la ideologia de la rev mexicana arnaldo cordoba
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LA IDEOLOGIA DE LA REVOLUCION MEXICANA EN LA
PERSPECTIVA DE UN SIGLO
1. A diferencia de algunos, que en realidad son muchos, como el ilustre don
Alfonso Reyes, quien en 1940 publicó un bello ensayo en el que afirmaba que la
Revolución había nacido ciega, sin ideas, otros hemos siempre sostenido que no
hay ni puede haber un movimiento político que no tenga ideas sobre lo que propone
para alcanzar sus objetivos. A la Revolución Mexicana, en sus muy diferentes
corrientes y facciones, la precedieron las ideas, aun antes de estallar. Convengo en
que ningún grupo social o político de los que pusieron en marcha la Revolución
coincidía con los otros en lo que pensaba y, tal vez, menos en lo que proponía. La
Revolución, empero, fue también una lucha de ideas.
Todos los pueblos, sobre todo en sus grandes momentos, incluso cuando
pasan por un periodo de decadencia, forman sus mitos para explicarse su situación
en el pasado y en el presente y para definir sus objetivos. El mito, claro, como lo
entendía Mariátegui, el gran pensador marxista peruano, interpretando a Sorel:
como una voluntad colectiva de creer y de actuar. Y en ello las ideologías cumplen
su tarea. Ellas son las encargadas de definir la situación de los pueblos y de darle
forma a sus demandas. Las ideas, es verdad, muchas veces son creadas y difundidas
por individuos aislados que luego prenden en la comunidad; pero la misma gente
del pueblo es capaz de crear ideas y de formular exigencias que luego plasman en
auténticos idearios políticos y sociales. Nadie podría negar que el Plan de Ayala
zapatista fue escrito por un profesor semianalfabeto que comete algunos errores de
redacción; pero ni John Womack aventuró jamás la sugerencia de que a los pueblos
zapatistas se les impuso el Plan desde arriba. Él mismo, lo que dice es que el Plan
respondía entrañablemente a lo que los habitantes de los pueblos pensaban y
exigían.
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Los individuos, muchas veces también, dejan su huella. Para el pensamiento
agrarista mexicano fueron decisivas obras como Legislación y jurisprudencia sobre
terrenos baldíos, de Wistano Luis Orozco, publicada en 1895 (a mitad de la
dictadura) o Los grandes problemas nacionales, de Andrés Molina Enríquez y que
apareció en 1909 (a un año de que estallara la Revolución). Muchos han estado de
acuerdo en que el libro de Madero, La sucesión presidencial en 1910, publicado en
1908, fue tan importante que, en realidad, puede considerarse como el verdadero
detonador de la Revolución (Emilio Rabasa así lo vio siempre, por ejemplo). Del
mismo modo en que no se puede soslayar la importancia que los escritos de
Rousseau tuvieron siempre para los revolucionarios franceses. Desde luego, para
que una obra individual se convierta en fuente de una ideología debe ocurrir, como
postulaba Marx, que sus ideas prendan en la mente de las masas. Eso ha ocurrido
muchas veces a lo largo de la historia.
Quisiera, antes de continuar, hacer una aclaración necesaria. Yo siempre
evité, como estudioso de la Revolución, hacerme víctima de cuestionamientos que
jamás me parecieron esclarecedores o útiles. Nunca me puse a devanarme los sesos
para saber, por ejemplo, si la Revolución Mexicana había muerto o seguía viva o,
parafraseando a Lombardo Toledano, qué vivía y qué ya no vivía de ella o si ya
había cumplido su misión histórica o, también, si se había venido prolongando en el
tiempo, reencarnando como un ave fénix de sus cenizas. Todo eso me pareció,
sinceramente, muy estúpido como para prestarle atención. Para mí, la Revolución
Mexicana siempre ha sido ese movimiento transformador de nuestro país que
comenzó con la rebelión maderista, que derribó la dictadura porfiriana, y que acabó
con la promulgación de la Constitución de 1917. Como todo hecho histórico o
concatenación de hechos históricos, tuvo sus antecedentes y sus consecuentes y
todos ellos deben tratarse por separado. Pero con lo que llamo la ideología (o las
ideologías) de la Revolución Mexicana la cosa es muy diferente.
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Muchas de las ideas y propuestas que integran esa ideología, como ya se apuntó
antes, vienen del pasado inmediato a su estallido; muchas se fueron integrando
durante la lucha armada, pero muchísimas más se plantearon y se formularon hasta
después de que fue promulgada la Constitución de 1917. Incluso, se da el caso de
que varias de las que se dieron antes y durante el movimiento revolucionario, luego
recibieron una formulación diversa o, de plano, se transformaron en algo totalmente
diferente de como eran en su origen. Y no es de extrañar. Un movimiento
revolucionario se emprende para cambiar un antiguo régimen por otro nuevo. Ese
es su objetivo primordial. Las ideas con las que se justifica, en el fondo, son
secundarias. Lo que cuenta es el triunfo y la derrota sin condiciones del antiguo
enemigo. Podría decirse, inclusive, que las ideas y propuestas o la ideología, a
veces son más importantes luego que se ha triunfado que antes. Por eso mismo las
ideas deben ser reformuladas o es preciso encontrar otras ideas que aclaren las
antiguas o les den el sentido que en las nuevas circunstancias se requieren. Pues
todo eso pasó, desde mi punto de vista, con la Revolución Mexicana.
Eso puede ser más fácil de explicarse si se hace el intento de dividir por
rubros o grandes lineamientos el pensamiento ideológico de la Revolución. Todo
corpus ideológico es susceptible de dividirse en decenas, en centenas o en miles de
temas o capítulos. Aquí señalaré los más importantes: primero, lo que desencadenó
la Revolución y derribó la dictadura, para decirlo con la expresión de Madero, el
“reclamo democrático”; segundo, la cuestión de la tierra, que siempre fue la causa
profunda del movimiento de masas de la Revolución; tercero, una nueva
concepción del Estado, dotado de un poder Ejecutivo fuerte y predominante en el
sistema de división de poderes, lo que se mantuvo como el eje rector de la
ideología revolucionaria posterior a Madero y que quedó inscrito en la Constitución
de 1917; cuarto, la nueva doctrina internacional que debemos, en sus términos
originales, a Carranza; quinto, el nuevo derecho del trabajo, que los pocos y muy
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débiles movimientos obreros con los que se inició el movimiento revolucionario no
pudieron o no quisieron formular como bandera propia y que, en cambio, fue
desarrollada por los constitucionalistas en el texto del artículo 123 de la
Constitución; sexto, la nueva concepción del desarrollo económico, que no
apareció durante los años de la lucha armada y que se propuso mucho después;
séptimo, la doctrina del intervencionismo estatal en la economía y el diseño de una
economía mixta que, también, apareció mucho después; octavo, el pensamiento
indigenista que, igualmente, no se vio ni como propuesta ni como reclamo durante
el movimiento armado; noveno, una nueva doctrina educativa, popular y de masas
que, del mismo modo, sólo apareció después. No dudo de que habrá otros rubros
que pueden ser muy importantes, pero, para lo que me propongo, pienso que con
esos basta.
2. Todo lo anterior no debería sorprender. Los movimientos ideológicos son un
continuum, nunca permanecen idénticos a sí mismos y siempre van agregando o
quitando, de acuerdo con las nuevas e incluso con las viejas convicciones. No
puede ser de otra manera, tratándose de las ideas. Estas jamás aparecen mondas y
lirondas ni acabadas de una vez y para siempre. Se van ejecutando a sí mismas,
como una sinfonía de pensamientos que se van articulando entre sí, se van
superando a sí mismos y se van renovando hasta dar el sentido de lo que se quiere o
se propone y, a la vuelta de la esquina, puede suceder que la idea que parecía
definitiva cambie radicalmente su sentido o hasta su significado. Eso ocurre todo el
tiempo. Y es, además, explicable: el pensamiento, estimulado por una realidad
vertiginosa y variopinta, siempre cambia sus perspectivas y su visión del mundo y
busca adaptarse a lo nuevo, a lo imprevisto, a lo desconocido, oteando nuevas rutas
y procurando visiones cada vez más exactas y certeras para la acción.
Madero se había hecho de una amplia cultura, aunque no muy rica ni muy
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disciplinada y muy sobrada de desorden y confusión. Pero sabía perfectamente lo
que era la democracia (que haya confundido a Japón como una democracia casi no
tiene importancia). Se ha tratado de documentar su misticismo, sus aficiones al
espiritualismo y se han avanzado hipótesis sobre su esquizofrenia. De que era un
iluminado, si le hemos de creer a él mismo, no cabe ninguna duda. Se sentía un
elegido, un predestinado, un individuo que estaba llamado a realizar grandes cosas,
a darle la libertad al pueblo mexicano. Sus apuntes personales lo revelan. Pero la
idea de que el verdadero antídoto contra la poderosa dictadura de Díaz era el “ideal
democrático” no le pudo haber venido de sus revelaciones o sus desvaríos de
iluminado (éstos, más bien, lo pusieron en la senda y lo decidieron a actuar). Sabía
lo suficiente acerca de la democracia que lo convenció de que era una idea que
podía movilizar y poner en pie de lucha al pueblo. ¿En qué se fundaba? Es
imposible decirlo; tal vez sólo en su enorme fe en sí mismo y en el pueblo como él
lo veía. Los que no lo conocían lo juzgaron un loco de atar; lo que trataban con él
quedaban fascinados. Lo bueno fue que éstos últimos fueron muchos y estuvieron
dispuestos a seguirlo. Y triunfaron.
Todos los testimonios apuntan a señalar que Madero era un pésimo político y
sus amigos y allegados nunca dejaron de notarlo en sus conversaciones y
declaraciones. Era demasiado ingenuo, inepto para convivir en un mundo de hienas
como el que formaban los políticos mexicanos, los de entonces y los que vinieron
después, los seguidores de Madero que, en cuanto a ferocidad y determinación,
dejaron cortos a los anteriores. Madero, además, era un transformador, un
reformista en la más pura tradición decimonónica; no era un revolucionario al que
le gustara llamar a la lucha final; era un conciliador y su peor defecto era que creía
en los demás (eso, en un político, es una tontería). Pero Madero se hizo instrumento
de la historia y él mismo debe haberse sorprendido cuando se encontró con que
hasta los zapatistas querían sumarse a la gran causa nacional que él estaba
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encabezando. Por ingenuo o por iluminado, quién puede saberlo, no entendió que
con los zapatistas no se podía tratar con ideales sino con compromisos serios que él
no entendió cuáles eran. El resultado fue que se hizo enemigos a los zapatistas,
enemigos también duros y feroces.
La verdad es que Madero nunca entendió que los humanos piensan en
concreto y no se entienden mucho de ideales. Los zapatistas querían las tierras. El
les prometía la libertad. ¿Qué habrían hecho los zapatistas con la libertad cuando se
encontraban tan telúricamente ligados a la tierra? En un brillante discurso ante los
obreros de Orizaba, Madero les dijo que ellos no necesitaban pan, sino libertad para
luchar por sus derechos. En este caso es más convincente en su oferta. La historia
de México ha demostrado que los obreros luchan mejor por sus demandas cuando
gozan de libertad que cuando están atados a sus explotadores, a los políticos o a sus
líderes corruptos. Dudo que eso lo haya entendido Madero, pero, en el fondo, tenía
razón. Sólo que para los obreros de Orizaba aquellas sonaban como palabras
huecas.
¿Quiénes fueron, entonces, los interlocutores de Madero, los que le dieron las
masas en las calles de las ciudades que acabaron abrumando a la dictadura y la
obligaron a recurrir a la represión abierta y al encarcelamiento del nuevo líder y le
dieron, además, sus grandes mayorías en las urnas? Sigue siendo una materia a
estudiar, pero se puede colegir. Fueron los habitantes de las ciudades y de los
pueblos pertenecientes a prácticamente todas las clases sociales (incluidos los
trabajadores asalariados y los empleados). Fue la gente que estaba fuera de los
pequeñísimos y restringidos círculos oligárquicos, incluso muchos que tenían un
buen nivel de vida; los intelectuales, que no eran muchos pero que podían hacer
sentir su presencia y su voz; los profesionales liberales, típicos clasemedieros que
no tenían horizontes ciertos en sus vidas; y también muchísimos campesinos y
trabajadores rurales a los que los buhoneros les llevaban noticias. Madero forjó un
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mito, una voluntad popular de creer y de actuar que arrasó a la dictadura. Eso fue lo
que hizo el “ideal democrático”.
El maderismo permeó en la sociedad mexicana y en todas las clases sociales
por igual. Con Madero todos pudieron saber qué debían hacer frente a la dictadura,
cuál era el camino a seguir, incluso los zapatistas. Los campesinos siempre habían
luchado por la tierra y sabían lo que significaba la violencia a la que se enfrentaban
continuamente. El maderismo les dio luces sobre un nuevo modo de lucha: se podía
luchar también con la mente, con las ideas. El zapatismo nació de unas ideas
plasmadas en un mal redactado Plan de Ayala que luego se perfeccionó. Supieron
que tener ideas, como enseñaba Madero, era tener ideas políticas; supieron que su
enemigo principal era el Estado y que, para luchar contra el Estado, tenían que
aprender a luchar políticamente. Por la vía armada, porque no les quedaba de otra;
pero con ideas que legitimaran y explicaran frente al conjunto de la sociedad sus
demandas y sus aspiraciones. Ellos sólo pedían que se restituyera a sus pueblos las
tierras de las que habían sido despojados y que se les dotara de las mismas a los
trabajadores del campo que carecían de ellas. La reforma agraria masiva empezó en
las tierras zapatistas. Fue el pago que Obregón hizo por el apoyo que los zapatistas
le dieron en su lucha contra Carranza.
No puede decirse que los obreros, los muy pocos que había entonces, hayan
podido hacer el mismo aprendizaje. Su hora debía venir después. Todo mundo
entendió el reclamo campesino. En diciembre de 1912, Luis Cabrera pronunció un
memorable discurso en la Cámara de Diputados en el que reivindicó la
reconstitución de los ejidos de los pueblos como medio para terminar con la
explotación en el campo y, al mismo tiempo, de acabar con las rebeliones rurales
(seis meses trabajan en la hacienda, decía, y los otros seis meses toman el rifle y se
vuelven zapatistas). La idea de Cabrera de la reforma agraria era bastante
elemental. No hablaba del reparto de tierras, sino de reconstituir las tierras
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comunales de los pueblos, expropiando a los latifundistas que se hubieran
apoderado de ellas. Para Cabrera, el ejido era lo que había sido en la España
medieval y en la Colonia: las tierras a las afueras del pueblo, que es lo que ejido
quiere decir en latín. Y esas ideas las plasmó Cabrera después de la Ley del 6 de
enero de 1915. De hecho, Cabrera y los zapatistas coincidían totalmente en la tarea
que debía hacerse en el campo. Realmente, la Revolución no fue más allá de esto
en materia agraria. Muy elemental, de hecho, si se considera que fue la cuestión de
la tierra la que logró movilizar a las masas de la Revolución.
3. La Revolución Mexicana fue un mundanal desmadre. Una balumba de hombres
y grupos que apenas podían distinguirse unos de otros y que, de manera muy
ocasional, lograban unirse o identificarse con otros. Pero la ocasión llegó para
todos. Los pueblos zapatistas muy pronto encontraron a su dirigente natural. Los
pueblos del norte, en Durango, Chihuahua y Zacatecas, también supieron encontrar
su liderazgo. En ambos casos hay profundas tradiciones comunales de lucha, muy
diferentes, de orígenes indígenas en el sur; de pueblos del desierto y de las zonas
áridas en el norte. Los primeros se separaron pronto de Madero; los segundos
fueron siempre sus fieles seguidores. Zapata y Villa son personajes en los que los
pueblos encuentran su expresión manifiesta ante la nación. Son sus cartas de
presentación. Son el campo frente a la ciudad. Por supuesto que demostraron que
sabían usar el último recurso de la política: las armas, y sabían levantar ejércitos y
ser guerreros avezados. Pero estaban demostrando, con el ejemplo de Madero, que
sabían hacer política por otros medios. Las ideas tienden a desintegrar a los pueblos
cuando se ocupan de lo particular, de lo cotidiano, de lo que a cada grupo interesa.
Pero se convierten en verdadera ideología, en ideología política, cuando comienzan
a visualizar el Estado como el objetivo de su crítica y de su análisis y, más todavía,
de las ambiciones de quienes las sostienen. Una ideología que no se ocupa del
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Estado no es ideología, es idiosincrasia, en el mejor de los casos. La ideología
siempre es política.
Quienes mejor lo entendieron fueron los seguidores de Madero, ya que
durante su efímero gobierno, pero sobre todo después del sangriento y brutal golpe
de Estado del usurpador Huerta. Hubiera podido esperarse que reivindicaran con
mayor fuerza el “ideal democrático” maderista; pero su interpretación de la realidad
les enseño que la democracia en este país era un lujo que, si querían el poder, no
podían darse. Abjuraron de los ideales democráticos de Madero, incluso acusaron
al apóstol asesinado de ser el causante del golpe, con sus veleidades democráticas,
y se prometieron no volver a cometer las mismas tonterías. Ya habían aprendido lo
suficiente sobre el papel que las masas estaban llamadas a desempeñar en la
política y decidieron que, al igual que Madero, irían con las masas, pero por otros
medios. Revisaron cuidadosamente su ideario, se hicieron de un liderazgo de
autoridad nacional y lo encontraron en Carranza, se aprestaron a la lucha armada y
de inmediato encontraron la bandera que los justificaría frente a los pueblos: la
Constitución. Se llamaron a sí mismos constitucionalistas y combatieron la
usurpación en nombre de una idea: la defensa de la constitución. Muy pronto la
usurpación huertista fue barrida del escenario nacional. Pero entonces, los
constitucionalistas se encontraron conque tenían enfrente a enemigos de verdad
formidables con los que no habían contado o de los que pensaban que simplemente
los seguirían en su bandera. La Revolución se volvió guerra civil.
Su mayor virtud fue entender lo que estaba de verdad en juego en la lucha.
A sus enemigos los vencieron con increíble facilidad: tan sólo les bastó hacer suyas
sus demandas y agregar, además, otras que todavía eran una simple promesa para el
futuro, como lo eran los derechos de los trabajadores asalariados. De lo que se
trataba era de conquistar el poder, lo que Lenin en Rusia ya había entendido a la
perfección. Entonces comenzaron a desarrollar su doctrina del poder. Vieron con
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los mismos ojos críticos con los que los porfiristas habían visto a la Constitución de
1857 y Rabasa se convirtió en su ideólogo: esa Constitución democrática y liberal
no había servido y, además, no atendía en lo mínimo las exigencias del pueblo
trabajador. Los villistas, por contrapartida, hicieron de la Constitución vilipendiada
su bandera. En una serie de artículos que Félix Palavicini, ministro carrancista,
publicó en 1914, expuso, como si Emilio Rabasa lo hubiera escrito, el nuevo
ideario del poder de los constitucionalistas. Ni los villistas ni los zapatistas tenían
una idea clara del Estado y cuando fueron dueños de la Capital del país dieron
muestras de no saber lo que era el poder ni cómo usarlo. Los carrancistas, por lo
demás, supieron hacer frente a las demandas populares que estaban en la base del
estallido de la Revolución. La Ley del 6 de enero de 1915, según rememoraba en
1932 su propio autor, Luis Cabrera, buscaba socavar el consenso que sobre la
cuestión de la tierra tenía el zapatismo. El villismo, remataba, no tenía bandera
agrarista. Los pactos de Veracruz entre el constitucionalismo y los dirigentes de la
Casa del Obrero Mundial (o lo que quedaba de ella) demostraron, en fin, que los
carrancistas también sabían lo que los trabajadores asalariados iban a representar en
la futura política de masas.
La Constitución de 1917 consagró el triunfo de los vencedores y de su
ideología del poder. Fue la primera Constitución del mundo que instituyó las
garantías sociales de los derechos de los trabajadores del campo y de la ciudad
(poco después le seguiría la Constitución de Weimar), inaugurando así la tradición
típica del siglo XX del garantismo social constitucional. Pero todo el texto de la
Constitución quedó organizado de tal forma que lo que destaca como un elemento
definidor del todo es la preeminencia de la institución presidencial en el Estado y
en la organización y regimentación de la vida social en su conjunto. La presidencia
fuerte, sin la que no podrían llevarse a buen término los programas y las
transformaciones que la Revolución había planteado, no necesitó de ninguna
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justificación y aparecía como un fin en sí mismo. Era como si con sólo ella la
Revolución hubiese cumplido con su principal objetivo. Muy pronto, los nuevos
dueños del poder descubrieron que las cosas no surgían con sólo escribirlas en el
papel. Para que la nueva institución presidencial fuera una realidad se necesitaron
más de veinte años y arduo trabajo de pacificación de la vida social
postrevolucionaria. Debía venir Cárdenas y hacer su obra transformadora, para que
el sueño de los herederos de Madero se hiciera realidad.
Los vencedores descubrieron, si no es que ya lo habían notado, que su nuevo
Estado era muy pequeño y débil y no sólo lo desafiaban los remanentes de los
antiguos poderes dentro del país, sino también los poderes exteriores, las grandes
potencias y sus empresarios que se habían apoderado de enormes porciones de la
riqueza nacional. La Constitución postulaba la preeminencia de la nación en la
propiedad del suelo y del subsuelo, justo en donde los extranjeros, norteamericanos
e ingleses, tenían sus mayores intereses. Carranza formuló en una serie de discursos
la doctrina internacional de la Revolución a la que dio su nombre: no habría más
abusos de los poderes extraños y debían someterse a nuestra Constitución y a
nuestras leyes, así como a sus tribunales en caso de disputas. Debían aceptar, en
una palabra, la soberanía de la nación mexicana. Pero a los extranjeros eso los tenía
sin cuidado y sabían que el nuevo Estado no tenía con qué someterlos a sus
dictados. La soberanía nacional sobre las riquezas del país fue sólo una bella norma
constitucional sin efecto alguno en la realidad. En este punto, también, tendría que
llegar cárdenas para que comenzara a ser una realidad tangible. Pero la elemental
doctrina Carranza fue sólo el inicio de un largo camino a través del cual los
gobiernos mexicanos fueron elaborando sólidos principios de política internacional
que tuvieron su raíz en los planteamientos nacionalistas de la revolución.
Mucho de lo que identificamos como ideología de la Revolución mexicana,
como se apuntó antes, sólo fueron esbozos iniciales durante los años de la lucha
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armada; fue hasta después de pasada la tormenta que tales esbozos fueron
recibiendo una forma más o menos definitiva. Excepto por lo que toca a los
principios fundadores del nuevo Estado, casi todo lo demás tuvo que ser
reelaborado, redefinido o, incluso, inventado. Así ocurrió con la idea que se tenía
de la reforma agraria. Muy pronto los planteamientos de Cabrera y del plan de
Ayala quedaron en el pasado. La alianza que se dio entre obregonistas y zapatistas
después de la muerte de Zapata y en el propósito común de de derrocar a Carranza,
dio lugar a un fenómeno de verdad notable en el desarrollo del proceso ideológico
que surge de la Revolución: el sincretismo. Muy pronto, en efecto, los antiguos
credos ideológicos enfrentados y antagónicos comenzaron a fundirse y a
confundirse en nuevos idearios que produjeron, casi de inmediato, la impresión de
que todos los revolucionarios, después de todo, habían luchado por lo mismo. El
villismo fue al que le tocó el último turno, pero su hora había de llegar. Después de
su triunfo, Obregón dejó que los antiguos secretarios zapatistas se hicieran cargo de
la instrumentación de la reforma agraria, para lo cual les entregó la Comisión
Nacional Agraria, con la condición de que sería él quien decidiera cuándo y a quién
expropiar. Las restituciones y dotaciones fueron, por decirlo así, completas en
algunas regiones, en primer lugar en las zonas de influencia de los antiguos
zapatistas; pero en el resto del país fueron sumamente escasas. Pero los
experimentos zapatistas desde la Comisión Nacional Agraria le cambiaron la faz a
la reforma agraria. Impresionados por las transformaciones de la Rusia de los
soviets, concibieron el ejido de otra forma, como una unidad de producción que se
organizaría a partir de los núcleos de población (más o menos a semejanza de los
koljoses soviéticos). Incluso llegaron al exceso de convertir a aquellas unidades
productivas en ejidos colectivos. Fueron los primeros de nuestra historia reciente.
Desde luego, cuando Calles llegó al poder los deshizo todos en un santiamén. Sería
Cárdenas, de nueva cuenta, el que al acelerar consistentemente los repartos le daría
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también una concepción definitiva a la reforma agraria mexicana.
Por supuesto, el formidable desarrollo social que experimentó México
después de la lucha armada hizo que aparecieran nuevos temas y dos fueron muy
significativos de la transformación que el país estaba viviendo: el indigenismo y
una muy peculiar doctrina educativa. Durante la contienda muy pocos hablaron de
los indios y probablemente menos de lo que podría llamarse una política educativa,
aunque en este último respecto Carranza creó en su gabinete un departamento
encargado de la educación, la ciencia y las artes que puso al cuidado de Palavicini.
En el porfirismo florecieron los estudios históricos y entre ellos los dedicados a la
antigüedad mexicana; pero no fueron tema de los debates ideológicos durante la
Revolución. Obregón era un político formidable y en cierto momento debió haber
tenido la intuición de que los grandes intelectuales sirven para algo, cosa que a los
políticos no les interesa en ninguna parte del mundo. Tenía a uno cerca y era de los
grandes, José Vasconcelos. Lo puso al frente de la Universidad Nacional, primero,
y luego creó para él la Secretaría de Educación Pública, pidiéndole que hiciera lo
que pensaba que debía hacerse con la educación del pueblo. Faraónico en sus
proyectos, lo primero que hizo Vasconcelos fue poner a trabajar para el Estado a
los intelectuales y a los artistas, sobre todo a los artistas plásticos. Los edificios
públicos se cubrieron de murales. Vasconcelos pensaba que había que llevar al
pueblo la gran cultura del mundo y de la historia e hizo editar una maravillosa
colección de obras clásicas de todos los tiempos para distribuir en las escuelas y en
los ayuntamientos. Pero su mayor logro, sin duda, estuvo en la creación de las
Misiones Culturales y en la obra que éstas realizaron.
Algo que todavía resulta fascinante es cómo quienes propusieron las más
importantes reformas del ideario revolucionario se hayan inspirado en la Colonia.
Molina Enríquez afirmaba que sus propuestas, secundadas por Pastor Rouaix, sobre
la cuestión de la tierra y la nueva teoría de la propiedad estaban inspiradas en la
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experiencia de la Colonia: allá el titular fundador de la propiedad había sido la
Corona española; acá, la nación que, después de la Independencia había heredado
ese derecho. Vasconcelos concibió su proyecto educativo a partir del ejemplo que
le inspiraba la acción redentora y educativa de los misioneros españoles. De ahí el
nombre de las Misiones Culturales. Vasconcelos dejó una huella imborrable en el
futuro de las doctrinas educativas del Estado mexicano. Y fue la obra de esas
misiones y también de los grandes artistas plásticos de la época el que, casi de
repente, el país descubriera que México era un país indígena, con un pasado
glorioso y con un legado que formaba parte del ser nacional. La arqueología acaba
de empezar a dar sus frutos (a partir de las excavaciones de Gamio en Teotihuacán)
y, muy pronto, indigenismo y educación se juntaron para hacer de la cuestión
indígena una prioridad nacional. La exaltación del pueblo, de los campesinos y de
los indígenas impresionaba a la gente culta del mundo que por aquellos años
visitaba nuestro país. Por su gran cultura histórica, México estaba colocándose en
el centro de la atención mundial. Pero todo esto se debía a un mero impacto
ideológico, porque no costaba mucho dirigir la mirada a la realidad para darse
cuenta de que en los hechos muy poco había cambiado o no había cambiado en
nada. La tierra seguía estando en manos de latifundistas, con la única diferencia de
que ahora se trataba de nuevos latifundistas: los generales revolucionarios que así
se habían pagado sus servicios a la causa. Los trabajadores del campo seguían
siendo tan miserables como lo habían sido antes. Lo único nuevo era la
beligerancia que comenzaban a cobrar los trabajadores asalariados, aunque muchos
seguían siendo trabajadores rurales, pues la industria y los servicios seguían en
pañales. Era la fuerza de una ideología triunfante.
Hay en la historia del nuevo régimen, empero, un hito que representa un
avance extraordinario en el proceso ideológico de ese mismo régimen: la
Convención Nacional Revolucionaria de 1929, que dio lugar a la fundación del
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Partido Nacional Revolucionario (PNR). Entre otras cosas, puede decirse, a ciencia
cierta, que fue entonces cuando comenzó a tomar cuerpo la doctrina de la política
económica de la Revolución, de la que durante la lucha armada nadie tenía ni la
más pálida idea. Sin duda alguna, se trató de un análisis de recuento, de balance de
la experiencia que habían acumulado los regímenes revolucionarios en doce
aciagos años de gobierno de una sociedad a la que dominaron sin grandes peligros
o desafíos mortales. Aparecieron conceptos que luego se harían muy familiares:
nacionalismo económico, nacionalismo revolucionario, rectoría estatal de la
economía, economía mixta, soberanía sobre los recursos naturales y, aunque muy
vagamente formulada, la idea de un desarrollo económico nacional. Eso, amén de
muchas otras cuestiones que en los documentos básicos del nuevo partido se
señalaron sobre temas educativos, indígenas, reforma agraria, política internacional
(que poco después, con Genaro Estrada, habría de recibir un jalón de la mayor
importancia), vías de comunicación, etcétera. En esos documentos se muestra que
los revolucionarios, ahora detentadores del poder, habían llegado a su mayoría de
edad ideológica. Muchos de los planteamientos elementales que los revolucionarios
habían podido hacer durante los años de lucha ahora parecían exponerse con la
mayor claridad. El país, sin embargo, seguía siendo el mismo de antes, atrasado y,
lo que a muchos parecía, sin un futuro claro y cierto.
Pero fue con Cárdenas en la Presidencia que el régimen de la Revolución
Mexicana alcanzó su consolidación definitiva y la ideología revolucionaria cuajó
como un sistema de convicciones y creencias de las que participaba una amplia
mayoría de la sociedad mexicana. Sobre todo, los valores ideológicos de la
Revolución o lo que había venido acumulándose como tales también se
institucionalizaron, volviéndose valores hegemónicos e incontrovertibles. La
reforma agraria tomó su forma definitiva, al grado de que en 1940 el sector ejidal
poseía el 40 por ciento de las tierras laborables del país y se trataba de muy buenas
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tierras. Después de Cárdenas, los presidentes repartieron cada vez peores tierras
hasta que sólo fueron eriales, con lo que frustraron las perspectivas de la reforma y
la despeñaron en el minifundismo improductivo. Cárdenas convirtió al movimiento
obrero en una fuerza gobernante, con su gran aliado Vicente Lombardo Toledano, y
lo hizo copartícipe y corresponsable del gobierno de la sociedad. Obligó a la clase
patronal a organizarse y a darse una representación nacional con la que el Estado,
vale decir, el presidente, pudo tratar de primera persona y la obligó también a ser
corresponsable en la conducción de la sociedad. Los patronos mexicanos odiaron a
Cárdenas, porque suprimió sus anteriores privilegios; pero como apuntara William
Cameron Townsend, biógrafo y amigo de Cárdenas, jamás les fue tan bien como
cuando Cárdenas gobernó. Con Cárdenas, la política exterior mexicana vivió sus
más brillantes páginas y se prestigió en el mundo como no lo ha hecho en ningún
otro momento, excepto, tal vez, cuando se trató de la defensa de las revoluciones de
Guatemala en los años cincuenta y de Cuba en los años sesenta. La expropiación
petrolera causó pequeños estragos, pero el país recuperó su subsuelo. Ante la
inminencia de la Segunda Guerra Mundial, Roosevelt prefirió hacer las paces,
aunque Inglaterra rompió sus relaciones con México. El país salió indemne de su
odisea nacionalista.
Podría decirse que con el gobierno de Cárdenas la ideología de la Revolución
Mexicana alcanzó su máximo desarrollo. El último jalón, tal vez, se dio con la
doctrina de la política de industrialización que se resumió en el Segundo Plan
Sexenal del partido oficial, ahora Partido de la Revolución Mexicana (PRM) y que
dio carta de naturalización a la política económica que luego se conoció como de
sustitución de importaciones. Luego vino un prolongado vivir de los réditos y una
prolongada decadencia hasta que el régimen priísta se terminó. Ya en la segunda
mitad de la década de los cuarenta, Cosío Villegas postuló la muerte de la
Revolución Mexicana. Esta se había acabado, decía, sin que cumpliera con sus
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promesas históricas. A él siguieron cuestionamientos y dudas sin fin sobre la
vigencia de la Revolución y de su ideario. Hubo destellos, desde luego, pero fueron
sólo eso. López Mateos hizo soñar a algunos revolucionarios mexicanos con un
renacer ideológico y político. Echeverría asombró a un México que ya casi no creía
en nada cuando revivió la experiencia de los ejidos colectivos, que López Portillo
desapareció de un plumazo. Pero no hubo más sino un reiterado vivir a la sombra
de un pasado que conforme pasaba el tiempo resultaba ser siempre menos glorioso.