975: 17).

Aunque más adelante (en el siguiente tema) volveremos a R. Lapesa con esta cuestión, donde será obligado citar de nuevo la forma interior de Humboldt, basta citar la atinada visión del filólogo español respecto de tal concepto: «la forma interior no es el contenido psíquico, sino la conformación psíquica del contenido, correspondiente a cada construcción con estructura propia» (Lapesa 1968: 13917 apud Marcos Marín 1975: 38; 1990: 86-87).

El concepto de forma interior «fue desarrollado de forma bastante oscura y enigmática por el genial lingüista alemán Guillermo de Humboldt», adoptando, como nos explica el profesor J. C. Moreno Cabrera (2008: 187-190) «una perspectiva etnicista y nacionalista bastante marcada, dado que la forma interior del lenguaje está impregnada profundamente del espíritu nacional y de sus peculiaridades», una concepción «intuicionista y romántica [que] es recogida por la Filología Española», como se puede ver en Amado Alonso, discutido por R. Lapesa. Insisto, volveremos a ello más adelante. No obstante, hay que indicar aquí en este punto que «esta interpretación

12 O Innnere Sprachform, «pues no siempre la define Humboldt del mismo modo» (F. Marcos 1975: 17).13 Chomsky, N. (1968/1971): El lenguaje y el entendimiento, Barcelona: Seix Barral.14 «A medida que nos acercamos al siglo XX las definiciones [del lenguaje, la lengua, la literatura] van adquiriendo

una mayor precisión, prescindiendo de ideas vagas y apriorísticas, como “espíritu”, “raza” y similares» (F. Marcos 1975: 18).

15 Se hará más explícito en E. Cassirer (1874-1945) (F. Marcos 1975: 38). «Varios son los lazos de unión entre W. von Humboldt y E. Casirer» (cf. F. Marcos 1975: 41).

16 Ivić, M. (1965): Trends in Linguistics. Translated by Murial Heppel. The Hague (Mouton), 1970.17 Lapesa, R. (1968): “Evolución sintáctica y forma lingüística interior en español”, Actas del XI Congreso

Internacional de Lingüística y Filología Románicas, Madrid: CSIC, 131-150.

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nacionalista del concepto de forma lingüística interior desvirtúa […] una de las aportaciones más interesantes y originales de la lingüística española, que fue la adaptación y redefinición puramente lingüística que Lapesa hizo de esta noción, eliminando la aureola romántico-nacionalista y adecuándola a la lingüística moderna» (íbid.). Volveremos a ello, repito.

Estamos viendo con Humboltd cómo «es fundamental […] el papel del lenguaje en la concepción del mundo» (íbid., p. 87), «como creador de la concepción del mundo, como principio activo gracias a una forma interior, formante o configuradora del mismo lenguaje como producto pasivo, con la capacidad generativa que produce infinitos resultados, es decir, frases a partir de medios finitos» (p. 88)18. Así, el lenguaje «es una concepción resultante del pensamiento racionalista que permanece en los fundamentos de las corrientes lingüísticas renovadoras de la segunda mitad del siglo XX» (íbid.).

Paralelamente a Humboldt, se van a desarrollar otras preocupaciones, las que tienen que ver con la lingüística histórica y tipológica, donde el autor alemán también tendrá aportaciones fundamentales, como apunta F. Marcos Marín (íbid.). Humboldt «ejerció un influjo profundo sobre la ciencia alemana de la primera mitad del siglo XIX. Sus enseñanzas tuvieron un efecto benéfico sobre los especialistas en gramática comparada» (Reale y Antiseri 1988: 350). Sin embargo, F. Marcos nos recuerda cómo Coseriu, en relación a la clasificación de las lenguas, «advirtió reiteradamente que Humboldt se opone, en varias partes de su obra, a la posibilidad de clasificar las lenguas y que, lo más que podemos extraer de la lectura de sus escritos es un acercamiento parcial a ciertos criterios de clasificación» (Marcos Marín 1990: 102). Lo veremos (infra).

El contexto en el que nos encontramos además está caracterizado por la preponderancia de las ciencias naturales, inductivas y empíricas metodológicamente (íbid.). Es patente el influjo de la biología sobre la lingüística comparativa del siglo XIX, en concreto la clasificación de las plantas y de los animales de Linneo (1707-1778) en términos jerárquicos, aunque no sin críticas (Alonso-Cortés 2002: 478).

El siglo de Linneo será en lo que respecta a España, el de Feijoo, el P. Martín Sarmiento, G. Mayans (a quien «le cabe el mérito de haber hecho afirmaciones que pueden considerarse precursoras de la gramática comparada», según F. Marcos 1975: 164), A. Pirquer (1711-1772), J. P. Forner, Jovellanos, Arteaga y Hervás y Panduro, a quien veremos un poco más adelante. En éstos autores dieciochescos se encuentran preocupaciones tales como la relación entre cosa y nombre, el origen del lenguaje, el idioma primitivo y la lengua universal (íbid., p. 166). Además, será este siglo el del avance del español como lengua docente frente al latín, como puede verse en la gramática de Martínez Gayoso (aunque enfocada a facilitar el estudio del latín) y, especialmente, en la del P. Benito de San Pedro (prologado por Mayans). Además es el siglo de la creación de la Real Academia Española y de la entrada de la gramática castellana en una preocupación cultural europeizante, con nombres como el de Jovellanos y González Valdés (Marcos Marín 1975: 163-167).

M. Pidal citaba entre los románticos al alemán M. Müller (1823-1900), de 30 a 60 años menor que el resto de los lingüistas que pueden ser adscrito a tal ideología. Adelantando algo sobre la primera reacción contra los comparatistas, hemos de indicar que la influencia de las ciencias naturales en la segunda mitad del XIX estará motivada por el darwinismo, lo que se reflejará en el naturalismo biológico de A. Schleicher, que como vimos es un neogramático. Müller es coetáneo de éste, pero no compartirá con él la concepción del lenguaje como organismo vivo, «sino como algo relacionado con el proceso del hablar, a través de la perfectividad del acto de habla: lo que se ha dicho no puede ser repetido, su repetición es un acto de habla diferente, una actuación distinta» (Marcos Marín 1975: 80-81). No obstante, esto no puede hacer pensar que Müller está ajeno a ese influjo de ciencias naturales, pues precisamente éste «coloca la ciencia del lenguaje entre las llamadas ciencias naturales, las cuales tratan de las obras de Dios, frente las históricas que lo hacen de las obras del hombre» (Mourelle-Lema 1968:179-18019 apud Marcos Marín 1975: 182).

Tras las inadvertidas informaciones de un misionero, de nombre Coerdoux (h. 1763) (Černý

18 Vid. también F. Marcos 1975: 37 y ss.19 Mourelle-Lema, M. (1968): La Teoría Lingüística en la España del siglo XIX, Madrid (Prensa Española).

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1998: 93), las anteriores observaciones y estudios hechos desde el siglo XVI al respecto a raíz del contacto de los europeos con la India y la posterior sistematización y publicación de un juez inglés en Calcuta, W. Jones (1746-1794), de las semejanzas entre el sánscrito y lenguas europeas (griego, latín, gótico, celta, incluso persa) (Marcos Marín 1990: 89), el interés por la antigua lengua de los hindúes y la semejanza entre ésta y las lenguas de Europa creció (Černý 1998: 94).

Si Jones es el antecedente de la línea en que brillaron Bopp, Rask, Grimm, Diez, Meyer-Lübke o Pidal (Marcos Marín 1975: 180), no podemos olvidarnos del jesuita español L. Hervás y Panduro, «quien es justamente considerado uno de los predecesores de la lingüística comparada y una de las mentes lingüísticas más importantes de su siglo», el XVIII (op. cit., p. 165). Éste «confeccionó sucesivamente las gramáticas de unas cuarenta lenguas indígenas20» y orientales (Černý 1998: 87). De hecho, dentro del contexto de los «primeros panoramas mínimamente completos de la diversidad lingüística del planeta», que se empiezan a hacer en el siglo XVIII, «destaca el de Hervás y Panduro originariamente publicada en italiano en 1784 y en una versión española en seis volúmenes entre 1800 y 1805» (Moreno Cabrera 2000: 89-90).

Para Hervás, que tuvo relación con Humboldt (Marcos Marín 1975: 44), niega la dependencia del lenguaje de una facultad innata, su base para comparar lenguas no es sólo léxica, niega que las lenguas provengan de una sola lengua primitiva y valora el elemento fónico del lenguaje (íbid., p. 165). Así, si hasta la publicación del Catálogo de las lenguas21 de Hervás y Panduro «los criterios para establecer similitudes lingüísticas habían sido obtenidos mediante la comparación del léxico, a partir de Hervás y gracias al desarrollo de sus puntos de vista en la obra de Humboldt los gramáticos plantearán la clasificación lingüística con criterios gramaticales, es decir, mediante la comparación de los paradigmas (Marcos Marín 1990: 95-95). Humboldt encontró interesantes sus planteamientos gramaticales (íbid., p. 96).

El interés por otras lenguas pudo haberse despertado incluso ya en Grecia, con el fundador del llamado movimiento estoico, Zenón de Citio (h. 320- h. 250 a.C.), quien era de origen semítico, fenicio y bilingüe. R. H. Robins22 (apud Marcos Marín 1990: 33) «ha señalado el interés que este

20 En rigor, indígena es «originario del país de que se trata» (DRAE (1992: 1158), 21º ed.). Desde el punto de vista lingüístico esta etiqueta no tiene sentido. En función de lo que es indígena, lo único que podemos afirmar desde la lingüística es que todas las lenguas son indígenas, pero eso no deja de ser una redundancia. Aún así conviene tener en cuenta que, aunque el diccionario no lo recoja, el hablante europeo no se aplica a sí mismo tal etiqueta y especializa el adjetivo para las personas pertenecientes a grupos étnicos y culturales que habitan el continente americano desde época precolombina. De hecho -y así lo recoge el DRAE-, con el vocablo indigenismo se está refiriendo a los estudios y reivindicaciones políticas y sociales relacionados con esas culturas. Lo que se está notando por parte de Černý no es esto; el lingüista checo está refiriéndose a las lenguas amerindias, lo que no deja de ser una postura etnocéntrica. De hecho, justo en la línea anterior Jiří Černý las tacha de «lenguas exóticas» (1998: 87) y en otras partes de su libro afirma cosas como que «la gramática suele ser menos desarrollada en las lenguas primitivas» (íbid., p. 23), que no se puede sostener desde la ciencia lingüística. Y precisamente las explicaciones de Černý sobre las lenguas de otras culturas han sido criticadas por Moreno Cabrera (2000: 103-104): «Nuestra falta de entendimiento adecuado de lenguas de otras culturas está […] basada en prejuicios que nos llevan lejos de una visión objetiva y enriquecedora de la diversidad lingüística y cultural del planeta. De esos prejuicios surgen a veces afirmaciones que siguen llegando hoy día a las páginas de artículos y libros»; y uno de los ejemplos que aduce Juan Carlos Moreno es la explicación de Černý sobre los Arapahos norteamericanos (Černý 1998: 23). El propio autor checo reconoce, no obstante, que «se ha vuelto un poco peyorativa la denominación [de lengua primitiva, por lo que] tal vez sea mejor denominarlas como lenguas “de las tribus que todavía viven en armonía con la naturaleza”», pero «si no fuera tan larga la denominación», por lo que opta por seguir llamando primitivas a ciertas lenguas (¡no a la suya!) con criterios más que discutibles y con dudosa fundamentación lingüística; en los párrafos siguientes dirá «lenguas primitivas» una decena de veces más y sólo buscará, para sustituir sinonímicamente tal expresión, con otras no más afortunadas: «poco desarrolladas», «lenguas indígenas». El asunto no es baladí para un lingüista, pues se trata de una obra universitaria, que tristemente sirve como base de estudio para muchos alumnos universitarios que se inician en la lingüística y que, probablemente, sólo tengan contacto con esta disciplina como tal en una sola asignatura a lo largo de toda su carrera universitaria (en esto, permítaseme aportar el testimonio de una alumna de 1º de Filología Hispánica, hoy profesora de Secundaria y Bachillerato, que dijo aprobar la asignatura de «Lingüística» gracias al libro de Černý).

21 «Sus seis volúmenes no se originan por preocupaciones propiamente lingüísticas, sino que toman la lengua como base para la clasificación de los pueblos» (F. Marcos 1990: 96).

22 Robins, R. H. (1969): A short History of Linguistic, Londres y Harlow: Longmans, trad. esp. Breve historia de la Lingüística, Madrid: Paraninfo, 1974.

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bilingüismo, con una lengua no indoeuropea, por otra parte, pudiera tener y su influencia en el desarrollo de su gramática», pero «desgraciadamente, los testimonios que tenemos de los estoicos son posteriores e indirectos, a través de la obra de Diógenes Laercio, De vitus philosophorum» (íbid.).

En este punto hay que precisar con Francisco Marcos (íbid.) que

«los avances de las ciencias, especialmente las naturales, a lo largo del XVIII, el desarrollo de las teorías evolucionistas en Biología, así como el fin del ciclo natural de la discusión especulativa original en gramática, hasta que pudiera ser reavivada con nuevos datos y perspectivas, crearon circunstancias especiales en las que se pudo desarrollar un modelo lingüístico que podemos considerar nuevo, por la nueva metodología que desarrolló».

Ahora sí, podemos hablar de la gramática histórica y comparada, ese nuevo modelo, que nació en torno al estudio de dos familias lingüísticas: la indoeuropea y la fino-ugra (Marcos Marín 1990: 90). Es un nuevo modelo con métodos nuevos, entre los que destacan la ley fonética23 y la analogía. La evolución fonética se regula según leyes (íbid., pp. 90-91). Esto es lo que fundamentalmente va a caracterizar a la lingüística histórica y comparada, con independencia de sus tendencias. Veamos en que se diferencian éstas y, por tanto, cómo va evolucionando la disciplina.

1) Comparatistas, cuyo programa puede extraerse de F. Bopp, que en 1816: 1) realiza una exposición detallada de los rasgos de parentesco de las lenguas indoeuropeas, 2) establece el concepto de ley fonética (basada en las leyes naturales, que constituyen el paradigma epistemológico del momento) y 3) «el descubrimiento del origen de las formas gramaticales, desarrollado por el propio Bopp, conduciría al preciso estudio paradigmático y a las detalladas fonética y morfología históricas que caracterizan a esta corriente científica» (íbid.). Inicialmente, en los comparatistas, se trata de tendencias a la regularidad, muy generales. Principales lingüistas: Bopp, Rask y Grimm, cuya ley de Grimm24 o mutación «no se cumple en todos los casos particulares, aunque sí en general» (íbid., p. 92), por lo que presenta demasiadas inconsistencias (íbid., p. 93).

2) Neogramáticos. Concepción más rigurosa. Se defiende la similitud con las leyes físicas; lo hacen A. Schleicher (1821-68) y A. Leskien (1840-1916). Las leyes fonéticas no conocen excepción, desde el punto de vista diacrónico; expuesto entre 1875 y 1878 por W. Scherer, A. Leskien, H. Osthoff (1847-1909) y K. Brugmann (1849-1919); otro destacado representante es B. Delbrück (1846-1921). Pero sí sincrónico; una excepción sujeta no a la ley general, sí a una segunda o tercera ley de variación (Marcos Marín 1990: 92). Las inconsistencias de la mutación de Grimm se resuelve con la llamada ley de Verner25 de 1877: es «una ley fonética adicional que explicaba las hasta entonces “excepciones” como cambios completamente regulares» (Černý 1998: 108). Hay que tener en cuenta que la validez es intralingüística o intragrupal lingüísticamente, no universal (Marcos Marín 1990: 93). Los neogramáticos admitían una única excepción ante la «inevitabilidad de las leyes fonéticas», la analogía (Černý 1998: 10), un proceso sincrónico que actúa, junto al cambio fonético, en la evolución de las lenguas (Marcos Marín 1990: 94). «Se trata del restablecimiento de un sistema de relaciones o valores que se dirige a mantener la cohesión del sistema», producto de «la intervención de factores de tipo psicológico [que] produce asociaciones, relaciones entre formas que se interfieren en

23 En esta época se llevan a cabo también estudios de semántica, en la historiografía de tal disciplina se encuadra en semántica histórica, «el estudio de los significados de las palabras y las leyes de su evolución semántica, esto es, los diferentes tipos de cambios semánticos y sus “causas” o motivaciones, que obedece a la formulación recibida por sus fundadores, Ch. L. Reisig (1839) y M. Bréal (1883 y 1897)» (Casas 1998: 160-161).

24 J. Grimm no habló de ley sino de mutación (F. Marcos 1990: 92).25 Karl Verner, 1846-93. «Tampoco su autor habló de ley, sino de “una excepción de la primera mutación

consonántica”» (F. Marcos 1990: 93).

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la evolución esperable según los patrones reglados» (íbid.). El concepto de ley fonética se verá alterado con H. Paul (1846-1921) (íbid., p. 101), como veremos más adelante (infra).

Una rama de la gramática comparada es la romanística. Aunque previo a W. Meyer-Lübke (1861-1936) es F. Diez (1794-1876), sólo aquel puede ser tenido como neogramático, en función de su tiempo y de sus métodos y actitudes teóricas (Coseriu 1981: 36). Luego veremos a destacados españoles dentro de la romanística, que, obviamente, sobrepasa las fronteras de los neogramáticos.

Paralelamente, ya lo dijimos (supra), a los estudios comparatistas per se tienen lugar aquellos dedicados a la clasificación de las lenguas. Esta taxonomía es la que permitió llevar a cabo los estudios de la gramática comparada e histórica. El perfeccionamiento de técnicas en los comparatistas y neogramáticos «permitirán ir precisando al aplicarse en el establecimiento de criterios que, en un principio, en línea con el modelo de las ciencias naturales, son de tipo genético». Como precursor ya vimos antes a Hervás y Panduro, cuyos planteamientos gramaticales aparecen en investigadores germánicos como J. Ch. Adelung (1732-1806). Pero será otro alemán, Humboldt quien formulará ideas precisas en el ámbito estrictamente tipológico, que, por otra parte, se rastrean desde Herder, Burnett (Lord Monboddo) y en los hermanos Schlegel (Marcos Marín 1990: 96).

La técnica comparatista aplicada a la tipología se vincula a la reconstrucción y se presenta metodologicamente mediante árboles genealógicos cuyos prototipos y estereotipos aparecen en la obra de Schleicher (íbid., p. 97).

Dos alumnos de éste criticarán el modelo de reconstrucción arbóreo, cuya «anomalía principal radica en que se encuentran reglas lingüísticas que provienen del contacto de la protolengua con otras lenguas cuando se presentan en una continuidad geográfica, frente a la discontinuidad prevista por el modelo del árbol donde cada lengua ocupa su propia área y las lenguas no se tocan entre sí» (Alonso-Cortés 2002: 490). Tales alumnos son H. Schuchardt (1842-1928) y J. Schmidt (1843-1901), quienes llegaron a conclusiones similares de forma independiente (ibid., p. 499). Y antes que ellos, pero por las mismas fechas prácticamente, concretamente en 1863, un geólogo, maestro de Ch. Darwin (1809-1882), Ch. Lyell (1797-1875) representará la crítica desde la teoría darwinista (íbid., p. 490)26.

El nuevo modelo de reconstrucción propuesto en 1872 y más conocido es el de J. Schmidt, no excluyente del anterior (y que por otra parte no es su aportación fundamental a la lingüística histórica, como señala F. Marcos): la teoría de las ondas, para explicar «fenómenos compartidos por lenguas vecinas que no se deben a un antecesor común» (Marcos Marín 1990: 100). «El resultado es que las lenguas convergen formando un retículo o mosaico. En consecuencia, la clasificación de las lenguas no puede ser satisfactoriamente representada en un árbol» (Alonso-Cortés 2002: 500). Así, en 1883 Schrader representará la familia indoeuropea mediante ondas lingüísticas (íbid.).

Pero las consecuencias van más allá de la representación metodológica, obviamente.

«La [...] más llamativa, pero no la más importante, fue la negación de la posibilidad de reconstruir un estadio anterior de una lengua, como el indoeuropeo, a partir de las lenguas derivadas de él, sin otros testimonios. Las formas reconstruidas (es decir, las marcadas con asterisco) serían simples suposiciones, sin posibilidad alguna de comprobación. El conjunto de caracteres de cualquier lengua es incomprensible a partir de los supuestos metodológicos de la teoría del árbol genealógico, si no se amplía con otros» (Marcos Marín 1990: 101).

Se resquebrajó el modelo arbóreo y también el concepto de ley fonética, como dijimos (supra). Para H. Paul, «la ley fonética no afirma lo que debe repetirse siempre bajo determinadas condiciones generales, sino que verifica solamente la regularidad dentro de un grupo de

26 Ch. Darwin también trató el asunto de la clasificación de las lenguas, que para él sólo podía ser histórica o genealógica, es decir, natural, «sancionando así las ideas previas de la lingüística histórico-comparativa» (Alonso-Cortés 2002: 486). El alumno es, en este caso, más conservador que el maestro.

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determinados fenómenos históricos» (Paul 1880: 7427 apud Marcos Marín 1990: 101). La ley es, por tanto, la verificación de una regularidad, como señala F. Marcos (íbid).

Paralelamente a esta labor relacionada con la comparación de las lenguas se desarrolló desde finales del siglo XVIII otra, emparentada con la anterior, pero con desarrollos más allá de la comparación interlingüística; se trata de la clasificación de las lenguas (cf. Marcos Marín 1990: 103-109), cuyos desarrollos han llegado a nuestros días28.

El profesor Francisco Marcos ha recogido (íbid.) la clasificación realizada por Petr Sgall (197429 apud Marcos Marín, op. cit.), de la que, en función de nuestros objetivos en este breve estudio, nos interesa la primera de las tres etapas (las otras dos corresponden al siglo XX, con nombres como Sapir, Jackobson y Greenberg): el recorrido comienza con los hermanos Schlegel y Humboldt, continúa con von Gabelentz y llega hasta principios del siglo XX con el danés O. Jespersen. «Se trata simplemente de ordenar las lenguas existentes, no por sus relaciones de parentesco o derivación de una antepasada común, sino por sus características gramaticales» (Marcos Marín 1990: 103), hecho discutido por Humboldt, para quien en el estado de la lingüística de su época era aún imposible una adecuada clasificación, para la cual establece ciertos criterios formales, pero no una propuesta de clasificación, como señala F. Marcos (1990: 104). No obstante, es en los Schlegel donde encontramos la clásica clasificación en aislantes, aglutinantes y flexivas (terminología posterior), que tan poco gustará a Humboldt por su carácter marcadamente morfológico (íbid.). Precisamente, «uno de los aspectos más interesantes de la herencia humboldtiana es la necesidad de considerar complementarias la tipología morfológica y la sintáctica, es decir, evitar la fácil e inútil clasificación y caracterización de una lengua por rasgos sólo de un tipo» (Marcos Marín 1990: 103).

Volviendo al texto de Pidal, que nos hablaba de una lingüística romántica, otra positivista y otra idealista (incluso otra más, pues él se deslindaba de las tres), podemos resumir lo dicho hasta ahora: a los comparatistas los hemos relacionado con el romanticismo y a los neogramáticos con el positivismo. ¿Pero qué es el positivismo? Seguiré lo expuesto por E. Coseriu (1981: 36-37):

«En el caso de la ideología representada por (o atribuida a) los neogramáticos, se trata, en lo esencial, de un reflejo, en la lingüística, de la ideología positivista que dominó, sobre todo en las últimas décadas del siglo pasado, en las varias formas de la cultura, y no sólo en las disciplinas humanísticas»

Y bien se pregunta el lingüista rumano por lo que caracteriza tal ideología, que, precisa, no significa necesariamente filosofía positivista.

«El “positivismo”, en cuanto ideología y metodología de las ciencias, se caracteriza, fundamentalmente, por cuatro principios: a) principio del individuo o del hecho individual (es el principio que, desde el punto de vista de la sucesiva reacción contra el positivismo, se llamará principio del “atomismo”, con lo cual se querrá destacar y, al mismo tiempo, censurar el interés vuelto hacia los hechos particulares aislados: desligados de sus relaciones y contextos); b) principio de la sustancia; c) principio del evolucionismo; d) principio del naturalismo. Estos principios son, para nuestros fines, de importancia esencial, pues la lingüística actual opone a cada uno de ellos -o, por lo menos, a los tres primeros- principios exactamente contrarios».

No nos podemos detener, y no es el objeto de tal trabajo, en profundizar en la ideología positivista y la posterior antipositivista en la lingüística, por lo que tenemos que sacrificar esa interesante discusión que nos hubiera llevado a tratar más profundamente la transición o brecha, como se quiera, entre la forma decimonónica que determina los planteamientos y métodos de la lingüística de esa época y las reacciones posteriores, así como el mantenimiento de ciertos

27 Paul, H. (1880): Prinzipien der Sprachgeschichte, trad. portuguesa Princípios Fundamentais da História de Língua, Lisboa, 1970.

28 Cf. Moreno Cabrera, J. C. (1995): La lingüística teórico-tipológica, Madrid: Gredos; entre otras.29 Sgall, P. (1974): “Die Sprachtypen in der klassischen und der neuren Typologie”, Prague Bulletin of Mathematical

Linguistics, 21, 3-9.

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planteamientos positivistas a lo largo del siglo XX, como el del principio del naturalismo, al decir de Coseriu (1981: 74). No obstante, es importante precisar (para no sintetizar tanto que hagamos de la síntesis simplismo), en cuanto a los propios lingüistas neogramáticos, que

«la ideología positivista, como toda ideología común, es genérica y difusa, mientras que las concepciones personales son muy otra cosa. […] Por ello, al hablar de la ideología de los neogramáticos no nos referimos a ningún neogramático en particular y, sobre todo, a ninguno de los grandes y muy estimables representantes de esta orientación: hablamos de una ideología genérica, “de escuela”» (íbid., p. 75).

En torno a 1900, se manifiestan paralela y casi simultáneamente varias reacciones contra el positivismo: la estética de Benedetto Croce, de quien se traduce con un cuarto de siglo de retraso una traducción en español en los años 20 del siglo pasado y que prologa M. de Unamuno; el intuicionismo o vitalismo de Bergson; o la fenomenología de Husserl (Coseriu 1981: 31).

El idealismo lingüístico (la tercera forma de hacer lingüística que cita en su texto M. Pidal), bajo la influencia del italiano B. Croce, fue iniciado por el alemán Karl Vossler, quien expuso ya en 1904 su concepción antipositivista en una de sus obras (Coseriu 1981: 99). Vossler «fue un pensador de capacidades especulativas demasiado modestas como para poder hacer de la doctrina idealista un sistema orgánico y bien fundado, aplicable a toda la compleja problemática del lenguaje. Y otros lingüistas idealistas, quizás mejor dotados para la teoría, actuaron más bien aislados, sin llegar a formar escuela» (Coseriu 1981: 99-100).

El idealismo lingüístico, no obstante, distinguió entre ciencias de la naturaleza y ciencias de la cultura, que a pesar de no haber logrado imponer a otros movimientos innovadores que se estaban perfilando en la misma época, según critica Coseriu, que achaca tal incapacidad a la «escasa “vis theorica” de sus representantes», es asumido por otra parte por el lingüista rumano, cuando inmediatamente después de la crítica a Vossler dice: «Una lingüística como auténtica ciencia de la cultura, coherente en todos sus aspectos, es, por tanto, tarea de nuestros días y del porvenir» (ibid.). Esta división, no obstante, es propia del italiano Giambattista Vico, «gran precursor y casi fundador de las ciencias de la cultura» (Coseriu 1981: 67), y a quien se debe la distinción explícita entre ciencias de la formalización (matemáticas y lógica), ciencias de la naturaleza y ciencias de la cultura (vid. Báez San José 2002).

Que el idealismo lingüístico se oponga a la lingüística histórica y comparada del siglo XIX no convierte esta tendencia en estructuralista. Como indica F. Marcos (1990: 119), «es tópico ya introducir el cambio de la orientación lingüística del siglo XX con la referencia al Curso de Lingüística General de Ferdinand de Saussure» -que, «en el fondo, fue un pensador de formación positivista» (Coseriu 1981: 73) y, «al comienzo de su carrera, fue neogramático, habiéndose formado en el gran centro de esa escuela: la universidad de Leipzig» (Coseriu 1981: 36)-, pero, como hemos visto líneas más arriba, esto no quiere decir que todo lo que se oponga al siglo XIX sea estructuralismo: la oposición a los positivistas se realiza desde varios frentes y el idealismo es uno más entre otros, que, básicamente, por las razones expuestas no logró la influencia y el desarrollo que sí alcanzaron corrientes lingüísticas de más coherencia, como el estructuralismo, lo que no quiere decir unidad.

El idealismo, que tiene en el Humboldt romántico a un precursor30 (Marcos Marín 1975: 178), girará en torno a dos disciplinas: la estilística y la historia lingüística. La primera es «una disciplina analítica, que se considera más cercana a la esencia originaria del lenguaje» (Coseriu 1981: 93). La concepción general del lenguaje determina la organización de tal o cual orientación en tales o cuales disciplinas. He aquí el idealismo, para el que, según vemos en el texto de Pidal (op. cit.),

«el conocimiento del uso lingüístico, de las llamadas reglas lingüísticas, no es ciencia; todo lo que en el lenguaje merece ser estudiado es la libre creación del hablante, siempre nueva, como la obra artística, que no debe referirse a un ideal abstracto de belleza, pues los ideales son tantos

30 Hernández Terrés y Escavy Zamora (1999: 4) «hablan de idealismo romántico alemán del siglo XVIII».

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cuantas son las obras de arte (Vossler)».

Y, como indica Coseriu (1981: 103), «la disciplina lingüística capaz de captar el lenguaje en su momento originario es, según el idealismo, la estilística». La segunda disciplina, la historia lingüística, tendrá como tarea «estudiar la adopción y difusión -la objetivación como “lengua”- de lo individualmente creado y que, de todos modos, se hará sobre todo desde el punto de vista “estilístico”» (íbid.). La gramática será «de escaso interés y eminentemente práctica» (íbid.).

La oposición Positivismo/Idealismo es equiparable a la de Empirismo/Racionalismo, como indicaron Vossler y Croce (Marcos Marín 1975: 178).

Este es el panorama de la lingüística decimonónica y de la reacción de la que se hace cargo Menéndez Pidal, cuya labor se desarrolla en el ámbito de una de las ramas de la Gramática Comparada, como vimos, la romanística, y dentro de ésta, la hispanística (Marcos Marín 1990: 94). Así, se entiende que nuestro autor se pregunte, en términos epistemológicos, sobre cuál es el proceder adecuado para desarrollar la labor que lo atañe como investigador de la lengua.

Pidal (1869-1968) es una figura importantísima para la lingüística comparada española, pues siendo tributaria del exterior, no adquiere verdadera importancia hasta las obras del autor gallego-asturiano y el Centro de Estudios Históricos31 (Marcos Marín 1975: 181), así como la Revista de Filología Española (íbid., p. 258), en el siglo XX. Pero Menéndez Pidal es, por decirlo de algún modo, la consecuencia última de un diamante que se ha ido puliendo para con él y después de él dar nuevas joyas investigadoras.

Una frase muy recurrida en España es que nuestro país siempre ha ido por detrás de Europa unos 30 años. No es intención nuestra entrar a discutir, valorar o justificar tal afirmación. Sólo la usaremos, con independencia de si son 30, 40 o 20 años (o ninguno), para establecer en esta historia de un periodo específico de la lingüística y de una orientación de la misma una cronología comparada entre los avances de la ciencia lingüística en Europa, especialmente en Alemania, y lo que acontecía en suelo español (e iberoamericano). Ya hemos visto, con precisión sobre las fechas, el discurrir de la gramática comparada, con comparatistas y neogramáticos. Vimos cómo, en 1786, W. Jones daba su conferencia sobre el sánscrito en relación con otras lenguas indoeuropeas; cómo, en torno a 1816, los comparatistas publicaban las obras señeras de esta corriente lingüística que sólo ahora será tenida como científica; cómo los tipologistas y Humboldt desarrollan paralelamente su labor; cómo, en torno a 1870, los neogramáticos afinan el instrumento comparatista. También vimos, fuera ya del ámbito que estamos tratando, la importancia capital que en otro tiempo tuvieron españoles cuyo valor ha permanecido vivo durante siglos (fuera de España), como es el caso del Broncese, o las aportaciones influyentes en pensadores notables, como el propio Humboltd, de Hervás y Panduro).

A pesar de todo ese acontecer investigador muy fructífero, principalmente, como hemos visto, en Alemania, en 1879 España «seguía sin incorporarse a la nueva lingüística» (Marcos Marín 1975: 181). «Poco había, en efecto, aunque había algo», señala el profesor Francisco Marcos (íbid.): dos diccionarios etimológicos, cuyos autores respectivos son Ramón Cabrera (muerto en 1833) y Pedro Felipe Monlau (la edición es de 1856), que es autor también de un trabajo de 1868 «donde se alude a la situación de estudios en Europa y, con todo detalle, a la obra de Bopp» (Marcos Marín 1975: 181-182); en 1869, Francisco de Paula Canalejas presenta ante la Academia «el estado de la lingüística contemporánea de Europa, demostrando un profundo conocimiento de una amplia bibliografía» y siguiendo las tesis de M. Müller y oponiéndose a Humboldt (Marcos Marín 1975: 182); el listado de españoles que se hacen eco de lo que acontece fuera de las fronteras españolas sigue con F. García Ayuso y V. Tinarejo Martínez.

Pero los lingüistas destacados de la lingüística histórica decimonónica no son los citados, sino los que siguen a continuación. Manuel Milá i Fontanals (1818-1884) puede ser tratado en función de dos etapas investigadoras, de la que, como se deducirá fácilmente, nos interesará la segunda: una primera, hasta 1853, en donde muestra un desconocimiento sobre buena parte de la

31 Que dará nombre a la escuela de lingüistas en él formados o sobre los que ejerció una notable influencia. Tal escuela también es llamada de Madrid o de Menéndez Pidal. Cf. Marcos Marín 2001: 28.

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bibliografía comparatista poco antes publicada, especialmente la alemana; y una segunda, a partir de esa fecha, cuando comienza a ponerse al día en información y métodos, hasta llegar a su obra de 1874, donde el rigor, la técnica y la bibliografía (europea) lo colocan entre el maestro de maestros en estos estudios. Y no es un decir: porque Milá sentará las bases para los desarrollos posteriores en España y es maestro de Menéndez Pelayo, maestro a su vez de Menéndez Pidal. «Toda una tradición de minuciosa, de rigurosa exactitud se monta sobre el ejemplo de una puesta al día exigente, realizada paso a paso, entre 1853 y 1874», destaca el profesor Marcos Marín (1975: 183).

En 1893, el conde de la Viñaza ofrecerá «un primer intento, estructurado y moderno de gramática histórica castellana, siguiendo a Diez», en su Biblioteca Histórica de la Filología Castellana. Otro «decidido miembro de la corriente lingüística histórica» es José Alemany y Bolufer, quien es autor de un Estudio elemental de Gramática Histórica de la Lengua Castellana (1902).

Además, a medida que avanzó el siglo XIX, en España aparecieron estudios y diccionarios de los dialectos hispánicos, con problemas y métodos que harán, por otra parte, que la lingüística histórica española se libre de la «estrecha rigidez de los neogramáticos», cuyos planteamientos encontraron oponentes en dialectólogos españoles como Sarmientos y Jovellanos. Además, ténganse en cuenta «algunos nombres de estudiosos del XIX preocupados por temas regionales y dialectales», tales como «José Caveda y Gumersindo Laverde, junto con las disputas sobre el fuero de Avilés, el Diccionario de voces aragonesas de Borao, de 1859, y los trabajos de Milá sobre la lengua catalana, en relación con el provenzal, del que la cree “variedad”, o de Juan A. Saco Arce y Juan Cuveiro Piñol sobre el gallego, entre otros estudiosos citados con mayor amplitud por Mourelle-Lema» (Marcos Marín 1975: 184).

Situados en esa fecha de primeros de siglo XX, que veíamos con Alemany (no a partir de este), nos sirve para destacar una vez más la oposición del idealismo al positivismo, que veníamos antes, es trascendente para nuestros intereses, ya que

«la importancia crucial de este hecho en las ciencias del lenguaje en España queda clara si pensamos que todas estas ciencias se irán escalonando entre ambos polos: la estilística será la más idealista, la gramática histórica la más positivista» (Marcos Marín 1975: 178).

Pero aquí no puede quedar la cuestión, y será importante retomar la línea desde Milá hasta llegar a Menéndez Pidal, para profundizar ahora en lo siguiente:

«la especial posición de equilibro de la Lingüística en nuestro país nace de que sus cultivadores (Menéndez Pidal, Américo Castro, Dámaso y Amado Alonso, Rafael Lapesa, y sus discípulos) han brillado en la exacta ponderación del dato histórico, positivamente contrastado, y en la fina apreciación del matiz estilístico, punto este último que adquiere especial valor si meditamos en la calidad de la prosa científica de nuestros maestros, que puede ser considerada en sí mismo como obra literaria» (íbid.).

En el mismo párrafo de Francisco Marcos Marín se halla algo que nos parece interesante para completar el conocimiento sobre la lingüística española a este respecto y nos coloca con el anterior ya en el siglo XX:

«Cuando, por nuevo imperativo de los tiempos, el centro de gravedad se ha desplazado, con la gramática estructural, hacia el positivismo, ha encontrado apoyo en la conjunción de estructuralismo y gramática histórica que testimonia la Fonología Diacrónica de Emilio Alarcos, mientras que al introducirse, en el pendular juego dialéctico, la gramática generativa, con su carga racionalista, se ha presentado bajo el amparo de otro gramático de cuño histórico y de conocida vocación de estudioso de las ideas lingüísticas y la estilística [¿Lázaro Carreter?], o bien, entre los ultra-atlánticos, en una aplicación a la lingüística románica, en su versión hispánica, con el estudio de la revolucionaria evolución del romance ibérico» (íbid., p. 179).

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La gramática histórica y comparada de Milá, Vizaña y Alemany, que hemos visto más arriba, es uno de los tres quehaceres de los investigadores dedicados a las cuestiones del lenguaje en España (e Iberoamérica) durante el siglo XIX y se prolongará, como también hemos señalado, por el siglo XX. Los otros dos núcleos ideológicos decimonónicos serán los relativos a la continuidad de las ideas y problemas del XVIII y el desarrollo de una gramática peculiar con nombres como los de Gómez Hermosilla, Salvá y Bello (Marcos Marín 1975: 168). Se escapa de nuestro objetivo profundizar en estos dos últimos aspectos.

El discípulo de Menéndez Pelayo (cuyo profesor, como hemos visto, fue Milá) Ramón Menéndez Pidal, autor del comentario del que partimos para la construcción de esta somera historia de la lingüística histórica española que estamos realizando, publicará en 1904 la primera edición de su Manual de Gramática Histórica, que verá sucesivas reediciones hasta 1940. El enfoque es tradicional (Marcos Marín 1975: 259). Su edición del Cantar de Mío Cid (1908-1911) supera las concepciones neogramáticas. Y su obra cumbre será posterior: Orígenes del español (1923-1926 y sucesivas ediciones), donde aplica «nuevas técnicas lingüísticas de creciente desarrollo en la investigación filológica del mundo románico: geografía léxica y método de “palabras y cosas”» (Marcos Marín 1990: 260).

La poca atención prestada por Pidal a la sintaxis histórica se vio compensada desde el exterior por F. Hanssen en 1910 (habría que esperar a que Rafael Lapesa nos brindara su maravillosa producción, que comentaremos un poco más adelante). Por esas fechas, en 1914, V. García de Diego publicará su gramática histórica del español. Y habrá que ir sumando aquí a la nómina de destacados lingüistas históricos españoles a investigadores, algunos ya citados más arriba, como Américo Castro (con dos importantes obras para la filología románica y para el ulterior desarrollo de la lexicografía histórica, respectivamente), Tomás Navarro Tomás («creador de la Fonética y la Geografía Lingüística españolas», apunta F. Marcos 1975: 262), Amado Alonso (dedicado, en lo concerniente a la lingüística histórica, a la historia de la pronunciación española), Rafael Lapesa (con dos obras fundamentales: Historia de la lengua española y Sintaxis Histórica, «una obra global» sobre la materia, de la que fue «el mejor especialista», según Marcos Marín 2001: 28; hay que advertir que Lapesa es alumno de Pidal32 y A. Castro; íbid.), Joan Corominas (dedicado a la lexicografía diacrónica, y, de hecho, célebre y conocidísimo es su Diccionario Crítico Etimológico de la Lengua Castellana; a la labor lexicográfica de la lingüística española habría que sumar la labor de la RAE que se concreta en su Diccionario Histórico), Emilio Alarcos Llorach (en 1950 publica su Fonología Española y en 1951 Esbozo de una Fonología Diacrónica, inspirada en Trubetzkoy; «con ella, la escuela histórico-gramatical española, continuadora de Menéndez Pidal, se mantenía en la línea de vanguardia que había ocupado tradicionalmente en los estudios de lingüística histórica. Como es el caso de su Gramática Estructural, también en esta obra Alarcos se constituye en un adelantado de la nueva lingüística al producir la primera versión de la misma cuando todavía en Europa era muy poco lo que se había escrito sobre fonología diacrónica33», expone Marcos Marín, 1975: 264; ese poco pertenece a dos publicaciones de A. Martinet en 1939 y 1945 -íbid.-; y será este lingüista francés quien, tras los estudios de Alarcos, más influya en la fonología diacrónica española, indica Marcos Marín 1975: 265), D. Catalán, S. Mariner, L. Michelena,

A esto, podemos sumar un breve apunte sobre dialectología, geografía lingüística y sociolingüística (con perspectivas diacrónicas), ya adelantado en el párrafo anterior con Navarro Tomás. En aras de la brevedad que ya ha de ser exigencia a estas alturas de la exposición, me limitaré a citar los nombres de los lingüistas recogidos por Marcos Marín 1975: 266-269: Menéndez Pidal, García de Diego, Zamora Vicente, Manuel Alvar, A. Llorente, G. Salvador, A. Alonso, L.F.L. Cintra, A.M. Espinosa (hijo), A.N. De Gusmâo, F. de B. Moll, A. Otero, L. Rodríguez-Castellano,

32 Recuérdese que Milá fue profesor de Menéndez Pelayo, éste de Menéndez Pidal y éste de Lapesa.33 «Dentro de los tratamientos diacrónicos, y como puente entre la gramática histórica, el estructuralismo y la

gramática generativa, pueden situarse los estudios de fonología diacrónica», según comenta Francisco Marcos (1975: 264). No obstante, «la penetración del método estructural en la lingüística histórica del español ha sido un fenómeno lento», ya que, como indica F. Marcos (p. 265), aún en 1952, Eugenio de Bustos, y en 1958, Germán de Granda (véase, no obstante, la nota 34) se resistían al empuje de tal tendencia lingüística.

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M. Sanchis Guarner, A. Quilis, Germán de Granda y C.P. Otero. Cabe destacar la elaboración de diversos atlas (ALPI, ALEA, ALENR, ALEI Can).

La encrucijada de caminos en la que decía encontrarse M. Pidal en el texto del que partimos para esta exposición, según hemos visto, tiene una justificación: en primer lugar, Menéndez Pidal ya no pertenece a ninguno de los modos de entender el proceder científico según los preceptos de comparatistas, neogramáticos o idealistas. Pertenece a un nuevo tiempo donde, a pesar de que buena parte del quehacer de la ciencia, especialmente en la dedicación filológica (más tradicional), sigue actuando con ropajes positivistas, la perspectiva se torna antipositivista, y no necesariamente bajo la perspectiva de los idealistas. No obstante, tal y como vimos a modo de adelanto con Marcos Marín 1975: 178, tanto positivismo, en lo que respecta a la «exacta ponderación del dato histórico», como idealismo, en la «fina apreciación del matiz estilístico», han estado presentes en los cultivadores de la lingüística histórica desarrollada durante el siglo XX. Hemos visto durante buena parte de este trabajo, que el siglo XIX fue en Alemania eminentemente historicista, y sabemos cómo durante el siglo XX, como tendremos oportunidad de comentar en el tema 2, se adoptó en Europa y Estados Unidos en general una perspectiva sincrónica. Mientras las escuelas de Ginebra, Praga, Copenaghe, etc. centraban su preocupación sobre las lenguas sincrónicamente, la escuela de Madrid, mayoritariamente, iba a desarrollar su labor, como hemos visto, desde el punto diacrónico. Y no sólo eso: aquellas escuelas europeas (y también las norteamericanas) iban a ser estrictamente lingüísticas, mientras que ésta, la española, iba a desarrollarse a caballo entre crítica textual e historia literaria y la lingüística. Aquellas escuelas, grosso modo, iban a tratar asuntos relacionados con las lenguas en general y con el lenguaje, con un peso muy elevado del aparato y herramientas epistemológicas para poder llevar a cabo las investigaciones respectivas. En España, la preocupación iba a ser el español y la historia de esta lengua, con un refinamiento y exhaustividad de los métodos y procederes que iban a superar a los empleados por los grandes cultivadores de la lingüística histórica en el siglo XIX en los países pioneros con respecto a tal disciplina.

Tal vez, la falta de interés o el desconocimiento generalizado de lo que sucedía en Europa, junto con otras preocupaciones (así como los convulsos avatares históricos del primer tercio del siglo XIX en España), puedan explicar el aparente retraso de España a la hora de iniciar y desarrollar su actividad en el ámbito de la lingüística histórica. Por eso, entiendo, la figura de Milá es fundamental para nosotros. Si el nombre de Pidal es esencial para cualquier investigador del español (y de la historiografía lingüística española), Milá no puede permanecer en el olvido, pues (y creo que es de justicia) con él España no sólo se enriquece al embriagarse de las avanzadas investigaciones lingüísticas germánicas, sino se abre un camino en el que, dos generaciones tras él, no dejarán de brillar otras tantas generaciones de investigadores del Centro de Estudios Históricos de Madrid (atención: históricos).

El camino con respecto a la historia del español y a la dialectología estaban por hacer. No se puede hablar de retraso o desfase de España ya, situados en los años en los que Pidal y sus discípulos desarrollarán su actividad. No creo que pueda hablarse de retraso porque Pidal investigue sobre los orígenes del español y su historia en los mismos años en los que lingüistas suizos, alemanes, daneses, checos, eslovacos o rusos centraban el interés de sus investigaciones más allá de una lengua y su reconstrucción histórica (en las mismas fechas también se practicaba filología y reconstrucción histórica de las lenguas particulares, pero nada de eso es protagonista de su tiempo, porque no implica novedad alguna, y queda en el ámbito filológico). Pidal no estaba desfasado; Ramón Menéndez Pidal hacía filología y no lingüística, tal y como entendemos hoy la diferencia entre ambas disciplinas34, aunque los métodos tienen que situarse en una disciplina lingüística (la lingüística histórica). Y, precisamente, el fragmento pidalino del que hemos partido para este comentario nos muestra a un investigador, el gallego-asturiano, muy conocedor de la disciplina, de la historiografía y epistemología de la lingüística histórica, cuyas herramientas y utensilios teóricos

34 Valga aquí la diferenciación hecha por L. Hjelmslev (1943: 14), sin más discusión aquí, porque no es el objeto de este trabajo y el espacio nos limita: «Se advirtió hace tiempo que además de con la filología -el estudio del lenguaje y de sus textos como medio de conocimiento histórico y literario- hemos de contar con una lingüística -el estudio del lenguaje y de sus textos como fin en sí mismo-».

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servirán a la filología para su reconstrucción de una lengua particular y sus épocas literarias, como supo y gustó hacer Menéndez Pidal (cf. M. Pidal 2005, vol. I). Es más, si ensalzamos a comparatistas y neogramáticos y no concedemos valor a los españoles dedicados con ahínco a la investigación lingüística en el ámbito de la hispanística, estaremos distorsionando nuestra correcta visión de la historiografía lingüística en España, ya que, si tenemos como brújula la máxima de que las cosas hay que valorarlas en su contexto, entonces hemos de decir que lo que no sabían los lingüistas germánicos decimonónicos, ya estaba en posesión de la Escuela de Madrid o, al menos, ésta fue absorbiendo el nuevo conocimiento del siglo XX paulatinamente. Y es el propio Saussure (1915: 121-122) quien explica parte del asunto: en la lingüística inaugurada por Bopp, la «concepción de la lengua es híbrida y vacilante» y, «colocándose en un terreno mal delimitado, no sabe exactamente hacia qué meta tiende. Está a caballo de dos terrenos, porque no ha sabido distinguir netamente entre los estados y las sucesiones». Sin embargo, Pidal y sus discípulos irán incorporando a su quehacer diacrónico las concepciones lingüísticas del siglo XX, en especial la concepción de la lengua como sistema lingüístico, por lo que no puede en ningún caso hablarse de un proceder decimonónico, sino de investigaciones propias del siglo XX, aunque, lógicamente, no desde una perspectiva sincrónica, sino diacrónica. Cuestión a parte son las gramáticas normativas, en el ámbito de la llamada Gramática Tradicional, y sobre la que no nos podemos detener (cf. para el siglo XX Marcos Marín 1975: 269-274).

La hispanística forma parte de la romanística, ya lo dijimos, y precisamente, como advierte De Granda (1977: 501 y 502), la Lingüística Románica liderará la edad de oro de la lingüística histórica desde 1880 hasta la aparición del libro de Ferdinand de Saussure, con nuevos enfoques desde la propia perspectiva de la lingüística histórica y sirviendo de referencia para la comprobación o no de lo que los nuevos métodos y conceptos surgidos a la luz de las escuelas sincrónicas del siglo XX iban postulando, en un bombardeo metateórico sin precedentes. Así, si durante los tres primeros cuartos del siglo XIX la Lingüística Indoeuropea lideró los estudios histórico-comparativos, la Romanística asumió el relevo y con el desarrollo de ella la Hispanística, con Pidal y sus discípulos, amén de otros investigadores foráneos (F. Diez o W. Meyer-Lübke), en el tiempo que le tocó brillar, brilló, y con la ventaja, señalada más arriba, de disponer de conceptos depurados y en continua depuración, que la lingüística histórica se ha ido otorgando, superados los viejos métodos comparatistas decimonónicos y, como hemos dicho, aprovechando los avances de la ciencia del lenguaje en general35. En este sentido, F. Marcos (1985: 515-516) resalta la utilidad de conceptos elaborados por las teorías lingüísticas contemporáneas, como las generativistas, para su integración en los estudios de lingüística histórica, especialmente de sintaxis histórica, y De Granda (1977: 510) resalta, en el ámbito de las tesis praguenses, los trabajos de Jakobson, orientados hacia la creación de una Fonología Diacrónica, y, en otros ámbitos de la Lingüística, los trabajos de Martinet, Lausberg, Weinrich o Lüdtke. Además, nuevas perspectivas en el ámbito de la biolingüística pueden ofrecen nuevos planteamientos y replanteamientos sobre viejos asuntos en el ámbito de la lingüística histórica y la lingüística general (Marcos Marín 1996: 765).

Que aparecieran nuevos intereses en diversas escuelas europeas relacionados con la perspectiva metodología sincrónica no quiere decir ni mucho menos que la diacrónica quedara obsoleta e inservible. Ni en el siglo XIX lo diacrónico eliminó lo sincrónico (solo lo eclipsó, en el sentido de que los intereses de la mayoría de los lingüistas se centraron en lo diacrónico), ni en el XX lo sincrónico eliminó lo diacrónico. De hecho, la lengua es sincronía y diacronía, inseparables ambas en cuanto a la lengua misma. La separación hay que situarla en el terreno metodológico (Marcos Marín 1975: 307), pero eso, como dije antes, lo trataremos más ampliamente en el siguiente tema.

La brecha entre diacronía y sincronía en la investigación lingüística es conceptual desde el punto de vista historiográfico, pero no puede hablarse de brecha en lo metodológico, pues ambas son perfectamente integrables (y separables en este sentido) para un concepción global de la lengua y del lenguaje. Una oposición que, en mi opinión, ha lastrado a los estudios lingüísticos en España, sobre todo en lo que respecta a los más inmediatos a la enseñanza de la lengua, es la que existe

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entre la lingüística propiamente dicha y la gramática tradicional.

A la Lingüistica que se enseña en España le falta incluir esto que estamos etiquetando como Lingüística Española. En este ámbito específico de la lingüística histórica, se suele hacer un repaso somero sobre el quehacer de la gramática histórica y comparada del siglo XIX en Alemania, obviando, incluso en asignaturas más específicas como Lingüística Histórica, el quehacer del Centro de Estudios Históricos. El principiante en lingüística -que antes obtuvo una cierta formación filológica en lo que respecta, especialmente, a la historia del español (donde Pidal es luz de guía)- puede tener la sensación de que aquel quehacer de Menéndez Pidal y sus discípulos está desfasado, fuera de onda, como alejado de la moda, revestido de conservadurismo y empecinamiento en viejos ropajes. No hay nada más falso. Y triste. Un conocimiento de la historiografía de la Lingüística Histórica tanto en Europa como en España es la que puede llevar a entender los derroteros de un quehacer lingüístico, donde, como hemos visto y veremos no sólo se brilla en el eje de las sucesiones, por usar terminología saussureana (cf. Saussure 1915: 119), sino también en el de las simultaneidades: Lapesa y Alarcos Llorach pueden ser nuestro botón de muestra ahora.

El citado desinterés hacia lo diacrónico en general, por la profunsión de estudios sincrónicos y la falta de prestigio infundada en los estudios diacrónicos (incomprensible, cuando precisamente el siglo XX ha vislumbrado investigaciones intachables, a diferencia de las decimonónicas; no olvidemos en esta crítica que cada cosa hay que valorarla en su tiempo) forma parte de un marco más general, cuestión en la que coinciden De Granda (1977) y Marcos Marín en la introducción a este tema que puede leerse en la guía de esta asignatura: «Bástenos aludir aquí a algunas categorías básicas que han determinado, en el mundo actual, la peculiar estructuración, de pensamiento y de praxis, cuyas consecuencias, en relación con nuestra disciplina, trataremos aquí forzosamente rápido. Son ellas la sociedad de consumo (Marcuse), la alienación, colectiva e individual (Marx), y la reificación (Lukáks)» (De Granda 1977: 516). «La expansión generalizada de estos conceptos en occidente marca la vida universitaria, con una obsesión por la enseñanza pragmática, en la que carece de sentido dedicarse a las ciencias puras y a los estudios humanísticos», lamenta Marcos Marín (en la guía de la asignatura). Y no podemos perder de vista, lo que en tal introducción en la guía nos indica Francisco Marcos, si queremos completar el marco historiográfico que hemos intentado establecer:

«La preocupación casi absoluta, durante el siglo XX, por el estudio sincrónico de la lengua puede colocarse en la misma dirección. Sin embargo, desde el XII Congreso Internacional de Lingüística –Viena, agosto de 1977-, se volvieron de nuevo los ojos hacia los estudios históricos, tanto a estudiosos de la línea saussureana como a generativistas o sociólogos de la lengua. De tal manera se ha propagado la necesidad de fomentar el estudio histórico, que no parece exagerado afirmar que, en él intento de conseguir un conocimiento completo de la lengua, es imprescindible considerar tres apartados esenciales: diatópico, con las correspondientes variaciones geográficas; diastrático, en un intento de describir las variedades estamentales en el conocimiento del idioma; y, por último, diacrónico, reconociendo la necesidad de profundizar en todos sus aspectos36. Es indiscutible que nuevos planteamientos y perspectivas de estudio e investigación, realizados desde la lingüística generativa, puede ofrecer caminos y vías de reflexión muy importantes».

Para terminar, me gustaría hacer mías las palabras de Germán de Granda (1977: 518-519) y que explican a la perfección dos cuestiones fundamentales: la importancia de no perder de vista la perspectiva diacrónica y el hecho discutido en el interesante artículo de de Granda acerca de la pérdida de respeto y de interés de los lingüistas (ya no como investigadores, sino hacia incluso los propios romanistas), lo que es algo más que un empobrecimiento y no sólo para los estudios

36 En este sentido, véase nuestro estudio Generalización diastrática, restricción diafásica en variación diatópica, donde, además de incidir, y demostrar, la importancia de tener en cuenta esta perspectiva variacionista a la hora de clasificar léxicamente un vocablo en términos diastráticos (si es culto o vulgar, por ejemplo), atendemos a la historia, variación diacrónica e incluso surgimiento de ese vocablo. En este caso se trata del vocativo quillo/a (o illo/a), de uso en Andalucía occidental (víd. Rodríguez Iglesias 2013)

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lingüísticos, sino humanísticos y científicos, cuestión que debe avergonzarnos (pues 36 años después de escrito, la realidad le ha dado lamentablemente la razón37 al texto del filólogo asturiano):

«Como ha visto justamente Kurt Baldinger, el abandono, hoy, de los estudios de orientación diacrónica y, en particular, de los romanísticos, conllevaría un empobrecimiento, general e injustificado, de toda la Ciencia Lingüística. Si ésta, a partir de las formulaciones teóricas de Saussure, se enriqueció con una nueva dimensión de investigación, la sincrónica, que vino (a partir de las Tesis de Praga de 1928) a complementar y coexistir, en fecunda simbiosis, con la dimensión diacrónica, heredada del siglo XIX, nada puede, en estos momentos, explicar ni motivar el rechazo a ninguna de estas vías de acceso a la realidad lingüística. Lo contrario sería adoptar una actitud gravemente mutiladora de una entidad conceptual, el Lenguaje, que exige y requiere, para su adecuado enfoque científico, la combinada y mutuamente enriquecedora dualidad de la investigación sincrónica y diacrónica. El abandono o la renuncia a una de ellas sería, sobre indeseable, suicida para el lingüista actual que retornaría, así, a un estado semejante, aunque inverso, al que experimentó la Lingüística del siglo XIX, ya que tan indefendible (y aún menos justificable) es, desde una perspectiva general, la postura (propugnada hoy por algunos lingüistas) de centrarse con exclusividad en la sincronía y en los estudios sincrónicos como lo fue, en la centuria pasada, la dedicación exclusiva a la diacronía y a los estudios diacrónicos, teniendo en cuenta, además, el incontrovertible hecho de que si en el siglo XIX no se cultivó adecuadamente el campo de investigación sincrónica fue, ante todo, por carecer para ello de los útiles conceptuales y metodológicos necesarios, circunstancia que, lógicamente, no se da, en el siglo XX, en relación con el campo de investigación diacrónico».

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37 También en lo relativo a Marcuse, Marx y Lukáks.

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