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La industrialización de la agricultura FERNANDO COLLANTES La industrialización tuvo grandes efectos sobre la agricultura y las comunidades rurales europeas. Uno de los más importantes fue la transformación de la agricultura a través de la paulatina incorporación de inputs industriales. Esta clase trata sobre dicho proceso de industrialización de la actividad agraria y se estructura en cuatro partes. La primera plantea las principales diferencias entre la agricultura tradicional y la agricultura industrializada. La segunda cuenta la historia de las innovaciones tecnológicas que condujeron hacia la agricultura industrializada. La tercera parte se centra en el sector ganadero, algunas de cuyas producciones estaban llamadas a convertirse en el paradigma de actividad agropecuaria industrializada. Finalmente, la cuarta y última parte revisa las consecuencias económicas, sociales y ambientales de la industrialización de la agricultura. I En la agricultura tradicional, la mayor parte de los inputs utilizados por los campesinos eran producidos por ellos mismos o, a lo sumo, por otros campesinos. Esto hacía de la agricultura tradicional algo parecido a un ciclo contenido en sí mismo: un espacio de flujos en el que toda la producción campesina cumplía una función, ya fuera como output, ya fuera como input para futuros procesos productivos (Figura 1). Los cereales eran tradicionalmente el principal producto de la agricultura europea, y su proceso productivo ilustra bien el carácter integrado de los sistemas agropecuarios tradicionales. Los inputs necesarios eran a menudo 1

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La industrialización de la agricultura

FERNANDO COLLANTES

La industrialización tuvo grandes efectos sobre la agricultura y las comunidades rurales europeas. Uno de los más importantes fue la transformación de la agricultura a través de la paulatina incorporación de inputs industriales. Esta clase trata sobre dicho proceso de industrialización de la actividad agraria y se estructura en cuatro partes. La primera plantea las principales diferencias entre la agricultura tradicional y la agricultura industrializada. La segunda cuenta la historia de las innovaciones tecnológicas que condujeron hacia la agricultura industrializada. La tercera parte se centra en el sector ganadero, algunas de cuyas producciones estaban llamadas a convertirse en el paradigma de actividad agropecuaria industrializada. Finalmente, la cuarta y última parte revisa las consecuencias económicas, sociales y ambientales de la industrialización de la agricultura.

I En la agricultura tradicional, la mayor parte de los inputs utilizados por los campesinos eran producidos por ellos mismos o, a lo sumo, por otros campesinos. Esto hacía de la agricultura tradicional algo parecido a un ciclo contenido en sí mismo: un espacio de flujos en el que toda la producción campesina cumplía una función, ya fuera como output, ya fuera como input para futuros procesos productivos (Figura 1). Los cereales eran tradicionalmente el principal producto de la agricultura europea, y su proceso productivo ilustra bien el carácter integrado de los sistemas agropecuarios tradicionales. Los inputs necesarios eran a menudo

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producidos dentro de la propia explotación. Así, los agricultores no compraban semillas, sino que por lo general utilizaban una parte de la cosecha del año anterior como material para la siembra del año siguiente. Muchas de sus herramientas y aperos eran fabricadas por ellos mismos o por sus familiares, a menudo en momentos del calendario en los que la demanda de trabajo en la explotación agraria no era muy elevada. Con objeto de restaurar la fertilidad del suelo, los agricultores no compraban fertilizantes, sino que los producían ellos mismos: utilizaban los excrementos de su cabaña ganadera y, de manera complementaria, establecían a tal fin complejos sistemas plurianuales de rotación de cultivos. (Estos sistemas servían además para combatir las plagas.) La cabaña ganadera, alimentada con los recursos agrarios de la explotación y su entorno próximo, también servía como fuerza de tiro para las labores agrícolas. En suma, se trataba de una agricultura en la que la mano de obra y la tierra eran los factores productivos clave, quedando el capital en segundo plano.

En la agricultura industrializada se invierten los términos (Figura 2). Las explotaciones dejan de ser unidades de producción múltiple e integrada, en las que una variedad de elementos (humanos, vegetales y animales) cumple simultáneamente una variedad de funciones, para convertirse en unidades de producción especializadas. El ciclo contenido en sí mismo se convierte en una línea recta. Los agricultores compran los más variados inputs con objeto de superar los límites productivos de la agricultura tradicional y se concentran en la producción de un reducido número de productos finales. Los aperos y herramientas dejan paso a la maquinaria agraria de origen industrial: segadoras, cosechadoras, tractores, motocultores, máquinas de ordeño. Los sistemas orgánicos de fertilización dejan paso a los fertilizantes químicos. Ambos elementos, la maquinaria y los fertilizantes químicos, anulan la función agrícola del ganado, que ahora pasa a ser exclusivamente un convertidor de recursos alimenticios (no necesariamente producidos en la explotación y su entorno, sino con frecuencia piensos artificiales de origen industrial) en productos ganaderos para el consumo humano. Mientras tanto, todo aquel resultado de la actividad agropecuaria que no sea output, y que antes habría sido reintegrado al proceso productivo como input para el periodo siguiente, pasa a carecer de función económica y se convierte en un residuo del que los agricultores deben deshacerse. El agricultor se convierte en un eslabón intermedio de la cadena productiva que une a los fabricantes industriales de inputs agrarios con las empresas de transformación agraria, que a su vez enlazarán con el sector de la distribución comercial y los consumidores finales (Figura 3). En una agricultura de estas características, el capital se convierte en el factor productivo clave por encima de la mano de obra o la

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tierra (las cuales se vuelven, de hecho, cada vez más prescindibles en términos relativos).

II

¿Cuál es la historia de esta transición de la agricultura tradicional a la agricultura industrializada?

La agricultura tradicional, tal y como la hemos descrito en el apartado anterior, se mantuvo presente en toda Europa hasta bien entrado el siglo XIX, probablemente hasta 1870. (Esto quiere decir que la explosión de creatividad tecnológica que desencadenó la revolución industrial a finales del siglo XVIII tardó aproximadamente un siglo en transmitirse a la agricultura.) Esta agricultura tradicional no era necesariamente una agricultura estática. Durante la Edad Media, por ejemplo, se produjeron modestas mejoras tecnológicas, como las relacionadas con los arados o con las correas que unían los animales de labor a los carros y arados. Y, durante la Edad Moderna, algunos países, como Holanda e Inglaterra, registraron transformaciones agrarias tan destacadas para su tiempo que los historiadores han hablado de una “revolución agrícola” en los siglos XVII y XVIII. Esta revolución agrícola consistió en la introducción de tres cambios interrelacionados: la incorporación de leguminosas forrajeras a las rotaciones de cultivos, el aumento de la cabaña ganadera y la reducción de las superficies dejadas en barbecho. Los tres cambios creaban una suerte de círculo virtuoso. Las leguminosas forrajeras permitían alimentar una cabaña ganadera creciente y favorecían la fijación de nutrientes (en particular, nitrógeno) en el suelo, lo cual mejoraba las perspectivas de cultivo de cereales en el periodo siguiente. De este modo, ya no era necesario reservar una proporción tan elevada como en otras partes de Europa para barbecho. El aumento de la cabaña ganadera, por su parte, permitía no sólo diversificar las producciones de la explotación, sino también aumentar la cantidad de fertilizante orgánico disponible para el cultivo. Estos tres cambios permitieron a la agricultura tradicional europea alcanzar su estadio más elevado: los mayores rendimientos por hectárea y las mayores productividades laborales de su historia. Seguía tratándose de una agricultura en la que una variedad de elementos cumplía una variedad de funciones de acuerdo con los delicados equilibrios de un ciclo contenido en sí mismo. Lo que hicieron los agricultores holandeses e ingleses de este periodo fue llevar sus sistemas agropecuarios a equilibrios de más alto rendimiento que los habituales hasta entonces en Europa. Esta senda de cambio agrario fue la más exitosa en Europa hasta bien entrado el siglo XIX.

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Aún con todo, resulta probablemente exagerado hablar de esto como

una “revolución agrícola”. La productividad creció de manera lenta en comparación con lo que ocurriría más adelante. El crecimiento agrario continuó ampliamente limitado por restricciones ambientales, que determinaban los equilibrios posibles. De hecho, se trataba de una senda de cambio agrario que dependía extraordinariamente de las características ambiéntales locales. En la parte meridional de Europa, con características ambientales bien diferentes a las inglesas u holandesas, esta senda de cambio agrario apenas fue transitada.

La industrialización de la agricultura comenzó en la parte final del

siglo XIX. Es cierto que, ya en las décadas centrales de dicho siglo, la agricultura europea había comenzado a experimentar con la introducción de inputs no producidos por ella misma: el guano sudamericano comenzó a ser importado como fertilizante. Sin embargo, se trataba aún de un fertilizante de origen natural y no llegó a tener una difusión generalizada. Los grandes cambios comenzaron a precipitarse a partir de aproximadamente 1870. Fue entonces cuando, en el marco de lo que algunos historiadores de la tecnología han llamado la “segunda revolución industrial”, comenzaron a aparecer innovaciones industriales dirigidas al sector agrario. Por lo general, se trató de un proceso lento, a través del cual fueron acumulándose de manera gradual los elementos del cambio tecnológico. Estas innovaciones se desarrollaron en dos grandes planos: la maquinaria y los fertilizantes químicos.

La introducción de maquinaria aspiraba a mecanizar los trabajos del

campo del mismo modo que ya se habían mecanizado los trabajos de la fábrica. Primero fueron las trilladoras. Después las cosechadoras, que venían a mecanizar la tarea más intensiva en mano de obra de la agricultura tradicional. En la década de 1880, se construyeron cosechadoras-trilladoras combinadas. Las cosechadoras-trilladoras eran movidas por fuerza de tiro animal, generalmente caballos, ya que la aplicación de fuentes de energía inorgánicas fue inicialmente una tarea difícil. El carbón y la máquina de vapor habían revolucionado la industria, pero se encontraban con muchas más limitaciones en una actividad que, como la agricultura, requería movilidad espacial y flexibilidad en el empleo de la maquinaria. (La única excepción era la tarea de la trilla, que sí podía beneficiarse de utilizar maquinaria semi-fija.) Entre finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, la nueva maquinaria agraria tuvo que emplear fuerza de tiro animal (es decir, una fuente de energía orgánica). Esto ya generaba de por sí ganancias de productividad (una cosechadora permitía en torno a 1850 que un hombre y dos caballos realizaran el trabajo de dos o tres jornaleros), pero

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lógicamente los animales debían ser alimentados y, por lo tanto, “consumían” tierra y reducían el rendimiento global de la actividad agrícola. La gran ruptura tecnológica llegaría cuando los tractores, que en la década de 1890 habían surgido como máquinas movidas por vapor, pasaran a convertirse en vehículos auto-propulsados gracias a un motor de explosión alimentado por derivados del petróleo. Aunque el primer modelo de tractor con motor de combustión interna surgió en 1902, no fue hasta la década de 1920 que esta máquina alcanzó un cierto grado de éxito (Figura 4).

Por su parte, la industria química se lanzó a la producción de abonos

artificiales, que prometían restaurar la fertilidad del suelo de manera mucho más rápida que los tradicionales sistemas de manejo integrado de los recursos agropecuarios. Los fertilizantes modernos (superfosfatos) nacieron en la década de 1840, pero alcanzaron la madurez en 1909 de la mano del método Haber-Bosch para la producción de sulfato de amonio. Ya en la década de 1920 se comercializaron los primeros fertilizantes compuestos, que integraban nitrógeno, fósforo y potasio.

Junto a maquinaria y fertilizantes químicos, comenzó una tercera

línea de innovación, aún en ciernes durante este periodo: la producción de variedades híbridas de cultivos. Desde comienzos del siglo XX, y en el marco del redescubrimiento de las leyes genéticas de Mendel, se desarrollaron esfuerzos para producir variedades híbridas de los principales cultivos con objeto de aumentar sus rendimientos.

La adopción de los inputs industriales fue lenta durante estas

primeras décadas. En general, países con abundancia de tierra y escasez de mano de obra como Estados Unidos tendieron a adoptar de manera más entusiasta aquellas innovaciones que, como la maquinaria agraria, contribuían más a aumentar la productividad del trabajo (y, por tanto, a reducir la mano de obra necesaria) que a aumentar los rendimientos de la tierra. Aún así, el cambio fue lento. Las primeras cosechadoras-trilladoras requerían unos 25 caballos para funcionar, lo cual hacía prohibitiva su adopción para muchos agricultores incluso en Estados Unidos. Más adelante, la paulatina difusión del tractor fue lenta y, hasta mediados del siglo XX, la maquinaria propulsada por caballos mostró una importante capacidad de resistencia en el paisaje agrario. Hay que tener en cuenta que, en prácticamente todos los casos, había un desfase de dos o tres décadas entre el descubrimiento tecnológico propiamente dicho y la comercialización de máquinas fiables y de precio aceptable. En cuanto a la innovación biológica, la introducción del maíz híbrido provocó una gran ruptura, pero eso no fue hasta la década de 1930. Y, si esto ocurría en

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Estados Unidos, en una Europa con una diferente dotación de factores (una Europa en la que la mano de obra no era tan escasa) y en la que los agricultores eran por lo general menos prósperos, la difusión del tractor fue aún más lenta. Los fertilizantes químicos, por su parte, no resultaban primordiales para unos agricultores estadounidenses que disponían de abundante tierra. Fueron por lo general empresas europeas las que lideraron el camino del cambio. Aún con todo, para muchos agricultores europeos, el problema era el elevado precio relativo de los fertilizantes químicos. La inestabilidad económica que siguió a 1929 hizo poco por crear un ambiente adecuado para el acometimiento por parte de los agricultores de estas importantes inversiones en inputs industriales.

La definitiva transición hacia la agricultura industrializada tuvo lugar

después de 1945 (Figuras 4, 5 y 6). Fue entonces cuando las distintas líneas de innovación se agruparon de manera coherente en un nuevo bloque tecnológico de gran capacidad productiva. El tractor se impuso, y rápidamente comenzaron a desaparecer los animales de labor. A su vez, el tractor permitía el monocultivo de superficies, lo cual, dados sus efectos empobrecedores sobre algunos nutrientes del suelo, favorecía que el tractor y los fertilizantes químicos fueran adoptados de manera más o menos conjunta. En el campo de los inputs químicos, el descubrimiento de las propiedades insecticidas del DDT y el lanzamiento del primer herbicida moderno (el 2.4-D) en la década de 1940 marcaron la ruptura decisiva en cuanto a pesticidas e insecticidas. Así, en un clima económico mucho más propicio para el acometimiento de inversiones, los agricultores occidentales se lanzaron a la capitalización de sus explotaciones. La dotación de factores continuó siendo importante (Figura 7), dando lugar a una difusión más intensa de la maquinaria en Estados Unidos y de los productos químicos en Europa (y Japón y, más tarde, el resto de Asia, donde la tierra era el factor escaso). Pero la transformación fue mayúscula en ambos casos.

Junto a las líneas de innovación ya abiertas en la parte final del siglo

XIX y los inicios del siglo XX, este periodo conoció la introducción de las llamadas “variedades de alto rendimiento”. El trigo y el arroz fueron los productos para los que se realizaron los mayores progresos, en buena medida encaminados durante las décadas de 1960 y 1970 a aumentar los rendimientos agrarios en las economías en vías de desarrollo. Hay que tener en cuenta que las innovaciones mecánicas no eran demasiado útiles para estas economías. Muchas de ellas estaban especializadas en productos tropicales, o bien contaban con un relieve abrupto, o bien carecían de la infraestructura necesaria (talleres, piezas de recambio, suministro de gasoil), o varias de estas cosas a la vez. Las variedades de alto rendimiento, en cambio, prometían un fuerte crecimiento de los rendimientos de la tierra

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en un momento de gran expansión demográfica (es decir, conforme la tierra se convertía cada vez más en el factor escaso). De este modo, las zonas trigueras del suroeste asiático (desde el Punjab indio a Turquía) se beneficiaron ampliamente de las variedades de alto rendimiento. Algo parecido ocurrió desde finales de la década de 1960 en la gran región arrocera del mundo: de Bengala a Java y Corea. Se trató del mayor y más rápido conjunto de transferencia de cultivos de la historia mundial (Figura 8). Ahora bien, las variedades de alto rendimiento no podían ser adoptadas rápidamente en las condiciones de la agricultura tradicional. Los propios genetistas seleccionaron dichas variedades partiendo del supuesto de que se disponía de altas dosis de fertilizantes y agua de riego. Por ello, las variedades de alto rendimiento formaron un bloque tecnológico con fertilizantes y regadío, de tal modo que la adopción conjunta de todos estos elementos resultaba más beneficiosa y menos arriesgada. A este bloque tecnológico se le denominó “revolución verde”. La búsqueda de variedades más productivas desembocó desde finales de la década de 1980 en la aplicación de los principios de ingeniería genética. Había nacido la biotecnología.

El cambio tecnológico que condujo a la agricultura industrializada

estuvo ampliamente fomentado por inversiones públicas de los países desarrollados. En especial durante la segunda mitad del siglo XX, se produjo un gran aumento de las inversiones públicas en I+D agrario. Estas inversiones se vieron complementadas, además, por los fondos destinados a los servicios de extensión agraria, que actuaban como intermediarios entre los productores de innovación tecnológica y los agricultores y condiciones locales. La financiación pública se extendió también a los programas de investigación en las tecnologías de la revolución verde y su aplicación a las economías en vías de desarrollo. Lo que comenzó como un proyecto de las fundaciones Rockefeller y Ford, más adelante se convirtió en objeto de inversión pública por parte del gobierno estadounidense y la FAO. No cabe duda de que la revolución verde tuvo mucho de producto de la guerra fría, ya que tanto su programa como su difusión se centraron en las fronteras del mundo comunista, mientras otras regiones, como el África subsahariana, apenas se vieron tocadas. Aún con todo, pese a que el gasto en I+D agrario también aumentó en los países en vías de desarrollo, lo hizo de manera más lenta. En consecuencia, a mediados de la década de 1990 la brecha entre la ratio de I+D por trabajador agrario del mundo desarrollado y el mundo en vías de desarrollo había pasado a ser de 70 a 1 (frente a 52 a 1 a mediados de la década de 1970).

El resultado de todas estas innovaciones no fue una ruptura total de

la dependencia del sector agrario de las restricciones ambientales, pero sí

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una notable suavización de la misma. De una agricultura cuyos inputs se producían en el propio sector (con las limitaciones que ello implicaba) se pasó a una agricultura en la que los inputs para realizar las tareas agrícolas se compraban en el mercado a empresas especializadas en la producción de semillas mejoradas, productos químicos y maquinaria agrícola.

III

La industrialización del sector agrario alcanzó su máxima expresión en algunas ramas del subsector ganadero. Hasta la Segunda Guerra Mundial, la ganadería fue una actividad tradicional en el sentido anteriormente aludido. Sus inputs procedían del propio sector agrario, con frecuencia de la propia explotación campesina. Por definición, uno de estos inputs, el propio ganado, se produce siempre dentro del propio sector agrario. Sin embargo, eso ocurría también con los otros inputs, en particular con la alimentación del ganado. Los recursos para la alimentación del ganado podían ser muy variados, pero procedían siempre del propio sector agrario. Con frecuencia, y dados los altos costes de transporte, dichos recursos debían ser producidos en la propia comarca. (La principal excepción a ello era la trashumancia ovina, mediante la cual las ovejas accedían a pastos situados en lugares muy lejanos. En cualquier caso, seguía tratándose de una alimentación de base orgánica.) En función de las características ambientales de la comarca y en función de la estación, el ganado podía alimentarse mediante una combinación de pastoreo extensivo y estabulación. El pastoreo extensivo llevaba a los animales por montes comunales y terrenos de pasto de la comarca, mientras que la estabulación se basaba en que el campesino cortara la hierba de algunos de sus terrenos de pasto y la utilizara para alimentar al animal sin necesidad de que este se moviera. Una combinación de ambas modalidades era frecuente.

Por supuesto, esta ganadería tradicional previa a 1945 no era estática. A lo largo del siglo XIX un número creciente de campesinos europeos comenzó a interesarse por mejorar las razas autóctonas mediante su cruce con otras razas. Generalmente, las razas autóctonas estaban bien adaptadas a un uso múltiple, en línea con los complejos equilibrios necesarios en la agricultura tradicional: el ganado ofrecía así no sólo carne, leche o fertilizante natural, sino también fuerza de tiro para la actividad agrícola. Conforme Europa fue urbanizándose a lo largo del periodo 1800-1945, la demanda de productos ganaderos se expandió con rapidez y ello creó incentivos para que los campesinos especializaran a su ganado en una sola producción en función de sus ventajas comparativas. En el norte de España, por ejemplo, la introducción de razas holandesas y suizas permitió a los

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campesinos aumentar los rendimientos lácteos de su ganado vacuno. Estos procesos de innovación biológica no alcanzaron, sin embargo, grandes magnitudes. Y, sobre todo, hay que subrayar que la alimentación del ganado continuó basada en recursos alimenticios producidos dentro del propio sector agrario, con frecuencia dentro de la propia explotación ganadera.

Esto planteaba límites al crecimiento ganadero, ya que tal

crecimiento debía subordinarse a un equilibrio entre las distintas producciones y superficies de la explotación agropecuaria. La ruptura de esta restricción se daría tras la Segunda Guerra Mundial con la creciente incorporación de piensos industriales a la alimentación del ganado. Los piensos industriales permitían que las cabañas crecieran por encima de las posibilidades agrícolas de los territorios correspondientes. A ello se unió el fulgurante ascenso de la investigación biológica, con las consiguientes implicaciones de cara a la selección de las razas y variedades de ganado. Separado del ciclo multifuncional de la agricultura tradicional y mejorado a través de la biotecnología, el ganado aumentó enormemente su eficiencia a la hora de convertir recursos alimenticios para animales en recursos alimenticios para seres humanos.

La industrialización de la ganadería fue particularmente espectacular

en el caso del porcino y el aviar. Por su tamaño y sus grandes necesidades nutritivas, el ganado bovino continuó manteniendo importantes relaciones con los recursos naturales de su entorno. (Aún con todo se difundieron importantes innovaciones, como la ordeñadora mecánica, cuyos primeros modelos habían surgido en la década de 1890 pero que ahora realizaba su gran expansión con destacadas ganancias de productividad.) El ganado porcino y el ganado aviar, en cambio, podían desconectarse completamente de su entorno a través de la instalación de grandes granjas industriales. En dichas granjas, grandes cantidades de pequeños animales eran confinados y alimentados. Tales granjas, que reducían al mínimo las pérdidas de eficiencia conversora causadas por el movimiento de los animales, representaron la más perfecta aplicación de los principios fordistas al sector agrario.

IV

¿Cuáles fueron las consecuencias del paso a una agricultura industrializada a partir de 1945? Consideraremos sucesivamente los planos económico, social y ambiental.

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La principal consecuencia económica de la industrialización de la agricultura fue el acelerado aumento de su productividad (Cuadros 1 y 2). En los Viajes de Gulliver, Jonathan Swift escribió que “la persona capaz de hacer crecer dos espigas de trigo en una parcela donde hasta entonces crecía sólo una, sería más meritoria para la humanidad que toda la raza de los políticos en conjunto”. (El jurado que en 1970 concedió el premio Nobel de la Paz a Norman Borlaug, la figura de referencia de los inicios de la revolución verde, parecía ser de la misma opinión.) Pues bien, el crecimiento agrario posterior a 1945 hizo palidecer los registros de cualquier periodo anterior, incluidos desde luego los de la llamada “revolución agrícola” de los siglos XVII y XVIII. De hecho, fue sólo a partir de 1945 cuando el crecimiento agrario pasó a basarse más en el aumento de la productividad total de los factores que en la incorporación de dosis adicionales de factores productivos.

El crecimiento fue mayor en los países desarrollados, que podían

utilizar intensivamente el factor clave (el capital físico y humano), que en los países en vías de desarrollo (Figura 9). De este modo, en la segunda mitad del siglo XX se ensanchó la brecha de productividad agraria entre mundo rico y mundo pobre. La senda de cambio agrario seguida por los países en vías de desarrollo consistió, por lo general, en una mejora más pronunciada de los rendimientos que de la productividad (esta última obstaculizada por el persistente aumento de la cantidad de tierra por trabajador, en contraste con el descenso de la misma en los países desarrollados) (Figura 10). A partir de la década de 1980, el mundo en vías de desarrollo dejó de ser exportador neto de alimentos para convertirse en importador neto. Un buen signo de cómo el paso a la agricultura industrializada había alterado la estructura de ventajas comparativas.

Aún con todo, en ambos casos se produjo una clara ruptura con

respecto a los registros del pasado. ¿Habría podido la población mundial crecer por encima de los 6.000 millones en caso de no haberse producido esta aceleración del crecimiento agrario? No parece posible, en parte porque alimentar a 6.000 millones de personas con los sistemas de manejo multifuncional de la agricultura tradicional habría requerido una superficie de cultivo muy superior a la actualmente existente y una población activa mundial compuesta en aproximadamente tres cuartas partes por agricultores. La agricultura industrializada, en cambio, obtuvo este enorme crecimiento de la producción de alimentos al mismo tiempo que era capaz de liberar mano de obra para su empleo en otros sectores. (Un ejemplo hipotético de las relaciones entre progreso agrario y cambio estructural, en el Cuadro 3.) Incluso fue capaz de liberar aquellas superficies agrícolas

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marginales que, puestas en cultivo por la presión demográfica en la época de la agricultura tradicional, ahora dejaban de ser competitivas.

En el plano social, la agricultura industrializada favoreció el aumento

de las diferencias entre los agricultores grandes y los agricultores pequeños. Bajo las condiciones de la agricultura tradicional, una distribución desigual de la tierra generaba importantes desigualdades. Sin embargo, estas desigualdades se exacerbaron conforme la actividad agrícola pasó a estar dominada por el factor capital. Las posibilidades de acumulación de capital eran intrínsecamente mayores y, en una era caracterizada por la incorporación de inputs industriales, la presencia de economías de escala favorecía a los agricultores grandes frente a los pequeños. Inputs como el tractor, el gran símbolo de la mecanización agraria, tenían un coste relativamente elevado y, por tanto, podían ser amortizados de manera más completa si se utilizaban en explotaciones grandes. Los agricultores pequeños, por su parte, podían verse entre la espada y la pared: si no realizaban las inversiones necesarias para incorporar las nuevas tecnologías, podían ser expulsados del mercado vía precios por parte quienes sí las incorporaran; pero, si realizaban dichas inversiones, podían encontrarse con problemas de amortización y rentabilidad de las mismas, dada la pequeña dimensión de sus explotaciones.

Las implicaciones de esta creciente diferenciación entre agricultores

grandes y agricultores pequeños fueron distintas en los países desarrollados y en los países en vías de desarrollo. En los primeros, se produjo una sustancial reestructuración del sector. La gran expansión de las economías desarrolladas después de 1945 supuso un aumento de las oportunidades laborales en las ciudades, de tal modo que la emigración campo-ciudad era una opción disponible para muchos pequeños y medianos agricultores. La emigración rural, además, permitió a los agricultores que permanecieron en el negocio aumentar el tamaño de sus explotaciones mediante el alquiler o la compra de los terrenos de los emigrantes. El resultado fue un aumento de la dimensión media de las explotaciones. De este modo, la agricultura de los países desarrollados adoptó las nuevas tecnologías sin que se produjeran grandes tensiones sociales.

En los países en vías de desarrollo, por el contrario, las

oportunidades de empleo en las ciudades no se expandían de manera suficientemente rápida. Se expandían, pero las nuevas tecnologías agrarias eran muy ahorradoras de mano de obra y, justo entonces, se estaba produciendo una explosión demográfica (como consecuencia de la difusión de avances médicos y sanitarios que redujeron de manera drástica las tasas de mortalidad). La emigración campo-ciudad no pudo actuar de manera tan

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eficaz como válvula de escape. Hubo mucha más emigración rural de la que las ciudades podían absorber, y el resultado fue la formación de bolsas de marginalidad y pobreza urbanas. Para quienes permanecieron en el campo, llegó un periodo de aumento de la desigualdad. Aquellos agricultores grandes que podían acceder a los nuevos inputs industriales progresaron rápidamente, pero muchos agricultores pequeños y medianos carecían del capital (o la financiación) para introducir dichos inputs. Basándose en el importante caso de India, algunos estudios incluso han sugerido que el nivel educativo de los campesinos condicionaba el grado de disposición a adoptar las innovaciones de la revolución verde. Todo apunta en la misma dirección: los pequeños y medianos campesinos, carentes de capital físico y humano, no podían competir con los agricultores grandes. El peso de este tipo de agricultores desfavorecidos fue en aumento a lo largo de la segunda mitad del XX, conforme el crecimiento demográfico se traducía en reducciones de la dimensión media de las explotaciones agrarias. (Algunos estudios, basados en Etiopía y de nuevo la India, sugieren que este aumento de la desigualdad agraria pudo incluso contribuir al estallido de fricciones sociales.)

Finalmente, la industrialización de la agricultura generó un

importante impacto ambiental de signo negativo. No es que la agricultura tradicional no generara impactos ambientales. Especialmente en contextos caracterizados por elevados grados de mercantilización, la agricultura tradicional podía generar por ejemplo importantes episodios de erosión del suelo. Así lo demuestran los casos de Canadá, Sudáfrica y Nueva Zelanda entre 1870 y 1940. Sin embargo, la magnitud de los impactos ambientales pasaría a ser mucho mayor con la transición a una agricultura industrializada. Los suelos, el agua y la atmósfera se verían afectados de manera generalizada y sistemática.

La calidad de los suelos se veía afectada por la combinación de

maquinaria y productos químicos (fertilizantes, biocidas), que favorecía la erosión. El aumento del tamaño de los tractores a partir de 1950 dio lugar, además, a problemas de compactación de los suelos. Por su parte, la aplicación continuada de productos químicos también terminaba teniendo vía mineralización (pérdida de materia orgánica) efectos negativos sobre algunos de los nutrientes de los suelos (lo cual llevaba a los agricultores a un círculo vicioso: la aplicación de dosis aún mayores de productos químicos para restaurar la fertilidad perdida). Este problema se vio acentuado por la tendencia a la especialización y la homogeneidad de las superficies agrarias. Esta tendencia se derivaba de los incentivos al aprovechamiento de economías de escala y a la introducción de variedades de alto rendimiento, que requerían fertilizantes y pesticidas específicos para

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cada producto. El paisaje de monocultivo especializado era positivo en términos económicos, pero restaba integridad biológica a los suelos y los hacía más vulnerables a la erosión y la pérdida de nutrientes. Además, el paso a sistemas fordistas de ganadería hizo que el estiércol animal, convertido en mero residuo, no regresara a la tierra (como ocurría bajo las condiciones de la agricultura tradicional), lo cual era negativo para la calidad del suelo, favorecía la erosión del mismo y acentuaba (otro círculo vicioso) la dependencia de los cultivos de nutrientes externos de origen industrial.

La calidad de las aguas, por su parte, se veía amenazada por la

filtración de fertilizantes y biocidas químicos a las aguas subterráneas y superficiales. Ello conducía a procesos de eutrofización: exceso de nutrientes (en especial nitrógeno) que no podía ser gestionado por los ciclos naturales. A su vez, esto podía tener efectos negativos sobre la flora y la fauna de los ecosistemas acuáticos. Y, por supuesto, contaminaba el agua con el que se abastecen las poblaciones de las zonas agrarias y las ciudades situadas río abajo. La contaminación de las aguas también se ha convertido en un problema de primer orden para la ganadería industrializada, que, a diferencia de la agricultura tradicional de carácter multifuncional, no puede reutilizar como input los residuos de los animales.

Por último, la agricultura industrializada no sólo afectaba al agua y

los suelos: también contribuía a la contaminación atmosférica. Las nuevas máquinas agrarias (a diferencia de las primeras cosechadoras y trilladoras) utilizaban combustibles fósiles. El mismo factor que provocaba un aumento sin precedentes de la productividad también provocaba un aumento sin precedentes del impacto contaminador del sector. Además, la demanda de inputs industriales por parte de los agricultores contribuía a aumentar el uso de dichos combustibles fósiles por parte de las empresas encargadas de su producción y distribución. Así, la agricultura pasó de ser un sector cuyo balance energético era positivo (la agricultura tradicional producía más energía de la que consumía) a uno cuyo balance energético era negativo (la agricultura industrializada consumía más energía de la que producía) (Cuadro 4). Además, los residuos de la ganadería industrializada, no reintegrables en el ciclo productivo, también contribuían a la contaminación atmosférica. Los indudables éxitos productivos de la agricultura industrializada contrastaban así con las dudas en torno a su sostenibilidad ambiental.

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REFERENCIAS Abad, C. y Naredo, J. M. 1997. Sobre la “modernización” de la agricultura española

(1940-1995): de la agricultura tradicional hacia la capitalización agraria y la dependencia asistencial, en C. Gómez Benito y J. J. González (eds.), Agricultura y sociedad en la España contemporánea, Madrid, CIS / MAPA, 249-316.

Bairoch, P. 1999. L’agriculture des pays développés: 1800 à nos jours. París, Economica.

Buttel, F. H. 2006. Sustaining the unsustainable: agro-food systems and environment in the modern world, en P. Cloke, T. Mardsen y P. Mooney (eds.), Handbook of rural studies, Londres, Sage, 213-29.

Federico, G. 2005. Feeding the world: an economic history of agriculture, 1800-2000. Princeton, Princeton University Press.

Garrabou, R. 2005. Conflict and environmental tension in the adoption of technological innovation in the agrarian sector, en C. Sarasúa, P. Scholliers y L. Van Molle (eds.), Land, shops and kitchens: technology and the food chain in twentieth-century Europe, Turnhout, Brepols, 30-41.

Grigg, D. 1982. The dynamics of agricultural change: the historical experience. Londres, Hutchinson.

Izquierdo, J. 2008. Asturias, region agropolitana: las relaciones campo-ciudad en la sociedad posindustrial. Oviedo, KRK.

McNeill, J. R. 2003. Algo nuevo bajo el sol: historia medioambiental del mundo en el siglo XX. Madrid, Alianza.

Olmstead, A. y Rhode, P. W. 2001. Reshaping the landscape: the impact and diffusion of the tractor in American agriculture, 1910-1960, Journal of Economic History 61, 3, 663-98.

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Figura 1. Los flujos de la agricultura tradicional

Fuente: Izquierdo (2008), p. 136.

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Figura 2. Los flujos de la agricultura industrializada

Fuente: Izquierdo (2008), p. 137.

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Figura 3. Sector de origen de los inputs utilizados por el sector primario en España

0%

10%

20%

30%

40%

50%

60%

70%

80%

90%

100%

1962 1970 1980 1990

Primario Secundario Terciario

Fuente: Abad y Naredo (1997), p. 258.

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Figura 4. Número de tractores

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5000

10000

15000

20000

25000

30000

1920 1950 1970 2000

África Europa Norteamérica Asia Total mundial

Fuente: Federico (2005), p. 48.

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Figura 5. Caballos y tractores en los Estados Unidos del siglo XX

Fuente: Olmstead y Rhode (2001), p. 670.

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Figura 6. Consumo de fertilizantes (kg. de nutrientes) por hectárea

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20

40

60

80

100

120

140

160

180

1950 1970 2000

África Europa Norteamérica Asia Mundo

Fuente: Federico (2005), p. 99.

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Figura 7. Distintas sendas de cambio agrario en torno a 1960

Fuente: Grigg (1982), p. 116.

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Figura 8. Porcentaje de superficie triguera con variedades de alto rendimiento

0 20 40 60 80 10

América Latina

Asia

África del norte yOriente Medio

África sub-sahariana

0

1970 1998

Fuente: Federico (2005), p. 98.

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Cuadro 1. Tasas de crecimiento acumulativo anual (%) de la producción agraria mundial

1800-1870 1870-1938 1938-2000

Producción 0,5 0,9 2,2 Producción por persona 0,0 0,2 0,6

Fuente: Federico (2005), pp. 16-21.

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Cuadro 2. Horas de trabajo requeridas para producir una tonelada de producto agrario en Estados Unidos

Trigo Maíz

1800 138,7 135,4 1840 85,7 108,7 1912 38,8 53,3 1937 24,5 42,4 1967 4,4 2,9 1982 2,6 1,2

Fuente: Bairoch (1999), p. 44.

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Figura 9. Productividad del trabajo agrario

0

20

40

60

80

100

120

140

1800

1820

1840

1860

1880

1900

1920

1940

1960

1980Pr

oduc

ción

net

a de

cal

oría

s di

rect

as p

or

activ

o ag

rario

mas

culin

o

Países desarrollados Tercer Mundo

Fuente: Bairoch (1999), pp. 125 y 151.

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Figura 10. Rendimientos del trigo

0

5

10

15

20

25

30

1800

1820

1840

1860

1880

1900

1920

1940

1960

1980

Qui

ntal

es p

or h

ectá

rea

Países desarrollados Tercer Mundo

Fuente: Bairoch (1999), pp. 101 y 109.

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Cuadro 3. Cambio estructural y productividad agraria: relaciones hipotéticas en una economía cerrada

Porcentaje de

población activa agraria

Población no agraria que debe ser

alimentada por cada activo agrario

Población total que debe ser alimentada

por cada activo agrario

80 0,25 1,25 50 1,00 2,00 20 4,00 5,00

5 19,00 20,00

Fuente: Grigg (1982), p. 105.

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Cuadro 4. Output energético / inputs energéticos a finales de la década de 1960

Output / input energético Agricultura de subsistencia en África 60-65 Agricultura campesina en China 41 Agricultura del Reino Unido 0,34

Fuente: Grigg (1982), p. 79.

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