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La playa de Falesa Robert Louis Stevenson

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La playa de Falesa

nRobert Louis Stevenson

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RELATO DE UN COMERCIANTE EN LOSMARES DEL SUR

-I-

Vi por primera vez la isla cuando no era díani noche. La luna estaba en el Oeste, poniéndo-se, pero aún grande y brillante. Al Este, hacia laparte de la aurora, el cielo estaba color de rosa,y la estrella del día resplandecía como un di-amante. La brisa de tierra nos daba en el rostro,trayendo un fuerte olor de limas silvestres y devainilla; de otras cosas, además, pero éstas eranmuy vulgares; y su frío me hizo estornudar.Debo decir que había pasado muchos años enuna isla baja, cerca de la línea, viviendo la ma-yoría del tiempo solo entre los nativos. Ésta erauna experiencia nueva; incluso el idioma eraextraño para mí; y el aspecto de aquellos bos-ques y montañas, y su raro olor, me conmovía.

El capitán apagó la lámpara de bitácora.

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-Mire, señor Wiltshire -dijo-, aquel humoque hay detrás de las rompientes. Allí está Fa-lesa, donde tiene su puesto, el último pobladohacia el este; más allí no vive nadie, no sé porqué. Tome mi catalejo y verá las casas.

Tomé el catalejo; y las costas se adelantaron,y vi los bosques, y los techos oscuros de lascasitas que asomaban entre ellos.

-¿Ve esa manchita blanca que está hacia eleste? -continuó el capitán-. Es su casa. Cons-truida de coral, situada en lo alto, con una an-cha galería; es el mejor puesto del Pacífico Sur.Cuando la vio el viejo Adams, me cogió de lamano y me la estrechó: «He encontrado unacosa bonita» -dijo-. «En efecto -repuse-y ya ibasiendo hora».

-¡Pobre Johnny! Sólo lo vi una vez después,y entonces cantaba otro cantar, no podía aguan-tar a los nativos; y la siguiente vez que vinimosaquí estaba muerto y enterrado. Yo le puse unepitafio que decía: «John Adams, obit mil ocho-

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cientos sesenta y ocho». Lo eché de menos.Nunca vi mucho mal en Johnny.

-¿De qué murió? -pregunté.-De alguna enfermedad, que le dio de repen-

te -dijo el capitán-. Se puso enfermo por la no-che y probó todos los remedios existentes. Nole sirvieron. Entonces trató de abrir una caja deginebra. Inútil. No era lo bastante fuerte. Enton-ces debió enloquecer y se tiró en la galería.Cuando lo encontraron allí, a la mañana si-guiente, estaba loco completamente y hablabade que debían regar su copra. ¡Pobre John!

-Fue por causa de la isla? -pregunté.-Fue por causa de la isla, o por lo que fuera -

replicó él-. Yo siempre oí que era un lugar sano.Nuestro último hombre, Vigours, nunca tuvonada. Se marchó por miedo de los bandidos,dijo que tenía miedo de Black Jack y de Case yde Whistling Jimnie, que aún estaba vivo en-tonces, pero que murió al poco tiempo porquese emborrachó y se ahogó. En cuanto al capitánRandall, ha estado aquí desde mil ochocientos

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cuarenta o cuarenta y cinco. Y nunca he vistoen él ningún mal cambio. Creo que va a llegar aser un Matusalén. No, creo que Falesa es unlugar sano.

Ahora viene un bote ballenero de dieciséispies -dije-. Y en él hay dos hombres blancos enla popa.

-En esa embarcación se ahogó WhistlingJimmie, el bandido -exclamó el capitán-; démeel catalejo. Sí, se trata de Case, sin duda, y elnegro. Dicen que son bandidos, pero ya sabecómo se habla en la isla. Mi creencia es queWhistling Jimmie era el peor de todos; y ahoraha muerto. Estoy seguro de que quieren gine-bra.

Cuando los dos comerciantes subieron abordo, me vi complacido por el aspecto de am-bos, y el habla de uno de ellos. Estaba cansadode los blancos, después de los cuatro años pa-sados en la línea que consideraba como años deprisión; años en los que periódicamente se medeclaraba tabú y que tenía que ir a la Casa de

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Hablar para tratar de que éste me fuera levan-tado; años bebiendo ginebra y luego lamentán-dolo; pasando las noches con una lámpara portoda compañía; o paseando por la playa y di-ciéndome qué estúpido había sido por venirallí. En mi isla no había otros blancos, y cuandome iba a la isla vecina, la sociedad la constituí-an matones. El ver a bordo aquellos dos hom-bres era un placer. Uno de ellos era un negro;pero venían bien vestidos con sus pijamas arayas y sombreros de paja, y Case no habríahecho mal papel en una ciudad. Era menudo yamarillo, con nariz ganchuda, ojos claros y bar-ba bien cortada. No se sabía cuál era su país,excepto que su idioma era el inglés; y era evi-dente que procedía de una buena familia y es-taba espléndidamente educado. Sabía tocar elacordeón; y si se le daba un trozo de cuerda oun corcho y una baraja de cartas, mostraba tru-cos dignos de un profesional. Si quería, hablabaun lenguaje digno de un salón; pero cuando leparecía blasfemaba como un contramaestre

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yanqui. Según la forma que consideraba másoportuna. Tenía el valor de un león y la astuciade una rata; y si ahora no está en el infierno, esporque no existe tal lugar. Sólo conozco unabuena condición suya, y es que amaba a su mu-jer y se preocupaba de ella. Ella era de Samoa, yllevaba el cabello teñido de rojo al estilo de suisla; y cuando él murió (según me dijeron), en-contraron que había hecho testamento a favorde su mujer. Le legó todo lo suyo y gran partede lo de Black Jack y Billy Randall, pues era élquien llevaba los libros. Por lo tanto ella se fueen la goleta Manua, y vive como una dama ensu casa propia.

Pero aquella primera mañana yo no sabíanada de aquello. Case se portó conmigo comoun amigo y un caballero, me dio la bienvenidaa Falesa, y me ofreció sus servicios, cosa muyútil dado mi desconocimiento de los nativos. Lamayor parte del día la pasamos bebiendo en lacabina, y nunca oí un hombre que hablase másacertadamente. En las islas no había un co-

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merciante más astuto que él. Me pareció queFalesa era un lugar adecuado; y cuanto másbebía, me sentía más confiado. Nuestro últimocomerciante había huido de allí con media horade aviso, tomando pasaje en un carguero quevenía del oeste. El capitán, cuando llegó, encon-tró el puesto cerrado, las llaves en poder de unpastor nativo, y una carta del fugitivo, confe-sando que tuvo miedo de perder la vida. Desdeentonces, la firma no había estado representaday desde luego no había habido carga. Además,el viento era favorable y el capitán esperabaque pudiéramos llegar a la isla inmediata alamanecer, con una buena marea, y que la des-carga se hiciera pronto. Case dijo que no debíadejar que nadie tocase nada; aunque en Falesatodos eran honrados, y sólo robaban algunasgallinas, un paquete de tabaco o un cuchillo; lomejor que yo podía hacer era quedarme tran-quilo hasta que el buque se fuese, luego irmedirectamente a su casa, ver al capitán Randall,el padre de la playa, comer con él e irme a

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dormir cuando anocheciese. Por lo tanto la lunaestaba alta y la goleta de camino antes de queyo desembarcase en Falesa.

Yo había tomado un par de vasos a bordo;acababa de hacer una larga travesía y sentíaque el suelo se movía bajo mis pies como lacubierta de un navío. El mundo parecía reciénpintado; mis pies bailaban. Falesa me parecíaun lugar encantado, si es que los hay, y es unapena que no los haya. Me gustaba pisar la hier-ba, mirar las verdes montañas, contemplar a loshombres con sus guirnaldas y a las mujeres consus vestidos rojos y azules. Seguimos adelante,disfrutando del fuerte sol y de la fresca sombra;y los chicos del poblado venían con sus cabezasafeitadas y sus cuerpos morenos, profiriendogritos agudos.

A propósito -dijo Case-, tenemos que buscar-le una mujer.

-Es cierto -repuse-, se me había olvidado.En torno de nosotros había muchas mucha-

chas y yo me puse a observarlas como un pa-

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chá. Se habían vestido de fiesta para recibir elbarco; y las mujeres de Falesa son todas muylindas. Su único defecto es que tienen las cade-ras demasiado anchas; y yo pensaba en aquello,cuando Case me tocó.

-Esa es muy bonita -dijo.Vi una mujer que venía sola por el otro ex-

tremo. Había estado pescando; no llevaba másque la camisa y ésta se hallaba empapada. Erajoven y esbelta para ser una mujer de la isla, derostro largo, frente alta, y una mirada extraña,entre niña y gato. -¿Quién es? -pregunté-. Mesirve.

-Es Uma -dijo Case, llamándola y hablándoleen su lengua. No sé lo que le dijo; pero a la mi-tad, ella alzó los ojos, me miró tímidamentecomo el niño que esquiva un golpe, y al pocosonrió. Tenía una ancha sonrisa y los labios y labarbilla parecían los de una estatua; pero lasonrisa sólo duró un momento. Permaneció enpie con la cabeza inclinada, escuchando a Casehasta que terminó, y luego habló con su dulce

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acento polinesio, mirando a Case cara a cara, loescuchó de nuevo, y luego, haciendo una reve-rencia, huyó. La reverencia me estaba dedicadaen parte, pero no volvió a mirarme ni a sonreír.

-Creo que está arreglado -dijo Case-. Puedequedarse con ella. Lo arreglaré con su madre.Puede quedarse con la mejor de todas por unpaquete de tabaco -añadió sonriendo.

Creo que fue el recuerdo de la sonrisa deUma lo que me hizo decir:

-No parece una de ésas.-No lo sé -dijo Case-. Parece que está bien.

No se junta con las demás muchachas. Peroentiéndame bien... Uma es una chica decente -hablaba seriamente y aquello me gustó-. Sinembargo -continuó- no estoy muy seguro deella. Todo lo que tiene que hacer usted, es man-tenerse en la sombra y dejar que yo hable consu madre; luego traeré a la muchacha al capitánpara el matrimonio.

A mí el matrimonio no me interesaba y se lodije.

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-Oh, el matrimonio no tiene importancia -dijo él- Black Jack es el capellán.

Por entonces estábamos a la vista de la casade los tres blancos, pues un negro se cuenta porun blanco, como sucede con un chino. Una idearara, pero común en las islas. Era una casa demadera con una decrépita galería. El almacénestaba delante, con un mostrador, balanzas yunos pobres instrumentos mercantiles; una cajao dos de carne en conserva; un barril de panduro; varios fardos de algodón, mucho peorque los míos. Lo único bien representado era elcontrabando: armas de fuego y licores. «Si fue-ran mis rivales pensé». «Me va a ir bien en Fa-lesa». En realidad sólo había un modo de riva-lizar conmigo, y eran las armas y la bebida.

En la trastienda se hallaba el capitán Ran-dall, acuclillado en el suelo, al estilo de los na-tivos, desnudo hasta la cintura, con el cabellogris, y los ojos hundidos por la bebida. Tenía elcuerpo cubierto de vello gris, sobre el cual seposaban las moscas; una de ellas se le había

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metido en el rabillo del ojo, pero no parecíamolestarle; y en torno suyo zumbaban los mos-quitos. Cualquier hombre de mente sana habríasacado de allí al viejo para enterrarlo; pero alverle allí, saber que tenía setenta años, recordarque había estado al mando de un navío, y quecuando desembarcaba con su uniforme de galase le recibía bien en los bares y en los consula-dos, y se sentaba en las galerías de los clubes,me hizo mirar las cosas de otro modo. Trató delevantarse cuando entré, pero no pudo; por lotanto, me tendió una mano y murmuró unaespecie de saludo.

-Papa está muy bebido esta mañana -observó Case-. Hemos tenido una epidemia y elcapitán Randall toma la ginebra como profi-laxis. ¿No es cierto, Papa?

-¡Nunca he tomado esas cosas! -repuso elcapitán con indignación-. Tomo ginebra por misalud, señor... como se llame usted..., como unamedida de precaución.

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-Así es, Papa -dijo Case-. Pero va a tener queanimarse. Vamos a tener un matrimonio. Elseñor Wiltshire se va a casar.

El viejo preguntó con quién.-Con Uma -dijo Case.-¡Con Uma! -exclamó el capitán-. ¿Para qué

quiere a Uma? Ha venido aquí por su salud¿para qué quiere a Uma?

-Calle, Papa -dijo Case-. No es usted el queva a casarse. Creo que no es tampoco su padri-no ni su madrina. El señor Wiltshire es quientiene que decidirlo.

Dicho esto, dijo que tenía que ocuparse delmatrimonio y me dejó con su negocio. El co-mercio y el puesto pertenecían a Randall; Casey el negro eran parásitos; vivían de Randallcomo las moscas, y él lo sabía. En realidadpuedo decir que todo el tiempo que pasé allado de Billy Randall fue una pesadilla.

La habitación era asfixiante y estaba llena demoscas, pues la casa estaba sucia y era baja y sehallaba situada en una parte mala, detrás del

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poblado, en los linderos de la selva. Las camasde los tres hombres se hallaban en el suelo, jun-to a un montón de platos y cacharros. No habíamás muebles. Cuando Randall se ponía violen-to lo destrozaba todo. Yo me quedé mientrasnos servía la comida la mujer de Case; y duran-te todo el día fui atendido por aquel deshechode hombre, que me contaba chistes e historiasviejas, riendo siempre sin darse cuenta de midepresión. Bebía ginebra constantemente. Aveces se dormía, y se despertaba de repente,estremecido, preguntándome de vez en cuandopor qué quería casarme con Uma. «Amigo mío-me dijo todo aquel día- tienes que cuidar de noconvertirle en un viejo como yo».

Debían ser las cuatro de la tarde cuando seabrió lentamente la puerta de atrás, y entróarrastrándose una nativa vieja. Iba vestida denegro y con el rostro tatuado, cosa no corrienteen aquella isla. Tenía los ojos grandes y brillan-tes. Los fijaba en mí con una expresión que mepareció teatral. No hablaba, pero movía los la-

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bios y producía ruidos, como el niño que cantu-rrea ante un postre de Navidad. En cuanto es-tuvo a mi lado, me tomó de la mano, y comen-zó a cantar.

-¿A qué viene todo esto? -dije con extrañeza.-Es Fa'avao -dijo Randall, y vi que se metía

en el rincón más apartado.-¿Le tiene miedo? -pregunté.-¡Miedo! -respondió ofendido el capitán-.

¡Yo no le permito entrar aquí! Hoy es diferente,pues se trata del matrimonio. Es la madre deUma.

-Bien, aunque lo sea, ¿qué es lo que quiere? -pregunté yo, más irritado y asustado de lo quequería decir: y el capitán me dijo que ella estabacomponiendo unos versos en honor mío, por-que me quería casar con Uma-. Está bien -ledije-, pero suelte mi mano.

Ella pareció entender; su cántico se convirtióen grito, y luego terminó; la mujer salió a ras-tras de la casa, tal como había entrado, y debió

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hundirse en la selva, pues cuando salí a mirarno la vi.

-¡Qué mujer extraña! -dije.-Son gentes extrañas -repuso el capitán,

haciendo la señal de la cruz sobre su pechodesnudo.

-¿Es usted papista? -pregunté. Él desechó laidea con desprecio:

-Soy un viejo baptista -dijo-. Pero, queridoamigo, los papistas tienen buenas ideas y éstaes una de ellas. Siga mi consejo y cuando seencuentre con Uma, Fa'avao, Vigours o cual-quiera de ellos, haga lo que yo. -Y repitió elsigno de la cruz. Luego guiñó un ojo y me dijo-:No, aquí no hay papistas -y durante largotiempo me expuso sus ideas religiosas.

Uma debió causarme una impresión muyhonda, sino o habría huido de aquella casa, ysalido al aire libre, al mar, o a algún río limpio,pero me había dejado llevar por Case y ademásno habría podido llevar alta la cabeza en aque-lla isla, si hubiera huido la noche de bodas.

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El sol estaba bajo, el cielo incendiado y lalámpara se había encendido hacía tiempo,cuando Case vino con Uma y el negro. Ella ve-nía vestida y perfumada; su faldellín de ricatapa era más fino que la seda; su pecho de colorde miel oscura, estaba sólo cubierto por collaresde semillas y de flores; y detrás de las orejas yen los cabellos llevaba rojas flores de hibisco.Mostraba el aspecto digno de una novia, seria ytranquila; y yo consideré una vergüenza que-darme con ella en aquella casa sucia delante delsonriente negro. Pues el hombre llevaba uncuello de papel, y en la mano una novela. Meremordió la conciencia cuando juntamos lasmanos; y cuando dieron a Uma el certificado deboda, yo estuve a punto de confesarlo todo.

Éste es el documento. Lo escribió Case, enuna hoja del libro mayor. «Certificamos queUma, hija de Fa` avao de Falesa isla de ..., estáilegalmente casada con el señor John Wiltshire,por una semana, y que el señor John Wiltshire

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está en libertad de enviarla al diablo cuandoquiera».

JOHN BLACKMORECapellán de los Náufragos.

Un lindo papel para poner en las manos deuna muchacha y ver que ella lo esconde comosi fuera oro. Un hombre puede sentirse aver-gonzado por menos. Pero era la costumbre allí,y (como me dije), no el menor pecado de losblancos, incluso los misioneros. Si hubierandejado en paz a los nativos, no habría necesita-do este engaño, habría tenido todas las esposasque hubiera querido y las habría dejado cuandome pareciese, con la conciencia tranquila.

Cuanto más vergüenza sentía, más deseo te-nía de huir; y como nuestros deseos se unían,yo advertí de ello a los comerciantes. Case pa-recía deseoso de retenerme; pero ahora parecíadeseoso de dejarme ir. Dijo que Uma me mos-traría el camino de mi casa y los tres socios nosdespidieron en la puerta Era casi de noche; el

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poblado olía a flores, a mar y a árboles del pan;se oía el rumor de la marea y a lo lejos, entre losbosques y las casas, el rumor de las voces de loshombres y de los niños. Me hizo bien respirarel aire puro; me hizo bien dejar al capitán y ver,por el contrario, a la mujer que llevaba al lado.Me parecía que era una mujer del Viejo Mundoy, olvidándolo todo, la cogí de la mano. Elladejó sus dedos entre los míos y sentí que respi-raba profunda y rápidamente, y entonces tomómi mano y se la llevó al rostro: -«¡Eres bueno!» -exclamó y corrió ante mí, deteniéndose paramirar hacia atrás sonriendo, y volviendo a co-rrer, guiándome de este modo por el linderodel bosque hacia mi casa.

Lo cierto era que Case la había cortejado pormí; le dijo que yo estaba loco por poseerla, ydispuesto a todo, y la infeliz se lo había creído,se había llenado de vanidad y gratitud. Pero yono sabía aquello. Era contrario a las debilidadescon las nativas, pues había visto muchos blan-cos burlados y explotados por las familias de

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ellas. Y tenía que hacer que volviera a su juicio.Pero Uma estaba tan hermosa y extraña cuandocorría delante de mí y me esperaba, comohabría hecho un niño o un perrito, que lo mejorque podía hacer era seguirla, y buscar en lapenumbra su cuerpo brillante. Y entonces seme ocurrió otra cosa. Ahora jugaba conmigocomo una gatita porque estábamos a solas. Peroen la casa se había portado como una condesa,orgullosa y humilde al mismo tiempo. Y sobresu vestido -muy escueto y nativo- con la lindatapa y los perfumes, llevaba flores y semillasque brillaban como joyas, pero eran más gran-des, y parecía realmente una condesa, vestidapara un concierto y no la compañera adecuadapara un pobre comerciante como yo.

Llegó a casa la primera; y mientras yo per-manecía inmóvil, vi que frotaba una cerilla yencendía la lámpara. El puesto era maravilloso,construido de coral, con una amplia galería, yuna habitación principal muy espaciosa. Miequipaje estaba amontonado al azar; y en me-

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dio de aquella confusión, Uma se hallaba apo-yada en la mesa, esperándome. Su sombra sereflejaba en el techo de hierro, y ella permane-cía junto a la lámpara, cuya luz brillaba sobresu piel. Me detuve en la puerta y Uma me miró,sin decir palabra, con ojos anhelosos y te-merosos a la vez: luego se llevó la mano al se-no.

-Yo... tu mujer -dijo-. Nunca había sentidonada semejante; pero el deseo de ella me inva-dió y me sacudió como el viento a la vela de unnavío.

No podía hablar aunque hubiese querido; ysi pudiese, no lo habría hecho. Sentía vergüen-za de que una nativa me conmoviese de talmodo, me avergonzaba el matrimonio, y el cer-tificado que ella guardaba como un tesoro; demanera que me volví y fingí que arreglaba miequipaje. Lo primero que hallé fue una caja deginebra, la única que había traído; y en partepor la muchacha y en parte por el recuerdo delcapitán Randall, tomé una súbita resolución.

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Quité la tapa. Saqué una por una las botellas,las descorché y mandé a Uma que arrojase ellíquido por la galería.

Cuando hubo terminado vino y me miró conasombro.

-No es bueno -dije ahora que podía dominarmás mi lengua-. No es bueno que el hombrebeba.

Ella convino, pero parecía reflexionar.-¿Por qué lo trajiste? -preguntó al poco

tiempo-. Si no querías beber, no tenías quetraerlo. ' -Es cierto -dije-. En un tiempo quisebeber mucho; ahora no quiero. No sabía que ibaa tener una esposa. Supongo que si bebo, miesposa se va a asustar.

Hablarle amablemente era algo para lo cualno estaba preparado; me había prometido notener nunca debilidades con una nativa y teníaque contenerme.

Ella continuaba mirándome con gravedad,mientras yo permanecía sentado junto a la cajaabierta.

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-Creo que eres bueno -dijo. Y de repente sedejó caer en el suelo, ante mí-. ¡De todos modossoy tuya! -exclamó.

II

Salí a la galería un momento antes de queamaneciera. Mi casa era la última del este: de-trás había unos bosques y unos arrecifes queocultaban la salida del sol. Hacia el oeste, corríaun veloz río, más allá del cual se veía el puebloverde salpicado de palmeras, árboles del pan ycasas. Algunas de ellas tenían las persianascorridas y otras no; los mosquiteros estabanpuestos y las sombras de los habitantes de lascasas se veían detrás de ellos; y por el pueblo seveían gentes ataviadas con trajes de dormir demuchos colores, como los beduinos en las es-tampas de la Biblia. Había un silencio mortal yhacía frío; la luz del amanecer brillaba como unincendio al reflejarse en la laguna.

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Pero lo que me turbaba estaba más cerca.Una docena de niños y jóvenes rodeaba mi ca-sa, en semicírculo; el río los se paraba, algunosestaban en la parte cercana, otros en la lejana yuno en una piedra del centro; y todos ellos es-taban silenciosos, envueltos en sus sábanas,mirando mi casa atentamente. Lo consideréextraño cuando salí. Cuando me bañé, volví ylos hallé de nuevo con otros tres más, lo consi-deré aún más extraño. Qué podían ver en micasa, me pregunté y entré.

Pero el pensamiento de aquellos mirones meproducía una obsesión y al poco tiempo volví asalir. El sol estaba alto entonces, pero aún esta-ba detrás de los bosques. Un cuarto de horahabría transcurrido. La multitud había aumen-tado, la ribera más lejana estaba llena de gen-te... quizás unas treinta personas mayores, yuna doble cantidad de niños, unos de pie yotros acuclillados, todos ellos mirando mi casa.Yo vi una vez una casa en los Mares del Sur,rodeada de este modo, pero era porque un co-

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merciante azotaba a su mujer y ella gemía.Aquí no pasaba nada; el fuego estaba encendi-do, y el humo subía cristianamente; todo eranormal. Seguramente había llegado un extran-jero, pero ayer habían tenido la oportunidad deverlo, y se lo tomaron con calma. ¿Qué les ocu-rría ahora? Apoyé los brazos en el borde de lagalería y los miré. ¿Qué les pasaba? De vez encuando veía que los chicos hablaban, perohablaban tan bajo que no llegaba hasta mí ni elmurmullo de sus conversaciones. El resto pare-cían imágenes; me miraban en silencio con susbrillantes ojos; y me pareció como si yo estuvie-ra en la horca, y aquellas buenas gentes hubie-ran venido a mi ejecución.

Sentí miedo, y comencé a temer que lo ad-virtiesen, cosa que no serviría de nada. Me in-corporé, me estiré, bajé los escalones de la gale-ría y me dirigí hacia el río. Hubo un murmulloentre la gente como ocurre en los teatros cuan-do se levanta el telón, y algunos de los que es-taban más cerca retrocedieron un paso. Vi a

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una muchacha que ponía su mano sobre unjoven y con la otra señalaba hacia arriba; almismo tiempo murmuró unas palabras en sulengua. Tres niños estaban sentados, en el ca-mino donde yo tenía que pasar. Envueltos ensus sábanas, con sus cabezas afeitadas, el me-chón de pelo arriba y sus caras extrañas, pare-cían figuras de una vitrina. Durante un tiempopermanecieron sentados en la tierra, solemnescomo jueces. Yo avancé con decisión; y me pa-reció que en sus caras se reflejaba el asombro.Entonces uno de ellos se levantó de un salto ycorrió a donde estaba su madre. Los otros dostrataron de seguirlo, pero tropezaron y cayerona tierra, donde se desembarazaron de sus ropasy desnudos corrieron dando gritos. Los nativos,que se ríen incluso en un entierro, prorrumpie-ron en carcajadas al ver aquello.

Se dice que el hombre se asusta cuando estásolo. No es cierto. Lo que le asusta cuando estáen la oscuridad o en plena selva es que puedetener un ejército muy cerca. Y lo que más le

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asusta es estar en medio de una multitud y nosaber qué quieren o están esperando. Cuandodejaron de reír, yo me detuve. Los chicos seguí-an corriendo, en sentido contrario al mío. Comoun necio, había salido con decisión; como unnecio, me volví a casa. Debió ser algo muy chis-toso, pero lo que me asombró es que no rieranadie: sólo una mujer lanzó una especie de ge-mido piadoso, como los que suelen oírse en lasiglesias durante un sermón.

-Nunca he visto canacos tan necios como losde aquí -le dije a Uma más tarde, mirando porla ventana a los espectadores.

-No sé nada -dijo ella con aire de disgusto.Y aquello fue todo cuanto hablamos del

asunto, pues yo estaba furioso y Uma tomabaaquello como muy natural, y me avergonzaba.

Todo el día, de vez en cuando, los tontosaquellos se sentaron en el extremo oeste de micasa y al otro lado del lío, esperando que seprodujese el espectáculo -me figuro que bajasefuego del cielo y me consumiese a mí y a mi

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equipaje. Pero por la noche, como verdaderosisleños, se cansaron del asunto, y se fueron,para celebrar un baile en la casa grande delpoblado, donde los oí cantar y batir palmashasta las diez de la noche y al día siguiente pa-recía que se habían olvidado de mi existencia.Si hubiera bajado un fuego del cielo, o la tierrame hubiera tragado, no habría nadie para pre-senciarlo. Pero luego vi que no lo habían olvi-dado y vigilaban por si se producía el fenóme-no.

Durante aquellos días estuve ocupado orde-nando mis cosas y haciendo inventario de loque había dejado Vigours. Aquel trabajo meirritaba y me impedía pensar en otras cosas.Ben había hecho antes aquello -yo podía confiaren Ben- pero era evidente que alguien habíametido allí la mano entretanto. Hallé que mehabían privado de lo que suponía seis meses desueldo y beneficios, y me maldecía por haber-me quedado bebiendo con Case en lugar deocuparme de mis asuntos.

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Sin embargo lo hecho, hecho estaba, y no sepodía deshacer. Todo cuanto podía hacer eraechar mano de lo que quedaba, poner en ordenlo que yo traía, y comenzar la caza de ratas ycucarachas. Hice un buen trabajo: y la terceramañana cuando hube encendido mi pipa y salía la puerta para echar un vistazo, vi los cocote-ros, la copra, y las brillantes vestiduras de losisleños, creí que aquél era el lugar adecuadopara hacer fortuna, y luego volver a mi país yponer una taberna. Estaba allí, sentado en lagalería, disfrutando de un magnífico panoramay de un espléndido sol, y un viento maravillo-so, fresco y saludable, que vigorizaba la sangrecomo un baño de mar; y olvidándome de Ingla-terra que, después de todo, es un agujero negro,frío y fangoso, con tan poca luz que no permitesiquiera leer; y pensaba en mi taberna, que si-tuaría en una avenida con un cartel colgado deun árbol.

Así pasó la mañana, y el día transcurrió sinque nadie se acercase a mí, cosa que me pareció

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extraña conociendo a los habitantes de otrasislas. La gente se reía un poco de nuestra com-pañía y de sus elegantes puestos, y del de Fale-sa en particular: toda la copra del distrito no locompensaba (como había oído decir) en cin-cuenta años, lo cual me parecía una exage-ración. Pero cuando pasó el día y no hice nin-gún negocio, comencé a desanimarme: y a esode las tres de la tarde salí a dar un paseo paraanimarme. En medio de la selva vi a un hombreblanco que venía vestido con una sotana, por locual, y por su rostro, comprendí que era unsacerdote. Se veía que era un buen hombre, depelo gris, y tan sucio que se podía haber escritocon él en un trozo de papel.

-Buenos días -dije.Él me contestó en nativo. -¿No habla inglés?

-pregunté.-Francés -repuso.-Lo siento -dije-, pero no lo entiendo.Él trató de hablarme en francés, y luego en

nativo, que parecía ser lo mejor. Saqué en con-

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secuencia que quería decirme algo, no tan sólopasar un rato en mi compañía y agucé el oído.Oí los nombres de Adams, Case y Randall -elde Randall con más frecuencia-, y la palabra«veneno», o algo parecido, y una palabra nativaque repetía frecuentemente. Yo fui a mi casa,repitiéndola para mí.

-¿Qué significa fussy-ocky? -le pregunté aUma, pues era lo más que pude entender.

-Matar -dijo ella.-¡Al diablo! -dije yo-. ¿Has oído alguna vez

que Case envenenase a Johnny Adams?-Todos lo dicen -repuso Uma desdeñosa-

mente-. Le dio arena blanca, arena mala. Él be-bía. Si a ti te da ginebra no la tomes.

Ahora bien, en las otras islas había oído his-torias como aquélla, siempre mencionando elpolvo blanco, lo cual me hizo desconfiar. Por lotanto me fui a casa de Randall para tratar deaveriguar algo y vi a Case sentado en la puerta,limpiando un fusil.

-¿Hay buena caza? -le pregunté.

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-Sí -repuso-. El bosque está lleno de aves detodas clases. Yo querría que la copra fuese tanabundante -me dijo ladinamente a mi entender-, pero no parece haber nada.

Vi a Black Jack en el almacén, sirviendo a uncliente.

-Sin embargo, aquí hay trabajo -dije.-Es la primera venta que hacemos en tres

semanas -repuso Case.-¿No me diga? --dije-. ¡Tres semanas! Bien,

bien.-Si no me cree -repuso él un poco acalora-

damente-, vaya a ver el almacén de copra. Estácasi vacío, a estas horas.

-A mí me daría lo mismo -dije-. Por mí po-dría haber estado vacío ayer.

-Tiene usted razón -dijo él riendo.-A propósito -dije yo-. ¿qué clase de hombre

es ese sacerdote? Me parece un buen hombre.Case se echó a reír al oír aquello.-¡Ah! -dijo-, veo lo que le sucede. Le ha visi-

tado Galuchet.

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Le solían llamar Padre Chanclos, pero Casele daba siempre un toque francés, que era unade las razones por las que lo considerábamospor encima de lo corriente.

-Sí, lo he visto -repuse-. Me pareció que notenía una gran idea del capitán Randall.

-¡Claro que no! -dijo Case-, fue por la cues-tión del pobre Adams. El último día, cuando élagonizaba, estuvo por aquí el joven Buncombe.¿Conoce a Buncombe?

Le dije que no.-¡Buncombe es un cura! -rió Case-. Bien,

Buncombe pensó que como no había otro sa-cerdote allí, aparte de los pastores canacos, de-beríamos llamar al padre Galuchet para queadministrase al viejo los últimos sacramentos.A mí me daba igual, como se figurara; pero ledije que a quien había que consultar era aAdams. Éste deliraba diciendo no sé qué de lacopra-.«Mire -le dije- está muy enfermo. ¿Quie-re ver a Chanclos?» Él se incorporó sobre uncodo: Hablaba con vehemencia, pero con sensa-

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tez. No había nada que decir en contra, por locual fuimos a buscar a Chanclos, y le dijimos siquería venir. Comprenderá que lo hizo gusto-samente. Pero no habíamos contado con Papa.Papa es un severo baptista; no quiere nada conpapistas. Y cerró la puerta con llave. Buncombele dijo que estaba obcecado y yo pensé que leiba a dar un ataque. «¡Obcecado!» -dijo-. «¿Yoobcecado? vivir para oír una cosa semejante derufianes como tú?» Y se lanzó contra Buncom-be, y tuve que separarlos; y de nuevo Adams sepuso a delirar acerca de la copra. Yo me reía detodo aquello, cuando de repente Adams se in-corporó, se llevó las manos al pecho, y entró enla agonía. Tuvo una mala muerte, el tal JohnAdams -dijo Case, con un súbito estoicismo.

-¿Y qué sucedió con el sacerdote? -pregunté.-¿El sacerdote? -dijo Case-. ¡Oh! Golpeaba en

la puerta, y pedía a los nativos que vinieran aecharla abajo, diciendo que se trataba de salvarun alma. El sacerdote estaba furioso. ¿Pero quése podía hacer? Johnny estaba listo; ya no había

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más Johnny: y el equipo de la administración sehallaba liquidado. Luego, Randall se enteró deque el cura estaba rezando sobre la tumba deJohnny. Papa estaba borracho, tomó una mazay se dirigió hacia el lugar, y encontró en él alpadre Chanclos, de rodillas, rodeado de nativosque lo miraban. Uno pensaría que a Papa no leimportaba más que el licor; pero él y el cura sepusieron a discutir durante dos horas, en nati-vo, y cada vez que Chanclos pretendía arrodi-llarse, lo atacaba con la maza. Nunca había pa-sado cosa semejante en Falesa. Al final, el capi-tán Randall tuvo una especie de ataque, y elcura se salió con la suya. Pero estaba muy enfu-recido y se quejó a los jefezuelos de aquel ultra-je, como lo llamaba. Aquello no sirvió, puesnuestros jefezuelos son protestantes; y de todosmodos Galuchet, había estado molestando conmotivo del tambor en la escuela matutina; yellos se alegraron de darle una paliza. Ahorabien, él jura que el viejo Randall envenenó a

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Adams, y cuando ambos se encuentran se mi-ran furiosos.

Me contó todo esto con naturalidad, comoun hombre que cuenta un chiste; pero ahoraque lo pienso, me parece más bien un relato deterror. Sin embargo, Case nunca fue blando,sino más bien duro y todo un hombre; y paradecir la verdad me desconcertó enteramente.

Fui a casa y le pregunté a Uma si ella erapopey, que era la palabra nativa por católica.

-¡E le ai! -dijo ella. Siempre usaba el nativocuando quería decir no con energía-. Popeymalos -dijo ella. Luego le pregunté acerca deAdams y el cura y ella me contó la misma his-toria a su modo. Por lo tanto me quedé comoestaba, pero inclinado, en general, a pensar queel asunto de la pelea por los sacramentos y lodel veneno eran habladurías. Al día siguienteera domingo, y no había que atender el nego-cio. Uma me preguntó aquella mañana si no ibaa «rezar»: yo le dije que no y ella no volvió ahablarme de aquello. Me pareció muy extraño

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tratándose de una nativa, de una mujer quetenía ropas nuevas que lucir: pero me gustaba yno volví a mencionarlo. Lo raro es que yo estu-ve a punto de entrar en la iglesia, una cosa queno pienso olvidar. Había salido a dar un paseocuando oí que cantaban el himno. Ya se sabe loque es eso. Cuando la gente canta, uno se sienteatraído; y al poco, estaba junto a la iglesia. Eralarga y baja, construida de coral, con los extre-mos redondeados como una ballenera, un grantecho nativo, ventanas sin persiana y entradasin puerta. Asomé la cabeza por una de las ven-tanas, y vi un espectáculo nuevo para mí -puesera muy distinto de lo que había visto en otrasislas-. Por lo tanto me quedé mirando. La con-gregación estaba sentada en el suelo, sobre es-terillas, las mujeres a un lado, los hombres alotro, todos ellos vestidos de fiesta -las mujerescon vestidos y sombreros, los hombres conchaqueta y camisa blancas-. El himno habíaterminado; el pastor, un fuerte canaco, se halla-ba en el púlpito, predicando, y por el modo en

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que hablaba y movía las manos y parecía discu-tir con los feligreses, comprendí que el sermónlo arrebataba. Bien, de pronto alzó la vista, susojos tropezaron con los míos y podría decir quese tambaleó en el púlpito; los ojos se le salieronde las órbitas, alzó una mano, y me señaló, co-mo en contra de su voluntad y allí terminó elsermón.

No es agradable confesarlo, pero huí; y si mevolviera a suceder lo mismo mañana, echaría acorrer exactamente igual. Ver que el canacointerrumpía el sermón sólo por verme, me pro-dujo la sensación de que el mundo se me veníaencima. Me fui a casa y me quedé allí, sin decirnada. Se podía pensar que iría a hablar de ello aUma, pero aquello iba en contra de mi tempe-ramento. También se podría pensar que fui aconsultar con Case; pero lo cierto es que medaba vergüenza, pues creía que se me iba a reíren la cara. Por lo tanto, mantuve silencio y re-flexioné; y cuanto más reflexionaba, menos megustaba aquello.

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El lunes por la noche comprendí claramenteque me habían declarado tabú. Había abiertoun almacén nuevo y durante dos días no habíaentrado nadie en él, cosa increíble. -Uma -dije-.Creo que soy tabú. -Yo también lo creo -dijoella.

Medité si debía preguntarle más, pero esmalo consultar con los nativos, por lo cual fui aver a Case. Era de noche y él estaba sentadosolo. Como acostumbraba, fumando.

-Case -dije- ocurre algo raro. Me han decla-rado tabú. -¡Bobadas! -dijo él-, en estas islas nose acostumbra. -Puede que sea así -dije yo-. Síse acostumbraba donde estuve antes. Sé muybien lo que es eso; y puedo decirle categórica-mente que me han declarado tabú.

-Muy bien --dijo él-, ¿qué ha estado hacien-do?

-Eso es lo que quiero averiguar -le contesté.-Oh, no puede ser -dijo él-; no es posible. Sin

embargo, le diré lo que voy a hacer. Para tran-quilizarlo, voy a dar una vuelta por ahí para

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enterarme. Mientras tanto, entre y hable conPapa.

-Gracias -le dije-, prefiero quedarme aquí enla galería. Su casa es muy cerrada.

-Entonces, le diré a Papa que venga aquí -dijo él.

-Mi querido amigo -le contesté-, preferiríaque no lo hiciera. La verdad es que no le tengosimpatía al señor Randall. Case se echaba reír,tomó una linterna del almacén, y se dirigió alpoblado. Estuvo ausente quizás un cuarto dehora, y parecía muy serio cuando regresó.

-Bueno -empezó, dejando la linterna en losescalones de la galería-, nunca lo habría creído.No sé hasta qué extremo va a llegar el atrevi-miento de estos canacos; parece ser que hanperdido toda idea de respeto hacia los blancos.Lo que necesitamos es un buque de guerra(alemán, si fuera posible) porque ellos sabencómo tratar a los canacos.

-¿Entonces me han declarado tabú? -exclamé.

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-Algo por el estilo -me dijo-. Es lo peor quehe conocido hasta ahora. Pero lo apoyaré,Wiltshire, de hombre a hombre. Venga aquímañana, a eso de las nueve, y hablaremos conlos jefes. Me tienen miedo, o solían tenérmelo;pero les han hinchado tanto las cabezas ahora,que no sé qué pensar. Compréndame, Wilts-hire; no considero que esto sea un problemasuyo -prosiguió, con gran resolución-. Lo con-sidero nuestra lucha, lo considero la Lucha delHombre Blanco, y lo apoyaré en todo momen-to; le doy mi mano en señal de apoyo. -¿Hadescubierto cuál es el motivo? -le pregunté.

-Todavía no -dijo Case-. Pero mañana loarreglaremos todo con ellos.

En conjunto, quedé muy satisfecho con suactitud, y casi más al día siguiente, cuando nosencontramos para ir a ver a los jefes, al verlotan severo y resuelto. Los jefes nos aguardabanen una de sus grandes casas ovaladas, que des-cubrimos desde muy lejos por la multitud quehabía en torno a ella, por lo menos cien perso-

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nas, entre hombres, mujeres y niños. Muchosde los hombres iban camino del trabajo y lleva-ban coronas verdes, y eso me hizo pensar en elprimero de mayo de mi país. La multitud seabrió para dejarnos pasar a los dos, con muchosmurmullos y una repentina y colérica anima-ción. Había allí cinco jefes; cuatro de ellos eranhombres de aspecto majestuoso, el quinto viejoy arrugado. Estaban sentados sobre esterillas,vestidos con chaquetas y faldellines blancos;tenían abanicos en las manos, como las damaselegantes; y dos de los más jóvenes llevabanmedallas católicas, lo que me hizo reflexionar amí. Nuestro lugar estaba dispuesto, y las esteri-llas preparadas frente a las de los personajes, enel lado más cercano de la casa; el centro estabavacío; la multitud, a nuestras espaldas, murmu-raba, estiraba la cabeza y se empujaba para mi-rar, y sus sombras danzaban delante de noso-tros sobre los limpios guijarros del suelo. A míme irritó un poco la excitación del pueblo, peroel aspecto cortés y tranquilo de los jefes me

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tranquilizó, y más aún cuando el que hablabaen nombre de ellos inició un largo discurso envoz baja, agitando a veces las manos en direc-ción a Case, a veces en dirección mía, y otrasgolpeando con los nudillos la esfera. Una cosaestaba muy clara: no había ni señales de cóleraen los jefes.

-¿Qué está diciendo? -le pregunté, cuandohubo terminado.

-¡Oh!, que se alegran de verlo, y que por loque les dije comprenden que usted quiere pro-testar de algo, de modo que hable y ellos haránlo que sea justo.

-Tardó mucho tiempo en decirlo -le contesté.-¡Oh!, el resto eran cortesías y bonjour y todo

lo demás -dijo Case-. Ya sabe cómo son los ca-nacos.

-Bueno, pues no van a sacarme muchos bon-jour a mí -le repliqué-. Dígales quien soy yo.Soy un blanco, un súbdito británico, y un granjefe en mi país; y he venido aquí a hacerlesbien, a traerles la civilización; ¡y en cuanto or-

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dené mis mercaderías, ellos me declaran tabú, ynadie se atreve a acercarse a mi casa! Dígalesque no pienso protestar por nada que sea legal,y que si lo que quieren es un regalo, haré lo quesea justo. No censuro que los hombres busquensu ventaja, porque está en la naturaleza huma-na; pero si creen que me van a convencer consus ideas nativas, están equivocados. Y dígalescon toda claridad que exijo una explicación deeste trato, como blanco y súbdito británico.

Ese fue mi discurso. Sé cómo hay que tratarcon los canacos. Hay que hablarles con sentidocomún y tratarlos bien y (tengo que hacerlesjusticia) ellos se avendrán siempre a razones.No tienen un verdadero gobierno, ni una leyverdadera y eso es lo que hay que meterles enla cabeza; y aunque los tuvieran, sería una malabroma que trataron de aplicárselos a un blanco.Sería algo muy extraño que viniéramos hastatan lejos y no pudiéramos hacer lo que nos pa-reciera. El sólo pensarlo siempre me irritaba, ydije lo que tenía que decir con bastante energía.

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Luego, Case lo tradujo (o mejor dicho, fingióhacerlo) y el primer jefe replicó, y luego el se-gundo, y luego el tercero, todos en el mismoestilo, con tranquilidad y suavidad, pero so-lemnes debajo de todo eso. Una vez le hicieronuna pregunta a Case, y él la contestó, y todosellos (jefes y pueblo) se echaron a reír a carcaja-das y me miraron. Por fin, el viejo arrugado, yel jefe joven y fuerte que habló el primero em-pezaron a preguntarle a Case una especie decatecismo. A veces, comprendía que Case tra-taba de esquivarse, pero ellos insistían comosabuesos, y el sudor le corría por la cara, lo queno era para mí un espectáculo muy agradable,y al oír algunas de sus respuestas la multitudgemía y murmuraba, lo que era aún peor deoír. Era una verdadera lástima que yo no supie-ra el idioma nativo, porque (como ahora su-pongo) le estaban haciendo a Case preguntasacerca de mi matrimonio, y a él le debía habercostado mucho convencerlos de lo que quería.Pero Case podía arreglárselas solo; tenía la inte-

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ligencia suficiente para gobernar un parlamen-to.

-Bueno, ¿eso es todo? -le dije, después deuna pausa. -Venga conmigo -me contestó, se-cándose la cara-: se lo contaré todo afuera.

-¿Quiere decir que no piensan levantarme eltabú? -exclamé.

-Es algo raro -dijo-. Se lo diré afuera. Serámejor que salgamos.

-No estoy dispuesto a resignarme -exclamé-.No soy un hombre de esa clase. No soy de losque dan la vuelta y huyen ante un puñado decanacos.

-Bien lo sé -dijo Case.Me miró intencionadamente; y los cinco jefes

me miraron también con cortesía, pero con hos-tilidad; y los demás me miraron con irritación.Recordé a la gente que vigilaba mi casa;

y cómo el pastor se había estremecido en supúlpito sólo al verme; y todo aquello me pare-ció tan absurdo que me levanté y seguí a Case.La multitud nos dejó pasar, los chicos corrieron

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gritando, y nosotros dos, los blancos, nos ale-jamos mientras nos observaban.

-¿A qué viene todo esto? -dije.-La verdad es que yo no lo comprendo. No

le quieren -dijo Case.-¡Y por eso me declaran tabú! -exclamé-.

¡Nunca oí cosa semejante!-Es algo peor -repuso Case-. No le han decla-

rado tabú. Ya le dije que eso no podía ser. Lagente no quiere acercársele, Wiltshire, eso estodo.

-No quieren acercárseme. ¿Qué quiere decircon eso? ¿Por qué no quieren acercarse a mí? -exclamé.

Case vaciló:Al parecer tienen miedo -dijo en voz baja.

Me detuve.-¿Miedo? -repetí-. ¿Se ha vuelto loco, Case?

¿De qué tienen miedo?-Querría saberlo -repuso Case moviendo la

cabeza-. Al parecer es una de sus supersticio-

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nes. Por eso no lo entiendo -dijo-. Es como elcaso de Vigours.

-Me gustaría saber lo que quiere usted decircon eso -le dije.

-Bien, ya sabe que Vigours huyó, abando-nando todo -dijo él. Fue por causa de una su-perstición, no sé de cuál; pero comenzó a tenermuy mal cariz desde el principio.

-Yo he oído contar una historia diferente -dije- y conviene que se lo diga; me dijeron quehuyó por causa de usted.

-¡Oh, creo que le daría vergüenza contar laverdad! -dijo Case-. Creo que pensaría que erauna tontería. Y es cierto que yo lo despedí.¿Qué harías tú? -me dijo-. «Vete y no lo piensesdos veces», repuse. Me alegré mucho de que sefuese. No se me ocurría volver la espalda a uncamarada cuando está en mala situación, perohabía demasiados inconvenientes en el puebloy no sabía cómo iba a terminar aquello. Yo hicemal en estar tanto con Vigours. Ahora me loreprochan. ¿Ha oído cómo Maea, el gran jefe, el

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joven decía «Vika»? Era él a quien se referían.No parecen haberlo olvidado.

-Todo eso está muy bien -dije-, pero no medice lo que pasa.

-Querría saberlo -repuso Case-. Pero nopuedo decirle más.

-Podría haberles preguntado -dije.

-Ya lo hice -repuso él-. Pero usted habrá vis-to, si no es ciego, que no conseguí nada. Lleguéhasta donde se podía en defensa de otro blanco;pero estando aquí tengo que pensar en mí pri-mero. Lo malo es que soy demasiado bueno. Yme permito decirle que debería mostrar másgratitud hacia el hombre que se ha molestadotanto por usted.

-En eso estoy pensando -dije-. Fue usted unnecio estando tanto en compañía de Vigours.Afortunadamente, no lo ha hecho en mi caso.No ha venido a mi casa una sola vez. Hable:¿usted sabía esto antes?

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-No -dijo él-. Es cierto que no fui a visitarle.Fue un descuido y lo lamento, Wiltshire. Peroahora está completamente claro.

-¿Quiere decir que no vendrá? -pregunté.-Lo siento muchísimo, amigo mío, pero esa

es la verdad -dijo Case.-En resumen, tiene usted miedo -dije. -En re-

sumen, tengo miedo -repuso.-¿Y yo soy tabú por nada? -pregunté.-Le dije ya que no es tabú -dijo él-. Los cana-

cos, no quieren acercarse a usted, eso es todo.¿Y quién va a obligarlos? Debo confesar quenosotros los comerciantes tenemos mucho áni-mo; hacemos que estos pobres canacos aban-donen sus leyes y sus tabúes, siempre que nosconviene. Pero no puede esperar que haya unaley que obligue a la gente a entrar en su alma-cén si no quiere. ¿No va a creer que podemoshacerlo? Y tengo que recordarle, Wiltshire, queyo soy también un comerciante.

-Yo no hablaría de valor si fuera usted -dije-.Aquí yo sólo veo una cosa: ninguna de esta

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gente quiere negociar conmigo, y toda va a ne-gociar con usted. Usted tendrá la copra y yo meiré al demonio. Y yo no conozco el nativo, ustedes el único hombre digno de mención que hablaen inglés aquí, ¡y viene a decirme que mi vidacorre peligro, pero que no sabe a qué se debe!

-Bien, eso era todo lo que tenía que decirle -dijo él-. No creo que me gustase saberlo.

-¡Y se vuelve de espaldas y me deja solo!¿Esa es su postura? -pregunté.

-Si quiere ponerlo así, pero yo no lo diría.Sólo digo: Voy a mantenerme alejado de usted,pues de lo contrario voy a ponerme en peligro.

-¡Bien! -repuse-. ¡Es usted un lindo ejemplarde blanco!

-Comprendo que esté molesto -repuso-. Yolo estaría. Le presento mis excusas.

-Perfectamente -dije-. Vaya a presentar susexcusas a otra parte. ¡Éste es mi camino, vayausted por el suyo!

Así nos separamos y yo me fui directamentea casa y hallé a Uma probándose la mercadería

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como si fuese un niño. -Deja esas cosas -dije-.Tengo otras cosas de que preocuparme. ¡Y creoque te dije que preparases la comida! Entoncesle hablé ásperamente, como se merecía. Ella secuadró ante mí, como un centinela ante su ofi-cial; pues debo confesar que siempre estuvobien educada y mostró gran respeto hacia losblancos.

-Y ahora tienes que entender una cosa: ¿porqué soy tabú? O si no soy tabú, ¿por qué no seacercan a mí?

Ella me miró abriendo mucho los ojos. -¿Nolo sabes? -dijo por fin.

-¡No! ¿Cómo iba a saberlo? En mi país noexisten esas cosas.

-¿Ése no te lo dijo? -preguntó ella de nuevo.(Ése era el nombre que los nativos daban a

Case; podía significar extranjero o extraordina-rio; o una manzana; pero lo más probable eraque fuese su nombre mal repetido por los cana-cos.)

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-No me ha dicho casi nada -dije yo. -¡Maldito Ése! -exclamó ella.

Podía considerarse chistoso oír que una mu-chacha canaca lanzaba un juramento. Pero noera así. Ella no sentía cólera y hablaba seria-mente. Permanecía en pie, mientras decía aque-llo. Nunca había oído a una mujer que hablaseasí y me asombró. Luego hizo una reverencia,pero con orgullo y extendió las manos.

-Me avergüenzo -dijo-, creí que lo sabías. Éseme dijo que lo sabías, que no te importaba, queme amabas mucho. Yo soy la tabú -me dijo lle-vándose las manos al pecho como hizo la nochede bodas-. Sí, yo soy tabú, tabú tú también. En-tonces si yo me voy, el tabú se irá también. En-tonces tendrás la copra. Creo que es lo que pre-fieres, Tofa alii -dijo en nativo-. Adiós jefe.

-No vayas tan de prisa -dije. Me miró son-riendo.

-Tú te quedas con la copra -dijo como el queofrece dulces a un niño.

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-Urna, atiende a razones. Yo no sabía eso, enverdad y Case parece habernos jugado unamala pasada a los dos. Pero ahora lo sé y no meimporta; te amo demasiado. No me dejes, losentiría mucho.

-Tú no me amas -exclamó ella-, ¡me has di-cho malas palabras! -Y arrojándose a un rincónde la habitación, comenzó a llorar.

Bien, no soy ningún sabio, pero no había na-cido ayer y pensé que lo peor había pasado ya.Sin embargo, ella yacía de cara a la pared -sollozando como una niña-. Es extraño lo que lepasa a un hombre cuando está enamorado;pues hay que decir lo que era: canaca y todo yome había enamorado de ella. Traté de coger sumano, pero ella no lo consintió.

-Uma -dije-, no tiene sentido llorar de esamanera. No llores, yo quiero a mi mujercita. Telo juro.

-No es verdad -sollozó.-Está bien -dije-. Esperaré hasta que se te

haya pasado y me senté junto a ella en el suelo,

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y le acaricié el cabello. Al principio se resistió;pero luego pareció no advertirlo; luego sus so-llozos se fueron calmando, y alzó el rostro haciamí.

-¿Dices la verdad? ¿Quieres que me quede? -preguntó.

-Uma -dije-. Te prefiero a toda la copra delos Mares del Sur -lo cual era mucho, y lo másraro de todo es que era verdad.

Uma me echó los brazos al cuello y pegó surostro al mío que es la manera de besar quetienen los nativos, y me mojó con sus lágrimas.Nunca había tenido tan cerca de mí a nadie queno fuese aquella mujer. Eran muchas cosas jun-tas y todas contribuían a volverme loco. Umaera muy linda; al parecer era mi única amiga enaquel lugar; y yo estaba avergonzado de haber-le hablado con dureza, pues era una mujer, miesposa, y yo sentía en la boca la sal de sus lá-grimas. Me olvidé de Case y de los nativos; yde aquella historia, o si la recordaba era paradesechar el recuerdo; y me olvidé de qué había

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venido, no tendría copra, y no podría por lotanto ganarme la vida; me olvidé de mis em-pleadores, del flaco servicio que les prestaba, alpreferir mis caprichos a sus negocios; y me ol-vidé de que Uma no era realmente mi mujer,sino una muchacha engañada miserablemente.Pero eso es ir demasiado lejos. Volvamos, a loinmediato.

Era tarde cuando pensamos en comer. Lalumbre estaba apagada, y el fogón frío; pero loencendimos al cabo de un tiempo y cada cualpreparamos un plato, jugando como los niños.Y yo anhelaba de tal modo su proximidad quecomí con ella sentada en mis rodillas, sujetán-dola con una mano y comiendo con la otra. Ymás aún. Uma era la peor cocinera que hayahecho Dios; las cosas que preparaba no lashabría comido un caballo; sin embargo aqueldía comí lo que ella había preparado, y no tuveque esforzarme para encontrarlo bueno.

No me engañé, ni la engañé. Vi que estabaenamorado; y si ella quería burlarse de mí, lo

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haría. Y creo que esto fue lo que la hizo hablar,pues entonces dijo que éramos amigos. Me dijomuchas cosas sentada en mi regazo y comiendode mi plato mientras yo comía del suyo; mu-chas cosas acerca de su madre y de Case, todasellas muy aburridas, si las hubiera tenido queconsiderar, pero de las cuales daré una idea,por la importancia que tuvieron en mis asuntoscomo pronto se verá.

Al parecer Uma nació en una de las Islas dela Línea; estuvo allí sólo dos o tres años, y lue-go vino con un hombre blanco que estaba casa-do con su madre que ya había muerto; en Fale-sa sólo llevaba un año. Antes se habían movidomucho, siguiendo al hombre blanco, que erauna de esas piedras sueltas que van en busca deun trabajo fácil. Hablan de buscar oro, cuandoven un arco iris; pero si un hombre busca unempleo que le dure toda la vida, debe comen-zar por un trabajo fácil. Eso le proporciona decomer y de beber, pues nunca se ha oído quemuera de hambre y rara vez se los encuentra

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sobrios; y en cuanto a deportes, las peleas degallos no se cuentan entre sus favoritos. Seacomo fuese, aquel aventurero llevaba a madre ehija de un lado a otro, pero principalmente a lasislas lejanas, donde no había policía y podíahallar el trabajo fácil. Yo tengo mi criterio detoda la historia, pero me alegré que hubieramantenido a Uma alejada de Apia, Papeete ytodas aquellas elegantes ciudades. Finalmentellegó a Falealii, tuvo trabajo -¡sabe Dios cómo!-,lo echó a perder como solía, y murió pobre, enuna tierra de Falesa que obtuvo en pago de unadeuda, y que fue todo cuanto dejó a su mujer ehija. Al parecer, Case animó a las dos todocuanto pudo y las ayudó a construir la casa.Entonces era bondadoso, dio trabajo a Uma yno cabe duda de que cuidó de ella desde elprimer momento. Sin embargo, apenas instala-das apareció un nativo joven que se quiso casarcon ella. Era un jefecillo, tenía algunas finasesterillas y viejos cánticos de familia, y era«muy buen mozo», al decir de Uma; y todo ello

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era extraordinario tratándose de una forasterasin dinero.

Al principio sentí unos violentos celos.-¿Y quieres decir que te habrías casado con

él? -exclamé.-Ioe, sí -dijo ella-. ¡Me gustaba mucho!-¿Y si yo hubiera llegado después?-Ahora me gustas más tú -dijo ella-. Pero si

me hubiera casado con Ioane, habría sido unabuena esposa. No soy una canaca común. ¡Soyuna buena chica! -dijo.

Bien, tuve que contentarme con aquello, pe-ro les aseguro que no me gustó nada. Y me ale-gré del final del cuento más que del principio.Pues parece que esta proposición de matrimo-nio fue el principio de todo. Al parecer antes deaquello Uma y su madre habían estado malmiradas en la isla; e incluso cuando Ioane sepresentó, hubo al principio menos inconvenien-tes de los que se esperaban. Y luego, de repen-te, unos seis meses antes de mi llegada, Ioane semarchó de la isla, y desde aquel día Uma y su

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madre se habían visto aisladas. Nadie iba a sucasa, nadie les hablaba en la calle. Cuando ibana la iglesia, las otras mujeres se llevaban lasesterillas lejos de ellas. Era como una excomu-nión real de la Edad Media, pero su causa no seconocía. Era algún tala pepelo, dijo Uma, algúnembuste, alguna calumnia; y ella creía que eranlas muchachas celosas por la suerte que ellahabía tenido con Ioane que se vengaban cuandoél la dejó, y le gritaban, cuando la veían en elbosque, que no se casaría.

-Decían que ningún hombre se casaría con-migo. Que tendría miedo -dijo.

El único que fue a verlas después de aquelladeserción fue Case. Incluso él, no prodigaba susvisitas y solía venir de noche; pero pronto co-menzó a cortejar a Uma. Yo estaba aún irritadopor lo de Ioane, y cuando salió a relucir Case,del mismo modo, la paré en seco.

-Bien -dije sonriendo-, ¿supongo que encon-trarías a Case «muy buen mozo» y te «gustaríamucho?».

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-No digas tonterías -dijo ella-. El hombreblanco, viene aquí, yo me caso con él y sigosiendo canaca; él se casa conmigo como conuna blanca. Supongamos que no se casa, que semarcha. Todos son iguales, corazón de Tonga,no pueden amar. Pero tú vienes y te casas con-migo. Eres un gran corazón... no tienes ver-güenza de que sea una isleña. Yo te amo muchopor eso. Estoy muy orgullosa.

Creo que no me he sentido peor en ningúndía de mi vida. Dejé el tenedor, y aparté a la«isleña»; misteriosamente no sabía qué hacercon ninguna de las dos cosas, y me puse a pa-sear por la casa, mientras Uma me seguía conojos preocupados. Pero yo no sabía qué decir.Tanto deseaba y temía hacer una confesión detodo ello. Y entonces llegó hasta nosotros elruido del mar; se oyó repentinamente claro ypróximo cuando el barco dobló el cabo, y Umacorrió a la ventana, y gritó que «Misi» venía ahacer una de sus visitas periódicas.

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Pensé que era raro que yo me alegrase de re-cibir a un misionero; pero era lo cierto.

-Urna -dije-, quédate en esta habitación y note muevas de ella hasta que yo haya vuelto.

III

Cuando salí a la galería, la barca de la mi-sión se dirigía a la embocadura del río. Era unlargo ballenero pintado de blanco; un pequeñotoldo a proa; un pastor nativo sentado en la tol-dilla de popa, al timón; unos veinticuatro re-mos que brillaban y se hundían al compás de lacanción marinera; y el misionero bajo el toldo,con sus ropas blancas, leyendo un libro. Eraalgo lindo de ver y oír; no hay mejor espectácu-lo en las islas que una barca misionera con unabuena tripulación que sepa cantar bien; y yo locontemplé durante medio minuto, quizá con unpoco de envidia, y luego bajé despacio hacia elrío.

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Desde el lado opuesto, otro hombre se diri-gía al mismo lugar, pero echó a correr y llegóprimero. Era Case; sin duda su idea era apar-tarme del misionero, que podía servirme de in-térprete; pero mis pensamientos estaban en otracosa. Pensaba en cómo nos engañó en lo delmatrimonio, probando primero con Uma; y alverle, la rabia se me escapó por la nariz.

-¡Márchese de aquí, ladrón tramposo! -le gri-té.

-¿Qué es lo que dice? -me preguntó.Volví a repetírselo, remachándolo con un

buen juramento.-Si lo pillo alguna vez a menos de seis brazas

de mi casa -grité-, le meteré una bala en su mi-serable cuerpo. -Puede hacer lo que quiera consu casa -me contestó-, porque no pienso ir aella; pero éste es un lugar público.

-Es un lugar donde tengo un asunto privado-le dije-. No me gusta que un perro como ustedande husmeando, y se lo aviso para que semarche.

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-Pues no lo acepto -dijo Case. -Ya le enseñaré yo -le contesté.-Eso, lo veremos -dijo él.Sabía usar con rapidez sus manos, pero le

faltaban estatura y peso, pues era una misera-ble criatura frente a un hombre como yo, y,además, la cólera ardía en mí con tal fuerza quehabría podido partir una piedra. Le pegué unay otra vez, sintiendo cómo se le sacudía y crujíasu cabeza, y luego él cayó.

-¿No ha tenido bastante? -grité. Pero él selimitó a alzar

la cabeza, pálido y perplejo, con la caramanchada de sangre como una servilleta devino-. ¿No ha tenido bastante? -le grité de nue-vo-. Hable y no se quede ahí quieto, o le daréun puntapié.

Él se sentó al oír eso y se sujetó la cabeza(por su aspecto se comprendía que le dabavueltas) y la sangre empezó a caerle sobre elpijama.

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-He tenido bastante por esta vez -dijo, y selevantó tambaleándose y se fue por dondehabía venido.

El barco se acercaba; vi que el misionero de-jaba el libro, y sonreí para mis adentros

«Así sabrá que soy un hombre», pensé.Era la primera vez, en todos mis años de Pa-

cífico, que cambiaba dos palabras con un mi-sionero y, menos aún, para pedirle un favor.No me gustaban los misioneros, a ningún co-merciante le gustan; nos miran con desdén, sinocultarlo y, además, están bastante caniguiza-dos, y prefieren el trato con los nativos que conlos hombres blancos como ellos. Yo me habíapuesto un pijama rayado limpio... porque, des-de luego, había querido vestirme decentementepara presentarme ante los jefes; pero cuando vial misionero bajar del barco con su uniforme,su traje blanco, su casco colonial, su camisa ycorbata blancas, y calzado con botas amarillas,me entraron ganas de tirarle piedras. Cuandose acercó, mirándome con bastante curiosidad

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(me imagino que por la pelea), vi que parecíamuy enfermo, porque la verdad era que teníafiebre y acababa de sufrir un ataque en el barco.

-¿El señor Tarleton, verdad? -dije, porqueme habían dado su nombre.

-¿Y usted, me imagino, es el nuevo comer-ciante? -dijo él.

-Antes que nada quiero decirle que no letengo simpatía a las misiones -continué- y creoque usted y los suyos hacen mucho daño, lle-nándole a los nativos la cabeza con cuentos devieja y estupideces.

-Usted tiene un perfecto derecho a exponersus opiniones -me contestó, mirándome concierto mal humor-, pero yo no tengo la obliga-ción de escucharlas.

-Pues da la casualidad de que las tiene queescuchar -dije-. No soy misionero ni amigo delos misioneros; no soy un canaco, ni favorece-dor de los canacos... no soy más que un comer-ciante; no soy más que un condenado, despre-ciable y vulgar blanco y súbdito británico, uno

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de esos hombres en los que le gustaría limpiar-se las botas. ¡Creo que está bien claro!

-Sí, hombre -me contestó-. Mucho más claroque loable. Cuando esté sobrio, se arrepentiráde esto.

Trató de seguir adelante, pero yo lo retuvecon la mano. Los canacos empezaban a gruñir.Creo que no les gustaba mi tono, porque lehablaba a aquel hombre con la misma libertadcon que lo hablaría a usted.

-Ahora, no podrá decir que lo engañé -dije-,puedo continuar. Necesito un servicio... en rea-lidad, necesito dos servicios; y, si usted quierehacérmelos, tal vez me interesaré más por loque usted llamaría su cristianismo.

Él guardó silencio un momento. Luego, son-rió. -Es usted un hombre bastante extraño -medijo. -Soy la clase de hombre que Dios me hizo -le contesté-. No pretendo ser un caballero.

-Yo no estaría tan seguro -me dijo-. ¿Y enqué puedo servirlo, señor?...

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-Wiltshire -dije-, aunque generalmente mellaman Welsher; pero como se debe decir esWiltshire, si la gente de la playa quisiera em-plear bien sus lenguas. ¿Y qué quiero? Bueno,le diré lo primero. Soy lo que usted llamaría unpecador (lo que yo llamo un sinvergüenza) yquiero que me ayude a resarcir a una persona aquien engañé.

Él se volvió y habló a su tripulación enidioma nativo.

-Y ahora estoy a su disposición -me dijo-, pe-ro sólo

mientras mi tripulación come. Tengo que es-tar mucho más abajo de la costa antes de quesea de noche. Tuve que demorarme esta maña-na en Papa-Malulu, y mañana por la noche ten-go un compromiso en Fale-alii.

Lo conduje hasta mi casa en silencio, y bas-tante satisfecho de mí mismo por el cómo habíallevado la conversación, porque me gusta queun hombre conserve su respeto de sí mismo. -Lamento haberlo visto pelear -me dijo él.

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-Oh, eso es parte de la historia que queríacontarle -dije-. Es el servicio número dos. Des-pués de que la haya escuchado, me dirá si lolamenta o no.

Atravesamos el almacén, y a mí me sorpren-dió ver que Uma había retirado los cacharrosdel desayuno. Era algo tan poco propio de ella,que comprendí que lo había hecho por gratitud,y me gustó más aún. Ella y el señor Tarleton sellamaban por sus nombres y él la trataba, alparecer, con mucha cortesía. Pero pensé unpoco y me dije: siempre tienen cortesía con loscanacos; a nosotros, los blancos, son los quetratan con soberbia. Aparte de que yo necesita-ba en aquel momento al señor Tarleton. Iba apedirle lo que quería.

-Uma -dije-, danos tu certificado de matri-monio -ella me miró enojada-. Vamos -dije-,puedes confiar en mí. Dámelo.

Ella lo llevaba encima, como de costumbre;creo que pensaba que era un pase para el cielo

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y que si moría sin tenerlo a mano iría al infier-no. No pude ver dónde lo había puesto la

primera vez, no pude ver ahora de dónde losacó; parecía que le había saltado de la mano,como en ese asunto de la Blavatsky esa de quehablan los diarios. Pero pasa lo mismo con to-das las mujeres de la isla, creo que se lo ense-ñan cuando son jóvenes.

-Ahora bien -empecé, con el certificado en lamano; Black Jack, el negro, me casó con estamuchacha. Case extendió el certificado, y lejuro que es un lindo trozo de literatura. Desdeentonces, me he enterado de que hay una espe-cie de maldición en el lugar contra mi mujer yque, mientras viva con ella no puedo negociar.Ahora bien, ¿qué haría en mi lugar cualquierhombre, que fuera hombre? -le pregunté-. Creoque lo primero que haría sería esto -y tomé elcertificado, lo desgarré y tiré los trozos al suelo.

-¡Aué!-gimió Uma y empezó a batir palmas;pero yo tomé una de sus manos en las mías.

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-Y la segunda cosa que haría -continué-, siera lo que yo llamo un hombre, y usted llama-ría un hombre, señor Tarleton, sería llevar a lamuchacha delante de usted o de cualquier otromisionero, y decirle: «Me casaron mal con miesposa, pero yo la quiero mucho, y ahora quie-ro que me casen bien.» Empiece, señor Tarle-ton. Y creo que será mejor que lo haga en idio-ma nativo; eso le gustará a la vieja -dije, dándo-le el nombre que debía darse a una esposa.

Así que trajimos a dos de la tripulación co-mo testigos, y nos casaron en nuestra propiacasa; y el pastor rezó bastante, debo decirlo(aunque no tanto como otros) y nos estrechó lasmanos a los dos.

-Señor Wiltshire -me dijo, después de exten-der el certificado y despedir a los testigos-, ten-go que darle las gracias por el gran placer queme dio. Rara vez realizo la ceremonia del ma-trimonio con tal emoción de agradecimiento.

Eso era lo que usted llamaría ganas dehablar. Además, iba a seguir con más cosas por

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el estilo, y yo estaba dispuesto a aguantar todassus mieles, porque me sentía contento. Pero a lamitad del matrimonio algo le había llamado laatención a Uma, y nos interrumpió.

-¿Cómo te lastimaste la mano? -preguntó. -Pregúntaselo a la cabeza de Case, vieja -le dije.Ella saltó de alegría, cantando.

-No parece que haya conseguido ustedhacerla muy cristiana -le dije al señor Tarleton.

-No nos parecía una de las peores -me con-testó él cuando estaba en Fale-alii; y si Umatiene mala voluntad a alguien, me sentiría ten-tado a pensar que es con buen motivo.

-Bueno, ahora viene el servicio número dos -dije-. Quiero contarle nuestra historia, para versi usted nos la puede aclarar algo.

-¿Es larga? -me preguntó.-Sí -exclamé-, es una historia bastante larga. -

Bueno, le concederé todo el tiempo de que dis-pongo -me dijo, mirando su reloj-. Pero le dirécon franqueza que no he comido desde estamañana y que, a menos que me dé algo, lo más

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probable es que no vuelva a comer antes de lassiete u ocho de la noche.

-¡Le daremos de comer, vive Dios! -exclamé.

Me avergonzó un poco mi juramento, cuan-do todo marchaba bien; y supongo que el mi-sionero pensaba lo mismo, pero fingió mirarpor la ventana y nos dio las gracias.

De modo que le dimos de comer. Tenía quedejar que la vieja preparara parte de ella, paralucirse, así que le dejé que hiciera el té. Creoque nunca he visto un té como el que nos sir-vió. Pero eso no fue lo peor, porque se apoderódel salero, que consideraba un toque europeoextra, y convirtió mi estofado en agua del mar.En conjunto, el señor Tarleton cenó bastantemal; pero se entretuvo bastante, porque mien-tras cocinábamos y después, mientras fingíacomer, yo le puse al corriente de todo lo relati-vo a Case y la playa de Falesa, y él me hacíapreguntas para demostrarme que me seguíacon atención.

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-Bueno -dijo por fin-, me temo que tiene unenemigo peligroso. El tal Case es muy inteli-gente, y me parece realmente malo. Le confiesoque hace más de un año que no le quito el ojode encima, y siempre salí mal en nuestros en-cuentros. Aproximadamente por la época enque el representante de su firma huyó tan derepente, recibí una carta de Namu, el pastornativo, rogándome que viniera a Falesa lo antesposible, pues su grey estaba «adoptando lasprácticas católicas». Yo tenía mucha confianzaen Namu; me temo que eso sólo demuestra conqué facilidad nos engañan. Nadie podía escu-charlo predicar sin persuadirse de que era unhombre de extraordinarias cualidades. Todosnuestros isleños adquieren con facilidad ciertaelocuencia, y pueden decir e ilustrar, con granvigor y fantasía, sermones de segunda mano;pero los sermones de Namu eran suyos, y nopuedo negar que vi en ellos un medio de lagracia. Más aún, siente una aguda curiosidadpor las cosas seculares, no le asusta trabajar, es

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un hábil carpintero, y se ha hecho respetar tan-to por los pastores de las cercanías, que lo lla-mamos, medio en serio y medio en broma, elObispo de Oriente. En una palabra, me sentíaorgulloso de él; por eso, su carta me intrigó aúnmás y me apresuré a venir aquí. La mañanaanterior a mi llegada, había enviado a Vigours,a bordo del Lion, y Namu estaba perfectamentetranquilo, al parecer avergonzado de haberescrito su carta, y poco dispuesto a explicarla.Eso, desde luego, era algo que yo no podíapermitir, y él terminó confesándome que lehabía preocupado mucho descubrir que su gen-te se santiguaba, pero que desde que se enteróde la explicación se había quedado tranquilo.Porque Vigours tenía Mal de Ojo, algo muycomún en un país de Europa llamado Italia,donde los hombres morían a menudo por culpade ese maleficio, y que parecía ser que la señalde la cruz era un amuleto contra su poder.

-»Y yo lo explico de este modo, Mis¡ -dijoNamu-: el país ése de Europa es un país papis-

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ta, y el demonio del Mal de Ojo debe ser undemonio católico o, por lo menos, acostumbra-do a las costumbres católicas. De modo querazoné así: si la señal de la cruz se usara a lamanera papista sería un pecado, pero si sólo seusa para proteger a los hombres contra un de-monio, lo que en sí es una cosa inofensiva, laseñal también tiene que serlo, del mismo modoque una botella no es buena ni mala, si no in-ofensiva. Porque la señal tampoco es buena nimala. Pero si la botella está llena de ginebra, laginebra es mala; y si la señal se hace por idola-tría, la idolatría es mala.

»Y, cosa muy propia de un pastor nativo, te-nía un texto acerca de la expulsión de los de-monios.

»¿Y quién te ha hablado acerca del Mal deOjo?» -le pregunté.

Reconoció que era Case. Ahora bien, pensaráque tengo muy estrecho el criterio, señor Wilts-hire, pero debo confesarle que me disgustó, yno podía creer que un comerciante y que no

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tenía nada de bueno, pudiera aconsejar o tenerinfluencia alguna sobre mis pastores. Y, apartede eso, habían corrido habladurías por la re-gión acerca de que el viejo Adams había sidoenvenenado a las que no presté mucha aten-ción; pero las recordé en aquel momento.

»-¿Y ese tal Case es un hombre de vida san-ta? -le pregunté.

»-Él reconoció que no; porque, aunque nobebía, era demasiado amigo de las mujeres y notenía religión.

»Pero no es fácil tener la última palabra conun hombre como Namu. Un momento despuésme presentaba un ejemplo.

»-"Mis¡" -dijo- usted me contó que había mu-chos hombres sabios, que no eran pastores, nisantos, y que sabían muchas cosas dignas deenseñarse..., por ejemplo acerca de los árboles,y los animales, y de los libros impresos, y de laspiedras que se queman para hacer cuchillos conellas. Esos hombres

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enseñan en la escuela y ustedes aprendencon ellos, pero cuidando bien de no aprender aser malos. Mis¡, Case es mi escuela.

»-No sabía qué decir. Evidentemente, el se-ñor Vigours había sido expulsado de Falesa porlas maquinaciones de Case, y con algo parecidoa la complicidad de parte de mi pastor. Recordéque fue Namu quien me tranquilizó acerca deAdams, y supuse que el rumor tenía su origenen la mala voluntad del sacerdote. Y comprendíque tenía que informarme más a fondo por unafuente más imparcial. Aquí hay un jefe viejo, untunante llamado Faiaso, al que seguramente viohoy en el consejo; ha sido toda su vida turbu-lento, astuto, instigador de rebeliones, y unaespina en el costado de mi misión y la isla. Apesar de eso es muy astuto y, excepto en lo re-lativo a la política o sus propios pecados, dicesiempre la verdad. Fui a su casa, le conté lo quehabía oído y le rogué que fuera franco. Creoque nunca tuve una entrevista más penosa.Quizá me comprenderá, señor Wiltshire, si le

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digo que tomo perfectamente en serio esoscuentos de vieja que usted me reprochó, y queestoy tan deseoso de hacer el bien a estos isle-ños como usted de agradar y proteger a su lin-da esposa. Y no debe olvidar que yo tenía aNamu por un dechado, y que me sentía orgu-lloso del hombre al que consideraba uno de losprimeros frutos maduros de mi misión. Y ahorame enteraba de que había caído en una especiede dependencia de Case. Al comienzo no habíaexistido corrupción; sin duda, comenzó por elmiedo y el respeto producidos por los trucos ylos engaños; pero me escandalizó descubrirque, últimamente, se le había agregado otroelemento, que Namu había tomado muchascosas del almacén y que, según se creía, teníauna gran deuda con Case. Dijera lo que dijera elcomerciante, Namu lo aceptaba tembloroso. Yno era el único en eso; en el poblado muchosvivían sometidos de modo parecido; pero elcaso de Namu era mayor la influencia, por suintermedio, Case podía causar más daño*, y

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contando con cierta simpatía entre los jefes, yteniendo al' pastor en el bolsillo, el hombre eravirtualmente dueño de¡ poblado. Usted sabealgo de lo que le pasó a Vigours y Adams, peroquizás no habrá oído nunca hablar del viejoUnderhill, el predecesor de Adams. Recuerdoque era un hombre callado y' apacible, y quenos contaron que había muerto de repente; losblancos mueren muy de repente en Falesa. Laverdad, tal como la conocí entonces, me heló lasangre. Parece ser que sufrió un ataque de pa-rálisis general, y que quedó como muerto ex-cepto por un ojo que guiñaba de continuo. Co-rrió la voz de que el anciano inválido era ahoraun diablo, y el vil Case fomentó los miedos delos nativos, que aparentaba compartir, y fingióque no se atrevía a entrar en la casa solo. Porfin, abrieron una tumba, y enterraron al hom-bre vivo, al otro extremo del . pueblo. Namu,mi pastor, a quien yo había ayudado a educar,ofreció una oración durante la odiosa escena.

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«Me encontraba en una situación muy difí-cil. Quizá mi deber habría sido denunciar aNamu y hacer que lo depusieran. Quizá lopienso así ahora, pero por aquel entonces nome

parecía tan claro. Tenía mucha influencia, talvez podía resultar mayor que la mía. Los nati-vos son proclives a la superstición; quizás alremover aquello no haría más que ahondar ydifundir sus peligrosas fantasías. Y además,Namu, aparte de esa nueva y maldita influen-cia, era un buen pastor, un hombre capaz, y demucha espiritualidad. ¿Dónde encontraría unomejor? ¿Cómo podría hallar otro tan bueno? Enaquel momento, con el fracaso de Namu frescoante mis ojos, el trabajo de toda mi vida meparecía una burla; la esperanza había muertodentro de mí. Era mejor reparar las herramien-tas que tenía, en vez de ir a buscar a otras par-tes otras nuevas que seguramente resultaríanpeores; y, en el mejor de los casos, el escándaloes algo que hay que evitar siempre que sea

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humanamente posible. Con razón o sin ella,decidí entonces callar. Durante toda la nochediscutí con el descarriado pastor y traté de ra-zonar con él, reprochándole su ignorancia yfalta de fe, reprochándole su horrible actitud,de haber ayudado despiadadamente a un ase-sinato y de excitarse puerilmente por unascuantas cosas pueriles e innecesarias; y antes deque fuera de día lo tenía de rodillas ante mí,bañado en lágrimas de un arrepentimiento alparecer sincero. El domingo, subí al púlpito porla mañana, y prediqué, tomándolo del PrimerLibro de los Reyes, versículo diecinueve, acercadel fuego y el temblor de tierra y la voz, distin-guiendo el verdadero poder espiritual, y refi-riéndome, con toda la claridad a que me atre-vía, a los recientes acontecimientos de Falesa. Elefecto que produje fue grande, y aumentó aúnmás cuando Namu se levantó a su vez y confe-só que había tenido una falta de fe y de conduc-ta y que estaba convencido de su pecado. Poreso, entonces, todo iba bien; pero había una

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circunstancia desgraciada. Se aproximaba eltiempo de nuestro «mayo» en la isla, la épocaen que se reciben las contribuciones de los nati-vos a las misiones; pensé que era mi deberhacer una notificación acerca del tema, y esodio a mi enemigo su oportunidad, que no fuelerdo en aprovechar.

»La noticia de todo aquello debió haber lle-gado a Case en cuanto terminó el servicio de laiglesia, y aquella misma tarde, buscó una oca-sión de encontrarse conmigo en el centro delpoblado. Se me acercó con tanta decisión yanimosidad que pensé que sería inconvenienteel evitarlo.

»-Ah -dijo en idioma nativo- ahí tenéis avuestro santo hombre. Ha estado predicandocontra mí, pero no era eso lo que había en sucorazón. Ha estado predicando el amor a Dios;pero eso tampoco estaba en su corazón, sóloentre sus dientes. ¿Queréis saber lo que habíaen su corazón? -exclamó-. ¡Yo os lo enseñaré!

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»Y, agarrándome la cabeza, fingió sacar undólar de ella y lo alzó en el aire.

»Entre la multitud hubo uno de esos rumo-res con que los polinesios reciben un prodigio.Yo mismo me quedé maravillado. Aquello noera más que un truco de prestidigitador que

he visto hacer en mi país cientos de veces;¿pero cómo iba a convencerle de eso a los delpoblado? Deseé haber aprendido prestidigita-ción en vez de hebreo, para poder pagar alhombre aquél con su misma moneda. Pero allíestaba yo; no podía quedarme quieto y silen-cioso, y lo mejor que se me ocurrió decir teníapoca fuerza.

»-Le agradeceré que no me vuelva a poner lamano encima -le dije.

»-No pienso hacerlo -me contestó él-; niquiero privarle de su dólar. Aquí lo tiene -dijo,y me lo tiró a los pies. Me han contado que sequedó en el mismo lugar tres días.»

-Reconozco que lo hizo bien-le dije.

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-¡Oh! es inteligente -me replicó el señor Tar-leton- y ahora podrá usted ver por sí mismo lopeligroso que es. Tomó parte en la horriblemuerte del paralítico; le han acusado de enve-nenar a Adams; echó de aquí a Vigours conunas mentiras que podrían haber conducido asu asesinato; y no cabe duda de que ahora hadecidido deshacerse de usted. No podemossaber por qué medios va a intentarlo; pero estéseguro de que será algo nuevo. Sus invencionesy astucias no tienen fin.

-Se toma muchas molestias -le dije-. Y, des-pués de todo, ¿por qué?

-Pues... ¿cuántas toneladas de copra puedenobtenerse en esta región? -me preguntó el mi-sionero.

-Yo diría que hasta unas sesenta toneladas -le contesté.

-¿Y cuál es la ganancia para el comerciantelocal? -me preguntó.

-Unas tres libras -le dije.

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-Entonces, usted mismo puede calcular loque saca con todo esto -me contestó el señorTarleton-. Pero lo más importante de todo esderrotarlo. No cabe duda de que hizo correrfalsos rumores acerca de Uma, para aislarla eimponerle su malvada voluntad. Como no lologró, y vio que se presentaba en escena unnuevo rival, la usó de modo distinto. Ahora, loprimero que hay que hacer es investigar a Na-mu. Uma, cuando los demás empezaron a deja-ros solas a ti y a su madre, ¿qué hizo Namu?

-Siguió viniendo -le contestó Uma.-Me temo que el perro ha vuelto a su vómito

-dijo el señor Tarleton-. Y ahora, ¿qué puedohacer por usted? Hablaré con Namu, le pre-vendré que lo observan; sería muy raro quepermitiera que pasara algo que no debe, cuan-do le ponen en guardia. De todos modos, esaprecaución puede fallar y tendrá que buscarpor otra parte. Aquí tiene dos personas a lasque puede dirigirse. Antes que nada, el sacer-dote, que lo protegerá pensando en los inter-

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eses de los católicos; son un grupito muy chicopero cuentan con dos jefes. Y luego, el viejoFaiaso. ¡Ah!, unos años atrás no habría necesi-tado a nadie más; pero su influencia se ha re-ducido mucho, ha pasado a manos de Maea, yme temo que Maea es uno de los secuaces deCase. En fin, si ocurre lo peor, envíe a alguien ovenga usted mismo a Fale-alii y, aunque notengo que venir a este extremo de la isla hastadentro de un mes, veré lo que puede hacerse.

Y el señor Tarleton se despidió de nosotros;media hora más tarde, la tripulación cantaba ybrillaban los remos en el barco del misionero.

IV

Transcurrió casi un mes sin que pasarangrandes cosas. La misma noche de nuestro ma-trimonio Chanclos se presentó, nos trató contoda cortesía, y tomó la costumbre de venir al

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anochecer a fumar su pipa con la familia. Podíahablar con Uma, desde luego, y empezó a en-señarme el idioma nativo y el francés, al mismotiempo. Era un viejo amable y charlatán, a pe-sar de que nunca he visto nadie más sucio, yme confundió con sus idiomas extranjeros peorque los mismos constructores de la torre deBabel.

Ése era todo nuestro empleo, y hacía que mesintiera menos solo; pero no había ningunaganancia en él, porque aunque el sacerdotevenía a vernos y charlaba, no atraía a ningunode sus fieles a mi almacén; y si no hubiera sidopor la otra ocupación que descubrí, no habríahabido ni una libra de , copra en la casa.La idea era la siguiente: Fa'avao (la madre deUma), tenía unos cuantos árboles con fruto.Claro está que no podíamos conseguir trabaja-dores, porque en la práctica éramos tabú, perolas dos mujeres y yo empezamos a trabajar ycosechamos la copra con nuestras manos. Erauna copra que hacía agua la boca cuando se

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cosechó (nunca comprendí cuánto me robabanlos nativos hasta que hice aquellas cua-trocientas libras con mis propias manos), y pe-saba tan poco que me sentí inclinado a mojarlayo mismo.

Mientras trabajábamos, muchos canacosacostumbraban pasarse la mayor parte del díamirándonos, y una vez se presentó también elnegro. Se quedó entre los nativos, riendo yhaciendo muecas, hasta que empecé a irritarme.

-¡Eh, tú negro! -le grité.-Yo no le dirijo la palabra, señor -me dijo el

negro-. Sólo hablo con caballeros.-Ya lo sé -le contesté-, pero yo sí me dirijo a

ti, BlackJack. Y lo qué quiero saber es lo siguiente:

¿le viste la cara a Case, hace dos semanas?-No, señor -me dijo.-Me parece muy bien -dije yo-; porque te voy

a mostrar otra igual, sólo que negra, dentro dedos minutos.

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Y me dirigí hacia él, despacio, con las manosbajas; la única amenaza era la de mis ojos, sialguien se tomaba la molestia de mirarlos.

-Es usted un tipo vil y pendenciero, señor -dijo el negro.

-¡Seguro! -le contesté.Por aquel entonces, él debió pensar que yo

me había aproximado ya todo lo conveniente, yechó a correr a tal velocidad que daba gustoverlo correr. Y ya no volví a ver a nadie de labanda hasta que ocurrió lo que voy a contar.

Una de mis principales ocupaciones enaquellos días era ir a cazar al bosque, que (co-mo Case me había dicho), era muy abundanteen caza. He hablado del cabo que cerraba elpoblado y mi puesto desde el este. Un senderoascendía por su extremo, y conducía a la bahíasiguiente. Allí soplaba a diario un fuerte viento,y como la línea de arrecifes que formaban unabarrera terminaba al extremo del cabo, las pla-yas de la bahía tenían un fuerte oleaje. Una se-rie de pequeños acantilados cortaba en dos par-

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tes el valle, y se alzaba cerca de la playa; y conla marea alta el mar se estrellaba justo contraellos, impidiendo el paso. Unas montañas bos-cosas rodeaban todo el lugar; la barrera del esteera particularmente abrupta y tupida, y su par-te inferior, junto al mar, bajaba a pico en negrosacantilados, estriados de cinabrio; la parte su-perior estaba cubierta por las copas de grandesárboles. Algunos de los árboles eran de un ver-de claro, y otros rojos, y la arena de la playa tannegra como el betún. Muchos pájaros revolo-teaban sobre la bahía, algunos de ellos blancoscomo la nieve; y el zorro volador (o vampiro)volaba allí en pleno día, rechinando los dientes.

Durante un tiempo no llegué más que hastaaquel lugar, sin ir más lejos. No se veía señalesde ningún sendero más allá, y los cocoteros quehabía delante de la entrada del valle eran losúltimos que había por allí. Pues todo el «ojo» dela isla, como los nativos llaman al extremo debarlovento, estaba desierto. Desde Falesa hastaPapa-Malulu no había ni casas, ni hombres, ni

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plantaciones de árboles; y el arrecife estaba casisiempre vacío, las orillas eran escarpadas, elmar golpeaba contra las rocas, y no había ape-nas un lugar donde desembarcar.

Debo agregar que después de que empecé air al bosque, aunque nadie se ofreció a venir ami almacén, descubrí que había gentes dispues-tas a pasar el día conmigo donde nadie pudieraverlas; y como empezaba a entender el idiomanativo y la mayoría de ellos sabían una o dospalabras de inglés, empecé a mantener peque-ñas conversaciones con ellos, no de gran inte-rés, desde luego, pero que me quitaban el malsabor de la boca, porque a nadie le gusta que loconviertan en leproso.

Por una casualidad, un día de finales delmes estaba yo sentado en la bahía, al borde dela selva, mirando hacia el este, con un canaco.Le había dado un poco de tabaco, y mante-níamos una conversación lo mejor que podía-mos: en realidad, él sabía más inglés que la ma-yoría.

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Le pregunté si no había un camino que lle-vara hacia el este. -En otros tiempos había uncamino -dijo-. Ahora murió.

-¿Nadie va allí? -le pregunté.-No es bueno -dijo él-. Hay muchos demo-

nios ahí.-¡Oh! -exclamé-. ¿Con que hay muchos de-

monios en la selva?-Hombres demonios, mujeres demonios;

muchos demonios -dijo mi amigo-. Estaban allítodo el tiempo. Si ir allí, no volver.

Pensé que ya que aquel hombre estaba taninformado

acerca de los demonios y hablaba de elloscon tanta libertad, lo que no es común, debíasacarle alguna información acerca de mí y deUma.

-¿Crees que yo soy un demonio? -le pregun-té.

-No eres demonio -me replicó amablemente-. Creo que eres un tonto.

-¿Uma, es un demonio? -insistí.

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-No, no; no es demonio. Los demonios noviven en la selva -dijo el joven

Yo miraba hacia el otro lado de la bahía y, derepente, vi abrirse la cortina de árboles de laselva, y a Case, con un fusil en la mano, quesalía a la luz del sol, a la negra playa. Llevabaun pijama liviano, casi blanco, su fusil resplan-decía y se destacaba mucho; los cangrejos detierra huyeron en torno a él a sus agujeros.

-¡Eh, amigo! -dije-, no siempre dices la ver-dad. Ése fue y volvió de ella.

-Ése no es como los otros; ése es Tiapolo -dijo mi amigo; y después de decirme adiós,desapareció entre los árboles. Vi que Case dabala vuelta a la playa, donde la marea estaba baja,y dejé que se me adelantara en el camino devuelta a Falesa. Iba absorto en sus pensamien-tos, y los pájaros parecían darse cuenta de ello,porque saltaban cerca de él en la arena, o revo-loteaban y se llamaban alrededor de su cabeza.Cuando pasó cerca de mí, por el movimientode sus labios pude ver que se iba hablando a sí

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mismo, y, cosa que me agradó mucho, que se-guía teniendo mi marca en la frente. Le diré lapura verdad: me dieron ganas de repetir la fae-na en su fea cara, pero lo pensé mejor y me con-tuve.

Durante todo aquel tiempo, y mientras loseguí hasta el poblado, fui recordando una pa-labra nativa que recordaba y que me llamó laatención, Tiapolo.

-Uma -dije cuando volví-, ¿qué significa Tia-polo?

-Demonio -dijo ella.-Pensé que la palabra era aitu -dije.-Aitu es otra clase de demonio -me contestó-,

no deja entrar en la selva, se come a los cana-cos. Tiapolo es un gran jefe de los demonios,pero no viene aquí; es un demonio cristiano.

-Bueno -dije-, pues no me has aclarado grancosa. ¿Cómo es posible que Case sea Tiapolo?

-No lo es -dijo ella- Ése pertenece a Tiapolo;Tiapolo se parece mucho a él; Ése es como su

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hijo. Supón que Ése desea algo, Tiapolo se loda.

-Muy conveniente para Ése -le dije-. ¿Y quéclase de cosas son las que le da?

Bueno, entonces me contó toda una serie dehistorias, muchas de las cuales (como la deldólar que sacó de la cabeza del señor Tarleton),eran muy claras para mí, pero no conseguí sa-car nada de las otras, y lo que más sorprendía alos canacos era lo que menos me sorprendía amí... o sea, que él fuera al desierto en medio detantos aitus. No obstante, algunos de los másatrevidos lo habían acompañado, y le oyeronhablar con los muertos y darles órdenes, y, gra-cias a su protección, habían regresado sanos ysalvos.

Algunos decían que tenía allí una iglesiadonde adoraba a Tiapolo, y Tiapolo se aparecíaa él; otros juraban que no se trataba de ningunabrujería, que hacía sus milagros gracias al po-der de la oración, y que la iglesia no era unaiglesia, sino una prisión, donde había confinado

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a un peligroso aitu. Namu estuvo una vez en laselva con él, y regresó glorificando a Dios poresas maravillas. En conjunto, empecé a vislum-brar la posición del hombre, y los medios porlos que la había alcanzado y, aunque compren-dí que iba a ser duro de pelar, no por eso mesentí abatido.

-Muy bien -dije-, voy a echar una mirada allugar donde reza el señor Case, y veremos quéhay con eso del glorificar a Dios.

Al oír eso Uma se agitó mucho; si yo iba a laselva, no volvería más; nadie podía ir allí, sincontar con la protección de Tiapolo.

-Yo me arriesgaré con la de Dios -le contesté-. No soy un mal hombre, Uma, comparado conmuchos otros, y creo que Dios me ayudará asalir de allí.

Ella guardó silencio un rato.-Creo -empezó con mucha solemnidad... y

luego-: ¿Victoria es un gran jefe?-¡Vaya si lo es! -asentí.-¿Te quiere mucho? -me preguntó de nuevo.

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Con una sonrisa, le contesté que pensabaque la vieja me tenía simpatía.

-Muy bien -dijo ella-, Victoria es un gran jefey te quiere mucho. No puede ayudarte aquí enFalesa; no puede hacerlo... está muy lejos. Maeaes un jefe pequeño... y está aquí. Supón que tequisiera... te ayudaría. Lo mismo pasa con Diosy Tiapolo. Dios es un gran jefe... pero tiene mu-cho trabajo. Tiapolo es un jefe pequeño... perole gusta mucho darse importancia y trabajamucho.

-Voy a tener que devolverte al señor Tarle-ton -le dije-. Tu teología está un poco desqui-ciada, Uma.

No obstante, no dejamos el asunto en toda lanoche y, con las historias que ella me contó deldesierto y sus peligros, casi se provoca un ata-que de espanto. Naturalmente, yo no recuerdoni la cuarta parte de ellas, porque no le hacíamucho caso; pero recuerdo con claridad dos deellas.

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Unas seis millas más allá, costa arriba, hayuna abrigada ensenada que ellos llaman Fanga-anaana, «el puerto lleno de cuevas». La habíavisto desde el mar, acercándome a ella todo loque se atrevieron mis hombres; y hay una pe-queña playa de arena amarilla. La dominan losnegros acantilados, llenos de las oscuras bocasde las cuevas; unos grandes árboles coronan losacantilados, dejando caer por ellos sus lianas, yen un lugar, más o menos en el centro, un granarroyo baja en una cascada. Pues bien, una lan-cha fue por allí, con seis muchachos de Falesa,«todos muy hermosos», como dijo Uma, y esofue su pérdida. Soplaba un fuerte viento, ycuando llegaron a Fangaanaana, y vieron lablanca cascada y la arenosa playa, todos esta-ban cansados y sedientos, y se habían quedadosin agua. Uno de ellos propuso que bajaran atierra a beber y, como eran atrevidos, todosopinaron lo mismo, excepto el más joven. Lotuera su nombre; era un buen muchacho, y muyprudente; y les dijo que eran unos locos, que el

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lugar pertenecía a los espíritus, los demonios ylos muertos, que no había ningún ser viviente amenos de seis millas por un lado, y quizá dedoce por el otro. Pero todos se rieron de suspalabras y, como eran cinco contra uno, seacercaron a tierra, atracaron la lancha y desem-barcaron. Era un lugar extraordinariamenteagradable -dijo Lotu-, y el agua excelente. Die-ron la vuelta a la playa pero no pudieron verningún camino para subir por los acantilados,lo que los tranquilizó un poco; y por fin se sen-taron a comer los alimentos que habían llevado.Apenas acababan de sentarse, cuando de laboca de una cueva salieron seis mujeres de lasmás hermosas que habían visto; llevaban floresen los cabellos, y tenían unos senos muy her-mosos y collares de semillas escarlata; y empe-zaron a bromear con los muchachos, y los mu-chachos a bromear con ellas, todos menos Lotu.Porque Lotu comprendió que no podía habermujeres vivas en un lugar así, y huyó, tirándoseal fondo de la barca, y cubriéndose la cara, em-

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pezó a rezar. Todo el tiempo que duró aquello,Lotu no dejó de rezar, y eso fue todo lo quesupo, hasta que regresaron sus amigos, y lohicieron incorporarse, y salir al mar de nuevo,dejando la bahía que ahora estaba desierta, sinque dijeran ni una palabra de las mujeres. Pero,lo que más asustó a Lotu, fue que ninguno re-cordaba nada de lo que había pasado, y todosse portaban como borrachos, cantando y riendoen la barca. El viento había refrescado y veníaen ráfagas, y el mar se agitaba mucho; eranunas olas tales que cualquier hombre de lasislas se habría asustado al verlas y habría huidoa Falesa; pero los cinco estaban como locos, eizando todas las velas salieron a la mar. Lotuempezó a achicar; ninguno de los demás pen-saba en ayudarlo, sino que cantaban y reían,hablando de cosas singulares más allá de lacomprensión de cualquier hombre, riendo acarcajadas cuando las decían. De modo quedurante el resto del día Lotu tuvo que achicarpara salvar su vida, en el fondo de la barca,

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empapado de sudor y de la fría agua del mar; ynadie le hacía caso. Contra todo lo esperado,llegaron sanos y salvos, en medio de una horri-ble tempestad a Papa-malulu, donde las palme-ras se agitaban y los cocos volaban por el airecomo balas de cañón en torno al poblado; aque-lla misma noche los cinco muchachos enferma-ron, y no volvieron a decir una sola frase razo-nable hasta su muerte.

-¿Y quieres decirme que te tragaste un cuen-to de esa clase? -le pregunté.

Ella me contó que la historia era muy cono-cida, y que tratándose de hombres jóvenes ybuenos mozos, hasta era algo común; peroaquél era el único caso donde murieron cincoen un misma día, después de pasarlo en lacompañía amorosa de las mujeres-demonio; yeso causó una gran conmoción en la isla, y ellaestaría loca si lo dudara.

-Bueno -le dije-, de todos modos, no tienesque asustarte por mí. No me interesan las mu-

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jeres-demonio. Tú eres todas las mujeres quequiero también todos los demonios.

A eso, ella me contestó que había tambiénotras cosas, y que ella vio una con sus propiosojos. Un día se fue sola hasta la bahía vecina, y,quizá, llegó demasiado cerca del borde del lu-gar maldito. Las ramas y la maleza le ocultabande la ladera de la colina, pero se hallaba al des-cubierto en un lugar llano, lleno de piedras ycon muchos arbustos de unos cuatro o cincopies de altura. Era un día muy oscuro de la es-tación de las lluvias, y de cuando en cuandohabía chaparrones que arrancaban las hojas ylas hacían volar, y de cuando en cuando todoestaba tan silencioso como dentro de una casa.En uno de esos momentos de silencio, toda unabandada de pájaros y vampiros salieron volan-do de entre la maleza, como espantados. Alpoco rato, ella oyó un crujido cerca de allí y vio,saliendo de entre los árboles, entre los arbustos,algo que parecía un delgado jabalí gris. Cuandose acercaba, pensó que era como una persona; y

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de repente, al verlo venir, comprendió que noera un jabalí, sino una cosa como un hombre,con pensamientos de hombre. Entonces, echó acorrer, y el jabalí tras ella, y mientras corría, eljabalí aullaba con tal fuerza que todo el lugarvibraba con su aullido.

-Me gustaría haber estado allí con mi fusil -le dije-. Creo que el jabalí habría aullado, perode sorpresa.

Pero ella me contestó que un fusil no servíade nada con cosas como aquélla, que eran espí-ritus de los muertos. Bueno, con esa clase deconversaciones pasamos casi toda la noche;pero, desde luego, no me hicieron cambiar deidea, y al día siguiente, con mi fusil y un buencuchillo, emprendí el viaje de descubrimiento.Me encaminé, todo lo cerca posible, al lugar pordonde vi salir a Case; porque si era cierto que éltenía alguna clase de establecimiento en la sel-va, me imaginaba que encontraría un sendero.El comienzo del desierto estaba marcado conuna pared, por llamarla así, porque más bien

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era un largo montículo de piedras. Decían quellegaba hasta el otro extremo de la isla, perocómo podían decirlo era otra cuestión, puesdudo de que nadie hubiera hecho el viaje encien años, ya que los nativos solían quedarsesiempre en las orillas del mar y sus pequeñascolonias a lo largo de la costa, y aquella parteera muy alta, abrupta y llena de acantilados.Hasta el lado este de la pared, el terreno estácultivado y hay cocoteros, guayabos y mimo-sas, muchas mimosas. justo al otro lado, empie-za la selva; una selva muy tupida, con árbolesque se alzan como los mástiles de una nave, ylianas que cuelgan como los cordajes de unbarco, y orquídeas que crecen entre los árbolescomo hongos. El terreno, en los lugares dondeno estaba cubierto de maleza, parecía un mon-tón de peñascos. Vi muchas palomas verdesque podría haber cazado, pero yo llevaba unaidea diferente. Cierto número de mariposasrevoloteaban cerca del suelo, como hojas muer-tas; a veces, oía el grito de un pájaro, otras al

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viento que soplaba sobre mi cabeza, y siempreel mar que golpeaba la costa.

Pero lo más difícil de describir es lo extrañode aquel lugar, a menos que sea a alguien queha estado también en una espesa selva. La cla-ridad del día es siempre penumbra allí. Elhombre no ve a su alrededor nada; mire a dón-de mire, el bosque lo encierra por todas partes,con sus ramas unidas como los dedos de la ma-no; y siempre que escucha oye algo nuevo...hombres que hablan, niños que ríen, los golpesde un hacha allá a lo lejos, delante de él, y aveces algo que pasa rápido y sigiloso cerca deél y que le hace sobresaltarse y buscar sus ar-mas. No importa que se diga que está solo,aparte de los árboles y los pájaros; tal vez fingi-rá creerlo; pero se vuelva a dónde se vuelva leparecerá que el lugar está lleno de vida, mirán-dolo. No crean que fueron las historias de Umalas que me excitaron; los cuentos de los nativosno valen dos centavos para mí; es algo naturalcuando se está en la selva, y eso es todo.

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Cuando me aproximaba a la cima de la coli-na, porque el terreno del bosque asciende enaquel lugar tan bruscamente como una escaleri-lla, el viento empezó a soplar con insistencia, ylas ramas a agitarse y entreabrirse descubrien-do el sol. Eso me agradó; el ruido era siempre elmismo, sin que nada me sobresaltara. Bueno,había llegado a un lugar donde había un bos-quecillo de lo que ellos llaman cocoteros salva-jes (muy lindo con sus frutos escarlata) cuandoel viento me trajo el sonido de un canto comonunca había oído hasta entonces. De nada meservía decirme que eran las ramas, sabía que noera así. De nada me servía decirme que era unpájaro; nunca conocí un pájaro que cantara deaquel modo. El canto ascendía y crecía, y luegomoría para crecer de nuevo; y entonces penséque era como si alguien llorara, pero más lindo;y después pensé que eran arpas; y sólo estabaseguro de una cosa, de que aquello era dema-siado dulce para ser algo sano en un lugar co-mo aquel. Podrán reírse de mí si quieren; pero

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les declaro que recordé a las seis muchachasque habían salido, con sus collares escarlata, dela cueva de Falesa, y me pregunté si cantaríanasí. Nos reímos de los nativos y de sus supers-ticiones; pero sin embargo muchos comercian-tes las aceptan, hombres blancos espléndida-mente educados, que algunos de ellos han sidocontadores y empleados en su país. Yo creo quela superstición crece en un lugar igual como lasdistintas clases de malas hierbas; y mientrasescuchaba allí los gemidos, me estremecí depies a cabeza.

Podrán llamarme cobarde por habermeasustado; yo pensé que era bastante valienteporque seguí adelante. Pero proseguí mi cami-no con mucho cuidado, con el arma dispuesta,espiando a mi alrededor como un cazador, es-perando plenamente ver a una linda muchachasentada en algún lugar de la selva, y plenamen-te dispuesto (si la encontraba) a descargarleuna andanada de perdigones. Y, efectivamente,no había ido muy lejos cuando me encontré con

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algo muy raro. El viento pasó sobre la parte altade la selva como una fuerte bocanada, las ra-mas que tenía delante se apartaron de golpe, ypor un segundo vi algo que colgaba de un ár-bol. Desapareció al instante, pues la bocanadade aire pasó y las ramas se cerraron. Les diré laverdad; yo estaba dispuesto a ver un aitu; y sila cosa aquella se hubiera parecido a un cerdo ouna mujer no me habría hecho la misma impre-sión. Lo malo era que parecía como cuadrada, yla idea de que una cosa cuadrada vivía y canta-ba me dejó como tonto. Debí quedarme allí unbuen rato; y me cercioré de que el canto proce-día de aquel árbol. Entonces, empecé a recobrarla serenidad.

-Bueno -me dije- si eso es así, si este es el lu-gar donde hay unas cosas cuadradas que can-tan, tengo que ir hasta allí de todos modos. Yaque pagué el precio, tengo que divertirme.

Pero pensé también que quizá me conven-dría decir una oración por si acaso servía dealgo; de modo que me dejé caer de rodillas y

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recé en voz alta; y mientras rezaba, los sonidosextraños seguían llegando del árbol, y luegofueron subiendo y bajando, cambiando, igualque la música, aunque uno podía ver que noera algo humano... allí no había nada que unopudiera silbar.

En cuanto terminé debidamente de rezar,dejé mi fusil, me puse el cuchillo entre los dien-tes, fui derecho hasta el árbol, y empecé a tre-par. Les aseguro que mi corazón parecía dehielo. Pero de pronto, mientras subía, pude verun momento la cosa, y eso me alivió, porqueparecía como una caja; y cuando subí del todo,casi me caigo del árbol de tanto reír.

Era una caja, seguro, y una caja de velas, conla marca en uno de los costados; y tenía unascuerdas de banjo tensas de tal modo que sona-ban cuando soplaba el viento. Creo que lo lla-man a eso un arpa gaélica1, aunque no sé muybien lo que significa.

1 Arpa eólica.

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-Bueno, señor Case -me dije- me asustó unavez, pero lo desafío a que me asuste otra -y di-ciéndolo bajé del árbol, y me dediqué de nuevoa buscar el cuartel general de mi enemigo queme imaginaba no debía andar muy lejos.

La maleza era muy espesa en aquel lugar; nopodía ver delante de mis narices, y tenía queabrirme camino a la fuerza, usando el cuchilloal hacerlo, cortando las cuerdas de las lianas ypartiendo arbolitos enteros de un golpe. Losllamo arbolitos por su tamaño, pero en realidadno eran más que hierbas altas, y fáciles de atra-vesar como zanahorias. A pesar de toda aquellavegetación tan espesa, iba diciéndome, el lugarpudo haber estado limpio de ella en otrostiempos, cuando di de bruces con un montónde piedras, y en un momento vi que era obradel hombre. El Señor sabe cuándo lo hicieron ocuándo lo abandonaron, porque aquella partede la isla había permanecido vacía mucho antesde que llegaran los blancos. Unos pasos másallá, di con el sendero que andaba buscando.

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Era angosto, pero bien marcado, y vi que Casetenía muchos discípulos. Por lo visto, sin duda,era un atrevimiento puesto de moda el aventu-rarse hasta allí con el comerciante, y un jovenno podía reconocerse como tal hasta que no letatuaban las posaderas, por una parte, y habíavisto los demonios de Case, por otra. Eso esmuy propio de los canacos; pero, si se mira deotro modo, también es muy propio de los blan-cos.

Seguí el sendero y un poco más allá me halléfrente a un claro y tuve que frotarme los ojos.Había un muro delante de mí, y el sendero loatravesaba por una abertura; estaba medio de-rruido y era sin duda muy viejo, pero lo habíanconstruido bien y con piedras grandes, y ac-tualmente no hay en la isla un nativo capaz dehacer ni en sueños un trabajo así. A lo largo detoda su parte superior había una serie de extra-ñas figuras: ídolos, espantapájaros o qué sé yo.Tenían unas caras talladas y pintadas muy feasde ver, sus ojos y dientes estaban hechos de

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conchas, sus cabellos y claros vestidos ondea-ban al viento, y algunos de ellos se movían conlas ráfagas. Más hacia el oeste hay islas dondehacen esa clase de figuras hoy en día; pero si lashicieron alguna vez en esta isla, su práctica y surecuerdo han sido olvidados hace mucho tiem-po. Y la cosa singular era que aquellos espanta-jos estaban tan nuevos y recientes como ju-guetes sacados de una tienda.

Entonces recordé que el primer día Case mehabía dicho que era un buen falsificador decuriosidades de la isla, cosa con la que muchoscomerciantes ganan honestamente algún di-nero. Y entonces comprendí todo el asunto ycómo aquella exhibición servía doblemente alhombre: primero, para añejar sus curiosidades,y luego para asustar a los que venían a visi-tarlo.

Pero debo también decirles (lo que hacía aúnmás curiosa la cosa) que todo el tiempo las ar-pas tirólicas sonaban en torno a mí entre losárboles, y mientras las miraba, un pájaro verde

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y amarillo (me figuro que estaría haciendo elnido) empezó a arrancar el pelo a una de lasfiguras.

Un poco más allá, encontré la mejor curiosi-dad de todo el museo. Lo primero que vi fue unmontículo más bien largo y con una especie decurva. Apartando la tierra con las manos, des-cubrí debajo una lona extendida sobre made-ros, de modo que aquel era, sin duda, el techode un sótano. Se hallaba justo en lo alto de lacolina, y la entrada estaba al otro extremo, entredos rocas, como la entrada de una cueva. Fuihasta la curva y, al mirar más allá, vi una carabrillante. Era grande y fea, como la máscara deuna pantomima, y su brillo aumentaba y dis-minuía y, a veces, humeaba.

-¡Ojo! -me dije-, ¡pintura luminosa!Y debo reconocer que admiré el ingenio del

hombre. Con una caja de herramientas y unoscuantos aparatos sencillos había conseguidohacer un perfecto templo de los demonios.Cualquier pobre canaco a quien llevaran allí en

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la oscuridad, con las arpas sonando a su alre-dedor, y que viera la cara humeante en el fondodel agujero, no dudaría ni un instante de quehabía visto y oído suficientes demonios paratoda su vida.

Es muy fácil descubrir lo que piensan los ca-nacos. Recuerde cómo era usted cuando teníadiez o quince años, y tendrá a un canaco medio;y la mayoría de ellos, también como los chicos,son medianamente honestos pero piensan queel robar es una travesura, y se asustan con faci-lidad y hasta les gusta asustarse. Recuerdo unchico con el que estudié en la escuela y quehacía algo parecido a Case. Ese chico no sabíanada; no sabía hacer nada; no tenía pinturaluminosa ni arpas tirólicas; simplemente nosdecía con todo descaro que era brujo, nos asus-taba de muerte y eso nos encantaba. Y entoncesrecordé cómo el maestro había azotado una vezal muchacho, y lo sorprendidos que nos que-damos todos al ver que el brujo aceptaba losazotes y se quejaba como todos los demás. Yo

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me dije para mí, «Tengo que encontrar algúnmedio de ajustarle las cuentas a Case». Y enaquel mismo momento se me ocurrió la idea.

Volví por el sendero, que una vez halladoera muy fácil de encontrar y andar; y cuandosalí a las arenas negras, ¡a quién iba a ver sinoal mismo Case! Amartillé el fusil y me dispusea usarlo; los dos nos acercamos el uno al otro ynos cruzamos sin decir palabra, cada uno mi-rando con el rabillo del ojo al otro; y en cuantonos cruzamos cada uno dio media vuelta, comolos soldados que hacen la instrucción, y nosquedamos cara a cara. A cada uno le había pa-sado la misma idea por la cabeza, o sea, que alotro se le podía ocurrir descargarle el arma enla popa.

-No ha cazado usted nada -dijo Case.

-No vine hoy de caza -le contesté. -Bueno,por mí, puede irse al demonio -dijo él.

-Lo mismo digo -repliqué yo.

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Pero nos quedamos clavados donde estába-mos; no había peligro de que alguno de los dosse marchara.

Case se echó a reír.-No podemos quedarnos aquí todo el día -

dijo.-Yo no lo detengo -le contesté. Él rió de nue-

vo.-Mire, Wiltshire, ¿cree que soy tonto? -me

preguntó.-Más bien un sinvergüenza, si quiere saberlo

-le dije.-Bueno, ¿cree que me convendría matarlo

aquí, en esta playa abierta? -dijo-. Porque no esasí. La gente viene a pescar aquí a cualquierhora, puede haber una docena de ellos arribaen el valle, ahora mismo, haciendo copra; pue-de haber otra docena en la colina de detrás deusted, cazando palomas; pueden estar mirán-donos en este mismo momento y no me extra-ñaría. Le doy mi palabra de que no quiero dis-parar contra usted, ¿por qué iba a querer hacer-

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lo? No me molesta en nada. No tiene ni unalibra de copra que no haya hecho con sus ma-nos, como un esclavo negro. Está vegetando(así lo llamo yo) y no me importa dónde vegetani por cuanto tiempo. Déme su palabra de queno quiere disparar contra mí, y lo dejaré que seadelante y se vaya.

-Bueno -dije-, es muy franco y amable, ¿no?Y yo seré lo mismo. No pienso disparar contrausted hoy. ¿Por qué iba a hacerlo? Este asuntono está más que empezando; todavía no termi-nó, señor Case. Ya le di un mal rato; todavía lepuedo ver las marcas de mis nudillos en sucara, y le tengo reservado algo más. No soy unparalítico, como Underhill. No me llamoAdams, ni soy Vigours; y quiero demostrarleque se ha encontrado con la horma de su zapa-to.

-Es una tontería hablarme así -me dijo-. Noes el modo de hablarme, si quiere que siga ade-lante.

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-Muy bien -dije- puede quedarse donde está.No tengo apuro, y usted lo sabe. Puedo pasar-me el día en la playa, sin que importe nada. Notengo que preocuparme por la copra. Tampocotengo que ocuparme de mi pintura luminosa.

Me arrepentí de haber dicho aquello, pero seme escapó antes de que me diera cuenta. Me dicuenta de que lo dejaba desconcertado y, pa-rándose, me miró alzando las cejas. Entoncesme imagino que decidió llegar al fondo delasunto.

-Le tomo la palabra -dijo, y dando mediavuelta entró en la selva de los demonios.

Le dejé ir, desde luego, porque le había dadomi palabra. Pero lo seguí con la mirada hastaque se perdió de vista, y después de que sehubo ido fui a ponerme a cubierto con toda lavelocidad posible, y seguí el camino hasta casaocultándome entre los arbustos, porque no con-fiaba ni un centavo en él. Me daba cuenta deuna cosa, de que había sido lo suficientementetorpe para ponerle sobre aviso, lo que significa-

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ba que tenía que hacer en seguida lo que pen-saba hacer.

Habrán pensado que había tenido ya bastan-tes emociones para una mañana, pero meaguardaba otro sobresalto. En cuanto doblé elcabo lo suficiente para poder ver mi casa, des-cubrí que había extraños en ella; un poco másallá, no me cupo ya duda. Había un par de cen-tinelas acuclillados junto a mi puerta. Me ima-giné que el asunto de Uma había hecho crisis yque se habían apoderado del puesto. Que yosupiera, se habían llevado ya a Uma, y aquelloshombres armados me aguardaban para hacer lomismo conmigo.

No obstante, conforme me aproximaba, loque hice a toda velocidad, vi que había un ter-cer nativo sentado en la galería, como un invi-tado, y a Uma que hablaba con él, como el amade casa. Al acercarme todavía más, vi que era eljefe joven, Maca, y que estaba sonriendo y fu-mando. ¿Y qué fumaba? No uno de esos ciga-rrillos europeos buenos para un gato, ni si-

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quiera uno de esos grandes y fuertes cigarrosnativos con el que uno puede entretenerse si lapipa se le rompe... sino un verdadero cigarromexicano, y uno de los míos, habría podidojurarlo. Al ver aquello, mi corazón dejó de latir,y me pasó por la cabeza la loca esperanza deque los inconvenientes habían terminado y deque Maca fuera el primero en venir a vernos.

Uma me señaló a él cuando me acercaba, yél salió a recibirme a lo alto de mi escalera, co-mo un verdadero caballero.

-Vilivili -dijo, que era lo mejor que ellos po-dían pronunciar mi nombre-, estoy contento.

No cabe duda de que cuando un jefe isleñoquiere ser cortés sabe hacerlo. Me di cuenta decómo estaban las cosas, desde la primera pala-bra. No hacía falta que Uma me dijera.

-Ya no le tiene miedo a Ése, viene a traer co-pra.

Les aseguro que estreché la mano del canacocomo si fuera el mejor de los blancos de todaEuropa.

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La verdad era que Case y él andaban detrásde la misma muchacha; o Maca lo sospechaba yhabía decidido vengarse del comerciante en laprimera oportunidad. Se vistió de gala, hizoque un par de sus hombres se lavaran y arma-ran para dar más carácter público a la cosa; y,esperando a que Case saliera del poblado, vinoa traerme sus negocios a mí. Era rico, ademásde poderoso. Me imagino que cosecharía unoscincuenta mil cocos por año. Le di el preciocorriente en la playa, con un cuatro por cientomás, y en cuanto a crédito, le habría adelantadotodo lo que tenía en el almacén, y hasta las pa-redes, de contento que estaba de verlo. Deboreconocer que compraba como un caballero:arroz, latas de conserva y bizcochos suficientespara un festín de una semana, y telas por piezasenteras. Además era muy amable; era muy di-vertido y cambiamos varias bromas, en su ma-yor parte por medio del intérprete, porque sa-bía muy poco inglés, y mi idioma nativo seguíasiendo aún muy pobre. Descubrí una cosa: no

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podía haber pensado nunca, en realidad, mu-cho de lo malo que decían de Uma; nunca po-día haber estado realmente asustado, y fingióque lo creía más que nada porque pensaba queCase tenía mucha influencia en el poblado ypodía ayudarle.

Eso me llevó a pensar que él y yo estábamosen una situación delicada. Lo que había hechoera un desafío delante de todo el poblado yalgo que podía costarle su autoridad. Más aún,y después de mi conversación con Case en laplaya, pensaba que podía costarle hasta la vida.Case había insinuado que me mataría si algunavez me traían alguna copra; y cuando volvieradescubriría que el mejor cliente del pobladohabía cambiado de almacén; y pensé que lomejor que podía hacer era adelantarme a él.

-Mira, Uma -le dije- dile que siento haberlehecho esperar, pero que estuve buscando ellugar donde Case tiene a Tiapolo, en la selva.

-Quiere saber si no te asustaste -me tradujoUma. Yo solté la carcajada.

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-¡No mucho! -le dije-. ¡Dile que el lugar no esmás que una juguetería! Dile que, en Inglaterra,le damos esas cosas a los chicos, para que jue-guen con ellas.

-Quiere saber si oíste cantar al demonio -mepreguntó luego.

-Escucha -le contesté-. Ahora no puedohacerlo, porque en el almacén no hay cuerdasde banjo; pero la próxima vez que llegue el bar-co voy a instalar una de esas cosas en la galería,y él mismo podrá ver por sí de qué clase dedemonio se trata. Dile que, en cuanto consigalas cuerdas le voy a hacer una para sus chicos.El aparato se llama un arpa gaélica; y agrégaleque ese nombre, en Inglaterra, significa quesólo los tontos pagan algo por ella.

Esta vez, él estaba tan satisfecho que probóde nuevo su inglés.

-¿Dice verdad? -me preguntó.-¡Vaya si lo es! -dije-. Hablo como la Biblia.

Trae aquí una Biblia, Uma, si es que la tienes, y

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la besaré. O mejor aún -dije, animándome- pre-gúntale si le asusta ir allí él mismo, de día.

Por lo visto no le asustaba; podía aventurar-se hasta allí de día, y acompañado.

-¡Entonces es lo que hay que hacer! -exclamé-. Dile

que el hombre es un tramposo y el lugar unacosa de chicos y que, si mañana va allí, verá loque queda de todo eso. Pero dile también losiguiente, Uma, y cuida de que lo entiendabien; ¡si habla de eso, Case acabará por enterar-se y yo puedo darme por muerto! Dile que jue-go su mismo juego, y que si él dice una solapalabra, mi sangre manchará su puerta y locondenará aquí y en el otro mundo.

Ella se lo repitió y él estrechó mi mano confuerza, diciéndome.

-No hablaré. Iré allí mañana. ¿Es mi amigo?-No, señor -le contesté-, nada de tonterías.

He venido aquí a comerciar y no a hacermeamigos. Pero, en lo relativo a Case, ¡voy a man-darle a la gloria!

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Y Maea se fue, muy contento, a mi parecer.V

Bueno, ahora no me quedaba opción; teníaque terminar con Tiapolo antes del día siguien-te, y tenía mucho que hacer, no sólo preparán-dolo todo, sino discutiendo. Mi casa parecía lasociedad de debates de los mecánicos: Umaestaba decidida a que no fuera a la selva denoche, porque si iba, no volvería más. Ya cono-cen su estilo de discusión: les di una muestracon lo de la reina Victoria y el diablo; y como seimaginarán me había cansado ya antes del ano-checer.

Por fin se me ocurrió una buena idea. ¿Porqué derrochaba mis perlas con ella?, pensé; susbaratijas servirían mejor para el caso.

-Te diré lo que pienso hacer-le dije-. Saca tuBiblia, y la llevaré conmigo. Así todo será me-jor.

Ella declaró que la Biblia no servía.-Eso no es más que ignorancia de canacos -le

contesté-. Trae la Biblia.

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Ella la trajo, y yo la abrí por la primera pági-na donde me imaginaba que habría algo eninglés y, en efecto, así era. -¡Mira! -exclamé-.¡Mira esto! , «Londres, Impresa por la SociedadBíblica Británica y Extranjera, Blackfriars», y lafecha que no entiendo debido a que está todallena de X. Ningún demonio del infierno puedeatreverse con la Sociedad Bíblica de Blackfriars.¡Pero si eres una tonta! -exclamé-, ¿cómo creesque nos las entendemos con nuestros aitus enmi país? ¡Pues gracias a la Sociedad Bíblica!

-Creo que no tenéis ninguno -dijo ella-. Unhombre blanco me dijo que no lo tenían.

-¿Y eso te parece natural, eh? -reí-. ¿Por quéestas islas iban a estar llenas de ellos y no ibahaber ninguno en Europa?

-Bueno, tampoco tienen árbol del pan -merespondió. Podría haberme tirado de los cabe-llos.

-Mira, mujer, escúchame -continué-, te con-viene callarte porque estoy harto de ti. Me lle-varé la Biblia, con lo que estaré tan seguro co-

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mo en casa, y esa es la última palabra que pien-so decir.

La noche era muy oscura, con unas nubesque habían salido al ponerse el sol y que esta-ban extendiéndose; no se veía una estrella; noiba a haber más que un cuarto de luna, y nosaldría hasta cerca ya del amanecer. En torno alpoblado, gracias a las luces y los fuegos de lascasas abiertas, y las antorchas de los pescadoresque se movían entre los arrecifes, todo estabaalegre e iluminado: pero el mar y las montañashabían desaparecido. Me imagino que deberíanser las ocho cuando emprendí el camino, car-gado como un borrico. Primero venía la Biblia,un libro tan grande como su cabeza, con el queme había dejado cargar por mi propia estupi-dez. Luego, el fusil, el cuchillo, la linterna, lascerillas y todo lo necesario. Y por fin lo que másme interesaba de todo el asunto, una gran can-tidad de pólvora, un par de bombas de dinami-ta de las que se utilizan para pescar, y dos otres trozos de mecha lenta que yo había sacado

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de unas latas, uniéndolas del mejor modo posi-ble, porque la mecha era una mercadería paralos nativos, y habría que ser loco para confiaren ella. ¡Pero, como habrán visto, yo llevaba losmateriales necesarios para una linda explosión.Los gastos no me importaban; quería hacer lascosas bien!

Mientras fui por campo abierto, y la lámparade la casa sirvió para orientarme, todo marchóbien. Pero cuando llegué al sendero, estaba tanoscuro que casi no podía avanzar, me daba co-ntra los árboles y maldecía, como el hombreque busca las cerillas en su dormitorio. Sabíaque era peligroso encender luz, porque mi farolsería visible hasta el cabo, y como nadie iba porallá de noche, hablarían de eso, y la noticia lle-garía hasta Case. Pero, ¿qué podía hacer? Teníaque renunciar al asunto y perder todo prestigioante Maca, o encender la linterna, arriesgán-dome, y terminar con el asunto a toda la velo-cidad posible.

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Mientras seguía el sendero caminé a buenpaso, pero cuando llegué a la playa tuve quecorrer. Porque la marea la había inundado casipor completo; y el atravesarla sin mojar la pól-vora, entre la resaca y la abrupta colina, exigióde mí toda la rapidez que poseía. Aun así, lasolas me llegaron hasta las rodillas y estuve apunto de caer sobre una piedra. Durante todoaquel tiempo, el apuro que tenía, el aire fresco yel olor del mar, me animaban; pero una vez queentré en la selva y empecé a trepar el senderoya no fue así. La selva había perdido en partesu espanto para mí, gracias a las cuerdas debanjo y las figuras talladas de Case, pero detodos modos pensaba que era un triste camino,y me imaginaba que cuando los discípulos su-bían hasta allí, debían estar muy asustados. Laluz de la linterna, al iluminar los troncos y ra-mas, y las retorcidas cuerdas de las lianas, hací-an del lugar, hasta donde podía verlo, una es-pecie de rompecabezas de sombras movedizas.Venían a mi encuentro, sólidas y rápidas como

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gigantes, y luego daban media vuelta y se des-vanecían; revoloteaban sobre mi cabeza, comomazas, y se alejaban volando en la noche comopájaros. El suelo de la selva brillaba apagada-mente debido a las maderas muertas, del mis-mo modo que suele brillar la caja de cerillasdespués de que se ha encendido una contraella. Unas gotas gruesas y frías caían de las ra-mas de los árboles, como sudor. No había casiviento; sólo el helado soplo de una brisa venidade tierra que no movía nada; y las arpas esta-ban silenciosas.

El primer alto en mi camino fue cuandoatravesé el bosquecillo de cocoteros salvajes, yme encontré con los espantajos de la pared.Resultaban muy extraños vistos al resplandorde la linterna, con sus caras pintadas y sus ojosde conchillas, y sus vestidos y cabellos hon-deando al aire. Fui bajando uno tras otro y losreuní en un lío sobre el techo de la cueva, paraque pudieran irse a la gloria con los demás.Luego, elegí un lugar detrás de una de las

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grandes piedras de la entrada, enterré mi pól-vora y los dos cartuchos, y dispuse la mecha alo largo del pasadizo. Y luego, fui a echar unamirada a la humeante cabeza, para decirleadiós. Todo iba bien.

-Anímate -me dije-. Vas a conseguir tus fi-nes.

Mi primera idea era encender la mecha yvolver a casa; porque la oscuridad y el brilloapagado de la madera podrida, y las sombrasque proyectaba la linterna me hacían sentirmesolo. Pero conocía uno de los lugares dondecolgaban las arpas, y me parecía una lástimaque no acabara con los demás; aunque al mis-mo tiempo no podía dejar de pensar que estabamortalmente cansado de mi trabajo, y que loque más me gustaría sería volver a casa y cerrarla puerta. Fui hasta la entrada de la bodegasótano y empecé a pensar en los pros y las con-tras. Oía el estruendo del mar allá abajo, en lacosta; pero más cerca de mí no se movía ni unahoja. Podría haber sido la única criatura vivien-

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te de este lado del Cabo de Hornos. Bueno,pues mientras estaba allí reflexionando, mepareció que la selva se entreabría y se llenabade toda clase de pequeños ruidos. En efecto,eran pequeños ruidos, y nada que pudierahacer daño (un pequeño crujido, un ruiditoapagado), pero perdí el aliento y la garganta seme quedó tan seca como una galleta. No era aCase a quien tenía, aunque eso habría sido lomás sensato; no pensé un instante en Case: loque me asaltó, con la misma fuerza de un cóli-co, fue el cuento de viejas de las mujeres demo-nio y los hombres-jabalíes. Estuve en un tris deechar a correr; pero me dominé, avancé unospasos, y alzando mi linterna (como un idiota),miré a mi alrededor.

En la dirección del poblado y del sendero nose veía nada; pero cuando me volví hacia tierrafue un milagro que no me desmayara. Allí, sa-liendo del desierto y la selva mala... allí, sinduda alguna, había una mujer-demonio, tal ycómo me había imaginado que sería. Vi brillar

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la luz en sus brazos desnudos y sus brillantesojos, y se me escapó un grito tan grande quepensé que era mi muerte.

-¡Ah! ¡No grites! -dijo la mujer-demonio enuna especie de murmullo-. ¿Por qué hablas conesa voz tan alta? ¡Apaga la luz! ¡Ése viene!

-¡Dios Todopoderoso, Uma, eres tú? -dije.-Ioe2 -dijo ella-. Vine corriendo. Ese va a lle-

gar aquí pronto.-¿Viniste sola? -le pregunté-. ¿No tenías

miedo?-¡Ah, mucho miedo! -murmuró, abrazándo-

me-. Creí que me moría.-Bueno -dije, con una débil sonrisa-, no soy

quien para reírme de usted, señora Wiltshire,porque creo que soy el hombre más asustadode todo el Pacífico del Sur.

En dos palabras, ella me dijo lo que le habíatraído. Por lo visto, apenas acababa de irme,cuando llegó Fa'avao, y la vieja se había encon-

2 Sí.

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trado con Black Jack, que corría a todo correrdesde nuestra casa a la de Case. Uma no se de-tuvo a hablar, sino que salió en seguida paraprevenirme. Me seguía tan de cerca, que la lin-terna le sirvió de guía para atravesar la playa, ydespués, gracias a su resplandor entre los árbo-les pudo subir la colina. Cuando yo subí a loalto o bajé al sótano fue cuando Dios sabe adónde fue a parar, y perdió un tiempo precioso,temerosa de gritar por miedo a que Case la si-guiera de cerca, y se había caído entre la male-za, de modo que estaba toda llena de golpes ymagulladuras. Por eso fue por lo que había idotanto hacia el sur, y por lo que salió a mi en-cuentro por un flanco, asustándome de tal mo-do que no tengo palabras para decirlo.

Bueno, aquello era mejor que una mujer-demonio, pero me di cuenta de que su historiaera bastante grave. Black Jack no tenía por quéandar cerca de casa, a menos que lo hubieranmandado allí a espiarme; y me parecía que misestúpidas palabras acerca de la pintura, y quizá

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tal vez algo que dijo Maea, nos habían puestoen mala situación. Una cosa estaba clara: Uma yyo teníamos que pasar allí la noche; no nosatreveríamos a volver a casa antes de que fuerade día, y aún así tal vez sería más seguro dar lavuelta a la montaña y volver por la parte deatrás del poblado, si no queríamos caer en unaemboscada. También estaba claro que habíaque prender la mecha inmediatamente, o sinoCase podía llegar a tiempo para apagarla.

Entré otra vez en el túnel, con Uma abrazadaestrechamente a mí, abrí mi linterna y encendíla mecha. El primer trozo ardió como un papel,y yo me quedé como un estúpido, viéndoloarder, y pensando que íbamos a volar con Tia-polo, lo que no era mi propósito. El segundoardió aún más de prisa de lo que yo pensaba: yentonces recobré la serenidad, saqué arrastran-do a Uma del pasadizo, apagué la linterna y ladejé en tierra, y los dos avanzamos a tientasentre la selva hasta que pensé que estábamosseguros, y luego nos tendimos junto a un árbol.

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-Mujer -le dije- no olvidaré esta noche. Eresuna real moza y nadie puede dudarlo.

Ella se apretó aún más contra mí. Había ve-nido corriendo hasta allí, vestida sólo con sufaldellín; y estaba toda húmeda del rocío y delagua de mar en la playa negra, y temblaba defrío y de terror de la oscuridad y los demonios.

-Tengo mucho miedo -fue todo lo que dijo.El otro lado de la colina de Case desciende

casi a pico, como un precipicio, hasta el valle.Estábamos al borde de él, y podía ver el res-plandor de la madera podrida y oír el estruen-do allá abajo. No me gustaba la posición, queno permitía la retirada, pero tenía miedo decambiarla. Entonces vi que había cometido unerror aún peor con la linterna, que deberlahaber dejado encendida, para haber podidodisparar contra Case cuando entrara en su cír-culo de luz. Y aunque no hubiera tenido ganasde hacer eso, me parecía una insensatez el dejarque una buena linterna volara con las figurastalladas. Después de todo, el farol me pertene-

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cía, valía dinero y podía venirme bien. Si hubie-ra tenido más confianza en la mecha, tal vezhabría echado a correr para recuperarlo. Pero,¿quién podía confiar en la mecha? Ya sabencómo es el comercio. La mercadería era buenapara que los canacos salieran a pescar con ella,porque el único riesgo que corrían era que lesvolara una mano. Pero, para cualquiera quequisiera preparar una voladura como la mía, lamecha era una basura.

En conjunto, lo que mejor podía hacer eraquedarme quieto, tener mi fusil a mano, y espe-rar la explosión. Pero era un asunto solemne.La oscuridad de la noche era algo sólido; loúnico que se distinguía era el fantasmal brillode la madera podrida, y eso no permitía queuno viera nada más que la madera misma; y encuanto a los sonidos, agucé los oídos hasta queme pareció que podía oír la mecha ardiendo enel túnel, y la selva estaba tan silenciosa comoun ataúd. De cuando en cuando se oía un pe-queño crujido; pero si era cerca o lejos, si lo

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producía Case con la punta de los pies a unaspocas yardas de mí, era algo de lo que sabíatanto como un recién nacido.

Y entonces, de repente, hizo erupción el Ve-subio. Tardó mucho en explotar; pero cuandose produjo la explosión ningún hombre habríapodido pedir algo mejor. Al principio fue comouna serie de cañonazos, y el bosque se iluminótanto que se habría podido leer a su luz. Y en-tonces empezó lo malo. Uma y yo quedamosmedio enterrados bajo una carretada de tierra,y me alegró de que no fuera algo peor, porqueuna de las rocas de la entrada del túnel saliódisparada por los aires, y cayó a corta distanciade donde estábamos, rebotando contra el bordede la ladera, desde donde cayó rodando hastael valle. Vi que había calculado mal nuestradistancia, o había puesto demasiado dinamita ypólvora, lo que más les guste.

Y entonces, vi que había cometido otro error.El ruido de la explosión empezaba a disminuir,conmoviendo la isla; la llamarada se había apa-

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gado; y sin embargo, la noche no llegaba comoyo esperé. Porque todo el bosque estaba salpi-cado de ascuas y carbones encendidos, produc-to de la explosión; me rodeaban todos en elclaro; otros habían caído allá abajo, en el valle,y algunos se prendieron a las cimas de los árbo-les, incendiándolos. No tenía miedo de un in-cendio, porque esos bosques son demasiadohúmedos para que ardan. Pero lo malo era queel lugar estaba todo iluminado... no muy cla-ramente, pero sí lo suficiente para disparar untiro; y por cómo estaban diseminadas las as-cuas, Case podía tener tanta ventaja como yo.Pueden estar seguros de que miré a mi alrede-dor buscando su cara blanca; pero no vi ni se-ñales de él. En cuanto a Uma, parecía como si laexplosión y la llamarada le hubieran quitado lavida.

Había un aspecto malo en mi juego. Una delas condenadas figuras talladas había caídoincendiada, vestidos y cuerpo, a poca distanciade mí. Eché una mirada atenta a mi alrededor;

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todavía no veía a Case, y decidí que tenía quedeshacerme de aquel madero incendiado antesde que llegara, si no quería que me mataran atiros como un perro.

Mi primera idea fue ir arrastrándome, peroluego pensé que la velocidad era lo principal, yme incorporé a medias para correr hacia ella.En el mismo momento, desde un lugar situadoentre mí y el mar, hubo un fogonazo y un dis-paro, y una bala pasó silbando junto a mi oreja.Me volví en seguida, alzando mi arma, pero elbruto aquel tenía un Winchester, y antes de quepudiera verlo siquiera, su segundo disparo mederribó como si fuera un bolo. Me pareció quevolaba por el aire, y luego caí junto al sendero yquedé allí medio minuto, como aturdido; y en-tonces descubrí que mis manos estaban vacías,y que mi arma había volado sobre mi cabeza, alcaer. Verse en un aprieto como el mío, hace queun hombre recobre la serenidad. No sabía dón-de me había herido, o si estaba herido o no,pero me volví a medias hasta quedar de bruces

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y me arrastré hasta el arma. A menos quehayan tratado de arrastrarse con una piernarota no sabrán el dolor que eso produce, y yolancé un aullido de fiera.

Fue el ruido más desgraciado que he hechoen mi vida. Hasta entonces, Uma se había que-dado junto al árbol, como una mujer sensata,comprendiendo que sólo me serviría de estor-bo; pero en cuanto me oyó gritar, corrió haciamí. El Winchester disparó de nuevo, y ella ca-yó.

Me había incorporado, a pesar de la pierna,para detenerla; pero cuando la vi caer, me que-dé quieto y tendido donde estaba, buscando elmango de mi cuchillo. Antes estaba asustado eirritado. Pero todo eso terminó. Había derriba-do a mi mujer y yo tenía que ajustarle las cuen-tas; me quedé allí, apretando los dientes y cal-culando mis posibilidades. Tenía la pierna rota,y no tenía mi fusil. A Case le quedaban aúndiez balas de su Winchester. Al parecer, la si-tuación era desesperada. Pero no me desesperé

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ni pensé en desesperarme: aquel hombre teníaque morir.

Durante un buen rato, ninguno de los doshizo nada. Entonces, oí a Case que empezaba amoverse entre la maleza, pero con mucho cui-dado. La figura de madera se había quemadodel todo; no quedaban más que unas ascuasaquí y allá, y el bosque estaba en su mayor par-te oscuro, pero había una especie de resplan-dor, como una hoguera que está por apagarse.Gracias a él pude ver la cabeza de Case, que memiraba por encima de un grupo de helechos, yen el mismo instante en que el bruto me vio seechó el Winchester al hombro. Yo permanecíinmóvil, casi podía decirse que mirando el ca-ñón: era mi última oportunidad, pero penséque mi corazón iba a escaparse de sus amarras.Entonces, él disparó. Afortunadamente paramí, no eran perdigones, porque la bala dio amenos de una pulgada de distancia de mí y mellenó de tierra los ojos.

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Prueben a ver si pueden quedarse tendidos einmóviles, dejando que un hombre dispare aquemarropa sobre ustedes y falle sólo por unpelo. Pero yo lo hice, y fue una suerte para mí.Por un instante, Case se quedó con el Winches-ter en los brazos; luego lanzó una risita y salióde entre los helechos.

«¡Ríe! -pensé- ¡Si tuvieras la inteligencia deun piojo estarías rezando!»

Estaba tan tenso como el cable de un buqueo el muelle de un reloj, y en cuanto llegó a mialcance lo agarré de un tobillo, le hice perderpie, lo derribé y me eché encima de él, a pesarde la pierna rota, antes de que pudiera ni respi-rar. Su Winchester había seguido el camino demi fusil; era igual... ahora quien lo desafiaba erayo. Siempre he sido un hombre muy fuerte,pero nunca supe las fuerzas que tenía hasta queagarré a Case. Estaba algo aturdido por el po-rrazo que se dio al caer, y alzó las dos manos,como una mujer asustada, de modo que pudesujetarle las dos con mi izquierda. Eso lo alertó,

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y me clavó los dientes en un antebrazo comouna comadreja. No me importó. Mi pierna medolía más de lo que podía soportar, y sacandoel cuchillo lo puse donde debía.

-Ahora estás en mi poder -dije-: ¡y vas a mo-rir y bien merecido lo tienes! ¿Sientes la puntadel cuchillo? ¡Esto es por Underhill! ¡Y esto porAdams! ¡Y ahora, esta cuchillada por Uma, y esla que te va a sacar del cuerpo el alma conde-nada!

Y diciendo esto le clavé el frío acero con to-das mis ganas. Su cuerpo saltó debajo de mícomo el resorte de un sofá; lanzó una especiede largo y terrible gemido y quedó inmóvil.«¿Estarás muerto? ¡Así lo espero!» pensé, por-que la cabeza me daba vueltas. Pero no era unmomento para arriesgarse; tenía demasiadocerca su ejemplo, para eso; y traté de sacar elcuchillo para clavárselo de nuevo. La sangreme inundó las manos, lo recuerdo, tan calientecomo el té; y entonces me desmayé del todo ycaí con mi cabeza sobre la boca del hombre.

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Cuando recobré el conocimiento todo estabamuy oscuro; las ascuas se habían consumido;no se veía nada más que el apagado brillo de lamadera podrida, y yo no podía recordar dóndeestaba, ni por qué sentía tanto dolor ni con quéestaba todo empapado. Entonces lo recordé, ylo primero que hice fue clavarle el cuchillo aCase media docena de veces, hasta el mango.Creo que estaba ya muerto, pero eso no le hizoningún daño a él y a mí me hizo sentir muchomejor.

-Me parece que ahora estás ya muerto -dije yllamé a Uma.

Nada me contestó, y yo hice un movimientopara buscarla a tientas, tropecé con mi piernarota y me desmayé de nuevo. Cuando recobréel sentido por segunda vez las nubes se habíandisipado ya, excepto unas cuantas que rogabanpor el cielo, blancas como el algodón. Habíasalido la luna... una luna tropical. La luna de mipaís vuelve negro un bosque, pero aquella, apesar de que era un cuarto menguante ilumi-

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naba el bosque haciéndolo tan verde como sifuera de día. Las aves nocturnas (o, mejor di-cho, alguna clase de ave matutina) cantabancon sus notas largas y lentas, como los ruiseño-res. Y yo pude ver al muerto, sobre el que des-cansaba aún a medias, mirando hacia el cielocon los ojos abiertos, y no más pálido quecuando vivía, y un poco más allá, Uma, caídade costado. Fui hacia ella lo mejor que pude, ycuando llegué allí estaba completamente des-pierta, llorando y sollozando para sí con menosruido que un insecto. Por lo visto tenía miedode llorar más alto por causa de los aitus. Notenía una herida grave, pero estaba muerta deespanto; había recobrado el sentido hacía unbuen rato, me llamó, no oyó nada en respuesta,pensó que los dos estábamos muertos, y habíapermanecido así desde entonces, temerosa demover ni un dedo. La bala le había rozado elhombro, y había perdido una buena cantidadde sangre; pero cuando se lo vendé a mi modo,o sea con el faldón de mi camisa y un pañuelo

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que llevaba, apoyó su cabeza en mi rodilla sanay yo apoyé la espalda contra un tronco y medispuse a esperar la llegada de la mañana. Umano me servía ni de utilidad ni de adorno, pues-to que lo único que sabía hacer era agarrarse amí con fuerza, y temblar y gemir. No creohaber visto a nadie más asustado pero, parahacerle justicia, reconozco que había pasadouna noche bastante agitada. En cuanto a mí,tenía bastante dolor y fiebre, pero no me sentíatan mal cuando no me movía; y cada vez quemiraba a Case me entraban ganas de cantar ysilbar. ¡Qué me hablasen de comer y beber! Elver a aquel hombre muerto delante de mí bas-taba para satisfacerme.

Al cabo de un rato las aves nocturnas deja-ron de cantar; y luego la luz empezó a cambiar,el este fue poniéndose anaranjado, el bosqueentero empezó a vibrar de cantos, como unacaja de música, y llegó el día.

No esperaba a Maea hasta dentro de bastan-tes horas y, en realidad, pensé que había bas-

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tantes posibilidades de que desistiera de la ideay decidiera no venir en absoluto. Me sentí mása gusto cuando, una hora después del amane-cer, oí ruido de palos que golpeaban las ramas,y a un grupo de canacos que reían y cantabanpara darse ánimos. Uma se incorporó con viva-cidad al oír la primera palabra; y a poco vimosal grupo que subía por el sendero, con Maea ala cabeza, y detrás de él un hombre blanco concasco colonial. Era el señor Tarleton, que habíallegado la noche anterior a Falesa, después dedejar su barca y hacer el último trecho del viajea pie y con una linterna.

Enterraron a Case en el campo del honor,justo en el agujero donde él había colocado lacabeza humeante. Aguardé hasta que lo hicie-ron; y el señor Tarleton rezó, lo que me parecióuna hipocresía, porque tengo que decir que élno se hacía muchas ilusiones de las perspecti-vas del estimado difunto, y tenía al parecer susideas acerca del infierno. Lo discutí luego conél, le dije que no había cumplido con su deber,

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y que lo que debía haber hecho era portarsecomo un hombre y decirle a los canacos clara-mente que Case estaba condenado, y que podíairse al diablo; pero nunca conseguí que lo con-siderara de ese modo. Luego hicieron una ca-milla con unas pértigas y me llevaron al puesto.El señor Tarleton me entablilló la pierna, y lohizo tan bien como lo hacen los misioneros, demodo que yo rengueo hasta hoy en día. Des-pués de hacerlo, me tomó declaración, y tam-bién a Uma y a Maea, lo escribió todo muy bieny nos lo hizo firmar; y después hizo que losjefes fueran a casa de Papa Randall para apode-rarse de los papeles de Case.

Lo único que encontraron fue una especie dediario, que llevaba desde hacía muchos años,donde sólo se hablaba del precio de la copra,los pollos robados y cosas por el estilo; y los

libros del negocio y el testamento de que lehablé al principio, y por los dos parecía ser quetodo lo que tenía pertenecía a la mujer de Sa-moa. Yo fui quien se lo compró todo a un pre-

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cio razonable, porque ella tenía mucho apuroen volver con los suyos. En cuanto a Randall yel negro, tuvieron que huir; pusieron una espe-cie de puesto en el lado de Papa-malulu y losnegocios les fueron mal, porque la verdad esque ninguno de los dos servía para eso, y viví-an casi de la pesca, lo que causó la muerte deRandall. Por lo visto, un día vio un hermosobanco de peces, y Papa fue a pescarlos con di-namita; o la mecha ardió demasiado pronto, oPapa estaba borracho, o ambas cosas, pero elcartucho explotó antes de que lo lanzara, ¿ydónde estaba la mano de Papa? Bueno, eso notiene nada de malo; las islas del norte estánllenas de hombres con una sola mano, como enLas Mil y una Noches, pero Randall era dema-siado viejo, o bebía demasiado, y para abreviarel caso es que murió. Poco después de aquelloexpulsaron al negro de la isla por robar a losblancos, y se fue al oeste, donde encontró hom-bres de su color, cosa que quizás le gustaba, ylos hombres de su color se apoderaron de él y

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se lo comieron, ¡y yo espero que fuera de suagrado!

Así que yo me quedé solo y lleno de gloriaen Falesa; y cuando llegó la goleta, le llené subodega con un cargamento casi tan alto comouna casa. Debo decir que el señor Tarleton seportó bien con nosotros; aunque se vengó de unmodo bastante mezquino.

-Señor Wiltshire -me dijo-, he arreglado suasunto con la gente de aquí. No era difícil, puesCase había muerto; pero lo hice y además hedado mi palabra de que comerciaría decente-mente con los nativos. Tengo que pedirle quecumpla con mi palabra.

Bueno, y yo lo hice. Antes me preocupabapor mis balanzas, pero lo razonaba de este mo-do: todos alteramos nuestras balanzas, y losnativos lo saben, y mojan su copra en propor-ción, de modo que quedamos a mano; pero locierto es que eso me preocupaba y, aunque nome iba mal en Falesa me alegré cuando la firmame trasladó a otro puesto donde no había dado

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mi palabra para nada y podía mirar con tran-quilidad mis balanzas.

En cuanto a mi mujer, la conocen tan biencomo yo. No tiene más que un defecto. Si unono le tiene la vista encima, sería capaz de rega-lar todo lo que tenemos. Claro que eso es natu-ral en una canaca. Ahora se ha convertido enuna mujer gruesa y fuerte, y podría lanzar porencima del hombro a un policía de Londres.Pero eso es también natural en las canacas y nome cabe la menor duda de que tengo una espo-sa de primera.

El señor Tarleton se volvió a Inglaterra, por-que había terminado su misión. Era el mejormisionero que he conocido, y ahora parece quetiene una parroquia en Somerset. Bueno, esmejor para él; allí no tendrá canacos que lovuelvan loco.