la leyenda de la salamanca

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La Luna llena apareció roja y lúgubre. Los perros de la estancia ladraban como presagiando una muerte. Una lechuza chistó para llamar la atención de los grillos y la crucera se enroscó en el centro mismo del círculo que en el cielo de la tarde habían trazado los caranchos. En la estancia, el capataz delibraba de una fiebre misteriosa y repentina. Una hora antes se había jactado de los golpes que le había propinado a un muchachito aindiado del rancherío contiguo, un adolescente que había sido sorprendido robando una oveja. Ahora el capataz parecía –inexplicablemente- al borde la muerte. Desde la estancia se divisaba el inconfundible entorno del Cerro Arequita, pero no se oían los lamentos y susurros que aquella noche poblaban el monte de ombúes de su ladera. Menos aún se podía advertir desde allí la pálida lumbre, reflejo de un fogón interior, que salía por la grieta que anuncia la entrada a la cueva. La cueva, una gruta inmensa y oscura, siempre está custodiada por los murciélagos vampiros. Adentro de la gruta tres ancianas charrúas se repartían el trabajo: una curaba al muchachito brutalmente castigado por el capataz, con rezos y emplastos vegetales; las otras dos armaban un muñeco de trapo y lo elevaban con sus brazos hacia el techo, hacia donde está la eterna gotera del agua. Al levantar el muñeco algo pasó fuera de la gruta. Un relámpago bajó por las nubes negruzcas que ocultaban la roja Luna; se iluminaban espectralmente los corrales de piedra más antiguos, que son indios de origen. Los largos muros de piedra prolongaron el relámpago en toda su blanquecina extensión, hacia los lejanos túmulos cónicos del antiguo ritual. En la estancia la mujer y los peones rodeaban el catre donde yacía el capataz. La pequeña ventana se abrió bruscamente y todos fueron inundados por la espectral luz del relámpago. El cuerpo del enfermo se estremeció y de su garganta salió un gemido casi animal. En la gruta una de las ancianas amarró con un maneador las piernas del muñeco. En la estancia el capataz se agitaba en convulsiones, golpeaba el aire con sus piernas, pero ya no lograba separar una de otra. En la gruta, la segunda anciana vendó los ojos del muñeco. En la estancia, el capataz abrió desmesuradamente los ojos y gritó que ya no veía, que estaba ciego.

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Texto de Gonzalo Abella

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La Luna llena apareci roja y lgubre. Los perros de la estancia ladraban como presagiando una muerte.Una lechuza chist para llamar la atencin de los grillos y la crucera se enrosc en el centro mismo del crculo que en el cielo de la tarde haban trazado los caranchos.En la estancia, el capataz delibraba de una febre misteriosa y repentina. Una hora antes se haba jactado de los golpes que le haba propinado a un muchachito aindiado del ranchero contiguo, un adolescente que haba sido sorprendido robando una oeja. !hora el capataz pareca "ine#plicablemente$ al borde la muerte.%esde la estancia se diisaba el incon&undible entorno del 'erro !requita, pero no se oan los lamentos y susurros que aquella noche poblaban el monte de ombes de su ladera. (enos an se poda adertir desde all la p)lida lumbre, re*ejo de un &ogn interior, que sala por la grieta que anuncia la entrada a la cueva.La cuea, una gruta inmensa y oscura, siempre est) custodiada por los murci+lagos ampiros.!dentro de la gruta tres ancianas charras se repartan el trabajo, una curaba al muchachito brutalmente castigado por el capataz, con rezos y emplastos egetales- las otras dos armaban un mu.eco de trapo y lo eleaban con sus brazos hacia el techo, hacia donde est) laeterna gotera del agua.!l leantar el mu.eco algo pas &uera de la gruta. Un rel)mpago baj por las nubes negruzcasque ocultaban la roja Luna- se iluminaban espectralmente los corrales de piedra m)s antiguos, que son indios de origen. Los largos muros de piedra prolongaron el rel)mpago en toda su blanquecina e#tensin, hacia los lejanos tmulos cnicos del antiguo ritual.En la estancia la mujer y los peones rodeaban el catre donde yaca el capataz. La peque.aentana se abri bruscamente y todos &ueron inundados por la espectral luz del rel)mpago. Elcuerpo del en&ermo se estremeci y de su garganta sali un gemido casi animal.En la gruta una de las ancianas amarr con un maneador las piernas del mu.eco.En la estancia el capataz se agitaba en conulsiones, golpeaba el aire con sus piernas, pero ya no lograba separar una de otra.En la gruta, la segunda anciana end los ojos del mu.eco.En la estancia, el capataz abri desmesuradamente los ojos y grit que ya no ea, que estabaciego.En la gruta, la tercera anciana leant una astilla del )rbol de la aruera, apunt hacia el mu.eco y antes de atraesarlo con ella interrog con los ojos al muchacho herido. Este dijo que no con la cabeza, y entonces la anciana que tena la astilla con la punta a pocos milmetros del ientre del mu.eco, la separ y la quem con el &uego de la antorcha, dejando caer al mu.eco con desprecio.En la estancia, el capataz cay de la cama y se puso a llorar como un ni.o.La mujer del capataz, que rezaba a una imagen de /an 0orge, tuo entonces una isin, io la serena cabecita del muchacho herido adentro de la gruta, negando con resolucin, y le dio lasgracias en silencio.En la gruta las ancianas juntaron hojas de ruda, el ojo de sapo, el ala de carancho, los hueos de culebra mora, las ara.as y las hierbas que crecen entre las tumbas de las )nimas m)s atormentadas, all) por el panten abandonado. 1uardaron todo cuidadosamente, porque el arma de la memoria, que es sobre todo amor, a eces tambi+n necesita garras protectoras.